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Sandoval, A Diatribas del amor romantico

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DIATRIBAS 
del amor romántico
Alma Karla Sandoval 
Diatribas del amor romántico
Primera edición, infinita, marzo de 2020
© Alma Karla Sandoval, autora
© XXXXX, ilustración de portada
© Daniel Zetina, diseño editorial
Este libro es un proyecto de la autora, 
desarrollado por infinita, 
para su promoción y comercio, 
no puede reproducirse 
sin autorización 
de la misma.
aclaración gramatical
En noviembre de 2010, en el marco de la fil de Guadalajara, la Asocia-
ción de Academias de la Lengua Española decidió algunos cambios en la 
gramática del español que usamos. Entre ellos, se eliminaron los acentos 
diacríticos de los pronombres demostrativos (esta, aquellas...) y se eli-
minó el diacrítico en el adverbio solo. Pese a la polémica que ha habido 
durante estos años, dichos cambios fueron respetados en este libro.
A las amigas, 
esos amores que nos salvan del amor
A Yamam Al-Zubaidi,
porque cruza el Atlántico y mi nombre
Portada 
Alma Karla Sandova, Diatribas del amor romántico, collage, 
obra derivada a partir de fotografía de Graciela Iturbide, 2020.
La experiencia amorosa une indisoluble-
mente lo simbólico: lo prohibido, discer-
nible y pensable; lo imaginario: lo que 
el yo representa para sustentarse, para 
agrandarse; y lo real: ese imposible donde 
los afectos aspiran a todo y donde no hay 
quien tenga en cuenta el hecho de que yo no 
soy más que una parte. 
Julia Kristeva
Nuestra imaginación es la responsable del 
amor, no la otra persona.
Marcel Proust
Ojalá te enamores.
Maldición árabe
Diatriba:
Nombre femenino
Discurso escrito u oral en el que se injuria o 
censura a alguien o algo:
“El gobierno tampoco escapó a las quejas y 
diatribas de los ciudadanos”.1
1 Apuntes Olaeta, Apuntes de Periodismo. Letras y Co-
municación. Disponibe en: www.docsity.com/es/
apuntes-olaeta/3202498/
7
Preludio o explicación no pedida
Escribo
como el que por primera vez se ve las manos
y tiene sed
y bebe golondrinas.
 Joaquín Vásquez Aguilar
Escribo para abrir los ojos y también para soñar con una red 
de afectos en expansión. Escribo en nombre de lo superado 
antes de llegar a esta computadora y las frases que ahí en-
cuentro como barcos o cigarras que escuché cantar desde 
muy niña, cuando su encanto era brutal. Ahora entiendo por 
qué: esa era la música salvaje del deseo y la muerte para de-
jar vivir a la memoria o a su reproducción. Escribo para no 
olvidar que intenté no traicionarme todas las veces que me 
rompieron y rompí. También para perdonar escribo y lo hago 
pensando durante largas horas, redescubriendo el amor y el 
miedo a saberlo un dios oscuro, una máscara o una paloma 
de papel en la chistera no de un mago, sino en la de un macho 
cabrío. Redacto, borro, me arrepiento de lo expresado y lo 
inexpresado con tres tatuajes. El último lo borraría, pero con-
tinúo con la piel y la mente alumbradas porque algo cambia-
rá cuando ponga el último punto. Esta obra es un sortilegio, 
pero también una gentil ceremonia: la de hacer las paces con 
el amor que nunca fue.
8
El amor romántico como problema de salud pública
Nos han dicho que el amor nos salvará, pero lo más seguro 
es que nos pierda. Depende cómo se ejecuten sus prácticas, 
cómo lo deconstruyamos, no solo con aire, arena o esa liqui-
dez de la modernidad que nos obliga a ser flexibles. Sin endu-
recer ni disolver, el amor podría ser un coagulante exento de 
conciencia, dignidad, equidad, libertad y valor. 
También depende de la salud mental de quien nos ame. A 
veces corremos el riesgo de exigirles mucho a las endorfinas, 
el pulso acelerado, los moscardones y las crisálidas rebeldes 
en el estómago. Tal vez hacemos del amor un dogma, por eso 
nos enferma, porque en su nombre nos enseñan que está bien 
dejarlo todo; perseguir absolutos, desposeernos, ejercitar la 
renuncia en nombre del otro como único camino (sobre todo 
a las mujeres). 
Nos dicen que debemos darnos la oportunidad de amar, 
pero no le permitimos al amor ser de otra manera, averiguar 
cómo sería la búsqueda de un balance, la defensa alegre de 
un ejercicio amatorio cabal ante la desmesura y su pulsión de 
muerte. De ahí la importancia de repensar el amor, porque ac-
tualmente la calidad de nuestras relaciones determina la cali-
dad de nuestra vida. 
Un amor logrado no tendría por qué ser un amor muerto, 
¿por qué compramos la idea de que todas las grandes expe-
riencias amorosas culminan en tragedia?, ¿por qué no cree-
mos en los finales felices?, ¿por qué los ansiamos a toda cos-
9
ta?, ¿por qué llegamos a la conclusión de que el amor siempre 
es un laberinto?, ¿qué historia, desde dónde, nos contamos 
sobre el amor?, ¿en realidad siempre alguien sale perdiendo?, 
¿cuál es el criterio mercantil de la emoción que nos atraviesa 
y nos impide fluir, diversificar nuestros deseos o permanecer 
libres de vergüenza? 
Quizá nuestros mitos fundacionales amorosos nos acon-
dicionan: Adán y Eva, la costilla, el paraíso perdido; o bien, 
Romeo y Julieta, infidelidad (Romeo tenía novia cuando co-
noce a la audaz Capuleto), engaños, suicidios; Quijote y Dul-
cinea, idealización in extremis.
Uno de los psicólogos más leídos, polémicos y criticados, 
Walter Riso, relata que una vez llegó a su consultorio una mu-
jer triste porque no se enamoraba: “Quiero sentir ese nervio-
sismo, ese pulso acelerado, esa angustia, ese vértigo, ese dolor 
y descontrol de las emociones”, decía añorante. “Lo que usted 
necesita es sufrir, no amar”, le respondió el experto. 
La mayoría de las veces inventamos muy bien la amistad, 
pero no el amor. ¿Cuántos casos hemos escuchado de alguien 
que haya matado a otra persona por ser su amigo? En cambio, 
los crímenes pasionales, los feminicidios, siguen a la orden del 
día. Lo peor es que dejamos pasar cualquier tipo de violencia 
en nombre del amor que, además, tiene que ser único, exclu-
sivo, eterno.
Como si no nos enamoráramos casi siempre de la misma 
manera, con las mismas angustias, el mismo estilo, las mañas, 
los pocos aciertos; enredados todos en la incertidumbre, en la 
vigilia. Sí, cambiamos el cuerpo, el nombre y cronotopo del 
sujeto amado, pero narramos casi igual esa historia: la de la 
10
sucesión de nuestras catástrofes románticas porque ningún 
amor es inédito. Muchas veces nos enamoramos por primera 
vez de nuestra madre o nuestro padre. Cuando llegamos a co-
habitar, ya nos hemos accidentado románticamente desde el 
jardín de niños o la secundaria. Un solo amor es imposible. Al 
respecto, Erich Fromm opina:
La exclusividad del amor erótico suele interpretarse erró-
neamente como una relación posesiva. Es frecuente en-
contrar dos personas “enamoradas” la una de la otra que 
no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, 
un egotismo á deux; son dos seres que se identifican el 
uno con el otro, y que resuelven el problema de la sepa-
ratividad convirtiendo al individuo aislado en dos, pero 
puesto que están separados del resto de la humanidad, 
siguen estándolo entre sí y enajenamos de sí mismos; su 
experiencia y unión no es más que ilusión.1
Igual que la eternidad a la que condenamos el amor ro-
mántico, porque si es amor, no tiene final. “Para tu amor no hay 
despedida”, canta el colombiano Juanes. Sumidos en esas acti-
tudes de envalentonada necedad, confundimos lo eterno con 
lo intenso. No nos extrañe que en plena posmodernidad, y a 
decir del filósofo polaco Zygmunt Bauman, “en lo que al amor 
se refiere, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son 
los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”.2 De ahí que —sobre todo 
en países del supuesto primer mundo o en las grandes urbes— 
nos quede fácil pasar del “para siempre” al “para nunca”. 
1 Fromm, E. (1981). El arte de amar. Barcelona: Paidós.
2 Bauman, Z. (2005). Amor líquido. cdmx: fce.
11
En casos extremos, condenamos a nuestros amigos cuan-
do se vuelven a entusiasmar: “Una cosa es involucrarse, otra 
volver a enamorarse; eso ya no te lo puedes permitir. A estas 
alturas, ¡por favor!”, y esas alturas rebasanlos cuarenta años 
como si uno se jubilara del querer igual que de un currículo 
amoroso sembrado de cadáveres, como si no nos hubieran 
enseñado que “nunca es tarde en esta vida”, como si El amor 
en los tiempos del cólera no nos pareciera un referente agudo y 
tropical para masticar camelias a lo Fermina Daza. 
Lo cierto es que no hemos aprendido a salvar nuestros 
vínculos amorosos de otras maneras que no pasen por la po-
sesión o por la exclusividad, porque es complicado, porque 
no lo podemos imaginar, porque lo más enfermo del amor se 
revela en su ethos narcisista. Por ende, bien vale esta pregunta: 
¿el poliamor es verdaderamente revolucionario?, ¿qué tanto 
nos interesa estar con varias personas a la vez?, ¿no resulta más 
caótico replicar tres o cuatro veces el mismo sistema jerárqui-
co que impone un poder sobre el poder en las relaciones se-
xoafectivas? 
El amor sin su envenado halo romántico —sin esa receta 
que supuestamente garantiza un desenlace dichoso— es una 
búsqueda, un recorrido político en la acepción lógica del tér-
mino, pero también sincrético, valiente y consciente, atento a 
las carnadas del sentimiento que puede arrebatarnos el ejerci-
cio de nuestros derechos humanos, porque uno de los proble-
mas del amor romántico es que se disfraza y a veces entrega 
flores o chocolates después de una golpiza; incluso un viaje 
a Europa o un auto luego de mandarte al hospital. Se trata de 
un amor como ancla afectiva que sirve para garantizar la per-
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durabilidad de la violencia. Si bien no sabemos todo acerca el 
amor porque suele transformarse como héroe de mil caras, es 
necesario cambiar las narrativas públicas con las que legitima-
mos su desigualdad, su abuso. 
Así que no es raro, cuando una se enamora, descubrir que 
el plan es que no hay plan. De ahí que urge deconstruirlo, para 
erigir o diseñarnos otros modos de pensar nuestras relacio-
nes, desde otros paisajes que nos hagan sonreír o nos lleven 
con personas que desencadenan toda una operación de salva-
mento cuando nos hacen pedazos.
Ese amor romántico, el que conocemos todos gracias a las 
novelas, las películas, las series o la propia experiencia cavan-
do más vacío, más desencuentro, más abandono, más dolor, 
requiere diatribas. Cualquier lector de este libro tiene el dere-
cho de disentir, de pensar las propias o instaurar otros ejerci-
cios metamorosos. En las siguientes páginas no hay fórmulas, 
ecuaciones simples o reduccionismos, sino una tentativa eró-
tica de la retórica de un amor diferente que quien esto escribe 
imagina, porque debe existir en algún lado. Sí, una inteligen-
cia erótica con púas y pétalos exuberantes, los del feminismo 
—en decadencia o no— de por medio.
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Antes de morir, las chicharras cantan en los troncos 
de los árboles. Lo hacen con esplendor, como si hon-
raran sus últimos minutos de existencia. Y la muerte 
se posa debajo, las señala y ellas caen suavemente. No 
hay dolor ni rencores, solo gratitud por la vida. Por 
eso cantan. Luego, cuando el lugar se colma de silen-
cio, llueve…
Roberto Abad
Esa imagen resplandece en el kínder del barrio. Cabello corto 
porque a mi madre no le gusta perder el tiempo haciendo trenzas 
y no soporto que me cepillen la imaginación. Así que soy de las 
primeras en llegar. Cuatro añitos. Patio donde aún mueren las 
cigarras. Escucho a la última y me acerco al tronco de aquel árbol 
inmenso. Una caricia de musgo verde brota como salpullido. So-
bre ella, la frágil muda de las ninfas. Mi ropa es blanca y siempre 
acabo sucia. Entro inmaculada en el jardín para pelear en contra 
del horror vacui del uniforme. Acometo un primer performance: 
vuelvo broche modernista el cascarón de las cigarras. Es fácil. Las 
patitas tiesas se adhieren al algodón del pecho. Pero como uno es 
nada, arranco del árbol todas las joyas que permite mi estatura. 
No soy una ceiba, sino una niña que honra el cambio. Así, insec-
tariamente, tomo clase de crayolas con las que no dibujo, escribo 
cantando sin saber.
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¿Por qué no amar como nos enseñaron?
No amen románticamente porque no las respetarán. Les 
tendrán compasión, un dulce dejo de lástima, una caricia en 
medio del mansplaining,3 otro engaño que les sabe delicioso. 
Amen como quien conspira, arma una revolución sin pólvo-
ras y triunfa en la entrega a las convicciones. El corazón no 
es un enemigo. Desaparezcan cuando descubran que un amor 
sin respeto, gratitud ni simetrías merece vivirse. Si bien Eros 
requiere saltar fronteras corporales, debemos asumir nuestra 
anatomía como territorio libre.
Lo anterior porque aprobación es lo máximo que ellas 
podrán conseguir o inspirar en un orden falogocéntrico. Aun 
cuando sean mujeres exitosas, inquebrantables, guapas, ves-
tidas de certezas, de cuerpo donde el patriarca descansa muy 
a gusto, saciado, en silencio porque como ella no habla mu-
cho ni es profunda, es decir, esconde su inteligencia; no será 
suficiente ni reconocida en el imaginario masculino porque 
ahí las mujeres no poseemos relato, no somos protagonistas 
3 Se define como: “Hombre explicando”. Neologismo basado en la com-
posición de las palabras man (hombre) y explaining (explicar). Acción 
masculina de enseñarle algo a una mujer asumiendo que los conocimien-
tos de la mujer son inferiores, erróneos o no son válidos. También se le 
conoce como condescendencia machista o masculina, que implica tratar 
a la otra como incapacitada intelectualmente. Más conceptos en: Buen-
día, D. y Sandoval, A.K. (2019). Vocabularia, Diccionario feminista. Cuer-
navaca: Infinita.
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tomadas en serio a menos que nos consideren una anomalía. 
Sherezade no es sexi a largo plazo. La cuentacuentos mejor 
dotada de la historia resulta demasiado brillante porque ni 
en la cama coloca un punto final en las conversaciones. Tiene 
poder, su defensa ante la inminente violación es el lenguaje. 
Lúcida y superviviente, descubre a tiempo que no todos los 
amores valen la pena y que, a lo sumo, aprobarán el hecho de 
que se salvó a punta de mentiras, de ficciones, de traicionar 
la “realidad”.
Ahí tienen, una de las máximas heroínas de la literatura 
universal no es respetada. Cualquier macho alegaría que She-
rezade es el antídoto de la lujuria porque no deja de hablar. 
Empero, si obedece y solo conversa cuando le dan permiso, 
mucho menos la reconocerán. La trampa resulta huera por 
evidente. El patriarcado se revela idiota cuando zurce sus 
propios agujeros, cuando exhibe las vulgares costuras de su 
incompetencia. Pero, como lo hemos endiosado, las mujeres 
aprendemos a amar la imperfección, la asimetría en el trato 
mediante un dispositivo que, dicen, nos encumbra: el perdón. 
Ergo, la buena es la desmemoriada, la dócil, con la que se pue-
de bailar, siempre y cuando me siga; esa mujer con la que se 
conversa “rico”, pues no me contradice, cuestiona, confronta, 
no se ríe de mí cuando señala que el rey va desnudo o que no 
llega ni a conde ese paje disfrazado de sultán.
16
Mansplaining y manterrupting,4 dos estrategias que ac-
túan micropolíticamente en detrimento de la autoestima de 
la mujer. Entrelíneas va la condescendencia doliente de la su-
premacía intelectual del varón, comúnmente blanco, bien re-
munerado, planchado y eyaculado; sobre todo protegido por 
el orden neoliberal que premia la buena conducta del feligrés 
del consumo y el macho proveedor capaz de mantener a la 
esposa bien vestida, bien comida y bien…, como si de una 
mascota se tratara. Por ende, el respeto refulge en su ausencia. 
La devoción por las vírgenes, las madonas, las madres que se 
sacrifican, las esposas abnegadas, las novias dulces, esos tai-
mados arquetipos no son equivalentes al reconocimiento de 
la humanidad de la otra, es decir, de su dignidad en términos 
igualitarios, donde la equidad es un requisito sine qua non para 
consumarse. Esos ejemplos fantasiosos porque el paradigma 
de la “santa” es anestésico. 
En el mejor de los casos, esas mujeres que aguantan todo 
inspiran devoción. La verdad es que provocanun azucarado 
dejo de lástima cuando el dolor soportado —herida vergon-
4 Se traduce como “hombre interrumpiendo cuando una mujer expone 
una idea o tema”. El término se dio a conocer 1975 basado en un estu-
dio realizado por un grupo de investigadores de la Universidad de Ca-
lifornia-Santa Barbara que grabó 31 conversaciones cotidianas en cafés, 
farmacias y otros lugares públicos, revelando que de aproximadamente 
48 interrupciones en los diálogos que involucran a mujeres y hombres, 
los últimos son responsables de 47. Este concepto lo popularizó Jessi-
ca Bennett en 2015, periodista de Time, señalando en su opinión edito-
rial los riesgos de hablar siendo mujer. Para más información, consultar: 
Buendía, D. y Sandoval, A.K. (2019). Vocabularia, Diccionario feminista. 
Cuernavaca: Infinita.
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zosa del sacrificio—, se ocupa como moneda de cambio al 
entender que “sufro como Magdalena en nombre de la culpa 
que te haré sentir”. De todas formas, ellos no están capacita-
dos para reconocerlas como iguales, por eso las mantienen, 
y algunas, presas del desvalimiento aprendido, se conforman. 
No justifico esa estrategia inconsciente en un mundo donde la 
precariedad laboral es un monstruo invencible, pero sí aplau-
do casi todos los comportamientos femeninos en nombre de 
la supervivencia, porque si nos están matando o mutilando 
psicológicamente a punta de bofetadas invisibles de amor ro-
mántico, de una fina metodología infalible para que dudemos 
de nosotras todo el tiempo, es obvio que no nos respetan ni lo 
harán dentro de las coordenadas siniestras y ruinosas del pa-
triarcado que insiste en respirar. Debemos dejarlo morir. Pero, 
entubado, bien procurado en esta época de violadores que se 
señalan con el dedo, supera recaída tras recaída. A veces pa-
rece inmortal, un personaje de cuento de Borges sin máscara 
enciclopédica.
Es sabido que los hombres buscan cheerleaders para sen-
tirse reconocidos y valorados en una relación; las mujeres ma-
duras o emancipadas, toy boys. La diferencia es que, en el pri-
mer caso, la compañera en cuestión apoyará en las buenas y en 
las malas al atleta que adora, incluso si fracasa lo consolará, le 
hará una cena o felaciones que restituyan el ego del perdedor. 
En el segundo, la mujer corre más riesgos porque el juguete 
puede cobrar vida como si se tratara de una Galatea con pene 
y luego rebelarse, irse con alguien de su edad o detrás de una 
porrista cuando mediante el amor ilimitado de la emancipa-
da, el toy boy aprenda rapidísimo las ventajas del autorrespeto. 
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En síntesis, el amor de ellas ofrece más posibilidades de 
metamorfosis lúdicas porque se adapta. Incluso si se descuar-
tiza, se regenera. El de ellos, el amor romántico que practican 
como si de masturbarse se tratara, es un ejercicio de catarsis 
emocional, cuya función consiste en disminuir los miedos de 
la masculinidad en crisis: el temor a estar afectivamente solo, 
el miedo al miedo y el miedo al fracaso. ¿En medio de seme-
jantes desafíos puede un hombre sobreponerse respetando a 
una portadora de vagina dentada?
Cuando las mujeres exigen ser tratadas como seres huma-
nos, cuando no pactan con el heteropatriarcado o el consumo 
de los cuerpos y no se arrodillan ante el influjo del amor ro-
mántico, cuando aman desde su fuerza, pero sobre todo desde 
la alambrada de sus límites porque el amor incondicional es 
enfermo, porque las fronteras son necesarias entre los aman-
tes, porque laissez faire, laissez passer es liberalismo en su peor 
versión sentimental, cuando eso ocurre, las mujeres son estig-
matizadas. Ellas no pueden darse el lujo de demandar parida-
des a la hora de la entrega amorosa. En el plano simbólico y 
en el intercambio de los caprichos como de las epidermis, el 
hecho de que ellas pidan ser amadas, es decir, correspondi-
das con solvencia afectuosa, con tierna confianza, enciende la 
alarma históricamente misógina de la psique masculina. En-
tonces, él se pregunta: ¿cómo se atreven las mujeres a pedir 
que seamos iguales a la hora de las consecuencias de la entrega 
total cuando se ama en términos modernos? Después de todo, 
“los patos no les tiran a las escopetas”, suelen decir en el bar, en 
el burdel, en el trabajo o mientras orinan de pie y se quejan de 
las feministas radicales.
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Exigir respeto se traduce en sublevación, una declaración 
de guerra, ruptura de una norma por la que te castigarán. Las 
escopetas, los misiles, las bombas atómicas del desprecio mas-
culino y los refuerzos de las delatoras, todos juntos confor-
mando un eje del mal, un dream team de aliados del capitalis-
mo gore, prestos a hacerte papilla. Lo consiguen si la mujer 
que ama y se ama no pone en palabras esa vulnerabilidad, ese 
desamparo, esa guerra que no admite porque su cuerpo sen-
tipensante se transforma en bandera blanca o en una venda 
cuando el orgullo del macho es herido por sus congéneres: 
“Demuéstrale quién es el hombre”, recomiendan.
Sea cual sea el final o el principio, si las mujeres recla-
man respeto son vistas con sospecha, se les manda a trapear 
para entretenerse, a la iglesia para arrepentirse, a terapia para 
tranquilizarse, a la cama para someterlas hasta que olviden su 
nombre (sin bien les va) luego de un potente orgasmo o el 
dolor de una violación disfrazada de débito carnal, “para esto 
estamos juntos”. Hay que detenerlas de una u otra forma, no 
vaya a ser que un día deban respetarlas, que crezcan los ena-
nos en el circo.
20
Mi amiga manda un audio con la voz vuelta aguacero. Dice que 
hay días en que no soporta la tristeza (hace poco terminó una 
relación de varios años). Le llamo lo más pronto posible, esas he-
ridas no esperan. Le digo que la tristeza es una perra leprosa que 
insiste en acurrucarse en nuestra cama. Luego debo enfrentar el 
hecho de que vivir libre de amor romántico implica soportar el 
recuerdo de la dulce cadena, del “milagro” de la supuesta unión 
con el otro donde éramos ese organismo del cual un parásito se 
alimentaba. En las sociedades occidentales debemos fantasear con 
que dejarnos expoliar es muy bonito. Para lo cual ocupan herra-
mientas de opresión heteronormativas e inventadas: el llamado 
“destino biológico” y la rimbombante coronación de nuestra vida 
con la maternidad dialogando con un destino afectivo: entregar-
nos para nada. 
21
De rosas que brotan en las manos 
y sangran, como es lógico
Juana de Ibarbourou, gran poeta uruguaya, escribió “El dul-
ce milagro”, uno de los poemas más delirantes que se recuer-
den en relación con el amor romántico, puesto que el tema, 
un beso en las manos, es típico del caballero medieval que 
honra a la dama antes de irse de cruzado o a comprar cigarros 
al Oxxo. A pesar del abandono de esa ausencia, los versos de 
Ibarbourou resisten desde otro lugar, el de la imaginación:
¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
Mi amante besóme las manos, y en ellas,
¡Oh, gracia!, brotaron rosas como estrellas. 
Ese el poder que otorga la amante, el cual proviene de la 
fuerza de su deseo. Ella encuentra lo que sueña porque sabe 
inventarlo. Se trata de una compleja ecuación que las mujeres 
aprendemos a despejar desde muy niñas. Los juguetes nos en-
trenaron: esos bebés de plástico que lloran, comen, defecan; 
esas historias de Disney que instauran un proceder amoroso 
donde la princesa lo único que quiere es tener un príncipe 
para elevar su estatus y ser reina para siempre en una reali-
dad imposible, pero que “florece” en el cuerpo anhelante, en 
la piel celeste del o la que ama y que va con sus emociones 
“voceando el encanto bajo un milagro que aroma de rosas las 
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alas del viento”, diría la escritora sudamericana, quien además 
sufrió violencia de género. “Tú sabés que hasta la esquina de 
mi casa resulta lejana e inaccesible para mí. Conocés mi lucha 
y la atención tensa y constante por mi casa. He vivido siempre 
dulcemente prisionera de ella y con un continuo ofrecimiento 
para levantar vuelo inútilmente. Midestino será el mundo a 
través de los muros de mi ventana”, le escribió Ibarbourou al 
periodista Hugo Petraglia Aguirre. 
Sí, celebremos el arte y la sublimación de una mujer ge-
nial cuya poesía le valió la trascendencia, pero cuestionemos 
el cautiverio que le impusieron y ella no logró vencer. Enamo-
rada y en nombre de esa hipnosis, edificó una obra que fue 
refugio, pero también agonía. Ojalá todas las mujeres fueran 
poetas para atrincherarse en el lenguaje, para tener dónde 
huir cuando nos aprisionan. Lo cierto es que ese romanticis-
mo modernista, ese estar en el otro sin condiciones, con el 
“a pesar de” tatuado en el pecho, no funciona. Necesitamos 
más realismo para no sucumbir a resistencias inútiles, aunque 
huelan delicioso:
Carcelero rudo, carcelero fiel:
Cantaré lo mismo: 
“Mis manos florecen. 
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen”. 
¡Y toda mi celda tendrá la fragancia 
de un inmenso ramo de rosas de Francia!
Eurocéntricamente, cierto, la celda seguirá cerrada. 
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Decía Freud que nunca se está más en peligro que cuando nos ena-
moramos. Añadiría que cuando sucumbimos a esa circunstancia 
como todo el mundo: sin esperar y con dirección al suicidio afecti-
vo, a la dominación o esclavitud de la no correspondencia como la 
imaginamos. Fernando Pessoa escribió que nadie ama a otro, sino 
lo que de sí hay en el otro. Nos asusta que no nos amen porque nos 
reconocen extranjeros y nos temen. Es al interior de esa cédula de 
extranjería donde se juega el amor que no es ciego porque se ama 
al otro como es o no, es decir, se honra su diferencia. 
Es del dominio público que “dos para quererse necesitan pare-
cerse” y “quien bien te quiere, te hará llorar”, refranes contamina-
dos de codependencia. ¿Por qué no los invertimos?, ¿por qué nos 
buscamos en otro que terminará aburriéndonos como el espejo del 
baño que nos mira todas las mañanas? El amor no es conceptual, 
se demuestra con actos más allá de dar por hecho de que el otro 
“se parece tanto a mí” que no es necesario contemplarlo cada día. 
Recordemos que Cupido es solo una representación y Eros no debe 
perder la vista. 
24
Para qué sirve el amor romántico 
¿Me estás oyendo, inútil?
Paquita la del Barrio
El amor es una plaga de polillas, 
que se hacen pasar por mariposas.
Es un accidente
que logra convencernos de ser destino.
Es una droga.
Es la esperanza de un sueño roto. 
El amor
es Hiroshima.
Mitzi Vidales 
Dispositivo, artimaña, cebo, fantasía, mandato, eje, motor, 
como ustedes gusten o manden, el amor romántico se impone 
en las mujeres para convencerlas de que traten a toda costa de 
ser amadas. No importa si la respuesta del sujeto amoroso es 
asimétrica. Como los esclavos, nos enseñan a no poner condi-
ciones porque entonces tu amor se ensucia. Como los escla-
vos, asentimos y dejamos pasar la indiferencia, la humillación, 
25
la ruptura de acuerdos y la crueldad. Para eso sirve el amor ro-
mántico, para persuadirnos de no reaccionar, de no protestar, 
de no hacer preguntas, de silenciar a la intuición hambrienta 
de justicia. 
El amor romántico consigue que nuestro yo, nuestra 
constitución interna, esté muy marcada por la mirada mascu-
lina, por el hecho de que él nos apruebe, nos desee, nos bus-
que. Llegamos a pensar que si el otro no nos ama, entonces no 
somos seres valiosos. Toni Morrison advierte: “Piensas que, 
si él ya no te quiere, él tiene razón, crees que su opinión so-
bre ti debe ser correcta. Piensas que si él te desecha es porque 
eres basura. Piensas que él te pertenece porque le perteneces 
a él. No. Pertenecer es una palabra equivocada, especialmente 
cuando la usas con alguien a quien dices amar”. 
¿Un ejemplo contemporáneo? Si nos dejan en visto, el su-
frimiento es indecible. No entendemos que los vínculos senti-
mentales son caducos, que la fluidez de la experiencia amoro-
sa acaba rebasándonos. “Por suerte el Dr. Soller está dispuesto 
a recordar que hay una experiencia más radical que el S/M, 
jamás consensuada, siempre violenta y sin medidas de seguri-
dad posibles: el amor pasión, sea o no correspondido”, según 
la escritora María Moreno.5 Y es que sí, ningún edén se repite. 
Ningún paraíso garantiza eternidad. Pero el amor romántico 
nos cuenta otra historia, nos asegura que es posible hundir-
nos sempiternamente en un océano de mermelada y por amor 
abandonamos nuestros sueños y metas porque esa melcocha 
es el sentido de la vida. 
5 Moreno, M. (2019). Panfleto, erótica y feminismo. Barcelona: Penguin 
Random House. 
26
Así que el amante desea ser explotado. Las mujeres de-
sean cocinar, lavar, planchar, sacudir con gusto o resignación 
porque, como revela Silvia Federici, le llaman amor al trabajo 
no pagado. Ellos se acomodan, gozosos, en esa gratuidad do-
méstica que les permite despertar y encontrar el desayuno he-
cho, la camisa lista, los hijos preparados para ir a la escuela. De 
ahí que la normalización patriarcal de los roles asimétricos les 
hagan creer que, si los aman, los atienden. Entendamos enton-
ces que el amor romántico es la palanca del chantaje machista 
porque si una no se entrega en los términos tradicionales que 
a ellas les exigen, no son buenas compañeras, esposas, madres, 
hijas. “No me quieres porque no lo dejas todo por mí”. 
Como sospechosos de un crimen, todo lo que una diga o 
haga puede usarse en nuestra contra y, sobre todo, lo que no 
hagamos, también. Desde la joven acosada por el novio, quien 
le pide la llamada prueba de amor, o la recién casada que debe 
abandonar el trabajo, hasta la madre que no deja de sacrifi-
carse por los hijos y la triple jornada con la que se autolesio-
na psicológicamente. Luego vienen las consecuencias: llegar 
cada noche al lecho nupcial hecha trizas, exhausta, sin deseo. 
Pero también la amante suele pasarla mal, porque espera a ser 
atendida solo cuando haya tiempo: “Tú sabías que estoy ca-
sado y no voy a dejar a mi mujer. Así son las cosas, tómalo o 
déjalo”, es el clásico. Y de nuevo, en nombre del amor, la otra, 
la clandestina, participa en ese juego donde en el que el otro 
es el único que gana.
Para eso sirve el amor que impone Disney, para engrande-
cer y, paradójicamente, inutilizar a esos supuestos príncipes o 
reyes a golpe de apasionados privilegios, ¿cómo van a renun-
27
ciar a todo ese amor doloroso, desmedido, incondicional que 
les entregamos? Prefieren atrofiar sus emociones, no hacerse 
cargo de sí mismos, “la casada es ella”, comentan en la canti-
na o con sus pares supuestamente alfas. Lo cierto es que son 
frágiles, su masculinidad es adicta al confort, a la facilidad con 
que la compañera les ofrece en bandeja de oro bien pulido el 
cuerpo, el alma y el futuro. Cuando no saben qué hacer con 
todo eso, lo destruyen. 
28
Lo encuentra en el bar. Le ha gustado desde siempre. Le sonríe. La 
deshace. Se pregunta qué pasaría si se le acercara como aquella 
vez, cuando iba con otro. Ahora es distinto, el amado en turno está 
lejos. Ella se siente sola. Él no ha llamado (por algo será) y este, 
con talento, juventud, feromonas e intelecto gracioso, mirada dul-
ce, es una posibilidad que no quiere perderse. Qué sucedería si… 
Pero hace unos días le dijo al otro que lo ama. Y sí, lo ama, pero 
podría ocurrir que este chico viniera, que la besara y ella se dejara 
llevar. No obstante, ama a otro. O eso cree. Lo mira de lejos. Ensa-
ya el choque de ojos, el estupor. Pero ella ama al intangible, al que 
dosifica su presencia. Gustosa le hacía pagar ese silencio y buscaría 
consuelo en el chico que pide una cerveza oscura. Lo encontraría, 
pero no sabría qué decir por la mañana ni cómo sonreír o echarlo 
de su departamento. O, al contrario, quizá se sumiría en otra his-
toria, completamente desmitificada, que se volvería un cuento ver-
gonzoso. Y “adiós, ojalá volvamos a vernos”, como en una de esas 
misóginas canciones de Joaquín Sabina. Queda claro, desear no 
implica amar, sino suponer. El neurótico que fantasea con niñas va 
a una sex shop, compra un uniforme de colegialapara su esposa 
y disfruta. El perverso, en cambio, seduce a una puberta o la viola 
en una esquina. La clave es la ejecución. Si no se pone en palabras 
o es sublimado, cualquier acto oscuro nos devora. 
He aquí otra versión:
Lo encuentra en el bar. Le ha gustado desde siempre. Lo saluda, 
luego lo mira de lejos. Sabe que podría ocurrir cualquier cosa, pero 
ella paga su mezcal y, sin exponerse, dice adiós antes del adiós.
29
Había una vez un amor
La gente dice que el amor es lo más importante de 
la vida, pero yo no estoy de acuerdo. Creo que la 
libertad es muy importante, así como la justicia y la 
solidaridad… Puede que el amor sea una de las cosas 
más importantes, pero no la única ni la principal.
Mariluz Esteban
Era como un panal de avispas muy rojas por dentro, una in-
quietud sobredimensionada. Pero no era posible que seme-
jante angustia también fuera, dicen, el remedio contra todo. 
Algo no estaba bien con el amor si para merecerlo había que 
despertar solas y necesitarlo o desear que se convirtiera en 
otro cuando nos acompañaba. Ese relato absurdo de la ma-
riposa, pero no la que se reproduce en el estómago, sino la 
que cuando está a punto de atraparse, vuela o se apaga en el 
entendimiento, ilustra esa contradicción amorosa: “Ni conti-
go ni sin ti”, porque para el enamorado es difícil resignarse. 
Las mujeres fuertes e inteligentes, las que a decir de Ángeles 
Mastretta se enamoran como solo ellas suelen hacerlo: como 
idiotas, descubren pronto que su necedad las obliga a pagar 
un precio caro, la pérdida de tiempo en la manutención de 
emociones malsanas, de enjambres de avispas en la mente, 
mientras el otro no abdica en nombre del amor. 
Con todo, la experiencia romántica ejerce una fascinación 
muy potente sin importar el género, ellas y ellos se adscriben 
30
al ideal que la cultura les ha fabricado: un príncipe bien arma-
do con espada brillante (símbolo del falo) y la actriz porno 
dulcísima (si se parece a la mamá, mejor). Las desavenencias 
entre el hombre que supuestamente rescata a la doncella y la 
esposa complaciente de libido insaciable también disparan el 
sufrimiento amoroso. Empero, Eva Illouz, en Por qué el amor 
duele, se distancia un tanto del feminismo y del psicoanálisis 
para retomar a Marx y explicarnos que al amor romántico lo 
producen y configuran ciertas relaciones sociales concretas, 
puesto que circula en un mercado donde los actores compi-
ten en desigualdad de condiciones y que algunas personas 
tienen mayor capacidad que otras para definir los términos 
en que serán amadas. Eso quiere decir que el amor es igual a 
una mercancía, un bien que puedo almacenar, del que me ali-
mento, con el que me visto o ahorro porque como moneda de 
cambio de mi autoestima resulta indispensable. Entonces sí se 
trata de un problema de salud pública, porque si no poseo ese 
bien, la precarización de mi existencia vulnera mi yo y puede, 
incluso, disolverlo.
¿Cómo olvidar la célebre carta de San Pablo a los Corin-
tios que se lee en la liturgia de las bodas católicas?: “Aunque 
yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si 
no tengo amor, soy como una campana que resuena o un pla-
tillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y cono-
ciera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda 
la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no 
soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar 
a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo 
amor, no me sirve para nada”, he ahí un poético mandato que 
31
nos lanza al cumplimiento de una ficción que supuestamente 
nos dará consuelo, que nos distraerá de la muerte, que jugará 
con el olvido (gran trabajo de la psique) para que la pulsión 
de vida nos sostenga. 
Con todo y que esta música es amable para nuestros oí-
dos, en términos de amor romántico nos sentimos estafados 
porque incluso contando con ese amor dizque sabio, omni-
potente o profético, sabemos de sobra que los príncipes no 
se casan y viven felices para siempre. No en balde Zygmunt 
Bauman apela a nuestra cultura del consumo, la cual es par-
tidaria de los productos listos para el uso inmediato, las solu-
ciones rápidas, la satisfacción instantánea, los resultados que 
no requieran esfuerzos prolongados, las recetas, los seguros 
contra todo riesgo y las garantías de devolución del dinero. 
En Amor líquido, el filósofo explica: “La promesa de apren-
der el arte de amar es la promesa (falsa, engañosa, pero ins-
piradora del profundo deseo de resultar verdadera) de lograr 
‘experiencia en el amor’ como si se tratara de cualquier otra 
mercancía.” 
Por su lado, el filósofo esloveno Slavoj Žižek se refiere a 
dicho comportamiento de este modo: 
El amor es típico de cómo tratamos de evitar los aconte-
cimientos. La idea es cómo compartir una vida, el placer 
e, incluso, el amor, pero sin la caída. Por eso nos gustan 
las agencias matrimoniales o de contactos, el sexo segu-
ro… Tenemos miedo de abrirnos a la imprevisibilidad. El 
amor o el sexo sin el encuentro sorprendente es como la 
masturbación, juegas contigo mismo y no te abres a los 
demás. Nuestro consumismo se organiza así: queremos 
32
sexo, pero seguro; cerveza, pero sin alcohol; café, pero sin 
cafeína; chocolate, sin grasa. Queremos jugar con seguri-
dad. Sucede lo mismo con la política. Todos los grandes 
cambios ocurren como un milagro, bueno o malo. Re-
cuerde la revolución iraní de Jomeini, en 1980, o ahora la 
plaza Tahrir. Nadie lo predijo, pero sucedió. Una vez que 
ocurre, cambia toda tu vida, como en el amor. Es el gran 
misterio de nuestra vida.6
Por ende, la vida cotidiana, ese locus insalvable del amor, 
esa arena dramática como un mar de emociones y de pieles 
donde los personajes resisten sus tormentas, suele ahogar las 
mejores intenciones o romper los votos más férreos de las per-
sonas más decididas a no separarse ni cuando los creman, ya 
que nada les impide dejar dicho que, por favor, mezclen sus 
cenizas para convertirse en ese polvo enamorado de estrellas 
que inventaban. Con todo y lo celestial de esta imagen, “la 
vida son cuatro días y dos están nublados”, asegura un refrán 
ibérico. Así que está bien, necesitamos mitos para alumbrar 
oscuridades. Sin embargo, lo terrible ocurre si el cuento opera 
en nuestra contra.
Otras maneras de amarse son posibles, aunque nos parez-
can utópicas, aunque a decir de Coral Herrera Gómez: “Te-
nemos que contarnos otros cuentos e inventar otros finales 
6 En entrevista para ABC cultural. La ficha es la siguiente seguida del 
link: Martín Rodríguez, I. (2014). Slavoj Žižek: “El amor o el sexo sin 
el encuentro sorprendente es como la masturbación”. ABC Cultural, 6. 
Disponible en: www.abc.es/cultura/cultural/20141117/abci-entrevis-
ta-slavoj-zizek-201411171214.html?fbclid=IwAR1xJHEHm2hl4YE-
vWUKWZjeeWRY4whB3odEQfkAqE5hey5_OT6KnXKuTm3c.
33
felices, mostrar la diversidad amorosa y sexual del mundo real, 
construir protagonismos colectivos y crear personajes capa-
ces de salvarse a sí mismos, alejados de la masculinidad o la 
feminidad hegemónica”7, esto es, comprender que había una 
vez un amor, pero no era uno solo.
7 Herrera, C. (2018). Mujeres que ya no sufren por amor. Madrid: Los li-
bros de La Catarata. 
34
Nos acosan, para disciplinarnos, con un supuesto destino bioló-
gico y un supuesto destino afectivo. El primero da por hecho que 
el útero debe alojar un producto; la vida del sujeto mujer no se 
cumple si su matriz no hace el trabajo por el cual existe, “de lo 
contrario, da problemas”, dicen los ginecólogos sin la más míni-
ma perspectiva de género. El segundo, invisible, cotidiano, cons-
truido y propagado en las esferas tanto privadas como públicas, 
da por hecho que ellas, cuando aman, deberán desposeerse de lo 
material e inmaterial, ofrecer absolutamente todo lo que piensan, 
imaginan, desean. Incluso ellos, si en nombre del amor romántico 
caen en esa trampa, también son marginados, pues renuncian a su 
masculinidad afeminándose.No son destinos, son heridas. 
35
Causalidad
“Cada vez que te enamoras, reencuentras algo que deseaste en 
la infancia”, asegura el psicoanalista argentino Gabriel Rolón. 
Tal vez por ello en asuntos del amor no elegimos sino lo inevi-
table. Nuestra historia nos precede. Existimos antes de nacer 
porque fuimos el deseo de quien decidió gestarnos. Nuestras 
madres nos soñaban, nos esperaron buscando ese signo que 
nos marcaría: un nombre para la eternidad que inventamos, 
una palabra ante la que Julieta se rebela, “¿Qué es un nom-
bre?”, le pregunta a Romeo en el mítico diálogo del balcón:
¿Acaso no eres tú mi enemigo?, es el nombre de Montes-
co, que llevas. ¿Y qué quiere decir Montesco? No es pie ni 
mano ni brazo ni rostro ni fragmento de la naturaleza hu-
mana. ¿Por qué no tomas otro nombre? La rosa no dejaría 
de ser rosa, tampoco dejaría de esparcir su aroma, aunque 
se llamara de otra manera. Asimismo, mi adorado Romeo, 
pese a que tuviera otro nombre, conservaría todas las bue-
nas cualidades de su alma, que no las tiene por herencia. 
Deja tu nombre, Romeo, y a cambio de tu nombre que no 
es cosa esencial, toma toda mi alma.
La joven Capuleto propone un intercambio espiritual 
sumamente peligroso. Hechizada por el influjo del amor ro-
mántico en toda su expresión, está dispuesta a desposeerse 
de su propia alma si su enamorado renuncia al linaje y con 
él a su destino. Olvídate de todo, fuguémonos desde ahora y 
36
para siempre, es el mensaje que subyace en las palabras de la 
virgen italiana que dejará de serlo dentro de pocos minutos 
en la obra. Ese arrojo, esa invitación al abismo, no puede más 
que obtener una respuesta: la trágica muerte de ambos. No 
es accidental que ella beba un veneno que la hace pasar por 
cadáver. 
El amor romántico sin freno es una droga letal decantada, 
porque la desmesura de los sacrificios que impone nos pierde, 
nos agota, nos vuelve suicidas. En sus territorios no encon-
tramos exactamente aquello perdido en la infancia, pero la 
ilusión de la experiencia amorosa nos hace creer que sí, pues 
el éxtasis de la flecha en el corazón del niño reordena el mun-
do. También colma el desamparo de género que padecen las 
mujeres desde la temprana infancia. Simone de Beauvoir lo 
advierte desde mediados del siglo xx con estas palabras: 
Los psicoanalistas están dispuestos a admitir que la mujer 
persigue en su amante la imagen del padre; pero este des-
lumbraba a la niña porque era hombre, no porque fuera 
padre; y todo hombre participa de esa magia; la mujer no 
desea reencarnar un individuo en otro, sino resucitar una 
situación que conoció de niña, al amparo de los adultos; 
estuvo profundamente integrada en el hogar familiar, allí 
gustó la paz de una cuasi pasividad; el amor le devolverá 
a su madre y también a su padre, le devolverá su infancia; 
lo que desea es volver a encontrar un techo sobre su cabe-
za, unas paredes que oculten su desamparo en el seno del 
mundo, unas leyes que la defiendan contra su libertad.8 
8 De Beauvoir , S. (2017). El segundo sexo. Barcelona: P. Random House.
37
“Tenía que suceder”, explican los astrólogos. “Es un asun-
to pendiente de otras vidas”, asumen las cartomancianas co-
brando menos que un buen psicoanalista ante el azoro de los 
enamorados cuando encuentran, de súbito, a una persona que 
les parece “tan familiar”, “es como si tú y yo nos conociéramos 
desde siempre”. 
Si alguien supo algo del amor o al menos alcanzó a trazar 
metáforas precisas para diseccionarlo, fue Lou Andreas-Sa-
lomé, cuya inteligencia poética deslumbra en las cartas que 
envió a sus amantes, en las páginas de los diarios que celosa-
mente redactaba o en reflexiones con este diseño:
Al amarnos emprendemos juntos, por así decirlo, ejerci-
cios de natación con salvavidas, haciendo como si el otro 
fuera, en cuanto tal, el mar mismo que nos sostiene. Por 
eso se nos hace tan único y precioso como la tierra natal, 
y al mismo tiempo tan engañoso y confundidor como la 
infinitud. Espacio cósmico hecho consciente y con ello 
desmembrado, tenemos que sostenernos y soportarnos 
mutuamente en el tira y afloja de este estado, tenemos 
que consumar nuestra unidad fundamental casi como una 
demostración: a saber, corporalmente, en carne y hueso. 
Pero esta realización positiva, material, del hecho funda-
mental, demostración aparentemente irrefutable, es a pe-
sar de todo solo una afirmación harto sonora ante el aisla-
miento, no por ello cancelado, de cada cual en el interior 
de sus límites personales.9
9 Andreas- Salomé, L. (2018). Mirada retrospectiva. Compendio de algunos 
recuerdos de la vida. Barcelona: Alianza Editorial.
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He ahí lo que no queremos escuchar en terapia, en los salo-
nes oscuros de los chamanes: un amor puede matar lo que 
ama cuando se rompen los diques de los ríos metafísicos que 
—como La Maga de Rayuela— nadamos en las aguas del 
azar y todo aquello inevitable.
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Desnuda y desesperada como las protagonistas de Colette. Con el 
resto de un amor incomprensible en la memoria que habla de esto 
y de aquello ante una tumba. Vestida de cobra, de sulfato de un 
sentimiento explosivo, es decir, siguiendo las pistas, enturbiando 
aún más las conversaciones que se dan en la imaginación, esas que 
fluyen en las bocas de gente que incluso hablando en otro idioma 
se confiesa. Hay gente desnuda, sí, pero no consigue lo quiere: esa 
imposible claridad de un discurso, de un reclamo, de una súplica, 
de un viaje inexpresado, incesto de sí misma. Hay gente que parece 
salir de las novelas para hacer pedazos la existencia del primero 
que pasa, para escribir la profunda historia del cansancio de la 
búsqueda. Gente que no puede decir que se lee, que se ha espera-
do, que se ha herido, que dejó todo para encontrarse sin más que 
palabras al fondo de las mismas palabras que nos rompen. Los 
amantes van y vienen colgados de la cuerda de su ego. Ella lo sabe 
sin ropa, mirando el jardín de un año joven. Hay un extraño en su 
cama, un cuerpo impermanente. Alguien a quien tal vez le quede 
el saco de viejas palabras. Pero no. Alguien que acaba de perder al 
padre como el primer hombre con el que ella vivió, como el artista 
cruel al que siguió hasta Sudamérica. Un discurso de la orfandad 
del patriarcado que resiste igual que el amor en un texto. Y nada 
más. Convendría ahora hablar de la desesperación, de sus sínto-
mas, del recuerdo. Hay gente analgésica, pero con todo su ser de 
vacuna no impide que los errores sucedan. Hay gente como muros 
que caen, se parten o se elevan. “Nunca pudimos hablar”, repetía. 
Pero hay tanto lenguaje libertino en el viento. Las paredes escu-
chan, pero no responden. Hay gente que inventa la imposibilidad 
para amar a través de ella como un lago artificial en el alma. Y 
pierde en todos los casinos. Gente irresponsable con lo que escribe. 
40
Ya lo sabemos: personas puente, de paso. De otras debemos respi-
rar. Luego reencontrarlas en las pieles de ovejas, de ciertos lobos. 
Equivocarnos para volver a una dulce asfixia, a la ambigüedad, 
al yo no dije eso, entendiste lo que no debías. Te subiste a un avión 
tres veces para quedar sin nada, para condenarte a buscar esa no-
che en las noches de otros. Palabrería inservible. Palabrería de re-
flejo poderoso que nos atraviesa sin conejos ni reinas de corazones 
resignadas a la sangre inútil. No tiene sentido hablar en otro idio-
ma. No hay más búsqueda que el dolor en sí mismo. No daremos 
con otros jardines. No crece nada del otro lado de la vida. O sí, 
tal vez lo que nunca sucede. Te leí y te entiendo. Voy a entenderte 
hasta que muera. “Creo desatarme en la historia de los otros, pero 
acabo atada a la cuerda del piano. Otra vez me hundo con la vida 
desecha”. Querías que te contara cosas.
 
41
El corazón como enemigo
“Pero lo (la) quiero”, asumen los enamorados que no saben 
perder, que no pueden, que optan por la agonía de su amor 
propio, por la aniquilación de su futuro, como si ese amor, 
entendido como la primera causa de laexistencia, valiera tan-
to que bien merece hipotecarlo todo, hasta la última gota de 
nuestra sangre envuelta en bolsitas. El amor romántico, por 
ello, se parece al capitalismo: es insaciable. Cuando eso ocurre, 
el corazón ya no bombea por ti, se convierte en una máqui-
na asesina del tamaño de tu puño o en una delirante bailari-
na con zapatos rojos adentro de la caja de música de nuestro 
cuerpo. Ignoramos que el problema es esa invención llamada 
alma cuyo patrón violentísimo abusa de su esclavo, ese pobre 
corazón que no olvida, que sangra exponencialmente, para dar 
gusto al banquero más poderoso de nuestros sentimientos: el 
amor cuya cortesía romántica destantea y se parece a los mi-
sóginos: hoy te quiero, mañana lo dudo y pasado ya no; pero 
dentro de tres días volveré bajo el cielo de tu codependencia 
hasta que ya no puedas vivir más. El amor romántico, ergo, 
también es desvalimiento aprendido. Además, exige nuestra 
desnudez, nuestra indefensión, nuestros votos de monjes obe-
dientes. En eso el amor es peor que una iglesia o una secta que 
te persuade de dejar tu vida para seguir a un ser humano cual-
quiera. El amor necesita fanáticos, zombis, distraídos, necios, 
yonkis. “Pero lo quiero”, le repite a su gurú la protagonista de 
Comer, rezar, amar en este diálogo de dicho best seller:
42
—Pero lo amo.
—Pues ámalo.
—Pero lo extraño.
—Pues extráñalo. Cada vez que pienses en él, mándale 
amor y luz. Después deja ir el pensamiento. Solo tienes 
miedo de dejar ir los últimos pedazos de David porque 
después de eso estarás sola. Pero eso es lo que tienes que 
entender. Si despejas todo el espacio en tu mente que aho-
ra usas obsesivamente en esa persona, tendrás la perfecta 
vacuna, un espacio libre, una puerta. Y adivina qué traerá 
el universo por ahí… De pronto, mucha luz entrará. 
Si el lector de este libro aún no entiende a qué nos refe-
rimos con amor romántico o por qué debemos apostar a su 
aniquilación, este ejemplo es bastante claro, pues la obsesión 
romántica es un virus, también una discapacidad que nos en-
ferma; no sabemos dejar ir, ocupamos el pensamiento gestan-
do absurdas fantasías, llenamos la mente con una escritura de 
sangre negra por antigua e imposible, con un deseo letal. Es 
así como entregamos el territorio, no resistimos esa nostalgia 
de añorar lo que jamás ocurrió (Sabina dixit). Nos enseña-
ron que morir en nombre del amor romántico es heroísmo, 
pero es en la vida donde los sentimientos que valen la pena 
nos transforman. He aquí un mantra: “No todos los amores 
merecen ser vividos”.
43
Advertencia y perdón
Todo lo que es romántico se disuelve en el aire
Eva Illouz
El amor romántico nos acerca a la necropolítica, al neocolo-
nialismo, al heteropatriarcado, al ethos falogocéntrico, al fe-
minicidio, al vph y al vih. Súmele el llanto, la confusión, la 
espera, la injusticia, lo mal que la pasa una de las dos partes. 
Súmele la infidelidad, la mentira, las expectativas rotas, las 
rupturas eternas, el abandono, la maternidad que no deseabas, 
los sueños quebrados, la ruina financiera, la pensión que no 
aparece, las renuncias, el tener que ir a las comidas familiares 
de esa otra gente que no conoces ni te importa, pero te impo-
ne un contrato marital, en suma: la catástrofe. Y todo empezó 
con un mail, un inocente emoticón por Whatsapp, un like, un 
corazoncito en Instagram o en Twitter. Tengan cuidado.
Pero eso no es lo peor, sino la presión social para que nos 
recuperemos o perdonemos ipso facto si un accidente emo-
cional nos dejó tullidos durante bastante tiempo. Los nuevos 
manuales de autoayuda, la felicidad que se obtiene en 25 pa-
sos, el capital erótico que puede adquirirse mediante cirugías 
estéticas y otras mentiras mercadológicas, otras patanerías de 
supuestos coaches o psicólogos de octava nos exigen conver-
tirnos en Budas, en Jesucristos, en santos cuya capacidad para 
el olvido o el perdón nos confieren de una aura de supremacía 
44
emocional, porque cuando amamos románticamente y nos 
dañan, nos subimos de inmediato a otra relación, clavando y 
desclavando una irresponsabilidad afectiva que, paradójica-
mente, posee buena prensa. Y no, el autocuidado feminista es 
una lámpara en estos casos que sirve para alumbrar el tiempo 
que puede requerir perdonar un corazón roto, una salud men-
tal averiada.
Ni siquiera el amor perdona a los que juegan con él, re-
vela el poeta Enrique Lihn, ¿entonces por qué nosotros de-
bemos apresurar ese proceso?, ¿por qué no circular con los 
ojos abiertos de cara a la ceguera que justifican, que admiten, 
que celebran en la experiencia amorosa? No olvidemos, como 
asegura Gabriel Rolón en El lado B del amor, que no es cierto 
que el amor todo lo puede. “No es cierto que el que ama no 
puede engañar. No es cierto que a la relación amorosa no haya 
que ponerle condiciones. No es cierto que el amor y el deseo 
vayan siempre de la mano. Pero decir que todo esto no es cier-
to no implica que sea imposible”10, requiere trabajo, una coin-
cidencia de Eros, filia y ágape, una suerte de destino trenzado 
sin Moiras que nos odien.
 
10 Rolón, G. (2012). Encuentros (El lado B del amor). Buenos Aires: Paidós.
45
Alguien que sepa cómo tomas el café y cuántas tazas, por qué rom-
pes los platos de todas las vajillas, cómo te dicen tus parientes, qué 
libros te cambiaron, cuándo hay que mandarte algún poema, para 
qué. Alguien que te mire y no pueda dejar de emocionarse, que 
repita tus palabras y te enseñe otras rarísimas haciéndote reír. Al-
guien a quien no puedas mentirle porque entiende cuándo sucede 
lo importante. Alguien que detenga el tiempo y que lo acorte; que 
lo descifre con una lámpara en su voz. Alguien de lejos y de cer-
ca. Un compositor de músicas prohibidas, un demiurgo de sí, un 
filósofo de tu piel. Alguien que viaje, mire a la gente y confiese lo 
que observa. Alguien que no te tenga miedo y cuente los días para 
escucharte. Alguien que se le mida a cada estación silvestre e impo-
sible. Alguien que espere y regale el sol, el mar, sin hacer cuentas ni 
juzgar cada tatuaje. Una persona que haga un buen café y hable 
en tu remanso. Alguien que perdone, que sea libre. Un tránsfuga 
con una biblioteca en la mente y otra en el pecho. Alguien que te 
buscaba cuando le preguntaste al cielo dónde estás.
46
¿Por qué no enamorarse como todo el mundo?
Porque se puede amar sin exigir una relación tradicional, un 
camino ya memorizado, absurdo y tormentoso: ese vínculo, 
la mayoría de las veces asimétrico, donde alguien pierde, se 
sacrifica, renuncia o espera.
Porque las uniones largas y sólidas, está demostrado, no 
se afincan en el contacto de dos epidermis o el intercambio de 
dos caprichos, esto es, en el consumo emocional de la vida o 
el tiempo de la persona a quien se ama.
Porque resulta ruin imponer al amor un criterio económi-
co o farmacológico.
Porque nadie es dueña o dueño de una subjetividad. Por-
que todo protocolo de relación romántica conlleva una falsa 
expectativa de posesión o control.
Porque el amor romántico es una extensión del capitalis-
mo y de la explotación de cuerpos, de la propiedad privada 
desde la idea de la exclusividad en pareja o la monogamia que 
el heteropatriarcado exige en ellas y la violación de este acuer-
do que acolita, que aplaude en ellos.
Porque no hay que vivir juntos, llamarse, salir o perma-
necer en nombre de un dudoso contrato sexual que no debe 
facultarnos para incidir en los sueños, confusiones o en las 
búsquedas vitales de quienes amamos.
Porque es imposible que alguien sea todo para alguien. 
Esa idea es terrorífica.
47
Porque el amor romántico se traduce en adoctrinamien-
to: una religión o droga dura que mata en pequeñas y grandes 
dosis las garantías de libre tránsito de la personalidad, el deseo 
y la fluidez de el mismo.
Porque el hombre blanco inventó la ceremonia (bautizos, 
quince años, bodas y otros ritos paganos o sacramentos) para 
aminorar su complejo de culpa cuando impone un modelo de 
existencia; cuandoasesina, roba, viola, miente o abusa.
Porque amar implica una resistencia al mito del amor. 
Amar es una revolución que lee entrelíneas, no un flechazo, 
no un lastimoso juego de invidentes.
Porque el amor conversa sin cansarse. Porque el romanti-
cismo es un fardo y agota. La actitud romántica es un perfor-
mance, un truco, una puesta en escena. El verdadero amor se 
da entre el público o tras bambalinas.
Porque para amar basta con uno, ya que el otro es una cui-
dadosa ficción, una écfrasis de lo visto en casa. Sabemos que 
en realidad no existe el objeto amado. Le añadimos esa idea a 
una persona que nos atrae, nos intriga, nos gusta. Si el amor 
romántico pasa de ser accesorio a ser prótesis es porque nues-
tra educación sentimental está viciada por la dependencia, el 
egoísmo, el temor de constatar la plenitud del otro sin nuestro 
protagonismo o nuestro devenir en sus decisiones.
Porque no sabemos imaginar a quien amamos sin noso-
tros, cuando el amor revolucionario triunfa precisamente al 
invertir esa ecuación. Si puedo imaginar al otro sin mí y sa-
berlo completo, independiente, a gusto en su piel, contento, 
puedo amarlo porque entonces lograré no hacerle daño.
48
Porque amar es admitir el propio cambio gracias a la luz 
o la sombra del otro. Se trata del fuego de la emoción en li-
bertad, del respeto irrestricto a la conformación del yo de la 
persona amada, aunque no sea nuestro espejo.
Porque el amor romántico es una excusa patética solo 
para amar lo que de ti hay en el otro.
Porque ese amor nos hace más llorar que sentir placer.
Porque el amor romántico nos uniforma y con ello nos 
limita.
Porque el amor romántico nos vende espejismos de crea-
tividad y espontaneidad únicas.
Porque el amor cierto requiere oxígeno y eso significa 
muchas veces que implora espacio, cierta distancia, soledad 
para escribir dicha ficción.
Porque el amor romántico es un depredador, va detrás de 
la última gota de tu sangre.
Porque no despatriarcaliza de fondo ni en la superficie, 
ningún “habitus”. Mejor dicho, impone “atenciones”, “buenas 
maneras”.
Porque no podemos seguir tomando el mismo veneno 
que aniquiló la solidez de nuestras tramas, que nos obligó a 
resignarnos a repetir guiones desastrosos.
Porque el amor es varias personas con el mismo nombre 
secreto. O no.
Porque el amor, eso sí, nunca es uno solo: muta o no es.
Porque el amor, si no se cuestiona, si no se reinventa, si no 
se sala o se endulza, mata de hambre de otro amor.
Porque el amor revolucionario, el posible, es poderosa-
mente antisistémico.
49
Ellos deberían identificarse con nosotras porque sienten miedo y 
no lo dicen, porque no tienen dinero, no son sementales, no son 
arrojados, no obedecen a los patrones de insensibilidad, no triun-
fan siempre, no son irresistibles, no poseen toda la fuerza del mun-
do, no lo saben todo ni se parecen a los hombres-hombres que con-
siguen absolutamente todo el amor que desean como en las series 
o las películas. Harían bien respondiendo desde la rebeldía y una 
valiente masculinidad, cuyo único carácter admisible es disidente. 
Ellos tampoco son bien vistos en un patriarcado que nutre al capi-
talismo gore y los requiere violentos, crueles, misóginos, incapaces 
de entregarse, fríos, distantes. Ellos son premiados si abandonan, 
pegan, engañan, destrozan; si son irresponsables afectivamente, si 
como padres se ausentan, si como amantes desgarran la psique y 
abusan. He ahí la asimetría psicológica del amor romántico afin-
cada en el binarismo o el dualismo de los comportamientos donde 
uno goza y otro sufre: el amante y el amado. 
50
El amor es una droga dura, 
te hace ver personas que no existen
El mandamiento psicoanalítico: “Lo que no se resuelve, se 
repite”, le cae de maravilla al amor romántico. No obstante, 
para comprenderlo casi siempre partimos de Lacan: “Amar 
significa dar lo que no se tiene a quien no es”. El quid de este 
asunto es que insistimos en prodigar nuestra carencia a un ser 
de ficción bajo el embrujo de la ilusión que tergiversa la mi-
rada. “Cómo no me ibas a gustar con todas esas virtudes que 
te inventé”, reza un famoso meme que nos obliga a admitir la 
proyección idealizada, la artificialidad de la emoción cuando 
amamos porque sentimos lo que sentimos desde de ese pa-
trón ocular.
Ahora un poco de mito de la mano del análisis de Esther 
Cohen: “El amor da un vuelco acompañado de su sentido pri-
vilegiado: el ojo. Si antes el ojo era el único capaz de conocer y 
gozar la belleza divina en su absoluta virtud, ahora ese mismo 
ojo puede convertirse en la fuente primaria de la enfermedad 
amorosa, en el vehículo del contagio”,11 por eso se recomenda-
ba tener cuidado de que nuestros ojos no se encuentren con 
los del amado, por la vincularidad que entraña ese instante, 
puesto que la mirada es un puente, un hilo sin medida. Inclu-
so cuando los ojos se cierran porque se abren al cuerpo, a lo 
11 Cohen, E. (2003). Con el diablo en el cuerpo. cdmx: Taurus.
51
oscuro y sus puntos de fuga. No obstante, los ojos no siempre 
son honestos. Lorena Pronsky versiona esta idea:
Antes de irme, quería dejarte dicho algo. Si me quedé de 
más fue porque aposté a tus ojos. Yo vi cómo me mirabas 
y eso me alcanzó para frenar mi vuelo y esperarte. Creí en 
tu mirada más que en tu boca. Por eso, frené.
Después, las cosas pasaron y nada pasó. Nada cambió. 
Terminaste siendo parte de un eslabón más de mi cadena 
de fracasos, de eso que nunca empezaron.
Pensé que con vos sí. Pero me equivoqué otra vez. Tu 
mirada no fue honesta. La mía tampoco lo fue.
 Me bastaron un par de días para develar y volver a 
abrir las alas.
Sí, uno ve lo que desea que suceda.
Los ojos también mienten.12 
Dulcinea no era una bella dama. El Quijote, enamorado, 
le confiere cualidades que la mesonera no posee, del mismo 
modo en que desarrollamos una patología redentora porque 
creer que el otro te ha elegido entre todas las mujeres de este 
mundo, nos devuelve la ilusión de un poco de autoestima que 
el machismo se encarga de arrebatarnos como una preciada 
muñeca desde que somos niñas. La patología redentora con-
firma que somos buenas a pesar de todo, que nuestro sacri-
ficio y empeño tendrán recompensa porque el terror no se 
eterniza. Eso pensamos ingenuamente mientras nos fugamos 
12 Pronsky L. (2018). Rota se camina igual. Buenos Aires: Hojas del Sur.
52
de la realidad con inútiles mecanismos de defensa o con la po-
tencia de esperanza que proviene del delirio. 
No obstante, existe algo de verdad en lo que deformamos, 
cierto, pero el artificio de ese texto llamado “mirada” reviste al 
sujeto amoroso de “un no sé qué que qué sé yo”. En La llama 
doble, Octavio Paz deshoja a Diotima y a su vez a El banquete 
con estas frases: “El amor es el camino, el ascenso, hacia esa 
hermosura: va del amor a un cuerpo solo al de dos o más; des-
pués, al de todas las formas hermosas y de ellas a las acciones 
virtuosas; de las acciones a las ideas y de las ideas a la absoluta 
hermosura. La vida del amante de esta clase de hermosura es 
La más alta que pueda vivirse pues en ella, los ojos del en-
tendimiento comulgan con lo bello y el hombre procrea no 
imágenes ni simulacros de belleza sino realidades hermosas. 
Y ese es el camino de la inmortalidad”13 o de la adicción a esa 
búsqueda frenética: la de no morir, la de trascender para que 
el amado se lleve de nosotros algo que lo marque. En dicha 
apuesta se nos va, curiosamente, la vida. 
13 Paz O. (1993). La llama doble. cdmx: Seix Barral.
53
Discutir con Virginia Woolf y María Zambrano. Con la primera 
porque descubro que, en medio de una emergencia nacional, de un 
moridero donde los secuestros del tipo “cálmate, mi amor” existen, 
el cuarto propio como metáfora ya no es suficiente. Con la segun-
da porque no siempre se escribe para defender la soledad en que 
se está. Tanto la inglesa como la española omitieron que el tiempo 
y el espacio, esa mezcla llamada cronotopo, es el mar de las olas 
feministas.
Conversoy a la par que reflexiono, observo el teclado de mi 
computadora como si fuera una ouija con la cual invocar a otras 
grandes filósofas. Es verdad que nuestro cuerpo y su piel son la pri-
mera frontera, que la habitación cero, por decirlo de algún modo, 
es nuestra carne, ese instrumento con el que tocamos el mundo. 
Pero existe un más allá y un más acá: la relación que las mujeres 
sostenemos con el espacio tanto real como simbólico. Departiendo 
con amigas educadoras en los niveles básicos, supe cuánto les lla-
ma la atención el hecho de que, cuando suena la campana, los ni-
ños salen corriendo del salón a jugar para apropiase de inmediato 
de las canchas, el jardín, etcétera. Tomar y hacerse presentes en el 
sitio donde se lleva a cabo el juego les resulta normal, necesario, 
urgente. En cambio, las niñas corren menos. Ellas esperan —por-
que la espera implica obediencia y lo han aprendido mirando a 
otras mujeres de su entorno— a jugar “más tranquilamente” o 
buscar una esquina, un rincón, una mesa, donde abrir su lonchera 
y despacio, sin aspavientos ni gritos, esperar (de nuevo) a que sea 
la hora de volver al aula, es decir, a una celda si el maestro o la pro-
fesora son una decepción como en el más de setenta por ciento de 
los casos. Perdonen esta mirada nada luminosa de una conducta 
diferenciadora entre géneros. No pretendo generalizar, pero es más 
común de lo que podría probarse.
54
Decía que el modo en cómo nos relacionamos con el espacio 
signa nuestros devenires. Bien se trata de una conducta aprendi-
da a punta de adoctrinamiento, domesticación o usos y costum-
bres. Por ejemplo, caminar junto a la pared si nos acompaña un 
hombre, quien está obligado a andar del lado de la calle. Cuan-
do pregunté en Puebla por qué, me respondieron que, si sucede lo 
contrario, es como si el hombre estuviera ofreciendo a la chica en 
cuestión o —escudándose en el no pedido rol de protector a ul-
tranza— afirmaron que, por seguridad, para que no se la vayan 
a robar. Esta costumbre data del Siglo xix en México o quién sabe 
si es más vieja, pero ni duda cabe de que ciertos varones conocen 
muy bien sus fantasías y de lo que en ellas son capaces, así que 
mejor “cuidan” a las mujeres consideradas de su propiedad. No 
encuentro otra manera de explicarlo. El aumento de los secuestros 
de jóvenes veinteañeras en todo el país es un indicador irrebatible. 
La consecuencia es que, si de por sí no tomábamos el espacio a 
nuestras anchas, ahora menos con esta realidad que nos orilla a 
renunciar a salir de noche, a andar solas de día, a transitar libre-
mente por donde queramos porque esas no son “conductas propias 
de una dama”, como dijo por ahí un vicealmirante. 
“Ya no se puede”, leí en varios grupos de autodefensa. La de-
rrota es total y el ánimo, el de las presas en un mundo donde a dia-
rio muere alguien a manos de sicarios en esta tiendita de horror 
cuya gramática expresiva del crimen es el mapa de un descuar-
tizamiento repetido. Mundo dantesco. Es desde ese trauma que 
el espacio también no es vedado en lo simbólico y ocupa el terror 
como vehículo. Mientras estemos con pánico, no tomaremos las 
calles, no existiremos más que en la esfera privada donde otras es-
trategias de dominación como el amor romántico garantizan que 
55
las puertas de esa prisión mental sean clausuradas. No hay para 
dónde si no deconstruimos esta noción del territorio y de los cuer-
pos, si no nos sobreponemos a la vigilancia y el castigo que, como 
objetivo estratégico de una guerra, nos imponen. El affidamento,14 
más que la sororidad, es un camino seguro. 
14 Término italiano que puede traducirse como “confiar” o “dejar las cosas 
en manos de otra”. Surge desde las filas del feminismo de la diferencia 
encabezado por Luce Irigaray, Annie Leclerc y Hélène Cixous. Lo que 
caracteriza el affidamento es que con él se crean lazos irrompibles entre 
mujeres que se admiran, confían las unas en las otras y se otorgan auto-
ridad, admiración. Se puede entender también como una práctica que 
rehabilita la función simbólica de la imagen materna. 
56
Sal de Ítaca, Penélope,15 el mar también es tuyo
La espera es sometimiento. No aguarden nada ni tejan sus días 
pensando que él va a regresar. De cualquier modo, si la odisea 
se concreta, ya no serán los mismos. Nadie vuelve intacto de 
una aventura. Vida, le dicen. De hecho, en el amor debemos 
aprender a no tener esperanzas en el sentido de que el otro 
cambiará o te amará si no sucedió desde el comienzo. La fe, en 
tanto esperanza, es un escollo. La espera detiene. Por ejemplo, 
en la Edad Media, la humanidad no avanzó nada porque todo 
se esperaba de un poder supremo. Sin embargo, cuando al-
guien dijo “dudo de todo hasta de Dios, pero no puedo dudar 
del hombre ni su pensamiento”, los seres humanos se adue-
ñaron de su historia y dejaron de esperar todo de una deidad. 
El amor conyugal o romántico se afinca precisamente en 
el Medioevo. El típico noble de armadura se iba durante años 
a las cruzadas y su esposa permanecía en el castillo esperán-
dolo. Si el señor quería, estaba en “su derecho” de colocarle 
un cinturón de castidad. Muchas de esas mujeres eran casadas 
siendo niñas y el lord en cuestión las superaba, al menos, una 
década. Naturalmente, quedaban viudas antes de los treinta y 
15 Admitamos otra lectura más allá de Occidente, pensemos en otra Pe-
nélope que no espera, sino que se vale de estratagemas para mantener 
el poder de Ítaca mientras el rey vuelve. Tal vez es la heroína que existió 
y por eso Ulises retorna, porque sabe que una que piensa como él está 
gobernando la tierra que le corresponde. Este texto, sin embargo, es una 
crítica a la versión domesticada que nos han vendido de Penélope. 
57
cuando se reunían junto con otras a bordar, escuchar música 
o simplemente compartir un té, la Iglesia se ponía nerviosa. 
Silvia Federici describe el peligro que estas jóvenes signifi-
caron para los precursores del capitalismo, pues si unían su 
resistencia privilegiada con la de las siervas en el campo, po-
dían adueñarse de una gran parte de Europa. No fue así, por 
supuesto, porque como bien se expone en Calibán y la bruja, 
la caza de herejes constituyó uno de los acontecimientos más 
importantes del desarrollo de la sociedad capitalista y de la 
formación del proletariado moderno. El desencadenamiento 
de una campaña de terror contra las mujeres, no igualada por 
ninguna otra persecución, debilitó la capacidad de resistencia 
del campesinado europeo ante el ataque lanzado en su con-
tra por la aristocracia terrateniente y el Estado que dieron con 
una de las claves de la consecución del poder: aniquilar el em-
poderamiento de las mujeres, su agrupación, sus reuniones, 
su autonomía.16 
De ahí que, a lo largo de los siglos xvi y xvii, las mujeres 
fueron perdiendo terreno en todas las áreas de la vida social. 
Esta pérdida se dio en el espacio y sus nuevas diferenciacio-
nes. En los países mediterráneos se expulsó a las mujeres no 
solo de muchos trabajos asalariados, sino también de las ca-
lles, donde una mujer sin compañía corría el riesgo de ser ridi-
culizada o atacada sexualmente. En Inglaterra, su presencia en 
público también comenzó a ser mal vista. Las inglesas eran di-
suadidas de sentarse frente a sus casas o cerca de las ventanas; 
también se les aconsejaba no reunirse con sus confidentes, en 
ese tiempo, la palabra “amiga” comenzó a adquirir connota-
16 Federici, S. (2004). Calibán y la bruja. Barcelona: Traficantes de sueños.
58
ciones despectivas. Ya para el siglo xviii la derrota era total y a 
principios del xx, Virginia Woolf relata que ni a una bibliote-
ca podía entrar a menos de que la acompañara su esposo. No 
importaba que minutos más tarde fuera ella quien diera una 
conferencia ahí mismo.
El terrorismo de Estado siempre ha surtido efecto desde 
antes de la quema de brujas, imponiendo un modo de femini-
dad donde la mujer ideal es casta, pasiva, obediente, de pocas 
palabras y ocupada en sus tareas como destejerde noche los 
hilos que enhebra durante el día mientras espera que su es-
poso, un héroe de guerra, regrese a reclamar lo propio, empe-
zando por el cuerpo veinte años envejecido y negado al placer 
sexual que a Penélope le ofrecían otros príncipes. ¿Se enteró 
de que debía tomar en cuenta el océano como posibilidad?, 
¿mediante qué mecanismos se convence a una mujer de es-
perar, contemplativa, de encerrarse bajo llave sin que nada ni 
nadie la libere? Si no son intereses de índole económica, frial-
dad racional en aras de proteger el poder por el poder; la res-
puesta es el amor romántico entendido como una fe deliran-
te igual a la Rebeca Méndez Jiménez, comerciante mexicana 
que se hizo famosa por esperar a su novio muerto, Manuel, un 
pescador con quien se casaría en cuatro días, pero el huracán 
Priscilla causó el naufragio de la embarcación y no hubo so-
brevivientes. 
Desde esa tragedia, el 13 de octubre de 1971, hasta mu-
chos años después, Rebeca pasó todas las tardes vestida de 
novia y esperando a su prometido en el muelle de San Blas, 
Nayarit. Ese simple acto dio origen a una leyenda y la canción 
de Maná, una banda de rock, con estas líneas:
59
Los cangrejos le mordían su ropaje, su tristeza y su ilusión.
Y el tiempo se escurrió
y sus ojos se le llenaron de amaneceres.
Y del amor se enamoró
y su cuerpo se enraizó en el muelle.
Sola, sola en el olvido,
sola, sola con su espíritu,
sola, en el muelle de San Blas.
Pobre Rebeca, no era necesario tanto aislamiento, un buen 
arsenal de amigas, de cómplices u otro amante que la entre-
tuviera pudieron conjurar ese vacío o persuadirla de que suyo 
también es el mar, pero no para amarlo románticamente, sino 
para adentrarse en él, desobedeciendo. ¿Algo más sobre la es-
pera? En El albergue de las mujeres tristes, interesante novela 
de Marcela Serrano, uno de los personajes relata que de niña 
siempre iba al patio trasero de su casa donde, según su nana, 
al atardecer aparecería un duende con una enorme olla de 
oro con la que la premiaría por haber sido buena y obediente. 
Incontables fueron los crepúsculos en los que la pequeña es-
peró. Pero un día, cuando entendió que el duende nunca iba 
a aparecer, se fue para siempre de ahí. Entonces dejó de ser 
niña. Romper la espera es crecer y al patriarcado (encarnado 
en nuestros maridos, jefes, hermanos, padres, hijos, amantes) 
no le conviene nuestra mayoría de edad, porque si deja de tu-
telarnos, ya no nos explota. 
La espera es un veneno. Hasta Roland Barthes cuando di-
secciona el amor, glosando a decenas de autores en Fragmen-
tos de un discurso amoroso, nos entrega estos retazos:
60
El ser que espero no es real. Como el seno de la madre para 
el niño de pecho, “lo creé y lo recreé sin cesar a partir de 
mi capacidad de amor, a partir de la necesidad que tengo 
de él”: el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde lo 
he creado ya. Y no viene lo alucino: la espera es un delirio. 
“¿Estoy enamorado? Sí, porque espero”. El otro, él, no 
espera nunca. A veces, quiero jugar al que no espera; in-
tento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero 
siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me 
encuentro ocioso, exacto, es decir, adelantado, la identi-
dad fatal del enamorado no es más que esta: yo soy el que 
espera.17 
Construimos equivocadamente el amor, le conferimos un 
estar en el mundo, un ser como máscara que va encarnándose 
y luego, en cada ruptura, se nos cae del rostro, como lepra.
17 Barthes Roland. (1999). Fragmentos de un discurso amoroso. cdmx: Si-
glo xxi.
61
Una dulce obsesión: expresarse a ciegas, pero con zumbidos necios 
porque del amor solo se alcanza a saber un atisbo. La biopsia de 
sus células se nos deshace aun cuando lo fijemos con un pesado 
cubreobjetos antes de llevarlo al microscopio. No hay nada ahí, 
no detectamos la violencia de ese virus. Nada como en una caja 
vacía, ni aire que inventamos. No hay nada más que la sensación 
del significado. O sí, un libro como viaje de aprendizaje impun-
tual: las diatribas no se escriben a los cuarenta años. Ese discurso 
no vibra como una libélula morada. Deberíamos ser más serias 
mientras abrazamos el fantasma de Carmen Martín Gaite o el de 
Ana María Matute, inmaduras siempre en términos machistas, 
en el circuito del “siéntese señora”, ¡apláquese!, porque a veces se 
escribe como quien aguanta un parto. Y este ya duró varios días. 
Dice María Moreno que Simone precisó ser fuerte para escribir El 
segundo sexo como quien extrae de sí el talismán del que habla 
Olga Orozco en un poema. Hablo de un libro amuleto, de una 
rosa azul a punta de injertos testamentarios para que otros cuen-
ten con suficiente libertad, con mucho cielo, incluso en las prisio-
nes de sus experiencias amorosas no emancipadas. Un libro que 
abracen cuando les duela deconstruirse y rearmarse. Nadie se sal-
va. Desmontar el amor romántico desde el feminismo o el sentido 
común (llámenle como quieran) es muy difícil. Somos contradic-
torias en la práctica y si no es con humor o con ironía potente, no 
lo superamos.
62
El amor no alcanza para detener 
el deseo o la necroinfidelidad posmoderna
Solo hay tres cosas seguras en la vida: la muerte, los impuestos 
y el adulterio, reza un lugar común que nos hiere, pero en cuya 
verdad más vale remojar el amor romántico. La gente engaña. 
También las personas en uniones de cualquier tipo que viven 
grandes momentos juntos. La infidelidad es tan común que 
se trata del único mandamiento que se repite dos veces en la 
Biblia: una vez por hacerlo y otra solo por pensarlo. La orilla 
desde la que suele ser abordado este tema es la de la destruc-
ción del yo o la autoestima de la persona engañada. Me refiero 
a esa problemática victimización, al blanco y negro, a favor o 
en contra de ser infieles que nos nublan el entendimiento. 
Nos negamos a mirar de cerca, no podemos admitir, con 
toda la inteligencia erótica de la que somos capaces, el hecho 
de que las aventuras existen, de que no se resuelven con ropa 
interior sexy, viagra o cenas con velas y flores. De hecho, para 
la experta en relaciones románticas, la belga Esther Perel: 
“Nunca había sido más fácil engañar que ahora y nunca ha 
sido más difícil guardar un secreto. Nunca la infidelidad se ha 
cobrado un tributo psicológico tan grande. Cuando el matri-
monio era una empresa económica, la infidelidad amenazaba 
nuestra seguridad económica. Pero ahora que el matrimonio 
63
es un acuerdo romántico, la infidelidad amenaza nuestra se-
guridad emocional”.18
El romanticismo nos ha hecho creer que su fuerza es un 
círculo sagrado donde los cuernos no entran, donde tenemos 
el engaño a raya porque somos irremplazables. Nada más fal-
so, el amor no alcanza para detener el deseo, el hambre de no-
vedad, la transgresión que nos hace sentirnos vivos, pero la 
pasión tiene una vida útil finita. Hay cosas que incluso una 
buena relación no puede dar. En efecto, las aventuras son trai-
ción, pero también una expresión de añoranza y pérdida. En 
ocasiones nos consume un anhelo y deseo vivo de conexión 
emocional, de novedad, de autonomía, de intensidad sexual, 
un deseo de recuperar partes perdidas de nosotros mismos 
que la misma existencia patriarcal nos arrebata.
Al respecto, Kate Millett: 
Los triángulos “amorosos” en nuestra política sexual, son 
diagramas que visibilizan perfectamente quién ejerce el 
poder, y de qué forma; cómo a través del engaño, la trai-
ción de acuerdos y la complicidad de quienes le rodean, 
esto se posibilita.
En muchos casos, la infidelidad también muestra el 
sometimiento, cuando una de las personas involucradas 
desea salir de dicho juego tramposo, pero no puede hacer-
lo debido a su posición en desventaja, ya sea económica, 
social, afectiva, emocional, etc.
18 Acá la liga donde encontrar la charla cuyo título es “Repensando la infide-
lidad. Una charla para todo aquel que haya amado alguna vez”: www.you-
tube.com/watch?v=P2AUat93a8Q. Consultado el 10 de febrero de 2020. 
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En

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