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Introducción_a_la_eclesiología_by_Pié_Ninot,_Salvador_Pié_Ninot

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Índice
Dedicatoria
Siglas
Prefacio: Eclesiología «in medio Ecclesiae»
I. APUNTE HISTÓRICO SOBRE EL TRATADO DE ECLESIOLOGÍA
1. El nacimiento del tratado «De Ecclesia»
1. Elementos iniciales: patrística, canonística y sumas teológicas
2. Los tratados apologéticos del siglo XVI y el Vaticano I
2. La perspectiva eclesiológica del concilio Vaticano I
1. La Pastor Aeternus: la definición de la infalibilidad papal y de su primado de jurisdicción
2. La Dei Filius: aportación a la eclesiología
3. La consolidación del tratado del Vaticano I al Vaticano II
4. El enfoque eclesiológico del Vaticano II
5. Conclusión: Eclesiología dogmática y/o eclesiología fundamental
II. LA IGLESIA: CONCEPTOS FUNDAMENTALES
1. La Iglesia como sacramento
2. La Iglesia como comunión
3. La Iglesia como Pueblo de Dios
4. La Iglesia como cuerpo de Cristo
5. La Iglesia como tradición viviente
6. La iglesia como sociedad
7. La iglesia como institución
III. DE JESÚS A LA IGLESIA
1. Jesús: origen, fundador y fundamentador de la Iglesia
1. Esbozo histórico del tema
2. El «ius divinum»: el planteamiento canónico de la relación Jesús-Iglesia
3. La historia teológica reciente sobre la emergencia y la naturaleza teológica de la fundación de la Iglesia por
Jesús
4. Hacia un planteamiento teológico de la relación originaria y fundante de Jesús para con la Iglesia
5. Conclusión: fundación, origen y fundamentación de la Iglesia en Jesús
2
2. La Iglesia primitiva: norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos
1. El período apostólico: 30-65 d.C.
2. El período sub-apostólico (último tercio del siglo i) y post-apostólico (inicios del siglo II)
3. Conclusión
IV. LA IGLESIA, CONSTRUIDA POR LOS SACRAMENTOS
1. La Iglesia surgida del agua (bautismo) y de la sangre (eucaristía)
2. La condición sacramental de los cristianos en la Iglesia
1. El sacerdocio común y, especialmente, los laicos
2. El sacerdocio ministerial en la Iglesia
3. La profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia
V. LAS DIMENSIONES DE LA IGLESIA
1. La Iglesia una
1. La Iglesia: icono de la Trinidad una
2. La plena unidad
2. La Iglesia santa
1. La Iglesia indefectiblemente santa
2. La Iglesia necesitada de purificación, renovación y reforma
3. La Iglesia católica
1. La Iglesia universal y verdadera
2. La catolicidad y las Iglesias locales
4. La Iglesia apostólica
1. La apostolicidad: sucesión ministerial
2. La apostolicidad: tradición histórica
3. La apostolicidad y la sucesión del obispo de Roma
VI. LA IGLESIA RADICADA EN LA MISIÓN
1. La misión de la Iglesia, fundada en la de Jesucristo
2. La misión de la Iglesia: del Vaticano II a la «Redemptoris missio» (1990)
1. La constitución pastoral Gaudium et spes
2. El decreto conciliar Ad gentes
3. La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI
4. La encíclica Redemptoris missio de Juan Pablo II
3. Conclusión: «La iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios de Cristo para la salvación del
mundo»
Epílogo: María, la Iglesia realizada
Créditos
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6
«La Iglesia es para nosotros la realización misma de la comunión. Ella
garantiza nuestra comunión de vocación. Los lazos con que parece que ella
nos envuelve no tienen otro fin que el de liberarnos, dilatándonos y
uniéndonos a un tiempo. Ella es la matriz donde se realiza aquella ‘unidad
del Espíritu’ que no sería más que un espejismo sin la ‘unidad del Cuerpo’».
Henri de Lubac, Meditación sobre la Iglesia (1953)
«La Iglesia a través del concilio no ha querido en absoluto encerrarse en
sí misma, referirse solo a ella –lo que podemos llamar el ‘eclesio-
centrismo’–, sino que, por el contrario, ha querido abrirse más... Es también
deber nuestro, y para realizarlo debemos profundizar más en el misterio de
la Iglesia (cf. LG 2), pues ella es la fuente de la apertura y de la misión del
Hijo y del Espíritu».
Juan Pablo II, Discurso al sínodo de los obispos sobre el Vaticano II de
1985
7
Siglas
AAS Acta Apostolicae Sedis, Roma 1909ss.
AG Ad gentes, Decreto sobre la actividad misionera de la
Iglesia, del concilio Vaticano II.
AS Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani
Secundi, Ciudad del Vaticano 1970ss.
ChD Christus Dominus, Decreto sobre la función pastoral de
los obispos, del concilio Vaticano II.
CIC Codex Iuris Canonici, Roma 1983.
CTI Comisión Teológica Internacional.
DH Dignitatis humanae, Declaración sobre la libertad
religiosa, del concilio Vaticano II.
DPAC Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana, I-II,
A. DI BERARDINO (ed.), Salamanca 1991.
DS H. DENZINGER-A. SCHÖNMETZER, Enchiridion
Symbolorum, Friburgo de Brisgovia 361973.
DTF Diccionario de teología fundamental, R. LATOURELLE-R.
FISICHELLA-S. PIÉ-NINOT (eds.), Madrid 1992.
DTI Diccionario teológico interdisciplinar, I-IV, L. PACOMIO
(ed.), Salamanca 1983.
8
DV Dei Verbum, Constitución dogmática sobre la divina
Revelación, del concilio Vaticano II.
EN Evangelii nuntiandi, Exhortación apostólica de Pablo VI,
1975.
EV Enchiridion Vaticanum, Bolonia 1966ss.
GM A. GONZÁLEZ MONTES, Enchiridion Oecumenicum, 1,
Salamanca 1986; 2, Salamanca 1993.
GS Gaudium et spes, Constitución pastoral sobre la Iglesia en
el mundo actual, del concilio Vaticano II.
LG Lumen gentium, Constitución dogmática sobre la Iglesia,
del concilio Vaticano II.
MS Mysterium Salutis, IV/1, Madrid 1972.
NDT Nuevo diccionario de teología, I-II, G. BARBAGLIO-S.
DIANICH (eds.), Madrid 1982.
NDTB Nuevo diccionario de teología bíblica, P. ROSSANO-G.
RAVASI-A. GIRLANDA (eds.), Madrid 1990.
NEP Nota explicativa previa del capítulo III de la LG.
OE Orientalium Ecclesiarum, Decreto sobre las Iglesias
orientales católicas, del concilio Vaticano II.
PG Patrologiae cursus completus. Series Graeca, J. P. MIGNE
(ed.), París 1857-1866.
PL
9
Patrologiae cursus completus. Series Latina, J. P. MIGNE
(ed.), París 1844-1864.
PO Presbyterorum Ordinis, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros, del concilio Vaticano II.
RM Redemptoris missio, Encíclica de Juan Pablo II, 1990.
SC Sacrosanctum Concilium, Constitución sobre la sagrada
liturgia, del concilio Vaticano II.
SM Sacramentum Mundi, K. RAHNER (ed.), Barcelona 1976.
UR Unitatis redintegratio, Decreto sobre el ecumenismo, del
concilio Vaticano II.
WA Weimarer Ausgabe. M. LUTER, Werke. Kritische
Gesamtausgabe, 1883ss.
10
Prefacio
Eclesiología in medio Ecclesiae
La presente Introducción a la eclesiología quiere ser un bosquejo para aproximarse
a algunos de los aspectos más relevantes del misterio que es el sujeto histórico Iglesia. En
efecto, precisamente porque la Iglesia no se reduce a una pura realidad histórica y
sociológica, ni a una pura comunidad espiritual e invisible, debemos afrontar la
eclesiología situados «in medio Ecclesiae».
En efecto, la Ecclesia ex hominibus –humana– y la Ecclesia de Trinitate –divina–,
solo puede afrontarse correctamente si se la percibe como ella es: una única realidad
compleja y análoga al misterio del Verbo encarnado, tal como recuerda LG 8, y que por
esta razón es descrita como signo y «sacramento», es decir, que hace visible en la
historia una realidad invisible: la unión íntima con Dios y la unidad del género humano
revelada en Jesucristo por mediación del Espíritu (cf. LG 1).
Tratar de la Iglesia es a su vez reconocer tanto la convocación divina a la cual invita –
sentido activo de la palabra griega «ekklesía»– como la comunidad humana que genera –
sentido pasivo de «ekklesía»–. Por eso el teólogo no puede menos de aproximarse a la
eclesiología si no es in medio Ecclesiae, asumiendo conjuntamente su dimensión
espiritual, sin caer en el fundamentalismo, y su historicidad, sin reducirla al sociologismo.
La relevancia del in medio Ecclesiae en la historia de la teología ha sido tal que esto
puede hacernos comprender por qué prácticamente hasta llegar a nuestro siglo no ha
habido, con propiedad, un tratado sistemático-dogmático de la Iglesia, a pesar de los
escarceos apolo​géticos iniciados el siglo XIV y consolidados con la aparición dela
Reforma protestante. Pero esto no significa que no existieran importantes reflexiones
eclesiológicas procedentes de otros campos (sacramentología, derecho, apologética,
historia de la Iglesia...). Por esta razón se puede afirmar que el tratado de eclesiología en
la historia de la teología, más que un texto, ha sido siempre el contexto espiritual,
histórico, social, cultural, litúrgico, canónico..., contexto que precisamente se manifiesta
en el in medio Ecclesiae.
Estamos convencidos de que es desde esta perspectiva desde donde puede y debe
afrontarse la eclesiología para superar el famoso y falso dilema: «Cristo sí, la Iglesia no»,
11
que de nuevo ha puesto de relieve una reciente encuesta sobre la fe en Italia, donde,
entre el 85 % que se reconoce en la fe católica, tan solo un 21 % afirma creer en la
Iglesia. Por esto, y con razón, se ha subrayado la importancia de reflexionar de nuevo
sobre la credibilidad de la Iglesia a partir de su origen y fundamentación en Jesucristo1.
La teología católica en su historia siempre ha puesto de relieve la importancia de
tratar todos los puntos de la fe cristiana –Dios, Jesucristo, los sacramentos, la vida
cristiana...– a partir del principio de la tradición eclesial (cf. DV 7-10). La misma teología
del Pueblo de Dios, fuertemente promovida por el Vaticano II (cf. LG 9-17), cuando se
retoma en su totalidad teológica que articula la dimensión humana –pueblo– y la
dimensión divina –de Dios– nos da el marco certero para situar la verdadera eclesiología
a partir y dentro del vital in medio Ecclesiae.
Es desde este espíritu desde el que esta Introducción a la eclesiología puede
aproximarnos a la «paradoja y misterio de la Iglesia» (H. de Lubac), y contribuir a que
los cristianos de hoy, y de ahí también nuestro mundo, se dejen atraer de nuevo por la
fecundidad incansable de una «Iglesia que es madre», y a su vez puedan fascinarse por
la renovada oferta de una «Iglesia que es fraternidad» (san Cipriano).
12
1 G. MARCHESI, «Cristo sí, la Chiesa no?», La Civiltà Cattolica III (1991), 368-381. De forma parecida
pueden verse en España: P. GONZÁLEZ-J. GONZÁLEZ-ANLEO, Religión y sociedad en la España de los 90, Madrid
1992, 92s; AA. Vv., Jóvenes españoles 94, Madrid 1994, 179s.
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I
Apunte histórico sobre el tratado de eclesiología
1. EL NACIMIENTO DEL TRATADO DE ECCLESIA 1
1. Elementos iniciales: patrística, canonística y sumas teológicas
Los estudios actuales sobre la historia de la eclesiología están de acuerdo en situar el
nacimiento propio del tratado De Ecclesia en la obra de Jaime de Viterbo, De regimine
christiano, publicada los años 1301-1302. En efecto, se trata de un pequeño opúsculo
que puede considerarse ya como un verdadero tratado sobre la Iglesia donde
encontramos doctrinas de origen agustiniano –por ejemplo, la doctrina teocrática–, y
otras de matriz tomista –por ejemplo, la idea del derecho natural del Estado–,
combinadas en un esfuerzo conciliador que da a esta obra su talante propio: el de ser una
obra de transición. Ahora bien, esto no significa que con anterioridad no encontremos
esta temática presente, especialmente en la eclesiología patrística, en los inicios de la
ciencia canónica y en las «sumas medievales». He aquí los puntos más relevantes de
estas etapas.
1. La eclesiología patrística
En los primeros siglos la eclesiología era más una vida y una conciencia que una
teología sistemática. Como centro de esta temprana eclesiología se sitúa la realidad de la
comunión entendida como víncu​lo de unión entre obispos y fieles, y entre obispos y
fieles entre sí, que se realiza y se manifiesta de forma preeminente en la celebración-
comunión eucarística. Esta comunión, pues, se sintió como estructura de la Iglesia, y así
se vivió intensamente en la experiencia cotidiana de la Iglesia, aunque no fuera todavía
objeto de una reflexión sistemática.
Apareció además la conciencia muy viva de la maternidad de la Iglesia, la «Ecclesia
Mater», como portadora de la salvación y generadora del hombre nuevo gracias al
bautismo. Por esto la eclesiología en esta etapa, más que en una reflexión propia, se
encuentra en las reflexiones sobre la soteriología y la antropología aportadas por Cristo.
En esta etapa además revisten capital importancia los diversos símbolos de la fe de la
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Iglesia por cuanto muestran fuertemente su relación con Cristo. Más que tratar
específicamente de la Iglesia, los Padres, la liturgia y la catequesis de la época, lo
engloban todo en el «sentire Ecclesiam», expresión que tipifica la experiencia real y la
criteriología propia de la confesión de fe sobre ella2.
2. La eclesiología en los inicios de la ciencia canónica (siglo XII)
La ciencia canónica aparece como disciplina propia en el siglo XII con Graciano.
Muchas cuestiones referentes a los sacramentos, matrimonio y orden pertenecen a partir
de entonces a la canonística. Esta a su vez, a partir de la reforma gregoriana (último
tercio del si​-glo XI) y las disputas entre el papado y los reyes o emperadores, comenzó a
elaborar una eclesiología de los poderes, de las prerrogativas y derechos de la Iglesia. Por
esto durante muchos siglos los teólogos, para tratar estas cuestiones, se documentaban en
los canonistas, especialmente en las Decretales de Graciano, quienes les suministraban
los argumentos.
Dos puntos son importantes en la aportación a la eclesiología por parte de los
«decretistas» –que así se llamaban los seguidores de las Decretales de Graciano–. En
primer lugar, la formación de la distinción entre potestad de orden y de jurisdicción, que
llegó a conllevar una cierta autonomía en lo jurisdiccional en relación con lo sacramental
y aun pastoral; y, en segundo lugar, la visión de la Iglesia como corporación –corpus–, en
el sentido corporativo-sociológico que implica cabeza y miembros.
3. La eclesiología en las «sumas medievales»
Las síntesis o sumas medievales carecen de un tratado específico de eclesiología, ya
sea tanto en la corriente franciscana (Alejandro de Alés, Buenaventura...), como en la
escuela dominicana (Alberto Magno, Tomás de Aquino...). ¿Cuál puede ser el motivo de
tal ausencia? Aproximándonos a aquella época histórica, podemos constatar que la
realidad de la Iglesia penetraba de forma tan espontánea la vida y el mensaje cristianos
que no parecía necesaria una reflexión directa sobre sí misma, puesto que toda la
reflexión teológica se realizaba in medio Ecclesiae. El mismo Tomás de Aquino no
explícito este tema, ya que la Iglesia estaba presente e incluida en todas y cada una de las
partes de su teología como espacio y marco vital. Por otro lado, es importante la
clarificación doctrinal apuntada por la misma Summa Theologica sobre las verdades de
fin y las de medio. En efecto, la Iglesia, según la misma expresión del Credo apostólico,
no es objeto de la fe del mismo modo que Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, ya que no
se usa el credere in que se aplica a las tres personas divinas, sino el simple verbo credere
Ecclesiam. Así, más bien se cree a Dios en la Iglesia, ya que esta se encuentra en el
contexto de la pneumatología, al ser el Espíritu quien hace presente la revelación de Dios
por Jesucristo en el mundo y la historia. He aquí las claras palabras de santo Tomás al
15
respecto: «Si se usa el in, que el sentido sea este: ‘Creo en el Espíritu Santo que santifica
la Iglesia’; pero es mejor que no se ponga el in sino que simplemente se diga: ‘creer la
santa Iglesia católica’» («Quod si dicatur in sanctam Ecclesiam catholicam, Spiritum
Sanctum, qui santificat Ecclesiam; ut sit sensus: Credo in Spiritum Sanctum,
sanctificantem Ecclesiam. Sed melius est ut non ponatur ibi in, sed simpliciter dicatur
sanctam Ecclesiam catholicam», S. Th., II-II, q. 1, a. 9).
En esta línea el mismo Catecismo del concilio de Trento afirma: «Profesamos creer la
santa Iglesia y no en la santa Iglesia. Mediante esta manera de hablar, distinguimos a Dios
–autor de todas las cosas– de todas sus criaturas y de todos los bienes inestimables que
ha dado ala Iglesia; al recibirlos, los relacionamos con su divina bondad» (I, art. 9, n.
22). De hecho, el credere in Deum no puede referirse a la Iglesia. Por mucho que pueda
y deba esta ser «personificada», por mucho que pueda ser más que la suma meramente
numérica de todos los cristianos, por mucho que sea una realidad, que no es solo jurídica
ni tampoco ficción ni hechura ideológica, sino «unidad moral», no es, sin embargo,
persona, y en cuanto tal no es eterna. Ahora bien, una vez que se precisa que la Iglesia
no merece la preposición que parecería asimilarla a Dios, conviene a su vez reconocer el
puesto privilegiado que la Iglesia ocupa, no obstante, en la economía de la fe cristiana.
2. Los tratados apologéticos del siglo XVI y el Vaticano I 3
El problema de la demostración científica de la verdad de la Iglesia católica, es decir,
la verificación de que el cristianismo católico romano está en continuidad total con las
intenciones y la obra de Jesucristo, fundador de la Iglesia, fue una cuestión que se
planteó ya en principio desde que aparecieron los primeros cismas. Ahora bien, el
capítulo de la eclesiología apologética clásica que se designa como demonstratio
catholica es una creación moderna: en efecto, ni las herejías de la antigüedad ni la
separación en la Edad Media del Oriente y el Occidente cristianos habían provocado la
crisis religiosa que apareció en el siglo XVI, oponiendo diversas comuniones rivales que
pretendían ser las verdaderas herederas de Cristo: catolicismo, anglicanismo y
protestantismos de diversos tipos. El tratado De vera Ecclesia, a pesar de ciertas
anticipaciones como la inicial antes apuntada de Jaime de Viterbo, no se elabora hasta el
siglo XVI, y se consolida, desarrolla y transforma sin cesar durante varios siglos hasta su
gran relanzamiento en el concilio Vaticano I (año 1870).
Tres son las formas tradicionales de esta eclesiología tipificada en tres vías. La via
historica, que intenta mostrar a través del examen de los documentos antiguos que la
Iglesia católica romana es la Iglesia cristiana de siempre, que aparece en la historia como
una sociedad una, visible, permanente y organizada jerárquicamente. Esta vía se reduce
en la práctica a la llamada via primatus, que es una simplificación de la via historica, ya
16
que se limita a mostrar la verdad de la Iglesia romana a partir de la prueba de que su
cabeza, el obispo de Roma, es el legítimo sucesor de Pedro, prescindiendo de todos los
otros aspectos de continuidad histórica.
La segunda vía es la via notarum, que se desarrolla siguiendo este silogismo:
Jesucristo dotó a su Iglesia de cuatro notas distintivas: la unidad, la santidad, la
catolicidad y la apostolicidad; ahora bien, la Iglesia católica romana es la única que posee
estas cuatro notas; por tanto, es la verdadera Iglesia de Cristo, excluyendo así las
restantes confesiones cristianas tales como el luteranismo, calvinismo, anglicanismo y
ortodoxia, que no las poseen.
Finalmente, la tercera vía es la via empirica, asumida por el concilio Vaticano I
gracias a su promotor, el cardenal Dechamps, que sigue un método más simple:
abandona toda confrontación de la Iglesia romana actual con la antigüedad para escapar a
las dificultades que suscita la interpretación de los documentos históricos, así como a la
verificación concreta de las notas, y valora la Iglesia en sí misma como milagro moral,
que es como el signo divino que confirma su trascendencia.
De estas tres vías, la via notarum ha sido la más utilizada en los tratados
eclesiológicos y, aunque es distinta de las otras dos, no siempre se la ha distinguido
claramente, ya que su espíritu debe sacarlo de la via historica por las referencias
constantes a la verificación histórica de las notas, y su materia va muy ligada a la via
empirica, ya que en definitiva las notas son percibidas como un milagro de orden moral.
El tratado sobre la Iglesia, pues, después de sus primeros escarceos en el siglo XIV con
Jaime de Viterbo, en el siglo XV con Juan de Ragusa y Juan de Torquemada, aparece ya
de forma común en el siglo XVI en el ámbito de la apologética, que asume así dos grados:
después del tratado De vera Religione se constituye el De Ecclesia. Este último asume
una clara perspectiva introductoria y apologética, ya que aparece precisamente en el
momento en que se libran las primeras luchas contra el luteranismo y el calvinismo, de tal
forma que se puede afirmar que hacia el año 1550 ya circula por toda Europa tal tratado
aunque con matices bien diferenciados.
De estos tratados sobresale la via notarum, como vía eclesiológica más usual, que,
aunque creada en torno al siglo XVI, saca sus materiales de la Escritura y los Padres, en
parte ya trabajados en la Edad Media, y proporciona diversos tipos de notas. El primer
grupo surge de la Escritura, particularmente del Nuevo Testamento, y son: la
indefectibilidad y universalidad de la Iglesia, prometidas por Cristo a los apóstoles; la
visibilidad que surge de la misión apostólica; la santidad propia de los hombres llamados a
la conversión; la unidad que Cristo había pedido a los suyos; finalmente, los milagros
como signos de los seguidores de Cristo.
17
El segundo grupo de notas está formado por las procedentes de la patrística,
especialmente de san Agustín y san Vicente de Lérins. En efecto, en un pasaje de la carta
«Contra Epistulam Manichei», san Agustín expone las razones que guardan la unidad de
la Iglesia de esta forma: la sabiduría perfecta, el acuerdo universal en la fe, los milagros,
la sucesión de los pastores y el mismo calificativo de católico (cf. PL 42, 175). Por otro
lado, el famoso canon de san Vicente de Lérins –«quod ubique, quod semper, quod ab
omnibus»– proporciona tres criterios, como son la universalidad, la antigüedad y el
acuerdo universal para distinguir la fe eclesial de las opiniones particulares4.
El tercer grupo de notas está sacado del Símbolo de Constantinopla en su artículo
noveno: «...et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam». Se trata, sin lugar
a dudas, del grupo más firme desde el origen y que proporcionará a la via notarum su
armadura definitiva.
A partir de esta formulación inicial, la via notarum sufre diversos cambios de acuerdo
con la sensibilidad del momento. Así, en los siglos XVI y XVII las notas se presentan como
tomadas más bien de la Escritura y de los Padres. En cambio, en los siglos XVIII y XIX se
prefiere subrayar que las cuatro notas se imponen por sí mismas a la sociedad
eclesiástica. A finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX –es decir, entre el Vaticano
I y el Vaticano II– se describen tales notas de forma primordialmente romántica y se
subraya la expansión mundial del catolicismo, la cohesión y la fecundidad de la Iglesia.
En definitiva, conservando el proceso de argumentación de la via notarum –existen notas
y solo el catolicismo las cumple–, la eclesiología apologética adaptó su forma según
predominasen ya sea la fe en los libros inspirados –primera etapa de la via notarum–, ya
sea las tendencias racionalistas –segunda etapa–, ya sea el gusto por los datos empíricos
–tercera etapa–. Pero con esta tercera etapa entramos ya de lleno en el primer concilio
eclesiológico por excelencia: el Vaticano I.
2. LA PERSPECTIVA ECLESIOLÓGICA DEL CONCILIO VATICANO I
1. La Pastor Aeternus: la definición de la infalibilidad papal y de su primado
de jurisdicción5
La aportación eclesiológica más significativa de este concilio es sin lugar a dudas la
referente a la infalibilidad pontificia en la constitución dogmática Pastor Aeternus. En
ella, el primado papal se vincula a la Iglesia y tiene como finalidad la custodia de la
unidad de esta Iglesia por medio de la unidad del episcopado. El primado es primacía de
jurisdicción (DS 3053-3055), entregado a Pedro, como potestad episcopal, ordinaria e
18
inmediata, que se ejerce sobre pastores y fieles en materia de fe y costumbres (DS 3061-
3062). Tal infalibilidad es presentada como fruto del carisma dado a Pedro y a sus
sucesores (DS 3071) y estáasegurada al papa en cuanto sucesor de Pedro en
condiciones precisadas y delimitadas en la definición (DS 3074).
Además de la cuestión decisiva referente a la infalibilidad, el Vaticano I trabajó un
proyecto de constitución dogmática titulada De Ecclesia Christi, que, aunque fue
discutido ampliamente en el aula conciliar y fue reelaborado para una ulterior discusión,
no finalizó su andadura como consecuencia de la suspensión del concilio. Notemos que
tanto el proyecto de constitución como su segunda versión reelaborada por el teólogo P.
Kleutgen consagraban diversos capítulos a la Iglesia antes de comenzar a tratar del papa,
lo que demostraba que la eclesiología católica no se resumía únicamente en el papa6.
2. La Dei Filius: aportación a la eclesiología
El Vaticano I no solo afrontó el tema eclesiológico en la Pastor Aeternus y en el
proyectado De Ecclesia, sino que en la otra y restante constitución dogmática, la Dei
Filius, sobre la fe y la razón, le dedicó unas significativas líneas.
En efecto, después de haber afirmado la obligación que tiene el hombre de acoger la
fe y de perseverar en ella, expone cómo Dios ayuda a cumplir tal obligación a dos
niveles: por un lado, el don interior de Dios –la gracia (DS 3010)– y, por otro lado, la
Iglesia, que, al mismo tiempo que nos presenta las verdades que se han de creer, lleva en
sí misma el sello de su origen divino y por esto es un «gran y perpetuo motivo de
credibilidad de tal forma que es como un signo levantado entre las naciones (cf. Is
11,12)’» (DS 3012-3014).
Así pues, a la pregunta: ¿por qué creer?, el concilio Vaticano I responde mostrando la
importancia de la Iglesia, que es –según expresión del relator conciliar de este texto–
«como una concreta revelación», de tal modo que está en el origen de la fe como motivo
de credibilidad, al ser «signo levantado en medio de las naciones».
No es extraño, pues, que el Vaticano I comportara un gran auge de la eclesiología
apologética, y que esta perspectiva se convirtiera en decisiva en la mayoría de los
tratados sobre la Iglesia7.
3. LA CONSOLIDACIÓN DEL TRATADO DEL VATICANO I AL VATICANO II
19
Entre los concilios Vaticano I y Vaticano II se da una clara consolidación del tratado
De Ecclesia, con diversos acentos, aunque el apologético sea el permanente. De este
modo aparecen cuatro formas principales:
– En la apologética teológico-fundamental. Después del De vera Religione, que
aporta conclusiones que llevan al cristianismo, se sitúa el De vera Ecclesia, centrado en
la autoridad divina del magisterio. De esta forma la reflexión sobre la religión natural del
primer tratado sirve de puente hacia la fe precisada por el magisterio eclesiástico en el
segundo tratado. La necesidad natural del hombre de conocer la verdad sobre sí mismo y
sobre Dios encuentra así respuesta. En efecto, la Iglesia llena esta necesidad y a partir de
la via empirica es vista como dadora de bondad y de bien para el hombre y para la
sociedad. Aquí se sitúan la mayoría de los manuales de esta etapa.
– En la criteriología teológica. En esta forma de tratado, la Iglesia, a partir de su
magisterio, es medio del auténtico conocimiento teológico. A su vez, tal perspectiva hace
posible determinar la fuerza y la autoridad correspondiente a cada uno de los «lugares
teológicos», entre los cuales la Iglesia tiene una función primera y principal. El ejemplo
más significativo de tal enfoque es el texto del manual más divulgado de finales del siglo
XIX y principios del siglo XX, obra del profesor del Colegio Romano (antecesor de la
Universidad Gregoriana) y experto del Vaticano I, G. Perrone. Así, después del De vera
Religione trata el De Locis Theologicis, donde incluye en su primera parte el De
Ecclesia y el De Romano Pontifice.
– En la teología dogmática. Lentamente aparecen tratados sobre la Iglesia, entre los
cuales tiene un lugar preponderante la dogmática de M. J. Scheeben, cuyo volumen
sobre la Iglesia fue redactado por L. Atzberger (18981903), la obra de Dom A. Gréa
(1820-1917), así como la más reciente de M. Schmaus (1958), por sus esfuerzos de
reflexión eclesiológica más globalizante. Conviene aquí subrayar la importancia decisiva
que tuvieron dos encíclicas papales que orientaron hacia el tema del Cuerpo Místico; la
Satis cognitum de León XIII (año 1896: DS 3300-3310) y, especialmente, la Mystici
Corporis de Pío XII (año 1943: DS 3800-3822), que suscitó el inicio más formal de una
reflexión dogmática de la Iglesia, complementaria de la apologética en los manuales
escolares (cf. E. Mersch, T. Zapelena, S. Tromp, J. Salaverri...).
– En la vivencia eclesial litúrgica, ecuménica, misionera y laical. Se debe situar
aquí, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, la profunda renovación de la
vivencia eclesial que se experimentó a partir del movimiento litúrgico (encíclica Mediator
Dei de 1947; la teología de los misterios de O. Casel...), del movimiento ecuménico
(octavario por la unidad de los cristianos a partir de 1958), del nuevo impulso misionero
(encíclica Fidei Donum de 1957) y de la dinamización del laicado (Acción Católica
promovida por Pío XI; teología del laicado de G. Philips, Y. Congar...). Es verdad que
20
estas cuestiones quedaron frecuentemente al margen de los manuales escolares sobre la
Iglesia, pero su influencia se dejó sentir por doquier y sus grandes intuiciones y vivencias
(la Iglesia como Pueblo de Dios, como sacramento, su misión en el mundo...) tuvieron
una importancia decisiva para la eclesiología del Vaticano II y mostraron la verdad de la
afirmación profética de R. Guardini en 1922: «La Iglesia despierta en las almas».
4. EL ENFOQUE ECLESIOLÓGICO DEL VATICANO II
Por primera vez en su historia secular, la Iglesia se definió a sí misma en la
constitución dogmática Lumen gentium y en otras constituciones, decretos o
declaraciones. Esta autodefinición viene caracterizada por la misma estructura de la LG,
especialmente manifiesta en sus dos primeros capítulos: cap. I: El misterio de la Iglesia;
cap. II: El Pueblo de Dios; cap. III: La constitución jerárquica de la Iglesia y en particular
del espiscopado; cap. IV: Los laicos; cap. V: Vocación universal a la santidad; cap. VI:
Los religiosos; cap. VII: Carácter escatológico de la Iglesia peregrina; cap. VIII: La Virgen
María, Madre de Dios en el Misterio de Cristo y de la Iglesia. Además, se encuentran
muchos elementos de eclesiología en otros documentos conciliares tales como las tres
restantes constituciones: sobre la liturgia –Sacrosantum Concilium–, sobre la revelación –
Dei Verbum–, sobre la Iglesia en el Mundo –Gaudium et spes–, así como los decretos:
sobre la actividad misionera de la Iglesia –Ad gentes–; sobre el ministerio de los obispos
–Christus Dominus–; sobre el ministerio de los presbíteros –Presbyterorum Ordinis–;
sobre el apostolado de los laicos –Apostolicam Actuositatem–; y sobre el ecumenismo –
Unitatis redin​tegratio–.
En todos estos documentos se percibe un cambio decisivo en el enfoque sobre la
Iglesia: la prioridad la tiene su carácter de misterio y por tanto de objeto de fe, y ya no se
la presenta directamente como motivo de credibilidad, tal como hace el Vaticano I. En
efecto, se pasa de una concepción que veía la Iglesia principalmente como societas y que
tuvo fuerte reflejo en el Vaticano I y en los tratados eclesiológicos que le siguieron, a una
concepción más bíblica, de raíz litúrgica, atenta a una visión misionera, ecuménica e
histórica, donde la Iglesia es descrita como sacramentum salutis (LG 1, 9, 48, 59; SC 5,
26; GS 42, 45; AG 1, 5), fórmula que es eje de las afirmaciones del Vaticano II.
Junto con esta reflexión se ha puesto progresivamente de relieve que la visión
eclesiológica del Vaticano II comporta un concepto renovado de communio (LG 4, 8,13-
15,18, 21, 24s; DV 10; GS 32; UR 2-4, 14s, 17-19, 22). Esta tiene un significado básico
de comunión con Dios, de la cual se participa a través de la palabra y los sacramentos,
que lleva a la unidad de los cristianos entre sí y que se realiza concretamenteen la
21
comunión de las Iglesias locales en comunión jerárquica con el que, como obispo de
Roma, «preside en la caridad» la Iglesia católica (cf. LG 13). Con razón el sínodo
extraordinario de 1985 afirmó: «La eclesiología de comunión es una idea central y
fundamental en los documentos del concilio» (n. 1; EV 9, 1800).
5. CONCLUSIÓN: ECLESIOLOGÍA DOGMÁTICA Y/O ECLESIOLOGÍA FUNDAMENTAL
A partir del Vaticano II el tratado de eclesiología se convierte cada vez en más
central, de tal forma que con razón a partir del concilio se propuso no dividir la
eclesiología en un tratado apologético y otro dogmático, sino trazar una verdadera
teología del misterio eclesial dentro del sistema dogmático. Y, de hecho, así ha ocurrido
en las más relevantes eclesiologías publicadas durante estos años, a pesar de que son
pocas las que puedan clasificarse como manuales o tratados, en medio de una amplia
producción difícil de abarcar.
Como obra pionera debe citarse, por su notable esquema –a pesar de la problemática
que este autor suscitó posteriormente–, La Iglesia de H. Küng de 1966 (Barcelona
1968), los trabajos colectivos de amplio espíritu conciliar en Mysterium Salutis IV/1, con
W. Beinert, Y. Congar, H. Fries, P. Rossano, O. Semmelroth de 1971 (Madrid 1972), el
curso de J. Auer, La Iglesia (Barcelona 1986), así como la Iniciación a la práctica de
la teología, III, de J. Hoffmann, H. Légrand, J. M. R. Tillard de 1983 (Madrid 1985).
De entre las múltiples monografías próximas a un manual, además de los artículos en
diversos diccionarios (SM, NDT, DTI, DPAC, NDTB, DTF…) deben destacarse la
fundamentada de L. Bouyer, La Iglesia de Dios (Madrid 1973), las sugerentes
propuestas de S. Dianich, resumidas en su última obra, Ecclesiologia. Questioni di
metodo e una proposta (Cisinello Balsamo 1993), y de B. Forte, La Iglesia, icono de la
Trinidad (Salamanca 1992) y La Chiesa nell’eucaristia (Nápoles 21988), la vigorosa
trilogía de J. M. R. Tillard, El obispo de Roma (Santander 1984), Iglesia de iglesias
(Salamanca 1989), Carne de la Iglesia. Carne de Cristo. En las fuentes de la
eclesiología de comunión (Salamanca 1994), así como los dos recientes tratados: el de
M. M. Garijo-Guembe, Comunión de los santos (Barcelona 1991), con clara influencia
de la eclesiología ortodoxa, y el de M. Kehl, La Iglesia. Una eclesiología católica
(Salamanca 1995), como original y realista propuesta de una fenomenología teológica de
la Iglesia.
Se puede afirmar, pues, a partir de las publicaciones mencionadas, que la opción del
concilio Vaticano II, que orienta hacia la dogmática centrada en el misterio de la Iglesia,
es clara. Se trata, por tanto, de afrontar la realidad de la Iglesia como misterio y objeto de
22
fe, de ahí que el lugar propio de la eclesiología sea la dogmática como reflexión teológica
sobre mysterium Christi-mysterium Ecclesiae. Este será, pues, el lugar específico de la
eclesiología en el sistema teológico, aunque desde perspectivas diversas deberá aparecer
en otros tratados. Más aún, a partir de esta visión dogmática deberán articularse los otros
tratados en donde la eclesiología tiene una función relevante, tales como la
fundamentación eclesiológica del derecho canónico, la liturgia y los sacramentos a partir
del concepto de Iglesia sacramento, el ecumenismo desde la significación de la unidad y
la catolicidad eclesial, la pastoral como autorrealización concreta de la misión de la
Iglesia, la historia de la Iglesia como descripción del lugar donde acontece la realización
concreta del misterio eclesial...
Ahora bien, dada la importancia histórica que ha tenido la dimensión apologética para
el nacimiento del tratado De Ecclesia, no es extraño que la pregunta sea esta: ¿puede
existir, además de la disciplina eclesiología dogmática, una disciplina llamada eclesiología
fundamental? Es obvio que el Vaticano II, en su enfoque eclesiológico centrado no en la
apologética sino en el misterio de la Iglesia, quiso responder también a las dificultades
inherentes a una eclesiología habitual en el mundo académico católico que no había dado
los frutos esperados (cf. así, las obras más divulgadas: A. Tanquerey, L. Lercher, L.
Billot, P. Parente, T. Zapelena, J. Salaverri, A. Lang...), y, en cambio, tuvo más en
cuenta las monografías eclesiológicas sobre fuentes bíblicas, patrísticas y litúrgicas, más
capaces de hacer resplandecer el Misterio de la Iglesia (cf. los estudios de G. Bardy, Ch.
Journet, E. Mersch, H. Rahner, L. Cerfaux, Y. Congar, H. de Lubac, J. Daniélou, S.
Tromp, M. Pellegrino, B. Botte, J. Lécuyer.., así como del ortodoxo N. Afanassieff; cf.
AS I/IV, 87; II/II, 252, 348).
Esta situación, y con razón, conllevó la práctica desaparición de la perspectiva
apologética y de una eclesiología fundamental explícita en el Vaticano II8. Con todo, la
tarea propia de la fundamental en estos años del posconcilio ha surgido progresivamente
de nuevo y con fuerza, como puede constatarse especialmente en los recientes manuales
de teología fundamental a partir de los años ochenta. Esta incorporación de la
eclesiología aparece no como un intento de abandonar el lugar privilegiado y propio que
ha adquirido en la dogmática, particularmente después del Vaticano II, sino que refleja la
necesidad de que también se afronten diversas cuestiones de eclesiología desde la
perspectiva de la credibilidad. De modo particular en el mundo académico alemán tal
perspectiva se ha manifestado con claridad en A. Kolping (1981), H. Fries (1985), H.
Waldenfels (1985), H. J. Pottmeyer, M. Kehl, G. Lohfink en el Handbuch der
Fundamentaltheologie, III (1987), H. Verweyen (1991), H. Döring (1993), así como en
el norteamericano F. S. Fiorenza (1984). También nos hemos situado en esta perspectiva
en nuestros trabajos recientes (1989/1993)9.
23
La necesidad, pues, de retomar la perspectiva de teología fundamental en la
eclesiología se ha hecho cada vez más urgente en estos últimos años. En efecto, a pesar
de que el Vaticano II analizó con tanto detalle la Iglesia, no se puede negar que la
experiencia eclesial continúa siendo una experiencia difícil para el hombre
contemporáneo, tal como recordaba K. Rahner poco después del concilio: «el católico
moderno vive la conciencia de la Iglesia del concilio Vaticano I. Y la peculiaridad de este
consiste en que su acento (naturalmente no su contenido exclusivo) se apoya en la Iglesia
como motivo, experimentable empíricamente, de credibilidad, y no en la Iglesia como
objeto escondido en sí de fe»10. De ahí que se haya subrayado de nuevo la importancia
de retomar un tema clave para la credibilidad de la Iglesia: su origen y fundamentación en
Jesús11.
Surge, pues, la necesidad renovada de afrontar la Iglesia también desde la perspectiva
de la «credibilidad del testimonio eclesial», puesto que esta es la gran pregunta práctico-
teórica que aparece por doquier. En este sentido aparece la relevancia de la tarea
fundacional-hermenéutica de esta eclesiología fundamental con la cual se quiere significar
especialmente la asunción de los «lugares teológicos», cuyo marco propio no es
puramente metodológico sino claramente enraizado eclesiológicamente12. Se trata, en
efecto, de tener presente el principio de tradición eclesial como vertebrante de toda la
teología, cuya fuente real es la Palabra de Dios que alimenta todo el proceso histórico de
la Tradición desde sí misma, y por tanto todos sus diversos sujetos son parciales (los
testimonios de la tradición misma) y subsidiarios de esta realización histórica del principio
católico de tradición que es «la Escritura en la Iglesia»13.
Esta perspectiva pone de relieve la importancia del estudio de «la credibilidad del
testimonio eclesial» –perspectiva específica de la teología fundamental–, que parte del
testimonio eclesial «fundante», que es la Iglesia apostólica como norma y fundamento de
la Iglesia de todos los tiempos y su transmisión manifiesta en el principio de tradición la
Escritura en la Iglesia. Es este estudio, por tanto, cuyos datos esenciales frecuentemente
se sitúancomo pura introducción a la teología, el que asumirá la eclesiología fundamental
dándole una articulación en clave de testimonio que hará posible la circularidad propia de
la perspectiva actual de la «credibilidad» de acuerdo con la renovación conciliar y
teológica del tratado de fe14. Esto conlleva una mutua fecundación entre la dimensión
externa del testimonio eclesial –el testimonio apostólico fundante–, la dimensión
interiorizada –el testimonio vivido– y la dimensión interior e interiorizadora –el testimonio
del Espíritu–.
Emerge así claramente la función decisiva del testimonio eclesial como camino de
credibilidad que no se reduce ni a una credibilidad meramente externa y extrínseca –
riesgo de la apologética eclesiológica clásica– ni a una credibilidad meramente interna y
24
subjetiva –riesgo fideísta frecuente para compensar el anterior–, sino que centra su
atención en una comprensión de la credibilidad como invitación –externa e interna a la
vez– a la fe, por razón de su carácter abierto e integrador, propio de la perspectiva
renovada de la eclesiología a partir del Vaticano II. Es por esta razón que la reflexión de
la Iglesia en la teología fundamental actual puede reencontrar su importante función
como signo de credibilidad –la gran pregunta y cuestión sobre su sentido y su valor hoy–
si se articula en un marco significativo eclesiológico complementario de la reflexión
dogmática del misterio de la Iglesia en sí15.
25
1 Cf. las dos mejores obras sobre la historia de la eclesiología, base para toda esta introducción: M. SCHMAUS
y otros (eds.), Historia de los dogmas, Madrid: III 3a-b: Eclesiología. Escritura y Patrística hasta san Agustín,
1978 (P. V. DIAS-P. TH. CAMELOT); III 3c-d: Eclesiología. Desde san Agustín hasta nuestros días, 1976 (Y.
CONGAR), y A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, I-II, Madrid
1986-1987, que se centra solo en el segundo milenio.
2 Cf. H. J. VOGT, «Eclesiología», en DPAC I, 652-660.
3 Cf. nuestro «Eclesiología fundamental», en DTF, 626-629; continúa siendo insustituible la obra de G. THILS,
Les Notes de l’Église dans l’Apologétique Catholique depuis la Réforme, Gembloux 1937.
4 Cf. la edición bilingüe con introducción de L. F. MATEO, Commonitorio, Pamplona 1977, 64-66.
5 Cf. la documentada monografía de U. BETTI, La Costituzione Dommatica «Pastor Aeternus» del Concilio
Vaticano I, Roma 1961, y el clásico de R. AUBERT, Vaticano I, Vitoria 1970.
6 Cf. este texto en G. ALBERIGO-F. MAGISTRETTI (eds.), Constitutionis Lumen Gentium Synopsis historica,
Bolonia 1975, 349-355, volumen que es un excelente instrumento de trabajo para la historia de la redacción de la
LG.
7 Cf. nuestro «La vía empírica», en DTF, 661s.
8 Cf. R. LATOURELLE, «Ausencia y presencia de la fundamental en el Vaticano II», en R. LATOURELLE (ed.),
Vaticano II: balance y perspectivas, Salamanca 1989, 1047-1068.
9 Tratado de teología fundamental, Salamanca 1989, 21991, 307-406; Iglesia: I. «Eclesiología fundamental».
II. «Jesús y la Iglesia». IV. «La vía empírica», en DTF, 626-629, 629-640; en la edición castellana se incluyen
estas nuevas voces: «Iglesia primitiva», «Ministerio Petrino» y «Palabra de Dios», 680-686, 959-964, 1044-1046.
Además, «La chiesa come tema teologico fondamentale», en R. FISICHELLA (ed.), Gesù Rivelatore. Teologia
Fondamentale, Casale Monferrato 1988, 140-163; «Eclesiología Fundamental: ‘Status quaestionis’», Revista
Española de Teología 49 (1989) 361-403; «La identidad eclesial de la teología fundamental», Gregorianum 74
(1993) 75-99.
10 «Sobre la ‘piedad eclesial’», Escritos de Teología, V, Madrid 1968, 378.
11 Cf. el atento análisis de G. MARCHESI, «Cristo si, Chiesa no? Gesù, origine e fondamento della Chiesa», La
Civiltà Cattolica III (1991) 368-381.
12 Cf. este novedoso enfoque en M. SECKLER, «Die ekklesiologische Bedeutung des Systems der ‘loci
theologici’», en Weisheit Gottes-Weisheit der Welt [FS J. Ratzinger], St. Ottilien 1987, 37-65; así como la síntesis
de J. WICKS, «Lugares teológicos», en DTF, 833s.
13 Cf. nuestros «Escritura, Tradición y Magisterio en la DV o hacia el principio católico de Tradición», Actas
del VI Simposio de Teología Histórica, Valencia 1991, 111-145; «Palabra de Dios», en DTF, 1044-1046.
14 Cf. la síntesis de R. FISICHELLA, «Credibilidad», en DTF, 205-225.
15 Cf. nuestras reflexiones en La identidad eclesial de la teología fundamental, 75-99; también la consistente
perspectiva eclesiológico-fundamental de F. A. SULLIVAN, The Church we believe in, one, holy, catholic and
apostolic, Nueva York 1988, y Salvation Outside the Church?, Nueva York 1992; cf. el balance de A. DULLES, «A
Half Century of Ecclesiology», Theological Studies 50 (1989) 419-442, resumen en Selecciones de teología, 121
(1992) 73-84; CELAM, Eclesiología. Tendencias actuales, Bogotá 1990, y la propuesta de R. VELASCO, La
Iglesia de Jesús, Estella 1992.
26
II
La Iglesia: conceptos fundamentales
La palabra griega έκκλησία, de la cual procede la latina ecclesia, y de la cual deriva
iglesia, en los LXX traduce siempre la expresión hebrea qahal que significa
«convocatoria» y «asamblea congregada». Esta palabra se introduce en la época del
Deuteronomio, hacia el siglo VII a.C., con una fórmula significativa: «el día de la
asamblea» (Dt 4,10; 9,10; 18,16) puesta en labios de Moisés en recuerdo del día en que
Yahvé le ordenó convocar al pueblo en asamblea (qahal = έκκλησία) para la celebración
de la alianza. Esta asamblea además aparece con el determinativo Κυρίου (Dt 23,1-8).
Es en esta línea en la que se encuentra el discurso de Esteban de Hch 7,38 para indicar la
asamblea del Sinaí. En el Nuevo Testamento la frecuencia de la palabra «iglesia» se hará
progresiva, desde el uso evangélico exclusivo que se encuentra en Mt 16,18; 18,17, hasta
las más de cien veces –114 en concreto– en que se emplea en el resto del Nuevo
Testamento.
Ahora bien, la palabra griega έκκλησία puede entenderse tanto en sentido activo
como en sentido pasivo, tal como muestra su doble traducción: por una parte, la iglesia
como convocación, y, por otra, como congregación. Ambas definiciones se encuentran
ampliamente en la patrística, y san Isidoro de Sevilla las hizo clásicas en Occidente con
esta formulación: Ecclesia convocans et congregans –convocación divina– y Ecclesia
convocata et congregata –comunidad de los convocados– (Etym., 8, 1); san Beda,
jugando con su doble significado, dice: «la Iglesia constantemente genera a la Iglesia»
(Ecclesia quotidie gignit Ecclesia: Expl. Ap., I, 2) y san Cipriano distingue entre la
Iglesia «madre» y la Iglesia «fraternidad» (Ad ecclesiam matrem et ad vestram
fraternitatem revertaminis: Ep., 46, 2). Ambas dimensiones se completan para describir
lo que es la Iglesia como «una realidad compleja y análoga al misterio del Verbo
encarnado» (cf. LG 8). La Ecclesia de Trinitate (cf. LG 4), cuya misión ministerial tiene
su origen en la misma Trinidad, es al mismo tiempo y bajo otro aspecto Ecclesia ex
hominibus, como «Iglesia terrena» «que entra en la historia de los hombres» (cf. LG 8,
9). Es un doble misterio de comunicación y de comunión: por la comunicación de los
sacramentos, de las cosas santas (sancta), la Iglesia es comunión de los santos (sancti).
De ahí la doble significación de la fórmula que explícita lo que es la Iglesia en el Credo,
«communio sanctorum», según se haga de la segunda palabra un neutro –cosas santas– o
27
un masculino –los santos–1. La Iglesia, pues, en esta perspectiva es a la vez un redil y un
rebaño, es madre y pueblo, es seno maternal y fraternidad reunida. Parafraseando
diversas citas patrísticas se puede hablar, pues, en el primer sentido de la Ecclesia mater
congregans y en el segundo de la Ecclesia fraternitas congregata 2.
El Vaticano II, cuando afirmó en el capítulo I de la LG que la Iglesia es un misterio,
ya respondió a la pregunta de si existe una definición sobre ella. En efecto, más que
definir la Iglesia lo que puede hacerse es describirla, tal como recordóel sínodo de 1985
después de enunciar la importancia de la Iglesia sacramento y comunión: «el concilio
describió de diversos modos la Iglesia: como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, esposa de
Cristo, templo del Espíritu Santo, familia de Dios. Estas descripciones de la Iglesia se
completan mutuamente y deben entenderse a la luz del misterio de Cristo o de la Iglesia
en Cristo» (II, 3, EV 9, 1790). Además de los dos primeros modos –pueblo de Dios y
cuerpo de Cristo– que engloban los restantes, se presentan los característicos de Iglesia
sacramento y comunión, complementados con los conceptos de Iglesia como tradición
viviente, sociedad e institución.
1. LA IGLESIA COMO SACRAMENTO
Según el concilio Vaticano II, la Iglesia se define como: Sacramento (sacramentum:
LG 1, 9, 59; SC 5, 26; GS 42; AG 5; universale sacramentum salutis: LG 48; GS 45;
AG 1). Se trata sin duda alguna de la más significativa descripción sobre la Iglesia, vista
la misma historia de la incorporación de este concepto en el texto conciliar.
Ahora bien, esta definición aparece dentro de los textos conciliares primeramente en
un contexto claramente cristológico. Así, en la constitución sobre liturgia se subraya que
Jesucristo es el único mediador entre Dios y el hombre, sobre todo mediante su misterio
pascual. Del costado de Cristo en la cruz brotó la Iglesia (SC 5; LG 3). La constitución
dogmática sobre la Iglesia en esta línea acentúa en su inicio: «Lumen gentium cum sit
Christus» («Dado que Cristo es la luz de los pueblos»: LG 1). Por eso se dice que la
Iglesia es «en Cristo» el sacramento, es decir, signo e instrumento de la unión con Dios y
la unidad del género humano.
En LG 9 se dice aún más claramente: Jesucristo es el autor de la salvación, el
principio de la unidad y de la paz, mientras que la Iglesia es el sacramento visible de esta
unidad salvadora. En LG 59 se afirma que Cristo resucitado y exaltado convirtió a la
Iglesia mediante su Espíritu en el sacramento global de la salvación, y que continúa
actuando en su Iglesia a través del Espíritu. Por tanto, estos textos remiten a Jesucristo y
afirman su supremacía sobre la Iglesia, ya que esta no tiene más luz que la que irradia
28
Cristo sobre el mundo. Por esto, el Vaticano II ve a la Iglesia tan solo con «una notable
analogía» con el misterio de la Encarnación de Dios, analogía en la que conviven
semejanza y diversidad. Esta analogía se basa en que, así como el Verbo encarnado actúa
a través de la naturaleza humana, de manera semejante el Espíritu de Cristo obra a través
de la estructura visible de la Iglesia (LG 8).
En segundo lugar, esta definición aparece en un contexto escatológico. En efecto, el
reino de Dios se manifiesta en las palabras, obras y, sobre todo, en la presencia personal
de Cristo. Por esto la Iglesia, siendo «el reino presente ya en el misterio» (LG 3),
representa «el germen y el comienzo de este reino en la tierra» (LG 5), y es el «pueblo
mesiánico que, aunque de hecho aún no abarque a todos los hombres y muchas veces
parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un germen muy seguro de unidad, de
esperanza y de salvación» (LG 9). Tal carácter escatológico queda bien acentuado en la
constitución sobre la Iglesia y el mundo (cf. GS 42-45) y, a su vez, claramente supuesto
en una de sus afirmaciones más emblemáticas: «La Iglesia, abrazando en su seno a los
pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la
conversión y la renovación» (LG 8).
Esta doble perspectiva, la cristológica y la escatológica, ya muestran cómo el
concepto de Iglesia-sacramento no surge de la teología de los sacramentos elaborada en
el siglo XII y consagrada en el concilio de Trento con la definición de los siete
sacramentos. La fuente de tal concepto, usado aquí pues analógicamente, debe verse en
la teología patrística, para la que el término latino «sacramentum» traducía el concepto
bíblico «mysterium», que, según se explicó en el mismo Vaticano II, no es algo
incognoscible o abstruso, sino que en la Biblia es equivalente a una realidad divina
portadora de salvación que se revela de manera visible. El concilio, al usar este concepto
de sacramento, quiere expresar la doble dimensión de la Iglesia, humana y divina, visible
e invisible, que hace que sea en sí misma ya, y en virtud de la ley de la Encarnación por
la que lo visible es mediación de lo invisible, «una realidad compleja» (LG 8)3.
2. LA IGLESIA COMO COMUNIÓN
Progresivamente se ha puesto de relieve que la visión eclesiológica del Vaticano II
comporta un concepto renovado de communio, aunque explícitamente nunca se defina
así la Iglesia (LG 4, 8, 13-15, 18, 21, 24s; DV 10; GS 32; UR 2-4, 14s, 17-19, 22). Este
concepto tiene un significado básico de comunión con Dios, de la cual se participa a
través de la palabra y los sacramentos. Tal tipo de comunión lleva a la comunión de los
cristianos entre sí y se realiza concretamente en la communio de las Iglesias locales
29
fundadas mediante la eucaristía. Se llega así al término técnico de communio, concepto y
realidad básica de la Iglesia antigua4, muy apreciada por las Iglesias orientales (cf. LG-
NEP n. 2), y por eso tiene un papel especial en el decreto sobre estas Iglesias (OE 13) y
en el decreto sobre ecumenismo (UR 14s). Además el concilio atribuye especial valor a la
communio entre las Iglesias más antiguas y las jóvenes (AG 19s, 37s).
Ahora bien, el nivel eminentemente estructural de la communio ha sido definido en el
«locus theologicus» principal de esta noción conciliar que es la fórmula eclesiológica de
LG 23, que dice así: «Cada obispo es principio y fundamento visible de la unidad en sus
Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal (ad imaginem Ecclesiae
universalis formatis), en las cuales y a base de las cuales (in quibus et ex quibus) existe
la Iglesia una y única». Este retorno a la eclesiología de la communio del primer milenio
por parte del concilio coexiste con la eclesiología jurídica de la unidad más típica del
segundo milenio y bien manifiesta en la expresión communio hierarchica (LG 22), por la
que se liga el ministerio episcopal a la Iglesia universal, concretamente con el papa y el
colegio episcopal. La continuidad de la tradición exige que se llegue a un síntesis creativa
de ambos milenios y sus eclesiologías correspondientes. El Vaticano II presenta los
«datos angulares» irrenunciables, sin ofrecer una síntesis que será tarea de la teología
subsiguiente. De la solución de tal cuestión saldrán importantes consecuencias prácticas
para la vida sinodal de la Iglesia (colegialidad-primado, sínodo de los obispos,
conferencias episcopales...)5. El sínodo extraordinario de 1985, al afirmar la centralidad
de tal concepto en el concilio, subrayó además que «la eclesiología de comunión no se
puede reducir a simples cuestiones organizativas o a cuestiones que se refieren a meras
potestades. La eclesiología de comunión es el fundamento para el orden en la Iglesia y,
en primer lugar, para la recta relación entre unidad y pluriformidad en la Iglesia» (n. 1;
EV 9, 1800).
3. LA IGLESIA COMO PUEBLO DE DIOS
La ubicación de esta expresión como título del capítulo II de la LG, que precedió al
dedicado a la jerarquía, lo convirtió en el más significativo de la nueva percepción de la
Iglesia en el Vaticano II: en efecto, se trata de superar una visión puramente jerarcológica
de la Iglesia para centrarse en su sujeto primario: todos los bautizados que forman el
Pueblo de Dios. Este es, gracias a su origen trascendente, «icono de la Trinidad» (cf. LG
4).
El claro anclaje de la eclesiología del Pueblo de Dios en la tradición
veterotestamentaria y su relación con la categoría alianza, que es su nexo de unión con el
30
Nuevo Testamento, han facilitado su uso. Posiblemente sea el concepto más decisivo que
enraíza la Iglesia con el Antiguo Testamento e Israel. En efecto, la Iglesia es el Pueblo de
Dios porque realiza la vocación universal a la cual estaba llamado Israel por su Dios, el
cual, siendo único,quería ser también el Dios de todos los hombres. En esta perspectiva
se sitúa la Iglesia de Jesucristo como realización definitiva de la agrupación de Israel,
pueblo de Dios, cuyo ser inicial de «signo entre las naciones» (cf. Is 11,12) se convierte
en «un pueblo mesiánico, instrumento para la salvación de todos... y, por tanto,
sacramento universal de salvación» (LG 9)6.
Nótese además que, al tratarse de una expresión más asequible que la de Cuerpo
Místico y a su vez más inteligible que el denso concepto de sacramento, se ha convertido
en contraseña de la recepción más popular de la eclesiología del Vaticano II. Así lo
expresa la CTI en 1985: «La expresión ‘Pueblo de Dios’ ha llegado a designar la
eclesiología del concilio» (n. 2; EV 9, 1683).
4. LA IGLESIA COMO CUERPO DE CRISTO
Todo un extenso número le dedica la LG 7 a esta descripción, y con razón, ya que
esta expresión fue la más difundida en la eclesiología católica a partir de la encíclica
Mystici Corporis de 1943, y abrió nuevo campo para una reflexión más teológico-
dogmática y no solo apologética sobre la Iglesia. En efecto, en el curso de la historia tal
concepto ha adquirido distintos matices. Así, en la etapa bíblico-patrística emerge una
interpretación eclesiológico-sacramental, en la etapa medieval se habla de una
interpretación corporativo-jurídica y en la edad moderna se tiende a una visión orgánico-
mística7. La Mystici Corporis acentúa la estructura humano-divina de la Iglesia, contra el
peligro de un misticismo eclesiológico, y subraya su carácter visible como instrumento de
lo invisible.
La LG 3 utiliza el concepto «cuerpo de Cristo» en un contexto eucarístico y en LG 7
trata directamente de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Esta imagen ayuda a presentar la
Iglesia no solo como sociedad, sino como un organismo vivo y organizado
jerárquicamente, que implica mutuamente a todos sus miembros (jerarquía y fieles).
Además, tiene una referencia clara a Cristo –de ahí también la imagen de la Iglesia
esposa (LG 7)–, por lo que orienta hacia una eclesiología cristológica y pneumatológica,
que ayuda a ponderar justamente las dos dimensiones de la Iglesia, la visible y la
invisible, precisamente por la fuerza que da a la imagen de organismo vivo que es el
cuerpo, elementos que la LG integrará en el concepto de sacramento.
31
5. LA IGLESIA COMO TRADICIÓN VIVIENTE8
Aunque no sea habitual en las recientes eclesiologías calificar con este concepto la
Iglesia, quizá no sea temerario hacerlo si se tiene en cuenta el enfoque presente en la Dei
Verbum. En efecto, esta constitución dogmática retoma los temas clásicos de la Reforma
y del concilio de Trento sobre la Revelación en una perspectiva católica y, por tanto,
desde un enfoque claramente eclesiológico manifiesto tanto en las múltiples veces en que
aparece la palabra «iglesia» (36 veces) como en su orientación global expresada en la
misma introducción en la que sitúa y, en definitiva describe, la Iglesia como oyente de la
Palabra de Dios («Dei Verbum religiose audiens...»: DV 1).
Así, la Dei Verbum sitúa inicialmente el mandato de Cristo a la Iglesia apostólica el
anunciar el Evangelio, ya que «Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf. 2 Cor
1,20 y 3,16-4,6), mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como
fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7)].
Por esto todo «lo que transmitieron los apóstoles comprende todo aquello que ayuda
al Pueblo de Dios a llevar una vida santa y a progresar en la fe, y de esta manera la
Iglesia en su doctrina, en su vida y en su culto conserva siempre y transmite a todas las
generaciones todo lo que ella misma es y todo lo que cree» (n. 7).
Se expresa así al que podemos llamar el principio católico de tradición que se
identifica con la Iglesia: se trata, en efecto, de todo un dinamismo de doctrina, culto y
vida, autoexpresión de la fe que la misma Iglesia cree. La naturaleza propia de la
tradición viviente de la Iglesia consiste precisamente en su connaturalidad con la
Revelación, realizada mediante palabras y hechos intrínsecamente unidos (cf. DV 2).
La tradición viviente tiene en común con la Escritura el constituir el principio de
continuidad y de identidad entre la Iglesia apostólica y las siguientes generaciones hasta el
fin de los tiempos. Y no solo en el plano del conocimiento, sino en el plano de
experiencia radicada en los apóstoles, de ahí que transmita no solo la doctrina, sino el
culto y la vida.
Es por eso que la DV 10 subraya con fuerza la relación entre tradición y Escritura
con toda la Iglesia: «La tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la
palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero,
unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la
eucaristía y la oración (cf. Hch 2,42), y así se realiza una maravillosa concordia de
Pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida en las oraciones». Texto
que claramente orienta hacia una verdadera unidad orgánica, base para el principio
católico de tradición.
32
En el interior mismo de esta tradición se inserta la misión del magisterio de los
obispos como «doctores autorizados» («authentici», es decir, «revestidos de la autoridad
de Cristo», cf. «auctoritate Christi praediti»: LG 25), que la actualizan «hic et nunc». La
misión de este magisterio debe verse como signo de la definitividad de «la Alianza
instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo» (K. Rahner), tal como se afirma
novedosamente para un texto eclesial en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 890.
Esta misión pastoral del magisterio está al servicio de la verdad que libera, gracias al
«carisma cierto de la verdad» comunicado a los obispos con la sucesión apostólica.
Este carisma de infalibilidad abarca la «fe y las costumbres» («fides et mores»),
como expresión del contenido del «depósito de la Revelación» de esta tradición viviente,
en el cual entra no solo «la fe», sino también «toda regla, norma u ordenación moral»,
de acuerdo con la matizada expresión del concilio de Trento retomada por el Vaticano II:
«morum disciplina» (DS 3006; DV 7: «toda regla moral», traduce U. Betti). El ejercicio
de tal infalibilidad por parte del romano pontífice y del cuerpo de los obispos en unión
con él es el «magisterio supremo» –o «extraordinario»–, por mediación de un «acto
definitivo» (LG 25), traducción de la expresión «ex cathedra» (cf. Vaticano I, DS 3074;
en Vaticano II, LG 25, se usan las dos). La adhesión requerida a tales definiciones es la
«obediencia de la fe» («obsequium fidei»: LG 25; AG 15; DH 15; cf. CIC 750), que
según la explicación conciliar es más que una sincera adhesión del espíritu, porque
tratándose de definiciones llega hasta la aceptación de fe (cf. AS III/l, 251).
El magisterio ordinario, en cambio, que acompaña habitualmente esta tradición
viviente que es la Iglesia, es una enseñanza que conduce a una mejor inteligencia de la
Revelación en materia de fe y de costumbres. Para distinguir tal tipo de magisterio, LG
25 ofrece tres criterios: «la naturaleza del documento, la repetición frecuente y la forma
de expresarse». La adhesión requerida a tal magisterio es «el asentimiento religioso» (el
«obsequium religiosum» de LG 25)9. Todos los fieles, y los presbíteros con ellos, al
adherirse al magisterio infalible, gozan de la infalibilidad en el creer (cf. LG 12). Esta
infalibilidad «in credendo» va unida a la «communio fidelium» subrayada con fuerza en
DV 10.
Es obvio, pues, que la Dei Verbum usa la palabra tradición en dos sentidos: por un
lado, para describir aquello que no está escrito en la Escritura y tiene origen apostólico, y,
por otro lado, expresa todo el proceso de transmisión viviente de la Revelación a través
de los tiempos. Es en este último sentido en el que podemos calificar la Iglesia como
tradición con el adjetivo viviente, bien apreciado por la escuela católica de Tubinga (J. M.
Sailer, J. S. Drey, J. A. Möhler). Este último autorescribe con fuerza: «La tradición es la
expresión del Espíritu Santo animando la comunidad de los fieles, que atraviesa los
siglos, que vive en cada momento y que así mismo se ha corporalizado... Esta fuerza
33
vital, espiritual, que heredamos de nuestros padres y que se perpetúa en la Iglesia, es la
tradición viviente»10.
6. LA IGLESIA COMO SOCIEDAD
Varias veces se recuerda la descripción de la Iglesia como, especialmente en LG 8,
«estructura visible y social» (cf. LG 14), «grupo visible», «sociedad dotada de
organismos jerárquicos» (cf. LG 14, 20, 23), «Iglesia terrena», «establecida y
estructurada en este mundo como una sociedad». Se trata de la expresión que a partir de
san Roberto Belarmino (1542-1621) servirá como más propia para definir contra los
reformadores que se da una sola Iglesia y no dos, y que esta es «una única sociedad
visible de creyentes unidos por una misma fe, unos mismos sacramentos y por la
sumisión a una misma jerarquía» (De Eccle., III, 2).
El Vaticano II liga toda esta concepción a la visión de Cuerpo Místico, tal como
puede verse por las notas que ilustran LG 8, así como a la de sacramento. Por otro lado,
en LG 14b, cuando se recuerda el triple vínculo necesario para estar incorporado
«plenamente a la sociedad de la Iglesia» en la línea de Belarmino, se añade que no basta
esta incorporación a la Iglesia «con el cuerpo», sino también «con el corazón». Esta
preciosa indicación, basada en san Agustín, ya indica el carácter analógico de la misma
expresión «sociedad» y a su vez pone en cuestión una apologética eclesial basada en una
pura visión externa y societaria.
Nótese además la importancia del concepto «sociedad» para la fundamentación
teológica del derecho eclesial, tarea también importante para la eclesiología dado que la
Iglesia como «sacramento visible de la unidad salvadora, habiéndose de extender a todo
el mundo, entra en la historia de los hombres» (LG 9).
De ahí la importancia de tener presente la «historicidad» de la Iglesia –¡la institución
universal más antigua del mundo!– que la configura hoy y aquí, y que repercute
visiblemente en las formas concretas con las que se ejercen diversas funciones en ella.
Por esto, la eclesiología, para poder asumir la «realidad» de la Iglesia sociedad hoy,
deberá prestar atención a la eclesiología jurídico-práctica presente en el Código de
derecho canónico de 198311, y en el Código de los cánones de las Iglesias orientales de
1990. También la constitución apostólica Pastor Bonus sobre la Curia Romana de 1988,
dado el importante carácter vicario de esta institución respecto del ejercicio primacial del
papa (n. 8; EV 11, 810)12. Esta referencia jurídica y realista a la Iglesia en su vida como
34
sociedad hoy no debe olvidar su constante llamada a «renovarse movida por el Espíritu»
(LG 9).
7. LA IGLESIA COMO INSTITUCIÓN 13
Ligado al concepto de Iglesia sociedad aparece el más privilegiado en la sociología
moderna como es el concepto de institución. Esta se entiende como un complejo de
formas y actividades típicas de una sociedad, formas y actividades que son desarrolladas
históricamente y que tienen cierta permanencia (por ejemplo, subdivisión de funciones y
poderes en su interior, tradiciones consolidadas, ritos y símbolos permanentes, normas
morales reconocidas...). Cuanto más compleja es esta sociedad en virtud de su historia,
extensión, finalidad..., tanto mayor es el peso de tales formas y actividades que
garantizan la permanencia, el orden y la unidad de la institución. Todo este «proceso de
institucionalización» conduce a una forma «objetiva» de tal sociedad, más allá de los
individuos concretos que pertenecen a ella y que adquiere cierta independencia.
La reflexión actual sobre la institución quiere superar el riesgo de situar la Iglesia
como algo puramente privado y posibilitar que su forma institucional social proteja «la
libertad concreta» (según la famosa fundamentación del derecho de G. W. F. Hegel) de
cada individuo. En efecto, la libertad será concreta solo si se sumerge en las formas de la
realidad social que la conserven y la promuevan, y, a su vez, la mantengan y la protejan.
Esta concepción sociológica se puede aplicar a la Iglesia, aunque debe tenerse en
cuenta el sentido último y el contenido de su actividad, por razón de ser una
«institución» que, compuesta de hombres –Ecclesia ex hominibus–, tiene su origen y fin
último en Dios –Ecclesia de Trinitate–. Por eso es importante que la institución eclesial,
como forma social concreta, actualice y medie la salvación de Cristo para todos los
hombres. En definitiva, como «una complexa realitas» formada de elemento divino y
humano, y precisamente a través de ello, gracias a su estructura análoga a la encarnación
de Jesucristo (cf. LG 8), se manifieste como «sacramento universal de la salvación» (LG
48), que es su razón de ser y su sentido.
Tres son los aspectos relevantes para una justificación del valor de la institución
Iglesia. Por un lado, lo institucional aparece como un signo identificador del Espíritu. En
efecto, identificador significa aquí que el Espíritu ayuda continuamente a la Iglesia a
identificarse con el mensaje originario del Evangelio y, por tanto, a encontrar su verda​-
dera identidad de comunidad de Jesucristo. Para tal finalidad se sirve de forma prevalente
de las estructuras institucionales de la Iglesia. Convendrá aquí distinguir entre la
identificación y la pura tarea de conser​vación histórica, cuyo riesgo es evidente. La
35
Iglesia no se reduce a conservar «históricamente» la memoria de Jesús, sino que,
identificándose con ella, se encarna en cada situación concreta diversa y cambiante, fiel a
su identidad evangélica.
El segundo aspecto que justifica la institución Iglesia es su ser signo de la fuerza
integradora del Espíritu. En efecto, este aspecto de integración subraya que el Espíritu
incorpora cada creyente y las diversas Iglesias en la unidad originaria de la Iglesia
universal, y esto lo hace de forma prevalente a través de las estructuras
institucionalizadas de la Iglesia. No se trata de una integración uniformante sino
diferenciante, a partir de los diversos carismas y ministerios de cada creyente, que
posibilita un «sistema abierto» (K. Rahner) al Espíritu, última razón de la unidad de la
Iglesia a través de los múltiples dones que comunica.
El tercer y último aspecto pone de relieve que la institución es signo de la fuerza
liberadora del Espíritu. En efecto, es liberadora porque exime a los creyentes de la
necesidad de deberse procurar solos la salvación. Así, el «largo respiro» que representa
la tradición religiosa eclesial institucionalizada relativiza el presente de la fe, en cuanto
que lo inserta en la continuidad histórica de la fe y así le impide atribuirle un valor
absoluto. Además, la apertura a la fe una y universal de la Iglesia libera la fe de la
necesidad de construirse cada vez su unidad social partiendo solo de sus propias
experiencias religiosas, frecuentemente muy marcadas por el subjetivismo. Esta fuerza
liberadora de la institución, a su vez, ha de posibilitar una participación en ella de los
creyentes donde cada uno pueda corresponsabilizarse de toda ella (cf. formas sinodales
de participación: consejos, sínodos...). Así, siendo «sujeto» en ella, cada creyente
atestiguará su carisma propio en función de la misión de la Iglesia en el mundo.
Estos siete conceptos fundamentales y complementarios examinados nos aproximan
al misterio de la Iglesia afirmado en el capítulo I de la LG y ayudan a descubrir esta
«complexa realitas» que es la Iglesia, «en la que están unidos el elemento divino y el
humano. Por eso, a causa de esta analogía nada despreciable, es semejante al misterio
del Verbo encarnado. En efecto, así como la naturaleza humana asumida está al servicio
del Verbo divino como órgano vivo de salvación que le está indisolublemente unido, de la
misma manera el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo, que
le da vida para que el cuerpo crezca (cf. Ef 4,16)»(LG 8)14.
36
1 Cf. nuestro comentario teológico a este tema en R. FISICHELLA (ed.), Catecismo della Chiesa Cattolica.
Testo integrale e commento teologico, Casale Monferrato 1993, 801-804.
2 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 21984, 90-106 y la reciente monografía de M.
DUJARIER, L’Église-Fraternité, I, París 1991.
3 Cf., entre la abundante bibliografía, la síntesis de W. KASPER, «Iglesia, sacramento universal de salvación y
como communio», en Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 325-350, 376-400.
4 Cf., una vez por todas, la decisiva obra de L. HERTLING, Communio. Chiesa e Papato nell’antichità
cristiana, PUG, Roma 1961 [=Misc. Hist. Pont. VII, 9 (1943) 3-48].
5 Cf. nuestro estudio La Sinodalitat eclesial, Barcelona 1993.
6 Cf. el monográfico con Y. CONGAR, R. SCHNACKENBURG, J. DUPONT , «La Iglesia como Pueblo de Dios»,
Concilium 1 (1965) 9-33, 105-113; cf. las observaciones sobre este concepto de la CTI en su documento sobre
eclesiología del año 1985, n. 2 (EV 9, 1681-1687).
7 Cf. J. RATZINGER, Nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972, 113; así como el desarrollo de la idea en G.
ROSSÉ, Voi siete Corpo di Cristo, Roma 1986.
8 Cf. Y. CONGAR, La tradición y las tradiciones, I-II, San Sebastián 1966, y nuestros «Escritura, Tradición y
Magisterio en la DV o hacia el principio católico de Tradición», Actas del VI Simposio de Teología Histórica,
Valencia 1991, 111-145, e «Introducción a la DV», Concilio ecuménico Vaticano II, Madrid 1993, 172-177.
9 Cf. F. A. SULLIVAN, Magisterium. Teaching authority in the Catholic Church, Dublín 1983; «Magisterio»,
en DTF, 841-849.
10 Die Einheit in der Kirche, Maguncia 1925, § 16, 3; no sin razón S. DIANICH, Ecclesiologia, Cisinello
Balsamo 1993, ve la idea de «tradición» como mediación entre la eclesiología y la ciencia histórica (45s).
11 Cf. E. CORECCO, «Teología del Derecho Canónico», en NDT, 1828-1870.
12 Cf. S. BAGGIO, «La constitución apostólica Pastor Bonus presenta la Curia y hace que se comprenda
dentro del ámbito del ministerio petrino, leído a su vez desde el punto de vista de la eclesiología de comunión»,
Osservatore Romano, 12.7.1988, p. 1.
13 Cf. «facile princeps» de este tema en M. KEHL, Kirche als Institution, Francfort 21978; «Kirche als
Institution», Handbuch der Fundamentaltheologie, III, Friburgo 1986, 176-197; La Iglesia, Salamanca 1995; cf.
P. BERGER-T. LUCKMANN, La construcción social de la realidad, Madrid 1986, 83s, donde plantea la institución
como «estructura de plausibilidad».
14 Cf. la eclesiología comparativa del clásico A. DULLES, Modelos de Iglesia, Santander 1973, con cinco
modelos: institución, comunión, sacramento, heraldo y servidora. En una nueva edición (Models of the Church,
expanded edition, Nueva York 1987, 204-226) ha añadido el modelo de la comunidad de discípulos.
37
III
De Jesús a la Iglesia
La radicación de la Iglesia en Jesús es el dato básico para su comprensión como
«sacramento universal de la salvación». Por esta razón, la eclesiología debe afrontar con
lucidez la relación de Jesús con la Iglesia para captar cómo esta tiene su fundación,
origen y fundamentación en aquel del cual recibe la luz: Jesucristo (cf. LG 1). Además
esto posibilitará afrontar la Iglesia apostólica, como norma y fundamento de la Iglesia de
todos los tiempos, por razón de la definitividad de la revelación de Jesucristo que
atestigua de forma concluyente (cf. DV 4).
1. JESÚS: ORIGEN, FUNDADOR Y FUNDAMENTADOR DE LA IGLESIA 1
1. Esbozo histórico del tema
La cuestión de la formación de la Iglesia y su relación con Jesús es básica para la fe
cristiana. De hecho, ya en los escritos del Nuevo Testamento la Iglesia aparece con
trazos germinales y pluriformes, a partir de una descripción creyente de la propia
autocomprensión de ella misma. En Pentecostés se encuentra el lugar preeminente de tal
desarrollo, así como en el protagonismo de los apóstoles, particularmente el de Pedro,
como pionero de la primera comunidad cristiana, que, unido a Pablo, misionero de los
gentiles, se manifiestan como los grandes portadores del desarrollo y formación de la
Iglesia. Para ser miembros de esta primera comunidad cristiana se necesitan estas
exigencias: la conversión a la fe en Cristo, el bautismo, el don del Espíritu de
Pentecostés, la celebración eucarística, el amor operativo y comunitario (cf. Hch
2,38.42-47). En los mismos evangelios, a través de la narración sobre Jesús,
encontramos muchos elementos de la formación de la Iglesia, como continuidad de su
predicación y misión, especialmente a través de los apóstoles. De forma más relevante
aún en la literatura paulina y en el resto de los escritos del Nuevo Testamento, aparecen
elementos teológicos y organizativos ya de esta Iglesia naciente.
No será sino a partir de la etapa patrística, especialmente con san Ignacio, san Ireneo,
Orígenes, san Juan Crisóstomo y, particularmente, san Ambrosio y san Agustín, cuando
38
el tema de la formación de la Iglesia se convertirá en un planteamiento teológico de su
fundamentación, y tal enfoque es el que se mantendrá prácticamente hasta la Ilustración
y la disputa modernista de principios del siglo XX. En efecto, a partir de estos grandes
Padres la formación de la Iglesia se presenta en la imagen misteriosa del nacimiento de la
Iglesia del costado del Crucificado, tal como Eva del costado de Adán (san Ambrosio, In
Psalm., 36, 37; PL 14, 986; Epist., 76, 3s: PL 16, 1260; san Agustín, In Ioh.Tract., IX
2, 10; XV 4, 8; CXX 19, 2: PL 35, 1463, 1513, 1953...). La importancia de este
simbolismo es tal que será retomado en la Edad Media y de forma particular será citado
por el concilio ecuménico de Viena de 1312 (DS 901).
En el período siguiente, caracterizado por las luchas eclesiásticas por el poder, a la
mencionada fundamentación teológica de la Iglesia se une la de la elección y misión de
los apóstoles, especialmente de Pedro, como iniciadores de la jerarquía eclesiástica. Por
influencia del pensamiento jurídico se introduce el concepto «ius divinum», como
garante de la fidelidad histórica y fundacional de la Iglesia y sus instituciones. El concilio
de Trento tratará con atención y situará en su justo lugar este concepto. La
contrarreforma posterior acentuará fuertemente el ministerio de Pedro y el papado, como
garantía de continuidad en Jesús y la Iglesia.
Ahora bien, no es hasta la Ilustración y la controversia modernista propiamente dicha
cuando se plantea la cuestión crítica de la «singular fundación de la Iglesia por Jesús de
Nazaret». Ya el concilio Vaticano I (1870) declaró que Cristo «decidió edificar la santa
Iglesia» (DS 3050), pero fueron los documentos magisteriales en torno al modernismo
los que afrontaron más este tema, concretamente el decreto Lamentabili (DS 3452) y la
encíclica Pascendi (DS 3492), ambos del 1907, resumidos en el juramento
antimodernista de 1910, que dice así: «La Iglesia fue instituida inmediata y directamente
por Cristo mismo, verdadero e histórico, mientras vivía entre nosotros» (DS 3540).
A partir de estos textos magisteriales, los manuales de teología y eclesiología
introducen un importante apartado sobre este tema, que sirve de prolegómeno
apologético a toda la teología. Se divulgan así las expresiones «instituir», «fundar» y
«edificar» para significar la relación entre Jesús de Nazaret y la Iglesia, y se enumeran
sus principales actos: la vocación y misión de los Doce, la institución del primado de
Pedro y su sucesión, la transmisión de la triple potestad de Cristo («potestas docendi,
sanctificandi et regendi») a los apóstoles, y la institución de la eucaristía como nueva
alianza (J. B. Franzelin, A. Tanquerey, T. Zapelena, M. Schmaus, J. Salaverri...).
No será hasta el Vaticano II cuando esta temática encontrará un enfoque más
completo y articulado. En efecto, en los cuatro números de la LG 2-5 se dibuja una
visión procesual de la institución de la Iglesia, y en el último se usan por única vez las
palabras «fundación» y «fundador». En la etapa posconciliar, debe señalarse un
39
importante

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