Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Destinado al Éxito Los secretos para alcanzar tus sueños. DANTE GEBEL Contenido Cover Title Page Reconocimientos Capítulo 01: Leones y gacelas Capítulo 02: Sueño de libertad Capítulo 03: Los invisibles Capítulo 04: Esa llama sagrada Capítulo 05: Comiendo con las manos sucias Capítulo 06: Una nueva oportunidad Capítulo 07: Hombres de riesgo Capítulo 08: Línea sanguínea Capítulo 09: Un toque distintivo Capítulo 10: Enamorados del glamour Capítulo 11: La vieja excusa de “la voluntad de Dios” Capítulo 12: El valor de tu tiempo Capítulo 13: El costo de tu sueño Capítulo 14: Una vida digna About the Author Acerca del autor Copyright About the Publisher Share Your Thoughts Reconocimientos Un especial agradecimiento a Sergio y Sofía Daldi por habernos ayudado de forma desinteresada en esta nueva etapa de nuestras vidas, tenemos una deuda eterna y nunca lo olvidaremos. A Ricardo Loguzzo y esa hermosa familia que nos abrió los brazos como si fuésemos parte de ella. María Rosa, eres un regalo para nosotros, gracias por estar allí cuando Jason arribaba a este mundo. A Darío Silva Silva y toda la iglesia “Casa sobre la Roca” de Miami, por haber sido los primeros anfitriones luego de nuestra llegada a los Estados Unidos. Gracias por compartir su tiempo y su amor, sé que el Señor les está retribuyendo en grande. ¡Danella Nagen, valoramos mucho tu tiempo y dedicación, nos sorprendiste, eres el ángel que Dios envió en el tiempo justo! Gustavo y Malú Barrero, fue un placer servir a vuestro lado en esas maravillosas jornadas del show. Edwin Lemuel y Mauricio Quintana, nunca olvidaré ese año tan especial, en el que me permitieron trabajar con tanta libertad. Fue un honor el haberlos conocido. Peter Lancheros, eres un contacto de oro, un siervo de Dios y un hombre muy inteligente. Lo mejor lo tienes por delante. Claudio y Betty Freidzon, gracias por seguir siendo nuestros pastores y confidentes durante todos estos años. No lo habríamos logrado sin su ayuda. Ya Editorial Vida y todo ese maravilloso equipo. Es increíble que aún sigan confiando en este servidor. Espero que juntos podamos seguir cosechando éxitos. Capítulo 01 Leones y gacelas —¿Si mañana tuvieras que bajar al sepulcro, qué crees que escribirían en tu lápida? La pregunta me cayó como un balde de agua fría, casi literalmente. Uno no espera contestar algo así, y mucho menos por teléfono. —Si logras darme una respuesta —me dijo mi amigo— te diré lo que ocurrirá con tu futuro, por lo menos en los próximos treinta años. —Nunca consideré pensar en lo que alguien escribiría en mi tumba —contesté. —Pues deberías. No sabes si mañana te tocará adelantarte en el camino a la eternidad. Y deberías saber qué dirán acerca de tu paso por la vida. Convengamos en que uno no suele pensar en la muerte con regularidad, a menos que tenga una enfermedad mortal o el avión se esté moviendo demasiado. Además, cuando mi amigo me hizo aquella pregunta, yo apenas tenía veinticuatro años … la edad en la que cualquier mortal cree que será eterno. —Únicamente si me das una idea de lo que alguien podría escribir en tu epitafio podré decirte lo que creo que Dios me dijo acerca de tu futuro. La oferta era tentadora. Solo tenía que pensar unas pocas palabras y este hombre me diría lo que cualquier ser humano querría saber. —Bueno —dije pensando en voz alta— no se me ocurre nada ahora mismo … (sé lo que escribiría en la tumba de mi suegra, por ejemplo, pero nunca había pensado en la mía). —No tienes que responderme en este preciso momento, puedes tomarte el tiempo que desees. Aunque si me permites un consejo, visita un cementerio. Es un buen sitio para comenzar. —¿Por qué debería visitar uno? —Por lo general vamos al cementerio cuando despedimos a alguien y no solemos prestarle demasiada atención al entorno. Cuando muere algún ser querido, sientes demasiado dolor como para leer epitafios de personas desconocidas. Sin embargo, podrás tener una idea si visitas un cementerio. a modo de turismo. La idea era macabra, pero confieso que me llamaba poderosamente la atención. Cuando uno se encuentra en la seria disyuntiva de resumir su paso por la vida en unas pocas líneas, debe preguntarse varias cosas trascendentales. Lo que fuera que llegaran a escribir en mi lápida debía contener de forma breve algo que mi entorno no pudiera ignorar al recordarme. Siempre me han llamado la atención los funerales estadounidenses, sencillamente porque son distintos a los de los hispanos. Mientras que nosotros nos dedicamos a la morbosa tarea de observar un cadáver y hacer comentarios patéticos como: «Se le ve bastante bien, parece que está dormido», la mayoría de los estadounidenses, en cambio, cierran el ataúd y hacen una bella ceremonia en honor al que ha partido. Colocan una inmensa fotografía de la persona, entretanto sus familiares y allegados más íntimos dicen algunas palabras acerca de cómo fueron inspirados o afectados por ese ser que acaba de cruzar el umbral de la eternidad. Alguien menciona su canción favorita, aquello que le gustaba comer, o los sitios que le gustaba visitar en las vacaciones. Otros cuentan alguna anécdota que hacer reír al público entre lágrimas. Sus hijos recuerdan su frase preferida. Y alguien más invita a los congregados a cantar aquella vieja canción. Luego, todos aplauden, mostrando su agradecimiento a la persona fallecida por el legado trascendente que les dejó a las generaciones que vienen detrás. Como si un gran telón se cerrara luego de una exitosa función. Con un sabor amargo de algo bueno que se termina, pero con la alegría de haber sido espectadores de una vida digna, bien vivida. Así que, en aquella ocasión, pensé que debía comenzar a hacer algo que el mundo no pudiera ignorar. Tenía que contribuir en algo a la raza humana. Debía dejar algún legado a la siguiente generación, de modo que alguien pudiera decir que yo estuve aquí. Y tenía que tratar de resumirlo en unas pocas líneas. Por lo tanto, fui al cementerio y presté atención. Jamás me había detenido a mirar las lápidas, pero allí estaban, inertes e impávidas. No obstante, si uno intentaba mirar más allá de las palabras, podía imaginarse algunas vidas retratadas en aquellos epitafios tatuados en la fría piedra. «Mamá, aunque te echamos de menos, jamás olvidaremos tus consejos. Gracias por prepararnos para el mundo, aunque no lo pudiste ver. Tus lecciones hoy conforman nuestro mapa de vida». «Siempre habrá un lugar para ti en nuestra mesa familiar, pero sobre todo nadie podrá reemplazarte en nuestros corazones, te extrañamos, papá, nos has dejado el legado de la integridad». «Dios nos dio el regalo de tu presencia durante apenas siete años, pero fueron más que suficientes para que dejaras una huella en nuestras vidas que jamás podremos borrar, nos vemos pronto, hijo». Allí estaban. Dos o tres líneas tratando de contar toda una vida. Biografías no autorizadas que reflejaban las huellas en la arena de una historia familiar. Recuerdos que siguen viviendo aunque aquellos que los provocaron ya se hayan ido. Y algunos hasta consideraron que el mejor resumen era una propia frase de la persona que partió. «Vale la pena desgastarse por Dios», rezaba la lápida de un conocido misionero que ofrendó su vida en el servicio a los demás, y según me enteré más tarde, estas fueron las últimas palabras que pronunció mientras partía rodeado de sus seres queridos, luego de una vida repleta de días bien invertidos. Por cierto, mi amigo volvió a llamarme a los pocos días. —Dante, ¿ya sabes lo que deseas que escriban en tu tumba? — preguntó otra vez. —Creo que sí, pero temo que suene muy exagerado … o demasiado presumido. —No esperaba otra cosa de un argentino —bromeó—, pero no importa cómo suene, si es lo que deseas, funcionará para ti —agregó de inmediato. —Bien. Si mañana me tocara bajar al sepulcro, creo que me gustaría que escribieran algo como: «Dante Gebel, un hombre que inspiró a varias generaciones». Se hizo un silencio que pareció interminable del otro lado de la línea.—Bien, ahora te diré lo que ocurrirá con tu vida en los próximos treinta años: con esa frase acabas de determinar tu futuro, y si es lo que en realidad aspiras a hacer, te será concedido por el resto de tu vida. A partir de ahora no podrás permitirte el lujo de vivir en una zona gris. Tu visión y tu propósito en la vida será inspirar a otros, así que deberás poner toda tu energía en eso. Será en lo primero que pienses cada mañana y en lo último que medites cada noche antes de dormirte. Inspirar a varias generaciones será tu estandarte en la vida, tu código de honor, tu baluarte en la batalla diaria. Se lo transmitirás a tus hijos y tus nietos, será tu herencia, tu más preciado legado. Cada noche, te preguntarás si has hecho algo por inspirar a alguien, y cada mañana volverás a comenzar. El tiempo correrá para ti como en una cuenta regresiva, cada año que cumplas a partir de ahora, no será un año más de vida, sino uno menos que te resta para cumplir tu destino. Lo intentarás con cada átomo de tu cuerpo, con la fibra más íntima de tu ser. Invertirás todas tus fuerzas y toda tu vida en lograrlo. Cuando colgué el teléfono, sentí por primera vez la sensación que produce tener un destino, un norte claro y específico hacia donde apuntar. Y también la urgencia del tiempo que avanza sin piedad, sin tregua para los rezagados. Alguien mencionó una vez que la mayoría de la gente no tiene éxito porque no sabe en qué quiere tenerlo. Estas son las personas que se mantienen a flote, pero no tienen claro hacia dónde navegar, no tienen un sentido de destino, como consecuencia, cualquier camino les viene bien, y lo que es peor, nunca saben cuándo llegaron al puerto anhelado, ya que desconocen cuál es. Es imposible tener éxito y ser efectivo en la vida si uno desconoce el propósito por el que ha arribado al planeta. Una vez oí al Doctor Harold Caballeros decir que hay por lo menos tres fechas importantes en la vida de un ser humano: Cuando nace, Cuando nace de nuevo (el día que conoce a nuestro Señor), Y cuando averigua para qué nació. Por providencia divina aquel llamado telefónico me ayudó a descubrir parte de mi propósito cuando tenía poco más de veinte años. Tu visión y tu propósito en la vida será inspirar a otros, así que deberás poner toda tu energía en eso. Será en lo primero que pienses cada mañana y en lo último que medites cada noche antes de dormirte … cada año que cumplas a partir de ahora, no será un año más de vida, sino uno menos que te resta para cumplir tu destino. Soy consciente de que se han escrito miles de libros acerca de cómo tener éxito o alcanzar tus sueños, o acerca de los pasos determinados para ser feliz. Yo solo intentaré contarte cómo logré descubrir mi destino. Mi visión, mi sueño y mi principal motor es inspirar a varias generaciones desde un estadio, un teatro, una iglesia, por medio del cine, la televisión, un libro, un disco o el formato que se vaya a inventar en los próximos años. Vivo la mayor parte del año encima de un avión, perdiéndome aniversarios, graduaciones, cumpleaños y otras fechas que no podré hacer regresar en el tiempo. En varias ocasiones pospongo el estar con mis amados hijos o mi bella esposa solo a fin de tratar de cumplir con aquello para lo cual vine a este mundo. Nadie jamás me dijo que sería fácil. Tampoco puedo prometer que lo será para ti. Sin embargo, no hay una sola noche desde hace casi veinte años que no me acueste preguntándole a Dios si lo estoy logrando, si estoy intentándolo aunque sea torpemente, ganándome de ese modo el derecho a vivir. Los cristianos hemos levantado el estandarte de la gracia fuera de su verdadero contexto y patentado la frase de que «nadie es salvo por obras» para no tener que involucrarnos. Así podemos pasarnos la vida esperando que algo grandioso suceda sin molestarnos en provocarlo. Sin tener que amar, sin que sea necesario esforzarnos, pues al fin y al cabo, «todo es por gracia». No hay más nada que podamos agregar a lo que ya Cristo hizo en la cruz, y aunque esa es una verdad inamovible, no nos exime de descubrir para qué nacimos o cuál epitafio colocarían en nuestra tumba cuando llegue la hora de nuestra despedida de entre los mortales. El apóstol Pablo tenía en claro cuáles eran las últimas palabras que resumían su paso por la vida: “El tiempo de mi partida ha llegado. He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe” (2 Timoteo 4:6-7). Nuestro propósito y nuestra visión deben seguir viviendo aun cuando ya nos hayamos ido. Conozco personas tan pobres que lo único que tienen es dinero. Carecen de un propósito, no tienen la más remota idea de por qué nacieron. En mi caso, sé que nací para inspirar sueños, para incentivar la visión de alguien más. Me siento un hombre millonario en lo que se refiere a sueños, proyectos y visiones. He nacido, entre otras cosas, para lograr que personas como tú llenen su vida de ideales nobles, como por ejemplo espero que ocurra una vez que termines de leer este libro, en el que prometo abrirte mi corazón. Una vez oí un proverbio africano muy interesante que no he podido olvidar. «Todas las mañanas en África, una gacela amanece sabiendo que si no empieza a correr, será presa de un león y perderá su vida. Y todas las mañanas en el mismo continente africano también amanece un león que sabe que si no empieza a correr, no logrará comerse a una gacela y morirá de hambre. Así que ya sea que te haya tocado en la vida ser león o gacela, que la mañana te sorprenda corriendo». Tenemos el deber de descubrir el propósito por el cual Dios quiso que naciéramos y correr hacia nuestro destino mientras estemos vivos y tengamos fuerzas, lo cual no es poco para comenzar. De eso se trata el gran juego de la vida. Capítulo 02 Sueño de libertad Cierta vez estaba ofreciendo una conferencia en Londres a mediados de diciembre y le hice una pregunta al público que los dejó sin palabras: —¿Cuántos de ustedes sienten que al finalizar este mes estarán un año más cerca de su destino? La mayoría me miraba como si estuvieran sumidos en un coma cerebral. —Lo preguntaré otra vez: ¿Sienten que con el nuevo año se acercan más al propósito de sus vidas? Obviamente no hubo respuestas, ni siquiera alguien que asintiera con su cabeza. La mayoría solo existía sin más ni más. Las vacas existen. Los sapos existen. Sin embargo, nosotros podemos elegir entre vivir o existir. La mayoría de las personas que no tienen un destino solo corren en un simulador. Es como si pedalearan en la bicicleta fija de un gimnasio. Sudan, se fatigan, bajan libras, pero nunca llegan a ninguna parte, jamás se mueven de su sitio. En diciembre estarán en el mismo lugar donde los encontró enero. Conozco individuos que nunca han hecho un balance de los logros que estaban teniendo con respecto al año anterior. No saben en qué enfocar su energía, ya que simplemente están ocupados en sobrevivir, y como consecuencia se resignan a vivir una vida gris, sin pasión, tratando de mantenerse a flote. No sienten que este nuevo año sean más íntegros que el año que se fue. No saben si son mejores personas que el mes pasado. Si son más espirituales o están más cerca de la meta que hace dos días atrás. Un querido autor amigo suele mencionar que hay tres tipos de personalidades básicas con respecto a la óptica acerca de la vida: Los que no saben que algo sucede. Los que preguntan qué sucedió. Los que hacen que las cosas sucedan. Estos últimos son los que provocan a la vida, los que no se resignan a vivir como seres pasivos, los que cada mañana se levantan como invasores. De modo lamentable, las estadísticas informan que el cincuenta por ciento de los trabajadores se siente saturado debido a las muchas horas que debe trabajar sin ver resultados. El ochenta y ocho por ciento no logra combinar su trabajo con su vida personal. Más del setenta por ciento no está feliz con el oficio que le da de comer. Y la mayoría de los cristianos sueñan con que serán plenamente felices el día que dediquen su vida a tiempocompleto para Dios, mientras tanto, solo existen. Todo radica en la falta de propósito, en la carencia de un destino claro. De forma periódica, me encuentro con personas que me piden que eleve una oración por ellas. —¿Para qué quieres que haga una oración por ti? —les pregunto. —Para que Dios me bendiga —me responden un tanto molestos por mi cuestionamiento. —¿Para que te bendiga en qué? —En todo. para que me guíe en el camino. —¿En qué camino deseas que te guíe? Ahí es justo cuando me miran como si yo tuviese un problema. No tienen idea de hacia dónde van, de en qué camino necesitan que Dios los guíe, por eso mis preguntas los incomodan y los sacan de quicio. Solo quieren una palabra mágica e instantánea que los saque del letargo, no quieren detenerse a pensar hacia dónde están yendo. Hace unos años apareció en Miami, Florida, un predicador singular que se suele autonombrar como «la reencarnación del anticristo», el cual ha logrado no solo que cientos de personas lo sigan, sino que hasta se tatúen el «666» en los brazos u otra parte de cuerpo en honor a su «líder». Siempre me pregunté: ¿Qué hace que la gente siga a un personaje así? Y la respuesta es tan obvia que casi se nos pasa por alto: El hombre sabe a dónde se dirige. Es consecuente, siempre habla lo mismo y le transmite seguridad a sus seguidores. No depende de sus estados de ánimo o sus hormonas, sabe a dónde quiere llevar a los que lo siguen … y no hay nada más atractivo que alguien que sabe hacia dónde va. Puede ir al cielo o al infierno si sabe la dirección, pero es seguro que llegará allí. No obstante, conozco a otro hombre piadoso e íntegro, que luego de tener una iglesia creciente, ahora solo cuenta con una veintena de personas en su congregación. La razón de esto, según me han contado amigos en común, es que no es consecuente con su visión, cada semana parece disociarse debido a una “revelación” nueva, así que la gente termina por cansarse de un líder que no tiene un destino definido y claro. En mi adolescencia, trabajé por dos años en la carpintería con mi padre. Cargué tablones, ayudé a fabricar muebles de estilo, aspiré aserrín en cantidades industriales, y me rebané parte de dos dedos de la mano derecha con una sierra eléctrica. Durante ese tiempo, le pregunté a mi padre si le gustaba su oficio. «¿Quién trabaja en lo que le gusta?», me dijo. Fin del diálogo. Él siempre fue un hombre de pocas palabras, trabajador, de esos que llegan a la fábrica media hora antes de las seis de la mañana y solo se detienen para tomar un té caliente al mediodía. Cuando había que mantener a una familia, no quedaba mucho tiempo para cuestionar ciertas dudas existenciales. Sin embargo, no tengo recuerdos de ver a mi padre feliz por lo que hacía para ganarse la vida. Él solo soñaba con el retiro. La jubilación era su puerto deseado. Siempre me pregunté qué habría sucedido si en realidad hubiera podido vivir de aquello que en su interior lo apasionaba. A través de estos años he conocido a muchas personas que se deprimen los domingos por la tarde, solo porque piensan que el lunes deberán dedicarse de nuevo a una rutina que detestan. El mismo jefe. Las mismas odiosas materias. Los mismos compañeros. El mismo escritorio. El mismo problema que dejaste el viernes, solo para retomarlo el lunes temprano. Recuerdo que mi paranoia recurrente era vivir con un grillete amurado a la esclavitud de no saber para qué comenzaba una nueva semana. Fue entonces cuando decidí comprar mi libertad. Dejar de ser un empleado para transformarme en socio de la vida. Siempre me ha gustado dibujar, así que empecé a enviar mis dibujos a varias editoriales. Algunas, muy amables, me contestaron que por el momento era imposible, mientras que otras me ignoraron por completo. Por último, una flamante revista que acababa de salir me concedió una entrevista. Presenté mis bocetos y me contrataron por unos treinta dólares mensuales. Era el primer salario que ganaba como fruto de mi propio don, por aquello que sí me gustaba hacer y estaba lejos del aserrín de la carpintería. —Tienes talento, muchacho —me dijo un hombre regordete cuyo nombre era Juan Manuel, el director de una revista llamada Desafío —. Por ahora solo podré pagarte un salario simbólico, pero publicarás tu trabajo en mi revista. Y tengo la corazonada de que llegarás muy lejos. Hoy soy un hombre libre en el amplio sentido de la palabra. Vivo de lo que me gusta hacer, me pagan muy bien por ello, y dispongo de tiempo para invertirlo en el reino de Dios. Disfruto al llegar cansado a la cama como resultado de hacer lo que nací para hacer. Aquello para lo que fui creado. Y aunque en efecto el dinero era poco, tenía otro sabor, pues me lo había ganado en buena ley, dibujando, creando sobre un papel en blanco. Este era el pago por una tira cómica titulada «El mosquito Mel», que por cierto hace reír hoy a mis hijos cuando ven mi primer personaje de ficción. A partir de ahí trabajé para varias publicaciones más, aprendiendo poco a poco el oficio de diseño gráfico y hasta dando mis primeros pasos con algunas notas periodísticas. Por aquel entonces tenía dieciséis años, y fue cuando por primera vez tuve conciencia de que quería comprar mi libertad. Me dije que si lograba capitalizar mi talento, ya no tendría que trabajar para otros o aceptar que alguien decidiera cuánto valía una hora de mi tiempo. «Algún día voy a comprar mi libertad», me repetía mí mismo mientras subía al tren que me llevaba hasta la capital de Buenos Aires. No quería enterrar mi sueño ni vivir esperando el retiro. Mi mayor temor era trabajar por el resto de mi vida en algo que no me gustaba, con un salario ínfimo y soñando con lo que pudo haber sido y no fue. Así que en silencio seguí aprendiendo un poco de todo. Redacté mis primeras notas, aprendí a hacer copetes, volantas, a titular, a colocar epígrafes. Diseñaba a la vieja usanza (con las galeras de texto que venían desde la imprenta) y me quedaba tiempo para dibujar, que era por lo único que en definitiva me pagaban. Con el correr del tiempo, descubrí que si había logrado que me pagaran algo por lo que sabía hacer, algún día quizás podría independizarme y tener más tiempo para servir a Dios, sin presiones económicas o de horarios. En pocos meses, diseñaba casi la mayoría de las publicaciones cristianas y escribía para casi todas, además de seguir dibujando. De modo paralelo a esto, nuestro ministerio con la juventud crecía desde la radio y los primeros estadios, una historia ya conocida. Me costó casi dos décadas comprar mi propia libertad. Tener el tiempo y los recursos para administrarlos de la forma que Dios me dijera. Así que siempre les digo a las personas que todos pueden hacerlo. Si no es ahora, será dentro de un tiempo, pero todos tienen la misma posibilidad. «La dádiva del hombre le ensancha el camino y le lleva delante de los grandes», dice Proverbios 18:16 (RVR-60). Esto se refiere a aquello que crees que te apasiona, a lo que hace latir tu corazón. Si te desarrollas en lo que crees que eres bueno, te pagarán por eso y se te abrirán las puertas. Lo que sabes hacer puede permitirte comer del fruto de tus propias manos. «El que descubre su don, nunca más vuelve a trabajar», me dijo una vez un amigo de Los Ángeles. Esto significa que aquello que hagas para ganarte la vida ya no lo considerarás como un trabajo o una carga, sino como un escalón más hacia tu visión, tu destino en la vida. No importa si ahora mismo estás friendo papas en un negocio de comidas rápidas, si posees un norte, una meta, sabes que no morirás haciendo eso. Y es ahí cuando tu lunes ya no te resulta una jornada cuesta arriba, porque sabes que solo estás ahí de paso. Se trata solo de un peldaño hacia tu destino final. Hoy soy un hombre libre en el amplio sentido de la palabra. Vivo de lo que me gusta hacer, me pagan muy bien por ello, y dispongo de tiempo para invertirlo en el reino de Dios. Disfruto al llegar cansado a la cama como resultado de hacer lo que nací para hacer. Aquello para lo que fuicreado. Sin embargo, hay veces que el trajín de la vida cotidiana hace que me olvide de esto. Y es entonces que hago un ejercicio saludable: me detengo a mirar a toda esa gente que cada mañana sale a trabajar en lo que quizás no le gusta. Miro a aquellos que aspiran el aserrín de una vida que no eligieron, esperando el día en que obtengan su libertad. Cumplen diversas tareas que no los hacen felices, mientras sueñan con ser otra cosa. Los veo colgarse de los trenes, apretujarse en el subterráneo, o esperar bajo la llovizna helada el ómnibus de las seis de la tarde que los dejará en casa dos horas más tarde. Siempre me pregunto cuántos al final lo lograrán, y siempre llego a la misma conclusión: los que tienen a Dios juegan con ventaja. Si se atreven, ellos pueden lograr que su propio don los lleve lejos, les abra caminos. En el capítulo anterior mencioné que el verdadero juego de la vida consiste en lograr encontrar el propósito para el cual naciste. Luego todo es más fácil, la cotidianeidad no se te hace un camino cuesta arriba, pues ahora ya tienes un puerto donde arribar. Durante muchos años estuve bajo las órdenes de diferentes jefes. Algunos de ellos eran buenos y afables, mientras que otros resultaron ser hostiles, déspotas, abusadores, personas que me subestimaban hasta el hartazgo, demostrándomelo cada día primero del mes al pagarme mi salario. No obstante, como el célebre personaje del libro La cabaña del tío Tom, de la autora estadounidense Harriet Beecher Stowe (la genial novela que dramatiza la dura realidad de la esclavitud mientras que la fe mantiene al protagonista enfocado en su destino), a mí me mantenía orientado de igual modo un solo pensamiento: «Estoy caminando hacia mi libertad, tengo el favor de Dios, sé que puedo lograrlo, si me esfuerzo y agacho la cabeza por ahora, algún día me pagarán lo que yo quiera valer». Un sitio donde llegar. Una visión. Un sueño de ser libre. Hace veintidós años atrás, mirando las vías del tren, decidí cambiar mi herencia y obtener la licencia para soñar sin presiones. Fue en ese preciso instante cuando cambié el aserrín por la libertad. Capítulo 03 Los invisibles El problema más grave que tenemos los seres humanos no es salir de la esclavitud, sino sacarnos la esclavitud de adentro. El pueblo de Israel salió de Egipto, pero nunca pudo sacar a Egipto de sus corazones. Los demasiados años de esclavitud hipotecaron la libertad de sus mentes y corazones. Siendo muy joven había decidido comprar mi libertad, pero me costaba verme a mí mismo como alguien que contaba con el favor de Dios. No podía imaginarme como una persona exitosa o un adulto que conoce el camino hacia su destino. Y pensé que nunca iba a transformarme en un líder de ningún tipo. Siempre que hablo de este tema en público, recibo algunas críticas de individuos que opinan que hablar de la estima es un pecado que deja la gracia de Dios a un lado. Me suelen llegar correos con mensajes que dicen: «Tú hablas de sanar nuestra estima, pero yo prefiero ser un trapo inmundo al que Dios utiliza». Debo confesar que siempre me causan gracia ese tipo de mensajes, pues la mayor parte de ellos representan una manera hipócrita de disfrazar una falsa humildad. Suelen provenir de los que pelean por un título en la iglesia, los que les exigen a sus congregaciones que los llamen «apóstoles», pero por otro lado alegan que son «barro” en las manos de Dios. Es justo la baja estima lo que hace que actúen de esa forma. No soportan que alguien los llame por su nombre de pila, sino que le anteponen un título de “doctor” o «siervo». En estos años he logrado darme cuenta de que cuando una persona no logra sanar su autoestima, nunca podrá servir a Dios con todo su potencial y mucho menos alcanzar su destino en la vida. Por esa misma razón, la Biblia menciona que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Nadie podrá bendecir a otro si no logra estar conforme con lo que es. La estima suele ser un filtro, un tipo de gafas a través de las cuales solemos mirar el mundo que nos rodea. La forma en que vemos a nuestro cónyuge es filtrada por lo que pensamos de nosotros mismos. La manera en que vemos a nuestros hijos, el modo en que nos relacionamos con los demás, todo tiene que ver con aquello que pensamos de nosotros. Una imagen propia dañada impide que logres tu sueño, y un sueño no cumplido termina convirtiéndose en una pesadilla. Y lo que es peor, solemos mirar a Dios a través de ese filtro. Debido a que nos sentimos indignos y pensamos que no merecemos nada, por consiguiente tampoco esperamos cosa alguna, aun cuando esta pudiera venir de parte de Dios. En cada conferencia, sin tener en cuenta el tema, suelo mencionar y recordar que durante muchos años mi autoestima dañada logró hacerme sentir un perfecto invisible. En el estadio River Plate de Buenos Aires, en diciembre del 2005, hablé acerca de ese síndrome que afecta a millones de personas. El mundo está repleto de personas invisibles. Están allí, pero no las notamos. El niño que limpia el parabrisas de tu automóvil en la luz del semáforo cada mañana. El vendedor de periódicos de la siguiente esquina. La señora que limpia las mesas en el centro comercial. Ese matrimonio que llegan casi al filo de la hora y se sientan en el penúltimo asiento de la iglesia. Aquel compañero de la empresa retraído que habla muy poco. Los vemos todos los días, pero no conocemos sus historias, no sabemos nada acerca de sus sueños, sus fracasos, sus logros. Jamás les preguntamos sobre sus hijos, si es que los tienen. No conocemos nada de ellos ni nos interesa. No sabemos a qué aspiran o qué despierta su pasión. No nos importan sus expectativas ni se las preguntaremos nunca. Un día ya no estarán en esa esquina o el semáforo, pero no los echaremos de menos sencillamente porque eran … invisibles. Caminan por nuestras calles, van a nuestras iglesias, circulan por las veredas, sin embargo, son invisibles en lo que se relaciona con los afectos, ya que carecen de la atención ajena. Ahora bien, si eres brutalmente honesto, tienes que reconocer que todos nos hemos sentido invisibles alguna vez. En algún momento hemos estado convencidos de que si nos morimos, nadie lo notará. Si dejamos de ir a la iglesia, nadie preguntará por nosotros. No le importamos a nadie. No estamos en la lista de amigos del jefe, no somos importantes para la empresa, ni calificamos entre los más populares del colegio. Hace muchos años, recuerdo que estuve durante una semana juntando el valor para presentar mi renuncia en una empresa donde había trabajado por casi tres años. No me sentía cómodo con mi salario y estaba seguro de que cuando le dijera a mi jefe que estaba a punto de irme, reconsideraría mi posición. —Quiero decirle que lamentablemente voy a renunciar — le informé. —Perfecto, si es lo que quieres —me respondió sin siquiera levantar sus ojos del escritorio. —No se trata de lo que quiera hacer —intenté explicarle—, solo creo que mi trabajo no es bien recompensado. Me refiero a que lo que gano no me alcanza para mis gastos. —Te dije que está bien —señaló ahora levantando la voz y los ojos —, llévate tus cosas personales y vete. Tengo un día muy ocupado. Recuerdo con exactitud lo que sentí aquella vez. Pensé: ¿Ni siquiera me preguntará por qué quiero irme? ¿No tratará de retenerme? ¿Es tan fácil reemplazarme? ¿O acaso estaba esperando que renunciara? Sin importar lo que fuera, esto me llevaba a una sola conclusión: nadie notaba que yo estaba allí, ni siquiera la persona que me había contratado. Tienes que reconocer que todos nos hemos sentido invisibles alguna vez. En algún momento hemos estado convencidos de que si nos morimos, nadie lo notará. Si dejamos de ir a la iglesia, nadie preguntará por nosotros. No le importamos a nadie. También fui invisible en la escuela secundaria, nadie recuerda haberme visto allí. Ni los profesores ni los compañeros. Era el escuálido del penúltimo banco, ni siquiera un anuario amarillento logra que aquellos que lo hojean me recuerden.Aunque nos negamos a aceptarlo, nuestra invisibilidad y autoestima cuando somos adultos tiene que ver con la manera en que nos criaron, con la información empleada para formatear nuestro disco duro. El hecho de que no hayas sido un bebé esperado pudo haber afectado tu autoestima, no es lo mismo arribar a un hogar donde tus padres te anhelaban hace años que ser el fruto de un “descuido” o un accidente durante una noche de pasión mal planificada. El lugar que te haya tocado entre los hermanos también puede ser un factor que determine tu manera de enfrentar la vida. Eras el menor, el protegido, y de pronto un hermano más pequeño te coloca en el medio. Ahora no eres ni el mayor ni el más pequeño. No eres lo suficiente maduro para tener los privilegios del hermano mayor, pero tampoco eres tan chico como para ser el centro de atención. Tal vez pudiste haber sido marcado por el hecho de haber tenido unos padres que te abandonaron, a los que no conociste. O quizás te maltrataron o abusaron de tu inocencia en cualquiera de los sentidos. Tu futuro ha sido arruinado por una piedra del pasado. Tu autoestima se halla destrozada por lo que piensas de ti mismo. «Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él», dice Proverbios 23:7 (RVR-60). El mismo Señor dijo: “Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). Por cierto, hay una historia fascinante de tres individuos invisibles que se transformaron en hombres invencibles. El rey David está sediento, agotado luego de una larga travesía. Y es entonces cuando lanza un suspiro, seguido de un deseo personal: «¡Quién me diera a beber agua del pozo de mis enemigos! No se trata de una orden caprichosa de un monarca megalómano, tampoco es una nueva estrategia de batalla. Por eso no la expresa en voz alta. David es un excelente estratega, no un dictador ni un demente que arriesgaría la vida de sus mejores hombres solo para que le busquen agua. Se trata tan solo de un deseo personal formulado luego de un suspiro de cansancio, quizás en soledad dentro de su propia tienda. Sin embargo, hay tres hombres invisibles que están lo suficiente cerca del rey como para oír su suspiro. Ellos saben que David no aprobaría lo que están a punto de hacer, pero tampoco se permiten que su señor tenga sed y ellos no hagan nada al respecto. Así que deciden cometer una locura. Los tres se miran y no hace falta decir nada más. Solo tres hombres al borde de la demencia, que no tienen nada que perder, pueden hacer lo que vas a observar ahora. No te lo pierdas, porque es como ver una película de Rambo peleando solo contra un ejército de vietnamitas. Los tres irrumpen en el campamento a gritos (esa es la palabra que la Biblia utiliza: «irrumpieron», no nos dice que entraron para llevar a cabo una misión secreta), parecen un tropel de caballos salvajes, mercenarios que van a la cacería humana. Los filisteos no salen de su asombro y ni siquiera atinan a defenderse. Corren despavoridos, suponiendo que David los está atacando con todo su ejército, pero se trata solo de tres locos invisibles. Tres hombres que estuvieron lo suficiente cerca de su rey como para no poder hacer caso omiso a su suspiro. Los filisteos no dan crédito a lo que están viendo. Los tres dementes no paran de pelear contra cientos de enemigos que fueron sorprendidos en pijama. No obstante, no vienen por el oro, los caballos o la cabeza de su rey. Vienen a llenar una cantimplora con agua. Y luego se van como vinieron, sin dejar nada vivo a su paso. Filisteos, permítanme un consejo que no me pidieron: si aprecian sus propias vidas, salgan del camino de estos tres tipos. Son invisibles; fundamentalistas; soldados sin medallas, honores o una posición que cuidar; así que no les importará perder su propia vida en el intento. Por el bien de ustedes, permitan que se lleven el agua. ¿Quieren ver una escena más bizarra aun? Esperen para observar la cara de David cuando estos tres se aparecen ante él llenos de sangre, sudados y casi sin aliento, pero con la cantimplora de agua fresca en la mano. «Sus deseos son órdenes, señor», dice uno de ellos. David no puede creerlo, se sienta en una roca y los observa en silencio. Los tres ahora tienen miedo, saben que técnicamente no actuaron acatando una orden, solo decidieron complacer un anhelo de su rey, pero esta impertinencia les puede costar la vida. Los tres tratan de cuadrarse, en medio del sudor y la respiración agitada. David entonces estalla en una carcajada. Festeja y se regocija por tener hombres de esta talla, y luego le ofrenda el agua a Jehová: «¡Que el Señor me libre de beberla! ¡Eso sería como beberme la sangre de hombres que se han jugado la vida! (2 Samuel 23:17). Entonces todo el campamento aplaude a los tres locos, ya no son invisibles, son invencibles. La crónica militar del ejército de David menciona que nadie jamás pudo igualar a estos tres. Ni siquiera el que luego mataría a dos leones, o el que pelearía solo con un palo contra un egipcio armado. Ni el que mató a ochocientos hombres en una sola ocasión hasta que la espada se le quedara pegada entre las llagas de su mano. La Biblia es clara y recurrente: «Ninguno igualó a estos tres primeros». Ahora, cualquiera que quisiera ingresar en la gran historia de los valientes de David, debía medirse conforme a la nueva marca impuesta por estos tres audaces. Nadie superó a estos tres temerarios en arrojo, locura y riesgo. Y es que nadie supo estar lo suficiente cerca del rey como para oír su suspiro y salir a complacerlo, aun cuando no hubiera recibido una orden específica. Esa es la clave para abandonar la invisibilidad y disfrutar de gran estima. En primer lugar tienes que estar cerca del rey, cerca de tu Señor. Tú determinas la cercanía. Sam Hinn suele decir: «Cuando oigas la voz de Dios de manera lejana, adivina quién fue el que se movió». Él siempre estará allí, expresando sus suspiros, sus anhelos, y tú debes estar lo suficiente cerca como para oírlo con claridad. Recuerdo que en la fría madrugada del 4 de junio de 1991, sentí su suspiro por primera vez. No puedo decir que fuera una orden, no se trató de su dedo escribiendo sobre la pared o de un mandato celestial. Solo sé que estuve allí el tiempo suficiente como para sentir que el Señor decía: “¿Quién le hablará a estos miles de jóvenes? ¿Quién irá por ellos?” Y no hizo falta nada más. Yo no tenía nada que perder y sí mucho que ganar, quería ser su orgullo, ganarme el beneplácito de mi Rey. Y como todo un invisible, lleno de timidez, fui a rentar mi primer estadio de fútbol para realizar una cruzada donde le hablaría a esos miles de jóvenes que me había mostrado el Señor, sin dinero, sin patrocinadores, sin respaldo de ninguna organización, sin el apoyo de nadie. Al mirar desde la distancia, suena como algo épico y heroico, pero ponte por un momento en mi lugar. Veintitrés años de edad, desempleado, recién casado y lleno de deudas. Nadie se arriesgaba a dar un pronóstico serio sobre mi persona. Nadie le apuesta a un invisible. ¿Sabes lo que dijeron algunos líderes reconocidos en aquel tiempo? «Este muchachito está loco si piensa que llenará un estadio, nadie lo conoce y ni siquiera sabemos quién es ni de dónde salió». Y tenían razón, nadie arriesga su vida ni pone en peligro a los demás solo para buscarle agua a su rey. Esto no coincide con las estrategias serias para la batalla, ni hay precedentes de algo así en las crónicas de un ejército serio y consecuente. No obstante, sabía que si me detenía a pensar en la estima de que gozaba o en lo que dijeran los demás, nunca saldría de la invisibilidad, el ostracismo y la vida sin destino. Tenía que hacer algo para complacer a aquel suspiro que había sentido en la intimidad. Y decidí irrumpir en el campamento enemigo. Nadie me esperaba. No estaba en los planes de ninguna persona. Como un hongo que crece de golpe a la vera del camino. Cuando por primera vez el estadio Vélez Sársfield de Argentina se colmó con casi cincuenta mil jóvenes, yo temblaba en los camerinos, esperandoel momento de salir y pararme en el escenario para darles un mensaje. «Tengo lo que hace falta», me decía a mí mismo, «tengo el favor de Dios, no habría llegado hasta aquí si Dios no lo hubiera querido, debo salir y desafiarlos, no importa qué tan joven me vean o que la mayoría no me conozca». Sabía que si pensaba como langosta, soñaría, me vería y posiblemente moriría como una langosta. Siempre supe que si un padre no les dice a sus hijos lo que en realidad valen, alguien más lo hará, y quizás lo que escuchen no sea la verdad, pero lo terminen creyendo porque es lo único que oyeron acerca de sí mismos. Nadie, además de tu padre, puede decidir cuánto vales. Dios hizo por mí lo que todo buen padre hace: «Por supuesto que tienes mi favor, que hayas sido salvo por mi gracia no significa que no vales, no sabes cuánto te amo». Ah, esas palabras del final. Quizás alguna vez me haya tocado hacer una oración por ti. Si es así, seguro recordarás lo que siempre le digo en el oído a la gente antes de retirarme: «No sabes cuánto te ama el Señor, que nunca se te olvide». Y siempre que les recuerdo eso, las personas estallan en llanto. Cuando nos sentimos amados y valorados, y sabemos que contamos con el favor de Dios, no tememos llenar una cantimplora con agua en la línea de fuego, ya que sabemos el rostro que pondrá el rey cuando regresemos a casa con el botín. Y quién sabe, tal vez como lo hicieron los valientes de David, logremos que el Señor estalle en una carcajada … y puedo asegurarte que querrás estar allí cuando en el cielo se escuche reír a Dios. Capítulo 04 Esa llama sagrada Cuando Liliana y yo estábamos recién casados, solíamos salir a cenar con frecuencia. Hoy también lo hacemos, pero teniendo tres niños, las salidas ya no tienen el mismo tono romántico de aquellos años. Recuerdo que algo le llamaba poderosamente la atención a mi esposa: le producía mucha curiosidad observar las mesas contiguas y detenerse en el comportamiento de las otras parejas. Le resultaba asombroso que algunas de ellas ni siquiera se dirigieran la palabra en toda la cena. A nuestro alrededor siempre había matrimonios que parecía que no tenían nada interesante que decirse. Por nuestra parte, no nos alcanzaban las horas no solo para hablar, sino para sumergirnos en el alma del otro y mirarnos como si fuese la primera vez que lo hacíamos. —¿Cuándo nos sucederá lo que a ellos? —me preguntaba Liliana preocupada. —¿A qué te refieres? —A que llegue el momento en que no tengamos nada que decirnos. ¿Cuándo dejaremos de atraernos? —No veo por qué nos tiene que suceder a nosotros. —Supongo que ellos también pensaban lo mismo, pero un buen día todo se volvió una rutina y hoy son casi dos desconocidos sentados a la misma mesa. Ella tenía cierta razón, solo bastaba con dar una mirada a nuestro alrededor para comprobar cómo la cotidianeidad había hecho añicos la pasión que alguna vez existió. Algunos solo intercambiaban algunas palabras a la hora de ordenar el menú. Luego él leía el periódico o simplemente observaba las otras mesas, mientras que ella escribía un mensaje en su celular o les hablaba a los niños, si es que los tenían. Nos preguntábamos cuándo se acabaría nuestra pasión. Y no nos referíamos necesariamente a que se acabara el amor, sino al momento en que ya no resultáramos interesantes ni atractivos el uno para el otro en ninguna de sus formas. Llevábamos meses de casados y nos decíamos: ¿Llegará el momento en que el fuego se extinga? ¿En que la llama sagrada de la pasión desaparezca? Temíamos que llegara el instante en que nos viéramos obligados a pronunciar esa frase que acuñaban nuestros padres y abuelos: «Bueno, luego que el fuego se extingue, queda otro tipo de amor … el compañerismo». Esa frase siempre me pareció una pasión apagada disfrazada de galantería. Nosotros no queríamos que solo quedara el rezago de lo que alguna vez fue un amor que nos podía mantener embelezados al uno con el otro durante horas. Si eres soltero, con seguridad te has preguntado lo mismo. ¿Llegará el momento en la vida de un matrimonio en el que él camine en ropa interior por la habitación y ella piense: Por mi salud mental, ruego que se acueste pronto y salga de mi vista? ¿O en el que ella salga envuelta en una toalla luego de un baño y él piense que verla es lo mismo que estar observando a un hipopótamo? ¿Cuándo se pierde la atracción? ¿Cuándo ese amor que parecía no extinguirse jamás pasa a ser un vago recuerdo de la luna de miel? Sería muy cruel pensar que el fuego se convierte en cenizas cuando a ella le comienza a cambiar su cuerpo. O cuando él va perdiendo el cabello o le crece el abdomen. O cuando llegan los niños y la responsabilidad los hace parecer socios de una empresa en lugar de un matrimonio. Afortunadamente, nosotros descubrimos cuándo ocurre eso con exactitud, y voy a darte la solución por el mismo precio que pagaste por este libro. La pasión comienza a apagarse exactamente en el momento en que se te olvida qué fue lo que te atrajo de la otra persona la primera vez. Hay un instante donde la vida cotidiana opaca aquello que viste y sentiste la primera vez. Una genial dibujante argentina llamada Maitena suele decir una frase que siempre me causó mucha gracia: «Las mujeres somos muy complejas, nos casamos con el Che Guevara y luego queremos que se afeite la barba». Lo que ella intentaba decir es que nos sentimos atraídos por la otra persona por detalles que nos llaman la atención, y después que estamos casados, eso es justo lo que queremos que cambie. Algo similar sucede con nuestra relación con Dios. Muchísima gente no alcanza su destino ni tiene éxito en su vida sencillamente porque olvidó qué fue lo que le atraía del Señor. Obsérvalos en tu propio entorno, debes conocer gente así. Han perdido la llama sagrada, la pasión, se quedaron sin el fuego. Ahora solo están sentados a la mesa con Dios, como dos desconocidos, sin intercambiar palabras. Como aquellos matrimonios abúlicos que tanto observamos. Durante todo el año viajo para dar conferencias en distintas partes del mundo y me encuentro con gente que no recuerda por qué asiste a la iglesia. No saben por qué están allí, simplemente llegan cada domingo, escuchan al ministro, balbucean alguna alabanza de moda y regresan a casa. Y lo que es peor, me ha tocado conocer a líderes que tampoco recuerdan por qué están allí. Obsérvalos en tu propio entorno, debes conocer gente así. Han perdido la llama sagrada, la pasión, se quedaron sin el fuego. Ahora solo están sentados a la mesa con Dios, como dos desconocidos, sin intercambiar palabras. Como aquellos matrimonios abúlicos que tanto observamos. No trates de decirme que eres parte de una célula, diriges la alabanza o predicas de vez en cuando, estoy hablándote de algo más profundo. Todo lo que puedas decir sonará como el esposo que se excusa diciendo: «Bueno, mi esposa y yo ya no tenemos noches románticas ni salimos a cenar, porque siempre llegamos muy cansados a la cama, pero nunca le ha faltado nada». Por favor, no cometas la insensatez de decir una frase así. Son justo esas excusas las que destruyen millones de matrimonios y millones de destinos que jamás serán alcanzados. No se trata de cansarse para Dios, el juego no consiste en cuánto más hagas, no se trata de sumar puntos. Se trata del amor. Nunca podremos lograr alcanzar nuestro propósito si no recordamos qué fue lo que nos atrajo, qué fue lo que nos enamoró. Imaginémonos dos hipótesis improbables que te darán un panorama de lo que trato de decirte. Supongamos que luego de exhaustivos estudios, los teólogos más reconocidos llegan a la conclusión de que no existe el infierno; solo se trata de un mito, una leyenda urbana. Imagina que tu pastor el próximo domingo anuncia que no hay castigo por los pecados, que lo que haces se paga aquí en la tierra, pero no existe el castigo eterno. Te aseguro que muchos dejarían de ir a la iglesia en el mismo instante en que escuchen esto. Son aquellos que asistían motivados por el temor. Los que temen debidoal diablo, el anticristo, la marca de la bestia y el lago de fuego y azufre. ¿Te gustaría saber que tu hijo solo viene a visitarte y te dice que te ama por temor a que lo castigues? Claro que no, sería algo muy triste. Ahora echemos a volar de nuevo la imaginación y vayamos un poco más allá. El siguiente domingo, el pastor anuncia que los teólogos han llegado a la conclusión de que tampoco hay cielo. ¿Oíste eso? No hay nada más allá del sepulcro. Olvídate de las calles de oro, el mar de cristal, el coro celestial y el gran trono blanco. Lo de la oveja pastando junto al león es una metáfora, un cuento bien narrado al estilo de Las crónicas de Narnia. Puedo asegurarte, sin temor a equivocarme, que muchos otros abandonarían la iglesia. Son los que venían por la recompensa, por lo que se ofrece «más allá del sol». ¿Qué opinarías ahora si descubres que tu hijo solo te abrazaba por lo que podías darle a cambio? Lo mismo sucede con el matrimonio. Haces el amor con tu esposa, luego ella te mira y dice: «Supongo que sabes que esto no es gratis, te costará que me lleves de compras». ¡Ay, sería algo egoísta, y simple y llanamente una prostitución legal! De modo lamentable, la mayoría de los seres humanos que conocen a Dios suelen estar en uno de los dos grupos. Hay pocos que permanecen con él por amor, por lo que ya hizo en la cruz. Aun si estas descabelladas hipótesis fueran ciertas, yo seguiría amándole y sirviéndole solo por lo que el Señor ha hecho por mí, no importa lo que venga después, tengo una deuda eterna que saldar, no puedo olvidarme de lo que me atrajo la primera vez. A propósito, mi esposa y yo hemos aprendido desde hace casi veinte años un saludable ejercicio. A diario, nos hemos propuesto recordar qué fue aquello que nos atrajo la primera vez que nos vimos. Y hasta nuestros hijos participan. En ocasiones, Brian dice: —Papá, cuenta otra vez cómo te las arreglaste para enamorar a mamá cuando ella no quería saber nada de ti. —¿Es cierto que pensabas que papá era un imbécil? —le pregunta Kevin a su madre. (No creas eso, solo es una versión de la historia, ella estaba enamorada hasta los huesos, pero le costaba reconocerlo.) Lo cierto es que recordamos cómo éramos en aquel entonces y qué fue lo que sentimos. Y de manera curiosa, sentimos todo aquello otra vez, solo que con la experiencia de haber caminado juntos casi dos décadas. Todo a nuestro alrededor parece transcurrir en cámara lenta y podemos pasarnos horas mirándonos a los ojos enamorados como cuando éramos novios. Y lo que ocurre después. ya no te importa, y mi esposa no me lo perdonaría si lo contara aquí. Lo importante es que no olvidamos el primer fuego. El apóstol Pablo solía decirle a su discípulo Timoteo: «Aviva el fuego que está en ti, no dejes que se apague». Y no hablaba de una experiencia carismática o de ciertas sensaciones del alma. Se refería al amor. La mayoría no sabe hacia dónde se dirige debido a que ni siquiera recuerda por qué se había subido a este barco. Nunca olvides que lo que te permitirá arribar a tu destino no será la recompensa o el castigo. Tu brújula siempre será influenciada por el fuego. Capítulo 05 Comiendo con las manos sucias —Escucho siempre tus mensajes, son muy alentadores. También he leído algunos de tus libros. Sin embargo, cada vez que quiero comenzar a ponerlos en práctica, mi hábito lo arruina todo —me confesó cierta vez un conocido líder de la música cristiana. —¿Qué tipo de hábito? —La pornografía. Me da vergüenza decírtelo, pero siento que si no se lo comento a alguien, voy a explotar. Necesito ayuda. —¿Llevas mucho tiempo luchando con eso? —Por lo menos los últimos dos años. Comenzó un día por curiosidad, me encontraba extenuado en mi oficina, y en un momento determinado recibí un correo electrónico con una imagen sugestiva que me invitaba a visitar un sitio para adultos. Pensé que solo echaría un vistazo y luego me olvidaría de todo, pero esas imágenes se grabaron a fuego en mi mente. Tardan segundos en grabarse, y luego no puedes olvidarlas por meses. Más tarde le pedí perdón a Dios y borré los archivos temporales de la computadora, asegurándome de que no quedaran rastros de los sitios que había visitado. —Pero luego regresaste por más. —Así fue. Una semana después terminamos un gran concierto ante miles de personas y llegué muy tarde a mi habitación del hotel. Encendí el televisor y ofrecían películas pornográficas con la promesa de que el título no aparecería en la factura final. Luché durante algunos instantes, hasta que aquellas imágenes regresaron a mi mente otra vez y pensé: «Solo voy a mirar unos minutos, quitaré la película antes de que me excite». No obstante, observé todo el film y terminé masturbándome y lleno vergüenza, sin saber qué decirle al Señor. Solo me acosté llorando y maldiciendo esa debilidad que me estaba costando la santidad. —Supongo que después hubo otras veces —dije. —Muchas, ya no las puedo contar. Suelo buscar excusas que darle a mi esposa a fin de quedarme un rato más en mi oficina, abro mi computadora personal y navego por sitios que me avergüenzan, pero que no puedo evitar. Hay ocasiones en que mis hijos entran a saludarme antes de irse a la cama, por lo que cierro la computadora con temor de que ellos me descubran. Es como vivir al filo de la navaja, no sé cuánto podré mantenerlo oculto. —¿Has pensado en decírselo a tu esposa? —Ni siquiera lo he considerado, pues no me comprendería. Pensaría que no me hace feliz, y esto no tiene nada que ver con ella. La amo con todo mi corazón. Sin embargo, incluso cuando estamos en la intimidad, no dejo de pensar en esas imágenes que están en mi mente. Además, pienso que, de saberlo, mi esposa perdería todo el respeto y la admiración que siente por mí. No obstante, eso no es lo peor. —¿Dices que hubo algo más? —Hace unos meses se me rompió la computadora y tuvimos que llamar a un técnico para que la reparara. Apenas llegó, comenzó a recuperar el disco duro, y de pronto me di cuenta de que él podía conocer todos los sitios por los que había navegado. Como un buen profesional, me preguntó si quería borrarlo todo y terminó su trabajo. Cuando iba a pagarle, me dijo que no lo hiciera, que era un regalo, dado que sabía quién yo era, tenía todos mis discos y había asistido a mis conciertos. Me sentí morir allí mismo, no pude mirarlo a los ojos. Por eso quiero confesártelo ahora mismo, necesito salir de este infierno. —Vamos a orar juntos y presentar esto delante del Señor —propuse. —Olvídalo. Si no tuve cara para enfrentar a ese técnico que resultó ser cristiano, mucho menos lo haré frente a Dios. Le he pedido misericordia cientos de veces y he vuelto a fallar otras tantas. He roto todas las promesas que le hice. Olvídalo, no puedo presentarme ante el Señor en esta condición. Abracé al hombre y nos quedamos en silencio, mientras poco a poco trataba de explicarle lo que voy a detallarte a continuación. Las personas sienten que pierden su destino y nunca alcanzarán su propósito cuando dejan de hablar con el Señor, en el momento en que abandonan la intimidad. Y siempre dejan de conversar con Dios a causa de una debilidad oculta, de una controversia que los separa del Padre. Se trata de un círculo vicioso diabólico: se equivocan y dejan de orar hasta tanto dejen de equivocarse, pero como nunca lo logran, ya no vuelven a orar. La gente no es más espiritual e íntegra porque no se sienten lo suficiente espiritual para serlo. ese es el mayor contrasentido que jamás haya existido. Durante años, la tradición nos enseñó que nadie debe presentarse ante el Señor con las manos impuras, que ninguna persona puede acercarse al lugar santísimo si no se purifica antes, y aunque esta es una verdad irrefutable, no significa exactamente que no puedas sentarte a la mesa de Dios. Quiero dejar en claro que soy un defensor de la santidad a ultranza. Nuestras convocatorias multitudinarias siempre giran alrededor de la integridad, y creo que Dios ama la santidad más que ninguna otra cosa. En realidad, este es elúnico atributo de Dios elevado a la tercera potencia. La Biblia no menciona que él sea «creador, creador, creador» o «poderoso, poderoso, poderoso». No obstante, sí afirma que es tres veces santo. Con todo, cuando la santidad no va de la mano de la gracia, nunca podremos acercarnos a Dios y mucho menos solucionar un problema como el que este líder de alabanza me confesaba. Cuando era niño, recuerdo que en mi iglesia solían cantar una canción que decía: «Señor, ¿quién entrará en tu santuario para adorar? El limpio de manos y corazón puro, que no es vanidoso y sabe amar». El hombre que se atrevió a contarme su lucha íntima ya no quería acercarse a Dios. No por elección, sino porque no se sentía digno de arrodillarse a orar. Demasiados fracasos, muchas promesas rotas y muchas noches de vergüenza le hicieron creer que su pasaporte para llegar al secreto del Padre había quedado arruinado. Cuatro requisitos de admisión en una sola estrofa. Lo suficiente para dejar fuera del juego a una gran mayoría. El hombre que se atrevió a contarme su lucha íntima ya no quería acercarse a Dios. No por elección, sino porque no se sentía digno de arrodillarse a orar. Demasiados fracasos, muchas promesas rotas y muchas noches de vergüenza le hicieron creer que su pasaporte para llegar al secreto del Padre había quedado arruinado. Y es que en algún punto, todos actuamos de ese modo. No nos atrevemos a pedir o reclamar nada hasta tanto solucionemos aquello que sentimos que nos ha alejado de Dios, sin lograr atravesar la frontera del perdón. Y es entonces cuando renunciamos sin que nadie nos lo haya pedido. Significa algo así como decir: «Estoy demasiado enfermo como para ir con un médico ahora, no puedo presentarme así delante de él, cuando me mejore un poco y esté más saludable, entonces iré a verlo». Posponemos la oración hasta sentirnos santos para orar. Abandonamos nuestro destino hasta sentirnos dignos de alcanzarlo. Renunciamos a nuestros sueños hasta que califiquemos para estar a la altura de ellos. El peor error del amigo que me confesaba su debilidad ya no era la debilidad en sí misma. La pornografía pasó a ser un pequeño detalle en su errática vida. El mayor error era que había decidido alejarse del Padre hasta solucionar su problema, y el asunto es que ningún problema se soluciona sin el Padre. La estocada más certera del enemigo no es lograr que te sientes frente a la computadora y te masturbes mirando la pantalla. Su mayor victoria tendrá lugar cuando dejes de acudir a la presencia de Dios a causa de ello. Cierta vez los discípulos quisieron averiguar cuál era la mejor oración, la obra maestra de una buena plegaria. «Enséñanos a orar», dijeron. Ellos deseaban saber cuáles eran los temas que no podrían faltar en una buena oración. Así que el Maestro les enseñó cómo hacerlo, les ofreció un ejemplo con algunos temas básicos que no deberían faltar en una oración saludable. Y el orden no está librado al azar. “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan cotidiano. Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores” (Mateo 6:9- 12). Vuelve a leer el orden. Primero agradeces por el pan, luego arreglas el tema de tus pecados. O sea, para hablar de tus deudas, primero tienes que estar sentado a la mesa. Esto es justo lo contrario de lo que la tradición nos ha enseñado. La tradición te dice: «No te presentes ante el Señor si tienes las manos sucias». El Señor dice: «Siéntate a mi mesa como estés, partamos el pan, y luego hablemos de tus deudas». O sea, que si no puedes comprender tu derecho a sentarte a la mesa, nunca podrás resolver tu problema. Mis hijos siguen siendo mis hijos aun cuando traen una mala calificación del colegio. Lo seguirán siendo si por alguna razón se enojan conmigo o atraviesan una etapa de rebeldía. Y jamás pierden su derecho a sentarse a mi mesa. No importa lo que hayan hecho durante el día, le regla en mi casa es que a la hora de la cena, todos deben estar alrededor de la mesa familiar. No somos una de esas familias disfuncionales donde cada uno come por su lado, algunos en la habitación, otros en la cocina, y cada uno un menú diferente. A la hora de cenar, todos deben estar allí. Y si hubo algún problema, lo discutimos antes del postre. Ese es el gran detalle de la gracia bien entendida. No te levantas de ahí hasta tanto hayamos arreglado el asunto. A diario surgen ministerios que se jactan de predicar la gracia, alegando que a sus iglesias asisten prostitutas, homosexuales y drogadictos. «Todos tienen derecho a sentarse a la mesa», dicen. Y tienen razón. El Señor comía con los pecadores. Sin embargo, ellos no se levantaban en la misma condición cuando terminaba la cena, esa es la gran diferencia. El Maestro le dice a la prostituta que ni él la condena, pero la despide con un: «Vete y no peques más». La mesa está servida para arreglar esa debilidad. Ven, siéntate sin sentirte discriminado, eres mi hijo tanto como aquel que viene con las manos impecables. Participa de la comida con total confianza, pero antes de que te levantes, hablaremos de tus deudas. Si te quedas de pie al lado de los comensales repitiéndote que no eres digno de sentarte, nunca serás libre de tu debilidad. No obstante, debes saber que si te sientas, nunca más serás el mismo y no te levantarás igual. Si alguien llena su congregación de pecadores que nunca cambian y se jactan de continuar llevando una vida disipada, ten por seguro que se trata de la mesa incorrecta. Con seguridad están comiendo algo, pero comida adulterada, putrefacta. Cuando el Señor está sentado a la cabecera, nadie será el mismo durante la siguiente cena. Por supuesto, habrá otros errores de los cuales hablar, pero ya no serán los mismos. No interesa con qué hábito secreto estás luchando. Puede tratarse de la lujuria, la envidia, los celos, la mentira, los ojos impuros, los pensamientos incontrolables. Sin importar lo que sea, tienes que comprender que la renuncia no es una opción que puedes considerar. Alejarte de la presencia de Dios es un lujo con el que no cuentas. Así le hayas fallado una docena de veces, regresa a la mesa esta noche. Vas a sentir lo que yo llamo una «incomodidad santa», lo cual significa que vas por buen camino. El profeta Daniel confesó que ante su presencia le temblaban las piernas. Está muy bien que te sientas desnudo, indefenso, con una mancha que no puedes disimular. No creas esas frases místicas de aquellos que dicen: «Cuando me dispuse a orar, sentí que la gloria y la unción estaban sobre mí y una luz muy brillante me envolvió». Por lo general, lo que sentirás es todo lo que te falta por cambiar, pero te alegrarás de haberlo descubierto ante él. Hace poco, y luego de haber pasado varios años de nuestro primer encuentro, coincidí en el mismo congreso con este líder de la música que me había confesado su lucha íntima. —Dante, debo decirte que todo ha cambiado desde aquella vez que me explicaste lo que significaba la gracia de Dios —me dijo—. Desde aquel entonces, no he dejado de orar y he buscado a Dios con más intensidad, aun cuando me sentía indigno de presentarme ante él. —¿Has vuelto a ceder a la tentación? —Para serte honesto, solo una vez más en todos estos años. He reducido mi tiempo frente a la computadora, trato de navegar solo cuando mi familia está conmigo, evito estar solo, e intento proteger mis ojos y mi mente. Con todo, hubo una ocasión en que me sentía deprimido y estaba lejos de casa, así que confieso que volví a navegar por algunos sitios pornográficos. —¿Qué hiciste entonces? —Me sentí avergonzado de nuevo, y algo me decía que debía abandonar a Dios de manera definitiva, pues yo era un fraude. Pensaba que Dios ya no me perdonaría mi doble vida. Sin embargo, recordé lo que hablamos, por lo que esa misma noche me postré en el suelo de mi habitación y le dije al Señor: «No me levanto de aquí hasta tanto pueda ser librede manera definitiva de este maldito hábito». Y de inmediato la presencia de Dios lo inundó todo, él estaba allí. Contra todo lo que yo pensaba y a pesar de la culpa atroz que sentía, él llenó la habitación con su presencia. Y cuando terminé de orar, todo fue diferente. Sentí una liberación que jamás había experimentado y no he vuelto a ceder desde entonces. Nos dimos un abrazo muy distinto al de la primera vez. En esta ocasión estábamos jubilosos y felices. El ministerio de mi amigo dio un giro extraordinario, siendo hasta el día de hoy un ejemplo para miles y un hombre que ama los resultados de vivir en integridad. Recuerda que la integridad no es un destino, es un trayecto para lograr tu verdadero propósito. Y hazme un gran favor, no creas aquello de que Dios busca gente santa. Dios santifica al que busca. Capítulo 06 Una nueva oportunidad Mi esposa es fanática de las fotografías, y podría añadir que es casi una profesional. Digo casi porque aunque no ha estudiado la carrera, ha logrado comprarse las cámaras y los artefactos profesionales más caros y le saca fotos a cualquier cosa que se mueva o cualquier objeto inanimado que le llame la atención. A mi criterio, es bastante buena en lo que hace. Tenemos álbumes con recuerdos de todos nuestros viajes, junto a decenas de amigos y hasta personas que no logramos recordar quiénes son ni por qué aparecen en nuestro álbum familiar. Sin embargo, hemos decidido no vivir mirando fotografías. No somos de esas personas que se pasan un sábado lluvioso mirando sus propios vídeos, recordando esas vacaciones, o aquella vez que viajamos a un nuevo continente. En realidad, casi no he vuelto a ver mis propios espectáculos en vídeo, por lo que a veces la gente me habla de algunos detalles del mensaje que no recuerdo. Tampoco escucho mis propios mensajes ni leo mis libros más una vez: cuando están recién editados y solo para saber si todo está correcto. Esto se debe a que no quiero vivir de recuerdos. Ya habrá tiempo para ellos cuando no me funcione la próstata y me dedique a observar amaneceres porque ya no pueda dormir tanto. Siempre que hablo de esto en público, hago la broma de que llegará el día en que mi esposa diga: «Dante, voy a lavarme los dientes». Y yo le responda: «¡Ya que te levantas, lávame también los míos! No obstante, mientras tenga la dentadura en su sitio, no quiero mirar hacia atrás, no quiero quedarme sin nuevos sueños, ni siquiera deseo que las victorias o los logros ya alcanzados adormezcan mi alma de conquista, obstaculizando el propósito de inspirar a varias generaciones, que será lo que alguien escribirá en mi lápida cuando llegue mi hora de bajar al sepulcro. Hubo alguien muy famoso que casi se queda estancado mirando fotografías debido a un fracaso. Reviviendo los recuerdos de cuando era íntegro y se atrevía a pelear contra el mundo, de cuando era nada menos que uno de los doce. El Maestro reúne a sus más íntimos y les hace una confesión. Se trata de una información clasificada, el Creador hecho hombre va a develar el misterio de su propósito en la tierra. Luego de tres años de metáforas y parábolas, ahora les hablará a sus discípulos de manera directa, irá al grano sin rodeos. «Es necesario que sea crucificado», dice, «y algunos de ustedes se van a asustar, serán dispersados como ovejas». Veamos esto en su justa perspectiva. Aquel que conoce los tiempos y todo lo sabe está diciendo que su grupo selecto va a fallar, que estallará bajo la presión. Ellos se van a escandalizar, huyendo por sus vidas en el momento en que deberían permanecer a su lado. No se trata de su deseo, tampoco es lo que los discípulos quieren, es lo que indefectiblemente va a suceder. El Señor no les está pidiendo su opinión ni los está recriminando, les está brindando una información anticipada de lo que va a suceder. Sin embargo, Pedro es un personaje singular, es de aquellos que no pueden permanecer con la boca cerrada. Es de los que tienen que hablar hasta que se les ocurra algo que decir. Así que en lugar de escuchar en silencio, cree que se trata de una reunión del comité. «Seguro no estarás refiriéndote a mí», afirma levantando el mentón, «aunque los otros once huyan y se escandalicen, yo nunca lo haré». Los demás no pueden creer lo que está diciendo, el otrora pescador se acaba de poner por encima de todos los demás. Siente que está a un nivel más elevado con respecto a los demás mortales. Es entonces cuando el Maestro se ve obligado a ser más específico, más puntual. Quizás no se lo hubiera dicho frente a los demás, pero la petulancia de Pedro no merece otra cosa. Así que el Señor hace una pausa y señala: «Antes del amanecer, Pedro, tú me negarás … no una vez, sino tres veces». Eso sí que dolió. Otra persona hubiera caído de rodillas ante tamaña revelación. Le preguntaría si existe alguna remota posibilidad de evitarlo, le pediría que le diera el valor para no negarlo. No obstante, Pedro se parece mucho a nosotros. Él no puede permanecer en silencio. Por lo tanto, vuelve a abrir su bocaza. «Te equivocas conmigo, Señor. Que te quede claro que sería capaz de morir contigo de ser necesario». Supongo que el Señor sonrió, o quizás disimuló de esa forma su tristeza al percatarse de que Pedro no estaba entendiendo lo que acababa de oír. Es que no podemos negar el hecho de que vamos a fallarle al Señor, y él ya lo sabe. Presta atención a este ejemplo, el cual te hará ver las cosas de otro modo. Como todo buen argentino, me gusta ver algunos partidos de fútbol, en especial cuando juega mi país. Sin embargo, lo cierto es que en ocasiones, a la hora del juego, estoy en un avión o dando una conferencia en alguna parte del mundo. Así que le pido a alguno de mis asistentes que me grabe el partido, pero con una condición determinante: que no me cuente el resultado final. Además, a la persona que me entrega la grabación no se le tiene que notar en su expresión si ganamos, empatamos o perdimos, porque sería lo mismo que saber el final de una película, y ya no tendría mayor sentido ver el partido. Luego, apenas tengo un tiempo libre, me siento frente a la pantalla y coloco el vídeo. Sufro con los penales, me enojo con algunos jugadores, aliento a otros, me pongo nervioso en el entretiempo, y hasta en ocasiones oro y digo: «Señor, sé que tú no estás en estas cosas, pero ayuda a mi equipo para que pueda ganar». Cuando alguien me escucha haciendo esta oración, piensa que se trata de una absoluta ridiculez, pues mi oración no cambiará lo que ya está grabado en el vídeo y sucedió hace veinticuatro horas atrás. Sin embargo, esto no me importa, yo no conozco el resultado, así que no sé qué esperar. Desde la óptica de Dios, a él no le sorprende lo que vayas a hacer. El Señor no espera un final abierto, él ya estuvo en tu futuro y sabe cómo vas a reaccionar … El Maestro ya vio cómo terminan tus días, de qué manera llegarás a tu destino y cómo cumplirás el propósito de tu vida. Algo similar sucede con nuestra vida cuando es observada desde nuestra propia óptica. Lee con detenimiento lo siguiente: Nosotros pensamos que estamos viviendo en vivo, pero todo es en transmisión diferida. Todo ya ha sido previamente grabado. Desde la óptica de Dios, a él no le sorprende lo que vayas a hacer. El Señor no espera un final abierto, él ya estuvo en tu futuro y sabe cómo vas a reaccionar, y si no te lo dice, es solo porque prometió no intervenir en tu libre albedrío. El Maestro ya vio cómo terminan tus días, de qué manera llegarás a tu destino y cómo cumplirás el propósito de tu vida; recuerda que él no actúa según nuestra noción del tiempo, a él no lo domina el reloj, Dios conoce lo que vendrá, solo que te rebobina la cinta para que lo puedas experimentar como si estuvieras en vivo. Eso es lo que el Señor le está diciendo entre líneas a Pedro: “Pedro, yo estuve en tu futuro. La gente te recordará como un gigante de la fe, sanarás enfermos con tu sombra, harás milagros mayores a los míos, y serás un hombre al que todos admirarán. Por eso, que el fracasode mañana no te amarre al pasado. Lo que vaya a ocurrir en unas horas no debe causar que permanezcas estancado mirando fotografías de los buenos viejos tiempos. Por el contrario, eso debe ayudarte a depender más de mí y no de tu inmensa boca, la cual por cierto no puedes mantener cerrada. Pedro debía comprender la lección de que aun el fracaso se puede sobrellevar si logramos ver más allá, hacia nuestro destino. La industria cinematográfica de Hollywood produjo una popular trilogía llamada Back to the Future [Regreso al futuro], interpretada por Michael J. Fox, cuya primera parte se estrenó en 1985 y fue dirigida por Robert Zemeckis. El argumento de estas películas giraba en torno a una máquina del tiempo, un automóvil que un científico logró transformar en una nave para viajar al pasado y el futuro. Recuerdo que la primera vez que la vi, fantaseé con lo que haría de tener una máquina similar. Sé con exactitud a qué momento de mi pasado viajaría, conozco el lugar y el día preciso para encontrarme conmigo mismo cuando apenas era un niño de casi diez años. Viajaría al año 1978, colocaría las coordenadas para que coincidieran justo con una fecha en particular pocos días antes de mi cumpleaños, un frío lunes a finales de junio. Iría a mi escuela primaria, un viejo edificio construido dentro de un predio militar, y me las arreglaría para entrar al aula de quinto grado. O quizás esperaría hasta la hora del recreo, pero de cualquier modo me encontraría con el niño que alguna vez fui. Luego le diría: “No me preguntes quién soy ni cómo sé lo que va a suceder. Solo quiero que me escuches bien y hagas exactamente lo que voy a decirte. Pasado mañana, el miércoles, la profesora de historia te pedirá que pases al frente para que des una lección oral. A pesar de que has estado estudiando, los nervios van a jugarte una mala pasada, dado que es casi la primera vez en tu vida que estarás frente a cerca de una veintena de compañeros. Vas a tartamudear mucho y olvidarás todo lo que estudiaste. Es entonces cuando ocurrirá. “La maestra, que supongo que la noche anterior habrá discutido con su esposo, te gritará delante de todos: “¿Pero usted es idiota Gebel? ¿No es capaz de hablar dos palabras seguidas? ¿Acaso no sabe pronunciar, o necesita volver a primer grado para que le enseñen a hablar?” «Cuando ella diga eso, todos comenzarán a reír, y ese episodio marcará gran parte de lo que te queda de infancia y adolescencia. Ahora, Dante, escúchame bien: No tienes que creer lo que te dirá esa maestra, supongo que solo habrá tenido un mal día. No tienes problemas en el habla, no eres un idiota. En el lugar de donde vengo, tienes la vida resuelta. Allí te pagan muy bien justo por hablar. Aunque ahora no lo creas, cuando crezcas la gente hará largas filas para ingresar a un estadio solo para escucharte. Inspirarás a mucha gente, así que tienes que confiar en lo que te digo. Y todo esto ocurrirá, aun a pesar de lo que ahora pienses de ti». Nunca dejo de pensar qué hubiera sucedido conmigo de haber tenido la posibilidad de viajar a mi pasado y hablarle a aquel niño lleno de complejos y limitaciones. Me pregunto si acaso habría logrado mucho más, si hubiera sido más efectivo de lo que he sido hasta hoy. En realidad, estoy seguro de que ahora que lo piensas, darías cualquier cosa por poder hacer lo mismo. Regresar a tu pasado y decirle a esa niña que no se preocupe por el abuso, que aunque es muy triste y doloroso, logrará superarlo y jamás permitirá que algo así le suceda a su propia hija. Decirle a ese niño que llora frente al ataúd que el tiempo logrará curar tanto dolor, que al final logrará superarlo. Encontrarte contigo mismo y decirte: «No te preocupes, tú no tienes la culpa de que tu madre se haya enfermado. Cuando tengas la edad que yo tengo ahora, lo comprenderás». Sin embargo, no contamos con esa posibilidad. Nadie puede volver hacia atrás en el tiempo, o mejor dicho, ningún mortal puede hacerlo. Dios sí puede. Él puede venir desde tu futuro ahora mismo, visitarte en tu presente, y decirte: «Tranquilo, no tienes de qué preocuparte. Tengo para ti pensamientos de bien, no de mal. En el lugar de donde vengo, tu vida está resuelta, no tiene sentido que te afanes o te preocupes más de lo debido, tu vida termina bien, ganas este partido». ¿Qué darías por una información de este tipo? No obstante, a pesar de que Dios nos la regala a diario, la subestimamos. Pensamos que solo es un “deseo” del Señor que nos vaya bien, en lugar de saber que él estuvo allí y nos está diciendo que todo está bajo control. Esto es lo que Pedro no lograba comprender. Así que llegan los soldados romanos, prenden a Jesús y los discípulos huyen. Excepto Pedro, que se queda a unos cuantos metros. Ni tan cerca como para que lo apresen ni tan lejos como para perderse los detalles. Una persona lo reconoce y él lo niega. Y luego alguien más, pero da la misma respuesta. Por último, por tercera vez juran que lo han visto andar con el Maestro, y esta vez Pedro maldice. No obstante, en el momento exacto del insulto, se encuentra con los ojos de Jesús. y siente que el mundo se desmorona a sus pies. Permite que te ponga un ejemplo que te ayudará a imaginar lo que Pedro siente cuando se encuentra con los ojos de Jesús. En estos veinte años de casado, he descubierto que los hombres tenemos muchos más defectos que las mujeres (suena a obsecuencia, pero Dios sabe que es lo que pienso en realidad). Con todo, las mujeres, sin excepción, tienen un defecto que no tenemos los varones en general. Les encanta apelar a la frase: «Te lo dije». Y posiblemente esta sea la frase que más detestamos los maridos, en especial cuando estamos dispuestos a reconocer que nos equivocamos. Ya sea que pidamos perdón o no, nunca estaremos exentos de escuchar el conocido “te lo dije” de parte de nuestras mujeres. Cierto día, cuando Liliana y yo llevábamos poco tiempo de casados y aún era un inexperto en la materia, viajábamos en nuestro automóvil y discutíamos acerca de qué camino tomar para llegar a la casa de mi suegra. Ella decía que era por un lado y yo que por el otro. Sin embargo, como era el que estaba al volante, resulta obvio que decidiera llegar por donde yo creía. Nos perdimos a los pocos minutos. De inmediato le admití a mi esposa que me había equivocado y reconocí que debía haber seguido su consejo. Si ella hubiera sido otro hombre, la charla habría terminado allí mismo. Pero como es una mujer y no puede pasar por alto una oportunidad así, señaló: —Te lo dije. Debiste haberme hecho caso. —Sí, ya te pedí perdón y reconocí que me equivoqué al tomar este camino. —Pero yo te lo dije. Si me escucharas más seguido, ahora no estaríamos perdidos. Como varones, podríamos pensar que todo terminaría ahí, pero la tortura recién comenzaba, el asunto no quedaría resuelto con tanta facilidad. Así que cuando mi hijo preguntó desde el asiento trasero por qué estábamos dando vueltas hace quince minutos, su madre le dijo: —Es que tu padre se perdió a pesar de que yo se lo dije. Y una vez que llegamos a la casa de mi suegra y ella quiso averiguar por qué habíamos llegado tan tarde, se escuchó: —Es que Dante se perdió a pesar de que yo se lo dije. ¡Eso era más de lo que un ser humano podía soportar, así que aquel día decidí hacer un pacto con mi esposa! Yo trataría de cambiar todos mis defectos y aquello que la irritaba si a cambio ella no usaba nunca más la maldita frase «te lo dije». Como ella es una mujer de palabra, por supuesto que cumplió el acuerdo durante los siguientes años. Sin embargo, hace un tiempo estábamos en un aeropuerto y ambos discutíamos acerca de la puerta por la que habían anunciado que saldría nuestro avión. Y obviamente ambos creíamos que sería por puertas diferentes. Decidimos ir por donde yo creía, pero otra vez, para variar, mi esposa tenía la razón. Así que tuvimos que correr desaforados hacia la puerta correcta, que era desde el inicio aquella por donde mi esposa había dicho que el avión saldría. Ella sabía que ya no podía usar
Compartir