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CONECTADOS 
AL VACÍO 
La soledad colectiva en la sociedad virtual 
SERGIO SINAY 
 
Barcelona-Bogotá-Buenos Aires-Caracas-Madrid-México D.F.-Montevideo-Quito-Santiago de Chile 
 
Diseño de portada e interior: DONAGH | MATULICH 
Conectados al vacío 
Sergio Sinay 
1ª edición 
 
© Sergio Sinay, 2008 
© Ediciones B Argentina S.A., 2008 
Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma 
de Buenos Aires, Argentina 
www.edicionesb.com.ar 
 
ISBN: 978-987-627-083-0 
 
Impreso por Printing Books, Mario Bravo 835, Avellaneda, 
en el mes de octubre de 2008. 
5.700 ejemplares. 
 
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. 
Libro de edición argentina. 
A Marilén, con el amor de siempre, 
con más amor que nunca. 
A Iván, por tu amor, y por tu coraje. 
A Carolina Di Bella, editora sensible y lúcida, 
creativa y responsable, por su respeto y su comunicación. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
5 
 
Introducción 
Cumplir un destino, 
descubrir un sentido 
Ha transcurrido más de medio siglo desde que, en 1955, el gran escritor 
belga Georges Simenon (creador del entrañable Comisario Maigret y autor de 
decenas de novelas siempre apasionantes, entre ellas El tren, La habitación azul y 
Noviembre) dijera: «El hecho de que seamos no sé cuántos millones de personas, 
pero que la comunicación, la comunicación completa, sea absolutamente 
imposible entre dos de esas personas, resulta uno de los temas trágicos más 
importantes del mundo»1. Quizá Simenon exageraba en un punto. La 
comunicación entre dos personas no es, en mi opinión, absolutamente 
imposible. Si lo fuera, ya hubiéramos perecido como especie. Pero es verdad 
que, cuando esa comunicación no se produce, estamos ante una catástrofe 
vincular y, cuando la imposibilidad se multiplica por millones de individuos, 
desembocamos en un tema trágico que afecta al mundo. 
Hoy coqueteamos de un modo inquietante e irresponsable con esa 
tragedia. Más de seis mil millones de personas comparten un período de la 
historia humana signado por el más fabuloso desarrollo de múltiples 
tecnologías, entre las cuales se destaca la que está abocada a la conexión 
(telefonía, informática, televisión, radio y toda la aparatología que la hace 
posible y alcanza expresiones de compleja sofisticación). El planeta nunca ha 
estado tan conectado. Al mismo tiempo, los seres humanos acaso nunca hemos 
estado tan incomunicados. 
¿Qué es comunicarse? Defino comunicación como el fenómeno por el cual 
 
1 Entrevista con Carvel Collins, incluida en The Paris Revieu, entrevistas, compilación de Ignacio 
Echevarría, El Aleph Editores, Barcelona 2007. 
 
6 
 
cada persona, al crear su subjetividad y tomar conciencia de su singularidad, se 
da cuenta de que la palabra Yo, su concepto y su noción, son imposibles, 
incomprensibles e indefinibles si se carece de la palabra Tú, de su concepto y su 
noción. Si para que exista Yo, tiene que haber un Tú, la sola existencia de éste 
me convierte a mí en el Tú del otro. Juntos, configuramos un fenómeno 
extraordinario: nos damos mutua existencia. Juntos, además, con otros tantos 
yoes y tus, es decir, con millones de individuos, conformamos una totalidad que 
nos contiene, que nos integra, que nos permite trascender (ir más allá del propio 
yo), que nos da sentido y que, en definitiva, es más que la suma de sus partes. 
La comunicación, así comprendida, consagra nuestra conciencia de ser partes 
de una totalidad y no un fragmento aislado y sin sentido. Somos seres 
destinados al vínculo, porque vinculándonos construimos identidades, 
desarrollamos habilidades existenciales, damos sentido al mundo en el que 
vivimos y lo comprendemos. Por esto sostengo, a diferencia de Simenon, que la 
comunicación es posible. Y que, además, es necesaria, es condición sine qua non 
de la existencia de la especie y de la configuración de los individuos. Se podría 
decir, desde esta perspectiva, que para los humanos la comunicación es destino. 
TAN CONECTADOS, TAN INCOMUNICADOS 
Pero la comunicación no nos es dada: debemos construirla. Y, a la luz de lo 
que sostengo hasta aquí, esa construcción es, para mí, un deber moral. El deber 
de reconocer al otro, de respetarlo como alguien diferente, el deber de mirarlo 
(no sólo de verlo), de escucharlo (no sólo de oírlo), de hablarle (no sólo de 
dirigirle palabras), de registrar su presencia y de estar presente ante él y, en fin, 
el deber de establecer, más allá de lo formal, un puente emocional de persona a 
persona. Lo que digo, en síntesis, es que la comunicación se construye, no es un 
plato que se consigue precocinado. No venimos a la vida comunicados, 
venimos a comunicarnos. No venimos con la comunicación instalada, pero 
venimos con todos los recursos, las habilidades y las condiciones para 
construirla. Cuando lo hacemos, cuando la fundamos y nos comunicamos de Yo 
a Tú, de un ser real, singular y único a otro ser real, singular y único, es cuando 
podemos empezar a experimentar el amor, la empatía, la comprensión, la 
piedad, la compasión, la cooperación. Podemos empezar a experimentar lo más 
bello, sagrado y misterioso de la condición humana. No hay valores, no hay 
ética, no hay afectos, no hay expresión emocional, si no hay otro. 
Las nuevas tecnologías (especialmente las llamadas «de comunicación e 
7 
 
información») nos conectan, pero no nos comunican. Puedo tener decenas de 
teléfonos celulares, de iPhones e iPods, puedo morir abrazado a la pantalla de 
mi computadora, puedo ahogarme navegando en Internet, puedo figurar en 
miles de listas de contactos de chateadores compulsivos, puedo ser la persona 
más popular en los sitios «sociales» de la Red, puedo participar de cien 
videoconferencias diarias, mi casilla de mensajes electrónicos puede desbordar 
y yo puedo carecer de tiempo material para responderlos, y aún así puedo no 
estar comunicado con nadie. 
De hecho cuanto más me conecte es probable que menos me comunique, 
pues la comunicación real con una persona real requiere tiempo, presencia, 
escucha, mirada, reclama palabras cargadas de sentido (no patéticas 
abreviaturas que trozan y destrozan el idioma hasta quitarle entidad y 
contenido). La comunicación humana es un proceso artesanal, delicado, 
complejo, que requiere, insisto, tiempo, atención, dedicación y cuidado. Cuanto 
menos comunicados estemos, más insatisfechos nos sentiremos. No importa la 
frecuencia con que cambiemos de auto o de vivienda, no importa lo mucho que 
viajemos, no importa las adicciones que desarrollemos (a la velocidad, al sexo 
express, a los deportes extremos, a consumir lo que sea, al tabaco, al alcohol, al 
trabajo, a las drogas sociales o prohibidas, a las personas, a la comida, al juego, 
al riesgo, a la comida chatarra, a la comida sana, a la pornografía, a lo que sea), 
estamos incomunicados, desterrados del horizonte real de un otro real, y 
habiendo desterrado al otro real de nuestra propia mirada, tan ocupada en la 
observación del propio ombligo, estaremos cada vez más llenos de vacío. De 
vacío existencial, del vacío que ahonda una vida sin sentido. 
COMUNIDAD Y COMUNICACIÓN 
El sentido de cada vida es único, está dado y es necesario descubrirlo, 
dejar que se manifieste, encontrarlo en cada situación de la propia existencia. 
No hay dos vidas iguales, no hay sentidos intercambiables. El sentido particular 
de cada vida única tiene algo en común con el de otras vidas: en ambos, de 
algún modo, está presente el otro. Necesitamos desarrollarnos y constituirnos 
como el individuo único que cada uno es y luego, en la comunidad del 
encuentro, trascender, darnos sentido. Cuando personas individuadas se 
encuentran crean un espacio que llamamos comunidad. Comunidad significa 
común unidad, complementación de lo diverso, sinergia, integración. Eso es 
comunicación. 
8 
 
Cuando no encontramos el sentido, cuando nos gana el vacío y su 
angustia, solemos huir de ellos a través de la masificación. Comunidad y masa 
no sonlo mismo. En la comunidad florece el individuo y da de sí lo mejor. En la 
masa se disuelve, se entrega a la guía de otros, pide que piensen por él, que le 
anestesien el dolor de no saber para qué vive. Las nuevas tecnologías están 
anestesiando ese dolor. Están prometiendo el exilio dorado en un mundo 
virtual, están conectando masivamente e incomunicando existencialmente. 
Esas tecnologías no son los nuevos demonios del sufrimiento humano, no 
producen sus efectos porque sean nocivas en sí. No son el «eje del mal», como 
podría definirlas una mente fanática, elemental y peligrosa (ya sabemos el daño 
que hacen esas mentes, sobre todo cuando están en el cuerpo de alguien con 
poder). Lo que es dañino es el uso intencionadamente perverso que se está 
haciendo de las nuevas tecnologías. Están puestas al servicio de intereses 
económicos inmorales, inescrupulosos y criminales, que cuentan con usinas de 
investigación, diseño, elaboración, marketing, publicidad y venta, integradas 
por gente que sabe lo que está haciendo y por ilusos manipulados que se creen 
parte de una «vanguardia» que está creando el «mundo del futuro», un mundo 
a prueba de incertidumbres, un mundo controlable, anticipable y feliz, un 
mundo en el que todo será posible usando dos dedos. Todo, incluso la 
inmortalidad. Como decía Albert Einstein, «el problema no está en la 
tecnología, sino en el corazón del ser humano». 
La tecnología nació, en la historia, como una expresión humanística: tenía 
al ser humano como fin. Progresar en esa dirección era deseable, era moral. En 
la primera década del siglo veintiuno, cada día más, el ser humano es objeto de 
la tecnología y de sus manipuladores. Él ya no es un fin sino un medio. El 
progreso, cada día más, se convierte en un fin en sí mismo. Amo la etimología 
de las palabras, acceder a su sentido. Progreso proviene del latín progressus. 
Significa marchar hacia delante. ¿Marchar hacia delante es siempre un valor? 
¿Aun si adelante me espera un león con las fauces abiertas? ¿Aun si adelante 
hay un abismo? La palabra progreso, bastardeada maliciosamente, se ha 
convertido en el bisturí con el que se nos practica una lobotomía que elimina de 
nuestros cerebros la noción de sentido, de valor, de ética, de comunicación. 
Progreso tecnológico no significa progreso moral. Progresar no es vivir mejor, 
no es darle un sentido a la existencia. Progresar es, en principio, nada más que 
ir hacia adelante. Cebados, cegados, angustiados por la sensación de vacío 
existencial, estamos corriendo hacia los cantos de sirena del «progresismo» 
tecnológico que nos convierte en objetos. 
La compañía Dell, corporación multinacional, es una de las empresas 
líderes en el mundo de las nuevas tecnologías. Dedica sólo el 1% de sus 
9 
 
ingresos a la investigación y obtiene márgenes de 18%2. Como ocurre con tantos 
líderes y creadores de hábitos de consumo en el campo de las nuevas 
tecnologías, el acento de Dell está puesto en la rentabilidad, no en el 
mejoramiento de la vida (este argumento será apenas un vacío argumento de 
marketing). Google, otro icono del mundo virtual que se vanagloria de 
desarrollar nuevas tecnologías en Internet, no lo hace con el ojo puesto en las 
personas como fin sino como medio (Google, hay que recordarlo, no vaciló en 
convertirse en cómplice del gobierno chino a la hora de censurar y espiar a los 
usuarios). Invierte el 12% de sus ingresos en investigación y desarrollo (es un 
poco más generosa, aparentemente, que Dell u otras grandes), pero el 99% de 
sus ventas corresponde a anuncios publicitarios3. ¿Cuál es el propósito de 
Google, entonces, el desarrollo tecnológico, la información, o la venta pura y 
dura? ¿Quién sirve a quién? ¿Google a sus usuarios o éstos a Google? La 
pregunta es extensible a todas las corporaciones tecnológicas. 
Las nuevas tecnologías no están gestionadas por humanistas, por personas 
que hacen lo suyo en términos de comunidad, por una avanzada de 
comunicadores que promueven eso, la comunicación humana. Las nuevas 
tecnologías emanan y son mayoritariamente manipuladas por los mercaderes 
del siglo veintiuno, mercaderes peligrosos, inescrupulosos, alejados de toda 
noción de alteridad, de solidaridad humana. Son seductores, no tienen ética 
(aunque la invoquen en sus anuncios o en sus declaraciones de visión y misión), 
cuentan como cortesanos y divulgadores con intelectuales que se han dejado 
abducir blandamente y, por fin, necesitan consumo masivo a cualquier costo, 
aunque el costo sea la calidad de la vida espiritual, emocional y afectiva de la 
sociedad. Necesitan que las personas estén solas e incomunicadas, angustiadas 
e infelices. Las necesitan así para prometerles el falso maná de la 
«comunicación». No hay tal maná: hay, por ahora, sólo conexión, juguetes 
tecnológicos, aparatología, falsas ilusiones de «pertenecer» a comunidades 
virtuales. Conexión virtual, incomunicación real. 
CONECTADOS AL VACÍO 
He procurado que el título de este libro defina con la mayor claridad 
 
2 Dato citado por Gabriel Foglia, decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la 
Universidad de Palermo, Buenos Aires, en su columna «Google, ¿empresa de tecnología o 
agencia de publicidad?» del diario La Gaceta del Cielo, Buenos Aires, 7 de agosto de 2008. 
3 Ibídem. 
10 
 
posible el escenario que observo, hoy y aquí, en las relaciones interpersonales, 
en los vínculos humanos. Veo legiones de personas tristes, insatisfechas, 
angustiadas, veo un creciente malestar espiritual que corre parejo con un 
consumismo progresivo e ilimitado. Veo personas que se alejan de otras 
personas y se sumergen en fantasías virtuales en las que creen estar 
comunicados, creen estar llenos de amigos (amigos de los que no conocen nada 
más que el nickname, el password, la dirección de correo electrónico y lo que el 
otro les miente a cambio de mantener esa relación fantasmagórica). Veo 
personas que van perdiendo las habilidades para comunicarse con el semejante, 
el prójimo (recordemos que prójimo significa, sencillamente, próximo) y las 
pierden a tal punto que el otro acaba por generarles miedo, por ser sospechoso, 
por convertirse en obstáculo. Veo cómo nos convertimos en una sociedad (no 
una comunidad) de siluetas en sombras, apenas alumbradas por la luz de una 
pantalla (la pantalla de un celular, de una computadora, de un video juego, de 
un artefacto cualquiera). Son las siluetas de millones de seres conectados al vacío. 
Esa conexión no es gratuita. No lo es aunque nos ofrezcan navegación 
libre, 200 mensajes gratis, minutos sin límite, conexiones instantáneas y 3, 4 o 20 
megas por un irrisorio precio-anzuelo. Tiene costos altos y reales, no virtuales. 
Se paga con la destrucción de la trama de vínculos humanos, se paga con 
ausentismo del mundo real, se paga con la propagación epidémica del egoísmo, 
con la pérdida de la empatía, se paga con enfermedades psíquicas y síndromes 
psicológicos, se paga con la ausencia de experiencias verdaderas en la vida 
verdadera, se paga con la pérdida de destrezas naturales en el ser humano para 
conectarse con el entorno y con el mundo, se paga con una vida plana, insípida, 
insignificante que apenas supera los niveles vegetativos, se paga con una 
profunda y devastadora soledad, con una angustia a veces insostenible y 
siempre inconsolable. 
A lo largo del libro me detendré en la exploración de cada uno de estos 
paisajes que observo. Exploraré las consecuencias que la conexión al vacío 
produce en la salud física y mental, en la trama de nuestros vínculos, en la 
anulación de proyectos existenciales, en la erosión de lo ético y de lo moral. 
Cada capítulo ha sido escrito a un alto costo emocional. Vivo en el mundo 
que describo, soy parte de él. Como habitante de mi tiempo, lo que me es 
contemporáneo me afecta y me compromete. Me duele. Me desalienta. ¿Qué es 
necesario para despertar? ¿A qué grado de adormecimiento existencial se puede 
llegar? ¿Qué hace que personasque parecen cultas, instruidas, razonables se 
entreguen con semejante docilidad a una condición de zombis y, a menudo, 
entreguen mansamente a sus propios hijos a esos hábiles secuestradores? ¿Qué 
monto de soledad individual y colectiva, de incomunicación íntima y social es 
11 
 
necesario para que se geste una masa crítica impulsora de una reacción? No 
tengo la respuesta, pero me he propuesto, a través de mis herramientas (la 
escritura, la investigación, el trabajo en el campo de los vínculos humanos), 
insistir una y otra vez, de cuanto modo sea posible, con las preguntas. No tengo 
las respuestas totales sobre el origen. No sé, lo confieso, responder plenamente 
a la pregunta ¿por qué ocurre esto? Pero creo que ocurre para que, al contactar 
finalmente con el vacío más profundo, nuestra conciencia despierte y 
empecemos a avanzar en la dirección de una vida que merezca llamarse así. Y, 
desde esa perspectiva, propongo aquí algunas repuestas a la pregunta ¿cómo se 
sale de aquí, cómo podemos comunicarnos? Y esas propuestas están también en el 
libro. 
¿Queremos vivir conectados al vacío? ¿Para eso se vive? Éstas son preguntas 
que nos formula la propia vida. ¿Qué vamos a responderle? ¿Cómo vamos a 
hacerlo, si las respuestas a las preguntas de la vida no pueden ser discursos sino 
actitudes? Nadie puede responder por cada uno de nosotros. Como decía con 
su profunda sabiduría Víctor Frankl, la responsabilidad nunca es colectiva, es 
siempre individual. Cada uno debe hacerse cargo de responderle a la vida por 
su propia vida. Las preguntas están planteadas y pueden ocultarse, pero no 
borrarse. Nos acompañarán hasta recibir una respuesta. 
Este libro completa una serie de interrogantes existenciales que se me 
presentan desde hace mucho, pero que adquirieron prioridad y mayor 
contundencia a partir de Elogio de la responsabilidad4, y continuaron y se 
profundizaron en La masculinidad tóxica5 y La sociedad de hijos huérfanos6. Como 
rayos de una rueda, siento que cada uno de esos libros convergió en un mismo 
centro. Un centro conformado por estas cuestiones. ¿Qué vida queremos vivir? 
¿Qué sentido vamos a darle? ¿Cómo vamos a responder en la búsqueda de ese 
sentido? 
Conectados al vacío es el nuevo rayo de esa rueda. Gracias por cada lectura, 
gracias por cada respuesta. 
 
 
 
 
 
 
 
4 Sergio Sinay, Elogio de la responsabilidad, Editorial del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2005. 
5 Sergio Sinay, La masculinidad tóxica, Ediciones B, Buenos Aires, 2006. 
6 Sergio Sinay, La sociedad de los hijos huérfanos, Ediciones B, Buenos Aires, 2007. 
12 
 
1 
Vidas de seis palabras 
Una frase clásica de John Lennon dice: La vida es eso que pasa mientras estás 
distraído con otras cosas». ¿Qué tiene que ver eso con uno de los sitios de Internet 
más exitosos de los últimos tiempos, la revista electrónica Smith1, cuyo lema 
reza: ¿Todos tienen una historia? Ya veremos. La revista, dirigida por Larry 
Smith, propone a sus lectores y visitantes contar su vida en seis palabras. Una 
mini-biografía. Otra opción que les sugiere es la de narrar algo importante en 
cien palabras. Un parágrafo como el que va desde el comienzo de este párrafo 
hasta aquí, letras más, letras menos. 
Le llueven a Smith las memorias súper breves. Tanto que, en 2007, el editor 
decidió recogerlas en un libro (esta vez de papel y tinta) y ese tomo, titulado 
Six-words Memory Book, encabezó durante meses la lista de los más vendidos de 
The New York Times. Es un fenómeno típico de estos tiempos en los que, valga la 
redundancia, parece no haber tiempo. No lo hay para leer, ni para escribir. 
Quizá, tampoco para vivir. Asombra cómo miles y miles de personas pueden 
reducir su vida a seis palabras. Nada menos que una vida, este misterioso 
fenómeno que nos es dado a cada uno por única vez para que exploremos su 
misterio, su sentido, y para que, como seres singulares, irremplazables e 
inéditos, le demos a esa vida un propósito. Todo eso en seis palabras. 
¿Cómo se puede? Quizás la respuesta dependa menos del talento literario 
o de la capacidad de síntesis que de la vida vivida. En todo caso, lo notable es la 
aceptación masiva de la propuesta y su éxito explosivo. Como si miles y miles 
de personas hubiesen estado esperando la oportunidad de confesar de un modo 
breve y veloz la vacuidad de su existencia. «Reparo retretes, me pagan una 
 
1 www.smithmag.net 
13 
 
mierda», reza una de las autobiografías publicadas. «Nacimiento, infancia, 
adolescencia, adolescencia, adolescencia, adolescencia», es otra confesión. Una tercera 
dice: «Despertarme, levantarme, volver a acostarme, dormir». Así, hay decenas de 
centenares. Pero acaso ninguna sea tan paradigmática como ésta: «Nacido en 
California. Después, nada pasó». Una contundente definición del vacío existencial. 
Posiblemente, la síntesis más acabada de dicho vacío no esté en ninguna 
de las historias, sino en el hecho de que ellas se exhiban en Internet. Están en 
esa combinación de lo más asombroso de la tecnología de la comunicación con 
el más pobre contenido existencial. Así una herramienta informativa y 
comunicativa que se ha desarrollado hasta gobernar la vida de las personas se 
convierte en el escenario en el que se cuenta la pobreza promedio de esas 
existencias. La Humanidad nunca ha estado tan (de)pendiente de la tecnología 
de conexión, información y (supuesta) comunicación como lo está hoy, y podría 
ser que, paradójicamente, jamás como en este tiempo las relaciones entre las 
personas, los propósitos trascendentes, las experiencias existenciales 
significativas se hayan mostrado tan pobres. En ningún momento precedente, la 
esperanza de vida en términos cronológicos había sido tan alta. Y pocas veces, 
en materia de proyección espiritual y de construcción de sentido, el vacío había 
alcanzado dimensiones tan abismales. 
NO ES LO QUE VIVES, ES LO QUE TIENES 
La Humanidad ha transitado antes otras Edades Oscuras (para decirlo con 
reminiscencias del Tolkien de El señor de los anillos), algunas muy sombrías, 
como el tiempo en que se conjugaron nazismo, fascismo y stalinismo, por 
ejemplo, pero no se había vivido bajo la promesa de la inmortalidad, del 
progreso sin fin, de la felicidad a la carta, del fin de la incertidumbre, de la 
posibilidad de derrotar los límites, de someter a la Naturaleza, de pulverizar los 
misterios existenciales. Y son estas falsas promesas, estas verdaderas estafas 
efectuadas fuera de regímenes totalitarios, las que hacen más notorio el 
contraste y más angustiosa la sensación de sinsentido. 
No es lo mismo sufrir por la soledad y la incomunicación cuando no 
existen medios físicos y tecnológicos para contactarse con otros, que padecer 
por aquello en un mundo en el que la tecnología nos proporciona conexión 
instantánea, masiva e ilimitada, pero es incapaz de comunicarnos en el sentido 
más trascendente de la palabra. La mayoría de los memoristas de la revista 
Smith pertenecen a generaciones recientes, nacidas sobre todo en el último 
14 
 
cuarto del siglo veinte. Son generaciones que se burlan de sus antecesoras 
porque éstas vivían sin teléfonos celulares, sin computadoras, sin iPods y MP3 o 
MP4, sin Bluetooth, sin Internet. No conciben cómo, hace apenas algo más de 
una década, se podía estar en la vida sin messenger y no imaginan qué se puede 
hacer con los pulgares cuando estos no están transmitiendo un mensaje de 
texto. Creen que, salvo en la Edad de Piedra, las operaciones matemáticas se 
hicieron siempre con calculadoras y que son éstas, y no la mente, las que tienen 
el secreto de cuánto es dos más dos. 
Esas generaciones acuden al escenario estelar de las conexiones y allí 
cuentan su verdad: «Nacido en California (o en Buenos Aires, o en Barcelona, o en 
Berlín, o en México, o en Sydney o en algún lugar de este pequeño mundo). Después no 
pasó nada». Es cierto que el desarrollo de las herramientas de conexiónabolió la 
intimidad y cercó a la privacidad (eso será tema de un capítulo posterior de este 
libro). Pero, en este caso, debe reconocérseles que, debido a eso, el tipo de vida 
que se vive en esta sociedad no es un secreto. Es una confesión multiplicada y 
universal, basta un clic del mouse para acceder a ella: No pasa nada. En un mundo 
lleno de conexiones, la vida está vacía. 
Ahora la clásica frase Lennon cobra una nueva luz y puede formularse así: 
«La vida es eso de lo que te ausentas mientras estás conectado». Mientras, tus ojos se 
desgastan la mayor parte del tiempo anclados a una pantalla y a las 
instrucciones que ésta emite («haga clic», «¿de veras quiere borrarlo?», «para 
conectarse, oprima...», «¿quiere incorporar un nuevo contacto?», etc.). Mientras, 
tus ojos dejan de ver el horizonte real que te rodea, los espacios, los colores, los 
rostros, los cuerpos, las formas, los volúmenes. Mientras, tus oídos se cierran 
ante los sonidos de la vida (voces, cantos, arrullos, corrientes, viento, lluvia, 
músicas lejanas) y van perdiendo capacidad carcomidos por los decibeles de los 
auriculares a los que cada vez debes subirle más el volumen porque tus 
tímpanos están destruidos. Mientras, se te hace extraña la textura o la 
temperatura de otra piel, mientras temes a la persona de carne y hueso que se te 
acerca, mientras polarizas los vidrios de tu auto y te encierras en barrios 
privados y edificios inteligentes para no ser visto y para no ver. 
Cuando, a partir del siglo XVI, la tecnología y la ciencia tal como las 
conocemos iniciaron su historia, con el racionalismo, el iluminismo y el 
positivismo como cimientos de la modernidad y con nombres como los de 
Descartes, Newton, Locke, Bacon y tantos más, había una atmósfera de 
optimismo: la Naturaleza sería domada y replicada, no habría límites para el 
desarrollo, todo sería explicable, desaparecerían los misterios de nuestras vidas 
y la razón nos convertiría en dioses del universo. La ciencia y la técnica estarían 
al servicio de vidas más largas, mejores, felices. Vidas ricas, seguramente, que 
15 
 
nadie podría contar en seis palabras. 
Había, pues, un propósito en el desarrollo, había un motivo para festejar el 
advenimiento de esa era. Hace cinco siglos que viajamos en el tren del progreso 
ininterrumpido. ¿Cómo va nuestra marcha? El filósofo francés Luc Ferry (que 
fuera Ministro de Educación en el gobierno de Jacques Chirac) lo describe así: 
«Cada año, cada mes, prácticamente cada día cambian nuestros celulares, 
nuestras computadoras y nuestros coches. Evolucionan. Sus funciones se 
multiplican, las pantallas se agrandan y se llenan de color, las conexiones a 
Internet son mejores y más rápidas, los dispositivos de seguridad se vuelven 
más avanzados. Esta evolución proviene directamente de la lógica de la 
competencia y se ha vuelto tan inevitable que no seguirla constituiría un 
suicidio para cualquier marca. Adaptarse es un imperativo que ninguna de ellas 
puede ignorar, le guste o no. No se trata de una cuestión de gusto, algo que se 
pueda elegir, sino de un imperativo absoluto, una necesidad indiscutible si lo 
que se pretende es simplemente sobrevivir»2. 
La locomotora del tren en el que viajamos, ese tren llamado progreso y 
evolución ilimitados, parece haberse disparado, ya no viaja hacia un destino y, 
si en un principio lo tenía, eso no es ahora lo importante. Ahora el objetivo es no 
detenerse. «Ese progreso, mecánicamente inducido en aras de la lucha por la 
supervivencia, no tiene ya necesidad de estar encuadrado en el seno de un 
proyecto más amplio, integrado en un plan general», advierte Ferry. Y aunque 
en estos párrafos específicos él habla de los productores de tecnología, sus 
palabras valen para los consumidores. También para ellos estar al día con la 
aparatología de conexión (y con toda lo restante) es requisito ineludible para 
sobrevivir, para pertenecer (no importa a qué ni con quiénes). Luis Enrique 
Alonso, catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid, lo 
explica con claridad: «Siempre tienes que estar al día. Si no, es muy posible que 
la gente te deje de lado, te deje afuera de sus conversaciones»3. Ya las personas 
no valen por sí mismas, por lo que son, sino por lo que tienen, por su 
«actualización tecnológica». 
EL PRECIO MÁS ALTO 
Esto tiene un costo, además del económico que lleva a mantener las 
 
2 Luc Ferry, Familia y amor, Taurus, Buenos Aires, 2008. 
3 En El País, Madrid, 24 de marzo de 2008. 
16 
 
tarjetas de crédito al límite y a los bancos y cadenas de negocios de 
electrodomésticos felices por el lucro obsceno de las financiaciones. El costo más 
grave es en salud, física y mental. La tecnoadicción ya empieza a ser un vocablo 
de uso común en el ámbito de las patologías psíquicas y sociales. Los adictos a 
las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), que personalmente 
prefiero llamar Tecnologías de la Información y la Conexión, presentan los mismos 
síntomas y características que otros adictos (a drogas, alcohol, trabajo, sexo, 
comida, juego y demás). Parten de un vacío interior, se ilusionan con la idea de 
que ese vacío puede ser llenado desde afuera por algo o alguien (objetos, 
sustancias, personas, actividades) que contienen aquello que a ellos les falta. 
Como esto no es así, la calma que produce el consumo resulta siempre 
provisoria y cada vez más fugaz, lo cual lleva a aumentar las dosis en procura 
del mismo efecto, pero la porción crece, la satisfacción decrece y el vacío se hace 
más hondo. 
Como con cualquier otra adicción, también aquí el adicto va alterando sus 
conductas. Dedica cada vez más tiempo al objeto de su apego (más tiempo en 
Internet, más tiempo con sus nuevos artefactos, más tiempo buscando dónde y 
cómo adquirirlos, más tiempo dedicado a perfeccionarse en su uso) y se 
empieza a aislar de sus vínculos reales. Pueden iniciarse las perturbaciones 
económicas, por ejemplo, endeudarse para acceder a los nuevos juguetes 
tecnológicos, que se vuelven obsoletos cada vez en menor tiempo y que, cuando 
son presentados en sociedad, tienen precios exorbitantes. Se alteran sus ciclos 
de sueño y descanso, también los de recreación y alimentación, aparecen 
problemas de salud y de conducta, se multiplica, por ejemplo, el número de 
padres que no tienen tiempo para compartir con sus hijos porque están en el 
chat, en el correo electrónico, en la instalación o desinstalación de un nuevo 
artefacto, o adheridos tiempo completo al celular. Esto se acompasa con los 
hijos que se aíslan de padres y hermanos (aunque estén todos bajo el mismo 
techo) por iguales motivos. Las personas dejan de tener tiempo para sus amigos 
y, por lo tanto, dejan de tener amigos. Buscar pareja («legal» o 
extramatrimonial) en el chat para relaciones que difícilmente trascienden lo 
virtual es una actividad que remplaza al encuentro con un otro u otra reales. La 
soledad, en el planeta de las conexiones masivas e instantáneas, se extiende 
como una mancha oscura y pegajosa. Una soledad larvada, emboscada en el 
disfraz de la «comunicación», una soledad que no osa decir su nombre. 
Este panorama es delicioso para quienes producen y venden Tecnología 
de Información y Conexión. Este paisaje humano de vínculos devastados, de 
angustia existencial y de soledad endémica es un bocado especial para ellos y 
para sus publicistas inescrupulosos y sus mercadotecnócratas (vulgarmente 
17 
 
«especialistas en marketing») carentes de ética. A mayor soledad, a mayor 
incomunicación real, mayor mercado, mayores ganancias. Simple y letal. 
El español José Luis Melero, alto ejecutivo de la investigadora de mercado 
Research Internacional (una corporación global), señala cuál es el consejo que 
esa empresa da a las compañías que atiende: «Hagan la vida más fácil a la 
gente»4. Esto significa crear aparatos de manejo cada vez más sencillo, que 
cualquiera pueda entender y operar para que el consumo se facilite.Eso que los 
mercadócratas llaman tecnología «amigable». El consejo apunta a «facilitar» la 
vida, no a enriquecerla, no a darle contenido y volumen. Cuando estos 
individuos hablan, la palabra «facilidad» evoca términos como superficialidad, 
intrascendencia, vaciedad. «Háganle la vida más fácil a la gente para que no 
pierda tiempo y pueda seguir consumiendo sin pausas ni distracciones», sería la 
frase completa. 
Las vidas mejoran cuando las personas se comunican, cuando se preñan 
de propósitos, cuando trascienden más allá de sí mismas, cuando hay 
encuentros, cuando los seres humanos hacen cosas, por pequeñas que sean, que 
les permiten dejar al mundo un poco mejor de cómo lo encontraron (tal como 
proponía el político y filósofo estadounidense Thomas Jefferson). Nada de eso 
es atractivo para los desenfrenados conductores del tren del progreso 
tecnológico, para los alentadores del consumo por el consumo. Ellos necesitan 
mercados y los mercados que necesitan se nutren, por sobre todas las cosas, de 
la soledad global. Necesitan que, prisioneros de esa soledad, desesperemos por 
huir de ella y que lo hagamos a través de las conexiones que nos ofrecen. 
Conexiones ilusorias, apenas formales que, en definitiva, nos dejan conectados 
al vacío. 
LAS CARAS DE LA SOLEDAD 
A propósito de la soledad, conviene recordar que este concepto tiene 
variadas y ricas acepciones, de las que me ocupé en otro libro mío5. Hay una 
soledad rechazada, que es aquella que nos deja de frente ante las propias voces 
interiores que no queremos oír, como las de la culpa, la exigencia, el auto 
desprecio. Es la soledad en la cual quedamos ante nuestros aspectos 
impugnados. Hay una soledad inevitable, como la que sobreviene a algunas 
 
4 En El País, Madrid, 24 de abril de 2008. 
5 Sergio Sinay, Vivir de a dos, Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2003. Publicado también en 
España con el título de El arte de vivir en pareja, RBA, Barcelona, 2005. 
18 
 
pérdidas afectivas o a crisis existenciales que modifican sustancialmente la vida 
que llevábamos. Hay, también, una soledad elegida y fértil, en la cual 
atravesamos procesos de integración y armonización de sentimientos, 
pensamientos y sensaciones. Es un estado en el cual se registran intuiciones y 
percepciones que nos permiten elegir rumbos y proyectos. Se trata de una 
soledad que, periódicamente, es necesaria para repasar nuestra hoja de ruta en 
la vida, para actualizar la concordancia entre la brújula y la dirección de nuestra 
marcha, para percibir a qué distancia estamos de nuestro ser auténtico, nuestro 
Sí Mismo, como lo llamaba Carl Jung, el hombre que ligó la psicología con los 
sueños, los símbolos y los mitos, y el que comprendió como nadie la riqueza del 
inconsciente. 
La soledad global nada tiene que ver con esta última mirada. Por el 
contrario, la Tecnología de Información y Conexión nos aleja de la posibilidad 
de encontrarnos con nosotros mismos en un ámbito de intimidad fértil. Nos 
aturde con ruidos e imágenes, nos condena a la ansiedad mientras corremos 
detrás del último juguete tecnológico, ese que se convertirá penosamente en 
penúltimo apenas logremos poseerlo. Y nos incita a reanudar la carrera para no 
quedar afuera (aunque no sepamos de qué), con la amenaza de que quedar 
afuera significa el aislamiento, la inexistencia. 
La paradoja es cruel. Lo que de verdad nos deja solos es esta carrera 
desesperada por pertenecer, esta búsqueda patológica de lo novedoso, este 
endiosamiento de una parafernalia tecnológica que no tiene propósito más allá 
de su propia reproducción y que carece de sentido más allá del lucro. Los 
objetos tecnológicos, que deberían ser herramientas al servicio de enriquecer 
(no «facilitar», sino enriquecer) la vida de los sujetos, los manipulan, los 
inmovilizan en lo emocional, intelectual y espiritual hasta reducirlos a la 
pasividad. Ya no somos sujetos en nuestra relación con la tecnología. Los 
productores y vendedores de tecnología han logrado convertirnos en objetos. 
Somos sus medios. Hipnotizados por la ilusión de conexiones inmediatas y 
múltiples, crédulos y convencidos de que estamos «comunicados» todo el 
tiempo («comunicados» con pantallas, en lugar de con personas, con 
semejantes), somos confinados a la peor de las soledades: la soledad colectiva. 
Nos convertimos en parte esencial de aquello que el sociólogo estadounidense 
Wright Mills llamó hacia fines de los años cuarenta, de una vez y para siempre, 
la muchedumbre solitaria. Una muchedumbre que puede contar su vida en seis 
palabras. Y desaparecer sin haber dejado huella. 
Erich Fromm, uno de los grandes humanistas del siglo veinte, describe así 
al hombre contemporáneo, elemento base de la soledad global: «Es pasivo 
durante la mayor parte de su tiempo. Es el eterno consumidor (...), todo lo 
19 
 
consume, todo lo traga. El mundo es para él un enorme objeto para satisfacer 
sus apetitos. Una botella grande, una manzana grande, una teta grande... El 
hombre ha llegado a ser el gran lactante, siempre a la espera de algo y siempre 
decepcionado»6. El teólogo y filósofo alemán Rainer Funk, que fuera asistente 
de Fromm, sostiene en esa misma dirección: «En la Posmodernidad, la 
percepción de la realidad es sustituida por otra que la entiende como realidad 
fabricada, creada, producida. Paralelamente, la pretensión de medir esta 
realidad producida con la realidad dada se descuida cada vez más, o incluso se 
elude o ignora a propósito». 
Es más vendedora la realidad virtual (representada en consolas, paneles y 
pantallas) que la realidad real. Requiere menos esfuerzo, menos desarrollo de 
capacidades, menos búsqueda. Ofrece menos riesgo, promete que no existirá la 
desilusión, que no mediará tiempo ni distancia entre el deseo y su realización. 
Niega la frustración. Nos da certezas (no sufrirás, no envejecerás, vibrarás, 
sentirás, gozarás, no morirás) que no pueden ser sostenidas, pero que son 
rápidamente remplazadas por nuevas versiones de sí mismas en las que, 
nuevamente, volvemos a creer. Nos distrae de la vida mientras la vida pasa. 
LA INGENUIDAD DE LOS DINOSAURIOS 
No ignoro que quien despliega esta mirada sobre el mundo 
contemporáneo corre el riesgo de ser encasillado en más de una categoría. 
Obsoleto. Anacrónico. Reaccionario. Antiguo. Incluso alguien puede incluirlo 
en la secta de los Amish, aquella que se niega al uso de la electricidad, los 
combustibles, los medios de comunicación y los adelantos médicos. Quien 
plantea estas cuestiones puede ser llamado, sencillamente, dinosaurio. Inútil 
explicar a los fundamentalistas del progreso por el progreso que todo avance 
humano merece ser celebrado e incorporado a nuestras vidas y a nuestros 
vínculos no porque sea avance, sino porque es humano. Es decir, porque nos 
ayuda en la construcción de una vida con sentido, porque les da contenido y 
profundidad a nuestros vínculos, porque estimula nuestra empatía y la 
solidaridad, porque nos pone en comunicación real como seres diversos que se 
aceptan e integran en su diversidad, porque ayuda a que nos conozcamos 
realmente (no ideal ni virtualmente), porque hace más auténticas nuestras vidas 
y nuestro contacto con el mundo real en el que vivimos, porque enriquece 
 
6 Erich Fromm, El humanismo como utopía real, Paidós, Barcelona, 2006. 
20 
 
nuestras experiencias de vida y porque está al servicio de todo eso en lugar de 
ponernos a nosotros al servicio del progreso. 
Un martillo es una herramienta. Cuando con él construyo una mesa, es 
útil, está a mi servicio. Cuando con él rompo tu mesa, es dañino, me aleja, te 
aleja. Y aun en su utilidad, no se me ocurriría coleccionar martillos porque sí o 
cambiar el que tengo sólo porque acaban de ofrecerme uno de mango de caucho 
ergonométrico. Ni dejaría de ver a mis seres queridos, de leer mis libros 
favoritos, de mirar el atardecer, de nutrirme con una charla pausada, de 
caminar por losescenarios cercanos, de interesarme por mis semejantes (esos 
seres tan interesantes, valga la redundancia), sólo para dedicar mi tiempo a 
comprar nuevos martillos y a golpear con ellos lo que sea, resulte necesario o 
no. En todo este párrafo, la palabra «martillo» puede ser remplazada por 
cualquier emergente de la Tecnología de Información y Conexión. 
Y si aún entonces persisten los calificativos de obsoleto, arcaico, 
anacrónico, dinosaurio y demás, cabe recordar una frase de Charles Bukowski, 
un narrador y poeta que no tenía como propósito decirle a la gente lo que ésta 
quería oír. En sus memorias, publicadas poco después de su muerte, escribía 
Bukowski: «¿Quién inventó las escaleras mecánicas? Escalones que se mueven. 
La gente sube y baja por escaleras mecánicas o en ascensores, conduce coches, 
tiene garajes con puertas que se abren tocando un botón. Luego van al gimnasio 
a quitarse la grasa. Dentro de cuatro mil años no tendremos piernas, nos 
menearemos hacia adelante o quizás simplemente rodemos como rastrojos que 
lleva el viento. Cada especie se destruye a sí misma»7. Con lo cual descubrimos 
quiénes son de verdad los dinosaurios. Estos animales devoraban la vegetación, 
además de hacerlo con otras especies. Es decir, acabaron por ser disfuncionales 
para la supervivencia y la armonía del planeta. Más allá de las teorías acerca del 
meteorito que los exterminó, se puede decir que, a su manera, se suicidaron. No 
deberíamos confundir dinosaurio con antiguo, sino con no sustentable. Una 
vida sin sentido, sin propósitos trascendentes, sin empatía, sin alteridad, una 
vida dedicada a satisfacer sólo las necesidades vegetativas y a hacerlo de una 
manera voraz y depredadora, una vida aislada del propio medio, una vida 
fogoneada con deseos artificiales que se satisfacen a altísimos costos materiales 
y espirituales, acaba por ser no sustentable. 
Esta es la paradoja cruel de la tecnología que, invocando el mejoramiento 
de la vida, acaba facilitando las posibilidades de aislamiento, de 
intrascendencia, de superficialidad y de destrucción del entorno. Esa tecnología 
no se creó a sí misma y, aunque parezca que los sujetos son manejados por el 
 
7 Charles Bukowski, El capitán salió a almorzar y los marineros tomaron el barco, Anagrama, 
Barcelona, 1998. 
21 
 
objeto, siguen siendo los sujetos (las personas) quienes eligen tener esa relación 
con los objetos (la tecnología). Son, somos, responsables. Desconectados de todo 
sentido existencial, quedamos conectados al vacío. De esa desconexión trágica 
se nutre, cada día, la industria de la Tecnología de Información y Conexión. 
En este contexto se comprende que una vida se pueda contar en seis 
palabras. No hay sustancia para más. El presente modelo social y cultural 
propone vivir vidas de seis palabras, de consumo rápido y fácil, vidas sin 
experiencias ni esfuerzos, sin propósito ni sentido, sin sufrimiento ni pasión. 
Vidas express. Vidas por delivery. Vidas que lleguen hechas, en las que no haya 
que correr el riesgo de construir, de existir. 
Sostenía Jung que el encuentro con el Sí Mismo significa el encuentro con 
lo que ya somos, con lo que es nuestra esencia, con aquello que nos constituye. 
Eso significa el registro de todos nuestros aspectos, los que nos resultan 
aceptables y los que no. Y significa, también, la integración de esos aspectos 
hasta construir (o reconstruir) la totalidad que cada uno de nosotros es. 
Totalidad, que a su vez es apenas parte de un todo mayor que nos contiene. Ese 
proceso de búsqueda del Sí Mismo, esa tarea de ser finalmente aquello que 
somos (en la semilla está el árbol se suele decir), es, para Jung, lo que le da 
sentido a la vida, lo que permite llegar a un punto de trascendencia en el cual 
comprendemos que la vida forma parte de un misterio que, seguramente, 
nunca se revelará. Sin embargo, no es en la revelación en donde radica la 
cuestión, sino en el proceso, en la búsqueda. Finalmente, siempre quedará la 
sensación profunda de que ese proceso es parte de algo cuyo nombre o cuya 
forma nunca conoceremos. Pero al vivir de un modo conciente tal experiencia, y 
al responsabilizarnos de explorarla, nuestra vida abarca mucho más que seis 
palabras. En realidad, no alcanzan las palabras para narrarla, vamos más allá de 
ellas. 
Mientras nos quedamos con las seis palabras, somos egos, no más que eso. 
El ego es la identidad que nos construimos para ser aceptados, para ser 
mirados. Es lo que creemos que somos y lo que deseamos que crean que somos. 
Una personalidad unidimensional, sin matices, ni volúmenes, sin pliegues ni 
misterios. El ego es aquello que me permite describirme ante los demás con 
pocas palabras, es la promesa hacia los otros de que seré como ellos esperan a 
cambio de que me miren y me acepten. Quizás no les guste, pero es lo único 
que tengo, es lo único que sé (que quiero saber) de mí, de manera que me 
afirmaré en ello como sea. Si no soy mi ego, no soy nada. 
Más allá de las seis palabras empieza el Sí Mismo, mi ser esencial, el que 
contiene mis atributos luminosos y también mis miserias, mis bajezas, mis 
debilidades, mis imposibilidades, mis miedos, mi egoísmo. No hay ser humano 
22 
 
sin estos aspectos. Reconocerlos no significa eliminarlos, sino sabernos, 
comprendernos y admitirnos humanos, conocer con qué vamos a vivir nuestras 
vidas. Sólo conociendo mi sombra puedo echar luz sobre ella. Negarla es 
oscurecer mi ser hasta perder contacto con él. No hay luz sin sombra. La 
sombra, lo saben los artistas plásticos, da relieve y profundidad, da volumen. 
Pero entrar en nuestra propia sombra para conocernos íntegros conlleva 
riesgos, dolor, incertidumbre, esfuerzo. Es así como se crece. Es así como 
vivimos vidas conscientes. 
La Tecnología de Información y Conexión, como tantas otras que inundan 
nuestra vida cotidiana, le hablan a nuestro ego, lo necesitan en primer plano, se 
nutren de él como un vampiro lo hace de la sangre de su víctima. Nos necesitan 
insatisfechos para prometernos la satisfacción (que será cara y durará unos 
segundos, para dar lugar a la nueva insatisfacción). Nos necesitan angustiados 
para prometernos la anestesia de un placebo, que tanto puede ser un fármaco, 
como una actividad, un aparato electrónico o cibernético, un bien material o 
cualquier otra ilusión. Nos necesitan desvinculados, para rellenar con algún 
efecto el vacío de nuestros corazones. Nos necesitan desnutridos de 
espiritualidad, para que no haya resistencia ante la manipulación de la 
materialidad. Necesitan nuestro silencio sumiso. ¿Y qué silencio es mayor y más 
rotundo que aquel que sigue a las pobres seis palabras con que se cuenta una 
vida no vivida? Transcurrir las horas y los días fuera de las experiencias reales, 
conectados a pantallas (de televisión, de computadoras, de reproductores 
portátiles de discos de video, de celulares, de iPhones, etc.), «anestesia la 
sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma», como advierte Ernesto 
Sabato en su poderoso alegato La Resistencia8. 
Desconectarnos del vacío para comunicarnos con nuestras necesidades 
profundas, con nuestras preguntas orientadoras y, desde allí, con el otro, con el 
prójimo, con el diferente y complementario, para construir y alimentar la rica 
trama de lo humano y reconocer su sentido es una alternativa impostergable. Se 
necesita para esto un coraje olvidado, el espiritual. 
Todos tienen una vida, es el eslogan de la revista Smith. Es verdad. 
Aunque como subraya el psicoterapeuta, filósofo y explorador espiritual 
Sheldon Kopp «para vivir tu propia vida tienes que crear tu propia historia»9. Y 
nadie puede crearla encerrado en la cápsula de aislamiento existencial y 
vincular que propone la Tecnología de Información y Comunicación tal como es 
usada hoy aquí. Para crear la propia historia se necesitan más que seis palabras, 
se necesitan acciones, encuentros, elecciones, decisiones, riesgo, incertidumbre.8 Ernesto Sabato, La resistencia, Seix Barral, Buenos Aires, 2001. 
9 Sheldon Kopp, Al encuentro de una vida propia, Urano, Barcelona, 1992. 
23 
 
Hay quienes tienen vidas propias y hay quienes vegetan, embalsamados, en las 
que les venden. Y todos somos responsables de lo que vivimos y de lo que no. 
De si elegimos conectarnos o comunicarnos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
24 
 
2 
Solos en un mundo desencantado 
Quizá uno de los efectos más nocivos y peligrosos de la exposición 
desmedida a la acción de la Tecnología de Información y Conexión pasa 
inadvertido y hasta puede ser confundido con algo que mucha gente llama 
«inteligencia». Ese efecto es la distorsión del razonamiento y resulta 
especialmente grave cuando opera sobre algunos estudiosos y especialistas de 
los fenómenos sociales y comunicativos. Para que se entienda a qué me refiero, 
citaré algunas declaraciones y reflexiones que he ido recogiendo de diferentes 
medios de información. 
El británico Roy Ascott, presidente del Planetary Collegium, moderno 
enclave de investigación en temas de arte, cibernética y tecnología con sede en 
la Universidad de Plymouth y filiales en Zurich, Beijing, Milán y San Pablo, es 
uno de los más reconocidos teóricos en cibernética y telemática (término que él 
acuñó). Opina, muy suelto de cuerpo, que «la verdadera revolución de la era 
digital es el poder que nos da liberarnos del ser, de esa temida idea de un ser 
unificado con el que Freud y su banda se hicieron ricos»1. No queda allí. Al 
confundir el ser, el Sí Mismo, con los aspectos que lo integran, Ascott, aparente 
amante de la simplificación como corresponde a un gurú de la Nueva Era 
Digital, propone que «en vez de ir a lo profundo de nuestro ser, debemos salir a 
explorar los distintos seres que nuestra creatividad innata fabrica. Y aquí es 
donde viene la verdadera revolución que permite la era digital: con la 
capacidad telemática de estar en varios lugares al mismo tiempo podemos ir 
desarrollando las distintas personas que somos. Esta es la atracción de Second 
Life y de todos los programas que sirven para crear distintas identidades». 
 
1 En La Nación, Buenos Aires, 22 de agosto de 2007, entrevista de Juana Libedinsky. 
25 
 
Más allá de los disensos que se puedan tener con Freud (y a esta altura del 
desarrollo de las psicoterapias, abundan y con buenos fundamentos), la 
liviandad y el dogmatismo con que Ascott da cuenta de él, son comunes en los 
fundamentalistas del cybermundo, mundo en el que se valora el reduccionismo, 
el pensamiento superficial, el optimismo voluntarista acerca de las virtudes de 
la Tecnología de Información y Conexión, mundo unidimensional en el que se 
borran de un plumazo las nociones de subconsciente, alma, espíritu o cualquier 
idea no mensurable en megabytes y no reproducible en píxeles. Lo que Ascott y 
la ideología que él representa proponen es la eliminación lisa y llana de la 
identidad, cuya construcción suele constituir el argumento esencial en la vida 
de las personas. 
En esta misma línea, el estadounidense Ray Kurzwell, egresado del 
Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), estrella de la tecnología digital, 
ídolo de Bill Gates, miembro del Hall de la Fama de los Inventores y conocido 
por sus colegas como Cibernostradamus, no le va en zaga: «En el próximo cuarto 
de siglo la inteligencia de origen no biológico va a estar a la par, en capacidad y 
sutileza, de la inteligencia de origen biológico y, luego, la va a superar 
ampliamente»2. En su libro de 1999 La era de las máquinas espirituales, Kurzwell 
vaticina que, hacia 2029, será imposible distinguir entre la inteligencia humana 
y la artificial. 
Es notable cómo el nuevo positivismo (digital) repite los mecanismos de 
su antecesor de los siglos XVI y XVII, aunque arriba a conclusiones diferentes. 
Si para aquél el hombre llegaría a dominar por completo a la Naturaleza, se 
liberaría de ella y la pondría a su servicio tras haberle extraído («aunque haya 
que torturarla», como proponía Francis Bacon) todas sur fórmulas, leyes y 
secretos, para el positivismo actual será la máquina la que se liberará del ser 
humano tras haber nacido de él y haberle extraído el secreto de la creatividad, 
que pondrá a su servicio. Si este futuro puede parecer sombrío ante los ojos, 
oídos y pensamiento de las mentes humanistas que aún sobreviven, no lo es 
para los sacerdotes, ministros y celebrantes de la Tecnología de Información y 
Conexión. Tal vez se les haya escapado un detalle. La inteligencia artificial, 
como su nombre lo indica, no es biológica ni natural, ha sido creada. Fue 
producida por la mente humana; por lo tanto, quizá su límite es el límite de la 
mente humana y sólo puede avanzar si ésta avanza. La idea de dar nacimiento a 
una criatura perfecta que se haga autónoma de su creador, ya había sido 
explorada con genialidad por Mary W. Shelley en 1818, en su novela 
Frankenstein. Convertida en mito de la cultura occidental (más aún a partir de la 
 
2 En La Nación, Buenos Aires, 31 de diciembre de 2006, entrevista de Juana Libedinsky. 
26 
 
extraordinaria película de 1931, dirigida por James Whale y protagonizada por 
Boris Karloff), Frankenstein proponía, además de otros temas profundos y 
filosóficos, una meditación sobre las consecuencias de la pretensión humana de 
asumir el papel de Dios. Pero como ocurre con otros dictadores o autoritarios 
fantasiosos, también los científicos y tecnócratas fundamentalistas suelen 
olvidar todo registro anterior y sueñan con que son ellos quienes fundan la 
historia. La experiencia de la especie no suele ser la de ellos. Y así les va. 
LA CULTURA EN UN DEDO 
En la línea de la celebración fetichista del mundo digital, es curioso lo que 
escribe Imma Tubella, rectora de la Universidad Abierta de Cataluña. En un 
artículo dedicado a adorar con entusiasmo a la que llama la «generación 
digital», Tubella desenfunda estadísticas a diestra y siniestra (herramienta 
favorita del neopositivismo) para afirmar que «los estudios sobre gestión de 
tiempo que hemos hecho reflejan que lo que ha dejado de hacer la gente para 
navegar (en Internet) es dormir y no hacer nada (...) y, lo más interesante, 
consume muchos medios al mismo tiempo. El multitasking o la multitarea se 
resume en estar atento a cinco pantallas a la vez»3. Rendida a estas y otras 
maravillas de la Era Digital, Tubella, que se confiesa integrante de una 
generación ya perimida (la que creció con la televisión solamente) propone 
dejarle paso a estos cambios y al uso que las nuevas generaciones 
(especialmente la de 20 a 28 años, dice) hacen de ellos. «Tal vez el mundo iría de 
otra manera», concluye. 
Absorbida por la euforia digitalista, acaso a Tubella se le escapa el hecho 
de que el mundo ya va de otra manera. Y no de la mejor. El Síndrome de 
Deficiencia de Atención es un discutido síntoma infantil que los laboratorios 
farmacéuticos encontraron para vender la droga ritalina (y otras) por toneladas 
(aún a costa de riesgos cardíacos, como advirtió la Asociación Cardiológica 
Americana en abril de 2008). Muchos profesionales esgrimen el síndrome para 
domar a chicos que piden a los gritos atención afectiva y emocional a sus 
padres, que, distraídos por las tentaciones del consumo, optan por doparlos 
bajo consejo médico. El Síndrome es ya también una realidad de la 
sintomatología adulta y afecta con mayor énfasis precisamente los miembros de 
esa generación de avant garde que celebra Tubella. Y en este caso, sí, la batería de 
 
3 «Bajo el asfalto estaba la red» en El País, Madrid, 14 de marzo de 2008. 
27 
 
síntomas es real y se da en adultos que, a fuerza de vivir adosados a cinco o más 
pantallas a la vez, ya no pueden concentrarse por más de un nanosegundo en 
algo (una conversación, una lectura, una reflexión, un acto amoroso). Sonpersonas que, además, pierden la capacidad de atender a narraciones de cierta 
duración y complejidad, no pueden seguir una frase que excede pocas palabras 
y contenidos elementales. Y perdieron la capacidad de narrarse a sí mismos, a 
sus sentimientos y pensamientos en una conversación o en un texto que respete 
la sintaxis del idioma. Son seres mentalmente fragmentados, ligados a lo 
instantáneo, presos de lo efímero. 
Siempre en la línea del triunfalismo tecnologicista, el sociólogo Luis 
Quevedo, director del Proyecto Comunicación y del posgrado Gestión y Política 
en Cultura y Comunicación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales 
(Flacso), celebra que gracias a la televisión el televidente «construye lazos con 
las demás personas»4. Quevedo, que asesoró a los productores del programa 
Gran Hermano, paradigma de la promiscuidad televisiva, confía en el venturoso 
futuro de la televisión y pronostica que ésta «va a seguir siendo esa práctica 
hogareña, colectiva y discursiva que me permite llegar al día siguiente a mi 
trabajo y decirle a mi compañero, ¿viste ayer Bailando por un sueño, viste el 
último capítulo de Lost?». Esos son los «lazos con los demás» a que alude. La 
interacción humana reducida al mínimo compromiso personal. Un mundo en el 
que quien no aparece en las pantallas del televisor no existe (a eso hemos 
llegado ya, no hay que esperarlo) y tampoco existe quien no mira televisión, 
porque pierde su «lazo» con el semejante y no hay de qué hablar. 
FINAL DE TRUMAN SHOW 
A esta bucólica reedición de un nuevo «Mundo Feliz» que hace Quevedo 
en el que, arrobadas ante los televisores, las personas se comunican, 
profundizan sus vínculos y enriquecen sus conversaciones (referidas siempre a 
la fantasmagoría de la pantalla), se le podrían oponer algunas escenas de la vida 
real. De este lado de las pantallas, en el mundo tangible, cada vez más familias 
cenan mudas e incomunicadas ante el televisor, nadie puede hablar porque 
interrumpe al invitado catódico o plasmático, nadie quita la vista de la pantalla; 
por lo tanto, ignora lo que come. Tras el último bocado, cada uno se levanta y 
arrastra los pies hasta la sala, en donde seguirá esta rutina, o van los chicos a 
 
4 En La Nación, Buenos Aires, 24 de febrero de 2007, entrevista de Adriana Schetini. 
28 
 
sus cuartos y los adultos al propio, habitaciones en donde los esperan otras 
pantallas y en donde continuarán hipnotizados por las imágenes hasta caer en 
un sueño sin sueños (quizás después de tomar el último rivotril del día). Nadie 
se habrá enterado de cómo fue la jornada de los demás, nada habrán contado de 
sus penas, esperanzas, miedos y alegrías, dirán que se sienten cansados, que no 
están para escuchar problemas y que «tienen derecho a ver un poco de tele». Y, 
eso sí, contarán al otro día con un motivo de conversación para hablar con sus 
compañeros de trabajo. No serán rechazados, estarán integrados, como diría 
Umberto Eco, a sus grupos, a su sociedad, a su cultura. Estarán a salvo de la 
soledad espiritual y emocionalmente solos como hongos. En el «Mundo Feliz» 
quevediano las personas dicen cotidianamente frases como estas: «Yo no me 
duermo si no miro la tele». Y en ese universo (en el que estamos sumergidos), 
las cenas tienen invitados impresentables, inescrupulosos, patéticos (los de la 
pantalla) a los que esos televidentes acaso no invitarían en persona. Comensales 
que, además, son groseros y autoritarios, no dejan hablar a nadie, degradan el 
lenguaje y muestran un registro emocional precario o nulo. 
En este universo real vivía Joyce Vincent, y en él murió durante algún día 
ignoto del año 2004. Joyce, londinense, dejó de pagar el alquiler de la casa en 
que vivía y pasaron muchos meses antes de que el propietario se decidiera a 
tomar contacto con ella por el tema. Muchos meses, quiere decir algo más de 
dos años. En la segunda semana de abril de 2006, Michael Dibbs, el 
administrador de la cooperadora de viviendas Metropolitan Housing Trust 
decidió presentarse en la casa del barrio de Hornsey para poner fin a la 
inexplicable mora, según contó al diario The Guardian. Como nadie le abría la 
puerta, entró con su llave. Y encontró el cadáver de Joyce en el suelo, con la 
ropa puesta y la calefacción y el televisor encendidos. Había, a su lado, unas 
bolsas de compra de un supermercado que había cerrado sus puertas hacía más 
de dos años. El patólogo forense que estudió lo que quedaba de Joyce no supo 
determinar la fecha ni la causa exacta de la muerte, pero aseguró que se debió a 
razones naturales y que había ocurrido más de dos años antes del hallazgo del 
cadáver. 
Joyce Vincent y su familia tenían poco contacto, de manera que ni su 
madre ni sus hermanas se preocuparon cuando ella no llamaba por teléfono. 
Tampoco ellas la llamaban. A los vecinos no les preocupó el no verla e, 
interrogados, señalaron que, como se escuchaba el sonido del televisor, dieron 
por sentado que todo estaba en orden y que Joyce se hallaba bien. Así es el 
«Mundo Feliz», si hay un televisor encendido, hay vida. El sonido de televisor 
es la señal de vida que hemos aprendido a dar por buena. La televisión crea 
lazos, une a la gente, dicen algunos comunicólogos abducidos por la Tecnología 
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de Conexión. Pero en el mundo en el que supuestamente la televisión tiene esas 
virtudes, en el planeta en el que «si no estás en la tele no existís» y en donde las 
personas son capaces de cualquier indignidad, como rebajar al subsuelo su 
condición humana por aparecer cinco segundos en las pantallas (veamos los 
realities de diferente signo con sus conductores freaks, veamos los noticieros que 
desinforman a partir de temas siempre bizarros con declarantes patéticos), en 
ese mundo, en fin, Joyce Vincent fue apenas una de las tantas personas que 
mueren solas, sin existir para alguien, apenas acompañadas del sonido de un 
televisor encendido para nadie durante más de dos años. En ese «Mundo feliz», 
son también miles, millones, los que viven solos y, gracias a la Tecnología de 
Información y Conexión impuesta de una manera disfuncional, padecen la peor 
de las soledades, la de estar conectados al vacío. 
Lynne Featherstone, diputada del distrito en el que vivía Joyce reflexionó: 
«Hoy en día esto no debería suceder. Nos recuerda a todos que deberíamos 
prestar más atención a nuestros vecinos». Donde dice vecinos bien cabe la 
palabra prójimo (que deriva de próximo) o semejante. Deberíamos sacar los ojos 
de las cinco o más pantallas en que nos tiene capturados el multitasking que 
festeja Tubella para poder mirar a ese ser cercano (que a menudo es nuestra 
pareja, nuestro hijo, nuestro padre o madre, nuestro amigo, nuestro colega, 
nuestro compañero o compañera de tareas, nuestro quiosquero o frutero, etc.) y 
establecer con él un contacto no virtual sino real. Esto requiere voluntad, actitud 
y conciencia. Y esa actitud va a encontrar fuerte resistencia en los productores y 
vendedores de Tecnología Espiritualmente Tóxica. Habrá mucho marketing en 
contra y habrá complicidades desde el campo de la «intelligentzia» (opinólogos, 
comunicadores, científicos y tecnólogos). Ellos tienen demasiado rédito 
económico, social e intelectual para defender. Necesitan que se mantenga la 
bulimia que lleva a consumir sin medida, disfuncional y patológicamente, una 
parafernalia de aparatos que prometen comunicación y generan soledad. 
LOS ZOMBIS EXISTEN 
Así como Joyce Vincent no existía para los demás, la adicción masiva y 
desesperada a la Tecnología de Conexión tiene otra manifestación igualmente 
complementaria, la de aquellos para quienes es el mundo el que no existe. Hay 
una historia que la ilustra con dramática claridad. Es la de Sean Weber. En el 
atardecer del 11 de enero de 2007 Weber, de 23 años, caminaba por la Avenida 
de los Veteranos, en Brooklyn, Nueva York, y al llegar a la calle 71 se dispuso a 
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cruzar. A pocos metros de allí, Michael Dulgonos,de 34 años, salía de su garaje 
y vio una escena que lo aterró. Weber llevaba sus oídos tapados con los 
audífonos de un MP3 e iba absorto en la música que escuchaba mientras 
consultaba la pantalla de su teléfono celular. A pocos metros un auto avanzaba 
directamente hacia él tocándole bocina y haciéndole señas con las luces. Weber 
no oyó ni vio nada. Dulgonos presenció cómo el coche, en medio de chirridos 
de frenos, impactaba en Weber y lo arrastraba varios metros. Corrió hacia allí. 
«Cuando llegué lo vi inconsciente y ensangrentado», contó. 
Sean Weber murió poco después en el Hospital Beth Israel, de Brooklyn. 
Dirigía un programa en la radio del Colegio Brooklyn’s Keensborough 
Community, esa noche iba hacia la radio y aspiraba a trascender a través de la 
música y los medios. Pero, contra lo esperado, se hizo famoso como ejemplo de 
los riesgos de una tecnología que, teóricamente dedicada a la comunicación, 
termina por aislar herméticamente a las personas, a disociarlas de los demás y 
del mundo circundante. El conductor del auto que mató a Weber no recibió 
condena, pues se consideró que la víctima había cruzado de manera 
imprudente y no había atendido a las señales ni del semáforo ni del auto. 
Actualmente se usa el nombre de Weber cuando se quiere ejemplificar al 
peatón tecnológico, una especie que se reproduce con notable velocidad en las 
ciudades. Se trata de personas conectadas a sus iPods, iPhones, Mp3, teléfonos 
celulares, teléfonos «manos libres» y demás artefactos. Estos peatones son 
peligrosos para sí mismos y para los demás, caminan como zombis o como 
sonámbulos en burbujas aislantes. Y comparten (es un decir) los espacios 
públicos y comunes con automovilistas y ciclistas igualmente aislados en su 
propia atmósfera tecnológica (los reproductores de DVD en los autos son el 
último grito de esta peligrosa tendencia, que se suma a la ya impuesta 
modalidad de los vidrios polarizados que impiden que el conductor sea visto 
mientras, por ejemplo, infringe inescrupulosamente la prohibición de usar su 
teléfono celular cuando conduce, y que, al mismo tiempo, le dificulta a él la 
visión de la calle y del tránsito). 
Tanta conexión tiene altos costos en materia de incomunicación, de vacío 
existencial, de pérdida de memoria individual y colectiva, de ruina en los 
vínculos, de raquitismo en el lenguaje. Para los sofistas del mundo 
tecnológicamente feliz (tan funcionales a intereses tóxicos para la ecología 
emocional y la ambiental), hay evidencias que pasan inadvertidas. El 17 de 
febrero de 2008, por ejemplo, Graciela Iglesias, la corresponsal en Gran Bretaña 
del diario La Nación de Buenos Aires, daba cuenta de un fenómeno macabro que 
alteraba a Gales. En el último año se habían pactado trece suicidios de 
adolescentes a través de sitios de Internet como Bebo, Facebook y Myspace, 
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espacios que los jóvenes usan para «colgar» sus fotos y sus balbuceos mentales, 
y hacerse populares. El juez Philip Walters, que investigaba el tema, se declaró 
«desesperadamente preocupado» por la cuestión y anunciaba su intención «de 
explorar yo mismo estos sitios para entender qué pasa». Si lo hizo, acaso haya 
entendido, al ver tantas presentaciones patéticas, la magnitud del vacío 
existencial que los mismos reflejan, la apabullante universalidad con que se 
viven vidas sin propósito, sin referencias éticas, sin horizontes, sin verdadero 
contacto. En Bridgend, Gales, Aaron, un chico de 17 años, fue taxativo ante la 
corresponsal: «Aquí no hay mucho que hacer (...) la única opción que nos queda 
es trabajar durante el día y pasarnos horas detrás de una computadora, 
tomando drogas y cerveza. Entre mis amigos hay quienes creen que quitarse la 
vida puede ser divertido». Pasa en esa pequeña e ignota población, ocurre en 
las grandes ciudades del mundo. Una vida conectada al vacío puede estarlo en 
cualquier lugar. 
EL MUNDO DESENCANTADO 
No soy ingenuo como para sostener que es la Tecnología de Información y 
Conexión la causa de este fenómeno. En todo caso esta Tecnología, el uso que se 
hace de ella, la función que llega a ocupar en las existencias vacías de miles de 
millones de personas, es la manifestación más desarrollada de un estado del 
alma en la sociedad contemporánea. Satanizar la tecnología equivale a caer en 
un reduccionismo que nada explica, que nada transforma y que, en suma, 
contribuye a empeorar la confusión. Los intereses económicos y políticos que 
lucran de una manera obscena e inmoral con esta tecnología trabajan para 
acentuar y sostener las condiciones que facilitan el uso disfuncional de la 
misma. La Tecnología de Información y Conexión no es la causante del vacío 
existencial que tiñe a la época, pero está manipulada para mantenerlo y 
profundizarlo. 
¿Qué causa, entonces, el vacío y sus consecuentes angustia, ansiedad, 
pánico e insatisfacción? No es un suceso, sino un proceso. No se trata de un 
cataclismo que ocurrió en un mal día, sino de un fenómeno gestado en el 
tiempo. El matemático y doctor en filosofía Morris Berman, uno de los grandes 
y lúcidos estudiosos de las transformaciones y dinámicas sociales, es autor de El 
reencantamiento del mundo5, un libro que, publicado en 1981, mantiene un 
 
5 Morris Berman, El reencantamiento del mundo, Editorial Cuatro Vientos, Santiago de Chile, 
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poderoso efecto iluminador sobre el pensamiento. Allí dice: «La visión del 
mundo que prevaleció en Occidente hasta la Revolución Científica fue la de un 
mundo encantado. Las rocas, los árboles, los ríos y las nubes eran contemplados 
como algo maravilloso y con vida, y los seres humanos se sentían a sus anchas 
en este ambiente. El cosmos era un lugar de pertenencia, de correspondencia. 
Un miembro de este cosmos no era un espectador alienado. Su destino personal 
estaba ligado al del cosmos y esta relación le daba significado a su vida. Este 
tipo de conciencia —a la que llamaremos participativa— involucra coalición e 
identificación con el ambiente, habla de una totalidad psíquica que hace mucho 
ha desaparecido de la escena (...) La historia de la época moderna, al menos al 
nivel de la mente, es la historia de un desencantamiento continuo (...) Yo no soy 
mis experiencias y, por lo tanto, no soy realmente parte del mundo que me 
rodea (...) Todo es un objeto ajeno, distinto y aparte de mí. Finalmente, yo 
también soy un objeto, también soy una cosa alienada en un mundo de cosas 
igualmente insignificantes y carentes de sentido. Este mundo no lo hago yo: al 
cosmos no le importo nada y no me siento perteneciente a él. De hecho, lo que 
siento es un profundo malestar en el alma». 
Acaso seamos contemporáneos del momento más oscuro de ese proceso, 
un tramo en el que la alienación, la sensación de fatuidad, la impresión de no 
ser parte de ninguna totalidad trascendente, el efecto de percibirse como un 
fragmento aislado en una vastedad incomprensible, se hacen más profundos 
porque corren parejos con una explosión tecnológica que, como una metástasis, 
crece de manera devoradora, sin un sentido claro, justificándose, de un modo 
tautológico, nada más que en el propio crecimiento. Se progresa para progresar. 
Un viaje sin sentido. Una carrera apremiante que no tiene meta. 
En la Argentina se producen anualmente más de 100 mil toneladas de 
chatarra electrónica. Computadoras, celulares, televisores, reproductores de 
discos de video, MP3, etc., etc., que son descartados no porque hayan dejado de 
funcionar sino porque la presión mercadocrática, la publicidad, la voracidad de 
ganancias de los fabricantes, los prejuicios sociales, los dictados de la moda, la 
necesidad absurda de no ser excluido exige que se los cambie para estar a tono, 
para «pertenecer». Esos aparatos, que van a contaminar el medio ambiente y, 
muchas veces, a endeudar a sus propietarios (obligados a trabajar como bueyes 
para pagar los financiamientos), en su gran mayoría fueron descartados sin que 
los usuarios siquiera hayanaccedido al uso (o a la comprensión) de todas sus 
funciones. ¿Qué vida puede conectarse a una totalidad trascendente en esas 
condiciones? ¿Qué posibilidad hay de pertenecer armoniosamente al lugar de 
 
1987. 
 
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origen, el cosmos, cuando se ha alcanzado semejante grado de alienación? 
¿Y en qué se traduce esa alienación? En primer lugar en el deterioro de las 
relaciones humanas. Para estar al día con los anzuelos con los que los 
mercadócratas tecnológicos nos tientan de un modo incesante, es necesario 
invertir mucho dinero. Aunque las tarjetas de crédito crean la ilusión de que no 
son necesarios los billetes y generan la creencia de que todo es posible con sólo 
firmar un talón, lo cierto es que luego hay que correr a cumplir con esa 
financiación. Esto, a su vez, obliga a trabajar más tiempo. ¿Trabajar para qué? 
Para pagar una cantidad de consumos innecesarios, superfluos, inducidos por 
la publicidad y la mercadotecnia. ¿Con qué consecuencias? Menos tiempo para 
profundizar en las relaciones afectivas, familiares, sociales, menos tiempo para 
la introspección, para la reflexión, para la exploración del mundo interior. El 
periodista Esteban Hernández firma en el diario La Vanguardia de Barcelona 
una investigación en la que se sostiene: «Según un estudio de la Universidad de 
Siena, dirigido por el profesor de economía política Stefano Bartolini, los 
estadounidenses han vivido un apreciable descenso en su calidad de vida, 
afectada sobre todo por el deterioro de las relaciones sociales y por el aumento 
de horas de trabajo, y son ahora mucho menos felices que 30 años atrás»6. 
La misma investigación advierte que un fenómeno similar se verifica en 
todas las sociedades industriales desarrolladas (con la excepción de Dinamarca, 
Suiza, Austria, Islandia, las Bahamas, Finlandia y Suecia, que encabezan el 
ranking en el Mapamundi de la Felicidad elaborado por la universidad inglesa de 
Leicester), y amenaza con propagarse a los países en vías de desarrollo, en los 
cuales tampoco la mejoría económica viene acompañada de una mayor paz y 
armonía emocional y espiritual. Josep Maria Blanch, catedrático de psicología 
social de la Universidad Autónoma de Barcelona lo explica: «Una vez que los 
problemas de subsistencia no son ya los que más preocupan en un país, suelen 
tomar su lugar los relacionados con la calidad de las relaciones humanas. Y 
quienes ahora disponen de mayor estatus económico son también los más 
pobres en tiempo. Así, carecemos de energía disponible para las relaciones 
familiares, para tratar con los hijos y para la vida social, lo que hace que nuestra 
calidad de vida decaiga». 
NO, ESTÚPIDO, NO ES LA ECONOMÍA 
 
6 «Más ricos y menos felices» en La Vanguardia, 12 de agosto de 2007. 
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Curiosa paradoja. Mientras el caballito de batalla bajo el cual se impone la 
dictadura de las nuevas tecnologías es la promesa de mejorar la calidad de vida 
de las personas, el verdadero resultado es su empeoramiento. James Carville, 
asesor del presidente Bill Clinton, saltó al cuello de George Bush padre durante 
la campaña presidencial de 1992 al grito de «¡Es la economía, estúpido!», para 
significar que esta actividad decidía los destinos de la sociedad. Quizá es 
tiempo de pedir prestada esa frase para transformarla y endilgarles a los gurúes 
de las tecnologías posmodernas un sonoro «No son los aparatos, ni el software, 
ni los juguetes electrónicos, estúpidos, es el alma humana, son los vínculos 
entre las personas». 
Para ir de aquellas sociedades, mencionadas por Berman, en las que el ser 
humano se sentía parte de un todo y no un todo desgajado de toda raíz 
trascendente, a ésta en la cual el uso perverso y desquiciado de la tecnología 
termina por instalar la creencia de que los humanos pueden remplazar a Dios o 
a cualquier motor de arranque y causa inicial de la vida para convertirse ellos 
mismos en dioses, ha sido necesario recorrer el camino del desencanto. Ir de un 
mundo encantado a un mundo nihilista. Nihilismo, conviene recordarlo, 
deviene del latín nihil, que significa nada. Los nihilistas fueron un grupo 
anarquista ruso del siglo XIX. En filosofía, la palabra sostiene una corriente que 
niega cualquier creencia. Nihil, nada, vacío. La sociedad de los conectados al 
vacío es la sociedad en la que, desvastados los vínculos humanos (por falta de 
tiempo, trabajo, dedicación y cultivo) y desenmascarada la inconsistencia del 
progreso tecnológico sin más finalidad que la económica, sólo queda, entre 
pantallas y teclados, la soledad del alma. 
No es simple convivir con ella. Entonces brotan los placebos y los 
anestésicos. Entre los primeros, el chateo, la adicción televisiva y otras formas 
de reemplazar la vida real por otra virtual, menos comprometida, menos 
esforzada, en apariencia menos riesgosa, aunque, sin dudas, emocionalmente 
desnutrida. «Hoy los chicos tienen en sus cuartos universos tecnológicos. El 
40% de los adolescentes argentinos tiene televisión en su cuarto. Eso no es 
bueno. Según nuestra investigación, ese factor hace que vean más horas de tevé, 
que lo hagan en soledad y que pasen más tiempo encerrados en su pieza. Lo 
mismo se aplica a la computadora. Hay un gran desconocimiento de los padres 
acerca de lo que sus hijos ven en televisión y de los sitios a los que se conectan 
en Internet. Los mismos padres que les ponen televisor en su cuarto son los que 
se quejan del mucho tiempo que pasan sus hijos ante la televisión», señala la 
Doctora en Comunicación Roxana Morduchowicz, directora del Programa de 
Escuela y Medios de Comunicación del Ministerio de Educación de la Nación 
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en Argentina7. De esta manera, el comportamiento de los conectados al vacío, 
su futura desnutrición emocional y vincular y su inhabilidad o desinterés para 
la construcción de propósitos existenciales empiezan a conformarse cada vez a 
edades más tempranas. 
Muchos de estos aprendices de marginales sociales, se sumarán, cuando 
crezcan, a la masiva legión de consumidores de psicofármacos en los que 
procurarán encontrar un sostén para no caer en el vacío al que se conectan. 
Según una investigación de la revista Noticias de Buenos Aires firmada por 
Alejandra Dahia y Matías Loewy (el 1º de septiembre de 2007), «cada argentino 
mayor de 15 años se mete en la boca cerca de cuarenta pastillas por año entre 
ansiolíticos, antidepresivos y estimulantes». Esto es un 44% más que en el año 
anterior. El 15,5% de los habitantes de Buenos Aires mayores de 16 años es 
consumidor habitual de psicofármacos, según una pesquisa de la Universidad 
de Palermo. «En la clase media y media alta argentina las pastillas corren como 
el agua», enfatiza Noticias. El consumo de Tecnología de Información y 
Conexión, también. Y acaso el paralelismo no sea casual. 
EL VACÍO IMPOSIBLE DE LLENAR 
¿Es válido ligar ambos consumos? En mi opinión lo es. La verdadera 
dolencia que se encuentra tras el consumo de psicofármacos (sedantes, 
tranquilizantes, inductores de sueño, antidepresivos y demás) es la angustia 
existencial. Esta deviene de la percepción de la vida como algo sin sentido. Los 
días pasan, el trabajo y los recorridos cotidianos se repiten, se instala la 
sensación de que hay un cierto absurdo en esta repetición que se extiende al 
mero hecho de existir. Vista así la vida no es más que una interrupción entre 
una nada y otra nada, como lo planteaba Albert Camus, uno de los pilares del 
existencialismo, en El mito de Sísifo8. Pero, decía Camus, aun si fuera un 
absurdo, y precisamente por eso, se impone encontrarle un sentido. Víktor 
Frankl, existencialista también y fundador, a partir de la logoterapia, de la 
tercera fuerza en psicología, corriente humanista que contribuyó a cambiar 
(junto a la gestalt, la terapia sistémica, el análisis jungiano y otros) el paradigma 
psicoterapéutico,

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