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Contenido
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Prólogo
Capítulo 1. ¿Qué le hemos hecho a la niñez?
Capítulo 2. La vida colmada de juego de los niños cazadores y recolectores
Capítulo 3. ¿Por qué las escuelas son lo que son? Una breve historia de la educación
Capítulo 4. Los siete pecados de nuestro sistema de educación obligatoria
Capítulo 5. Las lecciones de Sudbury Valley: la madre naturaleza puede prevalecer en
los tiempos modernos
Capítulo 6. Los instintos humanos educativos
Capítulo 7. La condición lúdica de la mente
Capítulo 8. El papel del juego en el desarrollo social y emocional
Capítulo 9. Reunión libre de diferentes edades: un ingrediente clave para que los niños
se eduquen a sí mismos1
Capítulo 10. Padres que depositan la confianza en sus hijos en nuestro mundo
moderno
Reconocimientos
Bibliografía
Acerca del autor
Créditos
4
5
A Scott, quien lo inspiró,
y Diane, quien lo hizo posible.
6
Prólogo
•
“Váyanse al infierno”.
Estas palabras me hirieron profundamente. Algunas veces me habían mandado al
infierno, pero no seriamente. Un colega que se sintió frustrado por mi terquedad al no
aceptar una verdad evidente o un amigo al responder a una tontería que yo había dicho.
Pero en ambos casos “vete al infierno” fue solo una forma de romper la tensión, de
terminar una disputa que no llevaba a ningún lado. Pero en este caso la situación era
seria. En esta oportunidad sentí que posiblemente sí me iría al infierno. No al infierno del
otro mundo, caracterizado por el fuego y el azufre, en el cual no creo, sino al infierno
que puede acompañar a la vida en este mundo cuando uno se siente atormentado por
haberle fallado a alguien al que ama, que lo necesita a uno y que depende de uno.
Estas palabras las pronunció mi hijo de 9 años, Scott, en la oficina del director de la
escuela primaria pública. No solo se dirigían a mí, sino a las siete personas que
estábamos frente a él: el director, los dos maestros de Scott, el consejero de la escuela,
un psicólogo infantil que trabajaba para el sistema escolar, su madre (mi difunta esposa)
y yo. Nos encontrábamos allí para presentar un frente unido que habría de decirle a Scott
con claridad que tenía que asistir a la escuela y que tenía que hacer lo que le dijera el
maestro. Cada uno de nosotros expresamos con firmeza nuestra opinión, y a
continuación Scott, viéndonos a los ojos, dijo las palabras que me pararon en seco.
De inmediato comencé a llorar. En ese momento me di cuenta de que tenía que estar
del lado de Scott, no contra él. A través de mis lágrimas miré a mi esposa, y vi que ella
también estaba llorando, y pude percatarme de que ella estaba pensando y sintiendo
exactamente lo mismo que yo. Teníamos que hacer lo que Scott hacía mucho quería que
hiciéramos: sacarlo de esa escuela y de cualquier lugar que se le asemejara. Para él la
escuela era una prisión, y no había hecho nada para que se le encarcelara.
7
Esa junta en la oficina del director era la culminación de años de juntas y reuniones en
la escuela en las que mi esposa y yo oíamos los últimos relatos de la mala conducta de
nuestro hijo. Su mala conducta era especialmente perturbadora para el personal de la
escuela porque no consistía en el tipo de travesuras comunes a los niños llenos de
vitalidad confinados contra sus deseos. Se trataba, más bien, de una rebelión planeada.
En forma deliberada y sistemática Scott hacía lo contrario de lo que pedía el maestro.
Cuando este instaba a los estudiantes a que resolvieran problemas de aritmética de cierta
manera, inventaba una manera diferente de resolverlos. Cuando se trataba de aprender la
puntuación y el uso de las letras mayúsculas, escribía como el poeta e. e. cummings,*
poniendo las mayúsculas y la puntuación donde quería, o no las usaba. Cuando un
trabajo que les encargaba el maestro le parecía inútil, lo expresaba y se negaba a hacerlo.
En ocasiones –y esto cada vez era más frecuente– abandonaba la clase sin permiso y, si
no lo detenían, caminaba hasta nuestra casa.
Finalmente encontramos una escuela adecuada para Scott. Una escuela diferente de la
concepción común de escuela. Luego hablaré de ella y del movimiento educativo
mundial que ha inspirado. Pero el presente libro no versa sobre una escuela en particular:
aborda la naturaleza humana de la educación.
Los niños llegan al mundo ansiosos por aprender y genéticamente están programados
con extraordinarias capacidades para hacerlo. Son unas pequeñas máquinas de
aprendizaje. En sus primeros cuatro años de vida, o en un tiempo similar, absorben una
cantidad inmensa de información y desarrollan habilidades sin instrucción alguna.
Aprenden a caminar, a correr, a brincar y a trepar. Aprenden a entender y a hablar su
lengua materna, y con esta lengua aprenden a expresar su voluntad, a discutir, a
divertirse, a enojarse, a hacer amigos y a plantear preguntas. Adquieren una enorme
cantidad de conocimientos sobre el mundo físico y social que los rodea. Todo esto es
potenciado por sus instintos e impulsos innatos, por su natural sentido del juego y su
curiosidad. La naturaleza no elimina este deseo y esta gran capacidad para aprender
cuando los niños cumplen 5 o 6 años. Nosotros somos quienes los desactivamos con
nuestro coercitivo sistema de enseñanza. La lección principal y más duradera de la
escuela es que el aprendizaje es un trabajo que debemos evitar siempre que sea posible.
Las palabras de mi hijo en la oficina del director cambiaron la dirección de mi vida
personal y profesional. Actualmente soy, y en aquel tiempo también lo era, profesor de
biopsicología, un investigador cuyo tema de interés eran las bases biológicas de los
impulsos y emociones de los mamíferos. Había estado estudiando el papel que
desempeñaban ciertas hormonas para modular el temor que muestran las ratas y ratones,
y hacía poco había empezado a estudiar los mecanismos del cerebro que regían la
conducta maternal de las ratas. Aquel día en la oficina del director desencadenó una serie
de acontecimientos que hicieron que gradualmente fuera cambiando el enfoque de mi
investigación. Empecé a analizar la educación desde una perspectiva biológica. Al
principio mi estudio estuvo motivado en esencia por la preocupación por mi hijo. Quería
8
asegurarme de que no estábamos cometiendo un error al permitir que siguiera su propia
ruta educativa en vez de tomar el camino dictado por los profesionales. Pero poco a
poco, al convencerme de que la educación que el mismo Scott había escogido marchaba
a la perfección, mi interés se volcó hacia los niños en general y hacia los fundamentos
biológicos de la educación humana en particular.
¿Qué es lo que hace que nuestra especie sea el animal cultural? En otras palabras,
¿qué aspectos de la naturaleza humana hacen que cada nueva generación de seres
humanos de todo el mundo adquiera y consolide las habilidades, los conocimientos, las
creencias, las teorías y los valores de las generaciones previas? Esta pregunta me llevó a
examinar la educación en ambientes ajenos al sistema de educación habitual. Por
ejemplo, investigué la notable institución no escolarizada a la que asistía mi hijo.
Posteriormente estudié el movimiento cada vez mayor de la no escolarización para
entender cómo se educaban los niños de esas familias. Leí estudios de antropología y
realicé encuestas entre antropólogos para aprender todo lo que pudiera sobre la vida y el
aprendizaje de los niños de las culturas de cazadores y recolectores, la clase de culturas
que han caracterizado a nuestra especie en el 99% de su historia evolutiva. Analicé toda
la obra surgida de la investigación psicológica y antropológica acerca del juego de los
niños, y con mis estudiantes emprendí investigaciones destinadas a entender cómo
aprenden los niños a través del juego.
Ese trabajo me permitió entender que la función educativa del poderoso impulso que
los niños tienen para jugar y explorar no solo es privativa de las culturas de cazadores y
recolectores sino que también ocurre en la nuestra. Este conocimiento hizo posible que
pudiera percibirlas condiciones ambientales propicias para que los niños desarrollen su
habilidad para educarse a sí mismos mediante sus propios medios lúdicos. Además, me
permitió entender que, si tenemos la voluntad, podemos liberar a los niños de la
educación coercitiva y ofrecer centros de enseñanza que maximicen sus habilidades para
educarse a sí mismos sin privarlos de los deleites legítimos de la infancia.
El presente libro versa sobre todo esto.
9
Notas
* Edward Estlin Cummings, poeta estadounidense muerto en 1962 que usaba una sintaxis inusual, por lo que
sus editores escribían su nombre en minúsculas. [N. de T.].
10
UNO
•
¿Qué le hemos hecho a la niñez?
A lo largo de mi vida he tenido cientos de grandes maestros; pero si tuviera que elegir al
mejor de todos sería a Ruby Lou. La conocí en el verano en que yo tenía 5 años y ella 6.
Mi familia se acababa de mudar a la población, y mi madre me recomendó que fuera
solo a tocar cada puerta de ambos lados de la calle, cerca de nuestra casa, y preguntara
por algún niño más o menos de mi edad. Así es como, frente a mi casa, conocí a Ruby.
En unos cuantos minutos ya éramos grandes amigos, y lo seguimos siendo en los dos
años en que viví en el lugar. Ruby Lou era mayor, más lista y más audaz que yo, pero no
demasiado, lo que originó que fuera una gran maestra para mí.
A mitad de la década de 1980, Robert Fulghum publicó una colección de ensayos
titulada All I Really Need to Know I Learned in Kindergarten [Todo lo que realmente
necesito saber lo aprendí en el kínder] que se volvió muy popular. Yo no asistí al kínder.
La pequeña población a la que nos mudamos cuando tenía 5 años no contaba con uno.
Pero creo que, si se le insistiera, incluso Fulghum reconocería que la mayoría de las
lecciones que se aprenden en la vida no vienen del kínder ni de cualquier otra escuela: se
aprenden en la vida misma.
En ese primer verano Ruby Lou y yo jugábamos casi todos los días, a menudo todo el
día; en ocasiones los dos solos y a veces con otros niños. Después ella ingresó al primer
grado y yo no, pero seguimos jugando después de sus clases y los fines de semana.
Algunas veces he pensado escribir un libro con el nombre de Todo lo que realmente
necesito saber me lo enseñó Ruby Lou. Lo primero que recuerdo fue a andar en
bicicleta. Yo no tenía bicicleta, ella sí, y me dejaba usarla. Era una bicicleta de niña, que
facilitaba mi aprendizaje, pues no tenía que subir ni bajar la pierna sobre un cuadro
horizontal. La calle en que vivíamos descendía por una pequeña colina, y de Ruby
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aprendí que si me subía en la bicicleta en la cima de la colina y agarraba un poco de
vuelo, tendría suficiente velocidad para permanecer erguido y sin pedalear. Así aprendí a
balancearme sin pedalear. Después me enseñó a pedalear al llegar a la parte baja de la
colina y a tratar de ir cada vez más lejos antes de caerme o de meter el pie para frenar.
Mis primeros esfuerzos me rasparon las rodillas y abollé el coche de un vecino, pero
Ruby me decía que no me preocupara, que estaba mejorando y que pronto pedalearía sin
caerme. Y en efecto, en un par de días ya era capaz de ir en bicicleta sin contratiempos.
Cuando mis padres lo vieron, me compraron una de segunda mano, un vejestorio.
Además, era muy grande para mí (“así te servirá más tiempo”) y tenía un cuadro de niño
tan alto que me costaba trabajo subir. Pero fui capaz de andar en ella. Fue mi primer par
de ruedas y a la edad de 5 años me dio la libertad que no había conocido antes.
Una vez que tuve mi propia bicicleta, Ruby Lou y yo empezamos a dar paseos por
toda la aldea y por el campo cercano. Nos parecían grandes aventuras, aunque supongo
que no nos alejábamos más de tres o cuatro kilómetros de casa. No tenía permiso para
emprender tales viajes solo, pero sí en compañía de Ruby Lou. Mi madre se daba cuenta
de que ella, a la edad de 6 años, era madura, responsable y conocía muy bien el lugar.
Con ella no me metería en problemas. En cada aventura aprendíamos algo nuevo del
mundo en que vivíamos, y además conocíamos a otras personas. Incluso, actualmente la
bicicleta es mi forma favorita de desplazarme y en ocasiones pienso en Ruby Lou
mientras pedaleo hacia mi trabajo o hacia a algún otro lugar.
Ruby Lou también me ayudó a trepar árboles. Había un espléndido pino en el jardín
del frente de mi casa. Tal vez para un adulto era un pino de tamaño medio, pero
entonces me parecía enorme, con una copa que ascendía hasta el cielo y que Dios había
creado para encaramarse en él. No era el niño más atrevido ni el más ágil del rumbo, por
lo que tuve que esforzarme semanas y meses para ascender cada vez más alto. El árbol
le atraía a Ruby Lou tanto como a mí, y además era una trepadora más avezada. Cuando
alcanzaba una rama a la que no había llegado antes, sabía que yo también lo haría. Era
emocionante subir hacia el cielo y después mirar hacia la tierra. Tal vez eran cuatro
metros de altura, o quizá seis, suficiente para henchir mi ser de 5 años con la emoción
del peligro y la sensación incluso mayor de la confianza de que podía afrontar el peligro
y, gracias a mis esfuerzos, salir con vida; una confianza que ha sido de gran utilidad a lo
largo de mi vida.
Y entonces, en un día de verano abrasador, Ruby Lou me dio mi primera lección
sobre la muerte. Yo estaba jugando afuera en mi piscina inflable: corría, brincaba y me
deslizaba en ella. Ruby Lou llegó al jardín y yo esperaba que brincara a la piscina como
por lo general lo hacía, pero en esta ocasión no lo hizo. Simplemente se sentó en el
césped, algo alejada, y no pronunció palabra alguna. Intenté hacerla reír con algunas
bromas tontas, pero nada surtió efecto. Nunca había visto a alguien comportarse así. Al
final me acerqué a ella y me senté a su lado. Me dijo que su abuelo, que había estado
viviendo con ella, había muerto durante la noche. Tal fue mi primera experiencia con la
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muerte y mi primer intento de consolar a una persona que había perdido a alguien que
amaba. Desde luego que fracasé, pero aprendí que siempre se fracasa en ese tipo de
intentos. Todo lo que se puede hacer es acompañar a la persona como amigo y dejar que
el tiempo cure las heridas. Por suerte, el tiempo actúa con rapidez cuando se tienen 6
años, y cada día tiene el poder de dos semanas. Antes de que terminara el verano, de
nuevo jugábamos y nos reíamos juntos.
No soy la única persona que rememora la infancia y se lamenta de que los niños de la
actualidad gocen de menos libertad de la que tuvimos nosotros. Si se pregunta a casi
cualquier persona de edad media o de más edad sobre su infancia, empezará a recordar
las aventuras en que participaba con otros niños muy lejos de los adultos. He aquí un
pequeño fragmento de un ensayo escrito por Hillary Rodham Clinton, que fuera primera
dama y después secretaria de Estado de Estados Unidos, sobre su niñez en Park Ridge,
Illinois:
Teníamos una sociedad de niños bien organizada, y participábamos en toda clase de juegos. Jugábamos
mucho todos los días después de la escuela, todos los fines de semana y en las vacaciones de verano desde el
alba hasta que nuestros padres nos hacían entrar en la casa al oscurecer. Un juego se llamaba “Perseguir y
correr”, una compleja combinación de las “Escondidas” y de “Tú la traes” (también llamado “Roña” o “Corre
que te alcanzo”), en el que se usaba una estafeta. Formábamos equipos y nos dispersábamos por todo el
vecindario a lo largo de dos o tres manzanas. Designábamos zonas de seguridad a las que podíamos recurrir
en caso de que alguien nos estuviera persiguiendo. También había formas de quitar la estafeta a quien la
tuviera y comenzar el juego nuevamente. Como sucede en todos los juegos, las reglas se establecían y se
acordaban tras largas deliberaciones en las esquinas de las calles. Así es como pasábamos las horas…
Éramos muy independientes; nos daban mucha libertad. Pero actualmente es imposible imaginar que den
tanta libertad a un niño. Esto constituye una de las grandes pérdidas que hemos sufrido como sociedad.1
Independientementede la posición política que se tenga, se estará de acuerdo en que
Hillary se convirtió en una adulta muy competente, segura de sí misma y socialmente
hábil con los juegos infantiles. Cuando pienso en la secretaria Clinton negociando
acuerdos con líderes mundiales, me imagino a la pequeña niña negociando acuerdos con
los niños de su vecindario para el juego de “Perseguir y correr”.
“Éramos muy independientes; nos daban mucha libertad. Pero en la actualidad es
imposible imaginar que den tanta libertad a un niño. Esta es una de las grandes pérdidas
que hemos sufrido como sociedad”. Pero no solo es una gran pérdida: es una pérdida
trágica y cruel. La naturaleza ha diseñado a los niños para jugar e indagar por su cuenta,
sin intervención de los adultos. Necesitan libertad para desarrollarse, y si carecen de ella,
sufrirán. El impulso a jugar libremente es básico, biológico. La carencia del juego en
libertad tal vez no mate el cuerpo, como la falta de comida, de aire o de agua, pero mata
el espíritu y atrofia el desarrollo mental. El juego en libertad es el medio por el que los
niños aprenden a hacer amigos, a vencer sus temores, a resolver sus propios problemas
y, en general, a controlar sus propias vidas. Es asimismo el medio básico por el que los
niños practican y adquieren las capacidades físicas e intelectuales esenciales para el éxito
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en su cultura. Nada que hagamos por ellos, incluidos los juguetes, el tiempo de calidad y
el entrenamiento que les proporcionemos, puede compensar la libertad que les quitemos.
Lo que los niños aprenden con sus propias iniciativas, en el juego libre, no puede
enseñarse de otra manera.
Estamos excediendo los límites de la adaptabilidad de los niños. Los hemos colocado
en un ambiente anormal, donde se espera que pasen, como nunca había sucedido, una
gran parte del día bajo la dirección de los adultos, sentados en bancas, escuchando y
leyendo cosas que no les interesan y contestando preguntas que no son sus propias
preguntas y que para ellos no son preguntas reales. Como nunca, les dejamos menos
tiempo y menos libertad para jugar, para indagar, para descubrir y para dedicarse a sus
propios intereses.
Soy psicólogo del desarrollo evolutivo. Esto significa que estudio el desarrollo del niño
desde una perspectiva darwiniana. En particular, me interesan los aspectos de la
naturaleza de los niños que les permiten aprender por iniciativa propia lo necesario para
sobrevivir y para desempeñarse de manera adecuada en la cultura en la que nacieron.
Expresado de forma diferente, me interesan las bases biológicas de la educación. Con ese
fin he estudiado la educación tal como se daba en las clases originales de las sociedades
humanas, en las sociedades de cazadores y recolectores, donde no existía nada similar a
las escuelas y donde los niños siempre se hacían cargo de su propio aprendizaje.
También he estudiado la educación como se imparte actualmente en una notable escuela
alternativa situada cerca de mi casa, en Massachusetts, donde cientos de niños y
adolescentes se han educado a sí mismos en forma satisfactoria mediante actividades que
ellos mismos dirigen, sin que ningún adulto haya impuesto programas de estudios o
exámenes. De igual manera, he examinado la manera de actuar de familias que practican
una versión de la educación en el hogar denominada sin escuela (unschooling). En
conjunto, estos estudios me han llevado a analizar las funciones del juego en ese tipo de
educación y a contribuir a su investigación biológica y psicológica.
Este trabajo nos ofrece un relato congruente y a la vez sorprendente; un relato que
desafía las creencias modernas y dominantes sobre la educación. Los niños están
biológicamente predispuestos a hacerse cargo de su propia educación. Cuando se les dota
de la libertad y de los medios para ocuparse de sus propios intereses en un ambiente
seguro, florecen y se desarrollan de formas diversas e impredecibles, además de adquirir
las habilidades y la confianza requeridas para enfrentar los retos de la vida. En un
ambiente así, los niños piden ayuda a los adultos cuando la necesitan. No son necesarias
las clases, las conferencias, las tareas, los exámenes, la clasificación por niveles de
aprendizaje, la segregación por edades en los salones de clases, todo ello de forma
obligatoria; así como tampoco es necesaria cualquier otra de las características de nuestro
sistema de educación habitual y obligatorio. Todos estos aspectos, de hecho, interfieren
con las formas naturales del aprendizaje de los niños.
Este libro versa sobre los instintos naturales de los niños para autoeducarse, las
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condiciones ambientales que se requieren para que esos instintos operen en forma óptima
y la forma en que como sociedad podemos propiciar tales condiciones a un costo menor
del que pagamos en las escuelas. El impulso hacia el juego es una parte esencial de los
medios naturales de los niños para educarse, de modo que una parte de este libro se
refiere al poder del juego. No obstante, en este primer capítulo evalúo el daño que les
estamos causando con el tratamiento actual que les damos. Durante la última mitad del
siglo, o aun durante un tiempo mayor, hemos sido testigos de una continua erosión de la
libertad que deben gozar los niños para jugar y, correlacionada con esta erosión, hemos
advertido un deterioro constante en la salud mental y física de los jóvenes. Si esta
tendencia continúa, nos encontraremos ante un serio peligro de producir generaciones de
futuros adultos que sean incapaces de forjar su propio camino en la vida.
15
Medio siglo de declive2
En el pasado se podía caminar por casi cualquier vecindario de Estados Unidos después
de la escuela, o durante los fines de semana, o en el verano, y observar a los niños
jugando en la calle sin ninguna supervisión de los adultos. Ahora, si los llegamos a ver en
el exterior, quizá lleven uniformes y sigan las disposiciones de instructores adultos
mientras sus padres observan y aclaman sus jugadas.
En un libro destacado sobre la historia del juego de los niños en Estados Unidos,
Howard Chudacoff considera que la “época dorada del juego no estructurado” se
remonta a principios del siglo XX y se prolonga hasta mediados de este siglo.3 Por juego
“no estructurado”, Chudacoff no se refiere a un juego que carezca de estructura.
Reconoce que el juego nunca es una actividad al azar, pues siempre tiene una estructura.
Por “no estructurado” en realidad se refiere a no estructurado por los jugadores mismos
y sí por una autoridad externa. Yo aludo a este tipo de juegos como juego libre, definido
como un juego en el que los jugadores mismos deciden qué y cómo jugar, y son libres de
modificar los objetivos y las reglas del juego sobre la marcha. El beisbol organizado
informalmente es un juego libre; por el contrario, un juego de la Liga Infantil no lo es. En
el juego libre los niños aprenden a estructurar su propia conducta.
Resulta razonable, aunque en cierto sentido algo simplificado, afirmar que en el
Estados Unidos poscolonial las oportunidades de los niños para jugar en forma libre han
estado determinadas por dos tendencias. Una la constituye la menor necesidad del
trabajo infantil, lo que permitió que los niños gozaran de más tiempo para jugar. Esto
explica el aumento general del juego a principios y mediados del siglo XX. La otra
tendencia es el aumento gradual del control de la vida de los niños por parte de los
adultos fuera del mundo del trabajo, lo que ha reducido las oportunidades de los niños
para el juego libre. Esta tendencia comenzó a acelerarse a mediados del siglo XX, y desde
entonces explica la disminución constante del juego.
Una razón significativa del mayor control de los adultos sobre los niños es el creciente
peso que ha representado la obligatoriedad de la educación. Los niños empiezan a ir a la
escuela a edades cada vez más tiernas. Ahora no solo tenemos kínders, sino en algunas
zonas hay maternales. Y las preprimarias, después de los kínders y maternales, se
estructuran cada vez más comolas escuelas elementales, con tareas asignadas por los
adultos que sustituyen al juego infantil. El año escolar se ha alargado, al igual que el día
escolar, y el juego libre en la escuela se restringe en gran medida. Cuando yo era
estudiante de la escuela elemental en la década de 1950 gozábamos de media hora de
recreo en la mañana y en la tarde, y a las 12 había una hora para comer. Durante estos
períodos (que cubrían un tercio del día escolar de seis horas) éramos libres para hacer lo
que quisiéramos, incluso salir de los terrenos de la escuela. En tercero de primaria, mis
amigos y yo solíamos pasar casi toda la hora de la comida luchando sobre el césped, o en
la nieve, en una colina cercana a la escuela. También jugábamos algunos juegos con
16
navajas, y en invierno emprendíamos grandes guerras de bolas de nieve. No recuerdo
que algún maestro u otro adulto nos observara mientras practicábamos esos juegos, y si
acaso lo llegaban a hacer, no interferían. Esa conducta no se permite actualmente en
ninguna de las escuelas elementales que he observado. En aquel tiempo se nos tenía una
confianza que ya no se tiene en los niños.
No únicamente el día escolar es más largo y con menos juegos, sino que la escuela se
ha introducido cada vez más en el hogar y en la vida familiar. Se han aumentado las
tareas y se ha introducido la comida en una hora que antes podía usarse para jugar. Se
espera que los padres ayuden a los maestros. Se supone que deben vigilar todas las tareas
y todos los trabajos especiales de los niños, y que deben convencerlos, regañarlos o
engatusarlos para que terminen sus deberes. Cuando los niños no hacen la tarea o esta es
deficiente, a menudo se hace sentir culpables a los padres, como si no hubieran cumplido
la parte que les corresponde. Los padres ya no se atreven a planear unas vacaciones
familiares que impliquen que el niño falte incluso un día o dos a la escuela, ni permiten
que sus hijos falten a la escuela para participar en actividades en el hogar que en realidad
podrían producir un aprendizaje más útil que el de la escuela.
Pero la escuela se ha apoderado de la vida de los niños de una forma aun más
insidiosa. El sistema de la escuela, de una forma directa e indirecta y a menudo
involuntariamente, ha fomentado en la sociedad la idea rectora de que los niños deben
aprender y progresar mediante las tareas dirigidas y evaluadas por los adultos, con la
consideración de que las actividades propias de los niños son una pérdida de tiempo. Esta
postura rara vez se expresa abiertamente, salvo en el caso del superintendente de las
escuelas de Atlanta, Georgia, quien al decidir poner fin a la tradición del juego libre en los
recreos, declaró: “En lugar de dar a los niños 30 minutos para que hagan lo que quieran,
es mejor enseñarles alguna disciplina, como el baile o la gimnasia”.4 El mismo
superintendente afirmó que los niños no necesitaban jugar libremente para hacer ejercicio
porque en las clases de educación física ya lo hacían. Pocos educadores expresarían una
actitud tan opuesta al juego de forma tan directa. La mayor parte de ellos defiende, al
menos de dientes para fuera, el juego libre. Sin embargo, en la esfera en la que se
controla la conducta de los adultos hacia los niños, la directriz en contra del juego se ha
vuelto más generalizada cada década que pasa y ha sobrepasado los muros de las
escuelas hasta llegar a infectar a toda la sociedad. A los niños se les alienta, o se les exige,
que reciban clases dirigidas por adultos y que participen en deportes tutelados por ellos,
incluso fuera de la escuela, en lugar de jugar libremente.
Esta postura tan contraria al juego está relacionada con la mayor importancia que se
otorga al desempeño de los niños, el cual puede medirse, y con una menor preocupación
por el verdadero aprendizaje, el cual es difícil o imposible de medir. Lo que importa en el
mundo educacional actual es el desempeño de los estudiantes que puede medirse y
compararse con el de otros estudiantes, el de otras escuelas e incluso el de otros países
con el fin de saber quiénes son los mejores y quiénes los peores. El conocimiento que no
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forma parte de los programas de estudio, incluso el conocimiento verdadero y profundo,
no cuenta. Por conocimiento verdadero y profundo entiendo la asimilación que hacen los
niños de las ideas y de la información del mundo que los rodea en forma duradera, así
como la respuesta que plantean a dicho mundo. (En capítulos posteriores se abordará
con más amplitud este aspecto). Esto es muy diferente del conocimiento superficial que
se adquiere únicamente con el propósito de pasar un examen, que se olvida en seguida
una vez que se ha terminado el examen.
Los padres, los maestros, las escuelas y todos los distritos escolares –no solo los niños
mismos– son evaluados actualmente con base en el desempeño de los menores en los
exámenes. Los infantes son un mero instrumento de un juego competitivo en el que los
adultos implicados tratan, a través de los niños, de obtener las calificaciones más altas en
los exámenes estandarizados. Cualquier cosa que aumente el desempeño, siempre que no
se trate de una trampa, se considera “educación” en este juego de fuertes apuestas. Así,
los ejercicios de sistematización que incrementan la memoria de corto plazo con la
información que se les preguntará se toman en cuenta como “educación legítima”, a
pesar de que estos ejercicios no mejoran en ningún sentido la comprensión.
Este enfoque en el desempeño ha traspasado el salón de clase y llegado a todo tipo de
actividades extraescolares. Desde el punto de vista de muchos padres y educadores
actuales, la niñez no es una etapa para aprender sino para construir un currículo. Los
grados escolares y el desempeño en los exámenes estandarizados “cuentan”, al igual que
las actividades formales dirigidas por adultos y que se realizan fuera de la escuela,
especialmente las que generan trofeos, honores y otras formas de evaluación positiva que
otorgan los adultos. De este modo, a los niños y a los adolescentes se les convence y se
les guía, si no es que se les presiona, para que participen en deportes, en clases fuera de
la escuela y en actividades voluntarias organizados por adultos. Incluso a los niños
pequeños, cuyas actividades no quedarán impresas en papel, se les encarrila a que
participen en actividades que con el tiempo les sirvan para construir un currículo. El
juego libre no cuenta porque es simple juego; no hay lugar para él en una solicitud de
ingreso a la universidad.
El peso cada vez mayor que ha adquirido la instrucción escolar y la necesidad de
contar con un buen currículo no constituyen las únicas razones por las que el juego libre
haya decaído durante el último medio siglo; igualmente influyente es la cada vez más
sólida creencia de los adultos de que los juegos que no se supervisan son peligrosos. Hoy
en día, el secuestro, el abuso sexual o el asesinato de un niño que esté jugando en
cualquier lugar del mundo desarrollado producen un revuelo mediático que da lugar a
enormes temores, los cuales están lejos de lo razonable. La tasa real de esos casos es
baja y ha venido disminuyendo con los años.5 En una encuesta reciente de carácter
multinacional, el temor más citado (49%) que lleva a los padres a restringir los juegos de
sus hijos en el exterior del hogar o de la escuela fue que “Pueden estar en peligro de caer
en manos de pederastas”.6 Otros temores significativos, que pueden ser más realistas,
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fueron los relacionados con el tráfico de las calles y con el acoso escolar (bullying). En
otra encuesta, más reducida y realizada en el Reino Unido, 78% de los padres citaron el
temor a los abusos sexuales como una razón por la que restringían el juego de sus hijos
en la calle, mientras que 52% hicieron alusión a los peligros del tráfico vehicular.7
En otra encuesta entre 830 madres de una muestra representativa de diversas áreas
geográficas de Estados Unidos, 85% de ellas estuvieron de acuerdo en que sus hijos
jugaban menos en la calle delo que lo habían hecho ellas cuando eran niñas.8 Al
preguntárseles acerca de los obstáculos que impedían a sus hijos jugar en el exterior, 82%
adujeron estar preocupadas por la seguridad y los delitos. Sorprende que el porcentaje de
esos temores haya sido poco afectado por la región geográfica: fue igual de alto en las
pequeñas poblaciones rurales y en las ciudades. Evidentemente, para que los niños
jueguen libres en el exterior debemos reforzar la seguridad de los vecindarios, de modo
que los padres puedan confiar en que sus hijos no corren peligro. ¿En qué clase de
sociedad vivimos si nuestros hijos no pueden jugar libremente y con seguridad en las
calles?
La evidencia estadística de la reducción del juego libre procede también de estudios de
diarios que llevaron los padres de las actividades de sus hijos en días elegidos al azar. En
un estudio de largo plazo, la socióloga Sandra Hofferth y sus colegas compararon el
tiempo que los niños de muestras representativas pasaban al día en diversas actividades
en 1997 con el tiempo que los niños de muestras similares pasaban en las mismas
actividades en 1981.9 Entre otros hallazgos, el estudio reveló que los niños de 6 a 8 años
pasaban 18% más tiempo en la escuela, 145% más tiempo haciendo la tarea en casa,
168% más tiempo de compras con sus padres, 55% menos tiempo conversando con
otras personas en el hogar, 19% menos tiempo viendo televisión y 25% menos tiempo
jugando en 1997 que en 1981. Este cambio tuvo lugar en un período de solamente 16
años; esto es, en grandes rasgos, en media generación. En esta investigación la categoría
de juego incluía los juegos que se practicaban en el interior de las casas, como los de
mesa y los de computadora, y aquellos que se llevaban a cabo en el exterior. Cabe
suponer que el número de juegos externos disminuyó más de 25% debido a que los
juegos de computadora aumentaron durante ese lapso (de tal vez cero en 1981). La
cantidad de tiempo total que el niño promedio de este grupo de edad pasaba jugando
(incluyendo los juegos de computadora) en 1997 era ligeramente superior a 11 horas a la
semana. En un estudio complementario en el que se utilizaron los mismos métodos de
captación de datos, Hofferth y sus colegas encontraron un aumento continuo (de 32%)
del tiempo empleado en las tareas y una ligera disminución (de 7%) del tiempo que
pasaba jugando el niño promedio de ese grupo de edad durante un período de seis años,
el cual abarcaba de 1997 a 2003.10
Cuando se pregunta a los padres por qué sus hijos ya no juegan en la calle, a menudo
citan las preferencias de los niños, pero también sus preocupaciones por la seguridad.
Con frecuencia se refieren a la atracción que la televisión y los juegos de computadora
19
ejercen en ellos.11 Sin embargo, en un estudio a gran escala en el que se incluyó una
pregunta sobre qué tipo de juegos preferían los niños, el primer lugar lo ocupó el juego al
aire libre con amigos. En una comparación pareada con otras actividades específicas,
89% de los niños afirmaron que preferían jugar en la calle con amigos que ver televisión
y 86% manifestaron que este tipo de juego era mejor que los juegos de la
computadora.12 Tal vez los niños hoy en día jueguen tanto tiempo con la computadora
porque así pueden jugar libres, sin intervención ni dirección de los adultos. A muchos
niños no se les deja jugar libremente en la calle, e incluso, si se les permite, es poco
probable que encuentren a otros niños con quienes jugar, de modo que se conforman con
jugar en su casa. Desde luego que esta no es la única razón por la que son tan populares
los juegos de computadora. Ese tipo de juegos son muy divertidos y los niños aprenden
mucho de ellos. Pero el entrenamiento físico y el aprendizaje del mundo real y de cómo
desenvolverse con los compañeros que proporciona el juego con amigos en la calle no
tienen parangón.
20
El aumento de los desórdenes
psicológicos en los jóvenes
La disminución del juego en libertad y la importancia que se concede a las carreras
profesionales de los niños han producido numerosas víctimas. Un niño nada atípico que
puede encontrarse en cualquier vecindario de clase media en la actualidad es un chico al
que denominaré Evan. Tiene 11 años de edad. Entre semana su madre lo saca con
dificultad de la cama a las 6:30 para que se vista y coma algo antes de que llegue el
autobús escolar. Tiene prohibido caminar a la escuela, a pesar de que le tomaría menos
tiempo hacerlo, de que sería más divertido y de que le serviría para hacer algo de
ejercicio, porque es demasiado peligroso. En la escuela pasa la mayor parte del día
sentado, escuchando a los maestros, haciendo pruebas, leyendo y escribiendo lo que se le
ordena, mientras sueña en su fuero interno con lo que en realidad le gustaría estar
haciendo. La escuela incluso ha eliminado la media hora de recreo con que contaban los
alumnos para ejercitarse, con el fin de evitar lesiones y demandas, y para dedicar más
tiempo a la preparación de los exámenes estatales. Después de la escuela, la vida de Evan
está programada (básicamente por sus padres) para que adquiera ciertas habilidades y
para mantenerlo libre de problemas. Los lunes practica futbol, los martes asiste a clase de
piano, los miércoles se entrena en karate y estudia español los jueves. En las tardes,
después de ver un poco de televisión o de jugar algún juego de computadora, pasa un par
de horas haciendo la tarea. La madre tiene que firmar las hojas de la tarea cada noche
como evidencia de que la ha supervisado. Los fines de semana participa en una liga
deportiva, asiste a la escuela dominical de educación religiosa y tal vez goce de un poco
de tiempo libre para divertirse con sus amigos en la seguridad de una de sus casas. A los
padres les gusta alardear de las numerosas actividades de su hijo, explicando siempre que
“es por su propia elección” y que “le gusta estar ocupado”. El deseo de los padres es que
se prepare para poder ingresar a una universidad prestigiosa dentro de siete años. Evan es
de constitución fuerte, pero en ocasiones admite que se siente un “poco agotado”.
Evan constituye uno de los éxitos de este sistema. Calle abajo habita Hank, quien ha
sido diagnosticado con trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y toma
Adderall, sin el que no podría estar sentado todo el día en la escuela. Con este
medicamento tal vez se desempeñe lo suficientemente bien para aprobar, pero le quita el
apetito, lo mantiene despierto por las noches y por lo general lo hace sentirse “raro”.
Dice no sentirse bien cuando lo toma, y los padres admiten que no es tan juguetón o feliz
cuando toma el medicamento que cuando no lo hace. Pero para ellos no hay alternativa:
tiene que aprobar los años escolares para que no se quede rezagado definitivamente.
Desde luego que no todos los niños actualmente sufren tanto como Evan o Hank.
Pero, en general, son muchos los muchachos que padecen problemas similares a los de
estos dos menores, y una gran cantidad de ellos se sienten agotados al terminar la
preparatoria, si es que no antes. He aquí una cita de un graduado de preparatoria de 18
21
años de edad, que podría ser Evan siete años después, que tomé de un artículo del
periódico local: “Me sentía muerto de cansancio por tratar de sacar buenas calificaciones
y los últimos dos años dormía muy poco. Casi todas las noches pasaba cinco o seis horas
haciendo la tarea. Ya no quería seguir estudiando”. En el mismo artículo, otro joven de
18 años que acababa de ser aceptado en Harvard describía su estresante último año de
preparatoria. Entre otros aspectos, hacía malabares para tomar seis cursos avanzados de
colocación* y al mismo tiempo practicaba lucha libre, tocaba la viola y tomaba clases de
retrato chino en blanco y negro. Él también se sentía agotado y consideraba que
necesitaba por lo menos un año libre antes de ingresar a la universidad.
En el otro extremo del espectro de la edad escolar, contamos con un comentario que
se colocó en un blog que escribo para la revista PsychologyToday:
Aquí, en la ciudad de Nueva York, los niños empiezan el kínder a la edad de 4 años. El hijo de mi mejor amigo
ingresó al kínder en septiembre pasado. Alrededor de las dos semanas después, mi amigo empezó a recibir
cartas del maestro afirmando que el niño “se estaba atrasando académicamente”. A partir de entonces, ha
recibido carta tras carta y ha tenido junta tras junta con el maestro. Mi amigo ha tratado de abordar el
problema poniéndole ejercicios a su hijo en las tardes. El pobre niño lo único que desea es que lo dejen irse a la
cama. Los dos, padre e hijo, se sienten descorazonados y fracasados.13
Deprime que estos comentarios sean tan fáciles de encontrar.
Una cosa son las impresiones, prototipos y selección de citas, y otra los datos duros.
¿Cuál es la comparación estadística de la salud mental de los jóvenes actuales con la de
los jóvenes de décadas pasadas?
La proporción de los desórdenes mentales de los jóvenes relacionados con el estrés ha
aumentado vertiginosamente en los últimos cincuenta años. Este incremento no se debe
solo a que haya mayor conocimiento de estos desórdenes y una mayor probabilidad de
que se detecten y atiendan. Se trata de un aumento real de su incidencia. Los psicólogos
y psiquiatras han elaborado cuestionarios estandarizados para valorar los desórdenes y
otros problemas mentales, y algunos de ellos han sido aplicados en muchas muestras de
jóvenes a lo largo de varias décadas. Por tanto, es posible apreciar los cambios en los
índices de ciertos desórdenes mentales a lo largo del tiempo utilizando las mismas
medidas.
Por ejemplo, la Escala de Ansiedad Manifiesta de Taylor se ha usado para medir los
niveles de ansiedad en los estudiantes universitarios desde 1952, y una versión de este
test para niños se ha utilizado con estudiantes de escuelas elementales desde 1956. Otro
cuestionario, el Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesota (MMPI, por sus
siglas en inglés), se ha aplicado a universitarios desde 1938, y una versión para
adolescentes (MMPI-a) ha sido usada con estudiantes de preparatoria desde 1951. El MMPI
y el MMPI-a fueron diseñados para evaluar algunos problemas y desórdenes psicológicos,
entre ellos la depresión. Todos estos cuestionarios consisten en afirmaciones sobre uno
mismo, y la persona debe aceptarlas o rechazarlas. Por ejemplo, la Escala de Ansiedad
22
Manifiesta de Taylor incluye afirmaciones como “Con frecuencia me preocupo de que
suceda algo malo” y “La mayor parte del tiempo me siento bien”. Un “sí” a la primera
afirmación se suma a la puntuación de la ansiedad y un “sí” a la segunda se le resta. Un
ejemplo de una aseveración en el MMPI que se suma a la puntuación de la depresión si se
contesta “sí” es “El futuro me parece sin esperanza”.
Jean Twenge, profesor de psicología en la Universidad Estatal de San Diego, ha
analizado con amplitud los cambios que experimentaron en el tiempo los resultados de
estos tests contestados por niños y jóvenes. Los resultados son realmente desalentadores.
Se muestra que la ansiedad y la depresión han aumentado constantemente, en forma
lineal y de manera drástica, en niños, adolescentes y estudiantes universitarios en el
transcurso de las décadas desde que los tests se aplicaron por primera vez. De hecho,
para la ansiedad y la depresión los aumentos son tan grandes que en la actualidad
alrededor de 85% de los jóvenes tienen puntuaciones mayores de las que presentaba en
promedio el mismo grupo de edad en la década de 1950. Visto de otra manera, de cinco
a seis veces más jóvenes actuales tienen puntuaciones que rebasan el límite a partir del
cual quizá sean diagnosticados con un desorden de ansiedad clínicamente considerable o
con una depresión mayor que la que se presentaba hace cincuenta años o más. Este
incremento es al menos tan grande, si no es que mayor, entre los estudiantes de
educación básica y de preparatoria como entre los universitarios.14
En un trabajo realizado en forma independiente del de Twenge y sus colegas, la
psicóloga Casandra Newson y sus colegas analizaron las calificaciones de los tests MMPI y
MMPI-a aplicados a muchachos de entre 14 y 16 años entre 1948 y 1989.15 Los
resultados fueron comparables a los de Twenge. Su artículo incluye tablas que muestran
la forma en que los adolescentes contestaron puntos específicos del cuestionario en 1948
y 1989, los años en que se aplicaron entre amplias muestras normativas. He aquí, a
modo de ilustración, los resultados correspondientes a cinco afirmaciones que mostraron
mayores cambios.16
1948 1989
Me levanto fresco(a) y descansado(a) casi todas las mañanas 74.6% 31.3%
Trabajo bajo una gran presión 16.2% 41.6%
Gran parte del tiempo me siento tenso(a) 9.5% 35.0%
Tengo demasiadas cosas por qué preocuparme 22.6% 55.2%
Me preocupa perder la cabeza 4.1% 23.4%
Pero un índice aún más aleccionador del descenso de la salud mental de los jóvenes lo
constituyen las tasas de suicidio. Desde 1950, en Estados Unidos la tasa de suicidio de
los menores de 15 años se cuadruplicó, y la de las personas de 15 a 24 años fue de un
poco más del doble. Durante este período, la tasa de suicidio de adultos de 25 a 40 años
23
se incrementó ligeramente, y la de adultos de más de 40 años disminuyó.17
El incremento en referencia no parece tener vinculación alguna con los peligros y las
incertidumbres reales del mundo exterior. Los cambios no se relacionan con ciclos
económicos, con guerras o con cualquier otra clase de acontecimientos nacionales o
mundiales que a menudo se considera que afectan el estado mental de los jóvenes. Los
grados de ansiedad y de depresión de los niños y adolescentes fueron mucho menores
durante la Gran Depresión, en la Segunda Guerra Mundial, en la Guerra Fría y durante
los turbulentos años de la década de 1960 y principios de los setenta de lo que son
actualmente. Los cambios parecen tener considerablemente más relación con la forma en
que los jóvenes perciben el mundo que con la situación del mundo.
Algo que sabemos con seguridad sobre la ansiedad y la depresión es que están
relacionadas claramente con la sensación que tienen las personas del control o de la falta
de control sobre sus vidas. Es mucho menos probable que aquellos que creen que están a
cargo de su propio destino se sientan ansiosos o se depriman que los que se consideran
víctimas de circunstancias que quedan fuera de su control. Se podría pensar que el
sentimiento de control personal se habría incrementado durante las últimas décadas, pues
se han hecho grandes progresos en la prevención y tratamiento de las enfermedades; los
viejos prejuicios que limitan las opciones de las personas a causa de su raza, género u
orientación sexual se han reducido, y la persona promedio en general es más sana ahora
que en las décadas precedentes. Sin embargo, los datos indican que el sentimiento de
control de sus propios destinos ha disminuido constantemente en los jóvenes.
La medida habitual del sentimiento de control es un cuestionario denominado Escala
de Locus de Control Interno y Externo, elaborado por el psicólogo Julien Rotter a fines
de la década de 1950. El cuestionario está integrado por 23 pares de afirmaciones. Una
afirmación de cada par representa la creencia en un locus interno de control (control que
ejerce la persona) y la otra corresponde a la creencia en un locus externo de control
(control que ejercen las circunstancias externas a la persona). La persona que realiza el
test debe decidir cuál de las dos afirmaciones es más cierta. Por ejemplo, uno de los
pares afirma: a) He encontrado que lo que tiene que suceder, sucede. b) Confiar en el
azar nunca es bueno para tomar mis decisiones. En este caso, la opción a) representa
un locus externo de control y la b), un locus interno de control.
Twenge y sus colegas analizaron los resultados de numerosos estudios que habían
usado la Escala de Rotter con grupos de niños (de 9 a 14 años) y estudiantes
universitarios de 1960 a 2002. Encontraron que en los dos grupos de edad durante ese
período el resultado promediocambió drásticamente, al alejarse de las afirmaciones
internas y acercarse a las externas de la escala, tanto, que el promedio de los jóvenes en
2002 era más propenso a afirmar que carecía de control personal que el 80% de los
jóvenes en la década de 1960. El aumento de la externalidad en este período de 42 años
mostró la misma tendencia lineal que el incremento de la depresión y la ansiedad.18
24
Existen razones para creer que el aumento del locus externo de control está
causalmente vinculado al incremento de la ansiedad y la depresión. Las investigaciones
clínicas realizadas con niños, adolescentes y adultos han mostrado repetidamente que la
desesperanza asociada a un locus externo de control predispone a las personas a la
ansiedad y la depresión.19 Cuando la ansiedad y el sentimiento de impotencia se vuelven
demasiado intensos, las personas se deprimen. “No tiene caso que lo intente; no voy a
poder hacer nada”. Las investigaciones también han mostrado que quienes sienten un
locus externo de control son menos propensos a responsabilizarse de su propia salud, de
su futuro y de su comunidad que las personas con un locus interno.20
25
El declive de la libertad de los
niños y el surgimiento de los
desórdenes psicológicos
Como cualquier buen científico puede afirmar, la correlación no es prueba de un nexo
causal. La observación de que la ansiedad, la depresión, el sentimiento de impotencia y
otros desórdenes se han incrementado en los niños y en los jóvenes al tiempo que el
juego ha disminuido no es una prueba por sí misma de que este último fenómeno sea la
causa del primero. No obstante, es posible sustentar una lógica incontrovertible para tal
causalidad.
El juego en libertad es el medio natural para enseñar a los niños que no están
indefensos. En el juego en el que participan lejos de los adultos, los niños tienen el
control y pueden practicar haciendo valer dicho control. En el juego en libertad los niños
aprenden a tomar sus propias decisiones, a resolver sus propios problemas, a crear reglas
y a respetarlas y a convivir con otros niños como iguales y no como subordinados
obedientes o rebeldes. En el intenso juego en el exterior, los niños deliberadamente se
dosifican un poco de miedo mientras juegan en el columpio, se tiran por la resbaladilla,
hacen piruetas en los juegos mecánicos, se suben a las barras o a los árboles o se deslizan
en patineta por las barandillas. De este modo aprenden a controlar no solo sus cuerpos
sino sus miedos. En los juegos sociales los niños aprenden a negociar con sus
compañeros, a complacerlos y a atemperar y superar los disgustos que puedan surgir. El
juego libre es también el medio natural para que los niños descubran lo que les gusta. En
los juegos los niños experimentan muchas actividades y descubren dónde residen sus
talentos y sus predilecciones. Ninguna de estas lecciones se enseña mediante medios
verbales; solo pueden aprenderse a través de la experiencia del juego en libertad. Las
emociones predominantes en el juego son el interés y el gozo.
En la escuela, en cambio, los niños no pueden tomar sus propias decisiones; su
ocupación consiste en hacer lo que se les dice que hagan. En la escuela aprenden que lo
importante son las calificaciones de los exámenes. Incluso fuera de la escuela, los niños
pasan cada vez más tiempo en ambientes en donde los adultos los dirigen, protegen,
atienden, clasifican, juzgan, critican, elogian y recompensan. En una serie de
investigaciones realizadas en vecindarios suburbanos ricos del noreste de Estados Unidos,
la psicóloga Suniya Luthar y sus colegas encontraron que los niños que se sentían más
presionados por sus padres para tener éxito en la escuela y a los que por lo general
llevaban a múltiples actividades extraescolares a menudo sufrían ansiedad y depresión.21
Cada vez que reducimos a los niños su oportunidad de jugar libremente al aumentar su
tiempo en la escuela y en otras actividades dirigidas por adultos, mermamos sus
oportunidades de aprender a controlar sus propias vidas, a aprender que no son simples
víctimas de las circunstancias y de quienes tienen poder.**
26
Hace algunos años, los psicólogos Mihaly Csíkszentmihályi y Jeremy Hunter
realizaron un estudio sobre la felicidad y la infelicidad de los estudiantes de escuelas
públicas de sexto a duodécimo grados. Más de ochocientos participantes, de 33 escuelas
de 12 comunidades de todo el país usaron durante una semana relojes de pulsera
especialmente programados para emitir señales en cualquier momento entre las 7:30 a.m.
y las 10:30 p.m. Cuando la señal se apagaba, los estudiantes llenaban un cuestionario en
donde indicaban dónde se encontraban, qué estaban haciendo y cuán felices o infelices se
sentían en ese momento. Los niveles más bajos de felicidad, con mucho, ocurrían
cuando los niños estaban en la escuela, y los más altos, cuando se encontraban fuera de
la escuela conversando o jugando con los amigos. El tiempo que pasaban con sus padres
caía en un grado intermedio entre felicidad e infelicidad. El sentimiento de felicidad
aumentaba durante los fines de semana; pero descendía drásticamente ya avanzada la
tarde y en la noche de los domingos al anticipar la llegada de la semana escolar.22 ¿Cómo
es posible que hayamos llegado a la conclusión de que la mejor manera de educar a los
estudiantes consiste en obligarlos a estar en un ambiente donde se aburren, son infelices
y se sienten ansiosos?
Nos encontramos con una terrible ironía. En nombre de la educación, hemos privado
cada vez más a los niños del tiempo y de la libertad necesarias para educarse mediante
sus propios medios, y en nombre de la seguridad los hemos despojado de la libertad que
necesitan para desarrollar la comprensión, el valor y la confianza requeridos para
enfrentar los peligros y los retos de la vida con ecuanimidad. Nos encontramos en medio
de una crisis que se vuelve más grave cada año que pasa. Hemos perdido de vista la
forma natural de criarlos. Y, no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo
desarrollado, hemos menospreciado sus capacidades. Hemos creado un mundo en el que
deben suprimir los instintos que los llevan a hacerse cargo de su propia educación; en
cambio, deben seguir una trayectoria trazada por los adultos que no los lleva a ninguna
parte. Hemos creado un mundo que, literalmente, está enloqueciendo a muchos jóvenes
y a otros más los está incapacitando para que desarrollen la confianza y las habilidades
necesarias para convertirse en adultos responsables.
Y sin embargo, los expertos y los políticos actuales apoyan una educación más
restrictiva. Piden exámenes más estandarizados, más tareas, más supervisión, días y años
escolares más extensos, más sanciones a quienes faltan uno o dos días por estar de
vacaciones con sus familias. Este constituye un campo en el que los políticos de los dos
partidos más importantes de Estados Unidos, en todos los órdenes de gobierno, parecen
estar de acuerdo. Más escolarización y más exámenes son mejores que menos
escolarización y menos exámenes.
Ya es tiempo de que las personas que conocen mejor el problema protesten contra esta
terrible corriente. Los niños no necesitan más enseñanza escolarizada: necesitan menos, y
más libertad. Asimismo, necesitan un ambiente suficientemente seguro para poder jugar e
27
indagar; necesitan libre acceso a las herramientas, a las ideas y a las personas (incluyendo
a los compañeros de juego) que les pueden ayudar en los caminos que han elegido.
Este libro no es un libro de denuncia; es un libro sobre la esperanza y la posibilidad de
lograr un mejoramiento. Es un libro para la gente que tiene un locus interno de control,
que desea hacer algo para mejorar el mundo, que no se lleve las manos a la cabeza y
diga: “Así son las cosas y debemos aceptarlas”. Como mostraré en los siguientes
capítulos, la selección natural dotó a los niños con poderosos instintos para educarse a sí
mismos, y es una insensatez privarlos de las condiciones necesarias para que los ejerzan.
28
Notas
1 Clinton, 2001.2 Partes de esta sección y de la siguiente son adaptaciones de Gray, 2011a.
3 Chudacoff, 2007.
4 Citado por Johnson, 1988.
5 Finkelhor et al., 2010.
6 Family, Kids y Youth, 2010. Está investigación la financió Ikea Inc. y la supervisó Barbie Clarke, directora
ejecutiva del grupo de investigación de mercadotecnia de Family, Kids, and Youth.
7 Véase O’Brien y Smith, 2002.
8 Clements, 2004.
9 Hofferth y Sandberg, 2001.
10 Hofferth, 2009.
11 Clements, 2004.
12 Family, Kids y Youth, 2010.
13 Comentario publicado en la sección “Readers Comments” del 24 de febrero de 2010 de P. Gray, en el blog
Psychology Today, en http://blogs. psychologytoday.com/blog/freedom-learn.
14 Twenge, 2000.
15 Newsom et al., 2003.
16 Los datos provienen de las Tablas 4 y 5 de Newsom et al., 2003. Como las puntuaciones de los niños y de
las niñas sobre estos puntos eran similares y cambiaban de manera similar, resumí los resultados
promediando las calificaciones de los dos sexos.
17 De acuerdo con los registros de los Centers for Disease Control and Prevention, las tasas de suicidios de los
niños y adolescentes se incrementaron en forma abrupta entre 1950 y 1995; luego disminuyeron
gradualmente hasta 2003, al parecer por una mayor atención al problema y por el desarrollo de un programa
destinado a evitar el suicidio infantil. Los registros más recientes, sin embargo, indican que los suicidios entre
los adolescentes y los niños han aumentado de nuevo a partir de 2003. Para las tasas de suicidios por grupos
de edades de 1950 a 2005, véase www. infoplace.com/ipa/A0779940. html#axzz0zVy5PKaL. Para un
informe del aumento de suicidios desde 2003, véase Nauert, 2008.
18 Twenge et al., 2004. En estos estudios se utilizó la Escala de Locus de Control de Rotter con estudiantes
universitarios y la Escala de Locus de Control para Niños de Nowicki-Stricklund fue empleada con los niños
de 9 a 14 años.
19 Para evidencias de un vínculo causal entre el sentimiento de desesperanza y la depresión, véase Abramson et
al., 1989; Alloy et al., 2006; Weems y Silverman, 2006; Harrow et al., 2009.
20 Referencias en Twenge et al., 2004; Reich et al., 1997.
21 Luthar y Latendresse, 2005.
22 Csíkszentmihályi y Hunter, 2003.
29
 
* Cursos que pueden tomar los jóvenes de preparatoria y que posteriormente se les toman en cuenta en la
universidad. [N. de T.].
** Categoría de algunos exámenes de locus de control. [N. de T.].
30
DOS
•
La vida colmada de juego
de los niños cazadores y recolectores
Al otro lado del mundo y muy alejado de las presiones educacionales que se imponen a
Evan y Hank, encontramos a Kwi, también de 11 años, que crece en una cultura que
confía en los instintos y en los juicios de los niños. Kwi vive con una tribu de cazadores
y recolectores del desierto de Kalahari, en África. Esta tribu pertenece a un grupo
cultural denominado ju/’hoansi. No tiene escuela ni horarios establecidos. Se levanta
cuando ya está bien despierto y pasa sus días como quiere, jugando y explorando con su
grupo de amigos de diferentes edades, en ocasiones en el campamento, en ocasiones
muy lejos de este, sin la dirección de los adultos. Ha estado haciendo esto desde que
tenía 4 años, la edad en la que, de acuerdo con los adultos ju/’hoan, los niños pueden
razonar y controlarse a sí mismos, y ya no necesitan estar cerca de los adultos. Cada día
proporciona al pequeño Kwi nuevas aventuras y oportunidades para aprender.
Por iniciativa propia, porque anhelan crecer para ser adultos eficientes, Kwi y sus
amigos juegan, y por tanto practican, a todas las actividades cruciales para la tribu.
Juegan sin cesar a rastrear y cazar. Con arcos y flechas acechan y disparan a mariposas,
pájaros, roedores y en ocasiones a algún animal mayor. Construyen cobertizos y
herramientas similares a las de los adultos. Con gran placer imitan, de una forma
exagerada, los sonidos y las acciones de los kudúes, de los leones y de decenas de otras
especies animales salvajes cuyos hábitos deben aprender para convertirse en cazadores
eficaces y para poder defenderse de los depredadores en forma eficiente. Además,
participan en juegos en los que diferentes niños actúan como ciertos animales. Con gran
sentido del humor, también caricaturizan la forma de hablar y los actos de los adultos de
31
su tribu y de otras que los visitan, a quienes estudian cuidadosamente. En ocasiones se
aventuran más lejos, en el monte, para encontrar lugares secretos y escondidos. Corren,
se persiguen, brincan, trepan, lanzan objetos y bailan, y al hacer todo esto sus cuerpos se
vuelven sanos y coordinados. Fabrican instrumentos musicales y tocan las canciones
familiares de los ju/’hoan, además de que componen algunas nuevas. Hacen todo esto
porque lo desean. Nadie les dice que deben hacerlo. Nadie los examina. Ningún adulto
trata de dirigir sus juegos, aunque en ocasiones los adultos, especialmente los más
jóvenes, se les unen por gusto, y en ocasiones Kwi y sus amigos participan en juegos y
bailes de los mayores. La guía de estos es voluntaria para los niños.
Esta es la infancia tal como la diseñó la naturaleza.
Genéticamente, todos somos cazadores y recolectores. La selección natural nos
configuró, durante cientos de miles de años, para este modo de existencia. Los
antropólogos han concluido acertadamente que la práctica de la caza y de la recolección
ha sido la única forma estable de vida que ha conocido nuestra especie.1 La agricultura
apareció por primera vez en la Media Luna Fértil, en Asia Menor, tan solo hace 10 000
años, y en otras partes del mundo en un tiempo considerablemente posterior.2 Tal
invención desencadenó cambios intensos cada vez mayores en la forma en que vivían los
seres humanos; modificaciones que superaron con mucho el ritmo de la selección natural.
A estos cambios nos hemos tenido que adaptar lo mejor posible, contando con el
mecanismo biológico que evolucionó para satisfacer nuestras necesidades como
cazadores y recolectores. Si consideramos, de manera arbitraria, que la historia humana
se inició hace un millón de años, entonces durante el 99% de dicha historia todos fuimos
cazadores y recolectores.3
La vida de los cazadores y recolectores en forma pura está casi extinta, desplazada por
la intrusión de la agricultura, de la industria y de las formas modernas de vida; pero
recientemente, desde las décadas de 1970 y 1980, y en cierta medida incluso después,
los antropólogos pudieron incursionar en partes del mundo de difícil acceso y
encontraron grupos de cazadores y recolectores que casi no han sido afectados por el
desarrollo del resto del mundo. De hecho, mientras escribo este libro, los antropólogos
están estudiando grupos de cazadores y recolectores que mantienen muchas de sus
tradiciones y conservan los valores de sus antepasados, a pesar de que participan en
redes comerciales con grupos que ya no son cazadores ni recolectores. Naturalmente,
estos cazadores y recolectores distan de ser como nuestros antepasados; pero podemos
estar seguros de que sus culturas son mucho más cercanas a las de nuestros ancestros
preagrícolas que a la cultura que usted y yo experimentamos todos los días.
Las sociedades de cazadores y recolectores localizadas en diferentes partes del mundo
difieren entre sí en muchos aspectos. (Nótese que al describir las prácticas de los
cazadores y recolectores en este capítulo utilizo lo que los antropólogos denominan el
presente etnográfico, esto es, el tiempo presente en referencia al tiempo en que se
32
realizaron los estudios, incluso en los casos en que estas prácticas ya no existen). Tienen
hábitats, lenguas, ceremonias y formas de arte diferentes. No obstante, a pesar de tales
diferencias –ya sea que se encuentren en África, en Asia, en América del Sur, o en
cualquier otro lugar–, en ciertos aspectos básicos son notablemente similares entre sí.
Tienen estructuras sociales, valores y formas de criar a los niños similares. Estas
similitudes permiten a los investigadores referirse a la cultura de cazadores y recolectores
en singulary refuerza el punto de vista de que esas sociedades representan, de forma
básica, la clase de sociedades que predominaron antes del inicio de la agricultura.4 Entre
las sociedades de este tipo más estudiadas se encuentran las siguientes: ju/’hoansi
(también llamada ¡kung, en el desierto de Kalahari, en África), hazda (en la selva tropical
de Tanzania), mbuti y efé (en la selva Ituri del Congo), aka (en las selvas tropicales de la
República Centroafricana y del Congo), batak (en Malasia peninsular), agta (en Luzón,
Filipinas), nayaka (en el sur de la India), aché (en el este de Paraguay), parakana (en la
cuenca del Amazonas de Brasil) y yiwara (en el desierto australiano).
En este capítulo abordo la vida y la educación de los niños en las culturas de los
cazadores y recolectores, pero, al mismo tiempo, también hablo de las características
unificadoras de las culturas mismas. De acuerdo con mi definición, la educación es la
transmisión de la cultura. La educación constituye los procesos mediante los cuales
cada nueva generación de seres humanos, en cualquier grupo social, adquiere y hace uso
de las habilidades, del conocimiento, de la tradición y de los valores, esto es, de la cultura
de las generaciones previas del grupo. Para entender el enfoque de los cazadores y
recolectores en la crianza y educación de los niños es necesario saber algo de sus valores
culturales.
33
Autonomía, costumbre de
compartir e igualdad5
Los cazadores y recolectores viven en pequeñas tribus (en general de veinte a cincuenta
personas, incluyendo a los niños) que se mudan de lugar en amplios territorios, aunque
circunscritos, a fin de seguir a los animales de caza y llegar a la vegetación disponible.
Sus valores sociales básicos, como los describen la mayor parte de los investigadores que
los han estudiado, son la autonomía (libertad personal), el compartir y la igualdad.6
Nosotros, en las culturas de las democracias modernas, generalmente también
mantenemos estos valores, pero la comprensión de los cazadores y recolectores en estos
temas y la importancia que les conceden sobrepasan con mucho las nuestras.
El sentido de autonomía de los cazadores y recolectores es tan fuerte que se abstienen
de decirse entre sí lo que tienen que hacer. Incluso no dan un consejo que no se les haya
solicitado para que no parezca que están interfiriendo en la libertad de los demás. Todas
las personas, incluyendo los niños, son libres de tomar sus propias decisiones cotidianas
en tanto no interfieran en la libertad de los otros o violen los tabúes sociales. Sin
embargo, su autonomía no incluye el derecho a acumular propiedad privada o a que los
otros se endeuden con ellos, dado que eso es contrario a su segundo gran valor, el
sentido de compartir.
Desde un punto de vista económico, el propósito de la tribu de los cazadores y
recolectores es compartir. Las personas comparten sus habilidades y sus esfuerzos
libremente cuando cooperan para obtener comida, para defenderse de los depredadores y
para cuidar a los niños. Comparten la comida y los bienes materiales con cualquier
persona de la tribu, e incluso con miembros de otras tribus. Tal disposición a compartir
aparentemente es lo que ha permitido a los cazadores y recolectores sobrevivir durante
tanto tiempo en condiciones tan desafiantes. Ellos entienden el concepto de compartir de
manera diferente de como lo entendemos en Occidente. Para nosotros, compartir es un
acto loable de generosidad que debemos agradecer y por el cual se puede esperar alguna
forma de pago en el futuro. Para los cazadores y recolectores, compartir no es ni un acto
generoso ni un acuerdo implícito, sino un deber. Para ellos es natural que si una persona
posee más bienes que otros los compartirá; si no lo hace, podrá ser ridiculizado o
despreciado.7
El sentimiento de autonomía y las expectativas de compartir de los cazadores y
recolectores están en estrecha relación con lo que el antropólogo Richard Lee ha
denominado intenso igualitarismo,8 que va mucho más allá de nuestra moderna noción
de igualdad de oportunidades. Significa que las necesidades de todas las personas son
igual de importantes, que nadie es considerado superior a otros y que ninguno debe tener
más bienes materiales que otro. Esa igualdad es parte de su sentido de autonomía, debido
a que las desigualdades podrían llevar a los que poseen más o se consideran superiores a
dominar a los que tienen menos.
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Desde luego que los cazadores y recolectores reconocen que algunos son mejores para
cazar o recolectar que otros, o más hábiles negociadores, que otros son mejores
danzantes y que hay quienes destacan en otras actividades, y valoran esas capacidades.
No obstante, desaprueban enérgicamente que alguien alardee de sus capacidades o de su
superioridad. Las armas que con más frecuencia utilizan para combatir la vanagloria y la
renuencia a compartir y a realizar otras acciones consideradas tabúes son el ridículo y el
rechazo.9 Como primera medida, la gente se burla del transgresor por comportarse de esa
manera tan inapropiada. Pueden componer una canción sobre la manera como “cierta
persona” piensa que es un “gran hombre” y un “gran cazador”. Si la conducta persiste, el
siguiente paso consiste en actuar como si el transgresor no existiera. Esas medidas son
muy efectivas para hacer que los transgresores corrijan su conducta. Es difícil actuar
como alguien superior si todos ridiculizan esa actitud. Y no vale la pena acumular comida
si el acaparador será tratado como si no existiera.
Por el gran valor que le dan a la autonomía y a la igualdad individual, las tribus de
cazadores y recolectores no tienen hombres notables o jefes del tipo que generalmente se
encuentran en la sociedades agrícolas primitivas (y en las sociedades de recolectores;
véase la última parte de la nota 4), quienes toman las decisiones por todo el grupo.
Algunas tribus de cazadores y recolectores no cuentan con un líder constante. Otras
tienen un líder nominal que representa al grupo al hacer tratos con otras tribus, pero sin
más poder formal para tomar decisiones que el que tienen sus compañeros. Las
decisiones que afectan a toda la tribu, como por ejemplo cambiar el sitio del
campamento, se toman mediante discusiones que pueden prolongarse durante horas o
días hasta que se llega a un consenso para tomar una decisión. Tanto las mujeres como
los hombres toman parte en estas discusiones, e incluso los niños pueden expresar sus
opiniones. En cualquier tribu, algunas personas sobresalen por ser más sabias que otras y,
como consecuencia, tienen mayor influencia, pero el poder que puedan ejercer proviene
de sus habilidades para persuadir a los demás y para llegar a algún arreglo que tome en
cuenta las opiniones de todos.10
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Crianza de los hijos en la
confianza
Un término que a menudo utilizan los investigadores para describir el trato general que
dan los adultos a los niños en las culturas de cazadores y recolectores es indulgente, pero
tal vez un término más adecuado sea confiado. El espíritu de igualitarismo y autonomía
que prevalece en las relaciones sociales de los cazadores y recolectores también se aplica
a la interacción de los adultos con los niños, del mismo modo que a la relación entre los
adultos. El principio que guía su filosofía de la crianza y de la educación de los niños es
la confianza en los instintos infantiles. Se considera que cuando se les permite seguir sus
propios deseos los niños aprenderán lo que necesitan aprender, y de este modo, al contar
con las habilidades y la madurez necesarias para hacerlo, contribuirán a la economía de la
banda. Los siguientes comentarios procedentes de diferentes investigadores expertos en
las costumbres de diversos grupos de cazadores y recolectores ilustran acertadamente tal
actitud de confianza.
• “Los aborígenes [de Australia] son en extremo complacientes con los niños, a
quienes se amamanta hasta los 4 o 5 años de edad. El castigo físico para un niño es
casi desconocido”.11
• “Los cazadores y recolectores no dan órdenes a losniños; por ejemplo, ningún
adulto manda a la cama a los niños. En la noche los niños permanecen con los
adultos hasta que se sienten cansados y se quedan dormidos… Los adultos
parakana [de Brasil] no interfieren en la vida de los niños. Nunca los golpean, los
regañan o se comportan de forma agresiva con ellos, física o verbalmente; pero
tampoco los alaban o supervisan su desarrollo”.12
• “La idea de que este es ‘mi hijo’ o ‘tu hijo’ no existe [entre los yequana de
Venezuela]. En el vocabulario de los yequena referente a la conducta no existen
vocablos que indiquen lo que debería hacer otra persona, sin importar su edad. Hay
gran interés por lo que hacen los otros, pero no existe la intención de influir en ellos,
mucho menos de coaccionarlos. La voluntad de los niños es su fuerza motriz”.13
• “A los bebés y a los niños pequeños [entre los cazadores y recolectores inuit del
valle del Hudson] se les permite explorar su entorno hasta los límites de sus
capacidades físicas y con una intervención mínima de los adultos. Así, por ejemplo,
si un niño toma un objeto peligroso, los padres generalmente dejan que él mismo
investigue los peligros de dicho objeto. Se supone que el niño sabe lo que está
haciendo”.14
• “Los niños ju/’hoan muy rara vez lloraban, probablemente porque no tenían motivo
para hacerlo. A ningún niño se le gritó, se le golpeó o se le castigó físicamente, y a
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muy pocos se les regañó. La mayor parte de ellos nunca oyeron palabras
desalentadoras hasta que se acercaron a la adolescencia, e incluso en esa etapa las
reprimendas, si realmente se podían considerar reprimendas, se daban en voz
suave”.15
La mayor parte de las personas de nuestra cultura considerarían tal complacencia con
los niños como la receta para producir niños consentidos, exigentes, que se convertirán
en adultos mal educados y caprichosos. Pero, al menos en el contexto de la forma de
vida de los cazadores y recolectores, nada está más lejos de la verdad. He aquí cómo
Elizabeth Marshall Thomas, una de las primeras observadoras de los ju/’hoansi,
respondió a la cuestión de consentir a los niños:
En ocasiones se nos dice que si se trata a los niños cordialmente se convierten en niños mal educados, pero
esto sucede porque los que sostienen esta opinión no tienen la menor idea de lo eficaz que tal medida puede
ser. Libres de frustraciones y de ansiedad, alegres y cooperativos… los niños ju/’hoan constituían el sueño de
cualquier padre. Ninguna cultura ha criado niños mejores, más inteligentes, más agradables, más seguros.16
Dada esta complacencia y actitud de confianza, no sorprende que los niños de las
sociedades de cazadores y recolectores pasen la mayor parte de su tiempo jugando y
explorando libremente. La creencia general entre la mayoría de los adultos de esas
culturas, tras siglos de experiencia, es que los niños se educan solos con el juego y la
indagación por iniciativa propia.17 Para conocer más sobre la vida de los niños de las
sociedades de cazadores y recolectores, Jonathan Ogas, a la sazón mi alumno de
posgrado, y yo realizamos una encuesta con diez prominentes investigadores que habían
estudiado diversas culturas de cazadores y recolectores.18 A nuestra pregunta sobre
“¿Cuánto tiempo libre tenían los niños del grupo que usted estudió para jugar?”, los
investigadores dijeron, en esencia, que los niños eran libres para jugar todos los días
desde el amanecer hasta el oscurecer. He aquí tres típicas respuestas:
• “Tanto las niñas como los niños tenían casi todo el día libre para jugar todos los
días” (Alan Brainard, con relación a los nharo, del sur de África).
• “Los niños tenían la libertad de jugar casi todo el tiempo; nadie esperaba que
trabajaran seriamente hasta que llegaban a los últimos años de su adolescencia”
(Karen Endicott, con relación a los batak, de Malasia).
• “Los niños varones tenían la libertad de jugar todo el tiempo hasta la edad de 15-17
años; las niñas pasaban la mayor parte del día jugando, a excepción de algunos
mandados que tenían que hacer y de cuidar algún bebé a veces” (Robert Bailey,
con relación a los efé, del centro de África).
Estas respuestas coinciden con los informes publicados. En un estudio formal sobre las
actividades de los niños ju/’hoan, la antropóloga Patricia Draper concluyó: “Las niñas,
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después de cumplir alrededor de 14 años, empiezan a participar en la recolección de
comida y de madera y en el acarreo de agua… Los niños comienzan a participar de
manera formal en la caza después de los 16 años o más… Los niños de ambos sexos
hacen realmente muy poco trabajo”.19 Por ejemplo, los hazda (de las selvas tropicales de
Tanzania) en ocasiones se citan como una excepción a la regla de que los niños de los
cazadores y recolectores realizan poco trabajo productivo. Los niños hazda buscan una
buena parte de su propio alimento. No obstante, un estudio sobre menores de entre 5 y
15 años de edad reveló que solo pasaban alrededor de dos horas diarias buscando su
alimento en las áreas ricas en vegetales cercanas al campamento, y que incluso mientras
realizaban esta tarea seguían jugando.20
A pesar de que los adultos de las culturas de los cazadores y recolectores no intentan
controlar, dirigir o motivar la educación de los niños, sí ayudan a su educación al atender
sus deseos.21 Permiten que jueguen con las herramientas de los adultos, incluso con
instrumentos potencialmente peligrosos, como las navajas y las hachas, porque entienden
que necesitan jugar con esos objetos para poder utilizarlos con habilidad. Confían en que
los niños tienen suficiente sentido común como para no lastimarse. Sin embargo, hay
ciertos límites. Los dardos o las flechas envenenadas se mantienen completamente fuera
de su alcance.22 Los adultos también fabrican arcos y flechas, palos excavadores,
canastas y otros utensilios pequeños para que los niños de menor edad, e incluso los que
apenas empiezan a caminar, jueguen con ellos. Dejan que los niños observen y participen
en casi todas las actividades de los adultos cuando lo deseen. Con frecuencia los niños se
arremolinan alrededor de los adultos y los pequeños se suben a su regazo para mirar o
para “ayudarlos” a cocinar, a tocar instrumentos musicales o a fabricar armas de cacería
u otras herramientas, y los adultos en pocas ocasiones los ahuyentan. Draper describe
una escena frecuente:
Una tarde observé durante dos horas a un adulto [ju/’hoan] martillar y dar forma al metal para elaborar algunas
puntas de flecha. Durante ese lapso su hijo y su nieto (ambos de menos de 4 años) lo empujaban, se sentaban
en sus piernas y trataban de jalar las puntas de las flechas. Cuando los dedos de los niños estaban cerca del
impacto del martillo, el hombre simplemente esperaba a que las pequeñas manos estuvieran un poco más lejos
para reanudar el martilleo. Aunque el hombre reconvenía a los niños, no se enfadaba ni los ahuyentaba, y ellos
no hacían caso de sus advertencias para dejar de interferir en su trabajo. Finalmente, alrededor de cincuenta
minutos después, los niños se alejaron un poco para reunirse con unos adolescentes recostados en la
sombra.23
Cuando los niños piden a los adultos que les enseñen a hacer algo o que los ayuden a
hacerlo, los adultos están comprometidos a complacerlos. Un grupo de investigadores de
la cultura de cazadores y recolectores lo plantea así: “Compartir y dar son valores
esenciales de los recolectores, de modo que lo que sabe un individuo está abierto y
accesible a cualquiera. Si un niño quiere aprender algo, los otros están obligados a
compartir el conocimiento o la habilidad”.24 Los cazadores y recolectores también
difunden el conocimiento mediante la narración de relatos sobre sus aventuras de
recolección y de caza, acerca de sus visitas a otras tribus y con relación a
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acontecimientos significativos del pasado. Thomas indica que, en especial, las mujeres de
entre 60 y 70 años de los grupos que ella observó eran notables narradoras de relatos
sobre el pasado.25 Los relatos no se dirigen específicamente a los niños,

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