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EL_CIELO,_ESPERANZA_Y_COMPROMISO_Una_escatología_pascual_El_Pozo

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EL POZO DE SIQUÉN 394
SAL TERRAE
2
VÍCTOR CODINA, SJ
El cielo, 
esperanza 
y compromiso
Por una escatología pascual
3
Índice
Portada
Introducción
1. Los maestros de la sospecha
2. El cielo, símbolo sagrado
3. Escatología y cielo en las grandes religiones
Mesopotamia y Egipto
Hinduismo
Taoísmo y confucionismo
Grecia y el orfismo
Escatología iraniana
Budismo y liberación del dolor
Paraíso en el islam
Conclusión
4. Aproximación a la esperanza de Israel. El Dios de la promesa[14]
Personalidad corporativa
Justicia divina distributiva
El «Sheol»
5. La fe de Israel en la resurrección
El deseo del justo de estar junto a Dios
La restauración nacional
De la profecía a la apocalíptica: resurrección
Resurrección de los muertos e inmortalidad del alma
6. La esperanza escatológica del Nuevo Testamento
La expectativa mesiánica del Reino en tiempos de Jesús
Características del Reino anunciado por Jesús
El Reino es buena noticia
4
El Reino es inseparable de Jesús
El Reino es comunión
El Reino de Dios es victoria sobre el pecado y llamada a la conversión
El Reino es misericordia con los marginados
El Reino es conflictivo
El Reino es utopía y gozo escatológico
7. El misterio pascual
Muerte y resurrección de Jesús[19]
El descenso de Jesús a los infiernos
La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
8. Escatología colectiva
La Parusía
La resurrección de los muertos
La nueva creación
Reencarnación y resurrección
9. El cielo, o la vida eterna
10. Cuestiones difíciles
¿Muerte eterna?
El purgatorio
¿Estadio intermedio?
11. La hermana muerte
12. El cielo en la liturgia
La eucaristía como contexto vital de la escatología
El cielo y la comunión de los santos en la liturgia eucarística
13. Compromiso por el Reino de los cielos
El «ya sí», pero «todavía no» del Reino
El Reino comienza desde abajo
Epílogo
Notas
5
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© Editorial Sal Terrae, 2019
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
07-09-2018
Diseño de cubierta:
Magui Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2811-0
7
mailto:%20info@gcloyola.com
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Introducción
Hace un tiempo, oí decir al profesor de teología Javier Vitoria, ya jubilado de su tarea
académica en Bilbao, que actualmente le interesaba más la escatología que el derecho
canónico...
Sintonizo plenamente con esta preferencia y, ya que me he dedicado
preferentemente hasta ahora al tercer artículo del Credo (Espíritu Santo, Iglesia,
sacramentos, profetismo, vida religiosa, espiritualidad...), quisiera completar y cerrar el
ciclo con una reflexión sobre la vida eterna, concretamente sobre el cielo.
Y esto pensando no solo ni principalmente en una ayuda para la gente de la tercera
edad, tan numerosa hoy día [1], sino para todos, ya que todos necesitamos saber no solo
de dónde venimos, sino también hacia dónde vamos.
Quisiera comenzar narrando una pequeña parábola del escritor y aviador francés
Antoine de Saint-Exupéry, como hace Gisbert Greshake en su libro de escatología [2].
Saint-Exupéry, en sus viajes a África junto con otros compañeros, había criado
gacelas en un oasis de los confines del desierto del Sáhara. Las gacelas estaban
encerradas al aire libre, en un cercado de cañas, porque necesitan aire libre para vivir. Si
se las captura de jóvenes, siguen viviendo sin dificultad en este cercado, se dejan
acariciar y comen de la mano, y fácilmente uno cree que ya han sido domesticadas.
Pero llega un día en que se las sorprende apretando sus pequeños cuernos contra la
cerca que las limita, como imantadas en dirección al desierto. No rehuyen las caricias,
siguen comiendo de la mano; pero cuando uno las deja solas, tras un breve retozar,
vuelven a la cerca. Y si no se interviene, permanecen allí, apoyando sus cuernos en la
cerca hasta que mueren. Lo que buscan es el espacio libre del desierto. Desean ser
gacelas en su ambiente libre, saltar y correr, huir de los chacales y leones, vivir a sus
anchas...
Greshake utiliza esta pequeña anécdota sobre las gacelas como una parábola de
nuestra existencia humana, habituada y encerrada en nuestro mundo, con comodidades y
limitaciones, fascinada por todas las ocasiones de placer y bienestar que se nos ofrecen.
8
Pero, a la larga, nos damos cuenta de que nuestro mundo se abre a un más allá, que
a veces nos sentimos como asfixiados en la mundanidad y nos percatamos de que esta
realidad cerrada no es lo definitivo, sino algo penúltimo; nuestra libertad se proyecta más
allá, buscamos algo más, aunque no nos atrevamos a preguntarnos sobre nuestro futuro
último. Hay preguntas que no es políticamente correcto formularse: ¿Qué será de
nosotros luego? ¿Cuál es el fin de la historia y del mundo? ¿Qué hay más allá de la cerca
que nos tiene como encerrados?
Pero seguramente esta parábola queda hoy un tanto desfasada, pues en el mundo
moderno muchos ya no nos sentimos prisioneros ni hay nadie encargado de darnos la
comida, sino que en este mundo maravilloso e inmenso, donde trabajamos para vivir y
mejorar la sociedad, nos sentimos ciudadanos, no nos sentimos peregrinos ni desterrados
en este valle de lágrimas; buscamos aquí un mundo mejor; estamos satisfechos.
De ordinario, no nos hacemos estas preguntas, porque nos sentimos felices e
instalados en nuestro mundo, incluso aceptando su finitud.
Es conocida la postura agnóstica del profesor español Enrique Tierno Galván, que
tranquilizaba a los suyos ante la muerte afirmando que «no hay nada más humano y que
mejor defina la finitud que perecer».
Sin embargo, otro profesor, D. Miguel de Unamuno, gritaba su angustia ante el
sentimiento trágico de la vida, ya que la muerte puede interrumpir en cualquier momento
el hilo de la existencia humana. Ya santo Tomás afirmaba que la muerte es lo más
natural, biológicamente hablando, pero lo más antinatural desde el punto de vista
existencial.
Pero no nos gusta interrogarnos por el más allá. Hemos escuchado tanto –de parte
de los maestros de la sospecha– que la religión es el opio del pueblo, que el cielo es un
engaño y una ilusión que nos retrae de nuestros compromisos terrestres... que preferimos
no cuestionarnos para no alienarnos.
Pero cuando experimentamos dificultades y fracasos en la vida personal, cuando la
enfermedad o la vejez nos amenazan, cuando desaparecen nuestros seres queridos,
cuando se nos acerca la hora final, cuando quedamos sorprendidos por el mal y la
injusticia del mundo y nos preguntamos por el sentido de las guerras, de Auschwitz, de
los terremotos, tsunamis y huracanes..., comenzamos a cuestionarnos si tiene sentido la
vida, si no será un absurdo. ¿Hay alguna esperanza? ¿Hay algo más allá del estrecho
cerco del oasis de las gacelas?
9
El pensamiento del cielo no puede esperar [3]. Hemos de intentar responder las
preguntas que llevamos dentro y que muchas veces no nos atrevemos a formular [4].
Responder a estas preguntas es lo que puede dar sentido a nuestra existencia. Esto
es lo que intentaremos hacer en estas páginas. En el fondo, se trata de responder a la
dimensión más humana y definitiva de nuestra vida, para no permanecer distraídos en las
mil preocupaciones de la cotidianeidad. Y lo haremos teniendoen cuenta la sabiduría
humana de las culturas y las religiones; y lo haremos, sobre todo, desde la fe y la
esperanza cristianas. No queremos que el pensamiento del cielo nos aliene: por eso
pretendemos integrar el compromiso presente en la historia y la esperanza futura, como
una escalera entre el cielo y la tierra que nos ayude a anticipar aquel en esta y vincular el
cielo con la Iglesia que aún peregrina en esta tierra hacia la Jerusalén celestial.
Partiremos de la crítica que los maestros de la sospecha han lanzado sobre la
imagen del cielo cristiano, para contrastarla e ir enriqueciéndola con los aportes de la
conciencia popular, de la historia de las religiones, del mundo judío, del cristianismo y
de la teología cristiana moderna. De estas reflexiones brotará una nueva luz para la
pastoral y la vida cristiana que pueda alimentar el compromiso y fortalecer una
esperanza responsable.
No deseo escribir tanto un tratado científico de escatología junto a los ya existentes,
cuanto ayudar pastoralmente al Pueblo de Dios con la esperanza de la Pascua,
presentando los temas principales que responden a las preguntas y cuestiones que
muchas veces no nos atrevemos a formular, y menos aún a responder.
Aunque hay una secuencia lógica y cronológica en el desarrollo de los capítulos,
cada uno de ellos puede ser leído independientemente de los demás.
10
1. 
Los maestros de la sospecha
Antes de comenzar a hablar del cielo queremos presentar algunas dificultades y críticas
que esta idea ha suscitado en nuestro tiempo, sobre todo por parte de los llamados
«maestros de la sospecha».
La Ilustración moderna intenta ayudar al género humano a salir de su minoría de
edad, a atreverse a pensar y saber por sí mismo (Kant).
Frente a la dependencia de la autoridad divina (heteronomía), la llamada
«Ilustración» postula una autonomía humana. A partir de estos presupuestos se inicia la
crítica ilustrada de la religión (y del cielo).
La religión sería fruto de la ignorancia y del miedo. Para Feuerbach, el ser humano
ha de liberarse de la religión, pues los deseos religiosos son una ilusión, fruto de la
imaginación humana. Marx sigue a Feuerbach, pero para él la religión es un producto no
solo humano (como afirma Feuerbach), sino también social. La religión es el suspiro de
la criatura oprimida, es el opio del pueblo, un consuelo para la otra vida..., en vez de
eliminar la injusticia del presente. Hay, pues, que eliminar la religión para que el pueblo
salga de su miseria y de su alienación económica. Cuando las relaciones sociales y
económicas sean transparentes, desaparecerá la religión.
Para Nietzsche, la fe y la religión se oponen a una actitud intelectual crítica. Hay
que eliminar a Dios, la moral y el pensamiento del «más allá» para que el ser humano
pueda vivir una vida auténtica. El otro mundo, el «más allá», es una invención humana.
Dios es lo contrario a la vida; por eso la muerte de Dios es el gran acontecimiento
presente, una buena noticia; es luz, felicidad y alivio para el ser humano.
Para Hegel, hay que reivindicar la tierra frente al cielo; la tierra es autónoma.
Para todos estos autores, el más allá ha de desaparecer: es engaño, ilusión, sueño; el
pensamiento y el deseo de la patria celeste es alienante, nos enajena; en lugar de religión,
hay que afirmar lo intramundano, la tierra, para así poder vivir una vida auténtica y real.
11
El marxismo es, en el fondo, un mesianismo terrestre, una especie de escatología
secular que sustituye a la religión y sus esperanzas futuras, aunque seguramente muchos
marxistas no lo perciban ni lo vivan así. Según el marxismo, los cristianos, apoyados en
la esperanza del cielo, no transforman la tierra. Esta transformación del mundo es lo
único que da esperanza a la vida humana, pues la historia avanza más allá de la muerte
de las personas.
Hay que sustituir la teología por la antropología y la sociología. Al eliminar a Dios,
se elimina el cielo: ambos son imaginación y simple proyección humana. El cielo y Dios
son deseos humanos y sueños de la humanidad; pero, como afirma Freud, esto no
significa que sean reales.
Hasta aquí, los maestros de la sospecha. Su ateísmo ilustrado no es compatible con
una filosofía teísta, y menos aún con la fe cristiana. No vamos aquí a refutar sus teorías,
pero sí podemos aceptar su aportación positiva: evitar que la religión, de hecho, sea
alienante; evitar que el pensamiento del cielo y del más allá nos haga despreocuparnos
del presente, de la historia, del más acá, de la tierra.
¿No es verdad que los cristianos muchas veces hemos menospreciado la tierra por
pensar en el cielo? ¿No es verdad que a lo largo de la historia de la Iglesia, debido a
influjos platónicos y dualistas, se ha menospreciado la tierra, el cuerpo y el tiempo
presente, para así revalorizar el alma, el cielo y la eternidad? ¿No es verdad que incluso
en las oraciones litúrgicas se habla de menospreciar la tierra y las cosas terrenas, para así
valorar la realidad del cielo?
Una visión cristiana de la acción del Espíritu en la historia de la humanidad nos
permite aceptar las lecciones positivas de los maestros de la sospecha, aun cuando
rechacemos sus posturas arreligiosas y ateas.
Pero a los maestros de la sospecha del siglo XIX ha sucedido otra serie de
pensadores del siglo XX que van más allá de aquellos y se abren a una esperanza
utópica, a un deseo o una añoranza de algo totalmente Otro, a un anhelo de que el
asesino no pueda triunfar sobre la víctima; buscan algo que vaya más allá de la sociedad
positivista y de la razón instrumental; incluso se valora la religión como algo que es un
antídoto contra la sociedad (Max Horkheimer, Jürgen Habermas).
Hay autores que, aun procediendo del marxismo, como Roger Garaudy, buscan un
humanismo total, inmanente, pero reconocen que la religión pertenece a lo humano,
creen que el ser humano puede autotrascenderse en la historia; el hombre es más que el
12
hombre, es lo que debe ser; creen en un humanismo creador, en un proceso que nunca se
acaba.
Otros pensadores de origen judío, como Walter Benjamin y Ernst Bloch, parecen
influenciados por la esperanza de los profetas y por la apocalíptica judía. El tiempo no es
lineal, es pleno, hace saltar la historia y hace emerger algo nuevo; el pasado se abre al
futuro, en un desarrollo social democrático que guarda memoria de los vencidos (Walter
Benjamin).
Por su parte, Ernst Bloch habla del «principio esperanza», una esperanza
ultraterrena: el hombre es un ser utópico. No es un ser condenado a la muerte, sino un
ser que todavía no es lo que debe ser. Su pensamiento es la versión humanista de la
escatología cristiana, de una trascendencia sin Dios, en una historia que es un proceso no
acabado, siempre abierta al futuro.
Hans Küng, resumiendo el aporte de los filósofos más recientes, afirma que «en
nuestro mundo, impregnado de positivismo y materialismo, poco a poco se va
extendiendo el convencimiento de que la cuestión de la vida eterna no puede zanjarse
con meras fórmulas como “deseo”, “opio”, “resentimiento”, “ilusión”... Son demasiado
escuetas para poder expresar exhaustivamente el potencial de esperanza que brota sin
cesar por todas partes» [5].
Todos estos pensadores nos ofrecen pistas humanas para ver que el más allá,
aunque no se pueda alcanzar, es la utopía que nos anima a caminar hacia un mundo más
justo y más humano. Es un humanismo nostálgico de algo más, de la religión, del
totalmente Otro, pero que constituye un sueño y un ideal no alcanzable. Es un
humanismo del progreso futuro, pero construido por el esfuerzo humano, no algo que
recibimos gratuitamente de un Dios que viene a salvarnos y a darnos esperanza.
Confrontemos este panorama un tanto decepcionante de la filosofía moderna con la
afirmación del filósofo católico francés Gabriel Marcel (1889-1973): «Amar equivale a
decirle a alguien: no morirás» [6]. Esto explica tanto la fe en la resurrección de Israel
como la resurrección de Jesús por el Padre y la esperanza de nuestra resurrección futura.
Enel fondo, no son la ciencia ni la filosofía las que pueden darnos una esperanza en
el más allá, sino únicamente las religiones. La filosofía solo puede ofrecernos nostalgias
y sospechas, apuestas y deseos, no la certeza de la fe religiosa y cristiana. Los
humanismos nos hablan de un horizonte de futuro, pero no de la esperanza en la venida
salvífica y consoladora del Dios de la vida a nuestro mundo. Hay una gran diferencia
13
entre las escatologías humanistas ateas y las religiosas, entre el pensamiento encerrado
en la inmanencia y el que trasciende la ideología creyendo en Dios, fiándose de Dios.
Las religiones ofrecen un «plus», otro modo de ser, una esperanza.
Solo las religiones responden a las preguntas más radicales sobre el sentido de la
vida y de la muerte: ¿adónde vamos al morir: a la nada o a un más allá en plenitud? [7]
Ver cómo a lo largo de toda la historia de la humanidad se mantiene la creencia en
un más allá nos ayudará a reforzar nuestra esperanza en el cielo y a responder a la
pregunta central: ¿qué podemos esperar?
14
2. 
El cielo, símbolo sagrado
En las diversas culturas hay palabras primigenias, las llamadas «proto-palabras» o
palabras esenciales, que se refieren a momentos básicos de la vida: pan, casa, madre,
amor, muerte, vida, cielo...
La palabra «cielo» se emplea en la vida ordinaria para significar algo amoroso y
maravilloso, elevado, positivo: «eres un cielo»; «¡santo cielo!»; «¡cielos!»; «Padre
nuestro que estás en el cielo»; tal persona «ya está en el cielo»...
La belleza y majestuosidad del firmamento, con el sol y las nubes durante el día y
las estrellas y la luna durante la noche, ha cautivado siempre a la humanidad, que ha
visto en el cielo una apertura a lo trascendente, a lo divino, un símbolo sagrado y
religioso de lo superior, del más allá.
Los especialistas en historia de las religiones [8] hablan de hierofanías, es decir, de
manifestaciones de lo sagrado, y consideran que la humanidad, desde los tiempos más
remotos, ha experimentado la manifestación de la trascendencia y omnipotencia de lo
sagrado a través del cielo. La revelación del sentido último de la existencia está muy
unida a la hierofanía, o manifestación celeste.
El símbolo celeste ha perdurado a través de los siglos como un receptáculo y
soporte de toda existencia, como causa y sentido de todo, que garantiza la perennidad de
los ritmos cósmicos y el equilibrio de las sociedades humanas. El cielo es la región
donde ruge el trueno, se forman las nubes, se decide la fertilidad de los campos y la
continuidad de la vida en la tierra.
En Mesopotamia, un mismo ideograma significa «cielo» y «divinidad».
En el mundo ario, el cielo es el nombre de las realidades cósmicas y también
sagradas: lluvia, rayo, trueno, viento, luna, estrellas...
En Grecia, el cielo es Urános, con una asombrosa fecundidad y vocación creadora.
Zeus sustituirá a Urános con un sentido de «padre de dioses» y con funciones
15
meteorológicas. Roma sustituye a Zeus por Júpiter. Cambian los nombres, pero no las
funciones y el sentido.
En el mundo andino, la Pacha significa la esencia universal, el Dios cósmico del
Ande, el Señor del mundo, la semilla original, la arcilla primera, el tiempo sin tiempo; la
palabra original de la que brotaron los gérmenes de vida, que da razón de la existencia
universal del sol, de la luna, de las estrellas, del universo, de la tierra, de los mares, de
los pueblos, de las plantas, de los animales, de las rocas, de los cerros, de los ríos. Pacha
es todo cuanto existe: espacio, tiempo, materia, espíritu; es el principio de la vitalidad
universal, de la unidad y paridad, de la reciprocidad complementaria, de la armonía
universal.
Pero en este universo andino se distinguen tres espacios existenciales:
– el Kay Pacha es el mundo de aquí, donde habitamos los humanos, los animales y las
plantas, la tierra de en medio, donde mora temporalmente la Pachamama, nuestra
madre de la vida, el espacio en el que la comunidad humana desarrolla su camino
de realización, donde se realizan todas las actividades humanas. La Pachamama,
con su generosidad, nos brinda fertilidad y abundancia para todos;
– la Ukhu Pacha, o profundidad de la tierra; el inframundo, el pasado, donde están el
agua, el mar, las lagunas, los ríos y el fuego, cuyo símbolo animal es la serpiente. A
partir de la evangelización de los pueblos andinos, se ha equiparado al infierno,
donde los seres maléficos acechan constantemente. Pero ello distorsiona la visión
andina, que ve el Ukhu Pacha como un mundo secreto, misterioso e imprevisible;
– la Janaq Pacha, o el mundo de arriba, lo superior, el cielo, el futuro, el ámbito del
sol, la luna y las estrellas, el rayo, la lluvia, el arco iris, cuyo animal emblemático es
el cóndor. En la actualidad, por influencia del cristianismo, es considerada como la
región de la Gloria, donde habitan Dios, los ángeles y los santos, el cielo, algo
misterioso y sagrado. Pero esta nueva concepción de la Janaq Pacha, fruto de la
cristianización, no coincide con la original visión andina.
Los diferentes ritos de vida y de muerte buscan la armonización y beneficios de la
Pacha y la orientación definitiva al Janaq Pacha [9].
En el mundo amazónico-guaraní está presente el mito de la Tierra sin mal (Ivi
Maraëi), en cuya búsqueda camina sin cesar el pueblo guaraní. Hay varias
interpretaciones sobre esta Tierra sin mal:
16
– Está ligada al territorio y a la lucha por la propia tierra; es la dimensión política.
– Está ligada a los valores y a la producción, a la lucha por la propia identidad del
pueblo guaraní (ñande reko); es la dimensión cultural.
– Está ligada a la existencia y a lo que hay después de la muerte; es el aspecto más
común de este mito, la dimensión religiosa: después de la muerte, el guaraní pasa a
la otra vida para irse a vivir a este lugar, a la Tierra sin mal [10]. Los guaraníes
cristianos identifican hoy esta dimensión religiosa de la Tierra sin mal con el cielo
cristiano.
En Israel, Yahvé es el creador el cielo (Gn 1,1) y manifiesta su poder en la tormenta
y en el rayo (Ex 19,16). Las hierofanías celestes y atmosféricas demuestran el poder de
Yahvé (Job 36,22.32-33; 37,1-4). Yahvé aparece en toda la historia religiosa de Israel
como Dios del cielo y de la tormenta, creador todopoderoso, soberano absoluto, el que
hace alianzas con el pueblo y da las leyes que permiten que la vida continúe existiendo
sobre la tierra (Is 66,1). Los cielos son los cielos de Yahvé (Sal 115,16), el lugar de su
morada. Al ver el cielo, obra de las manos de Dios, uno se pregunta qué es el ser humano
(Sal 8,4-5). Desde su trono celeste, los ojos de Yahvé ven el mundo (Sal 11,4). Los
cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos (Sal 19,1).
Por la palabra de Dios fueron hechos los cielos; desde lo alto del cielo ve Dios a todos
los seres humanos (Sal 33,6,11). Sobre el cielo se alza la gloria de Dios (Sal 57,12).
Desde el cielo pronuncia Yahvé la sentencia (Sal 76,9). Los cielos celebran las
maravillas de Yahvé (Sal 89,6). Yahvé hizo los cielos; gloria y majestad están delante de
él (Sal 96,5-6). Los cielos proclaman su justicia (Sal 97,6). Dios habla a su pueblo desde
una columna de nube (Sal 99, 7), extiende el cielo como una tienda, y desde él envía la
lluvia que da vida al campo (Sal 104,2,11-12). Más alta que los cielos es la gloria de
Yahvé: ¿Quién es como Dios, que está arriba en las alturas? (Sal 113,4-5). Nuestro
auxilio viene en nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra (Sal 121,2). Todo lo que
quiere, lo hace el Señor en el cielo y en la tierra, en el mar y en los abismos; levanta las
nubes por el horizonte; con relámpagos hace llover; saca de sus depósitos los vientos
(Sal 135,6-7). Dios cubre de nubes los cielos, dispensa la lluvia a la tierra, llena de
hierbas las montañas, da plantas para el uso del hombre, dispensa alimento al ganado
(Sal 147,8-9).
17
En el Nuevo Testamento, Mateo, en lugar del Reino de Dios, habla del Reino de los
cielos (Mt 3,2), delPadre nuestro que está en el cielo (Mt 6,9); para Juan, el Hijo del
hombre bajó del cielo (Jn 3,13), en el cielo está el trono de Dios (Ap 4).
Con el tiempo, muchas religiones arcaicas pasan a ser politeístas y divinizan el
rayo, el trueno, la tormenta y la lluvia que fecunda la tierra; pero todas estas divinidades
mantienen su origen celeste.
La dimensión sagrada del cielo extiende su poder hierofánico hacia todo lo que
signifique «altura». De este modo, hay una sacralización de las montañas por estar más
cerca del cielo: Olimpo, Tabor, Garitzim, Gólgota, Kaaba, Machu Picchu...
También los mitos «de ascensión» manifiestan esta superioridad sagrada del cielo
sobre la tierra. En la muerte, el alma asciende al cielo por los senderos de la montaña,
sube a lo alto por la escala. Subir a los espacios sagrados significa trascender la
condición humana y penetrar en los niveles cósmicos. Es lo propio de los santos, los
yoguis, los magos, los ascetas...
También en Israel encontramos el simbolismo de la «ascensión»: la escala de Jacob,
que une el cielo y la tierra (Gn 28,12); el rapto de Elías al cielo (1 Re 2). En el Nuevo
Testamento, con Jesús el cielo se ha abierto (Jn 1,51), y en la ascensión sube él mismo al
cielo (Hch 1,3-11). Subir al monte Carmelo (san Juan de la Cruz) simboliza en la
espiritualidad cristiana la perfección, la ascensión al mundo divino.
El cielo en sí mismo, en cuánto bóveda sideral y región atmosférica, es rico en
valores mítico-religiosos. Lo «alto», lo «elevado», el espacio infinito... son hierofanías
de lo trascendente y sagrado por excelencia.
No puede extrañar que en el cristianismo el cielo signifique la morada del Padre y
el fin del recorrido humano sobre la tierra, el término de la peregrinación, la entrada en
el Reino (el Reino de los cielos), la salvación, la gloria. Jesús viene del cielo para
retornar a él (Jn 6,62).
Nos movemos en un lenguaje metafórico y simbólico, el único que podemos utilizar
para expresar de algún modo realidades que nos sobrepasan, que son trascendentes y
misteriosas.
El astronauta ruso Yuri Gagarin dijo que no había encontrado a Dios en el cielo... El
cielo del que hablamos no es el cielo astrofísico de los astronautas, sino el símbolo de la
gloria de Dios, el cielo que proclama la gloria de Dios...
18
3. 
Escatología y cielo 
en las grandes religiones
Entendemos por «escatología» la reflexión sobre las realidades últimas y definitivas del
ser humano. Pero antes de abordar la escatología judeo-cristiana queremos acercarnos,
aunque sea desde lejos, a la escatología de las grandes religiones de la humanidad [11].
¿Qué idea tienen del futuro, de la inmortalidad, de la otra vida? ¿Cuál es su «cielo»?
19
Mesopotamia y Egipto
En Mesopotamia, el mito de Gilgamesh es una de las primeras expresiones escritas sobre
la búsqueda de la inmortalidad. Gilgamesh es sometido a duras pruebas para alcanzar la
inmortalidad, pero fracasa en todas ellas: la inmortalidad está reservada a los dioses. En
su alcoba acecha la muerte, una muerte sin escatología.
Hércules, en la Ilíada de Homero, es el paralelo griego de Gilgamesh: pretender la
inmortalidad desemboca en el fracaso; hay que contentarse con la fama.
Hay que acudir a Egipto, ya que es la cultura religiosa que más preocupación ha
sentido por la inmortalidad y el más allá: monumentos funerarios, El libro de los
muertos, el mito de Osiris que resucita... Parece que al comienzo la escatología solo es
para el faraón y los poderosos, pero desde el año 2000 a. C. se democratiza la esperanza
de otra vida. Aunque no todo es optimismo: también hay suicidios.
En Egipto comienza una reflexión sobre la vida moral. Para alcanzar la
bienaventuranza se requiere rectitud moral.
En la antropología egipcia, el ser humano está formado por el cuerpo (jet) y el alma
(ka), que es el principio de vida. El ka o alma perdura en la otra vida, es el principio
espiritual. La momificación de los cadáveres servía de mediación para el ka, el alma.
Se echa en falta una escatología comunitaria y cósmica, una orientación de la
historia hacia el futuro, una teología de la historia, pues la vida después de la muerte es
mera continuación de esta vida; no hay un futuro nuevo.
20
Hinduismo
El hinduismo presenta la salvación como liberación (moksa). El fin último del saber es la
liberación, el paso de la oscuridad a la luz, de lo irreal a lo real. Los que llegan a conocer
a Brahmā, el Absoluto e inmortal, logran ser inmortales como él. Hay una disociación
entre el alma y el cuerpo: el cuerpo es dolor, muerte y cárcel. Cuando el alma llega a lo
más íntimo, logra acceder a lo divino.
Según Mircea Eliade, hay dos concepciones escatológicas en el hinduismo:
– En los textos Védicos (II milenio a. C.) se afirma la inmortalidad personal indefinida
en el paraíso de las divinidades, donde hay plena felicidad.
– En los Upanishads hay mayor profundidad: la liberación se produce al final de las
reencarnaciones. La vida después de la muerte depende de las acciones de la vida.
Es la ley del karma, que mantiene una serie de reencarnaciones (samsara). La
liberación final no se consigue por medio de la ascesis o actitud religiosa, sino
mediante un conocimiento esotérico por el que se llega a la identificación con
Brahmā. Esta identificación con Brahmā ¿es anulación de la personalidad o su
máxima expresión? ¡Puede ser las dos cosas! ¿Cómo quedan el cuerpo y la
actividad humana en la escatología? La respuesta queda abierta...
Añadamos que la reencarnación seduce hoy a muchos occidentales, incluidos
algunos cristianos, que ven en ella una respuesta al más allá que no encuentran en la
Iglesia. Les parece que es una forma de responder a la brevedad del tiempo, ya que no
todo se puede decidir en una vida tan breve, y siempre es posible mejorar, corregirse,
purificarse y hacer nuevamente el bien, dejarse iluminar, nacer de nuevo.
También ven en ella una respuesta al problema del mal (que es quizá castigo de una
anterior reencarnación), y les atrae la dimensión cósmica de la reencarnación.
Como luego veremos, la doctrina de la reencarnación no es compatible con la fe
cristiana en la resurrección. Para el cristianismo no hay un eterno retorno, sino que todo
se juega en la historia personal de cada uno, que libremente realiza el bien o mal. El
«más allá» no consiste en un esfuerzo personal de purificación ni en una moral
consistente en hacer buenas obras para recibir la retribución de la gloria, sino que la
salvación es gracia de Dios que nos viene por la muerte y resurrección de Jesús. Jesús no
21
es un simple avatar, sino el Hijo de Dios, hecho hombre para salvarnos y comunicarnos
su vida divina.
Tampoco es aceptable una visión antropológica en la que el ser humano se disuelve
en el Todo, como la ola en el mar, ya que la personalidad humana permanece siempre
firme. La resurrección, tanto la de Jesús como la nuestra, tiene también dimensiones
cósmicas: es el comienzo del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde no habrá mar, pues
en la Biblia el mar simboliza el mal, el peligro, la muerte (Ap 21,1).
Lo que aparece claro en esta seducción de la reencarnación es que la Iglesia no ha
sabido comunicar toda la riqueza y belleza de la resurrección, tanto de Jesús como
nuestra; se echa en falta una pastoral positiva y esperanzadora de las verdades últimas,
de la escatología, del cielo. Para muchos cristianos, el más allá no consiste en creer que
hemos de participar en la resurrección de Jesús, sino que, simplemente, se reduce a la
idea filosófica griega de la inmortalidad del alma.
22
Taoísmo y confucionismo
Estas dos cosmovisiones chinas, con muchos adeptos (600 millones de confucionistas,
130 millones de taoístas) y con amplia difusión en varias regiones asiáticas, son más
caminos sapienciales, éticos y legislativos que religiones, aunque admiten la
inmortalidad del alma y la trascendencia más allá de la muerte.
El taoísmo, inspirado en el sabio Lao Tse (siglo VI a. C.), promueve el Tao, o
camino y senda hacia el paraíso, para mantener asíel orden cósmico del mundo y el
equilibrio entre el principio yin y el principio yang. Propugna una vida simple y modesta,
con amor filial, ternura y paciencia, excluyendo la violencia asesina, el alcohol, la
mentira, el robo y el adulterio.
Confucio (551-479? a. C.) es filósofo y legislador, y su regla de oro es: «No hagas
al otro lo que no quieres que te hagan a ti». Promueve la adoración de la naturaleza y el
culto a los antepasados como garantía del orden cósmico y social. Precisamente en torno
a los ritos funerarios se produjo en los siglos XVII y XVIII una gran controversia entre
los jesuitas, que tenían una visión positiva de estos ritos compatible con la fe cristiana, y
Roma, que los prohibió para los católicos, lo cual frenó durante siglos la evangelización
de Asia.
23
Grecia y el orfismo
Para Homero, la existencia humana es efímera, los hombres son criaturas de un día, solo
los dioses y semidioses son inmortales. Con la muerte no se produce la desaparición total
de la persona, sino que el alma va al Hades, que se encuentra debajo de la tierra: un lugar
de sombras y fantasmas, sin fuerza vital; una mansión horrenda, lúgubre y triste.
Platón (República) reacciona contra este pesimismo mitológico del Hades y critica
a Homero y su pesimismo sobre la muerte. Para Homero, luego de la muerte no hay más
alegría, ni el mal es castigado, ni el bien es recompensado. Los héroes, dada su
condición sobrehumana, no son inmortales, pero siguen actuando después de la muerte.
Sus restos están cargados de potencia mágico-religiosa, pues gozan de una existencia
que los aproxima a los dioses, una forma de supervivencia.
En suma, hay más resignación que esperanza, un vagar de aquí para allá.
Frente a este pesimismo helénico, las religiones mistéricas desarrollan la dimensión
de la vida después de la muerte (mito de Démeter y Proserpina). Las almas de los
«iniciados» alcanzan la vida eterna; los no «iniciados» sufrirán castigos. Para los
bienaventurados habrá deportes, música, perfumes... La vida después de la muerte es una
prolongación de la vida humana. No está claro si los ritos de iniciación implican un
cambio moral.
Dentro de las religiones mistéricas, el orfismo supone un avance en el desarrollo de
la inmortalidad y del alma desterrada. El hombre está dividido en cuerpo y alma; el alma
está desterrada. Hay una serie de ritos unidos a la purificación moral del espíritu y al
conocimiento perfecto, o gnosis.
La escatología tiene dos respuestas: o bien la condenación para los que no han
pasado los ritos de purificación (van al Hades), o bien la salvación para los que han sido
iniciados y participan del banquete extático de los puros, que es eterno y dionisíaco.
La visión órfica es la primera forma griega de concebir el destino final en relación
con la vida presente. Para acceder a la vida divina, además de realizar los ritos prescritos,
es necesario observar una conducta ética. Vida y muerte no son sucesivas, sino dos fases
de la vida moral. No hay dioses inmortales y hombres mortales, sino que en el hombre
hay alma inmortal y cuerpo mortal. Platón dará a todo ello una fundamentación
filosófica (Fedón [muerte de Sócrates]). La purificación es por la vía del conocimiento,
24
por la filosofía. Aunque hay un avance con respecto a la escatología homérica, falta el
sentido histórico.
25
Escatología iraniana
Hay una serie de aportaciones novedosas: articulación de sistemas dualistas como el
religioso, el ético y el cosmológico; escatología optimista que proclama el triunfo del
bien sobre el mal; salvación universal; doctrina de la resurrección de los cuerpos; mito
del salvador...
La figura central es Zaratustra, que supera el politeísmo y reconoce al único Dios
creador y guía del universo. El Sabio Señor es padre del Espíritu del bien, cuyo gemelo
es el Espíritu del mal. Se trata de dos Espíritus diferentes, más por elección que por
naturaleza; no es un dualismo absoluto, sino ético. Hay un combate entre el bien y el mal
que, en Zaratustra, no entra en conflicto con el monoteísmo, aunque luego ambos
principios se divinizan: Ormuz, el bien; Ahriman, el mal.
Otra característica es la relación entre ética y escatología, así como una dimensión
profética orientada a la regeneración del mundo, a la instauración de la justicia en la
tierra, al combate contra el mal: pureza ritual, caridad con los pobres, hospitalidad,
desarrollo de la ganadería y la agricultura, cuidado de los muertos, conciencia
comunitaria.
El criterio último de salvación está ligado a la elección ética de la persona durante
la vida. Hay una teología de la historia con un final feliz, y hay también un juicio
individual después de la muerte, en virtud del cual unos van a la felicidad, y otros al
abismo.
En caso de equilibrio moral entre el bien y el mal, los muertos van a un lugar o
estadio intermedio hasta el juicio final. Hay resurrección de los muertos, renovación del
mundo y de la humanidad, juicio universal. En algunos textos se apunta la idea de
restauración o salvación universal de todos (apokatástasis). Hay elementos que
retomaremos luego en la escatología judeo-cristiana.
26
Budismo y liberación del dolor
El budismo es una religión de salvación, de liberación de la existencia, de la muerte y de
la contingencia. El budismo tiene un carácter religioso, pero no se identifica con el
teísmo ni con el ateísmo occidental; tampoco se identifica con el Brahmā hinduista ni
habla de un Dios Creador y Señor.
Buda no afirma ni niega; guarda silencio. La relatividad afecta a todas las cosas, al
yo, a Buda, al atman. Está ausente la divinidad, pero no el misterio.
Buda se centra en la liberación del dolor, de la contingencia; a Buda no le interesan
cuestiones más teóricas (sobre la existencia después de la muerte, sobre la eternidad del
mundo...). Tan solo le interesan cuatro verdades: la existencia del dolor, su origen, su
supresión y el camino para suprimirlo (Sermón de Benarés).
Buda es salvador, en cuanto maestro. El dolor es inherente a la existencia humana;
el budismo es liberación del dolor sin tener que someterse a sucesivas reencarnaciones.
El dolor es universal; el placer es pasajero. Hay que descubrir las causas del dolor:
las obras, la sed de vivir, la ignorancia. Hay que suprimir las causas del dolor. Hay un
camino múltiple que lleva a la liberación del dolor: conducta moral, meditación de
concentración, sabiduría de visión hasta llegar al nirvana. Sin nirvana no habría
budismo.
El nirvana es indefinible: aniquilación, inmortalidad, santidad, renacimiento
trascendente, ausencia de ser sin ser la nada, agnosticismo perfecto. Nirvana es lo no
hecho, lo increado, lo incondicionado, lo indefinible, lo simple, lo no compuesto.
Nirvana es la extinción de la existencia considerada como negativa, la consumación
de la temporalidad, la muerte de todo lo mortal, la extinción de la sed, la aniquilación del
odio, de la codicia y del desorden, la abolición de todo deseo, de la mortalidad y de la
inmortalidad.
En el budismo moderno hay una visión positiva del nirvana: quietud imperturbable
y perdurable, beatitud, serenidad, calma. No es el cielo de los dioses; es la eliminación
de los deseos
El budismo no es tanto un conjunto de verdades cuanto una esperanza de salvación,
liberación del deseo y del amor, nirvana.
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Pero esta salvación no viene de fuera ni de arriba; depende del esfuerzo personal. Es
un camino de auto- redención. Buda afirma: «Trabajad vuestra salvación con
diligencia». La figura de Gandhi nos muestra la grandeza y profundidad de esta fe
religiosa. Rabindranath Tagore, poeta hindú y premio Nobel, expresa bellamente la
esperanza de los creyentes:
«Creía que mi viaje había llegado a su fin,
al extremo de mis fuerzas;
que el camino hacia delante había quedado cerrado,
que se habían acabado las provisiones,
que había llegado la hora de retirarme
al silencio y a la oscuridad.
Pero he conocido
que tu voluntad no conoce fin para mí;
y cuando las viejas palabras parecen ya muertas,
nuevas melodías brotan del corazón;donde se pierden los viejos caminos,
aparece un nuevo y maravilloso paisaje».
Y en otro poema dice:
«Al anochecer,
el cielo es para mí una ventana
con una lámpara encendida,
y detrás de ella Alguien esperando».
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Paraíso en el islam
La escatología del islam es vista como una vuelta al paraíso adámico del que el hombre
fue expulsado por haber sucumbido a la tentación del ángel malo.
Es clave en el islam el juicio que lleva a la salvación o a la condenación. Hay en
ello un influjo iraniano y cristiano.
El muerto pasa a un primer juicio: si su fe no es positiva, sufrirá la pena del
sepulcro; si es positiva, anticipará los goces del paraíso. Solo los profetas y los mártires
entrarán definitivamente en el paraíso sin esperar al último día.
El juicio final estará precedido por cataclismos (a semejanza de los signos
apocalípticos judíos y cristianos). Dios hará que reine una atmósfera que matará a todos.
Luego, todos se levantarán de la tumba detrás de sus respectivos líderes religiosos
(Moisés, Jesús, Mahoma...), ninguno de los cuales es Dios. Estos líderes ofrecen a la
humanidad leyes para que puedan salvarse e ir al paraíso; leyes humanas, viables,
posibles. Lo que está mal es todo lo que no está de acuerdo con la ley, tanto en el terreno
sexual como en el de la venganza, el odio o el asesinato. En este sentido, el islam es más
una ley que una teología. Alá es el soberano del juicio, donde se pesan en una balanza
los actos buenos y los actos malos.
Luego del juicio, se llega a la meta: infierno o paraíso. El infierno es el destino final
de los impíos: los incrédulos, los de otra religión, los que creen en Satán. No hay
socorro. Hay una imaginación exuberante de los suplicios. Al comienzo, el infierno es
temporal, y uno puede ir al cielo una vez acabada su purificación. Pero llegará un día en
que las puertas del infierno se cerrarán, y nadie podrá salir de él.
Algunos teólogos islámicos modernos dicen que el dolor del infierno cesará un día,
ya que las acciones humanas no son absolutas, y la justicia divina acaba en misericordia.
El paraíso es descrito con notable colorido, teniendo en cuenta las aspiraciones de
un pueblo que vive en el desierto y sueña con volver al paraíso adámico: paz,
abundancia, jardín de las delicias, ríos de leche y miel, hermosas tiendas con muchachas
encantadoras con ojos de gacela y efebos diligentes... Pero también se goza de bienes
espirituales: paz, perdón, visión de Dios.
Los místicos sufíes, seguramente por influjo de la filosofía neoplatónica, nos
ofrecen una visión muy espiritual del cielo, ya que no buscan en él bienes terrenos ni,
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por otra parte, temen al infierno, sino que aspiran a la unión con Dios. Así, el místico
sufi Ibn Arabi (1165-1240), murciano fallecido en Damasco [12], vive fuertemente el
sentido de la inconsistencia humana y de la trascendencia de Dios. La criatura es
inconsistente; la contemplación de las criaturas es un reflejo de los atributos divinos; el
sufrimiento nos recuerda que no somos nada. El mayor pecado es la idolatría y la auto-
idolización, como en el caso del Faraón. El ser humano ha sido creado a imagen de Dios
y conoce sus nombres y su misericordia; proviene del Misericordioso y del soplo del
Espíritu divino. El ser humano tiene una necesidad intrínseca de Dios; por eso en la
oración implora su ayuda. El sufrimiento y la enfermedad nos muestran la debilidad de
la criatura.
La muerte es un soplo que nos vuelve al origen, a Dios, al Dios que nos dio la vida.
La muerte es un camino de regreso a Dios, es un viaje de retorno. Morir es despertar a la
realidad, dejar el sueño de esta vida terrena y material, despertar al jardín del paraíso,
volver a Dios, ser asumidos por el Aliento divino. Dios puede quitar y devolver la vida,
según su deseo.
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Conclusión
Después del recorrido por las religiones no cristianas, podemos afirmar que en todas
ellas, de alguna forma, se afirma un «más allá»; no estamos ante un humanismo terreno.
Pero el «más allá» es continuidad y repetición del presente: no hay apertura a un futuro
nuevo. Hay realidades últimas (éschata), pero no hay algo nuevo (éschaton) ni hay un
Salvador (éschatos). Hay inmortalidad del alma, hay reencarnación, pero no hay
verdadera resurrección. Para ello habrá que esperar a la revelación judeo-cristiana.
La realidad es aceptada como orden natural-divino, ya sea en sentido panteísta
(India) o dualista (Grecia, islam). La escatología es la organización de esta misma
realidad. El budismo guarda silencio.
Pero podemos extraer lecciones positivas para una escatología cristiana en nuestros
días.
De alguna forma, todas las religiones conectan el futuro más allá de la muerte con
la conducta moral de las personas: el futuro depende del presente. La religión no es
alienante.
Más radicalmente: esta dimensión escatológica de las religiones implica que se
acepta la finitud de esta vida y que surge naturalmente un cuestionamiento sobre el más
allá.
Podemos resumir todo lo expuesto con esta afirmación de Mircea Eliade:
«La fe en una vida más allá de la muerte parece estar demostrada, ya desde los
tiempos más remotos, por el uso del ocre rojo, sustitutivo ritual de la sangre y, por
lo mismo, símbolo de la vida. La costumbre de espolvorear los cadáveres con ocre
rojo está universalmente difundida en el tiempo y en el espacio» [13].
Las pirámides de Egipto, los templos hindúes, el Partenón ateniense, el Panteón
romano, las pagodas, las mezquitas y sus minaretes... no son únicamente obras de arte y
objeto de turismo, sino expresión pétrea de una fe viva en el más allá de la muerte.
Todo ello contrasta con una generalizada postura actual de nuestra sociedad
occidental de guardar silencio sobre el más allá, y concretamente sobre la muerte. Este
tabú sobre la muerte (en la sociedad, en la educación, en los medios de comunicación, en
la familia y a veces en la misma Iglesia) genera un auténtico estado de shock traumático
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cuando se produce la muerte de algún ser querido o cuando se llega a la vejez. No se
asume la contingencia y finitud de todo ser viviente y de la persona humana. Las
religiones nos dan una lección de realismo.
Finalmente, creemos que todos estos esfuerzos de las religiones están guiados y
sostenidos por el Espíritu. Como dice el Vaticano II:
«El designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador,
entre los cuales están en primer lugar los musulmanes [...]. Este mismo Dios
tampoco está lejos de otros que, entre sombras e imágenes, buscan al Dios
desconocido. [...] La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la
salvación a los que, sin culpa por su parte, no llegaron todavía a un claro
conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina,
en conseguir una vida recta» (Lumen gentium 16).
De hecho, estas religiones son medios de salvación en Cristo para sus adeptos, el
Espíritu llega a ellas por caminos para nosotros desconocidos. El Espíritu siempre
precede a los misioneros. Los misioneros siempre llegan tarde...
32
4. 
Aproximación 
a la esperanza de Israel. 
El Dios de la promesa [14]
Para comprender la escatología de Israel hay que comenzar diciendo que, frente a las
concepciones cíclicas del tiempo, propias de otras religiones, Israel tiene una concepción
histórica del tiempo y de la salvación.
Otras religiones conciben el tiempo como el eterno retorno, como el tiempo mítico
de los orígenes del mundo que se va repitiendo. Hay que volver al pasado para
actualizarlo y volver otra vez a los orígenes. No hay verdadero futuro, sino una continua
vuelta al pasado. El tiempo se articula a la luz de las estaciones del año: primavera,
verano, otoño, invierno... y vuelta a empezar. Las fiestas van reproduciendo siempre lo
mismo. En el hinduismo, el círculo es creación, destrucción, creación... No hay nada
nuevo bajo el sol.
La concepción hebrea del tiempo es diversa. Dios creador tiene un plan, un
proyecto de salvación que se desarrolla en la historia hacia un futuro nuevo. Dios no esun Dios metafísico, un Ser supremo alejado del mundo, sino que Yahvé es el que actúa
en la historia, acompaña al pueblo, está con él, lo dirige y guía mediante el Espíritu y lo
lleva a la novedad futura del Reino.
El tiempo no es simplemente el krónos helénico, sino el kairós bíblico, el tiempo
favorable, el tiempo de salvación, el tiempo del Espíritu, que es el autor de toda
novedad.
Su religión no es la epifanía o hierofanía cósmica de los pueblos agrarios, sino la
promesa de un futuro de los pueblos nómadas. La promesa es constitutiva de la fe de
Israel. Dios promete un futuro a Abrahán, a Moisés, a David; la promesa de una tierra
que mana leche y miel, una promesa de liberación, una promesa de un lugar donde
cesarán el llanto y el dolor (Ap 7,16; 21,4). Pero, en realidad, Dios mismo es el objeto de
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la promesa: Yahvé será su Dios, el Dios de la promesa, el Dios de la esperanza. El Dios
de la promesa y la promesa de Dios coinciden: «Yo seré vuestro Dios».
Es la promesa de una alianza perpetua que se va renovando a lo largo de la historia
y que espera cumplimiento. Por eso Israel es el pueblo de la promesa, el pueblo de la
alianza siempre renovada, el pueblo de la esperanza y de la novedad del futuro. Y las
promesas de Dios desbordan nuestras esperanzas, se cumplen mejor de la esperado. Hay
«una plusvalía de las promesas» (Oscar Cullmann).
Los profetas son los que anuncian esta promesa de Dios, un nuevo obrar de Dios en
la historia.
Por eso el credo de Israel no es un credo metafísico de los orígenes míticos del
mundo, sino un credo histórico:
«Mi padre fue un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo
pocos aún; pero en ese país se hizo una nación grande y poderosa. Los egipcios nos
maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Clamamos,
pues, a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé nos escuchó, vio nuestra
humillación, nuestros trabajos y la dura opresión, y Yahvé nos sacó de Egipto con
mano firme, demostrando su poder con señales y milagros que sembraron el terror.
Y nos trajo aquí para darnos esta tierra que mana leche y miel. Y ahora vengo a
ofrecer los primeros productos de la tierra que tú, Yahvé, me has dado» (Dt 26,6-
10).
El tiempo de salvación crea un nuevo mundo, no una vuelta al pasado (Is 11,68). El
Dios de la promesa es el Dios de la liberación, del futuro, de la novedad, del «todavía
no». Lo último no es la muerte, sino la esperanza del futuro.
34
Personalidad corporativa
Para comprender la escatología de Israel hay que hablar de la personalidad corporativa,
es decir, de la primacía de lo comunitario sobre lo personal e individual. La relación no
es entre Dios y el individuo, sino entre Dios y el pueblo. El objeto de la promesa y de la
alianza es el pueblo, la comunidad. La exclusión de la comunidad es la muerte del
individuo. Estamos muy lejos del individualismo moderno, liberal e ilustrado.
Los dones del individuo son para la comunidad. El pueblo actúa como una persona,
como un yo-grande, muchas veces personificado por un individuo (el rey, el siervo de
Yahvé). La comunidad del pueblo es sierva, esposa, hija, pueblo de Yahvé.
La personalidad corporativa señala la alianza solidaria entre Dios y el pueblo. El
individuo se concibe en la comunidad, no al margen de ella. Las faltas del individuo
afectan a la comunidad.
Esta personalidad corporativa puede explicar el hecho de que durante mucho
tiempo la muerte personal quedara compensada con la pervivencia del pueblo. El
individuo muere, pero la comunidad pervive. Esta solidaridad se da también entre el
pasado y el futuro, entre vivos y difuntos; la muerte no afecta a la comunidad. La
esperanza de Israel está ligada a una descendencia numerosa, a una vida feliz en la tierra,
bendecida por Dios. Por eso, morir sin descendencia es muy preocupante. Los hijos
hacen que el difunto siga vivo.
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Justicia divina distributiva
La fe de Israel se expresa en la convicción de que Yahvé es fiel y justo y retribuye a los
fieles en esta vida según sus acciones. Dios castiga a los malos y bendice a los buenos en
esta tierra, pues Él está ligado a la vida, y la muerte es un estado de extrema indigencia
(el sheol): «Decid al justo... que del fruto de sus acciones comerá. ¡Ay del malvado!: el
mérito de sus manos se le dará» (Is 3,10-11; cf. Os 14,10; Am 9,10). Dios sanciona el
bien o el mal con premios o castigos temporales y colectivos.
Los bienes, las riquezas, la prosperidad, la familia, la descendencia, la vida larga...
son dones de Dios. Los hijos, como brotes de olivo en torno a la mesa, la mujer como
parra fecunda, son bendición de Yahvé para los que temen a Dios (Sal 128,1-6). La
prosperidad y la paz del pueblo es fruto de la justicia de Dios, premio por su fidelidad al
pueblo justo.
Por el contrario, la pobreza, la enfermedad, las desgracias y persecuciones, una vida
corta y sin descendencia... son castigo de Dios para los impíos.
El exilio de Israel en Asiria y en Babilonia es interpretado como un castigo por la
idolatría y perversidad del pueblo, sobre todo por los pecados de sus dirigentes. Ni
siquiera queda el consuelo de que el pueblo salga adelante, pues viven sin esperanza, sin
tierra, sin reyes ni sacerdotes, sin templo. No quieren cantar al Señor en tierra extraña,
junto a los canales de Babilonia (Sal 137).
Pero esta fe en la justicia distributiva de Dios pronto entra en crisis: hay muchos
justos perseguidos y en desgracia, mientras los impíos prosperan y viven en la
abundancia: «¿Hasta cuándo triunfarán los impíos y sufrirán los justos?» (Sal 6,4; 10,1;
13,1-3; 74,10; 94,3).
El libro de Job (400 a. C.) expresa de forma narrativa y dramática esta
contradicción. Job, un hombre justo y que había sido bendecido hasta entonces con
bienes y riquezas, ha sido luego castigado con desgracias y enfermedad. Aunque sus
amigos, teólogos oficiales, defienden la tesis tradicional de que Dios premia a los justos
y castiga a los malvados en esta vida, y que Job reconozca que todo eso le sucede por
haber pecado, Job proclama su inocencia y pregunta a Dios el porqué de su desgracia.
Reconoce que en muchos casos el impío triunfa y el justo es castigado, con lo cual se
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demuestra que la doctrina tradicional está en contradicción con los hechos. Él es
inocente, luego no hay justicia en esta tierra. Es necesaria otra explicación.
Job no blasfema, pero se queja amargamente ante Dios, maldice el día en que nació,
maldice su suerte y le pregunta a Dios: ¿por qué...?
Pero al final se doblega ante el misterio de Dios, que sobrepasa nuestra inteligencia
y al que no hay que pedir explicaciones:
«Reconozco que lo puedes todo y que eres capaz de realizar todos los proyectos.
Hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias superiores
a mí. Yo te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso retiro
mis palabras y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza» (Jb 42,2-6).
El Eclesiastés o Qohélet vuelve otra vez sobre el tema con un escepticismo cruel:
todo es vanidad (Qo 1,2; 12,8); nada hay nuevo bajo el sol; es mentira que a los justos
les vaya bien y que a los impíos les vaya mal (Qo 8,12-13); vale más disfrutar de la vida
presente (Qo 2, 25; 3,13; 7,14; 9,7).
Lo que en Job era indignación y rebeldía, en Qohélet es escepticismo y resignación.
Pero en ambos casos la tesis tradicional de la justicia de Dios en esta vida sale
malparada. Ha de haber algo más.
También el misterioso Siervo de Yahvé, tanto si se trata de una persona concreta
como si es una personificación del pueblo, pone en evidencia que la tesis de la justicia
distributiva de Dios, con bienes de este mundo para los buenos y desgracias para los
malos, no es cierta. Los cantos del Siervo de Yahvé (Is 49,1 – 53,13), donde se narra su
persecución y su muerte, cargando con pecados que no son suyos, demuestran una vez
más que hay justos que sufren misteriosamente en esta vida. La teoría de la justicia
distributiva de Dios, que premia a los buenos y castiga a los malos en esta vida,entra en
crisis, se rompe en pedazos.
Solo de forma lenta y dolorosa se irá abriendo Israel a otros horizontes y a otras
esperanzas. La revelación de Dios es progresiva y muy pedagógica, se acomoda al ritmo
del proceso del pueblo. Solo a la luz del misterio pascual se podrán comprender los
cánticos y la figura del Siervo de Yahvé. Este siervo, que carga con los pecados de su
pueblo, es Jesús de Nazaret; y luego de la muerte viene la resurrección.
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El «Sheol»
Israel tiene un sentido positivo de la vida; por tanto, la muerte, sobre todo la muerte del
joven, es el compendio de todas las desgracias. Se desea «morir en buena ancianidad,
lleno de días» (Gn 25,8), «irse en paz con los padres» (Gn 15,15).
Todos mueren, justos e impíos; todos van al lugar de los muertos, al llamado sheol,
que equivale al Hades griego, la profundidad de la tierra, lo más opuesto al cielo.
Cuando Dios retira la ruah o espíritu de la vida, todos los seres vuelven al polvo de
donde surgieron. Y como Dios es la vida, el sheol es un lugar de muerte; significa estar
preso de las redes de la muerte, bajo las olas de la muerte. Es lejanía de Dios, de su
templo. Un lugar sin retorno, en medio de la oscuridad y las tinieblas, en el abismo,
abajo, como una fosa inmensa. No hay distinción entre justos e injustos, pues ya se ha
cumplido en la vida la justicia de Dios. No hay comunión con Dios, aunque no es un
lugar de castigo.
El sheol se describe como el abismo, el corazón de la tierra, el mar profundo, los
infiernos, el reino de los muertos, lugar de soledad y de abandono, lugar de silencio,
lejos de los vivientes y sin acceso al culto divino (Sal 88,12), lugar de caos y
negatividad, sin retorno posible:
«Yo pensé: “En medio de mis días
tengo que marchar hacia las puertas del abismo;
me privan del resto de mis años”.
Yo pensé: “Ya no volveré a ver al Señor
en la tierra de los vivos, ya no miraré a los hombres
entre los habitantes del mundo” [...]
El abismo no te da gracias,
ni la muerte te alaba,
ni esperan en tu fidelidad
los que bajan a la fosa» (Is 38,10-11.18).
Pero comienza a haber fisuras en el sheol: el cántico de Ana, que habla de cómo
Dios hace descender al lugar de los muertos, pero luego los saca de allí (1 Sam 2,1-10);
Elías es llevado al cielo (2 Re 2); el cántico de victoria y esperanza de Isaías 26,19: «tus
muertos revivirán, y sus cadáveres resucitarán... Que baje tu rocío, Señor, rocío de luz, y
la tierra nos devolverá a los muertos».
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Como veremos luego, al hablar de la resurrección de Jesús, el descenso de Jesús a
estos infiernos, al sheol, para liberar a los que estaban cautivos bajo las sombras de la
muerte, es el comienzo de la esperanza cristiana.
39
5. 
La fe de Israel 
en la resurrección
Poco a poco, Israel se abre a la fe en la resurrección. Una serie de actitudes y
acontecimientos desembocarán en esta creencia.
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El deseo del justo de estar junto a Dios
El justo desea vivir como pueblo de Dios; desea no desaparecer, sino permanecer junto a
Dios (Sal 73). Por otra parte, crece la fe en el poder de Dios, capaz de librar del abismo,
como libró a Henoch y a Elías de la muerte. El poder de Dios se extiende sobre el cielo,
la tierra y el abismo. Hay unos salmos, llamados «místicos», que expresan esta confianza
en Yahvé más allá de la muerte y del sheol:
«Pues no abandonarás mi alma al sheol,
ni dejarás a tu amigo ver la fosa.
Me enseñarás el camino de la vida,
hartura de goces delante de tu rostro,
a tu derecha, delicias para siempre»
(Sal 16, 10-11).
En algunos salmos, realmente místicos, se expresa la plena confianza en el carácter
indisoluble de la comunión con Dios:
«Dios rescatará mi alma,
de las garras del sheol me tomará»
(Sal 49,16).
«¿Quién hay en el cielo, sino tú?
Mi carne y mi corazón se consumen;
roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre,
para mí, mi bien es estar junto a Dios»
(Sal 73, 25-26.28a).
El testimonio del Salmo 22 es especialmente impactante. Se trata del Salmo que
recita Jesús en la cruz (Mc 15,34). Comienza con la exclamación «¡Dios mío, Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?». Luego recuerda que Dios lo extrajo del vientre de su
madre y le pide que no se quede lejos y que lo salve de las fauces del león y de los
cuernos de los búfalos. Y le sobreviene la certeza de la ayuda de Dios: «Contaré tu fama
a mis hermanos, en plena asamblea te alabaré».
Dios no ha menospreciado la desdicha de un pobre desgraciado, no le ha escondido
su rostro cuando le ha pedido auxilio, sino que lo ha escuchado. Por eso el desdichado lo
alabará en la gran asamblea y cumplirá sus votos ante los fieles: «Porque el Señor es rey,
Él gobierna los pueblos» (Sal 22,1.10.20.22.25.29).
41
Dios es el Dios de la vida; la vida con Dios es perenne, y la muerte no puede
romper esta comunión ni este diálogo, ya que el ser humano ha sido creado a imagen de
Dios (Gn 1,26-27; Gn 2,7). La fe en la resurrección de los muertos no nace en Israel de
la idea filosófica de la inmortalidad del alma, sino de la confianza en una comunión
eterna con Dios, un Dios que es Señor de la vida y de la muerte, un Dios amador de la
vida (Sab 11,24s), un Dios que actúa en la vida y en la historia, un Dios que no puede
romper su relación con los justos.
42
La restauración nacional
Ya hemos visto cómo para Israel la dimensión corporativa de la vida (o la personalidad
corporativa) es muy fuerte. Por eso el exilio del pueblo es la máxima expresión del
pecado de este.
Una primera aproximación al tema de la resurrección es la restauración del pueblo
de Israel luego del exilio.
Ezequiel desarrolla su actividad profética en Babilonia entre los años 593 y 571;
forma parte del grupo de los desterrados en un momento histórico sumamente
conflictivo, un tiempo de esclavitud y de muerte, semejante al tiempo de esclavitud en
Egipto. El pueblo vive una situación de desaliento e inseguridad, no solo económica y
política, sino también religiosa, pues cree que Yahvé no ha sido fiel a sus promesas y se
ha olvidado de su pueblo: el pueblo israelita vive en Babilonia, lejos de su patria, sin
reyes ni sacerdotes ni templo.
Como canta el salmo 137: «Junto a los canales de Babilonia, nos sentábamos y
llorábamos recordando a Sion».
El Señor hace surgir a los profetas en contextos históricos especialmente
conflictivos y difíciles, en momentos de confusión y de caos, de esclavitud y de muerte,
para consolar a su pueblo e iluminarle sobre su futuro.
El capítulo 37 de Ezequiel comienza diciendo: «La mano de Yahvé se posó sobre
mí, y el espíritu del Señor me llevó a un valle» (v. 1). Como al comienzo del libro de
Ezequiel (Ez 1), es la mano del Señor la que tiene la iniciativa, y es su espíritu el que
mueve al profeta.
Y el texto dice más adelante que el valle adonde le llevó el espíritu estaba lleno de
huesos humanos secos, esparcidos por el suelo (37,2). La imagen sugiere un campo de
batalla lleno de cadáveres, una imagen de muerte. Estos huesos son toda la casa de
Israel, sin esperanza (v. 11), sin que humanamente parezca haber esperanza de que
puedan revivir (cf. v. 3).
Pero, luego de esta constatación de muerte, Ezequiel anuncia la Palabra de Dios: el
Señor hará entrar su Espíritu en estos huesos, y revivirán (v. 5). En efecto, los huesos se
juntaron, se cubrieron de nervios, brotó carne, y se extendió sobre ellos la piel (vv. 7-8).
Más adelante, el profeta invoca de nuevo al Espíritu, sopla sobre estos cuerpos sin vida,
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y los muertos reviven, se levantan, son una multitud inmensa (vv. 9-10). Esto significa
que Yahvé pondrá su Espíritu en el pueblo en exilio, y este retornará a Sion, su tierra
(vv. 12-14).
Ezequiel, como todos los profetas, no solo denuncia el mal, el caos y la muerte, sino
que anuncia el proyecto de Dios, la fuerza de su Espíritu (la ruah), que es un Espíritu
liberador, aliento de vida, más fuerte que el mal, el pecado y la muerte; es el centinela
que anuncia la aurora de la esperanza y de la vida.
Cuando en el exilio parecía haber fracasado el concepto de «pueblo de Dios» y que
sus promesasno se cumplían, Ezequiel abre un camino de esperanza: el Señor restaurará
al pueblo. Se abre un primer esbozo del tema de la resurrección de los muertos, todavía
en una dimensión colectiva y nacional que, poco a poco, se abrirá a la importancia de la
dimensión personal o individual. Pero habrá que esperar al surgimiento del mensaje
apocalíptico y a la situación de persecución y martirio para que pueda nacer la idea de la
resurrección de los muertos.
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De la profecía a la apocalíptica: resurrección
La profecía de Israel, que tiene contenidos históricos, poco a poco se abre a un futuro
nuevo: se pasa del «ya-sí» al «todavía-no»; se anuncia un nuevo actuar de Dios, que todo
lo va a hacer nuevo: habrá unos nuevos cielos y una nueva tierra (Is 65,17-18). La
apocalíptica usa un género literario de visiones y revelaciones con una desbordante
imaginación cósmica que, evidentemente, no puede interpretarse al pie de la letra. La
apocalíptica llama a la conversión, a la vigilancia, a la espera y, sobre todo, a la
esperanza. Surge en momentos de crisis históricas y políticas del pueblo de Israel. Lo
histórico se abre a lo cósmico.
Lo anterior, el éxodo, la tierra prometida, el Mesías davídico, la vuelta del exilio,
Sion... son solo signos e imágenes de un futuro nuevo que va más allá de la historia
contemporánea de Israel y que se abre de algún modo a todas las naciones. Todo se
orienta a la escatología; no es una vuelta al pasado. Se habla del día de Yahvé, día
estremecedor en el que se oscurecerán el sol y las estrellas..., pero que será el día del
triunfo de Yahvé sobre los poderes y divinidades de este mundo.
Se habla de un Mesías futuro, se habla del triunfo del Siervo de Yahvé (Is 53,10-
12), se habla del Hijo del hombre (Dan 7), un ser humano que adquiere sentido
mesiánico en un cuadro apocalíptico: una figura humana y celeste; un ser elegido, justo y
santo en un sentido individual y personal, no colectivo; pre-existente antes de la
creación; juez escatológico, ungido, que proclamará el derecho y la justicia ante todas las
naciones. Dios conducirá la historia hacia el Reino de Dios, hacia el triunfo del bien
sobre el mal, hacia la vida eterna. Los imperios anteriores serán destruidos, pues tienen
los pies de barro.
En este contexto apocalíptico, Dn 12 habla de que los muertos despertarán del
polvo: unos a la vida eterna, otros a la vergüenza y los horrores eternos. Esta importante
revelación abre a Israel la esperanza de la resurrección de los muertos.
A ello se une la persecución judía en tiempos de Antíoco IV Epífanes, rey de los
Seléucidas (200 a. C.), cuando los Macabeos sufren persecución y martirio. 2 Mac 7 nos
describe con palabras llenas de fe la exhortación de la madre de los Macabeos a sus siete
hijos para que no cedan ante los tormentos y acepten el martirio con la esperanza de la
resurrección:
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«No sé cómo aparecieron en mis entrañas, pues no fui yo quien les dio el espíritu y
la vida, ni quien ensambló los diferentes miembros que conforman su cuerpo. El
Creador del mundo, que formó al hombre al comienzo y dispuso las propiedades de
cada naturaleza, les dará en su misericordia el espíritu y la vida, ya que ahora se
menosprecian a sí mismos por amor a sus leyes» (2 Mac 7, 22-23).
En un contexto de persecución y muerte, de martirio, surge la revelación plena de la
resurrección de los muertos, no solo como algo colectivo, sino también personal: los
siete hijos macabeos y su madre resucitarán de entre los muertos. Yahvé no permitirá
que permanezcan en la oscuridad del sheol los mártires que han dado la vida por su fe.
La comunión con Dios une la vida, la muerte y la resurrección.
Como siempre, la revelación de Dios se manifiesta como respuesta al clamor de los
pobres y de las víctimas: en Egipto, en el destierro, en tiempos de martirio. El Espíritu
del Señor actúa desde abajo, desde situaciones de caos, como en el inicio de la creación
aleteaba desde el caos y la confusión original (Gn 1,2). No es casual que la fe en la
resurrección de la carne se incluya en el tercer capítulo del Credo, dedicado al
Espíritu [15].
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Resurrección de los muertos e inmortalidad del alma
En nuestro tiempo, una gran mayoría de cristianos confiesan su fe en el más allá de la
muerte, pero más desde la visión helénica de la inmortalidad del alma que desde la fe
bíblica en la resurrección [16].
Como es sabido, en el mundo antiguo, concretamente en Grecia (platonismo y
neoplatonismo), existe una visión dualista del ser humano: alma y cuerpo. El alma es el
principio vital y espiritual que sobrevive a la muerte, mientras que el cuerpo material se
corrompe al morir. Esta visión filosófica, que el tomismo medieval asume como alma
«forma del cuerpo», ha prevalecido en el mundo cristiano hasta nuestros días.
La visión semítica de Israel es muy diferente: el ser humano tiene una dimensión no
dual, sino integral. Los componentes de la persona humana no están separados, sino que
señalan aspectos de un mismo ser:
Nefesh no significa alma, sino aliento de vida; el ser humano no tiene nefesh, sino
que es nefesh.
Basar se refiere a toda la persona, resaltando su dimensión social, pero acentuando
al mismo tiempo su aspecto de fragilidad, caducidad y mortalidad. Es la dimensión
carnal, corporal; es toda la humanidad abierta a Dios y a la comunidad.
Nefesh y basar no equivalen a alma y cuerpo, sino que son dos dimensiones
inseparables del ser humano.
Ruah significa aire, movimiento, aliento, y se aplica tanto a Dios (Espíritu) como al
ser humano. Cuando está la ruah, Yahvé está presente, la persona vive plenamente;
cuando se retira, la persona vuelve al polvo.
A partir de Daniel 12 y de 2 Macabeos, Israel comienza a profesar su fe en la
resurrección de los muertos, es decir, que el ser humano, que muere integralmente (tanto
nefesh como basar), es resucitado por la Ruah divina en toda su integridad espiritual y
corporal: todo el hombre muere, y todo él resucita, nefesh y basar.
Sin embargo, el helenismo penetra en Israel. Hay persecución y martirio, pero, a la
larga, se da una helenización del pensamiento hebreo, sobre todo entre los judíos que
viven en la diáspora, en parte para inculturar el pensamiento semítico en el mundo
griego pagano, y en parte por el impacto de este en Israel.
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El signo más claro es el libro de la Sabiduría, que nace en el contexto griego de
Alejandría y defiende claramente la inmortalidad del alma individual, sin ninguna
referencia ni a Daniel ni a 2 Macabeos:
«Las almas de los justos están en las manos de Dios, y ningún tormento podrá
alcanzarles. A los ojos de los insensatos están bien muertos, y su partida parece una
derrota. Nos abandonaron; parece que nada queda de ellos. Pero, en realidad,
entraron en la paz. Aunque los hombres hayan visto un castigo, allí estaba la vida
inmortal para sostener su esperanza; después de una corta prueba, recibirán grandes
recompensas» (Sab 3,1-5).
Sin duda, el autor del libro de la Sabiduría quiere acercar el mensaje judío a los no
judíos y, para no irritar a los griegos, no habla de resurrección.
Recordemos lo que le sucedió a Pablo siglos más tarde, en plena expansión
misionera de la Iglesia, cuando, en el areópago de Atenas, no anunció simplemente la
inmortalidad del alma, idea que los griegos aceptaban, sino que anunció la resurrección
de Jesús. El pueblo se burló de él, y le dijeron que lo escucharían en otra ocasión (Hch
17,32).
No es que, en rigor, sea erróneo o herético hablar de inmortalidad del alma, ya que
se afirma que no todo el hombre muere, sino que hay esperanza de vida futura, porque
Dios es autor y Señor de la vida y de la muerte. Pero no es la formulación más
genuinamente hebrea y la que nos permitirá luego hablar de la resurrección de Jesús y de
la resurrección de los muertos de forma plena. Para admitir la inmortalidad del alma no
es necesario hacer mención de Jesús.
La idea de resurrección de los muertos no es una simple especulación filosófica,
sino la consecuencia de una serie de hechos (crisis del conceptode que Dios premia a los
buenos y castiga a los malos en esta vida; tristeza producida por la idea del sheol...) y,
sobre todo, de la convicción profunda de que Dios es Señor de la vida y de la muerte,
que su relación con Él es más fuerte que la muerte, y que Dios no puede dejar
abandonados en la oscuridad del sheol y alejados de Él a quienes han vivido y han
muerto confiados en Él y en su amor.
El lento camino de Israel hasta llegar a la resurrección representa, de alguna
manera, las etapas que hemos de recorrer todos, desde la percepción del escándalo de la
muerte, desde la experiencia dolorosa de separación, que tanto se asemeja a la caída en el
vacío de la nada, hasta tener la esperanza de una vida más allá de esta vida, esperanza
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que toda persona humana comparte en lo más profundo de su ser. En la pedagogía
divina, la resurrección es una respuesta a los deseos más profundos de la humanidad,
aunque los desborda y supera [17].
Sería triste que la luminosa y esperanzadora idea de la comunión con Dios por la
resurrección futura de los muertos –una convicción que tardó siglos en abrirse camino en
Israel, que conllevó numerosos mártires y alimentó la esperanza de los pobres y de las
víctimas– fuera opacándose de nuevo y reduciéndose a la idea filosófica griega de la
inmortalidad del alma. Habría que examinar si las catequesis, las homilías con ocasión
de celebraciones eucarísticas por los difuntos y la pastoral en general dejan bien clara la
convicción creyente en la resurrección de los muertos frente a la de la inmortalidad del
alma.
49
6. 
La esperanza escatológica 
del Nuevo Testamento
Nos toca ahora conservar los contenidos básicos de Israel en los que se integra Jesús de
Nazaret, pero superándolos y elevándolos a un plano superior en Cristo, en quien se
cumplen las promesas.
50
La expectativa mesiánica del Reino en tiempos de Jesús
El centro de la predicación de Jesús es el Reino de Dios (Mc 1,15), un Reino anunciado
por los profetas, pero que en Jesús se acerca y comienza a hacerse realidad. El Reino de
Dios, largamente meditado y gestado en sus treinta años de vida oculta en Nazaret, no
solo es la clave de la predicación y la praxis de Jesús, sino la respuesta a las expectativas
mesiánicas y escatológicas de sus contemporáneos.
En efecto, desde los Macabeos, el Reino era el horizonte de las expectativas
mesiánicas de Israel. Los fariseos unían la llegada del Reino al cumplimiento de la ley y
creían en la resurrección de los muertos. En cambio, los saduceos y la clase sacerdotal
no creían en tal resurrección ni en el Reino futuro: Dios no interviene en la historia. El
grupo de los esenios, que tenía una gran sensibilidad escatológica, esperaba la llegada
del Reino de modo ascético e intimista, para lo cual se alejaban del mundo y del templo,
practicaban un pacifismo no violento y esperaban el triunfo del bien sobre el mal. Había
otro grupo insurreccionista que defendía la llegada del Reino con la violencia armada... y
con la ayuda de Dios. Para ellos el Reino suponía la liberación del Imperio romano.
Estos grupos, que nacen en Galilea, serán los que provocarán la guerra contra Roma en
el 44 d. C.: son los zelotes, que no existían como tales en tiempos de Jesús.
En todos estos grupos, menos el de los saduceos, se respiraba un clima apocalíptico,
esperando que Dios pusiera fin a esta situación histórica e hiciera triunfar el futuro
«eón», un nuevo tiempo, con la presencia del Hijo del hombre. Se comprende la
expectación mesiánica que causó Jesús al afirmar que el Reino de Dios estaba cerca: se
acercaba el momento del juicio final, del triunfo del bien sobre el mal, de la resurrección
de los muertos, de los nuevos cielos y la nueva tierra. Jesús no predica sobre la Iglesia, ni
solo sobre Dios, sino sobre el Reino de Dios (unas cien veces en los sinópticos).
La predicación de Jesús estuvo precedida por la de Juan el Bautista, verdadero
profeta escatológico del Reino, con rasgos muy ascéticos y duros no solo en su vida
personal, sino también en su praxis pastoral. Incitaba a la conversión y a la penitencia
como preparación al Reino de Dios, pero con amenaza de castigos y condenas.
Jesús, que fue bautizado por Juan, asumirá la clave del Reino, pero desde otra
perspectiva. A Juan le preocupaba, sobre todo, el pecado; a Jesús le conmueve el
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sufrimiento del pueblo por su situación de exclusión social y religiosa: son como ovejas
sin pastor.
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CARACTERÍSTICAS DEL REINO ANUNCIADO POR JESÚS
Jesús comienza su predicación anunciando el Reino de Dios (Mc 1,15), el Reino de los
cielos (Mt 4,17), un Reino que está cerca, pero que se consumará al final de los tiempos.
Veamos sus características [18].
El Reino es buena noticia
El comienzo de la predicación de Jesús es el Reino de Dios: «el tiempo se ha
cumplido, el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la buena noticia» (Mc 1,15 y
paralelos). El evangelista Juan, por su parte, casi no habla del Reino, sino de la gloria
que se manifiesta en Jesús y de la vida. Jesús no predica sobre la Iglesia, ni directamente
sobre sí mismo, ni solo sobre Dios, sino sobre el Reino de Dios: ni un Dios sin Reino
(tentación de las «derechas») ni un Reino de Dios sin Dios (tentación de las
«izquierdas»).
Jesús no se inventó la expresión «Reino de Dios», que tenía raíces
veterotestamentarias: en el Antiguo Testamento se dice que Dios es rey, que Dios reina;
es el rey del universo, rey de Israel y de todas las naciones; el Señor reina y gobierna la
historia y la tierra, ejerce su dominio de mar a mar: Sal 96-99; 150...
Israel, que había sido liberado por Dios de Egipto y esperaba que los reyes le
condujesen a una situación de libertad y bienestar, acabó apartándose de Yahvé, sufrió el
destierro y, tras regresar de este, padeció las invasiones extranjeras por parte de Grecia
(Alejandro Magno) y de Roma.
El pueblo sufría opresión y pobreza y se preguntaba dónde estaban las promesas de
Dios. Los profetas mantenían la esperanza del pueblo; pero el pueblo, perplejo e
inquieto, se pregunta: ¿dónde está Dios?; ¿dónde quedan sus promesas?; ¿se ha olvidado
de nosotros?
Jesús reinterpreta y reformula este mensaje y lo convierte en el centro de su
predicación y de su actuar: el Reino de Dios, Basileía toû Theoû. Esta expresión
responde a las aspiraciones más profundas de Israel.
Jesús sorprende al decir que el Reino de Dios está cerca, que llega, que ya ha
llegado; que se manifiesta como victoria sobre el mal y sobre Satán, como defensa de la
dignidad de las personas y de la vida, como liberación de cuanto oprime y esclaviza.
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Jesús no se dirige directamente a los sacerdotes, sino al pueblo de Galilea pobre y
oprimido.
Este Reino no es algo puramente interior y espiritual, aunque llega al corazón y está
dentro de nosotros. Ni es algo puramente para el más allá. Es algo integral, que comienza
ya en la historia presente. Por eso el Reino se expresa en sanaciones y curaciones:
«Contad a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y se anuncia a los pobres la buena
noticia» (Lc 7,22-23).
Este Reino es un misterio que solo se puede explicar a través de parábolas y de
signos, como curaciones y milagros. Es la respuesta a todas las aspiraciones y deseos
más profundos del pueblo, la realización de las utopías de Israel.
El Reino es inseparable de Jesús
El Reino es inseparable de la persona de Jesús, aunque desborda a este y es más
amplio que él. Jesús es Jesús «de Nazaret», un pueblo cuyo nombre no figura en todo en
el Antiguo Testamento, situado en Galilea, región pobre y despreciada, considerada
como medio pagana («Galilea de los gentiles»), ruda, campesina, ignorante, levantisca y
con un dialecto propio. El Hijo de Dios no solo se ha encarnado y hecho hombre, sino
que se ha encarnado y ha vivido treinta años en Nazaret, pero no al estilo davídico, sino
nazareno: pobreza, sencillez, vida de campesino y obrero manual, consciente de la
opresión romana (impuestos,

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