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La Aplicación de la Ley y el Control Social

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La Aplicación de la Ley y el Control Social 
Michael Banton
 	Un principio básico para entender la organización policial y su actividad es que la policía es sólo uno de los muchos organismos de control social.
	Si bien la policía se ocupa en medida muy importante del cumplimiento de la ley, tal cosa no es el resultado de la acción policial, ni corresponde atribuírselo a la policía. Más bien la policía tiene relativamente poca importancia en el cumplimiento de la ley.
	Piénsese, por ejemplo, en algunas de las variaciones existentes en el campo de la delincuencia. En una ciudad media norteamericana de 500.000 habitantes se produjeron, en 1962, 36 casos de homicidio y de homicidio doloso, y 60 de estupro; mientras que en Edimburgo, en el mismo año, sólo hubo dos homicidios, dos homicidios culposos y ocho estupros. Las cifras de Edimburgo son inferiores no porque la policía sea más eficiente, sino porque la comunidad es más ordenada.
	El control social –como lo demostró tan bien Homans en The Human Group, en 1950- es una propiedad de estado de las relaciones sociales, y no algo impuesto desde fuera. El nivel del control, sea alto o bajo, queda establecido por los tipos de relación social que existen entre los individuos que forman la sociedad y en su eficacia para obtener que la gente acate pautas de conducta prescritas. El número de personas que obedecen al derecho y siguen esas pautas sin pensar ni siquiera una vez en la eficacia policial, constituye un notable testimonio del poder de las normas sociales y de los métodos empleados por la humanidad para educar a los niños en el respeto de las mismas: la mayor parte de las personas crecen con un acondicionamiento tal que no pueden sentirse felices si llegan a violar las normas más importantes. De ese modo, el control es mantenido mediante las gratificaciones y sanciones que han sido incorporadas a toda relación social y que se hacen evidentes en el otorgamiento o retención de la estima, en las sanciones resultantes del rumor, y en las presiones institucionales, económicas y morales que se encuentran en la base de las pautas de comportamiento. El derecho y los organismos de aplicación del mismo, por importantes que sean, resultan minúsculos si se los compara con la amplitud y complicación de estos otros modos de regular la conducta.
	Las comunidades con el nivel mayor de control social son comunidades pequeñas, homogéneas y estables –como las pequeñas sociedades tribales en regiones apartadas, o las aldeas más remotas en las naciones industriales-. En esas comunidades, el orden social es mantenido en gran medida mediante los controles informales de la opinión pública, no siendo necesario recurrir, sino en pequeña medida, a controles formales tales como la legislación y la designación de personas para que cumplan profesionalmente y todo el tiempo con las obligaciones de aplicación del derecho. La mayor parte de las sociedades tribales carecen de fuerzas policiales, de prisiones y de hospitales para enfermos mentales: son lo suficientemente pequeñas como para hacerse cargo de sus propios miembros desviados. La pequeña sociedad, dotada de una tecnología simple, puede darse el lujo de tener su propio “idiota del pueblo”, la sociedad grande y compleja ya no puede hacerlo, puesto que mucha gente no lo reconocería y podría fácilmente herirse a sí mismo o crear desorden en los asuntos ajenos. Las sociedades de aldea son por lo corriente comunidades sumamente interrelacionadas, donde todos dependen de todos. Si sólo hay una tienda, todo el mundo tiene que pasar por ella en algún momento u otro, y el tendero tiene que mantenerse en un trato razonablemente afable con todos los habitantes de la localidad. Si hay dos proveedores de vituallas, la gente quizás apoyará al que asiste a la misma iglesia que uno. Los habitantes no pueden dejar de tomar en cuenta la opinión de los vecinos porque siempre puede presentarse alguna situación en que tendrán que recurrir a su cooperación. En semejantes circunstancias, la labor del policía consiste simplemente en lubricar el mecanismo social, y no en ejercer una motivación coactiva para lograr la aplicación del derecho.
	El orden de la pequeña sociedad homogénea no es simplemente cuestión derivada de la organización económica y social; como en cualquier otro tipo de sociedad está investido también de cualidades morales. En sociedad de aldea, los ricos tienen una obligación mayor que con sus ciudadanos en lo que hace a sus responsabilidades frente a los desventurados; la gente de la aldea está interesada en los asuntos ajenos, durante el trabajo y el ocio, mientras que en las zonas urbanas, los contactos sociales y el sentimiento de copertenencia mutua son más limitados. En sociedades homogéneas, las niñas y los niños crecen ajustados al orden social, aceptando el lugar que se les da en él y creyendo en que la distribución de las gratificaciones es razonablemente justa. La gente que vive junta de ese modo está de acuerdo con respecto a lo que consideran bueno o malo, de suerte que puede afirmarse que una sociedad altamente integrada se caracteriza por un nivel muy alto de consenso, o de acuerdo sobre los valores fundamentales. Estos juicios morales invaden toda la vida social y no son puestos entre paréntesis cuando se trata de relaciones comerciales. El policía logra la cooperación del público y goza de la estima pública, porque da cumplimiento a las pautas que la comunidad acepta. Ello da a su rol una considerable autoridad moral y lo coloca socialmente por encima de la multitud, como sucede también con el rol de sacerdote de una religión.
	La vida en una sociedad pequeña muy integrada tiene muchos atractivos, pero la mayoría de la gente encuentra más atrayente aún las gratificaciones del progreso económico. Ambos conjuntos de valores no son fáciles de conciliar. En el tipo tradicional de sociedad, las diversas instituciones sociales están tan estrechamente relacionadas que todo cambio en una de ellas afecta a todas las demás, siendo difícil introducir cambios. En una sociedad en desarrollo económico, en cambio la gente y los recursos deben entrar en movilidad. Los individuos deben buscar su propio beneficio privado y luchar contra los controles comunitarios que frenan el cambio. Algunas personas reciben grandes gratificaciones, mayores que sus méritos morales; otros, que son apenas menos meritorios, son mucho menos afortunados. En una economía en desarrollo, las gratificaciones son distribuidas conforme con criterios económicos: el hombre de negocios de éxito es honrado porque ha tenido éxito, el dinero mismo llega a tener un valor moral. En muchos puntos, los valores económicos chocan con los valores de la comunidad y frecuentemente los quebrantan. Por ejemplo, un hombre puede haber cumplido una carrera ejemplar durante los primeros 45 o 50 años de su vida, logrando una posición honorable, aunque no especialmente distinguida, en la comunidad; repentinamente algún descubrimiento tecnológico perturba a la industria en que trabaja. Sus habilidades pierden actualidad; la fábrica debe ser reorganizada y tiene que comenzar de nuevo. Puede que tenga que aceptar un trabajo peor pagado, o trabajar bajo personas que antes eran sus inferiores, lo que inevitablemente perjudica su posición en la comunidad. En numerosos sectores de la sociedad industrial, la gente pareciera tomar sus criterios para establecer las jerarquías comunitarias del orden económico y de la jerarquía profesional. De una manera u otra, la industria impone a la comunidad permanentemente sus propios criterios de gratificación económica. 
	Otro ejemplo que demuestra lo mismo de otra forma puede sacarse del efecto que tuvo la introducción del automóvil en la estructura social de los Estados sureños de los Estados Unidos. Se trataba de comunidades en las cuales se esperaba que los negros cedieran el paso a los blancos, confiriéndoles un derecho de precedencia. Cuando los negros comenzaron a adquirir automóviles se planteó la cuestión de si la precedencia debía ser determinadapor las normas del tráfico carretero, o por la costumbre local. Durante un tiempo la respuesta estuvo dada por la velocidad del vehículo: por debajo de 25 millas por hora, el conductor blanco, especialmente si era mujer, esperaba que el conductor negro le cediera el paso; por encima de esa velocidad nadie se arriesgaba (Myrdal, 1944: 1.368). Hoy ha desaparecido casi todo eso. Las reglas del tráfico no pueden fundarse en criterios particulares derivados del color de la piel: tienen que ser idénticas para todos los conductores, puesto que de otra manera, la confusión seria interminable. De ese modo una cierta evolución técnica impone su propia lógica y altera los valores de la comunidad, valores tales como el respeto hacia las personas mayores, hacia las mujeres y, en ciertos casos, hacia personas de clase o raza socialmente superiores.
	Ningún cambio social es gratis y uno de los costos principales derivados de la labor de hacer mas flexible a la estructura social es una declinación en la integración social. Un indicador de ello es la tasa de criminalidad. En 1962 el número de delitos conocidos por la policía de Inglaterra y Gales ascendió en un 11% con respecto al año anterior, y en Escocia, en un 8%. Entre 1938 y 1960 la incidencia porcentual de los delitos de hurto, robo con efracción, malversación, estafa y falsedad, delitos sexuales, lesiones y otras infracciones menores aumentó en 225%, en los Estados Unidos la tasa de criminalidad superó en 1962 en un 5% a la del año anterior, siendo 19% superior a la de 1958, luego de efectuados los ajustes necesarios para tener en cuenta el aumento de la población. 
	Al hacerse más grave el problema de mantener el orden, las sociedades adoptan crecientemente controles formales, resumidos por un antropólogo en “tribunales, códigos, comisarios y una autoridad central”. En tiempos pasados, el comisario del barrio era simplemente un ciudadano que cumplía una obligación. Se esperaba que todos los hombres capaces prestaran servicios por turnos, eligiéndoselos para ese cargo anualmente, sin recibir remuneración. En el siglo XVIII, el sistema había desaparecido completamente en Londres y luego de graves desórdenes, se creó un sistema de orden permanente en 1829. Pero la autoridad que la nueva policía ejercía consistía aún en la ejercida por el comisario comunal. Conforme al derecho inglés, aun hoy en día todo ciudadano está técnicamente obligado a detener a cualquier persona que cometa una contravención en su presencia; se trata de un deber cívico y puede ser sancionado si no lo cumple, aunque debe admitirse que no hay memoria de que nadie haya sido procesado por incumplimiento en épocas recientes. Según el derecho inglés y escocés, todo ciudadano debe acudir en ayuda del comisario, si se lo requieren. El policía cuenta con ciertas facultades otorgadas por el common law y admitidas por las autoridades judiciales; posteriormente le han sido conferidas otras por directivas expresas de leyes dictadas por el Parlamento, pero el núcleo de su autoridad proviene de sus responsabilidades como ciudadano y de su carácter de representante de los ciudadanos. Las sentencias judiciales de tribunales ingleses y escoceses ponen en claro que el comisario de policía no es un empleado de las autoridades locales: ejerce sus facultades y cumple sus deberes como titular independientemente de una función pública. Si detiene o arresta equivocadamente a alguien, es personalmente responsable de sus actos, si la parte perjudicada inicia juicio civil en su contra. Ni seria del todo acertado, ver en el comisario de policía un servidor de la Corona: carece de las inmunidades de éstos y no puede defenderse invocando las órdenes recibidas de un superior, como puede hacerlo, a veces, el soldado. En este sentido, el comisario de policía es un ciudadano profesional: se le paga para cumplir obligaciones que corresponden a todos los ciudadanos, y sus obligaciones son con respecto de la comunidad como un todo.
	Al comparar la sociedad de aldea con la gran nación industrial es difícil no llevarse una presión falsa. Inclusive en la sociedad estable en pequeña escala, el consenso nunca es perfecto: sólo es relativamente elevado. Un error aún mayor sería suponer que el consenso falta en las condiciones urbanas de vida. Es verdad que en muchas situaciones urbanas, los controles morales son débiles y la organización formal tiene que imponer penas estrictas, pero hay muchos asuntos –tales como la idea de una obligación hacia los parientes, los compañeros de trabajo y los vecinos- en que la moralidad popular es aún muy fuerte. En muchos barrios residenciales urbanos existe un sentido comunitario muy real, aun cuando los controles sociales informales son menos amplios que en una aldea. Los policías, teniendo noción subconsciente de su dependencia de estos otros mecanismos de control, prefieren trabajar como funcionarios de paz, viendo sus roles en esos términos. En Gran Bretaña existe una corriente de oposición a la especialización del trabajo policial, y al empleo de asistentes civiles, oposición que no es fácilmente explicable, pero que se apoya en este ideal del policía como un funcionario de paz.

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