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lennon

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Introducción 
Durante diez años compartí mi vida con un hombre que era un personaje re-
levante de su época, y que, desde su muerte, se ha convertido en una leyenda.
Durante los años en los que se formaron los Beatles y, luego, cuando deleitaron y
asombraron al mundo entero, yo estaba con él, compartiendo los momentos al-
tos y bajos de sus vidas públicas y privadas.
Desde la muerte de John, en las librerías he visto aparecer y desaparecer estan-
terías llenas de libros sobre él; la mayoría de estos libros han sido escritos por per-
sonas que nunca le conocieron, y que hacían un retrato sesgado e imperfecto de él
y de nuestra relación. Muchos autores de estas obras me relegan a un mero papel
de comparsa en la vida de John, sencillamente el de la madre de su hijo. Normal-
mente he sido retratada como la joven chica impresionable que se enamoró de él
y consiguió llevarle al altar. Esto dista mucho de ser verdad. Yo estuve al lado
de John durante los diez años más emocionantes, extraordinarios y memora-
bles de su vida. Eran los días de su mayor nivel creativo. Una época en la que era
ingenioso, apasionado, honesto y abierto, un período en el que amaba a su familia
y amaba a los Beatles. El tiempo anterior a las drogas y la fama que le llevarían ha-
cia la destrucción de tantas cosas que antaño habían tenido valor para él.
Tras la disolución de mi matrimonio con John, intenté escapar del mundo de
la celebridad y rehuir la etiqueta «Lennon» para encontrar mi propia vida. Que-
ría seguridad para nuestro hijo, y una vida que fuera auténtica y tuviera sentido al
margen de la notoriedad pública. Tanto mi privacidad como mi dignidad eran
importantes para mí, por lo que preferí dejar hablar a otros.
Pero de alguna forma, nunca fui capaz de escapar completamente. El interés
público siempre me alcanzaba y mi colaboración era a menudo requerida en di-
versos proyectos relacionados con los Beatles, entrevistas o libros. Lejos de des-
vanecerse, la fascinación por los Beatles, y por John en particular, aumentó a lo
largo de los años.
En los primeros días dije «no» a la mayoría de los ofrecimientos y las peticio-
nes que recibí. Pero al final, comprendí que no había manera de escapar de la le-
yenda de Lennon y que, de alguna manera, yo había formado parte de ella. Por
esta razón, esporádicamente, cuando el proyecto merecía la pena o necesitaba
ganarme el sustento, acepté ciertas peticiones y oportunidades que surgieron.
Incluso hablé sobre mi relación con John unas pocas veces, algo que había recha-
zado durante varios años después de nuestra ruptura. Escribí un libro en los años
setenta, y después de la muerte de John colaboré en una biografía sobre él y di
un par de entrevistas para la prensa.
Lo que nunca hice fue contar la completa y verdadera historia de mi vida con
John. Tras nuestro divorcio estaba tan desesperadamente herida, enfadada y per-
dida, que la única forma que encontré para superarlo fue dejar mis sentimientos
a un lado y separarme de ellos. Lo hice tan bien que cada vez que hablaba sobre
John y nuestra ruptura sonaba sosegada, racional, tolerante y de buen humor.
«Estas cosas ocurren», decía; ése fue el enfoque que adopté. Pero, por supuesto,
el dolor de la separación permaneció conmigo, por mucho que lo hubiera ente-
rrado tan profundamente como fui capaz. Ahora ha llegado el momento en el
que me siento preparada para contar la verdad sobre John y sobre mí; sobre
nuestros años juntos y sobre los años pasados tras su muerte. Hay muchas cosas
que nunca he dicho, muchos episodios de los que nunca he hablado y sentimien-
tos que nunca he expresado: sentimientos de amor sincero por una parte, y de
dolor, tormento y humillación por otra. Sólo yo sé lo que ocurrió entre nosotros,
por qué permanecimos juntos, por qué nos separamos, y el precio que pagué por
haber sido la esposa de John.
¿Por qué escribir ahora este libro? Porque habiendo intentado vivir una
vida normal durante tantos años desde que John y yo nos separamos, he llega-
do a comprender que siempre seré conocida como la primera esposa de John.
Y porque tengo una poderosa historia que contar, la cual forma parte de la his-
toria de John.
John fue un hombre extraordinario. Nuestra relación ha determinado gran
parte de mi vida. Siempre lo he amado y nunca dejé de lamentar su pérdida. Es
por ello por lo que quiero contar la auténtica historia del verdadero John: el irri-
tante, el amable, el a veces cruel, el divertido, el hombre con talento y necesitado
de afecto que logró tal impacto en el mundo.
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uno:
Una tarde, a principios de diciembre de 1980, mi amiga Angie y yo estába-
mos en el pequeño restaurante que regentábamos en el norte de Gales; estába-
mos colocando los motivos navideños. Era una tarde fría y oscura, pero, en el in-
terior, el ambiente era luminoso y cálido. Habíamos abierto una botella de vino
y estábamos colgando las bolas en el árbol y sujetando otros adornos en las pa-
redes. Entre bromas, abrimos uno de esos tubos de cartón que contienen alguna
sorpresa, y el juguete de su interior cayó al suelo. Me agaché para recogerlo y me
estremecí al ver que se trataba de una pequeña pistola de plástico. Parecía horri-
blemente fuera de lugar entre las cintas de colores y las cadenas de papel.
Al día siguiente fui a casa de mi amiga Mo Starkey en Londres. La verdad es
que no me sobraba el tiempo durante la ajetreada temporada prenavideña, pero
mi abogado había insistido en que firmara algunos papeles, así que cogí el tren
con la idea de regresar al día siguiente. Dejé a mi marido y a Angie al cuidado
de las cosas durante mi ausencia. Angie era la ex mujer del hermano de Paul
McCartney, Mike, y después de su divorcio se vino a trabajar con nosotros y se
instaló en el pequeño piso que había encima del restaurante.
Siempre era agradable ver a Mo. Éramos amigas desde 1962, cuando yo era
la novia de John y ella era la fan adolescente que se enamoró de Ringo en The
Cavern Club. Ringo y Mo se casaron dieciocho meses después que nosotros, y
en los días en que los Beatles estaban viajando por todo el mundo, pasamos un
montón de tiempo juntas. Su hijo mayor, Zak, tenía quince años, un año y me-
dio menos que mi hijo Julian, y los dos habían sido compañeros de juegos desde
siempre.
Cuando Mo y Ringo rompieron en 1974, ella se quedó tan afligida que mon-
tó en una motocicleta y la condujo directa a un muro de ladrillos quedando gra-
vemente herida. Había estado enamorada de él desde los quince años, y sus apa-
riciones públicas con su nueva novia, la actriz americana Nancy Andrews, le
habían destrozado el corazón.
Tras la ruptura, Mo, con tan sólo veintisiete años todavía, se mudó a una casa
en Maida Vale con sus tres hijos, Zak, de ocho años de edad; Jason, de seis; y Lee,
de tres. Debido a las heridas provocadas por el accidente de moto tuvieron que
hacerle la cirugía plástica en el rostro, y quedó tan satisfecha con el resultado de
la operación que empezó a sentirse mejor de lo que se había sentido nunca. Fue
recuperándose poco a poco de su ruptura con Ringo, y tuvo una breve aventura
amorosa con George Harrison antes de que comenzara a verse con Isaac Tigrett,
el millonario propietario de la cadena Hard Rock Café.
La tarde en que llegué, Mo tenía la casa llena de gente, como de costumbre.
Su madre, Flo, vivía con ella, así como los niños y su niñera. Mo siempre fue
muy hospitalaria y, aquella tarde, unos viejos amigos comunes, Jill y Dale New-
ton, se habían unido a nosotros para la cena. La niñera había cocinado unos sa-
brosos platos y, tras la cena, Jill, Dale, Maureen (Mo) y yo nos sentamos con un
par de botellas de vino y hablamos sobre los viejos tiempos. Después de un rato,
la conversación derivó hacia el asunto de la muerte de Mal Evans, quien fuera el
mánager de giras de los Beatles. Mal había sido un gran hombre, generoso y
tierno. Le conocíamos desde los primeros días, cuando trabajaba para la oficina
de correos y después hacía horas extra como portero en The Cavern Club.
Cuando los Beatles comenzarona tener éxito le contrataron para que trabajara
con ellos.
Mal había sido un fiel amigo para los chicos y estaba especialmente unido a
John: se llevaban increíblemente bien y, junto al otro leal mánager de ruta de los
Beatles, Neil Aspinall, había estado en cada gira, organizando, solucionando pro-
blemas, protegiendo y cuidando de ellos.
Cuando los Beatles se separaron, Mal se sintió perdido. Se fue a vivir a Los
Ángeles, donde comenzó a beber y a consumir drogas. Fue allí, un 4 de junio de
1976, cuando la policía recibió una llamada de su novia tras una pelea. Ella afir-
maba que Mal le había apuntado con un arma y, cuando irrumpieron en el apar-
tamento, los agentes encontraron a Mal portando un arma. Al parecer, él les
apunto antes de que ellos dispararan. Solamente después de su muerte se encon-
traron con que el arma no estaba cargada. Fue una trágica historia, y tan sólo po-
demos suponer que Mal estaba bajo la influencia de las drogas. El Mal que cono-
cíamos no podría haber matado ni a una mosca. Fuera como fuere, su muerte
nos impactó a todos nosotros, y aquella noche, la charla alrededor de la chime-
nea de Mo trató del buen hombre que había sido y lo terrible de su prematura
muerte. Para nosotros, la idea de que muriera de esa manera era casi inconcebi-
ble, así que, ¿cómo podía haberle ocurrido eso a aquel buen amigo? 
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Después de un rato, me fui a la cama. Sabía que los demás continuarían char-
lando y bebiendo hasta las tantas, pero yo necesitaba descansar ya que debía le-
vantarme temprano para coger el tren de vuelta a casa.
Dormía ya en la habitación de invitados cuando unos gritos me despertaron.
Me llevó unos segundos darme cuenta de que eran los de Mo. En aquel momen-
to irrumpió en mi habitación: «Cyn, Cyn..., le han disparado a John. Ringo está
al teléfono, quiere hablar contigo».
Ni recuerdo el intervalo entre que me levanté de la cama y bajé las escaleras
para contestar el teléfono. Pero de las palabras de Ringo, del sonido de su afligi-
da voz crepitando a través de las líneas trasatlánticas sí mantengo un nítido re-
cuerdo: «Cyn, lo siento mucho..., John ha muerto».
El golpe me engulló como una ola. Oí un seco sollozo y, con esa extraña obje-
tividad que solamente una conmoción repentina desencadena, comprendí que
era yo la que estaba haciendo aquel ruido. Mo cogió el teléfono, se despidió de
Ringo y me abrazó. «Lo siento mucho Cyn», me dijo entre lágrimas.
En mi turbado estado solamente tenía un pensamiento claro. Mi hijo nuestro
hijo estaba en casa, en la cama; tenía que regresar y contarle que su padre había
muerto. Él tenía diecisiete años, y la historia se estaba repitiendo de forma cruel:
tanto John como yo perdimos a nuestros padres a esa misma edad.
Telefoneé a mi marido y le dije que estaba en camino, y que no le contara a
Julian lo que había ocurrido. Mi matrimonio (el tercero) había sido tenso duran-
te algún tiempo y, en lo más profundo de mi corazón, yo sabía que se iba a aca-
bar, pero él era comprensivo. «Por supuesto, haré todo lo posible para que Julian
no sepa nada hasta que tú llegues», dijo él. Para cuando yo me hube vestido y re-
cogido mis cosas, Mo había conseguido ya un coche y un conductor que me lle-
vara a Gales. Ella insistió en acompañarme, con Zak. «Traeré de vuelta a Julian
para que se quede con nosotros si necesita mantenerse alejado de la prensa», pro-
metió.
A John le habían disparado en Nueva York a las 22:50 del 8 de diciembre. De-
bido a la diferencia horaria, en Gran Bretaña eran las 3:50 a.m. del 9 de diciem-
bre. Ringo nos había llamado apenas dos horas después de que ocurriera, y noso-
tros nos pusimos en camino hacia las siete. Había cuatro horas de camino a
Gales, y durante el trayecto clavé la vista en la ventanilla y en el gris amanecer...,
y pensé en John. 
Entre aquellos pensamientos confusos que zumbaban en mi cabeza, dos se
mantenían constantes. El primero era que el número nueve había sido siem-
pre un número muy relevante para John. Tanto él como su hijo Sean nacieron
un 9 de octubre. Su madre había vivido en el número nueve; cuando nos conoci-
mos, el número de mi casa era dieciocho (la suma de nueve y nueve), y la direc-
ción del hospital en el que Julian nació estaba en el número 126 (que suman nue-
ve). Brian Epstein escuchó a los Beatles por primera vez un día nueve del mes,
firmaron su primer contrato discográfico el día nueve, y John conoció a Yoko
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también el nueve. Esta cifra había aparecido en la vida de John de muchas otras
formas, tanto es así que acabó escribiendo tres canciones sobre eso: «One After
909», «Revolution 9» y «#9 Dream». Ahora, él había fallecido un día nueve, una
coincidencia asombrosa a todas luces.
Mi segundo pensamiento fue que durante los últimos catorce años John ha-
bía vivido con el temor a que alguien le disparara. En 1966 había recibido una
carta de un vidente advirtiéndole de que recibiría disparos de arma en Estados
Unidos. Los dos nos preocupamos por ese hecho; los Beatles estaban a punto de
hacer su última gira por el país y, desde luego, pensamos que el aviso se refería a
aquel viaje. Justamente acababa de hacer la tristemente célebre declaración de
que los Beatles eran más famosos que Jesucristo, y el mundo estaba escandaliza-
do: nos llegaban cartas de protesta en cada correo. Pero ésa en concreto, se le
quedó grabada.
Asustado como estaba, se fue de gira, y se disculpó a regañadientes por el co-
mentario. Cuando volvió a casa sano y salvo nos quedamos aliviados. Pero la ad-
vertencia del vidente permaneció en su cabeza y desde entonces parecía tenerla
constantemente presente, y esperaba que, en algún momento, apareciera un
hombre armado. A menudo decía: «Algún día me dispararán». Ahora, de forma
increíble y trágica, había sucedido.
Llegamos a Ruthin a media mañana, y mientras nos adentrábamos en lo que
era una pequeña ciudad tranquila se me fue el alma a los pies. No hubo forma
posible de que mi marido pudiera ocultar la noticia a Julian: la ciudad estaba em-
papelada con la prensa. Docenas de fotógrafos y periodistas llenaban las plazas,
así como las calles que llevaban a nuestra casa y al restaurante.
Sorprendentemente, logramos aparcar a unas pocas calles y entramos inad-
vertidos por la puerta de atrás, sin que la multitud de la parte delantera reparara
en nosotros. Dentro, mi marido estaba paseándose de un lado a otro sin descan-
so. Mi madre, que vivía encima del restaurante con Angie, miraba preocupada,
entre las cortinas, por la ventana. Tenía setenta y siete años y comenzaba a pade-
cer de Alzheimer. Confusa por el gentío del exterior, no tenía ni idea de lo que
estaba ocurriendo.
Miré a mi marido, quien, sin necesidad de hablar, asintió con la cabeza mien-
tras miraba las escaleras. Un minuto después, Julian las bajó atropelladamente.
Yo le tendí mis brazos. Él llegó hasta mí, y su larguirucho rostro de adolescente
se desplomó sobre mi regazo. Me rodeó el cuello con sus brazos y sollozó sobre
mis hombros. Yo le abracé y lloramos juntos, con el corazón desgarrado por la
espantosa e inútil pérdida que la muerte de su padre representaba.
Mo se había ocupado de hacer té; Zak se había sentado discretamente cerca
de nosotros, sin saber qué decir o hacer. Mientras tomamos el té hablamos sobre
lo que íbamos a hacer. Maureen se ofreció a llevar a Julian de vuelta a Londres,
pero él dijo: «Quiero ir a Nueva York, mamá. Quiero estar donde estaba papá».
Aunque la idea me inquietó, lo comprendí.
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Maureen y Zak nos abrazaron y se fueron, después, Julian y yo subimos al
dormitorio para telefonear a Yoko. Nos pusieron directamente con ella y estuvo
de acuerdo en que Julian debería reunirse con ella en Nueva York. Dijo que arre-
glaría el vuelo para él aquella misma tarde. Yo le dije que estaba preocupada por
el estado de ánimo en el que ella debía encontrarse, pero Yoko me dejó claro que
yo no sería bienvenida. «No es como si fueras una vieja amiga mía del colegio,
Cynthia.» Fue directa, pero lo entendí.No hay lugar para una ex esposa en un
duelo público.
Un par de horas después, mi marido y yo llevamos a Julian al aeropuerto de
Manchester. La prensa se nos acercó cuando salimos de casa, pero en cuanto vie-
ron nuestras caras, se apartaron para dejarnos pasar. Lo agradecí. Pasamos las
dos horas del trayecto en completo silencio. Estaba exhausta por la intensidad de
mis emociones y por la necesidad de contener mi dolor y ocuparme de ciertos
aspectos prácticos, por el bien de Julian.
En el aeropuerto, una auxiliar de vuelo le guió, mientras yo observaba cómo
se marchaba, con la espalda caída y la cara blanca como la tiza. Sabía que se sen-
taría en el avión rodeado de personas leyendo los periódicos con titulares sobre
la muerte de su padre en primera plana y deseé correr tras él. Antes de desapare-
cer por la puerta de embarque se volvió y se despidió agitando la mano. Parecía
dolorosamente vulnerable, y me dolió haberle dejado marchar.
De regreso en Gales, un gran número de periodistas aún estaban apostados a
las puertas de nuestra casa: no había ni una sola habitación libre en toda la ciu-
dad. (Años después, cuando estaba presentando This Morning, junto a su marido
Richard Madeley, Judy Finnegan me contó que ella era una de las jóvenes perio-
distas que estaba entre aquella multitud: «Lo sentí por ti», me dijo, «parecías es-
tar completamente abatida».) Me enfurecí cuando mi marido permitió a uno de
los más persuasivos periodistas, un hombre que dijo estar escribiendo un libro
sobre John, entrar en nuestro hogar. Más tarde, él afirmó que le di una extensa
entrevista, pero de hecho sólo dije unas pocas palabras antes de pedirle que se
marchara. Yo no estaba en condiciones ni tenía humor para ofrecer una entrevis-
ta. Me tumbé sobre la cama, amodorrada y agotada, sin lágrimas que llorar, in-
tentando asumir la enormidad de lo que había ocurrido.
Aquella noche, después de caer en un sueño poco profundo, se escuchó un
gran estruendo. Salté de la cama gritando; parecía como si hubiera explotado una
bomba. Salí corriendo en camisón y vi que la chimenea del tejado se había des-
plomado, atravesando el techo y acabando en el dormitorio de Julian. Un fuerte
viento, surgido como de la nada la había abatido. Me pareció algo siniestro y di
gracias a Dios que Julian no estuviera allí.
Al día siguiente Julian me llamó para decir que había llegado bien y que es-
taba en el apartamento del edificio Dakota con Yoko, Sean, y varios miembros
del personal. Cientos de personas estaban acampadas frente al edificio, pero
Sean aún no sabía nada sobre la muerte de John, así que los que estaban dentro
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trataban de aparentar normalidad hasta que Yoko se sintiera preparada para con-
társelo. Julian parecía cansado, pero dijo que el asistente de John, Fred Seaman,
lo había ido a buscar al aeropuerto y había sido muy amable con él. Fue un alivio
saber que alguien estaba cuidando de mi hijo. 
En Gales la vida tenía que continuar. No podíamos permitirnos cerrar el res-
taurante, y John y Angie no podían arreglárselas sin mí en temporada alta, así
que abrimos; los negocios son los negocios. Limpié, cociné, serví a los clientes y
cuidé de mi madre, todo ello sintiéndome sin fuerzas y ausente. Mientras conti-
nuaba con el ajetreo cotidiano, tuve que contener mi aflicción, pero, como los ti-
tulares sobre John continuaban dominando las noticias y su música no dejaba de
sonar en la radio y la televisión, el recuerdo de él, de nuestra vida juntos y de todo
lo que compartimos se agolpaban en mi cabeza. Los centenares de postales de
apoyo y mensajes que recibí de aquellos que habían conocido a John, y de aque-
llos que simplemente amaron al hombre y su música me ayudaron. Pero a medi-
da que avanzaba penosamente por ese par de semanas incoherentes y vacías de
preparación de las Navidades, con mi hijo lejos y mi matrimonio al borde de una
crisis, me sentí abrumada por la tristeza, la frustración y la pérdida. ¿Cómo podía
haberse ido el hombre al que había amado durante tanto tiempo y con tanto ar-
dor e intensidad?, ¿cómo pudo su impetuosa energía vital ser extinguida por la
bala de un demente?, ¿cómo podía haber dejado a sus dos hijos sin un padre
cuando ambos lo necesitaban tanto?
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