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DIATRIBAS del amor romántico Alma Karla Sandoval Diatribas del amor romántico Primera edición, infinita, marzo de 2020 © Alma Karla Sandoval, autora © XXXXX, ilustración de portada © Daniel Zetina, diseño editorial Este libro es un proyecto de la autora, desarrollado por infinita, para su promoción y comercio, no puede reproducirse sin autorización de la misma. aclaración gramatical En noviembre de 2010, en el marco de la fil de Guadalajara, la Asocia- ción de Academias de la Lengua Española decidió algunos cambios en la gramática del español que usamos. Entre ellos, se eliminaron los acentos diacríticos de los pronombres demostrativos (esta, aquellas...) y se eli- minó el diacrítico en el adverbio solo. Pese a la polémica que ha habido durante estos años, dichos cambios fueron respetados en este libro. A las amigas, esos amores que nos salvan del amor A Yamam Al-Zubaidi, porque cruza el Atlántico y mi nombre Portada Alma Karla Sandova, Diatribas del amor romántico, collage, obra derivada a partir de fotografía de Graciela Iturbide, 2020. La experiencia amorosa une indisoluble- mente lo simbólico: lo prohibido, discer- nible y pensable; lo imaginario: lo que el yo representa para sustentarse, para agrandarse; y lo real: ese imposible donde los afectos aspiran a todo y donde no hay quien tenga en cuenta el hecho de que yo no soy más que una parte. Julia Kristeva Nuestra imaginación es la responsable del amor, no la otra persona. Marcel Proust Ojalá te enamores. Maldición árabe Diatriba: Nombre femenino Discurso escrito u oral en el que se injuria o censura a alguien o algo: “El gobierno tampoco escapó a las quejas y diatribas de los ciudadanos”.1 1 Apuntes Olaeta, Apuntes de Periodismo. Letras y Co- municación. Disponibe en: www.docsity.com/es/ apuntes-olaeta/3202498/ 7 Preludio o explicación no pedida Escribo como el que por primera vez se ve las manos y tiene sed y bebe golondrinas. Joaquín Vásquez Aguilar Escribo para abrir los ojos y también para soñar con una red de afectos en expansión. Escribo en nombre de lo superado antes de llegar a esta computadora y las frases que ahí en- cuentro como barcos o cigarras que escuché cantar desde muy niña, cuando su encanto era brutal. Ahora entiendo por qué: esa era la música salvaje del deseo y la muerte para de- jar vivir a la memoria o a su reproducción. Escribo para no olvidar que intenté no traicionarme todas las veces que me rompieron y rompí. También para perdonar escribo y lo hago pensando durante largas horas, redescubriendo el amor y el miedo a saberlo un dios oscuro, una máscara o una paloma de papel en la chistera no de un mago, sino en la de un macho cabrío. Redacto, borro, me arrepiento de lo expresado y lo inexpresado con tres tatuajes. El último lo borraría, pero con- tinúo con la piel y la mente alumbradas porque algo cambia- rá cuando ponga el último punto. Esta obra es un sortilegio, pero también una gentil ceremonia: la de hacer las paces con el amor que nunca fue. 8 El amor romántico como problema de salud pública Nos han dicho que el amor nos salvará, pero lo más seguro es que nos pierda. Depende cómo se ejecuten sus prácticas, cómo lo deconstruyamos, no solo con aire, arena o esa liqui- dez de la modernidad que nos obliga a ser flexibles. Sin endu- recer ni disolver, el amor podría ser un coagulante exento de conciencia, dignidad, equidad, libertad y valor. También depende de la salud mental de quien nos ame. A veces corremos el riesgo de exigirles mucho a las endorfinas, el pulso acelerado, los moscardones y las crisálidas rebeldes en el estómago. Tal vez hacemos del amor un dogma, por eso nos enferma, porque en su nombre nos enseñan que está bien dejarlo todo; perseguir absolutos, desposeernos, ejercitar la renuncia en nombre del otro como único camino (sobre todo a las mujeres). Nos dicen que debemos darnos la oportunidad de amar, pero no le permitimos al amor ser de otra manera, averiguar cómo sería la búsqueda de un balance, la defensa alegre de un ejercicio amatorio cabal ante la desmesura y su pulsión de muerte. De ahí la importancia de repensar el amor, porque ac- tualmente la calidad de nuestras relaciones determina la cali- dad de nuestra vida. Un amor logrado no tendría por qué ser un amor muerto, ¿por qué compramos la idea de que todas las grandes expe- riencias amorosas culminan en tragedia?, ¿por qué no cree- mos en los finales felices?, ¿por qué los ansiamos a toda cos- 9 ta?, ¿por qué llegamos a la conclusión de que el amor siempre es un laberinto?, ¿qué historia, desde dónde, nos contamos sobre el amor?, ¿en realidad siempre alguien sale perdiendo?, ¿cuál es el criterio mercantil de la emoción que nos atraviesa y nos impide fluir, diversificar nuestros deseos o permanecer libres de vergüenza? Quizá nuestros mitos fundacionales amorosos nos acon- dicionan: Adán y Eva, la costilla, el paraíso perdido; o bien, Romeo y Julieta, infidelidad (Romeo tenía novia cuando co- noce a la audaz Capuleto), engaños, suicidios; Quijote y Dul- cinea, idealización in extremis. Uno de los psicólogos más leídos, polémicos y criticados, Walter Riso, relata que una vez llegó a su consultorio una mu- jer triste porque no se enamoraba: “Quiero sentir ese nervio- sismo, ese pulso acelerado, esa angustia, ese vértigo, ese dolor y descontrol de las emociones”, decía añorante. “Lo que usted necesita es sufrir, no amar”, le respondió el experto. La mayoría de las veces inventamos muy bien la amistad, pero no el amor. ¿Cuántos casos hemos escuchado de alguien que haya matado a otra persona por ser su amigo? En cambio, los crímenes pasionales, los feminicidios, siguen a la orden del día. Lo peor es que dejamos pasar cualquier tipo de violencia en nombre del amor que, además, tiene que ser único, exclu- sivo, eterno. Como si no nos enamoráramos casi siempre de la misma manera, con las mismas angustias, el mismo estilo, las mañas, los pocos aciertos; enredados todos en la incertidumbre, en la vigilia. Sí, cambiamos el cuerpo, el nombre y cronotopo del sujeto amado, pero narramos casi igual esa historia: la de la 10 sucesión de nuestras catástrofes románticas porque ningún amor es inédito. Muchas veces nos enamoramos por primera vez de nuestra madre o nuestro padre. Cuando llegamos a co- habitar, ya nos hemos accidentado románticamente desde el jardín de niños o la secundaria. Un solo amor es imposible. Al respecto, Erich Fromm opina: La exclusividad del amor erótico suele interpretarse erró- neamente como una relación posesiva. Es frecuente en- contrar dos personas “enamoradas” la una de la otra que no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, un egotismo á deux; son dos seres que se identifican el uno con el otro, y que resuelven el problema de la sepa- ratividad convirtiendo al individuo aislado en dos, pero puesto que están separados del resto de la humanidad, siguen estándolo entre sí y enajenamos de sí mismos; su experiencia y unión no es más que ilusión.1 Igual que la eternidad a la que condenamos el amor ro- mántico, porque si es amor, no tiene final. “Para tu amor no hay despedida”, canta el colombiano Juanes. Sumidos en esas acti- tudes de envalentonada necedad, confundimos lo eterno con lo intenso. No nos extrañe que en plena posmodernidad, y a decir del filósofo polaco Zygmunt Bauman, “en lo que al amor se refiere, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”.2 De ahí que —sobre todo en países del supuesto primer mundo o en las grandes urbes— nos quede fácil pasar del “para siempre” al “para nunca”. 1 Fromm, E. (1981). El arte de amar. Barcelona: Paidós. 2 Bauman, Z. (2005). Amor líquido. cdmx: fce. 11 En casos extremos, condenamos a nuestros amigos cuan- do se vuelven a entusiasmar: “Una cosa es involucrarse, otra volver a enamorarse; eso ya no te lo puedes permitir. A estas alturas, ¡por favor!”, y esas alturas rebasanlos cuarenta años como si uno se jubilara del querer igual que de un currículo amoroso sembrado de cadáveres, como si no nos hubieran enseñado que “nunca es tarde en esta vida”, como si El amor en los tiempos del cólera no nos pareciera un referente agudo y tropical para masticar camelias a lo Fermina Daza. Lo cierto es que no hemos aprendido a salvar nuestros vínculos amorosos de otras maneras que no pasen por la po- sesión o por la exclusividad, porque es complicado, porque no lo podemos imaginar, porque lo más enfermo del amor se revela en su ethos narcisista. Por ende, bien vale esta pregunta: ¿el poliamor es verdaderamente revolucionario?, ¿qué tanto nos interesa estar con varias personas a la vez?, ¿no resulta más caótico replicar tres o cuatro veces el mismo sistema jerárqui- co que impone un poder sobre el poder en las relaciones se- xoafectivas? El amor sin su envenado halo romántico —sin esa receta que supuestamente garantiza un desenlace dichoso— es una búsqueda, un recorrido político en la acepción lógica del tér- mino, pero también sincrético, valiente y consciente, atento a las carnadas del sentimiento que puede arrebatarnos el ejerci- cio de nuestros derechos humanos, porque uno de los proble- mas del amor romántico es que se disfraza y a veces entrega flores o chocolates después de una golpiza; incluso un viaje a Europa o un auto luego de mandarte al hospital. Se trata de un amor como ancla afectiva que sirve para garantizar la per- 12 durabilidad de la violencia. Si bien no sabemos todo acerca el amor porque suele transformarse como héroe de mil caras, es necesario cambiar las narrativas públicas con las que legitima- mos su desigualdad, su abuso. Así que no es raro, cuando una se enamora, descubrir que el plan es que no hay plan. De ahí que urge deconstruirlo, para erigir o diseñarnos otros modos de pensar nuestras relacio- nes, desde otros paisajes que nos hagan sonreír o nos lleven con personas que desencadenan toda una operación de salva- mento cuando nos hacen pedazos. Ese amor romántico, el que conocemos todos gracias a las novelas, las películas, las series o la propia experiencia cavan- do más vacío, más desencuentro, más abandono, más dolor, requiere diatribas. Cualquier lector de este libro tiene el dere- cho de disentir, de pensar las propias o instaurar otros ejerci- cios metamorosos. En las siguientes páginas no hay fórmulas, ecuaciones simples o reduccionismos, sino una tentativa eró- tica de la retórica de un amor diferente que quien esto escribe imagina, porque debe existir en algún lado. Sí, una inteligen- cia erótica con púas y pétalos exuberantes, los del feminismo —en decadencia o no— de por medio. 13 Antes de morir, las chicharras cantan en los troncos de los árboles. Lo hacen con esplendor, como si hon- raran sus últimos minutos de existencia. Y la muerte se posa debajo, las señala y ellas caen suavemente. No hay dolor ni rencores, solo gratitud por la vida. Por eso cantan. Luego, cuando el lugar se colma de silen- cio, llueve… Roberto Abad Esa imagen resplandece en el kínder del barrio. Cabello corto porque a mi madre no le gusta perder el tiempo haciendo trenzas y no soporto que me cepillen la imaginación. Así que soy de las primeras en llegar. Cuatro añitos. Patio donde aún mueren las cigarras. Escucho a la última y me acerco al tronco de aquel árbol inmenso. Una caricia de musgo verde brota como salpullido. So- bre ella, la frágil muda de las ninfas. Mi ropa es blanca y siempre acabo sucia. Entro inmaculada en el jardín para pelear en contra del horror vacui del uniforme. Acometo un primer performance: vuelvo broche modernista el cascarón de las cigarras. Es fácil. Las patitas tiesas se adhieren al algodón del pecho. Pero como uno es nada, arranco del árbol todas las joyas que permite mi estatura. No soy una ceiba, sino una niña que honra el cambio. Así, insec- tariamente, tomo clase de crayolas con las que no dibujo, escribo cantando sin saber. 14 ¿Por qué no amar como nos enseñaron? No amen románticamente porque no las respetarán. Les tendrán compasión, un dulce dejo de lástima, una caricia en medio del mansplaining,3 otro engaño que les sabe delicioso. Amen como quien conspira, arma una revolución sin pólvo- ras y triunfa en la entrega a las convicciones. El corazón no es un enemigo. Desaparezcan cuando descubran que un amor sin respeto, gratitud ni simetrías merece vivirse. Si bien Eros requiere saltar fronteras corporales, debemos asumir nuestra anatomía como territorio libre. Lo anterior porque aprobación es lo máximo que ellas podrán conseguir o inspirar en un orden falogocéntrico. Aun cuando sean mujeres exitosas, inquebrantables, guapas, ves- tidas de certezas, de cuerpo donde el patriarca descansa muy a gusto, saciado, en silencio porque como ella no habla mu- cho ni es profunda, es decir, esconde su inteligencia; no será suficiente ni reconocida en el imaginario masculino porque ahí las mujeres no poseemos relato, no somos protagonistas 3 Se define como: “Hombre explicando”. Neologismo basado en la com- posición de las palabras man (hombre) y explaining (explicar). Acción masculina de enseñarle algo a una mujer asumiendo que los conocimien- tos de la mujer son inferiores, erróneos o no son válidos. También se le conoce como condescendencia machista o masculina, que implica tratar a la otra como incapacitada intelectualmente. Más conceptos en: Buen- día, D. y Sandoval, A.K. (2019). Vocabularia, Diccionario feminista. Cuer- navaca: Infinita. 15 tomadas en serio a menos que nos consideren una anomalía. Sherezade no es sexi a largo plazo. La cuentacuentos mejor dotada de la historia resulta demasiado brillante porque ni en la cama coloca un punto final en las conversaciones. Tiene poder, su defensa ante la inminente violación es el lenguaje. Lúcida y superviviente, descubre a tiempo que no todos los amores valen la pena y que, a lo sumo, aprobarán el hecho de que se salvó a punta de mentiras, de ficciones, de traicionar la “realidad”. Ahí tienen, una de las máximas heroínas de la literatura universal no es respetada. Cualquier macho alegaría que She- rezade es el antídoto de la lujuria porque no deja de hablar. Empero, si obedece y solo conversa cuando le dan permiso, mucho menos la reconocerán. La trampa resulta huera por evidente. El patriarcado se revela idiota cuando zurce sus propios agujeros, cuando exhibe las vulgares costuras de su incompetencia. Pero, como lo hemos endiosado, las mujeres aprendemos a amar la imperfección, la asimetría en el trato mediante un dispositivo que, dicen, nos encumbra: el perdón. Ergo, la buena es la desmemoriada, la dócil, con la que se pue- de bailar, siempre y cuando me siga; esa mujer con la que se conversa “rico”, pues no me contradice, cuestiona, confronta, no se ríe de mí cuando señala que el rey va desnudo o que no llega ni a conde ese paje disfrazado de sultán. 16 Mansplaining y manterrupting,4 dos estrategias que ac- túan micropolíticamente en detrimento de la autoestima de la mujer. Entrelíneas va la condescendencia doliente de la su- premacía intelectual del varón, comúnmente blanco, bien re- munerado, planchado y eyaculado; sobre todo protegido por el orden neoliberal que premia la buena conducta del feligrés del consumo y el macho proveedor capaz de mantener a la esposa bien vestida, bien comida y bien…, como si de una mascota se tratara. Por ende, el respeto refulge en su ausencia. La devoción por las vírgenes, las madonas, las madres que se sacrifican, las esposas abnegadas, las novias dulces, esos tai- mados arquetipos no son equivalentes al reconocimiento de la humanidad de la otra, es decir, de su dignidad en términos igualitarios, donde la equidad es un requisito sine qua non para consumarse. Esos ejemplos fantasiosos porque el paradigma de la “santa” es anestésico. En el mejor de los casos, esas mujeres que aguantan todo inspiran devoción. La verdad es que provocanun azucarado dejo de lástima cuando el dolor soportado —herida vergon- 4 Se traduce como “hombre interrumpiendo cuando una mujer expone una idea o tema”. El término se dio a conocer 1975 basado en un estu- dio realizado por un grupo de investigadores de la Universidad de Ca- lifornia-Santa Barbara que grabó 31 conversaciones cotidianas en cafés, farmacias y otros lugares públicos, revelando que de aproximadamente 48 interrupciones en los diálogos que involucran a mujeres y hombres, los últimos son responsables de 47. Este concepto lo popularizó Jessi- ca Bennett en 2015, periodista de Time, señalando en su opinión edito- rial los riesgos de hablar siendo mujer. Para más información, consultar: Buendía, D. y Sandoval, A.K. (2019). Vocabularia, Diccionario feminista. Cuernavaca: Infinita. 17 zosa del sacrificio—, se ocupa como moneda de cambio al entender que “sufro como Magdalena en nombre de la culpa que te haré sentir”. De todas formas, ellos no están capacita- dos para reconocerlas como iguales, por eso las mantienen, y algunas, presas del desvalimiento aprendido, se conforman. No justifico esa estrategia inconsciente en un mundo donde la precariedad laboral es un monstruo invencible, pero sí aplau- do casi todos los comportamientos femeninos en nombre de la supervivencia, porque si nos están matando o mutilando psicológicamente a punta de bofetadas invisibles de amor ro- mántico, de una fina metodología infalible para que dudemos de nosotras todo el tiempo, es obvio que no nos respetan ni lo harán dentro de las coordenadas siniestras y ruinosas del pa- triarcado que insiste en respirar. Debemos dejarlo morir. Pero, entubado, bien procurado en esta época de violadores que se señalan con el dedo, supera recaída tras recaída. A veces pa- rece inmortal, un personaje de cuento de Borges sin máscara enciclopédica. Es sabido que los hombres buscan cheerleaders para sen- tirse reconocidos y valorados en una relación; las mujeres ma- duras o emancipadas, toy boys. La diferencia es que, en el pri- mer caso, la compañera en cuestión apoyará en las buenas y en las malas al atleta que adora, incluso si fracasa lo consolará, le hará una cena o felaciones que restituyan el ego del perdedor. En el segundo, la mujer corre más riesgos porque el juguete puede cobrar vida como si se tratara de una Galatea con pene y luego rebelarse, irse con alguien de su edad o detrás de una porrista cuando mediante el amor ilimitado de la emancipa- da, el toy boy aprenda rapidísimo las ventajas del autorrespeto. 18 En síntesis, el amor de ellas ofrece más posibilidades de metamorfosis lúdicas porque se adapta. Incluso si se descuar- tiza, se regenera. El de ellos, el amor romántico que practican como si de masturbarse se tratara, es un ejercicio de catarsis emocional, cuya función consiste en disminuir los miedos de la masculinidad en crisis: el temor a estar afectivamente solo, el miedo al miedo y el miedo al fracaso. ¿En medio de seme- jantes desafíos puede un hombre sobreponerse respetando a una portadora de vagina dentada? Cuando las mujeres exigen ser tratadas como seres huma- nos, cuando no pactan con el heteropatriarcado o el consumo de los cuerpos y no se arrodillan ante el influjo del amor ro- mántico, cuando aman desde su fuerza, pero sobre todo desde la alambrada de sus límites porque el amor incondicional es enfermo, porque las fronteras son necesarias entre los aman- tes, porque laissez faire, laissez passer es liberalismo en su peor versión sentimental, cuando eso ocurre, las mujeres son estig- matizadas. Ellas no pueden darse el lujo de demandar parida- des a la hora de la entrega amorosa. En el plano simbólico y en el intercambio de los caprichos como de las epidermis, el hecho de que ellas pidan ser amadas, es decir, correspondi- das con solvencia afectuosa, con tierna confianza, enciende la alarma históricamente misógina de la psique masculina. En- tonces, él se pregunta: ¿cómo se atreven las mujeres a pedir que seamos iguales a la hora de las consecuencias de la entrega total cuando se ama en términos modernos? Después de todo, “los patos no les tiran a las escopetas”, suelen decir en el bar, en el burdel, en el trabajo o mientras orinan de pie y se quejan de las feministas radicales. 19 Exigir respeto se traduce en sublevación, una declaración de guerra, ruptura de una norma por la que te castigarán. Las escopetas, los misiles, las bombas atómicas del desprecio mas- culino y los refuerzos de las delatoras, todos juntos confor- mando un eje del mal, un dream team de aliados del capitalis- mo gore, prestos a hacerte papilla. Lo consiguen si la mujer que ama y se ama no pone en palabras esa vulnerabilidad, ese desamparo, esa guerra que no admite porque su cuerpo sen- tipensante se transforma en bandera blanca o en una venda cuando el orgullo del macho es herido por sus congéneres: “Demuéstrale quién es el hombre”, recomiendan. Sea cual sea el final o el principio, si las mujeres recla- man respeto son vistas con sospecha, se les manda a trapear para entretenerse, a la iglesia para arrepentirse, a terapia para tranquilizarse, a la cama para someterlas hasta que olviden su nombre (sin bien les va) luego de un potente orgasmo o el dolor de una violación disfrazada de débito carnal, “para esto estamos juntos”. Hay que detenerlas de una u otra forma, no vaya a ser que un día deban respetarlas, que crezcan los ena- nos en el circo. 20 Mi amiga manda un audio con la voz vuelta aguacero. Dice que hay días en que no soporta la tristeza (hace poco terminó una relación de varios años). Le llamo lo más pronto posible, esas he- ridas no esperan. Le digo que la tristeza es una perra leprosa que insiste en acurrucarse en nuestra cama. Luego debo enfrentar el hecho de que vivir libre de amor romántico implica soportar el recuerdo de la dulce cadena, del “milagro” de la supuesta unión con el otro donde éramos ese organismo del cual un parásito se alimentaba. En las sociedades occidentales debemos fantasear con que dejarnos expoliar es muy bonito. Para lo cual ocupan herra- mientas de opresión heteronormativas e inventadas: el llamado “destino biológico” y la rimbombante coronación de nuestra vida con la maternidad dialogando con un destino afectivo: entregar- nos para nada. 21 De rosas que brotan en las manos y sangran, como es lógico Juana de Ibarbourou, gran poeta uruguaya, escribió “El dul- ce milagro”, uno de los poemas más delirantes que se recuer- den en relación con el amor romántico, puesto que el tema, un beso en las manos, es típico del caballero medieval que honra a la dama antes de irse de cruzado o a comprar cigarros al Oxxo. A pesar del abandono de esa ausencia, los versos de Ibarbourou resisten desde otro lugar, el de la imaginación: ¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen. Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen. Mi amante besóme las manos, y en ellas, ¡Oh, gracia!, brotaron rosas como estrellas. Ese el poder que otorga la amante, el cual proviene de la fuerza de su deseo. Ella encuentra lo que sueña porque sabe inventarlo. Se trata de una compleja ecuación que las mujeres aprendemos a despejar desde muy niñas. Los juguetes nos en- trenaron: esos bebés de plástico que lloran, comen, defecan; esas historias de Disney que instauran un proceder amoroso donde la princesa lo único que quiere es tener un príncipe para elevar su estatus y ser reina para siempre en una reali- dad imposible, pero que “florece” en el cuerpo anhelante, en la piel celeste del o la que ama y que va con sus emociones “voceando el encanto bajo un milagro que aroma de rosas las 22 alas del viento”, diría la escritora sudamericana, quien además sufrió violencia de género. “Tú sabés que hasta la esquina de mi casa resulta lejana e inaccesible para mí. Conocés mi lucha y la atención tensa y constante por mi casa. He vivido siempre dulcemente prisionera de ella y con un continuo ofrecimiento para levantar vuelo inútilmente. Midestino será el mundo a través de los muros de mi ventana”, le escribió Ibarbourou al periodista Hugo Petraglia Aguirre. Sí, celebremos el arte y la sublimación de una mujer ge- nial cuya poesía le valió la trascendencia, pero cuestionemos el cautiverio que le impusieron y ella no logró vencer. Enamo- rada y en nombre de esa hipnosis, edificó una obra que fue refugio, pero también agonía. Ojalá todas las mujeres fueran poetas para atrincherarse en el lenguaje, para tener dónde huir cuando nos aprisionan. Lo cierto es que ese romanticis- mo modernista, ese estar en el otro sin condiciones, con el “a pesar de” tatuado en el pecho, no funciona. Necesitamos más realismo para no sucumbir a resistencias inútiles, aunque huelan delicioso: Carcelero rudo, carcelero fiel: Cantaré lo mismo: “Mis manos florecen. Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen”. ¡Y toda mi celda tendrá la fragancia de un inmenso ramo de rosas de Francia! Eurocéntricamente, cierto, la celda seguirá cerrada. 23 Decía Freud que nunca se está más en peligro que cuando nos ena- moramos. Añadiría que cuando sucumbimos a esa circunstancia como todo el mundo: sin esperar y con dirección al suicidio afecti- vo, a la dominación o esclavitud de la no correspondencia como la imaginamos. Fernando Pessoa escribió que nadie ama a otro, sino lo que de sí hay en el otro. Nos asusta que no nos amen porque nos reconocen extranjeros y nos temen. Es al interior de esa cédula de extranjería donde se juega el amor que no es ciego porque se ama al otro como es o no, es decir, se honra su diferencia. Es del dominio público que “dos para quererse necesitan pare- cerse” y “quien bien te quiere, te hará llorar”, refranes contamina- dos de codependencia. ¿Por qué no los invertimos?, ¿por qué nos buscamos en otro que terminará aburriéndonos como el espejo del baño que nos mira todas las mañanas? El amor no es conceptual, se demuestra con actos más allá de dar por hecho de que el otro “se parece tanto a mí” que no es necesario contemplarlo cada día. Recordemos que Cupido es solo una representación y Eros no debe perder la vista. 24 Para qué sirve el amor romántico ¿Me estás oyendo, inútil? Paquita la del Barrio El amor es una plaga de polillas, que se hacen pasar por mariposas. Es un accidente que logra convencernos de ser destino. Es una droga. Es la esperanza de un sueño roto. El amor es Hiroshima. Mitzi Vidales Dispositivo, artimaña, cebo, fantasía, mandato, eje, motor, como ustedes gusten o manden, el amor romántico se impone en las mujeres para convencerlas de que traten a toda costa de ser amadas. No importa si la respuesta del sujeto amoroso es asimétrica. Como los esclavos, nos enseñan a no poner condi- ciones porque entonces tu amor se ensucia. Como los escla- vos, asentimos y dejamos pasar la indiferencia, la humillación, 25 la ruptura de acuerdos y la crueldad. Para eso sirve el amor ro- mántico, para persuadirnos de no reaccionar, de no protestar, de no hacer preguntas, de silenciar a la intuición hambrienta de justicia. El amor romántico consigue que nuestro yo, nuestra constitución interna, esté muy marcada por la mirada mascu- lina, por el hecho de que él nos apruebe, nos desee, nos bus- que. Llegamos a pensar que si el otro no nos ama, entonces no somos seres valiosos. Toni Morrison advierte: “Piensas que, si él ya no te quiere, él tiene razón, crees que su opinión so- bre ti debe ser correcta. Piensas que si él te desecha es porque eres basura. Piensas que él te pertenece porque le perteneces a él. No. Pertenecer es una palabra equivocada, especialmente cuando la usas con alguien a quien dices amar”. ¿Un ejemplo contemporáneo? Si nos dejan en visto, el su- frimiento es indecible. No entendemos que los vínculos senti- mentales son caducos, que la fluidez de la experiencia amoro- sa acaba rebasándonos. “Por suerte el Dr. Soller está dispuesto a recordar que hay una experiencia más radical que el S/M, jamás consensuada, siempre violenta y sin medidas de seguri- dad posibles: el amor pasión, sea o no correspondido”, según la escritora María Moreno.5 Y es que sí, ningún edén se repite. Ningún paraíso garantiza eternidad. Pero el amor romántico nos cuenta otra historia, nos asegura que es posible hundir- nos sempiternamente en un océano de mermelada y por amor abandonamos nuestros sueños y metas porque esa melcocha es el sentido de la vida. 5 Moreno, M. (2019). Panfleto, erótica y feminismo. Barcelona: Penguin Random House. 26 Así que el amante desea ser explotado. Las mujeres de- sean cocinar, lavar, planchar, sacudir con gusto o resignación porque, como revela Silvia Federici, le llaman amor al trabajo no pagado. Ellos se acomodan, gozosos, en esa gratuidad do- méstica que les permite despertar y encontrar el desayuno he- cho, la camisa lista, los hijos preparados para ir a la escuela. De ahí que la normalización patriarcal de los roles asimétricos les hagan creer que, si los aman, los atienden. Entendamos enton- ces que el amor romántico es la palanca del chantaje machista porque si una no se entrega en los términos tradicionales que a ellas les exigen, no son buenas compañeras, esposas, madres, hijas. “No me quieres porque no lo dejas todo por mí”. Como sospechosos de un crimen, todo lo que una diga o haga puede usarse en nuestra contra y, sobre todo, lo que no hagamos, también. Desde la joven acosada por el novio, quien le pide la llamada prueba de amor, o la recién casada que debe abandonar el trabajo, hasta la madre que no deja de sacrifi- carse por los hijos y la triple jornada con la que se autolesio- na psicológicamente. Luego vienen las consecuencias: llegar cada noche al lecho nupcial hecha trizas, exhausta, sin deseo. Pero también la amante suele pasarla mal, porque espera a ser atendida solo cuando haya tiempo: “Tú sabías que estoy ca- sado y no voy a dejar a mi mujer. Así son las cosas, tómalo o déjalo”, es el clásico. Y de nuevo, en nombre del amor, la otra, la clandestina, participa en ese juego donde en el que el otro es el único que gana. Para eso sirve el amor que impone Disney, para engrande- cer y, paradójicamente, inutilizar a esos supuestos príncipes o reyes a golpe de apasionados privilegios, ¿cómo van a renun- 27 ciar a todo ese amor doloroso, desmedido, incondicional que les entregamos? Prefieren atrofiar sus emociones, no hacerse cargo de sí mismos, “la casada es ella”, comentan en la canti- na o con sus pares supuestamente alfas. Lo cierto es que son frágiles, su masculinidad es adicta al confort, a la facilidad con que la compañera les ofrece en bandeja de oro bien pulido el cuerpo, el alma y el futuro. Cuando no saben qué hacer con todo eso, lo destruyen. 28 Lo encuentra en el bar. Le ha gustado desde siempre. Le sonríe. La deshace. Se pregunta qué pasaría si se le acercara como aquella vez, cuando iba con otro. Ahora es distinto, el amado en turno está lejos. Ella se siente sola. Él no ha llamado (por algo será) y este, con talento, juventud, feromonas e intelecto gracioso, mirada dul- ce, es una posibilidad que no quiere perderse. Qué sucedería si… Pero hace unos días le dijo al otro que lo ama. Y sí, lo ama, pero podría ocurrir que este chico viniera, que la besara y ella se dejara llevar. No obstante, ama a otro. O eso cree. Lo mira de lejos. Ensa- ya el choque de ojos, el estupor. Pero ella ama al intangible, al que dosifica su presencia. Gustosa le hacía pagar ese silencio y buscaría consuelo en el chico que pide una cerveza oscura. Lo encontraría, pero no sabría qué decir por la mañana ni cómo sonreír o echarlo de su departamento. O, al contrario, quizá se sumiría en otra his- toria, completamente desmitificada, que se volvería un cuento ver- gonzoso. Y “adiós, ojalá volvamos a vernos”, como en una de esas misóginas canciones de Joaquín Sabina. Queda claro, desear no implica amar, sino suponer. El neurótico que fantasea con niñas va a una sex shop, compra un uniforme de colegialapara su esposa y disfruta. El perverso, en cambio, seduce a una puberta o la viola en una esquina. La clave es la ejecución. Si no se pone en palabras o es sublimado, cualquier acto oscuro nos devora. He aquí otra versión: Lo encuentra en el bar. Le ha gustado desde siempre. Lo saluda, luego lo mira de lejos. Sabe que podría ocurrir cualquier cosa, pero ella paga su mezcal y, sin exponerse, dice adiós antes del adiós. 29 Había una vez un amor La gente dice que el amor es lo más importante de la vida, pero yo no estoy de acuerdo. Creo que la libertad es muy importante, así como la justicia y la solidaridad… Puede que el amor sea una de las cosas más importantes, pero no la única ni la principal. Mariluz Esteban Era como un panal de avispas muy rojas por dentro, una in- quietud sobredimensionada. Pero no era posible que seme- jante angustia también fuera, dicen, el remedio contra todo. Algo no estaba bien con el amor si para merecerlo había que despertar solas y necesitarlo o desear que se convirtiera en otro cuando nos acompañaba. Ese relato absurdo de la ma- riposa, pero no la que se reproduce en el estómago, sino la que cuando está a punto de atraparse, vuela o se apaga en el entendimiento, ilustra esa contradicción amorosa: “Ni conti- go ni sin ti”, porque para el enamorado es difícil resignarse. Las mujeres fuertes e inteligentes, las que a decir de Ángeles Mastretta se enamoran como solo ellas suelen hacerlo: como idiotas, descubren pronto que su necedad las obliga a pagar un precio caro, la pérdida de tiempo en la manutención de emociones malsanas, de enjambres de avispas en la mente, mientras el otro no abdica en nombre del amor. Con todo, la experiencia romántica ejerce una fascinación muy potente sin importar el género, ellas y ellos se adscriben 30 al ideal que la cultura les ha fabricado: un príncipe bien arma- do con espada brillante (símbolo del falo) y la actriz porno dulcísima (si se parece a la mamá, mejor). Las desavenencias entre el hombre que supuestamente rescata a la doncella y la esposa complaciente de libido insaciable también disparan el sufrimiento amoroso. Empero, Eva Illouz, en Por qué el amor duele, se distancia un tanto del feminismo y del psicoanálisis para retomar a Marx y explicarnos que al amor romántico lo producen y configuran ciertas relaciones sociales concretas, puesto que circula en un mercado donde los actores compi- ten en desigualdad de condiciones y que algunas personas tienen mayor capacidad que otras para definir los términos en que serán amadas. Eso quiere decir que el amor es igual a una mercancía, un bien que puedo almacenar, del que me ali- mento, con el que me visto o ahorro porque como moneda de cambio de mi autoestima resulta indispensable. Entonces sí se trata de un problema de salud pública, porque si no poseo ese bien, la precarización de mi existencia vulnera mi yo y puede, incluso, disolverlo. ¿Cómo olvidar la célebre carta de San Pablo a los Corin- tios que se lee en la liturgia de las bodas católicas?: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un pla- tillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y cono- ciera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada”, he ahí un poético mandato que 31 nos lanza al cumplimiento de una ficción que supuestamente nos dará consuelo, que nos distraerá de la muerte, que jugará con el olvido (gran trabajo de la psique) para que la pulsión de vida nos sostenga. Con todo y que esta música es amable para nuestros oí- dos, en términos de amor romántico nos sentimos estafados porque incluso contando con ese amor dizque sabio, omni- potente o profético, sabemos de sobra que los príncipes no se casan y viven felices para siempre. No en balde Zygmunt Bauman apela a nuestra cultura del consumo, la cual es par- tidaria de los productos listos para el uso inmediato, las solu- ciones rápidas, la satisfacción instantánea, los resultados que no requieran esfuerzos prolongados, las recetas, los seguros contra todo riesgo y las garantías de devolución del dinero. En Amor líquido, el filósofo explica: “La promesa de apren- der el arte de amar es la promesa (falsa, engañosa, pero ins- piradora del profundo deseo de resultar verdadera) de lograr ‘experiencia en el amor’ como si se tratara de cualquier otra mercancía.” Por su lado, el filósofo esloveno Slavoj Žižek se refiere a dicho comportamiento de este modo: El amor es típico de cómo tratamos de evitar los aconte- cimientos. La idea es cómo compartir una vida, el placer e, incluso, el amor, pero sin la caída. Por eso nos gustan las agencias matrimoniales o de contactos, el sexo segu- ro… Tenemos miedo de abrirnos a la imprevisibilidad. El amor o el sexo sin el encuentro sorprendente es como la masturbación, juegas contigo mismo y no te abres a los demás. Nuestro consumismo se organiza así: queremos 32 sexo, pero seguro; cerveza, pero sin alcohol; café, pero sin cafeína; chocolate, sin grasa. Queremos jugar con seguri- dad. Sucede lo mismo con la política. Todos los grandes cambios ocurren como un milagro, bueno o malo. Re- cuerde la revolución iraní de Jomeini, en 1980, o ahora la plaza Tahrir. Nadie lo predijo, pero sucedió. Una vez que ocurre, cambia toda tu vida, como en el amor. Es el gran misterio de nuestra vida.6 Por ende, la vida cotidiana, ese locus insalvable del amor, esa arena dramática como un mar de emociones y de pieles donde los personajes resisten sus tormentas, suele ahogar las mejores intenciones o romper los votos más férreos de las per- sonas más decididas a no separarse ni cuando los creman, ya que nada les impide dejar dicho que, por favor, mezclen sus cenizas para convertirse en ese polvo enamorado de estrellas que inventaban. Con todo y lo celestial de esta imagen, “la vida son cuatro días y dos están nublados”, asegura un refrán ibérico. Así que está bien, necesitamos mitos para alumbrar oscuridades. Sin embargo, lo terrible ocurre si el cuento opera en nuestra contra. Otras maneras de amarse son posibles, aunque nos parez- can utópicas, aunque a decir de Coral Herrera Gómez: “Te- nemos que contarnos otros cuentos e inventar otros finales 6 En entrevista para ABC cultural. La ficha es la siguiente seguida del link: Martín Rodríguez, I. (2014). Slavoj Žižek: “El amor o el sexo sin el encuentro sorprendente es como la masturbación”. ABC Cultural, 6. Disponible en: www.abc.es/cultura/cultural/20141117/abci-entrevis- ta-slavoj-zizek-201411171214.html?fbclid=IwAR1xJHEHm2hl4YE- vWUKWZjeeWRY4whB3odEQfkAqE5hey5_OT6KnXKuTm3c. 33 felices, mostrar la diversidad amorosa y sexual del mundo real, construir protagonismos colectivos y crear personajes capa- ces de salvarse a sí mismos, alejados de la masculinidad o la feminidad hegemónica”7, esto es, comprender que había una vez un amor, pero no era uno solo. 7 Herrera, C. (2018). Mujeres que ya no sufren por amor. Madrid: Los li- bros de La Catarata. 34 Nos acosan, para disciplinarnos, con un supuesto destino bioló- gico y un supuesto destino afectivo. El primero da por hecho que el útero debe alojar un producto; la vida del sujeto mujer no se cumple si su matriz no hace el trabajo por el cual existe, “de lo contrario, da problemas”, dicen los ginecólogos sin la más míni- ma perspectiva de género. El segundo, invisible, cotidiano, cons- truido y propagado en las esferas tanto privadas como públicas, da por hecho que ellas, cuando aman, deberán desposeerse de lo material e inmaterial, ofrecer absolutamente todo lo que piensan, imaginan, desean. Incluso ellos, si en nombre del amor romántico caen en esa trampa, también son marginados, pues renuncian a su masculinidad afeminándose.No son destinos, son heridas. 35 Causalidad “Cada vez que te enamoras, reencuentras algo que deseaste en la infancia”, asegura el psicoanalista argentino Gabriel Rolón. Tal vez por ello en asuntos del amor no elegimos sino lo inevi- table. Nuestra historia nos precede. Existimos antes de nacer porque fuimos el deseo de quien decidió gestarnos. Nuestras madres nos soñaban, nos esperaron buscando ese signo que nos marcaría: un nombre para la eternidad que inventamos, una palabra ante la que Julieta se rebela, “¿Qué es un nom- bre?”, le pregunta a Romeo en el mítico diálogo del balcón: ¿Acaso no eres tú mi enemigo?, es el nombre de Montes- co, que llevas. ¿Y qué quiere decir Montesco? No es pie ni mano ni brazo ni rostro ni fragmento de la naturaleza hu- mana. ¿Por qué no tomas otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa, tampoco dejaría de esparcir su aroma, aunque se llamara de otra manera. Asimismo, mi adorado Romeo, pese a que tuviera otro nombre, conservaría todas las bue- nas cualidades de su alma, que no las tiene por herencia. Deja tu nombre, Romeo, y a cambio de tu nombre que no es cosa esencial, toma toda mi alma. La joven Capuleto propone un intercambio espiritual sumamente peligroso. Hechizada por el influjo del amor ro- mántico en toda su expresión, está dispuesta a desposeerse de su propia alma si su enamorado renuncia al linaje y con él a su destino. Olvídate de todo, fuguémonos desde ahora y 36 para siempre, es el mensaje que subyace en las palabras de la virgen italiana que dejará de serlo dentro de pocos minutos en la obra. Ese arrojo, esa invitación al abismo, no puede más que obtener una respuesta: la trágica muerte de ambos. No es accidental que ella beba un veneno que la hace pasar por cadáver. El amor romántico sin freno es una droga letal decantada, porque la desmesura de los sacrificios que impone nos pierde, nos agota, nos vuelve suicidas. En sus territorios no encon- tramos exactamente aquello perdido en la infancia, pero la ilusión de la experiencia amorosa nos hace creer que sí, pues el éxtasis de la flecha en el corazón del niño reordena el mun- do. También colma el desamparo de género que padecen las mujeres desde la temprana infancia. Simone de Beauvoir lo advierte desde mediados del siglo xx con estas palabras: Los psicoanalistas están dispuestos a admitir que la mujer persigue en su amante la imagen del padre; pero este des- lumbraba a la niña porque era hombre, no porque fuera padre; y todo hombre participa de esa magia; la mujer no desea reencarnar un individuo en otro, sino resucitar una situación que conoció de niña, al amparo de los adultos; estuvo profundamente integrada en el hogar familiar, allí gustó la paz de una cuasi pasividad; el amor le devolverá a su madre y también a su padre, le devolverá su infancia; lo que desea es volver a encontrar un techo sobre su cabe- za, unas paredes que oculten su desamparo en el seno del mundo, unas leyes que la defiendan contra su libertad.8 8 De Beauvoir , S. (2017). El segundo sexo. Barcelona: P. Random House. 37 “Tenía que suceder”, explican los astrólogos. “Es un asun- to pendiente de otras vidas”, asumen las cartomancianas co- brando menos que un buen psicoanalista ante el azoro de los enamorados cuando encuentran, de súbito, a una persona que les parece “tan familiar”, “es como si tú y yo nos conociéramos desde siempre”. Si alguien supo algo del amor o al menos alcanzó a trazar metáforas precisas para diseccionarlo, fue Lou Andreas-Sa- lomé, cuya inteligencia poética deslumbra en las cartas que envió a sus amantes, en las páginas de los diarios que celosa- mente redactaba o en reflexiones con este diseño: Al amarnos emprendemos juntos, por así decirlo, ejerci- cios de natación con salvavidas, haciendo como si el otro fuera, en cuanto tal, el mar mismo que nos sostiene. Por eso se nos hace tan único y precioso como la tierra natal, y al mismo tiempo tan engañoso y confundidor como la infinitud. Espacio cósmico hecho consciente y con ello desmembrado, tenemos que sostenernos y soportarnos mutuamente en el tira y afloja de este estado, tenemos que consumar nuestra unidad fundamental casi como una demostración: a saber, corporalmente, en carne y hueso. Pero esta realización positiva, material, del hecho funda- mental, demostración aparentemente irrefutable, es a pe- sar de todo solo una afirmación harto sonora ante el aisla- miento, no por ello cancelado, de cada cual en el interior de sus límites personales.9 9 Andreas- Salomé, L. (2018). Mirada retrospectiva. Compendio de algunos recuerdos de la vida. Barcelona: Alianza Editorial. 38 He ahí lo que no queremos escuchar en terapia, en los salo- nes oscuros de los chamanes: un amor puede matar lo que ama cuando se rompen los diques de los ríos metafísicos que —como La Maga de Rayuela— nadamos en las aguas del azar y todo aquello inevitable. 39 Desnuda y desesperada como las protagonistas de Colette. Con el resto de un amor incomprensible en la memoria que habla de esto y de aquello ante una tumba. Vestida de cobra, de sulfato de un sentimiento explosivo, es decir, siguiendo las pistas, enturbiando aún más las conversaciones que se dan en la imaginación, esas que fluyen en las bocas de gente que incluso hablando en otro idioma se confiesa. Hay gente desnuda, sí, pero no consigue lo quiere: esa imposible claridad de un discurso, de un reclamo, de una súplica, de un viaje inexpresado, incesto de sí misma. Hay gente que parece salir de las novelas para hacer pedazos la existencia del primero que pasa, para escribir la profunda historia del cansancio de la búsqueda. Gente que no puede decir que se lee, que se ha espera- do, que se ha herido, que dejó todo para encontrarse sin más que palabras al fondo de las mismas palabras que nos rompen. Los amantes van y vienen colgados de la cuerda de su ego. Ella lo sabe sin ropa, mirando el jardín de un año joven. Hay un extraño en su cama, un cuerpo impermanente. Alguien a quien tal vez le quede el saco de viejas palabras. Pero no. Alguien que acaba de perder al padre como el primer hombre con el que ella vivió, como el artista cruel al que siguió hasta Sudamérica. Un discurso de la orfandad del patriarcado que resiste igual que el amor en un texto. Y nada más. Convendría ahora hablar de la desesperación, de sus sínto- mas, del recuerdo. Hay gente analgésica, pero con todo su ser de vacuna no impide que los errores sucedan. Hay gente como muros que caen, se parten o se elevan. “Nunca pudimos hablar”, repetía. Pero hay tanto lenguaje libertino en el viento. Las paredes escu- chan, pero no responden. Hay gente que inventa la imposibilidad para amar a través de ella como un lago artificial en el alma. Y pierde en todos los casinos. Gente irresponsable con lo que escribe. 40 Ya lo sabemos: personas puente, de paso. De otras debemos respi- rar. Luego reencontrarlas en las pieles de ovejas, de ciertos lobos. Equivocarnos para volver a una dulce asfixia, a la ambigüedad, al yo no dije eso, entendiste lo que no debías. Te subiste a un avión tres veces para quedar sin nada, para condenarte a buscar esa no- che en las noches de otros. Palabrería inservible. Palabrería de re- flejo poderoso que nos atraviesa sin conejos ni reinas de corazones resignadas a la sangre inútil. No tiene sentido hablar en otro idio- ma. No hay más búsqueda que el dolor en sí mismo. No daremos con otros jardines. No crece nada del otro lado de la vida. O sí, tal vez lo que nunca sucede. Te leí y te entiendo. Voy a entenderte hasta que muera. “Creo desatarme en la historia de los otros, pero acabo atada a la cuerda del piano. Otra vez me hundo con la vida desecha”. Querías que te contara cosas. 41 El corazón como enemigo “Pero lo (la) quiero”, asumen los enamorados que no saben perder, que no pueden, que optan por la agonía de su amor propio, por la aniquilación de su futuro, como si ese amor, entendido como la primera causa de laexistencia, valiera tan- to que bien merece hipotecarlo todo, hasta la última gota de nuestra sangre envuelta en bolsitas. El amor romántico, por ello, se parece al capitalismo: es insaciable. Cuando eso ocurre, el corazón ya no bombea por ti, se convierte en una máqui- na asesina del tamaño de tu puño o en una delirante bailari- na con zapatos rojos adentro de la caja de música de nuestro cuerpo. Ignoramos que el problema es esa invención llamada alma cuyo patrón violentísimo abusa de su esclavo, ese pobre corazón que no olvida, que sangra exponencialmente, para dar gusto al banquero más poderoso de nuestros sentimientos: el amor cuya cortesía romántica destantea y se parece a los mi- sóginos: hoy te quiero, mañana lo dudo y pasado ya no; pero dentro de tres días volveré bajo el cielo de tu codependencia hasta que ya no puedas vivir más. El amor romántico, ergo, también es desvalimiento aprendido. Además, exige nuestra desnudez, nuestra indefensión, nuestros votos de monjes obe- dientes. En eso el amor es peor que una iglesia o una secta que te persuade de dejar tu vida para seguir a un ser humano cual- quiera. El amor necesita fanáticos, zombis, distraídos, necios, yonkis. “Pero lo quiero”, le repite a su gurú la protagonista de Comer, rezar, amar en este diálogo de dicho best seller: 42 —Pero lo amo. —Pues ámalo. —Pero lo extraño. —Pues extráñalo. Cada vez que pienses en él, mándale amor y luz. Después deja ir el pensamiento. Solo tienes miedo de dejar ir los últimos pedazos de David porque después de eso estarás sola. Pero eso es lo que tienes que entender. Si despejas todo el espacio en tu mente que aho- ra usas obsesivamente en esa persona, tendrás la perfecta vacuna, un espacio libre, una puerta. Y adivina qué traerá el universo por ahí… De pronto, mucha luz entrará. Si el lector de este libro aún no entiende a qué nos refe- rimos con amor romántico o por qué debemos apostar a su aniquilación, este ejemplo es bastante claro, pues la obsesión romántica es un virus, también una discapacidad que nos en- ferma; no sabemos dejar ir, ocupamos el pensamiento gestan- do absurdas fantasías, llenamos la mente con una escritura de sangre negra por antigua e imposible, con un deseo letal. Es así como entregamos el territorio, no resistimos esa nostalgia de añorar lo que jamás ocurrió (Sabina dixit). Nos enseña- ron que morir en nombre del amor romántico es heroísmo, pero es en la vida donde los sentimientos que valen la pena nos transforman. He aquí un mantra: “No todos los amores merecen ser vividos”. 43 Advertencia y perdón Todo lo que es romántico se disuelve en el aire Eva Illouz El amor romántico nos acerca a la necropolítica, al neocolo- nialismo, al heteropatriarcado, al ethos falogocéntrico, al fe- minicidio, al vph y al vih. Súmele el llanto, la confusión, la espera, la injusticia, lo mal que la pasa una de las dos partes. Súmele la infidelidad, la mentira, las expectativas rotas, las rupturas eternas, el abandono, la maternidad que no deseabas, los sueños quebrados, la ruina financiera, la pensión que no aparece, las renuncias, el tener que ir a las comidas familiares de esa otra gente que no conoces ni te importa, pero te impo- ne un contrato marital, en suma: la catástrofe. Y todo empezó con un mail, un inocente emoticón por Whatsapp, un like, un corazoncito en Instagram o en Twitter. Tengan cuidado. Pero eso no es lo peor, sino la presión social para que nos recuperemos o perdonemos ipso facto si un accidente emo- cional nos dejó tullidos durante bastante tiempo. Los nuevos manuales de autoayuda, la felicidad que se obtiene en 25 pa- sos, el capital erótico que puede adquirirse mediante cirugías estéticas y otras mentiras mercadológicas, otras patanerías de supuestos coaches o psicólogos de octava nos exigen conver- tirnos en Budas, en Jesucristos, en santos cuya capacidad para el olvido o el perdón nos confieren de una aura de supremacía 44 emocional, porque cuando amamos románticamente y nos dañan, nos subimos de inmediato a otra relación, clavando y desclavando una irresponsabilidad afectiva que, paradójica- mente, posee buena prensa. Y no, el autocuidado feminista es una lámpara en estos casos que sirve para alumbrar el tiempo que puede requerir perdonar un corazón roto, una salud men- tal averiada. Ni siquiera el amor perdona a los que juegan con él, re- vela el poeta Enrique Lihn, ¿entonces por qué nosotros de- bemos apresurar ese proceso?, ¿por qué no circular con los ojos abiertos de cara a la ceguera que justifican, que admiten, que celebran en la experiencia amorosa? No olvidemos, como asegura Gabriel Rolón en El lado B del amor, que no es cierto que el amor todo lo puede. “No es cierto que el que ama no puede engañar. No es cierto que a la relación amorosa no haya que ponerle condiciones. No es cierto que el amor y el deseo vayan siempre de la mano. Pero decir que todo esto no es cier- to no implica que sea imposible”10, requiere trabajo, una coin- cidencia de Eros, filia y ágape, una suerte de destino trenzado sin Moiras que nos odien. 10 Rolón, G. (2012). Encuentros (El lado B del amor). Buenos Aires: Paidós. 45 Alguien que sepa cómo tomas el café y cuántas tazas, por qué rom- pes los platos de todas las vajillas, cómo te dicen tus parientes, qué libros te cambiaron, cuándo hay que mandarte algún poema, para qué. Alguien que te mire y no pueda dejar de emocionarse, que repita tus palabras y te enseñe otras rarísimas haciéndote reír. Al- guien a quien no puedas mentirle porque entiende cuándo sucede lo importante. Alguien que detenga el tiempo y que lo acorte; que lo descifre con una lámpara en su voz. Alguien de lejos y de cer- ca. Un compositor de músicas prohibidas, un demiurgo de sí, un filósofo de tu piel. Alguien que viaje, mire a la gente y confiese lo que observa. Alguien que no te tenga miedo y cuente los días para escucharte. Alguien que se le mida a cada estación silvestre e impo- sible. Alguien que espere y regale el sol, el mar, sin hacer cuentas ni juzgar cada tatuaje. Una persona que haga un buen café y hable en tu remanso. Alguien que perdone, que sea libre. Un tránsfuga con una biblioteca en la mente y otra en el pecho. Alguien que te buscaba cuando le preguntaste al cielo dónde estás. 46 ¿Por qué no enamorarse como todo el mundo? Porque se puede amar sin exigir una relación tradicional, un camino ya memorizado, absurdo y tormentoso: ese vínculo, la mayoría de las veces asimétrico, donde alguien pierde, se sacrifica, renuncia o espera. Porque las uniones largas y sólidas, está demostrado, no se afincan en el contacto de dos epidermis o el intercambio de dos caprichos, esto es, en el consumo emocional de la vida o el tiempo de la persona a quien se ama. Porque resulta ruin imponer al amor un criterio económi- co o farmacológico. Porque nadie es dueña o dueño de una subjetividad. Por- que todo protocolo de relación romántica conlleva una falsa expectativa de posesión o control. Porque el amor romántico es una extensión del capitalis- mo y de la explotación de cuerpos, de la propiedad privada desde la idea de la exclusividad en pareja o la monogamia que el heteropatriarcado exige en ellas y la violación de este acuer- do que acolita, que aplaude en ellos. Porque no hay que vivir juntos, llamarse, salir o perma- necer en nombre de un dudoso contrato sexual que no debe facultarnos para incidir en los sueños, confusiones o en las búsquedas vitales de quienes amamos. Porque es imposible que alguien sea todo para alguien. Esa idea es terrorífica. 47 Porque el amor romántico se traduce en adoctrinamien- to: una religión o droga dura que mata en pequeñas y grandes dosis las garantías de libre tránsito de la personalidad, el deseo y la fluidez de el mismo. Porque el hombre blanco inventó la ceremonia (bautizos, quince años, bodas y otros ritos paganos o sacramentos) para aminorar su complejo de culpa cuando impone un modelo de existencia; cuandoasesina, roba, viola, miente o abusa. Porque amar implica una resistencia al mito del amor. Amar es una revolución que lee entrelíneas, no un flechazo, no un lastimoso juego de invidentes. Porque el amor conversa sin cansarse. Porque el romanti- cismo es un fardo y agota. La actitud romántica es un perfor- mance, un truco, una puesta en escena. El verdadero amor se da entre el público o tras bambalinas. Porque para amar basta con uno, ya que el otro es una cui- dadosa ficción, una écfrasis de lo visto en casa. Sabemos que en realidad no existe el objeto amado. Le añadimos esa idea a una persona que nos atrae, nos intriga, nos gusta. Si el amor romántico pasa de ser accesorio a ser prótesis es porque nues- tra educación sentimental está viciada por la dependencia, el egoísmo, el temor de constatar la plenitud del otro sin nuestro protagonismo o nuestro devenir en sus decisiones. Porque no sabemos imaginar a quien amamos sin noso- tros, cuando el amor revolucionario triunfa precisamente al invertir esa ecuación. Si puedo imaginar al otro sin mí y sa- berlo completo, independiente, a gusto en su piel, contento, puedo amarlo porque entonces lograré no hacerle daño. 48 Porque amar es admitir el propio cambio gracias a la luz o la sombra del otro. Se trata del fuego de la emoción en li- bertad, del respeto irrestricto a la conformación del yo de la persona amada, aunque no sea nuestro espejo. Porque el amor romántico es una excusa patética solo para amar lo que de ti hay en el otro. Porque ese amor nos hace más llorar que sentir placer. Porque el amor romántico nos uniforma y con ello nos limita. Porque el amor romántico nos vende espejismos de crea- tividad y espontaneidad únicas. Porque el amor cierto requiere oxígeno y eso significa muchas veces que implora espacio, cierta distancia, soledad para escribir dicha ficción. Porque el amor romántico es un depredador, va detrás de la última gota de tu sangre. Porque no despatriarcaliza de fondo ni en la superficie, ningún “habitus”. Mejor dicho, impone “atenciones”, “buenas maneras”. Porque no podemos seguir tomando el mismo veneno que aniquiló la solidez de nuestras tramas, que nos obligó a resignarnos a repetir guiones desastrosos. Porque el amor es varias personas con el mismo nombre secreto. O no. Porque el amor, eso sí, nunca es uno solo: muta o no es. Porque el amor, si no se cuestiona, si no se reinventa, si no se sala o se endulza, mata de hambre de otro amor. Porque el amor revolucionario, el posible, es poderosa- mente antisistémico. 49 Ellos deberían identificarse con nosotras porque sienten miedo y no lo dicen, porque no tienen dinero, no son sementales, no son arrojados, no obedecen a los patrones de insensibilidad, no triun- fan siempre, no son irresistibles, no poseen toda la fuerza del mun- do, no lo saben todo ni se parecen a los hombres-hombres que con- siguen absolutamente todo el amor que desean como en las series o las películas. Harían bien respondiendo desde la rebeldía y una valiente masculinidad, cuyo único carácter admisible es disidente. Ellos tampoco son bien vistos en un patriarcado que nutre al capi- talismo gore y los requiere violentos, crueles, misóginos, incapaces de entregarse, fríos, distantes. Ellos son premiados si abandonan, pegan, engañan, destrozan; si son irresponsables afectivamente, si como padres se ausentan, si como amantes desgarran la psique y abusan. He ahí la asimetría psicológica del amor romántico afin- cada en el binarismo o el dualismo de los comportamientos donde uno goza y otro sufre: el amante y el amado. 50 El amor es una droga dura, te hace ver personas que no existen El mandamiento psicoanalítico: “Lo que no se resuelve, se repite”, le cae de maravilla al amor romántico. No obstante, para comprenderlo casi siempre partimos de Lacan: “Amar significa dar lo que no se tiene a quien no es”. El quid de este asunto es que insistimos en prodigar nuestra carencia a un ser de ficción bajo el embrujo de la ilusión que tergiversa la mi- rada. “Cómo no me ibas a gustar con todas esas virtudes que te inventé”, reza un famoso meme que nos obliga a admitir la proyección idealizada, la artificialidad de la emoción cuando amamos porque sentimos lo que sentimos desde de ese pa- trón ocular. Ahora un poco de mito de la mano del análisis de Esther Cohen: “El amor da un vuelco acompañado de su sentido pri- vilegiado: el ojo. Si antes el ojo era el único capaz de conocer y gozar la belleza divina en su absoluta virtud, ahora ese mismo ojo puede convertirse en la fuente primaria de la enfermedad amorosa, en el vehículo del contagio”,11 por eso se recomenda- ba tener cuidado de que nuestros ojos no se encuentren con los del amado, por la vincularidad que entraña ese instante, puesto que la mirada es un puente, un hilo sin medida. Inclu- so cuando los ojos se cierran porque se abren al cuerpo, a lo 11 Cohen, E. (2003). Con el diablo en el cuerpo. cdmx: Taurus. 51 oscuro y sus puntos de fuga. No obstante, los ojos no siempre son honestos. Lorena Pronsky versiona esta idea: Antes de irme, quería dejarte dicho algo. Si me quedé de más fue porque aposté a tus ojos. Yo vi cómo me mirabas y eso me alcanzó para frenar mi vuelo y esperarte. Creí en tu mirada más que en tu boca. Por eso, frené. Después, las cosas pasaron y nada pasó. Nada cambió. Terminaste siendo parte de un eslabón más de mi cadena de fracasos, de eso que nunca empezaron. Pensé que con vos sí. Pero me equivoqué otra vez. Tu mirada no fue honesta. La mía tampoco lo fue. Me bastaron un par de días para develar y volver a abrir las alas. Sí, uno ve lo que desea que suceda. Los ojos también mienten.12 Dulcinea no era una bella dama. El Quijote, enamorado, le confiere cualidades que la mesonera no posee, del mismo modo en que desarrollamos una patología redentora porque creer que el otro te ha elegido entre todas las mujeres de este mundo, nos devuelve la ilusión de un poco de autoestima que el machismo se encarga de arrebatarnos como una preciada muñeca desde que somos niñas. La patología redentora con- firma que somos buenas a pesar de todo, que nuestro sacri- ficio y empeño tendrán recompensa porque el terror no se eterniza. Eso pensamos ingenuamente mientras nos fugamos 12 Pronsky L. (2018). Rota se camina igual. Buenos Aires: Hojas del Sur. 52 de la realidad con inútiles mecanismos de defensa o con la po- tencia de esperanza que proviene del delirio. No obstante, existe algo de verdad en lo que deformamos, cierto, pero el artificio de ese texto llamado “mirada” reviste al sujeto amoroso de “un no sé qué que qué sé yo”. En La llama doble, Octavio Paz deshoja a Diotima y a su vez a El banquete con estas frases: “El amor es el camino, el ascenso, hacia esa hermosura: va del amor a un cuerpo solo al de dos o más; des- pués, al de todas las formas hermosas y de ellas a las acciones virtuosas; de las acciones a las ideas y de las ideas a la absoluta hermosura. La vida del amante de esta clase de hermosura es La más alta que pueda vivirse pues en ella, los ojos del en- tendimiento comulgan con lo bello y el hombre procrea no imágenes ni simulacros de belleza sino realidades hermosas. Y ese es el camino de la inmortalidad”13 o de la adicción a esa búsqueda frenética: la de no morir, la de trascender para que el amado se lleve de nosotros algo que lo marque. En dicha apuesta se nos va, curiosamente, la vida. 13 Paz O. (1993). La llama doble. cdmx: Seix Barral. 53 Discutir con Virginia Woolf y María Zambrano. Con la primera porque descubro que, en medio de una emergencia nacional, de un moridero donde los secuestros del tipo “cálmate, mi amor” existen, el cuarto propio como metáfora ya no es suficiente. Con la segun- da porque no siempre se escribe para defender la soledad en que se está. Tanto la inglesa como la española omitieron que el tiempo y el espacio, esa mezcla llamada cronotopo, es el mar de las olas feministas. Conversoy a la par que reflexiono, observo el teclado de mi computadora como si fuera una ouija con la cual invocar a otras grandes filósofas. Es verdad que nuestro cuerpo y su piel son la pri- mera frontera, que la habitación cero, por decirlo de algún modo, es nuestra carne, ese instrumento con el que tocamos el mundo. Pero existe un más allá y un más acá: la relación que las mujeres sostenemos con el espacio tanto real como simbólico. Departiendo con amigas educadoras en los niveles básicos, supe cuánto les lla- ma la atención el hecho de que, cuando suena la campana, los ni- ños salen corriendo del salón a jugar para apropiase de inmediato de las canchas, el jardín, etcétera. Tomar y hacerse presentes en el sitio donde se lleva a cabo el juego les resulta normal, necesario, urgente. En cambio, las niñas corren menos. Ellas esperan —por- que la espera implica obediencia y lo han aprendido mirando a otras mujeres de su entorno— a jugar “más tranquilamente” o buscar una esquina, un rincón, una mesa, donde abrir su lonchera y despacio, sin aspavientos ni gritos, esperar (de nuevo) a que sea la hora de volver al aula, es decir, a una celda si el maestro o la pro- fesora son una decepción como en el más de setenta por ciento de los casos. Perdonen esta mirada nada luminosa de una conducta diferenciadora entre géneros. No pretendo generalizar, pero es más común de lo que podría probarse. 54 Decía que el modo en cómo nos relacionamos con el espacio signa nuestros devenires. Bien se trata de una conducta aprendi- da a punta de adoctrinamiento, domesticación o usos y costum- bres. Por ejemplo, caminar junto a la pared si nos acompaña un hombre, quien está obligado a andar del lado de la calle. Cuan- do pregunté en Puebla por qué, me respondieron que, si sucede lo contrario, es como si el hombre estuviera ofreciendo a la chica en cuestión o —escudándose en el no pedido rol de protector a ul- tranza— afirmaron que, por seguridad, para que no se la vayan a robar. Esta costumbre data del Siglo xix en México o quién sabe si es más vieja, pero ni duda cabe de que ciertos varones conocen muy bien sus fantasías y de lo que en ellas son capaces, así que mejor “cuidan” a las mujeres consideradas de su propiedad. No encuentro otra manera de explicarlo. El aumento de los secuestros de jóvenes veinteañeras en todo el país es un indicador irrebatible. La consecuencia es que, si de por sí no tomábamos el espacio a nuestras anchas, ahora menos con esta realidad que nos orilla a renunciar a salir de noche, a andar solas de día, a transitar libre- mente por donde queramos porque esas no son “conductas propias de una dama”, como dijo por ahí un vicealmirante. “Ya no se puede”, leí en varios grupos de autodefensa. La de- rrota es total y el ánimo, el de las presas en un mundo donde a dia- rio muere alguien a manos de sicarios en esta tiendita de horror cuya gramática expresiva del crimen es el mapa de un descuar- tizamiento repetido. Mundo dantesco. Es desde ese trauma que el espacio también no es vedado en lo simbólico y ocupa el terror como vehículo. Mientras estemos con pánico, no tomaremos las calles, no existiremos más que en la esfera privada donde otras es- trategias de dominación como el amor romántico garantizan que 55 las puertas de esa prisión mental sean clausuradas. No hay para dónde si no deconstruimos esta noción del territorio y de los cuer- pos, si no nos sobreponemos a la vigilancia y el castigo que, como objetivo estratégico de una guerra, nos imponen. El affidamento,14 más que la sororidad, es un camino seguro. 14 Término italiano que puede traducirse como “confiar” o “dejar las cosas en manos de otra”. Surge desde las filas del feminismo de la diferencia encabezado por Luce Irigaray, Annie Leclerc y Hélène Cixous. Lo que caracteriza el affidamento es que con él se crean lazos irrompibles entre mujeres que se admiran, confían las unas en las otras y se otorgan auto- ridad, admiración. Se puede entender también como una práctica que rehabilita la función simbólica de la imagen materna. 56 Sal de Ítaca, Penélope,15 el mar también es tuyo La espera es sometimiento. No aguarden nada ni tejan sus días pensando que él va a regresar. De cualquier modo, si la odisea se concreta, ya no serán los mismos. Nadie vuelve intacto de una aventura. Vida, le dicen. De hecho, en el amor debemos aprender a no tener esperanzas en el sentido de que el otro cambiará o te amará si no sucedió desde el comienzo. La fe, en tanto esperanza, es un escollo. La espera detiene. Por ejemplo, en la Edad Media, la humanidad no avanzó nada porque todo se esperaba de un poder supremo. Sin embargo, cuando al- guien dijo “dudo de todo hasta de Dios, pero no puedo dudar del hombre ni su pensamiento”, los seres humanos se adue- ñaron de su historia y dejaron de esperar todo de una deidad. El amor conyugal o romántico se afinca precisamente en el Medioevo. El típico noble de armadura se iba durante años a las cruzadas y su esposa permanecía en el castillo esperán- dolo. Si el señor quería, estaba en “su derecho” de colocarle un cinturón de castidad. Muchas de esas mujeres eran casadas siendo niñas y el lord en cuestión las superaba, al menos, una década. Naturalmente, quedaban viudas antes de los treinta y 15 Admitamos otra lectura más allá de Occidente, pensemos en otra Pe- nélope que no espera, sino que se vale de estratagemas para mantener el poder de Ítaca mientras el rey vuelve. Tal vez es la heroína que existió y por eso Ulises retorna, porque sabe que una que piensa como él está gobernando la tierra que le corresponde. Este texto, sin embargo, es una crítica a la versión domesticada que nos han vendido de Penélope. 57 cuando se reunían junto con otras a bordar, escuchar música o simplemente compartir un té, la Iglesia se ponía nerviosa. Silvia Federici describe el peligro que estas jóvenes signifi- caron para los precursores del capitalismo, pues si unían su resistencia privilegiada con la de las siervas en el campo, po- dían adueñarse de una gran parte de Europa. No fue así, por supuesto, porque como bien se expone en Calibán y la bruja, la caza de herejes constituyó uno de los acontecimientos más importantes del desarrollo de la sociedad capitalista y de la formación del proletariado moderno. El desencadenamiento de una campaña de terror contra las mujeres, no igualada por ninguna otra persecución, debilitó la capacidad de resistencia del campesinado europeo ante el ataque lanzado en su con- tra por la aristocracia terrateniente y el Estado que dieron con una de las claves de la consecución del poder: aniquilar el em- poderamiento de las mujeres, su agrupación, sus reuniones, su autonomía.16 De ahí que, a lo largo de los siglos xvi y xvii, las mujeres fueron perdiendo terreno en todas las áreas de la vida social. Esta pérdida se dio en el espacio y sus nuevas diferenciacio- nes. En los países mediterráneos se expulsó a las mujeres no solo de muchos trabajos asalariados, sino también de las ca- lles, donde una mujer sin compañía corría el riesgo de ser ridi- culizada o atacada sexualmente. En Inglaterra, su presencia en público también comenzó a ser mal vista. Las inglesas eran di- suadidas de sentarse frente a sus casas o cerca de las ventanas; también se les aconsejaba no reunirse con sus confidentes, en ese tiempo, la palabra “amiga” comenzó a adquirir connota- 16 Federici, S. (2004). Calibán y la bruja. Barcelona: Traficantes de sueños. 58 ciones despectivas. Ya para el siglo xviii la derrota era total y a principios del xx, Virginia Woolf relata que ni a una bibliote- ca podía entrar a menos de que la acompañara su esposo. No importaba que minutos más tarde fuera ella quien diera una conferencia ahí mismo. El terrorismo de Estado siempre ha surtido efecto desde antes de la quema de brujas, imponiendo un modo de femini- dad donde la mujer ideal es casta, pasiva, obediente, de pocas palabras y ocupada en sus tareas como destejerde noche los hilos que enhebra durante el día mientras espera que su es- poso, un héroe de guerra, regrese a reclamar lo propio, empe- zando por el cuerpo veinte años envejecido y negado al placer sexual que a Penélope le ofrecían otros príncipes. ¿Se enteró de que debía tomar en cuenta el océano como posibilidad?, ¿mediante qué mecanismos se convence a una mujer de es- perar, contemplativa, de encerrarse bajo llave sin que nada ni nadie la libere? Si no son intereses de índole económica, frial- dad racional en aras de proteger el poder por el poder; la res- puesta es el amor romántico entendido como una fe deliran- te igual a la Rebeca Méndez Jiménez, comerciante mexicana que se hizo famosa por esperar a su novio muerto, Manuel, un pescador con quien se casaría en cuatro días, pero el huracán Priscilla causó el naufragio de la embarcación y no hubo so- brevivientes. Desde esa tragedia, el 13 de octubre de 1971, hasta mu- chos años después, Rebeca pasó todas las tardes vestida de novia y esperando a su prometido en el muelle de San Blas, Nayarit. Ese simple acto dio origen a una leyenda y la canción de Maná, una banda de rock, con estas líneas: 59 Los cangrejos le mordían su ropaje, su tristeza y su ilusión. Y el tiempo se escurrió y sus ojos se le llenaron de amaneceres. Y del amor se enamoró y su cuerpo se enraizó en el muelle. Sola, sola en el olvido, sola, sola con su espíritu, sola, en el muelle de San Blas. Pobre Rebeca, no era necesario tanto aislamiento, un buen arsenal de amigas, de cómplices u otro amante que la entre- tuviera pudieron conjurar ese vacío o persuadirla de que suyo también es el mar, pero no para amarlo románticamente, sino para adentrarse en él, desobedeciendo. ¿Algo más sobre la es- pera? En El albergue de las mujeres tristes, interesante novela de Marcela Serrano, uno de los personajes relata que de niña siempre iba al patio trasero de su casa donde, según su nana, al atardecer aparecería un duende con una enorme olla de oro con la que la premiaría por haber sido buena y obediente. Incontables fueron los crepúsculos en los que la pequeña es- peró. Pero un día, cuando entendió que el duende nunca iba a aparecer, se fue para siempre de ahí. Entonces dejó de ser niña. Romper la espera es crecer y al patriarcado (encarnado en nuestros maridos, jefes, hermanos, padres, hijos, amantes) no le conviene nuestra mayoría de edad, porque si deja de tu- telarnos, ya no nos explota. La espera es un veneno. Hasta Roland Barthes cuando di- secciona el amor, glosando a decenas de autores en Fragmen- tos de un discurso amoroso, nos entrega estos retazos: 60 El ser que espero no es real. Como el seno de la madre para el niño de pecho, “lo creé y lo recreé sin cesar a partir de mi capacidad de amor, a partir de la necesidad que tengo de él”: el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde lo he creado ya. Y no viene lo alucino: la espera es un delirio. “¿Estoy enamorado? Sí, porque espero”. El otro, él, no espera nunca. A veces, quiero jugar al que no espera; in- tento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto, es decir, adelantado, la identi- dad fatal del enamorado no es más que esta: yo soy el que espera.17 Construimos equivocadamente el amor, le conferimos un estar en el mundo, un ser como máscara que va encarnándose y luego, en cada ruptura, se nos cae del rostro, como lepra. 17 Barthes Roland. (1999). Fragmentos de un discurso amoroso. cdmx: Si- glo xxi. 61 Una dulce obsesión: expresarse a ciegas, pero con zumbidos necios porque del amor solo se alcanza a saber un atisbo. La biopsia de sus células se nos deshace aun cuando lo fijemos con un pesado cubreobjetos antes de llevarlo al microscopio. No hay nada ahí, no detectamos la violencia de ese virus. Nada como en una caja vacía, ni aire que inventamos. No hay nada más que la sensación del significado. O sí, un libro como viaje de aprendizaje impun- tual: las diatribas no se escriben a los cuarenta años. Ese discurso no vibra como una libélula morada. Deberíamos ser más serias mientras abrazamos el fantasma de Carmen Martín Gaite o el de Ana María Matute, inmaduras siempre en términos machistas, en el circuito del “siéntese señora”, ¡apláquese!, porque a veces se escribe como quien aguanta un parto. Y este ya duró varios días. Dice María Moreno que Simone precisó ser fuerte para escribir El segundo sexo como quien extrae de sí el talismán del que habla Olga Orozco en un poema. Hablo de un libro amuleto, de una rosa azul a punta de injertos testamentarios para que otros cuen- ten con suficiente libertad, con mucho cielo, incluso en las prisio- nes de sus experiencias amorosas no emancipadas. Un libro que abracen cuando les duela deconstruirse y rearmarse. Nadie se sal- va. Desmontar el amor romántico desde el feminismo o el sentido común (llámenle como quieran) es muy difícil. Somos contradic- torias en la práctica y si no es con humor o con ironía potente, no lo superamos. 62 El amor no alcanza para detener el deseo o la necroinfidelidad posmoderna Solo hay tres cosas seguras en la vida: la muerte, los impuestos y el adulterio, reza un lugar común que nos hiere, pero en cuya verdad más vale remojar el amor romántico. La gente engaña. También las personas en uniones de cualquier tipo que viven grandes momentos juntos. La infidelidad es tan común que se trata del único mandamiento que se repite dos veces en la Biblia: una vez por hacerlo y otra solo por pensarlo. La orilla desde la que suele ser abordado este tema es la de la destruc- ción del yo o la autoestima de la persona engañada. Me refiero a esa problemática victimización, al blanco y negro, a favor o en contra de ser infieles que nos nublan el entendimiento. Nos negamos a mirar de cerca, no podemos admitir, con toda la inteligencia erótica de la que somos capaces, el hecho de que las aventuras existen, de que no se resuelven con ropa interior sexy, viagra o cenas con velas y flores. De hecho, para la experta en relaciones románticas, la belga Esther Perel: “Nunca había sido más fácil engañar que ahora y nunca ha sido más difícil guardar un secreto. Nunca la infidelidad se ha cobrado un tributo psicológico tan grande. Cuando el matri- monio era una empresa económica, la infidelidad amenazaba nuestra seguridad económica. Pero ahora que el matrimonio 63 es un acuerdo romántico, la infidelidad amenaza nuestra se- guridad emocional”.18 El romanticismo nos ha hecho creer que su fuerza es un círculo sagrado donde los cuernos no entran, donde tenemos el engaño a raya porque somos irremplazables. Nada más fal- so, el amor no alcanza para detener el deseo, el hambre de no- vedad, la transgresión que nos hace sentirnos vivos, pero la pasión tiene una vida útil finita. Hay cosas que incluso una buena relación no puede dar. En efecto, las aventuras son trai- ción, pero también una expresión de añoranza y pérdida. En ocasiones nos consume un anhelo y deseo vivo de conexión emocional, de novedad, de autonomía, de intensidad sexual, un deseo de recuperar partes perdidas de nosotros mismos que la misma existencia patriarcal nos arrebata. Al respecto, Kate Millett: Los triángulos “amorosos” en nuestra política sexual, son diagramas que visibilizan perfectamente quién ejerce el poder, y de qué forma; cómo a través del engaño, la trai- ción de acuerdos y la complicidad de quienes le rodean, esto se posibilita. En muchos casos, la infidelidad también muestra el sometimiento, cuando una de las personas involucradas desea salir de dicho juego tramposo, pero no puede hacer- lo debido a su posición en desventaja, ya sea económica, social, afectiva, emocional, etc. 18 Acá la liga donde encontrar la charla cuyo título es “Repensando la infide- lidad. Una charla para todo aquel que haya amado alguna vez”: www.you- tube.com/watch?v=P2AUat93a8Q. Consultado el 10 de febrero de 2020. 64 En
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