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Sobre los jardines

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SOBRE 
LOS JARDINES 
“(...) El jardín, “gabinetes de trabajo al 
aire libre” (Zangheri) se muestra en este 
sentido como el modelo de naturaleza 
en abreviatura, como la metonimia 
enciclopédica y la representación simbólica 
de un conjunto global imposible de abarcar 
con la mirada.” 
“El jardín y las artes: Pintura, cine y fotografía”. 
Michael Jakob, 2010. 
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I
En la casa de mis abuelos maternos habían tres jardines. Uno en el solar y otros 
dos en la parte frontal de la casa. El primero no era bonito ni grande y por 
ello no íbamos mucho, salvo cuando las feijoas y los tomates de árbol estaban 
maduros. 
Los otros dos, por el contrario, eran nuestros favoritos. Estaban bien cuidados 
ya que eran los de mostrar. En el costado izquierdo mi abuela sembraba 
moras silvestres y uchuvas. Alrededor de ellas había ortiga y rosas espinosas 
-y seguramente algunas plantas más que no recuerdo-. Ella las custodiaba 
con recelo, desconfiando, incluso, de la efectividad de esa cerca de plantas 
dolorosas. Cuestión que no le era muy complicada pues éste daba a la ventana 
de la cocina, que generalmente mantenía abierta. 
Separado de éste por el camino que conducía a la casa, estaba el tercer 
jardín. Éste era considerablemente más grande y más variado. Tenía árboles 
desde los cuales caían barbas de San José y tenía poinsettias o algo similar, 
que al cortarlas brotaban de ellas un liquido blanco y pegajoso con el que 
nos gustaba jugar. Había un espacio de tierra negra y piedras que daba a la 
casa. Ahí me la pasaba yo, o al menos eso recuerdo, cambiando las piedras 
de lugar, jugando con los marranitos, viendo cómo los charcos servían de lupa 
después de la lluvia.
En esos microcosmos se recogía un mundo, el mundo “natural” que desconocía 
y observaba por observar, para pasar las horas de ocio en la casa de mis 
abuelos maternos. 
Mi abuelo, que le gustaba caminar y llevarnos con él por las montañas, 
se divertía diciéndonos que en ellas había leones y subíamos con cuidado 
armados con palos o piedras que encontrábamos en el camino. Al poco tiempo 
esa historia se me mezcló con el jardín grande y ya no sé si me lo estoy 
inventando o si en realidad pensaba en ese momento que en él había leones y 
toda clase de animales salvajes. 
Al final, como en todas las casas de la cuadra y del barrio, el jardín se tornó 
inútil y feo. La casa se modernizó y con ello, se tumbaron los árboles y la tierra 
negra se cubrió con baldosa. Se cercó con reja metálica de color dorado para 
proteger la casa y el nuevo garaje. 
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II
Por otro lado, mis abuelos paternos tienen una finca productiva en San 
Antonio del Tequendama. Mis papás y yo solíamos ir los fines de semana y, en 
vacaciones, me quedaba una o dos semanas allá. 
La finca es un negocio familiar, mi abuelo la había heredado -o comprado con 
el dinero de otra finca heredada- y siguiendo el oficio de su padre, se dedicó 
a ella toda la vida. Mi papá dice que cuando eran niños en ella había un 
trapiche y, en otro momento, cafetales. Cuando yo nací sólo se dedicaban a 
las flores, particularmente anturios, aves del paraíso y una especie de orquídea 
cuyo nombre suelo olvidar. 
Naturalmente mi relación con las plantas en ella fue muy diferente a la de los 
jardines de la casa de mis abuelos maternos. Ahí la “naturaleza” no solo era 
observable, sino productiva. 
Mi papá, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a cortar flor con cuidado -un 
corte de medio lado para que pueda absorber el agua-. Aprendí a caminar con 
precaución para no pisar los cultivos y animales, en particular cuando había 
montículos de hojas, pues mi abuelita le tiene miedo a las serpientes. Ahí me 
fue necesario superar mi miedo a las arañas o aprender a aparentar calma 
frente a ellas. Algo similar con la carne cruda o el sacrificio de las gallinas.
Mis abuelos suelen cambiar de cultivos porque dicen que así se mantiene 
mejor el suelo, de manera que ahí aprendí a sacar rábanos, recoger mora -con 
guantes-, escoger maíz, frijol, habichuela y arveja. Recuerdo que solía recoger 
flores que crecían como maleza y hacía racimos con ellas. Hoy en día, después 
de este proyecto, sé que muchas de ellas eran geranios. 
Sin embargo, solía disfrutar estar sola. Ya no observando, sino estando tumbada 
cerca de un pino que tenían no muy lejos de la casa y con cuyas ramas jugaba 
a hacer trenzas o formas. Más aún, subirme en la parte más alta -que pudiese- 
de los naranjos y esperar que pasara el día, ahí sentada comiendo cantidades 
ilimitadas de fruta. 
Finalmente crecí y dejé de visitar la finca y a mis abuelos. 
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III
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Por lo general, en la casa de mis papás habían plantas y flores ornamentales. 
Una o dos macetas con plantas comunes y un jarrón con flores que nos 
mandaban mis abuelitos. Yo no las cuidaba y, a decir verdad, me importaban 
poco. Estaban ahí. 
Me hice cargo de dos, cuando terminé la carrera. La primera, una orquídea, 
fue un regalo de la mamá de mi novio; la segunda, una suculenta, fue regalo 
de un amigo, que al irse del país nos dejó a algunos diseminada su colección.
Cuidar la última no fue problema, la transplanté en una maceta que tenía 
mi papá en el balcón y ya. De cuando en cuando la veía y ahora, igual, la 
adoptaron mis papás. 
Por el contrario, la orquídea demandaba más cuidado. Incluso venía con una 
bolsa de alimento e instrucciones para su cuidado. Mi gato, como le es natural, 
trató de jugar con ella, de morderla, tirarla al suelo, purgarse con ella... 
De manera que entre mi gato y yo, la orquídea fue muriendo poco a poco. 
Finalmente la situación se hizo insoportable y decidimos llevarla a la casa de 
una tía que vive en la Mesa. Con su cuidado, lejos de Casimiro, ella sobrevivió 
y florece. Lleva varios años allá, al comienzo me mandaba fotos, ahora la veo 
en diciembre o en reuniones familiares. 
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IV
Hacia finales del año pasado removieron un jardín en mi edificio. No era muy 
grande y según la administración era feo y estorbaba. Cuando lo noté, éste 
se había resumido en varios bultos de tierra y algunas plantas empacados en 
lonas y bolsas negras. El vigilante me regaló algunos, los demás, -los que no 
pudo trasplantar en un espacio más pequeño- los iban a botar de todos modos. 
En el taller de la maestría habían varias tablas y módulos de madera que 
estaban en desuso y, entre ellos, había uno que era particularmente feo y 
estorbaba. Con éste y ayuda de mis compañeros realicé un cajón, cubierto con 
bolsas de plástico, de un metro cuadrado. Ahí ubiqué la tierra y las plantas que 
me había obsequiado el vigilante. Éste fue mi primer jardín. 
Durante las primeras semanas me ayudaron a regarlo y algunas plantas 
florecieron, otras poco a poco fueron muriendo. Decidí, entonces, crear un 
sistema de registro que me permitiera, primero conocer cómo se comportaba 
el jardín y, segundo saber qué necesitaba. Era un sistema rudimentario: En una 
bitácora a medio hacer, anotaba semanalmente sus cambios y dos veces a la 
semana metía en la tierra botellas de 650ml con agua. Cambie la cantidad 
de botellas, pasé de 3 a 5 y en la 6, decidí parar. También registré y quité la 
maleza y hojas muertas.
Ya eran más de ocho semanas y ni el registro, ni los cambios daban resultado. 
Las plantas seguían muriendo, en particular la vinca major -hierba doncella-. Al 
comienzo esto no me afectó mucho, pues mi interés se concentraba más en la 
observación que en el cuidado. Luego, al notar que la muerte era progresiva 
pensé que de seguir así no tendría mucho que observar. Además, empezó a 
afectarme el hecho de que el jardín, era un jardín feo. No era algo que quería 
oír o ver. 
Hace dos semanas1 , me rendí. Quité las plantas muertas; revolqué la tierra 
-con cuidado para no matar la maleza-; replanté aquellas que vivían en un 
lugar y las que no, en otro; traje pasto e introduje nueva maleza. Lo riego 
cuando me acuerdo o lo veo seco y ahora lo observo sin registrar. Ya no espero 
mucho ni peleo con el polvo, con el agua,con la luz, con la raíz o la maleza. 
Estoy tratando que éste se comporté como quiera comportarse, incluso si eso 
es, ser un jardín feo. 
Sin embargo, en estos días aprendí a hacer trampas de arroz, para saber la 
calidad del suelo a partir de los hongos que aparecen en éste. Hice uno, estoy 
a la espera. 
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1 Escrito realizado a mediados de marzo del presente año.
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V
Al poco tiempo de mudarme de la casa de mis padres mi tía me regaló una 
planta. Al inicio la coloqué cerca de la entrada del apartamento, luego debajo 
de la escalera y finalmente cerca de la ventana de la sala. Estos cambios 
obedecían, no sólo a que ésta era una de las pocas cosas que disponíamos, 
sino también a que necesitaba un lugar visible para poder hacerme cargo de 
ella. 
Poco después me regalaron una poinsettia. Al igual que la anterior, estuvo por 
un tiempo debajo de la escalera y mientras que estuvo ahí floreció poco -incluso 
en un momento de distracción me caí sobre ella y le quite toda una rama-. 
Con el tiempo fui entendiendo las cantidades de luz y agua que necesitaban. Al 
colocarlas cerca de la ventana de la sala, les pudo llegar más sol y, como las 
veía más, las regaba con regularidad. De manera que crecieron y florecieron 
significativamente, tanto así que tuve que transplantar la poinsettia a otra 
matera. 
Por esos días ví un video en el que con la parte de arriba de la piña sembraban 
una nueva planta. Como suelo comprar, pelar y partir la piña que me como, 
hice lo que decía el video. Quitar la parte de arriba y ponerla en agua hasta 
que le salga raíz, luego trasplantar en una maceta. Ahora hay dos piñas. 
Luego, hacia finales del año pasado o comienzos de éste -no lo recuerdo con 
claridad- encontré tres guatilas que había guardado en la alacena y había 
olvidado comer. Las tres se habían encogido y arrugado, al tiempo que les 
habían crecido una rama larga. Así que las dejé en el sitio donde estaban 
las demás plantas, para someterlas a un escrutinio diario. Finalmente, busqué 
información en internet y planté la que parecía más estable y tenía la rama más 
larga. Otra estaba muy seca y la rama empezó a decaer, la puse junto a la que 
planté como alimento. La última la llevé al jardín feo, donde finalmente, como 
casi todo lo que planté ahí, murió. Servirá de abono. 
Más adelante compré una hierbabuena, para el primer jardín de vidrio que 
hice en la maestría. Como no pude usarla, me la llevé a mi casa. No la he 
trasplantado, está en su bolsa negra, le han salido varias ramas y hojas. 
Desde que la lleve a casa ha estado al lado de la guatila y como la guatila 
me asombra, adquiere buena parte de mi atención. Se enredan, guatila y 
yerbabuena. 
También tengo dos coliflores que me regalaron del jardín botánico. Durante un 
tiempo estuvieron en un vaso de papel, recientemente los transplanté en dos 
materas diferentes. Uno de ellos crece con mayor regularidad, empiezo a creer 
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que se debe a que tiene mayor espacio y a que la tierra en el que habita es 
de mejor calidad. 
Finalmente, hace poco se unieron cuatro plantas más: una que creo que deber 
ser una especie de suculenta y tres plantas carnivoras. La primera la planté 
al lado de uno de los coliflores, se ve resistente. Las segundas las coloque 
en un plato, según las indicaciones de la tienda, cerca a la yerbabuena y la 
guatila, ya que recientemente han estado con mosquitos blancos, parecidos a 
los pulgones. Quiero ver que pasa.
Ese es el inventario de plantas que se encuentran en mi casa, sin demeritar la 
maleza que ha nacido y suelo revisar con el mismo interés -en ocasiones mayor- 
que a las demás. En suma, todas ellas me han permitido tener una experiencia 
más cercana e inédita con lo que se estudia y contempla, pues se establece 
desde la cotidianidad, sin pretensiones ajenas a sí.
VI
En suma, ahora tengo tres espacios2 para observar, cuidar y experimentar 
con plantas: El “jardín feo” que construí en mi taller, mi primer espacio para 
observar; el espacio cercano a la ventana de mi sala, el más cotidiano; y el 
primer jardín de vidrio que construí a partir de la investigación en la maestría. 
En conjunto, no sé si debería llamarlos jardines o simplemente espacios de 
observación. Sin embargo, aquí los denomino jardines porque me permite 
pensarlos como espacios donde confluyen tensiones sobre problemas de 
representación y presentación, así como procesos racionales y sensibles. 
El jardín de vidrio se compone de 16 especies seleccionadas a partir de 
observar, recolectar y clasificar las plantas de jardines y parques que hallé 
durante los recorridos que hago continuamente entre la casa y la universidad. 
Después de tabular todas aquellas especies que encontré, en términos de 
repetición, rasgos fisiológicos, nombre científico y nombre popular; realicé la 
selección mediante el método Montecarlo3, basándose en su popularidad. Por 
último, organicé y dispuse dicha selección de especies en una caja de vidrio 
de 1m² por 0.5 m, sobre una placa de cemento de 5 cm, cubriendo con tierra 
sólo 25 cm de alto. De tal manera que cada una de las especies tuviese que 
ubicarse en un espacio máximo de 25cm³. 
Si bien al principio mi intención era someter a las plantas al absurdo del control 
mientras se documentaba en la palabra, el dibujo y el dibujo generativo; poco 
a poco mi atención se fue concentrando en la aparente aleatoriedad de los 
cambios que ocurrían en este ecosistema. Algo así como querer entender y 
controlar lo que allí sucede y recibir respuestas opuestas porque rebasa -o es 
ajeno- a mis lógicas y expectativas.
Todo esto me ha hecho estar más consciente sobre la necesidad situarse en el 
presente: estando atento a los cambios que se produce en lo que se observa 
-o se contempla- y en uno. Entendiendo que cualquier intento por capturarlo o 
comprenderlo, dice más sobre mis sistemas de comprensión, mis métodos de 
registro y mis focos de interés, que de ellos mismos. 
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2 Para entonces no había realizado el segundo jardín de vidrio que se encuentra en la instalación.
3 Este me permitió seleccionar aquellas plantas que se repetían, con algo de azar.
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VII
Plantar una guatila es un ejercicio sorprendentemente sencillo. Precisamente fue 
eso lo que me cautivó y me hizo interesarme en ella, pues la vi crecer sin agua, 
ni luz, en el fondo de la alacena.
No recuerdo la primera vez que comí guatila, constantemente había en casa 
de mis papás. Creo que ni a mi mamá ni a mí nos gustaba mucho, de manera 
que sólo comíamos cuando traían -o nos mandaban- de la finca. Así, recuerdo 
comerla a regañadientes. Ahora creo que parte de ese disgusto responde más 
a una cuestión de denominación que de cocción. Es decir, además de que la 
persona que nos ayudaba en la casa la sobrecocinaba, le decía “papa pobre”. 
Recuerdo que de pequeña me molestaba cada vez que refería a ella como 
“papa pobre” porque primero, no podía relacionar su aspecto, contextura 
o sabor con una papa -sino se me parecía mucho a la calabaza, una de 
mis comidas favoritas-; segundo, ¿pobre? no entendía porque era necesario 
atribuirle un calificativo tan despectivo. 
Un día mi abuelita fue a la casa y me explicó cómo cocinarla, después de 
ello me gusto mucho. Considero que se debe a que además del sabor, siento 
aprecio por las cosas simples y la practicidad de ella. Cocinarla así es algo 
sencillo: se lava y se mete en una olla con agua caliente. Si se quiere se puede 
partir en dos o en cuatro antes de sumergirla en el agua hirviendo, sino, no 
hay problema, se corta después. No se deja mucho tiempo al fuego, sino lo 
suficiente como para que sea fácil de pelar y cortar -en trozos grandes-. Luego 
se le hace un guiso con bastante cebolla y crema de leche, se introducen los 
trozos de guatila, se le echa sal y se deja cocinar por unos pocos minutos más 
con el fin de que el guiso pueda adherirse bien a la guatila. Se retira del fuego 
y se le echa un poco de queso rallado. 
Cuando notélas guatilas de la alacena, mi experiencia frente a ellas cambió 
mucho. Volvió a estar presente el problema de enunciación “papa de pobre”. 
Me llamó la atención cómo el fruto se consume a sí mismo. Éste se encoge y 
arruga mientras que elonga una rama. Como si toda la energía que tuviese se 
concentrará en ese hilo que busca algún tipo de salida. Busque varios tutoriales 
en internet y la conclusión es la siguiente: es muy fácil de sembrar. Tanto así que 
España, similar a aquí, es llamada la planta del hortelano perezoso. 
Como lo he mencionado, sembré dos de las tres guatilas. No sin antes mirar 
por dos o tres semanas como se comportan las ramas. La que se rindió primero, 
fue la que no sembré. La más resistente, por el contrario, fue la primera que 
sembré. Simplemente se coloca en la maceta, con un poco de tierra, sin cubrirla 
completamente y se riega. 
Desde entonces relación con esa guatila ha sido particularmente cercana. 
Empezó a brotar hojas al poco tiempo de estar en la tierra. Voy por 15, ya se 
han muerto tres -después de que le eche vinagre para controlar unas mosquitas 
blancas parecidas a los pulgones-. 
Considero que lo que ha sido significativo de mi proceso con ella ha sido que a 
abierto varias preguntas sobre la enunciación, el cuidado y la autoproducción.
 
 
(...)“todo jardín es, en el sentido radical del tér-
mino, no representable” (...) “Ante el jardín, el 
visitante se encuentra en una situación a la vez 
cercana y lejana a la que proporciona, en la ex-
periencia paisajística, la contemplación momentá-
nea de la naturaleza. Todo en el paisaje es ein 
indeviduelles Allgemeine, una singularidad abso-
luta y única. Nunca se percibe dos veces el mismo 
paisaje. El mismo lugar se da, cuando se entrega, 
en paisajes diferentes o como paisajes diferentes. 
Mientras que en principio, la experiencia del pai-
saje se produce en el encuentro sorprendente con 
la naturaleza que se convierte en marco, el jardín, 
siempre enmarcado desde un primer momento. El 
no poder representarse la totalidad-jardín de ma-
nera estable -en un jardín, cada paso crea otra 
realidad- supone por tanto una radicalización del 
fenómeno paisajístico. Formulado de otro modo, 
todo jardín es un mundo infinito que exige una se-
rie ilimitada de representaciones. 
Fragmento de “El jardín y las artes: Pintura, cine 
y fotografía”.
 Michael Jakob, 2010

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