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Ars Brevis 2018ConrAd vilAnou, Jordi GArCiA FArrero i rAquel de lA ArAdA
de la pedaGoGía de Herbart 
a la pedaGoGía culturaliSta.
un epiSodio de la criSiS en la europa 
de entreGuerraS (1919-1939)1
En memòria d’aquella generació intel·lectual 
republicana (Joaquim Xirau, Joan Roura-Parella, 
etc.) que, acompanyats pel poeta Antonio Machado, 
van emprendre la nit del dilluns 23 de gener de 
1939 el camí cap a l’exili, ara fa tot just vuitanta 
anys (1939-2019).
CONRAD VILANOU
Universitat de Barcelona
JORDI GARCIA FARRERO
Universitat de Barcelona
RAQUEL DE LA ARADA
Universitat de Barcelona
RESUMEN: En este artículo se revisa el desarrollo epistemológico de la 
Pedagogía, una disciplina moderna surgida en el tránsito del siglo xviii 
al xx. Así constatamos una primera etapa rapsódica, en que la pedago-
gía recurrió a la literatura (Basedow, Campe, Rousseau, etc.), a la que 
siguió una fase de fundamentación científica a partir de la obra de J. F. 
Herbart (1776-1841) que con su realismo se desmarcó de la filosofía 
trascendental kantiana y del idealismo hegeliano. De hecho, Herbart 
basó la Pedagogía en la Ética que marca los fines de la educación y la 
Psicología que indica los medios. Bien mirado, el paradigma herbartia-
no, que fomentó la educación por la instrucción, perduró hasta la Pri-
mera Guerra Mundial (1914-1918). Y aunque a finales del siglo xix la 
pedagogía positivo-experimental (Meumann, Lay) y la pedagogía 
neokantiana (Natorp) disputaban su hegemonía a la pedagogía herbar-
tiana, después de la Gran Guerra se impuso una pedagogía culturalista 
emparentada con las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften). En 
medio de la crisis del período de entreguerras, esta pedagogía científi-
co-espiritual aspiraba a espiritualizar el mundo a través del ideal de 
formación (Bildung), en una cruzada humanista que deseaba entroncar 
con el mundo clásico (Paideia). Finalmente, se analiza la sistematización 
1 La investigación que ha dado lugar a estos resultados ha sido impulsada por 
RecerCaixa. 
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un episoDio De lA crisis en lA europA De entreguerrAs (1919-1939)
e institucionalización de la Pedagogía en la Universidad de Barcelona 
durante la Segunda República (1931-1939), en un proceso que a través 
de Joaquín Xirau y Juan Roura-Parella siguió el modelo culturalista 
(Dilthey, Spranger) importado de la Alemania de la República de Weimar.
PALABRAS CLAVE: pedagogía, Herbart, ciencias del espíritu, culturalis-
mo, Universidad de Barcelona, Roura-Parella
From the Pedagogy of Herbart to the Culturalist Pedagogy. 
An episode of the crisis in interwar Europe (1919-1939)
ABSTRACT: In this article we review the epistemological development 
of Pedagogy, a modern discipline that arose during the transition from 
the 18th to the 20th century. Thus we see a first rhapsodic stage, in 
which the pedagogy resorted to literature (Basedow, Campe, Rousseau, 
etc.), which was followed by a phase of scientific foundation from the 
work of J.F. Herbart (1776-1841), who with his realism distanced him-
self from the Kantian transcendental philosophy and Hegelian idealism. 
In fact, Herbartian paradigm based the Pedagogy on Ethics that marks 
the ends of education and Psychology that indicates the means. Well 
looked at, the Herbartian paradigm, which fostered education through 
education, lasted until the First World War (1914-1918). And although 
at the end of the 19th century the positive-experimental pedagogy 
(Meumann, Lay) and the neo-Kantian pedagogy (Natorp) disputed its 
hegemony to the Herbartian pedagogy, after the Great War a cultural-
ist pedagogy related to the sciences of the spirit was imposed (Geisteswis-
senschaften). In the midst of the crisis of the interwar period, this scien-
tific-spiritual pedagogy aspired to spiritualize the world through the 
ideal of formation (Bildung), in a humanistic crusade that wanted to 
connect with the classical world (Paideia). Finally, the systematization 
and institutionalization of Pedagogy at the University of Barcelona dur-
ing the Second Republic (1931-1939) is analyzed, in a process that 
through Joaquín Xirau and Juan Roura-Parella followed the imported 
culturalist model (Dilthey, Spranger) of the Germany of the Weimar 
Republic.
KEYWORDS: pedagogy, Herbart, science of the spirit, culturalism, 
University of Barcelona, Roura-Parella
Es bien sabido que en el tránsito del siglo xViii al xix se produjo una 
auténtica revolución científica con la aparición de nuevas disciplinas, 
ya fuera en el campo científico-experimental (la química de Lavoisier) 
o en el terreno humanístico-social (la sociología de Comte). Esta 
dinámica también se dio en el ámbito educativo, después de una 
fase rapsódica, con una articulación literaria con nombres como 
Campe, Basedow, Rousseau, Pestalozzi, Humboldt, etc., que cubren 
la etapa del naturalismo romántico y del neohumanismo alemán 
(1780-1830). Si en un primer momento, en el siglo xViii, la pedago-
gía encontró en la literatura un lugar idóneo para su exposición, las 
exigencias científicas de la modernidad obligaron a buscar unas 
bases epistemológicas más sólidas. 
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Con este trasfondo, Johann Friedrich Herbart (1776-1841) es con-
siderado el fundador de la pedagogía científica. Después de pasar 
por la Universidad de Gotinga entre 1802 y 1809, recaló en Königs-
berg donde sucedió a Kant y permaneció hasta 1833, cuando volvió 
a Gotinga. Allí en Königsberg –la actual Kaliningrado– abrió una 
escuela experimental y un Seminario de Pedagogía, a la vez que 
consideraba inviable el imperativo categórico como recurso educa-
tivo, con lo que potenció el tacto, una nueva categoría pedagógica, 
según manifestó en el discurso inaugural de la Universidad de Go-
tinga en 1802 (Anna de Montserrat, 2011).
Por tanto, con Johann Friedrich Herbart, que parte de la educabili-
dad como condición de posibilidad para la educación, la pedagogía 
quedó bajo la lógica científica en un momento en que el hecho edu-
cativo se contemplaba desde la doble perspectiva artesanal y cientí-
fica. En el primer caso, se trataba de una especie de técnica o arte 
semejante al del jardinero, mientras que la científica se basaba en el 
estudio y el trabajo de Seminario, según había establecido la tradición 
universitaria germana promovida por Wilhelm von Humboldt. Esta 
doble naturaleza artesanal y científica marcó el inicio del desarrollo 
de la disciplina que, de alguna manera, comprendía una práctica 
artesanal y una reflexión sistemática. Si como arte de la educación se 
entendía una suma de habilidades, no es menos cierto que la peda-
gogía también se presentaba como la ciencia del arte de la educación. 
Por ello, la pedagogía, como cualquier otra disciplina científica, pre-
cisaba de un basamento científico, esto es, de una serie de axiomas 
que reflejasen un pensamiento sistemático de índole filosófica previo 
al ejercicio artesanal de la educación. Desde este prisma, el tacto –ade-
más de dar sentido a la praxis educativa– aseguraba la relación entre 
la teoría y la praxis, ya que constituía una forma de actuar que de-
pendía de la sensibilidad (Anna de Montserrat, 2012).
Así las cosas, para Herbart existe una preparación para el arte de 
la educación a través de la ciencia. Por esta vía, se llega al arte me-
diante la ciencia de modo que, aunque el arte de la educación se 
aprende gracias a una especie de instinto pedagógico, previamente 
es necesario pasar por la reflexión científica. De tal suerte que la 
preparación científica se convierte en el paso inicial del ejercicio 
práctico, o arte de la educación, ya que la ciencia ha de atender a la 
capacidad intuitiva y la improvisación del educador, es decir, al 
tacto. Está claro, pues, que Herbart abordó la relación entre la teoría 
yla praxis, y mantuvo el doble carácter –científico y artesanal– de 
la pedagogía que se fundamenta en la educabilidad del ser humano. 
De cualquier modo, su fórmula establece una preparación para el 
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arte por la ciencia, tal como se desprende de las siguientes palabras: 
«En el hacer solo se aprende el arte; se adquiere tacto, destreza, ha-
bilidad; pero aun en el hacer solo aprende el arte aquel que ha 
aprendido en el pensar la ciencia, se la ha apropiado, se rige por ella 
y ha predeterminado con ella las futuras impresiones que le produ-
cirá la experiencia» (Luzuriaga, 1968, p. 119).
Herbart y la fundamentación científica de la pedagogía
En general, se estima que los primeros autores que desearon funda-
mentar la pedagogía como ciencia fueron Herbart y Schleiermacher, 
considerado este último como uno de los promotores de la herme-
néutica (Quintana, 2013). Aquí nos interesa resaltar que Herbart 
asentó la pedagogía en la psicología (instancia mesológica) y la 
ética (perspectiva teleológica) (García Carrasco, 1978). En la misma 
línea, José Ortega y Gasset, en el prólogo a la Pedagogía general deri-
vada del fin de la educación, obra que data de 1806, subraya la dimen-
sión filosófica de la disciplina, desde el momento en que «la peda-
gogía es ciencia en cuanto cita, para la solución de sus problemas, a 
dos ciencias filosóficas: la ética, que determina el fin de la educación, 
y la psicología, que regula sus medios» (Herbart, 1923, p. VIII-IX). 
Ni que decir tiene que, sin desdeñar la dimensión práctica que la 
educación posee para Herbart, quien trató personalmente a Pesta-
lozzi, la pedagogía nació con una aspiración sistemática –que ha ido 
cediendo en el transcurso del tiempo– de modo que, bajo la doble 
perspectiva de la psicología y de la ética, se buscaba ordenar todo el 
conocimiento educativo en aras de la mejora de la humanidad, pero 
pasando por la individualidad, primer objetivo de la pedagogía her-
bartiana. 
Por consiguiente, nos encontramos ante una sistemática entendi-
da a modo de pedagogía general que apelaba a la pedagogía psico-
lógica que enfatiza la importancia de la individualidad del niño y 
de su observación. En este punto, cabe señalar que Herbart se ins-
cribe en el realismo poskantiano, ya que se desmarca del idealismo 
trascendental de Kant y del idealismo absoluto de Hegel. «La sépa-
ration avec Kant s’établit en un point crucial : il est impossible de 
se contenter d’une critique de la raison car l’autorité est déléguée à 
l’expérience et non à cette même raison» (Maigné, 2007, p. 920). 
Eso significa que, con su realismo gnoseológico de signo moderado, 
se aleja del monismo idealista, de modo que el conocimiento no 
depende tanto de las facultades del alma como de un juego de re-
presentaciones que dejan en la mente las impresiones sensibles que 
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se articulan a través de una especie de combinatoria que recuerda a 
Leibniz. Por lo demás, Herbart pretendió reducir esta combinatoria, 
que no es otra cosa que un asociacionismo, a fórmulas matemáticas. 
En última instancia, el proceso de asimilación de las ideas nuevas 
sobre las ya existentes se conoce como apercepción. «La estructura 
del mundo psíquico viene explicada por el juego de imágenes, ideas 
o representaciones» (Villarejo Mínguez, 1951, p. 378). 
A causa de ello, la actividad psíquica constituye una lucha de re-
presentaciones, que son como átomos, y poseen un carácter diná-
mico de manera que mientras unas emergen, otras retroceden a 
través de la apercepción. Desde esta perspectiva, para Herbart todo 
se resuelve en la apercepción, «por virtud de la cual cuando una 
nueva representación entra en la conciencia salen a su encuentro 
las semejantes que ya preexistían en ella, o sea los elementos aper-
cipientes» (Luzuriaga, 1973, p. 205). Se trata, como hemos señalado, 
de una combinatoria que recuerda a las mónadas de Leibniz y que 
Herbart intentó ejemplificar matemáticamente, con lo que anticipa 
la psicología experimental (Fechner, Wundt) e, incluso, la existencia 
de capas profundas en la conciencia. 
Si desde el campo de la teoría del conocimiento su realismo se 
aleja de la filosofía trascendental de Kant y del idealismo absoluto 
hegeliano, desde la perspectiva de la ética, Herbart también se dis-
tancia de la posición kantiana. De hecho, y frente al imperativo 
categórico opta por una ética del sentimiento moral que debía des-
pertar en el alumno «el sentido por lo bello y por lo bueno y ense-
ñarle a odiar lo de mal gusto y lo inmoral» (Fritzsch, 1932, p. 142). 
De tal planteamiento, se deriva que todo depende de una preferen-
cia o aversión involuntaria, de acuerdo con un «gusto moral», es 
decir, una especie de estética de la sensibilidad estimativa que hace 
que aceptemos o rechacemos una determinada acción moral. El 
valor –dice Ortega y Gasset, al referirse a la ética de Herbart– «no se 
conoce, se reconoce, se acepta», y así depende de la libertad íntima 
o interior del individuo que actúa de acuerdo con su conciencia. «Al 
igual que Goethe y Schiller, basa tanto la ética como la pedagogía 
en la realización de uno mismo como persona» (Johnston, 2009, p. 
663). Por ello, su nombre puede inscribirse en la tradición alemana 
de la Bildung, esto es, de la formación, con lo que la enseñanza ba-
sada en la instrucción –la instrucción educativa– se convierte en el 
principio básico de la educación intelectual (del cultivo de la inteli-
gencia) y moral (formación del carácter). Según Herbart, la inmora-
lidad, involuntaria o expresa, denota falta de disciplina e instrucción 
hasta el punto de que los estúpidos no pueden ser virtuosos. 
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Cabe insistir que la psicología herbartiana –que se opuso a las ideas 
innatas de Descartes, a los conceptos apriorísticos de Kant y al idea-
lismo hegeliano– se mueve bajo la influencia del empirismo, puesto 
que aboga por considerar al alumno como una tabula rasa donde se 
combinan las representaciones en función del interés del niño. 
Contrariamente a las tesis de Rousseau –«es una locura querer aban-
donar el hombre a la naturaleza», declara Herbart– la instrucción 
posee una dimensión formativa que apunta también al carácter, al 
perfeccionar la actividad espiritual y completar otros círculos como 
la experiencia y el trato social. Con estos antecedentes, se entiende 
la afirmación del profesor Colom cuando señala que la pedagogía 
herbartiana tiene como misión la consecución de una finalidad –la 
moralidad–, en un espacio concreto –por lo general, el escolar–, 
mediante unas técnicas de acción –el método de instrucción y sus 
grados formales (claridad, asociación o comparación, sistematización 
o generalización y método o aplicación)– adecuadas al carácter de 
la psicología humana (Colom en Herbart, 1987, p. XXXVII).
Sin embargo, conviene tener presente que el primer horizonte de 
Herbart –donde se fraguó como educador– fue la educación domés-
tica, y son bien conocidos los informes que dirigió, en su condición 
de preceptor durante tres años, al señor de Steiger (gobernador de 
Interlaken) a finales del siglo xViii (Herbart, 1924). Es cierto que se 
le ha censurado su falta de dimensión colectiva o social y que su 
pedagogía se ha singularizado con los calificativos de intelectualista 
e individualista (Luzuriaga). A pesar de ello, su teoría pedagógica se 
puso al servicio de la reforma educativa prusiana y de los intereses 
de estado que «necesita ciudadanos de creencias cristianas, verdade-
ramente ilustrados y reflexivos» (Fritzsch, 1932, p. 174). Además,su 
propuesta no entraba en conflicto con la fe luterana con su carga 
pietista, ni tampoco con el catolicismo, ya que su metafísica no cae 
en los excesos del panteísmo idealista. Así se comprende el éxito de 
sus ideas que servían para conservar un orden social establecido en 
el Congreso de Viena (1815) que difícilmente quería avanzar y pro-
gresar de manera revolucionaria. «Los herbartianos de Viena y Praga 
consagraron todos sus esfuerzos a perseguir descaradamente a los 
discípulos de Hegel, sobre todo a partir de 1848» (Johnston, 2009, 
p. 668).
Conviene tener presente que Herbart se desmarcó de Kant, quien 
en 1803 publicó –gracias a Friedrich Rink– sus conocidas Lecciones 
de pedagogía (Kant, 1983). De cualquier manera, Herbart –lector 
apasionado de Kant– quedó impresionado por los Fundamentos de la 
metafísica de las costumbres (1785), si bien en su universo mental no 
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tiene cabida el concepto del deber. Desde luego, Herbart es fiel a la 
fórmula kantiana según la cual la educación comprende la discipli-
na y la instrucción en vistas a la moralización aunque, como hemos 
avanzado, se distanció del formalismo del imperativo categórico para 
optar por una solución estética –una especie de ciencia de la sensi-
bilidad estimativa– ya que, en última instancia, la voluntad es apro-
bada o reprobada por nosotros mismos. Aunque nunca denostó la 
instrucción científico-natural, ni mucho menos la matemática, 
destacó en el campo de la instrucción lingüístico-histórica el papel 
de la Odisea de Homero, como libro de lectura más conveniente para 
la mentalidad infantil que sustituyó al Robinson que Rousseau 
aconsejaba. 
Visto así, Herbart se sitúa en un punto medio entre el rigorismo 
autoritario y el naturalismo de Rousseau, de modo que participa del 
optimismo ilustrado al confiar en que la difusión de la instrucción 
favorecerá la moralización y, por ende, contribuirá a la mejora del 
género humano. Igualmente, en ocasiones se ha destacado el papel 
de la pedagogía de Herbart al formar ciudadanos que aceptasen las 
disposiciones políticas del imperio alemán que Prusia lideró en el 
proceso de unificación. Por consiguiente, se establece una cierta 
sintonía entre la pedagogía herbartiana y la mentalidad Junker. «La 
unidad de Alemania estaba en el futuro; había que lograrla median-
te un esfuerzo de la voluntad, mediante un trabajo arduo y colecti-
vo… De este modo, no es sorprendente que Prusia, que había creado 
una ética estatal del trabajo arduo y que había creado el gobierno 
más eficiente de Europa, se pusiera a la cabeza en la obra de unifi-
cación de Alemania» (Kähler, 1977, p. 319). Con relación a este as-
pecto, vale la pena señalar que Herbart distingue entre el gobierno, 
entendido como una instancia externa que se limita al manteni-
miento del orden, y la instrucción que gira en torno al interés y la 
disciplina que se dirige a la formación del carácter moral que lleva 
a actuar autónomamente. «Por otra parte, esta distinción favoreció 
la difusión del método herbartiano en la Alemania del siglo xix, pues 
conciliaba la tradicional tendencia al orden con la aspiración a la 
autonomía moral defendida con tanto vigor por los kantianos y 
poskantianos» (Abaggnano y Visalberghi, 1974, p. 495).
A decir verdad, después del movimiento liberal de 1848, la peda-
gogía herbartiana quedó supeditada al servicio del orden, no solo 
en Alemania sino también en Austria, a través de un «modelo edu-
cativo que inculcase la disciplina moral e intelectual y minimizara 
a la vez posibles inclinaciones políticas o religiosas» (Johnston, 2009, 
p. 664). Por otra parte, a partir de 1850, la Universidad de Praga se 
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convirtió en un feudo de las ideas herbartianas, a la vez que su pro-
grama –por su dimensión realista poco dada a elucubraciones idea-
listas– conectaba fácilmente con las posiciones católicas. «En cuan-
to a sus ideas, al erigirse en abanderado de una postura intermedia 
entre idealismo y empirismo parecía estar trazando un paralelo con 
la vía media de santo Tomás de Aquino» (Johnston, 2009, p. 666).
En realidad, las ideas de Herbart mantuvieron su prestigio y vigen-
cia durante la segunda mitad del siglo xix, cuando al socaire del 
Segundo Imperio alemán (proclamado en Versalles el 1871) se con-
solidó la pedagogía neoherbartiana (Ziller, Stoy, Rein, Willmann, 
etc.), a la vez que acentuaba su condición de primer paradigma 
científico de la pedagogía. No en balde, en el tránsito del siglo xix 
al xx vio la luz la monumental Encyklopädisches Handbuch del Päda-
gogik, dirigida por Wilhelm Rein (1847-1929), cuya primera edición 
apareció entre 1895-1899 (7 vols.) y la segunda un poco más tarde 
(1903-1911) (11 vols.). Con el paso del tiempo, llegaba a nuestras 
bibliotecas la traducción de su Resumen de pedagogía (Rein, 1925). 
Sin duda, resulta fundamental el papel de Rein –discípulo de Ziller– 
que reformuló los grados formales de Herbart al introducir la prepa-
ración para estimular el interés del alumno, que quedaron configu-
rados de la siguiente manera: 1) preparación; 2) presentación del 
argumento nuevo; 3) asociación; 4) sistematización que aúna lo 
viejo con lo nuevo; 5) aplicación. En sintonía con este planteamien-
to, la pedagogía herbartiana propugna un intelectualismo instructi-
vo que se encauza a través de un formalismo didáctico que, a pesar 
de atender al interés del alumno, corre el peligro de caer en la rutina 
y la monotonía, por lo que a menudo se ha relacionado la pedagogía 
herbartiana con la escuela tradicional. En definitiva, y tal como 
hemos indicado más arriba, su postura se puede resumir en el lema 
de «la educación por la instrucción» o «instrucción educativa», con 
lo que adquiere tintes de una mecanización de la enseñanza al su-
brayar la importancia del formalismo didáctico. 
Empero, a finales del siglo xix ya habían surgido serios competi-
dores a la pedagogía herbartiana, incluso en la misma Alemania, 
especialmente a partir de 1880. Nos referimos, en concreto, a la 
pedagogía experimental (Meumann, Lay), que puede ser vista como 
una consecuencia natural de la psicología herbartiana por su realis-
mo y a la pedagogía social neokantiana (Natorp, Buchenau) que 
volvió su mirada hacia Pestalozzi, en detrimento de Herbart. Sin 
embargo, y desde diferentes países (Estados Unidos, Rusia, Francia) 
se analizaba el modelo pedagógico neoherbartiano, de significación 
intelectualista, como una de las causas del poder científico germano 
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que favoreció los estudios de pedagogía comparada. No en vano, la 
Revue Pédagogique –siempre atenta a lo que ocurría Au delà du Rhin– 
publicó en 1885 un breve estudio sobre L’herbartianisme en Allemag-
ne (p. 560-564), al que siguieron trabajos como el de H. Dereux sobre 
«La psychologie appliquée à l’éducation d’après Herbart» (Revue 
Pédagogique, 1891, p. 136-149 y p. 216-23). Ni que decir tiene que 
Francia, después de la derrota de Sedan (1870), escudriñaba todo lo 
que sucedía en Alemania para conocer las razones de la superioridad 
germánica. 
Con este telón de fondo, el influjo de la pedagogía herbartiana –una 
plasmación del poder intelectual, científico, económico y militar 
prusiano– influyó sobre todos los países latinos, no solo en Francia, 
que había perdido en 1870 las regiones de Alsacia y Lorena, sino 
también en Italia y España, gracias a su posible conciliación con el 
catolicismo. De igual modo, desde otras latitudes –ya fuese el impe-
rio ruso con su voluntad europeísta, Europa central (Hungría, por 
ejemplo) o los Estados Unidos– también se fijó la atención en la 
pedagogíaherbartiana, de modo que Charles de Garmo dio a la 
imprenta Herbart and the herbartians (New York, Scribners, 1896). 
Queda claro, pues, que hasta entonces Herbart había sido el gran 
referente de la pedagogía a escala mundial, aunque su suerte empe-
zó a declinar con el ambiente de crisis generalizada que siguió al 
estallido de la Gran Guerra que cercenó el mundo de certezas de la 
época anterior (Belle Époque).
Mientras tanto, las monografías sobre Herbart florecieron en di-
versas latitudes, especialmente en Francia que, si por un lado mira-
ba la pedagogía anglosajona (inglesa y norteamericana) por el otro 
observaba con atención cuanto acontecía en Alemania. Así, el ger-
manista Auguste Pinloché preparó una edición de las principales 
obras pedagógicas de Herbart en 1894, cuando brillaba con toda su 
fuerza el segundo imperio germano (Herbart, 1894). Poco después, 
Gabriel Compayré –uno de los teóricos del sistema pedagógico de la 
III República francesa– elaboró el libro Herbart et l’éducation par 
l’instruction (1904), que se tradujo en 1922. Mientras tanto, Marcel 
Mauxion daba a la imprenta L’éducation par l’instruction et les théories 
pédagogiques de Herbart (Paris, Alcan, 1901), que se vertió al español 
en 1927. Por todo cuanto decimos, los inicios del siglo xx significa-
ron un punto álgido para el herbartismo como confirma el libro de 
Louis Gockler La pédagogie de Herbart. Exposé et discussion (París, 
Hachette, 1905). Por su parte, el Boletín de la Institución Libre de En-
señanza (LI, 1927) publicaba el artículo de Mauxion «La vida y la 
obra de Herbart», circunstancia que pone de manifiesto la tardía 
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recepción de las ideas herbartianas en España, aunque ya en 1909 
Francisco Rivera Pastor había insertado un artículo en el Boletín de 
la Institución Libre de Enseñanza sobre «La filosofía de Herbart» 
(XXXIII, pp. 374-380). No por casualidad, en el primer viaje que hizo 
Fernando de los Ríos a Alemania, becado por la Junta para la Am-
pliación de Estudios con la intención de estudiar pedagogía, se diri-
gió a Jena, donde impartía docencia Rein sobre la base de la tradición 
neoherbartiana, y a Marburgo para estudiar con Natorp el funda-
mento de la pedagogía social. A estas alturas, Fernando de los Ríos 
con su humanismo socialista optó por el neokantiano Natorp en 
detrimento del neoherbartismo, que paulatinamente perdía adeptos 
aunque continuaba gozando de gran aceptación y prestigio, gracias 
sobre todo a la obra de Wilhelm Rein, quien actualizó y sistematizó 
la pedagogía herbartiana (Marín Eced, 1991, 293-294). 
Sea como fuere, se constata la tardía recepción en España de la 
pedagogía herbartiana que solo se hizo evidente a partir de comien-
zos del siglo pasado, con la traducción de obras como la Pedagogía 
general derivada del fin de la educación (original de 1806 y traducida 
en 1906) y Bosquejo de un curso de pedagogía (original de 1835 y tra-
ducida en 1923), dos libros que entonces ya formaban parte de los 
clásicos de la pedagogía. Las versiones de Lorenzo Luzuriaga de estas 
dos obras, auspiciadas por Ortega y Gasset, ponen de manifiesto la 
necesidad que existía en España de asentar las bases del conocimien-
to pedagógico, en un momento histórico en que –después de la 
Primera Guerra Mundial– la pedagogía herbartiana había quedado 
como una especie de rémora del mundo de ayer, del mundo anterior 
a 1914, cuando en Europa reinaba el poder de los imperios centrales 
(alemán, austrohúngaro) y el zarista, liquidado por la Revolución 
soviética de 1917. Resulta lógico, pues, que se vinculase la pedagogía 
herbartiana con la escuela tradicional, y así, a partir de 1919 con la 
llegada del movimiento de la Escuela Nueva, Herbart fue considera-
do un tanto obsoleto a pesar de su indudable interés epistemológico 
como fundador de la pedagogía científica. 
Fue entonces, después de la Gran Guerra, cuando la pedagogía 
científicoespiritual, inherente a las ciencias del espíritu (Schleierma-
cher, Dilthey, Spranger) llamaba a las puertas de los seminarios de 
pedagogía de la vieja Europa, que también recibía el impacto del 
pragmatismo (James, Dewey) y del conductismo (Watson), que pro-
cedían de Estados Unidos. Esto coincidió con la creación de cátedras 
de pedagogía en las universidades alemanas, un fenómeno que se 
precipitó a partir de 1917, en medio de la contienda bélica. En un 
primer momento, la pedagogía, de acuerdo con la orientación posi-
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tivo-experimental y evolucionista pasaba a identificarse con la 
Ciencia de la educación (Bain, Demoor, Ardigó), pero pronto la explo-
sión de las diferentes disciplinas diluyó la pedagogía en el magma 
de las ciencias de la educación, si bien la pedagogía científicoespiri-
tual, importada a España por Juan Roura-Parella, trató de mantener 
su identidad y unidad al abrigo de una concepción científicoespiri-
tual de índole histórica (Dilthey) y culturalista (Spranger), que recu-
rría a la psicología de la Gestalt (Köhler, Koffka). No acaba aquí la 
cosa, porque Roura-Parella desde su atalaya berlinesa (1930-1932) 
reclamó que la pedagogía dejase de ser una ciencia de segunda clase 
gracias al amparo epistemológico de las ciencias del espíritu (Vilanou, 
2005b).
La pedagogía como ciencia del espíritu
Como hemos visto, a finales del siglo xix la pedagogía todavía no 
había abandonado la tutela del paradigma herbartiano. Ahora bien, 
una vez finalizada la Primera Guerra Mundial se asistió a la recupe-
ración de la obra de Dilthey que había quedado un tanto marginado 
a comienzos del siglo xx. En realidad, el pensamiento de Dilthey 
sirvió de acicate para el desarrollo de las ciencias del espíritu (Geis-
teswissenschaften) que aparecían como un revulsivo ante un panora-
ma de crisis, no solo material sino también espiritual. Se constataba, 
asimismo, la escisión existente entre los principios del neohumanis-
mo pedagógico (Humboldt y Pestalozzi, principalmente) y una 
realidad social deshumanizada por el maquinismo tecnológico, la 
especialización laboral y una concepción pesimista de la vida que 
abrió la puerta a la filosofía existencial, tendencia que se agudizó 
después de la Segunda Guerra Mundial. Ante este estado de cosas, 
todo invitaba a reflexionar sobre la oportunidad de promover un 
mundo de valores a través de una nueva idealización (Scheler, Hart-
mann) y, lo más relevante para nuestros intereses, la necesidad de 
pergeñar una pedagogía basada en las ciencias del espíritu como 
condición de posibilidad para la rehabilitación de un mundo espi-
ritual que debía combatir la despersonalización del ser humano. 
En tales condiciones, Juan Roura-Parella (1897-1983) –profesor de 
Pedagogía en la Universidad de Barcelona durante la época republi-
cana– constató, desde las páginas de la Revista de Psicologia i Pedago-
gia (1934-1935), la existencia de tres líneas en el panorama pedagó-
gico. En el fondo, el planteamiento es sencillo: cada una de las 
esferas de la cultura puede ser concebida desde tres posiciones dife-
rentes, esto es, desde el naturalismo, desde la metafísica y, por último, 
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desde el ámbito de las ciencias del espíritu. Según la cosmovisión 
(Weltanschauung) que se adopte, domina en cada cultura un deter-
minado tipo de pedagogía hasta el punto que, de estas tres actitudes, 
se desprenden tres pedagogías diferentes. Así pues, puede hablarse 
de una pedagogía considerada a modo de ciencia empírica y expe-
rimental, de otra de significación normativa como la neokantiana, 
y, finalmente, de una pedagogía como cienciadel espíritu (Roura-
Parella, 1934-1935).
Tal como señala Roura-Parella, este esquema triádico fue tomado 
del libro de Werner Sombart Die drei Nationalökonomien, aparecido 
en Múnich en el año 1930. La argumentación es la siguiente: si se 
dan tres actitudes diferentes respecto a la economía, también se han 
de dar en los restantes campos de la cultura y, por tanto, en la edu-
cación. Da la impresión de que estas tres maneras de enfocar la 
educación pueden representar los tres momentos de la dialéctica 
hegeliana: una pedagogía científico-natural, positiva, empírica y 
experimental; una pedagogía normativa, representada por la escue-
la neokantiana de Natorp; y, en última instancia y a manera de 
síntesis, una pedagogía como ciencia del espíritu que integra y ar-
moniza las dos tendencias anteriores. Dicho en otras palabras: la 
pedagogía como ciencia del espíritu aglutina el naturalismo positi-
vista y la metafísica, lo que es y lo que ha de ser, es decir, lo real y lo 
ideal. Se hace evidente, pues, que se apuesta por la unidad de la 
pedagogía considerada como ciencia del espíritu, o todavía mejor, 
se defiende una pedagogía que se ha de sistematizar con la ayuda de 
las ciencias del espíritu. 
De acuerdo con tal planteamiento, se consideraba que la pedago-
gía empírico-experimental y la pedagogía normativa solo captan 
aspectos particulares del fenómeno educativo. Mientras que a la 
pedagogía empírico-experimental se le escapan las cuestiones rela-
tivas a los valores, la pedagogía normativa –al especular teorética-
mente sobre los objetivos de la educación sin una adecuada contex-
tualización histórica– carece del realismo necesario para resolver los 
problemas prácticos. Se trataba, pues, de un intento por sistematizar 
la pedagogía desde la perspectiva de las ciencias del espíritu, tal como 
defendió Wilhelm Flitner (1935) que, después de definir la pedago-
gía como la ciencia pragmática del espíritu, analizó las categorías 
pedagógicas fundamentales sin perder contacto con la vida real, pero 
en un sentido diferente al que proponían las ciencias experimenta-
les (Flitner, 1935). 
Según Roura-Parella la institucionalización de la pedagogía solo 
podía venir de la vida, de las exigencias de una vida espiritual que 
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se diluía ante las pretensiones dominadoras del mecanicismo posi-
tivista y del pesimismo del existencialismo heideggeriano. Bajo la 
influencia de Frischeisen-Köhler, Roura-Parella dirá que no es sufi-
ciente una psicopedagogía experimental, ni tampoco tenemos bas-
tante con una pedagogía normativa desvinculada del contexto 
histórico. De ahí la importancia que tuvo su curso en el verano de 
1934, «La educación viva», profesado en la Universidad Internacio-
nal de Santander, donde dejó claro que todos los bienes culturales 
son fruto del espíritu. Además de seguir la filosofía de Dilthey, 
Roura-Parella desarrolla la teoría de Spranger según la cual la cultu-
ra es una unidad viva: la energía de los bienes culturales (espíritu 
objetivo) se actualiza en el individuo (espíritu subjetivo), a la vez 
que conforma el conjunto de valores que han de dirigir la educación 
(espíritu normativo). 
Así, pues, cada saber sectorial constituye una rama de aquel tron-
co común que es la cultura que da sentido al mundo espiritual. De 
modo que el individuo –que es el espíritu subjetivo– entra en relación 
con el espíritu objetivo, presentado como el conjunto de las crea-
ciones culturales e históricas. De esta manera, el ser humano va más 
allá del mundo abstracto de la ciencia natural para participar de un 
mundo espiritual superior (el espíritu objetivo) que configura y 
determina los ideales de la formación humana (el espíritu normati-
vo) porque la pedagogía no puede renunciar a establecer normas ya 
que, en el fondo, es siempre el espíritu quien educa. En último tér-
mino, el espíritu subjetivo, el objetivo y el normativo se condicionan 
mutua y recíprocamente: 
«El espíritu objetivo es el que nos desarrolla, el que nos educa. 
El espíritu objetivo se hace vivo en el individuo y se convierte 
en espíritu subjetivo. El individuo formado es aquel que vive 
como un ser espiritual en el mundo cultural de su pueblo y de 
su tiempo y que es capaz de crear nueva cultura, esto es, de 
transformar el espíritu subjetivo en espíritu objetivo. La educa-
ción emerge de la cultura y vuelve a la cultura. Cultura y edu-
cación constituyen el lado objetivo y subjetivo del mismo 
proceso vivo. De este modo se cierra el proceso vital del espíri-
tu» (Roura-Parella, 1935, p. 9).
Por consiguiente, Roura-Parella defiende una pedagogía en cone-
xión con la totalidad de la vida, globalmente considerada. A causa 
de ello, educar es vivificar, esto es, espiritualizar, hacer posible que 
el educando viva según la esencia creadora del espíritu. Despertar y 
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formar una vida espiritual es la misión del educador. Por tanto, 
queda patente que la pedagogía es para Roura-Parella una ciencia 
del espíritu, ya que el hombre –como ser espiritual– habita en un 
mundo espiritual, lleno de significaciones, que no es menos real que 
el orgánico y natural. 
A raíz de esto, las ciencias del espíritu fueron equiparadas a unas 
ciencias de la vida, de una vida que, en medio de una profunda 
crisis cultural, aparecía desarraigada y falta de valores. Ante tal si-
tuación, surgía la necesidad de un nuevo humanismo –un tercer 
humanismo (Andurand, 2011)– que debía entroncarse con el clasi-
cismo grecolatino y el neohumanismo de la Ilustración. Todo ello 
nos permite caer en la cuenta de que se postulaba un idealismo de 
la libertad alejado de las pretensiones ultranacionalistas de Prusia y 
que deseaba promover la idea de humanidad, es decir, llevar al ser 
humano a su máxima plenitud al conciliar los ideales formativos 
(Bildung), con los valores del espíritu (Geist) y los deseos de libertad 
(Freiheit) (Gennari, 1995). De alguna manera, estos valores expresa-
ron aquello que se ha designado como «espíritu de Weimar», un 
símbolo de la cultura alemana clásica y humanista, a la sombra de 
la figura de Goethe, de quien en 1932 se había cumplido un siglo 
de su fallecimiento. Por descontado, la nueva república alemana, 
surgida de las cenizas del Segundo Imperio, reunió a sus parlamen-
tarios en Weimar, donde surgió la Constitución de 1919. Además, 
este espíritu de Weimar alentaba a una clase intelectual que debía 
resolver cuestiones surgidas de la civilización moderna, urbana e 
industrial, que favorecía la sociedad de consumo y la política de 
masas (Weitz, 2009). 
Ni que decir tiene que emergía una nueva realidad social que se 
diferenciaba de la anterior a la Gran Guerra, cuando la formación 
(Bildung) había caracterizado a la burguesía cultivada (Bildungsbür-
gertum). « L’inflation a ruiné une grande partie de cette bourgeoisie 
qui pouvait se consacrer aux choses de l’esprit grâce à des revenus 
hérités. La culture humaniste s’est révélée incapable de lui donner 
une cohérence idéologique pour comprendre les catastrophes du 
XXème siècle d’où, chez certains, une fuite dans la technique, la 
spécialisation scientiste extrême, l’irrationalisme ou des formes 
nouvelles de réaction intellectuelle » (Charle, 2007, p. 134). Con 
todo, y como mínimo una parte de la intelectualidad de la Repúbli-
ca de Weimar a la que pertenecían Jaeger y Spranger, postulaban una 
nueva cruzada humanista, una especie de tercer humanismo que 
con su carga regeneradora debía enlazar con la tradición clásica 
helénica y neohumanista (Winckelmann, Goethe), sin perder de 
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vista el potencial pedagógico de la Bildung queera analizada desde 
la perspectiva de la Paideia. « Werner Jaeger avait placé dans le troi-
sième humanisme, élaboré entre science et Bildung, entre le passé 
grec et le présent de l’Allemagne, les ambitions les plus élevées » 
(Andurand, 2011, p. 219). En definitiva, se trataba de un intento de 
humanizar y espiritualizar un mundo en crisis generalizada que 
afectaba, no solo al humanismo, tal como formuló Curtius (2006-
2007, 2012), sino a todos los ámbitos (económicos, políticos, cien-
tíficos, sociales, filosóficos, culturales, pedagógicos, etc.). Y ello 
hasta tal punto que algunos autores han detectado en este esfuerzo 
un intento conservador (Spengler, Jünger, Heidegger, etc.), e incluso 
reaccionario, ante el avance de la tecnología (Roa Llamazares, 2010, 
p. 64-68). 
De cualquier modo, y en lo que se refiere a Roura-Parella, discípu-
lo de Jaeger y Spranger, vinculaba la Paideia clásica con la idea de 
formación o modelado (Formung), a fin de humanizar y espiritualizar 
al ser humano ante el embate de la crisis moderna. No por azar, el 
título original de la obra de Jaeger, cuya traducción Roura-Parella 
propuso al Fondo de Cultura Económica, es el siguiente: Paideia. Die 
Formung des griechischen Menschen (1ª. ed., 1934-1944, 3 vols). «Wer-
ner Jaeger ha tratado magistralmente el sentido mundial de la edu-
cación en Grecia. Leí su Paideia bajo la influencia de las ideas de 
Giner, libro cuya traducción recomendé en su día al Fondo de Cul-
tura Económica» (Roura-Parella, 1965, p. 77). Con este enfoque, no 
hace falta decir que la cultura clásica ha influido en la cristiana y 
esta, a su vez, en la moderna, desde el momento en que la formación 
constituye «una característica esencial de la vida humana como 
existencia histórica» (Grassi y von Uexküll, 1952, p. 17).
A todo esto, hay que añadir que la idea de formación (Bildung) –con 
su indudable carga religioso-luterana (Thöhler, 2016)– debe contem-
plarse desde la perspectiva de la autoeducación, autoformación, de 
acuerdo con la voluntad de «llegar a ser como eres», en sintonía con 
la Pítica segunda de Píndaro. Esta idea constituye un eje central del 
pensamiento pedagógico que, en sintonía con las ciencias del espí-
ritu, propone la realización de uno mismo desde un enfoque armó-
nico a fin de superar, sin dramatismos, el desgarramiento moderno 
entre el yo y el mundo, con lo que la formación se asemeja a un 
proceso de mediación entre el espíritu subjetivo y el espíritu objeti-
vo. Merece la pena repetir que uno de los rasgos de la pedagogía 
científicoespiritual gira en torno al ideal de formación, que bajo la 
influencia de Dilthey revela la trascendencia de la autoformación. 
A guisa de ejemplo, Ernesto Grassi constata que «formación signifi-
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ca –como expresa el término– “autoformación”, “llegar a ser”», con 
lo que detrás de esta aseveración se detecta la presencia del manda-
to pindárico de llegar a ser como eres y la llamada de Goethe en el 
Meister a formarse uno mismo. 
Además, la tensión entre la formación intrapersonal y la interper-
sonal puede ser vista como una manifestación de la antinomia entre 
individuo y colectividad, una de las problemáticas pedagógicas más 
significativas. Al cabo, Goethe planteó la formación individual en 
Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), mientras que los 
aspectos sociales fueron formulados en Los años itinerantes de Wilhelm 
Meister (1829), dos obras que completan el sueño de la formación 
neohumanista. Si la formación de uno mismo está bien presente en 
el primer Meister, en el segundo descuella la armonía social de la 
provincia pedagógica de los años de viaje, inherente a los proyectos 
universalistas que se conforman en torno al ideal de humanidad 
(Comenio, Lessing, Pestalozzi, Krause, etc.). Si recordamos el pasaje 
dedicado por Goethe a la provincia pedagógica, vemos cómo se re-
chazaba cualquier religión que estuviese fundada en el miedo, a la 
vez que después de los estadios de la religión étnica de los pueblos 
y filosófica se llegaba al nivel superior, a la religión cristiana «porque 
en ella –señala Goethe– se manifiesta esa visión del mundo» (Goethe, 
2017, p. 255). 
Conviene llamar la atención sobre la tradición de la Bildung, que 
dominó el ambiente cultural centroeuropeo más allá incluso de la 
geografía germánica, según la cual la persona persigue siempre un 
ideal que se revela en la vocación, si bien hay ideales auténticos que 
se diferencian de los falsos y espurios. El verdadero ideal, el autén-
tico, no es otro que la propia realización personal, la realización de 
sí mismo en un camino siempre arduo de recorrer, una especie de 
montaña empinada que se asciende con dificultad y que nos con-
duce hacia la liberación, esto es, al gozo de la libertad que da fuerzas 
para proseguir el camino y que conduce hasta lo más sublime, esto 
es, a Dios. Por ello, la instrucción –pieza clave de la pedagogía her-
bartiana– no es suficiente porque se precisa, además de la adquisición 
de conocimientos, una formación de las fuerzas espirituales que nos 
mueven hacia arriba, hacia lo nouménico, una especie de mayoría 
de edad espiritual que solo se consigue en el trato con la cultura, 
esto es, con las aportaciones del espíritu objetivo. En el fondo, la 
pedagogía científicoespiritual se inscribe en la línea del idealismo 
de la libertad que surge con Sócrates y que alcanza su máxima ex-
presión con Goethe, porque el objetivo último –más allá de la eru-
dición y del dominio de saberes práctico-profesionales– radica en la 
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formación de una vida espiritual libre. Y a pesar que este ideal pe-
dagógico ha sido criticado por su elitismo burgués, no es menos 
verdad que a través de Kerschensteiner con la escuela del trabajo 
(Arbeitsbildung) adquirió una condición popular que, gracias a esta 
escuela, llegaba a todos los sectores sociales. 
Amor y axiología
Llegados a este punto, debemos tener en cuenta que en medio de 
este estado de cosas se produjo la recuperación del tema del amor 
vinculado a la filosofía de los valores (Brentano, Scheler, Hartmann, 
etc.) que atenuaba el formalismo de los principios imperativos de la 
filosofía moral kantiana. En paralelo, también se rescataba la tradi-
ción pedagógica romántica (especialmente Pestalozzi) que había 
resaltado la importancia del amor que a través de la madre nacía en 
el seno de la familia y que apuntaba a toda la humanidad. En aque-
llos años de entreguerras (1919-1939), esta filosofía del eros con in-
negables connotaciones platónicas pretendía rectificar el rumbo del 
psicoanálisis freudiano que actualizó el tema de la sexualidad du-
rante los años de la República de Weimar. De alguna manera, la li-
bertad sexual de los nuevos tiempos con sus proyectos educativos 
de carácter reformista como la coeducación y la pedagogía de la 
aclaración sexual, chocó con actitudes conservadoras. Por ello, cuer-
po y sexo constituyen un binomio en el sistema social de la Repú-
blica de Weimar, en un momento en que se producía un descenso 
de la natalidad y un aumento de las enfermedades venéreas (Weitz, 
2009, p. 345-382). 
Cabe subrayar que la tematización del eros como fuerza pedagógi-
ca no debe deslindarse de la recepción de las ideas freudianas después 
de la Primera Guerra Mundial. Al fin y al cabo, las ciencias del espí-
ritu podían compartir la tesis freudiana porque –de acuerdo con su 
actitud idealista– el hombre está llamado a domeñar las fuerzas de 
la naturaleza, esto es, los instintos, sometiéndolos a una axiología, 
o lo que es lo mismo, a un orden jerárquico idealizado. Por esto, 
Spranger –promotor desde su cátedra berlinesa de la pedagogía cien-
tíficoespiritual– buscaba liberar al educando de la tiraníade los 
instintos intentando que actuase bajo la influencia de la conciencia 
moral que aparece –según la tradición estoica– como un eco de la 
voz divina. La convergencia de estas variables –la voluntad de reha-
bilitar el mundo de los valores impugnado por la filosofía nietzs-
cheana, la vuelta al platonismo y el deseo de encauzar el potencial 
pedagógico del eros– coincide en la totalidad psicofísica de la perso-
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na humana que integra en su unidad funcional la sensualidad y la 
espiritualidad.
Vistas así las cosas, Spranger entiende la educación como un pro-
ceso a través del cual el eros –que impelido por la naturaleza respon-
de solo al impulso sexual– ha de coadyuvar a la realización de 
aquello verdaderamente esencial, esto es, al mundo ideal de los 
valores que son fruto de la cultura y que han de elevarse hacia lo 
más alto. La elevación hacia lo bueno y divino presupone un revue-
lo que modifica el corazón a través de un impulso que nos eleva 
hacia arriba y que genera un auténtico cambio radical en la vida de 
los individuos que así renacen a una nueva vida. En realidad, se 
trata de un impulso que surge de la tradición helénica del eros –una 
fuerza mágica que brota tumultuosamente de la fuente primaria de 
la vida– pero que, justamente, sirve para espiritualizar la vida huma-
na al engendrar los ideales. «Del Eros, y solo de él, nace la capacidad 
de idealizar, es decir, de elevar en el sentido de sus supremas posibi-
lidades valiosas a los hombres y al mundo sobre los fenómenos que 
nos salen al paso» (Spranger, 1948, p. 119-120).
Sin duda, el eros es el mecanismo que nos permite transitar de la 
sensualidad material a la idealidad espiritual. De ahí que para 
Spranger la educación deba respetar esta dimensión erótica de la 
persona humana porque solo quien posea esa capacidad puede 
construir su propia personalidad, sin perder de vista las tres lega-
lidades que rigen el mundo globalmente considerado (macrocos-
mos): «Pues Eros se esfuerza hacia la forma, la ley y el valor, según 
la trinidad de belleza, verdad y bondad». De acuerdo con esta filo-
sofía de resonancias platónicas y estoico-panteístas, el verdadero 
educador –el educador nato que para Spranger es aquel que está 
conmovido por la pasión del espíritu (Spranger, 1960)– deberá 
estar dotado de la capacidad de canalizar esta dimensión erótico-
ideal que exige que cada uno forje su propia forma (Formung), a 
través de un esfuerzo personal semejante al del Meister goethiano. 
En fin, en virtud de este proceso formativo el ser humano se hace 
artista de sí mismo confiriendo a su personalidad unas caracterís-
ticas antropoplásticas. 
De hecho, el problema de la juventud –que tanto interés despertó 
en Spranger, al socaire del movimiento de la juventud (Jugendbewe-
gung)– exige la atención de este eros que no es más que la fuerza del 
alma en desarrollo. De alguna manera, el eros constituye una especie 
de élan vital que favorece la fantasía idealizadora del individuo en 
su esfuerzo por formarse a sí mismo, una formación que se mani-
fiesta sedienta de belleza, verdad y bondad porque «el eros despier-
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ta lo noble por todas partes donde mira». Frente al saber de dominio 
que había impuesto la modernidad tecnocientífica, se proponía un 
saber de salvación –basado en un renacimiento espiritual de orden 
platónico-idealista– que gracias al impulso erótico ilumina todas las 
cosas a la luz del mundo ideal que trasluce la presencia de lo divino. 
«Solo el ojo radiante ve el sol; solo el hombre erótico aprehende el 
ideal; solo la explicación ética es genuina».
De esta manera el eros otorga a la vida el sentido de la dialéctica 
ascendente y creadora hacia aquello más elevado, generando –fren-
te al desánimo imperante de la época de entreguerras– una vida 
plena de fantasía e ilusiones. Así, la pasión erótica –cuando no que-
da circunscrita al simple nivel del deseo– actúa a modo de un ímpe-
tu que nos permite pasar, a partir de una concepción estratificada 
del ser humano, de los grados inferiores (fenoménicos, sensuales) a 
los superiores pudiendo contemplar así las formas puras de la belle-
za, de la verdad y de la bondad que conforman una unidad casi di-
vina. Nótese de paso que la espiritualización del eros propuesta por 
Spranger hizo que se fuese acercando a la filosofía platónica, tal como 
aparece en el Banquete –una especie de evangelio para la juventud– al 
exponer el tránsito de lo corporal a lo espiritual. Desde luego, tal 
planteamiento se adecuaba a una concepción estratificada del ser 
humano, defendida por Hartmann y Nohl y, por extensión, a la fi-
losofia de los valores (Scheler). Por consiguiente, una de las dimen-
siones que caracterizan al maestro es la actitud amorosa que se 
manifiesta –more platónico– en una doble vertiente: hacia los valores 
y hacia el educando en proceso de formación. 
Para Spranger, el platonismo constituye una voluntad espiritual 
que confiere a lo erótico esa fuerza que le permite ir más allá de lo 
puramente material, aunque existe una sola ocasión –la de la pro-
creación– en la que la posesión erótica del cuerpo coopere con la 
satisfacción del anhelo espiritual. Spranger lo tiene bien claro al 
considerar que Platón «a las malas costumbres pederastas de sus 
contemporáneos griegos les da un sentido profundamente espiritual 
para tratar de combatirlas de este modo». Nos encontramos, por 
tanto, ante una dialéctica amorosa que nos ha de conducir a las 
esferas más altas, donde radica lo verdaderamente último. «Quien 
asciende tan alto, ve lo que el mundo mantiene unido, sin envoltu-
ra alguna», si bien el ascenso se realiza gracias a la ayuda de las alas 
de eros. Además, Spranger coincide con Heidegger al presentar la idea 
de verdad como aletehia, es decir, a modo de un desocultamiento 
que nos lleva ante el brillo de una unidad divina que es trina al 
conglutinar la belleza, la bondad y la verdad, con lo que el papel del 
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maestro adquiere una dimensión casi mágica propia del educador 
nato (Spranger, 1960). 
Nos encontramos, pues, ante una pedagogía cordial que enlaza 
con la tradición agustiniana y pascaliana, y es cultivada por el ro-
manticismo pedagógico (Rousseau, Pestalozzi). «La fuerza espiritual 
capaz de considerar a un hombre como libre cuando en la realidad 
concreta no se nos manifiesta como tal es el amor. La mirada amo-
rosa no ve al hombre en su realidad presente sino que penetra has-
ta el fondo del alma e ilumina todas sus posibilidades. El amor obra 
el milagro de hacer libre a todo aquel que es tratado como tal. El 
amor es la fuerza actualizadora de virtualidades por excelencia» 
(Roura-Parella, 1940a, p. 181). Se trata de una pedagogía que impug-
na los vientos del racionalismo (Descartes, positivismo) y del mate-
rialismo (sensualismo, marxismo), a la vez que se distancia de 
cualquier injerencia o manipulación política porque la labor del 
maestro obtiene sus frutos a largo plazo, mientras que la tarea del 
político se encuentra mediatizada por la problemática del día a día. 
De hecho, esta pedagogía romántica –que demanda una conciencia 
amorosa ya presente en el ordo amoris de Scheler– llega hasta el mis-
mo Xirau, quien presenta el amor como la condición de posibilidad 
de cualquier acción pedagógica. 
Justamente uno de los profesores de la Universidad de Barcelona, 
que colaboró en el Seminario de Pedagogía de Xirau, fue Paul Ludwig 
Landsberg –discípulo de Scheler– que después de permanecer duran-
te algunos cursos en Barcelona donde fue acogido a fin deescaparse 
de la persecución antisemita, murió –consumada la derrota republi-
cana– en un campo de exterminio nazi (Escribano, 2015). Por su 
parte, Joaquín Xirau desarrolló una filosofía de la educación basada 
en el amor durante los años de la Guerra Civil con la aparición de 
L’amor i la percepció dels valors (1936), cuyas intuiciones fueron de-
sarrolladas en Amor y mundo (1940), obra que en opinión de su hijo 
Ramón, sigue constituyendo lo más esencial del pensamiento de su 
padre.
A tenor de lo que decimos, la formación humana exige una con-
ciencia cordial –por tanto, del corazón y no tanto de la inteligencia – 
porque en el ser humano la dimensión axiológica y valorativa tiene, 
incluso, mayor peso específico que la capacidad intelectiva (cogitans). 
Antes que un ser cogitans el hombre es un ser amans de modo que 
el corazón es anterior a la cabeza. Desde esta perspectiva, la educación 
consiste en el paso de la animalidad a la espiritualidad, o lo que es 
lo mismo, la formación de una personalidad del alumno que, en vez 
de fundamentarse en las capas epidérmicas de la sensibilidad, ha de 
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apuntar hacia la más alta esfera del espíritu donde se encuentra el 
mundo de los valores porque la vida se encuentra entretejida por 
experiencias de valoración y objetivación de valores. 
La sistematización e institucionalización de la pedagogía
En vista de cuanto llevamos expuesto, da la impresión de que la 
Segunda República española (1931-1939) seguía los pasos de la Re-
pública de Weimar, en el sentido de que la pedagogía adquiría un 
papel primordial de cara a dar respuestas a la crisis generalizada que 
vivía el mundo desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, con 
una importante crisis de valores que se agudizó con el derrumbe 
bursátil de 1929. Como hemos visto, la pedagogía científico-espiritual 
debía contribuir a espiritualizar el mundo frente al nihilismo y al 
materialismo, a la vez que reivindicaba la esfera axiológica como 
una respuesta a la despersonalización y a la beligerancia imperante. 
Tampoco hay que perder de vista que en Alemania se mantenían 
dos grandes líneas en el campo de la pedagogía, una luterana de 
ascendencia científico-espiritual (Dilthey, Spranger) instalada en la 
Universidad de Berlín, y otra católica, que tuvo los seminarios cató-
licos y la Universidad de Múnich como centros de referencia. Si 
durante los años de la Segunda República, la pedagogía siguió el 
modelo berlinés, con el franquismo –y aquí hay que destacar la 
personalidad de Juan Tusquets– se fijó la atención en la universidad 
de Múnich, donde había profesores de la categoría de Romano Guar-
dini que impartía su docencia desde 1923. Mientras la pedagogía 
científicoespiritual apostaba por la cosmovisión del espíritu de la 
libertad (Sócrates, Platón, Aristóteles, Kant, Fichte), Guardini defen-
día la cosmovisión católica que contrastaba con la defendida por la 
pedagogía científicoespiritual, que se singulariza por su ascendencia 
hegeliana e histórica (Guardini, 1982). 
En este orden de cosas, no debemos perder de vista que Dilthey 
–cuya Teoría de las concepciones del mundo se tradujo un par de oca-
siones entre 1944 y 1945– distinguió dos grandes tipos de cosmovi-
siones: 1) la concepción religiosa del mundo que constituye una 
propedéutica para la concepción metafísico-idealista que, a su vez, 
se bifurca en el idealismo objetivo de corte panteísta (Herder, Goethe, 
Schelling, Schopenhauer, Schleiermacher) y en el idealismo de la 
libertad que es una creación del espíritu ateniense (Sócrates, Platón, 
Aristóteles) y que encuentra en Kant, Fichte y Schiller a sus mejores 
representantes; 2) la concepción naturalista según la cual el hombre 
se halla determinado por la naturaleza (Demócrito, Lucrecio, Hol-
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bach, Feuerbach), aunque está por encima del curso de la naturaleza 
gracias al pensamiento. Por su parte, Spranger estableció un esquema 
triádico entre el naturalismo (empírico en el plano cognoscitivo y 
eudaimonista en el terreno ético), el idealismo objetivo que sostiene 
la unidad espiritual del mundo (Hegel) y el idealismo de la libertad 
(Platón, Kant, Fichte). A su vez, Flitner en su Pedagogía Sistemática 
(1935) planteó la siguiente tipología: 1) la de las teologías cristianas; 
2) la de la filosofía platónica, racionalista e idealista, y 3) la de las 
ciencias positivas que abarcan tanto las de carácter sociológico como 
las de significación biológiconaturalista. 
De suyo, el modelo muniqués –Guardini, Göttler– respondía a los 
principios del personalismo cristiano, que puede incluirse en el 
apartado reservado por Flitner a las teologías cristianas, de modo 
que se alejaba del culturalismo de la pedagogía de las ciencias del 
espíritu vinculadas al idealismo de la libertad e, igualmente, se dis-
tanciaba del positivismo. Al fin de cuentas, ya hemos evocado an-
teriormente que en Alemania –siempre proclive al concepto de Bil-
dung, una especie de autoformación germana (Thöhler, 2016)– se 
abrían dos caminos, uno luterano-berlinés, centrado en la Univer-
sidad de Berlín (Dilthey, Spranger), adonde acudió Juan Roura-Pare-
lla en 1930, y otro católico-muniqués, simbolizado por la Universi-
dad de Múnich, de donde bebió Juan Tusquets, que accedió a la 
cátedra de Pedagogía General de la Universidad de Barcelona en 1955 
y que se mostró contrario a la manera cómo se institucionalizó la 
pedagogía en Barcelona durante el periodo republicano (Tusquets, 
1963-1965).
Podemos añadir que durante el período de entreguerras (1919-
1939), se produjo en España –gracias también a José Ortega y Gas-
set– una rehabilitación del pensamiento de Dilthey. En esta línea, 
circulaban textos como el traducido por Lorenzo Luzuriaga «Sobre 
la posibilidad de una ciencia pedagógica con validez universal», que 
data de 1888 y que, en un primer momento, se publicó en la Revis-
ta de Pedagogía y que más tarde fue incluido en el libro Teoría de la 
concepción del mundo (Dilthey, 1945, p. 375-401). Al cabo, Luzuriaga 
procedió a la traducción del volumen noveno de las obras comple-
tas de Dilthey que había preparado Otto Friedrich Bollnow, y que 
incluía la historia y la sistemática de la pedagogía, al partir del su-
puesto de que el ideal de educación depende siempre del ideal de 
vida de un pueblo que se configura a través de la historia. En efecto, 
sobre la base del volumen noveno de las obras de Dilthey Gesam-
melte Scriften (Teubner, Leipzig 1934), dedicado a la pedagogía (Pä-
dagogik: Geschichte und Grundlinien des Systems), Luzuriaga tradujo 
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los Fundamentos de un sistema de Pedagogía (Losada, Buenos Aires 
1940) y la Historia de la Pedagogía (Losada, Buenos Aires 1942), am-
bas reeditadas en diversas ocasiones. Con el transcurso del tiempo, 
la pedagogía del exilio español fue receptiva a esta tradición de las 
ciencias del espíritu, ya sea gracias a la presencia de Lorenzo Luzu-
riaga en Buenos Aires, donde contó con el apoyo del editor Gonza-
lo Losada, y de Eugenio Imaz y Juan Roura-Parella en México, que 
vertieron la obra de Dilthey al español con el soporte del Fondo de 
Cultura Económica (Vilanou, 2002; Vilanou, 2003-2004).
Con este trasfondo que pone al descubierto la fenomenología de 
la pedagogía universitaria, introducida en los ambientes académicos 
europeos después de la Gran Guerra, es menester observar el progra-
ma de estudios de la primera sección de pedagogía de la Universidad 
de Barcelona durante los años republicanos. Bien mirado, compren-
día dos etapas, con un primer periodo común para todos los estu-
diantes, con una presencia significativade lenguas –clásicas y mo-
dernas– y un segundo periodo de especialización. Sin embargo, los 
maestros que deseaban acceder a los estudios pedagógicos no debían 
acreditar aquellos conocimientos clásicos, a fin de facilitar su paso 
a la Universidad después de los estudios normalistas y una prueba 
de aptitud. En realidad, la sección de Pedagogía tenía por objeto el 
desarrollo de los estudios superiores pedagógicos, así como la for-
mación pedagógica del profesorado de segunda enseñanza, de las 
Escuelas Normales, de los inspectores de primera enseñanza, de los 
técnicos de organización escolar y de los directores de grupos esco-
lares a partir de los seis grados. Parece claro, pues, que aquella sección 
adquiría una orientación claramente profesional, si bien no olvida-
ba el perfeccionamiento espiritual de los maestros. En suma, forma-
ción universitaria, profesionalización y espiritualización eran los 
objetivos perseguidos por aquella primera sección de pedagogía de 
la Universidad de Barcelona de la década de los años treinta. De 
cualquier modo, no se perdía de vista el horizonte generalista que 
se vinculaba, no solo a la pedagogía sino también a la historia de la 
cultura, amén de otras materias (Biología aplicada a la educación, 
Didáctica, Filosofía, etc.), con lo que se pretendía superar las lindes 
de lo puramente educativo para situar lo pedagógico en el marco 
general de la cultura. 
Desde un punto de vista cronológico, Joaquín Xirau alentaba el 
deseo –desde que llegó a la Universidad de Barcelona como catedrá-
tico en enero de 1928– de incorporar los estudios de Pedagogía. En 
principio, creó un Seminario de Pedagogía a fines de 1929 que em-
pezó a ser operativo en el mes de octubre de 1930. De hecho, la 
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institucionalización universitaria de la pedagogía tuvo lugar con el 
inicio de las actividades del Seminario de Pedagogía de la Universi-
dad de Barcelona, dirigido por Joaquín Xirau e inaugurado oficial-
mente con una conferencia de Adolphe Ferrière pronunciada el 5 de 
diciembre de 1930 (Soler Mata, 2008). Ya en aquel mismo año de 
1930, Xirau había solicitado que le fuese acumulada a su cátedra de 
Lógica otra de Pedagogía, pero la petición fue desestimada por las 
nuevas autoridades republicanas argumentando que dicha asigna-
tura no aparecía en el plan de estudios de la Facultad de Filosofía y 
Letras. La puesta en marcha del Seminario de Pedagogía se debió a 
la generosa ayuda del Ayuntamiento de Barcelona que, a través de 
Manuel Ainaud, subvencionaba sus actividades con una aportación 
económica (más de 4.000 pesetas anuales) que permitía una peque-
ña infraestructura administrativa, la contratación de profesorado y 
conferenciantes para los cursos y, lo que es más importante, el inicio 
de una biblioteca especializada que reunía, no solo libros de peda-
gogía, sino también de Filosofía y Psicología (Doménech Doménech, 
1995). Con el paso del tiempo esta biblioteca se ha ido desgajando 
entre las diversas facultades, si bien contamos con el libro de entra-
das que incluye los 2000 primeros títulos ingresados en el Seminario. 
Así tenemos una visión general –aunque todavía no se ha realizado 
ningún estudio bibliométrico– del contenido de la biblioteca del 
Seminario de Pedagogía, alternativa al de Ética que dirigía Tomás 
Carreras Artau.
Ante la riqueza de los títulos adquiridos –el Seminario de Pedago-
gía mantenía relaciones comerciales con diversas casas editoriales 
extranjeras– podemos asegurar que su fondo bibliográfico respondía 
a las tendencias de la vida intelectual europea con la presencia en 
sus anaqueles de las obras completas de la mayoría de intelectuales 
de la época (Dilthey, Husserl, Heidegger, sin olvidar a Nietzsche y 
Scheler). Ciertamente, uno de los temas que más interesaba al Semi-
nario era justamente la axiología. Si Xirau dirigía sus lecturas al es-
tudio de Platón y san Agustín, lógicamente la presencia en Barcelo-
na de Paul L. Landsberg favoreció la difusión de la filosofía de 
Scheler. Por lo demás, el objetivo primordial del Seminario, con una 
inequívoca voluntad espiritualizadora, era «donar als mestres els 
coneixements de caràcter superior que necessiten per a dur terme la 
seva obra educativa i que no han pogut adquirir amb els plans 
d’estudis que seguiren en cursar a les escoles normals, i mantenir en 
tot moment la seva qualitat espiritual».
De acuerdo con este objetivo, la formación pedagógica atendía a 
una consolidación basal de conocimientos, con un sesgo histórico 
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y filosófico, desde el momento que el primer año de funcionamien-
to del Seminario de Pedagogía, durante el curso 1930-31, se organi-
zaron cursos permanentes sistemáticos divididos en dos años (Vila-
nou, 2005a). El primero abarcaba Pedagogía (Joaquín Xirau), 
Principios de Filosofía y Psicología (Jaime Serra Húnter), Psicología 
infantil (Emilio Mira) y Fisiología humana (Augusto Pi Suñer y Jesús 
Bellido). Para el segundo año, de profundización, organizaron un 
Seminario de Pedagogía (Xirau), un curso de Psicotecnia educativa 
y psicopatología infantil (Mira), una materia de Fisiología e higiene 
escolar (Pi Suñer y Bellido) y, finalmente, un curso de Metodología 
y organización escolar, con la presencia de maestros con larga expe-
riencia profesional. 
Vale la pena señalar que Juan Roura Parella, profesor de la sección 
de Pedagogía de la Universidad de Barcelona durante la Segunda 
República y que se exilió en México, siguió en el semestre de invier-
no del curso académico 1930-31, en la Universidad de Berlín, el 
curso de Eduard Spranger sobre Systematische Pädagogik2. Bajo la 
influencia de Spranger, Roura-Parella asumió el camino que Dilthey 
inició al entrever que la educación y la escuela no son entidades 
aisladas sino que se encuentran integradas en el todo de la vida 
humana, o, con más precisión, de la vida espiritual, ya que el ser 
humano es un ser biológico que habita también un mundo espiritual 
que se manifiesta a través de las diversas formas de vida (Lebensfor-
men). Por tanto, lo real y concreto se integra con lo ideal en el todo 
de la vida espiritual, o si se quiere, cultural de cada comunidad en 
su devenir histórico, con lo que la educación constituye un «fenó-
meno esencial en la vida tanto individual como colectiva», y así se 
convierte en la «verdadera guardiana de la historia», habida cuenta 
de que la formación implica –de acuerdo con Goethe– la transfor-
mación del sentido de la historia de cara a su eterna conservación 
(Roura-Parella, 1940b). Con esta misma intención surgía la necesidad 
de un nuevo humanismo en que destacan nombres como Ernst 
Robert Curtius y Werner Jaeger. El primero fue invitado a pronunciar 
una conferencia en el Seminario de Pedagogía de la universidad el 
9 de abril de 1932 en la que disertó sobre el sentido del humanismo 
(Curtius, 2006-2007). En relación con Jaeger –a quien Roura-Parella 
2 Se trata de un documento policopiado, de 80 páginas, en el que se desarrollan los 
núcleos centrales de la enseñanza (Erziehung) que se sitúa en función de la personalidad 
(Persönlichkeit). El texto plantea un abordaje general a la educación, con referencias 
psicológicas (Freud), religiosas y didácticas con lo que adquiere el aspecto de una 
pedagogía general. 
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trató personalmente y con quien se carteó– dio noticia bibliográfica 
de la publicación de su monumental Paideia, a la vez que propuso 
su traducción en el exilio. 
De ahí la conveniencia de la historia de la pedagogía para com-
prender el presente en funcióndel pasado y, sobre todo, de una 
pedagogía sistemática que aspira «a establecer las categorías que 
orienten la realidad educativa, y a comprender y analizar la concre-
ta circunstancia educativa en función del puesto del hombre en el 
cosmos» (Flitner, 1935, p. 32). Al respecto, y a fin de fundamentar 
la pedagogía como disciplina científica culturalista se atendió tanto 
a la historia del pensamiento pedagógico como a su conceptualiza-
ción sistemática. Se pretendía conectar las corrientes educativas 
modernas vinculadas al movimiento de la Escuela Nueva con aque-
llos pedagogos (Pestalozzi, Rousseau, Herbart, Froebel) que habían 
sentado las bases del saber pedagógico. Valga precisar que desde un 
punto de vista teorético, se detecta una posición a favor del cultu-
ralismo pedagógico, en consonancia con los vientos que llegaban 
de la República de Weimar, y aquí cobra especial significación el 
nombre de August Messer. Aunque buena parte de los libros de 
Messer habían sido traducidos por editoriales de Madrid –Revista de 
Pedagogía y Revista de Occidente–, también desde Barcelona la editorial 
Labor publicó, en el año 1927, dos de sus obras más destacadas. Nos 
referimos a Fundamentos filosóficos de la Pedagogía e Historia de la 
Pedagogía. En contra del relativismo y del positivismo, la filosofía de 
Messer defiende la perennidad de los valores que se manifiesta a 
través de la cultura. A partir de este concepto de cultura (presentado 
como el reino de la libertad contrapuesto a la necesidad de la natu-
raleza) se orquesta una educación que promueve la conciencia im-
perativa de los valores que huye del puro intelectualismo y destaca 
la dimensión cordial de la vida humana, es decir, las posibilidades 
de su experiencia estimativa en una línea filosófica que también 
defendió Joaquín Xirau en su pedagogía (Amor y mundo, 1940).
En consecuencia, la pedagogía de Messer alcanza un carácter nor-
mativo y culturalista. Tanto es así que el fundamento de la pedago-
gía radica en la filosofía, y más concretamente, en una filosofía 
culturalista que promueve la participación del hombre en el conjun-
to de los valores que integran la cultura objetiva. Esta pedagogía 
culturalista también encontró una caja de resonancia en la pedago-
gía sistemática de Flitner que buscaba un estatuto espiritual y cien-
tífico porque, en último término, se imponía la construcción de un 
mundo espiritual abierto a los valores. A su vez, la pedagogía de las 
ciencias del espíritu proponía una estimulación del carácter como 
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reacción a las pretensiones de la mecanización y especialización de 
la vida humana. Se aspiraba, pues, a una concepción global, cosa 
lógica si tenemos en cuenta que la vida toda se concibe como un 
trato espiritual dentro de sus propios contenidos espirituales. De ahí 
la importancia de humanizar el mundo laboral que, a través de 
Kerschensteiner, vincula la cultura, la enseñanza profesional y el 
civismo (Meyer, 1968). Por esta vía, el trabajo se convierte en un 
elemento clave de una política educativa orientada a formar ciuda-
danos para una vida cívica, democrática y preocupada por las cues-
tiones espirituales. De manera que la esfera de los valores no puede 
permanecer al margen de la escuela del trabajo que así se presenta 
con una voluntad de moralizar a la sociedad. Bajo la estela pesta-
lozziana (no por azar la editorial Labor publicó en 1931 la biografía 
de Natorp sobre Pestalozzi), trabajo y moralidad constituyen dos 
principios sobre los que ha de pivotar la acción educativa. 
Es evidente que Xirau aprovechó la proclamación de la Segunda 
República para institucionalizar oficialmente la pedagogía, aunque 
desde hacía tiempo reivindicaba el estudio universitario de la discipli-
na, extremo que se corroboró con la creación de la Sección de Peda-
gogía de la Universidad de Madrid el mes de enero de 1932. En efecto, 
por un decreto de fecha 27 de enero de 1932 (Gaceta de Madrid, 29 
de enero de 1932), firmado por Niceto Alcalá Zamora, presidente de 
la República, y como ministro de Instrucción Pública, Fernando de 
los Ríos Urruti, se suprimió la Escuela Superior de Estudios de Ma-
gisterio, que fue substituida por la Sección de Pedagogía de la Facul-
tad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. La decisión de 
su creación había sido tomada por Marcelino Domingo –político 
catalán republicano vinculado al socialismo y a la ILE– que había 
antecedido en el cargo a Fernando de los Ríos.3 
Poco después, la Sección de Pedagogía de la Universidad de Barce-
lona empezó a funcionar en el año 1933, en el marco de la Facultad 
de Filosofía y Letras, si bien el reconocimiento público de los estudios 
3 Su creación se justificó en el artículo primero: «Artículo 1º. Para el cultivo de las 
Ciencias de la Educación y el desarrollo de los estudios superiores pedagógicos para la 
formación del profesorado de la Segunda Enseñanza y directores de grandes escuelas 
graduadas, se crea en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid una 
Sección de Pedagogía. Se le habilita para conceder tres tipos de títulos: a) Certificados 
de estudios pedagógicos: que habilita para oposiciones a Cátedras de Institutos y de Es-
cuelas Normales, con excepción de la de Pedagogía; b) La Licenciatura en Pedagogía que 
habilita para oposiciones a Cátedras de Pedagogía de las Escuelas Normales, Inspección 
de Primera Enseñanza y Direcciones de Escuelas graduadas; c) Doctorado en Pedagogía 
que habilita para las oposiciones a Cátedras universitarias de la Sección de Pedagogía».
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no llegó hasta la primavera de 1936. Con anterioridad, Joaquín 
Xirau había reclamado la ayuda y colaboración de M. B. Cossío para 
que la Sección de Pedagogía de la Universidad de Barcelona fuese 
una realidad con reconocimiento oficial, más allá de los trabajos de 
Seminario que se llevaban a cabo desde 1930 (Llopart, 2003). Debi-
do a diversas reticencias, algunas surgidas desde el interior de la 
Universidad de Barcelona, la gestión se retrasó, si bien gracias a un 
decreto del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, cuando 
Marcelino Domingo era ministro y Diego Martínez Barrio, presiden-
te interino de la República, se aprobó la Sección de Pedagogía de la 
Universidad de Barcelona que se equiparó a la existente en la Uni-
versidad de Madrid. «Sus planes de estudios –decía el decreto de 
fecha 5 de mayo, publicado en la Gaceta de Madrid el 7 de mayo de 
1936–4 y sus grados tienen, por tanto, idéntica validez para todos 
los fines del Estado y la enseñanza». En líneas generales seguía los 
mismos planteamientos que la sección de Madrid, si bien introducía 
innovaciones en la denominación de alguna asignatura, por ejemplo, 
Psicología infantil en lugar de Paidología. Igualmente, se incluía –
gracias a los buenos oficios del doctor Emili Mira– asignaturas como 
Psicotecnia Educativa, Psicopatología Infantil, Biología Infantil, 
Pedagogía, Organización escolar y Didáctica. Aunque, la organización 
general de las dos secciones era idéntica como reconocía la Revista 
de Pedagogía la «diferencia esencial está en el personal docente, que 
en Barcelona ha sido seleccionado eficazmente».5
De este modo la pedagogía, al abrigo de las ciencias del espíritu, 
entraba en la universidad, en un momento en el que la necesidad 
de ideales fue asumida por la Segunda República como una tarea 
perentoria. Así lo manifestó Luzuriaga al reconocer que, a pesar de 
los esfuerzos del nuevo régimen para iniciar una profunda reforma 
escolar, «nos faltan, en cambio, ideales, anhelos, aspiraciones pro-
fundas de reforma en la vida y en la política; carecemos de un sen-
tido nacional, de auténtica comunidad». Tales propósitos coincidían

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