Logo Studenta

Campos hinduistas

¡Estudia con miles de materiales!

Vista previa del material en texto

EL HINDUISMO SUBTERRANEO 
DE OCCIDENTE 
Salvador Pániker 
A 
penas voy a hablar de Prisciliano. Lo 
que me importa es establecer un cierto . 
contexto. Prisciliano fue condenado 
por gnóstico, por ascético, por alejan-
drino , por panteísta, por sincretista, por aventu-
rero, por antijerárquico, por emanatista, por eso-
térico, por mago, en cierto modo por masón. Pero 
a todo ello quisiera añadir otro concepto: también 
fue condenado por «oriental». Posiblemente por 
tántrico. El caso es que Prisciliano simboliza un 
conjunto de contradicciones latentes, al cabo de 
cuatro siglos de genealogías entrecruzadas e in-
ciertas, y justamente en el momento en que está 
ya cristalizando el Sistema de la Cristiandad (que 
en el contexto de mi discurso voy a identificar con 
esa tipificación cultural que solemos llamar Occi-
dente). Ahora bien; este Sistema de la Cristian-
dad , este Occidente, se va definiendo por la paula-
tina represión del hinduísmo subterráneo que lo 
atraviesa. 
Me van a permitir ahora que improvise algunos 
hilos conductores, dejando para ustedes la recapi-
tulación de los cabos sueltos. Hay un personaje 
que en cierto modo es la contrapartida de Prisci-
liano. Me refiero a San Agustín, un tipo humano 
no menos paradójico, no menos contradictorio , no 
menos alimentado por los antagonismos que con-
curren en el Sistema de la Cristiandad; pero con 
una diferencia notable: si Prisciliano toma la vía 
perdedora, Agustín toma la vía ganadora. 
Nos importa, pues, el tema de por qué pierde 
Prisciliano y de por qué gana Agustín; o séase, el 
tema de la ortodoxia oficial en relación con las 
corrientes subterráneas. Y aquí quisiera adelantar 
una primera y notable paradoja: Prisciliano pierde 
porque se parece demasiado al propio fundador 
del cristianismo. Sobre esta paradoja volveré más 
adelante. 
Otra advertencia: éste es un tema bastante más 
108 
que académico y que posee una notable actualidad 
puesto que también hoy nos encontramos en un 
momento cargado de antagonismos y con una ca-
racterística muy especial: todas las genealogías 
subterráneas que han configurado a los códigos 
oficiales de Occidente, salen a la superficie. En 
alguna ocasión me he referido a esta gran fuga 
hacia adelante que caracteriza a Occidente. Hoy 
parece que ha culminado todo un gran ciclo. 
Quiero decir que está en crisis la fuga hacia ade-
lante, el mito del progresismo y de un tiempo 
escatológico, que es tanto como decir la primacía 
de lo profético sobre lo místico. En virtud de una 
nueva conciencia de los límites del mundo , vuelve 
la necesidad de una nueva aproximación al origen, 
de un «regreso al útero» -para decirlo con una 
expresión típicamente taoísta. Hoy se trata de 
compensar el proceso de secularización y recupe-
rar lo arcaico, la divinidad inmanente: en defini-
tiva, el hinduísmo subterráneo de Occidente. 
Sucede que todo cuanto ha sido reprimido -en 
el caso que nos ocupa: la gnosis, el orfismo, el 
neoplatonismo, y todo cuanto directa o indirecta-
mente procede de Oriente- asoma hoy en infini-
dad de síntomas. Pero insisto en que éstas no son 
unas consideraciones abstractas y propias de inte-
lectuales. Basta con que cada uno de nosotros 
localice sus propios tics neuróticos -porque al fin 
y al cabo el sistema de la personalidad es un 
reflejo del sistema cultural en que uno se alberga. 
Simpatizamos con Prisciliano porque entendemos 
sus contradicciones. Y no eran pocas, por cierto, 
las contradicciones de Prisciliano: ya es extraño 
ser a la vez gnóstico, panteísta, aventurero y anti-
jerárquico, y , a continuación, hacerse obispo. 
También es significativo que nosotros mismos, 
con nuestras contradicciones a cuestas, organice-
mos hoy un cursillo sobre Prisciliano. En fin ; la 
mayor paradoja es que convirtamos en discurso 
inteligible nuestra apetencia más profunda, nues-
Prisciliano 
tro deseo de recuperar lo real, es decir, lo no-
inteligible. 
Y aquí quisiera hacer una nueva acotación den-
tro de este repertorio disperso de sugerencias. A 
pesar de que estamos de vuelta del mito del pro-
greso, a pesar de nuestra apetencia de recuperar 
«lo místico», el clima general de la época no tiene 
nada de irracionalista. Al contrario . Es, en parte, 
gracias a la ciencia moderna, y a su correspon-
diente visión del mundo, que reaparece lo místico 
y el misterio. Los grandes hallazgos de la física 
moderna, para poner un ejemplo, tienen hoy mu-
cho más que ver con la visión del mundo que 
tenían los místicos orientales que con la ortodoxia 
clásica del racionalismo dualista de Occidente. 
Otra observación. Nos co.ncierne el tema de las 
genealogías subterráneas porque de lo que se trata 
es de fraguar un nuevo sistema cultural hipercom-
plejo que articule todos los antagonismos reprimi-
dos. Hay una manera pobre y brutal de resolver 
los antagonismos , una manera donde no hay inte-
gración alguna: es la que reprime unos factores y 
privilegia otros. Pero hay otra manera más rica, 
aquella en la que los antagonismos salen a flote y 
se unen entre sí manteniendo su mismo vigor an-
tagónico. Volvemos entonces a la vieja sabiduría 
taoista, el yin y el yang. Y ya que hablo de 
taoísmo quisiera advertir a ustedes que si bien el 
título de mi conferencia se refiere al hinduísmo, 
cabría generalizar un poco más. En cierto modo, 
el taoísmo es el mejor puente para la interfecun-
dación entre Oriente y Occidente. El taoísmo nos 
puede ayudar a esta aproximación al origen sin 
tener que salir de nuestro propio proceso crítico , 
puesto que el taoísmo siempre ha sido una mística 
materialista, volcada hacia el mundo, y , en este 
sentido, más connatural con Occidente. 
Finalmente, y para concluir este capítulo de ad-
vertencias previas , quisiera señalar que la demar-
cación que hago entre Oriente y Occidente obe-
dece ante todo a una comodidad expositiva. Cabe 
hablar de tipologías culturales , pero a continua-
ción hay que recordar lo entremezcladas que vie-
nen siempre las genealogías. La fijación de mode-
los, el trazado de fronteras culturales, Volkgeists 
u otras demarcaciones , tiene básicamente un valor 
heurístico. Identificar, sin más precisiones , la se-
cularización con el espíritu del judaísmo, el misti-
cismo con el hinduísmo y el racionalismo con la 
filosofía griega, sería un esquema muy tosco. En 
el tronco común de las culturas todo venía entre-
mezclado. (Y la hybris, aunque sofocada, sigue 
viva). Los presocráticos hablaron de metempsico-
sis, de éxtasis y de conciencia cósmica, y estos 
conceptos siguieron vivos en la tradición griega; 
existen elementos persas y órficos en el plato-
nismo; hay claros ecos orientales en el estoicismo. 
Tampoco debemos engañarnos sobre el supuesto 
antagonismo entre misticismo y pathos científico. 
Hay un misticismo que es mucho más afín al em-
Salvador Pániker 
109 
pirismo científico que al racionalismo escolástico. 
La literatura taoísta abunda en comentarios sobre 
la conducta de los animales, las plantas , el viento, 
el agua y los cuerpos celes tes. Por su parte, el 
budismo zen ha hecho posible un interés por este 
mundo tan acusado como el derivado del profe-
tismo semítico. Precisamente la «Ciencia» es la 
gran gnosis de Occidente, y en consecuencia lo 
que procede es recuperar la conciencia de que es 
gnosis y no extrapolarla indebidamente. 
Hechas estas advertencias , vengamos con el 
tema que nos ocupa. El hinduísmo latente lo en-
contramos ya en Platón, en la doctrina de la 
anamnesis, en los estóicos, e incluso en las mis-
mas religiones de misterios . La idea del Dios que 
«muere-y-resucita», y en cuya dialéctica está su 
poder salvífica, penetra las figuras de Dionisia, 
Isis, Osiris, Cibeles, Attis, Mitra, etc . En las reli-
giones primitivas , el Padre personificaba el cielo, 
mientras que la Madre se identificaba con la tie-
rra. Las religiones del Padre serían monoteístas, 
las de la Madre panteístas. Una secuela mixta 
serían las religiones del Hijo, religiones de salva-
ción, en donde unas divinidadesjóvenes (los ya 
citados Attis , Adonis , Osiris , etcétera) reconcilia-
ban a la comunidad con el Padre, previo castigo. 
Aplicando esquemas psicoanalítioos cabe decir 
que el Hijo desarrolla una líbido incestuosa que se 
satisface simbólicamente en el cultivo de «la ma-
dre tierra». Es castigado por ello; pero la religión 
agrícola alcanza así su plena justificación. 
La intuición básica del hinduísmo, la que por 
primera vez plantea el tema de lo místico en las 
Upanishads, es la identificación Atman-Brahman, 
la identidad entre lo absoluto y el más profundo 
yo interior, que no nace ni muere , que no empieza 
ni termina, porque está fuera del tiempo y de la 
historia. Un atisbo de esa extraña identidad 
Atman/Brahman está en toda gnosis, en toda auto-
liberación, y, más remotamente, en la no-dualidad 
entre el Hijo y el Padre. He dicho que la gnosis de 
Occidente es la ciencia. He dicho que a Prisciliano 
le condenaron por gnóstico. Quisiera intercalar 
ahora una consideración sobre el tema gnóstico 
del despertar. Es un tema arcaico y de gran vigor. 
Lo encontramos en la epopeya de Guilgamesh y 
Enkidú, el documento religioso más antiguo de la 
humanidad. Recordemos que la única prueba mi-
ciática que no supera Guilgamesh es la prueba del 
no dormirse. Pensemos también en el famoso epi-
sodio del Getsemaní, cuando Jesús les dice a sus 
discípulos: «Me muero de tristeza, no os dur-
mais». Pero los discípulos se duermen y de hecho 
no despiertan hasta después de la muerte del Maes-
tro. Este elemento gnóstico del despertar lo en-
contramos, pues, en aspectos fundacionales del 
cristianismo, pero después vendrá camuflado, 
combinado y entremezclado con otros elementos 
represores que lo despojarán de su pureza inicial. 
Despertar del sueño de la ignorancia es también 
algo que se asemeja a la famosa anamnesis de 
Platón, y que en el fondo equivale a averiguar 
aquello que «sabemos ya». Platón «padeció» con 
peculiar intensidad el misterio del conocimiento, 
la dificultad de explicar como se puede conocer 
algo «ajeno», como se produce ese extraño mila-
gro. Platón se preguntó si de algún modo lo cono-
cido no se encuentra ya en nosotros , preconte-
nido. Platón condujo hasta el límite esta línea epis-
temológica y, al final , abocó en un tipo muy pecu-
liar de mística. 
Pero esta mística es al fin reprimida por Occi-
dente. (Para luego sublimarlo todo en el discurso 
de la ciencia) . Ahora bien; conviene entender que, 
más allá de su contexto «primitivo», el hinduísmo, 
incluido el del Rig Veda, no es ninguna metafísica 
ingenua. Se trata ya de una sabiduría muy elabo-
rada. Por así decirlo, Oriente advirtió fulgurante-
mente el peligro de perder el contacto con el ori-
gen, con lo real. Así nació la mística, sin duda uno 
de los fenómenos humanos más extraños y fasci-
nantes que existen. El animal místico es ante todo 
un personaje lúcido, alguien que ha atravesado y 
superado las paradojas de la razón pura. «Llé-
vame de lo irreal a lo real» dice una oración del 
más viejo Upanishad. Pero incluso antes de la 
aparición de los Upanishads, los primeros Vedas 
(entre 1500 y 800 a.d.C) habían segregado una 
metafísica plenamente consciente del trauma de la 
hominización y sus falacias subsiguientes. «Arrás-
trate hacia la tierra, tu madre: ojalá ella te salve de 
la nada», dice un versículo del Rig Veda. 
Y leemos en uno de los textos más famosos del 
Rig Veda, el X-129: «En el principio no existía el 
ser ni el no-ser. Ni muerte ni no-muerte. Ni hom-
bre ni dioses. N o había más que la indiferencia-
ción suprema, a la que se puede llamar quizás lo 
Uno» . «En el origen, las tinieblas estaban ocultas 
en las tinieblas». Después se refiere el autor sa-
grado al deseo (kama) del cual nace la conciencia 
y fmalmente al mundo fenoménico, dioses inclui-
dos: un enigma que el poeta renuncia a desvelar, 
limitándose a sugerir que tal vez no hubo co-
mienzo de los tiempos y que hay algo inagotable-
mente extraño más allá de las metáforas. 
«Después de todo, ¿quién sabe, quién puede 
[decir, 
de dónde vino todo, y cómo ocurrió el su-
[ceso? 
Los propios dioses vinieron tarde luego de la 
[creación, 
así que ¿quién sabe de dónde surgió ésta?» 
Y añade el autor sagrado que a lo mejor nadie lo 
1 sabe. «Quizás ni siquiera él (el dios supremo) lo 
sabe». Así, en el punto más elevado de la especu-
lación védica se admite un no-saber absoluto, una 
inagotable divagación heterodóxa, lo infinitamente 
¡ extraño, lo que ningún antropomorfismo captará 
jamás. 
110 
Unas palabras ahora sobre el budismo, sin duda 
la más radical de todas las gnosis. En el mismo 
momento en que Grecia descubre el fenómeno de 
la autoconciencia, el Buda descubre el equívoco 
de este auto . Descentrando la realidad , y supe-
rando todo vestigio de antropocentrismo y de an-
tropomorfismo, se alcanza el nirvana, un estado 
que hace supérflua la fe (assadho) porque ha des-
truido todo ídolo mental. Ni siquiera es correcto 
decir que hay en el budismo una apetencia de 
trascendencia, puesto que el mismo concepto de 
trascendencia -muy etnocéntrico y occidental-
viene viciado al considerar al hombre como centro 
de lo que le trasciende. Pero el budismo no consi-
dera al hombre como centro. Ahora bien, tampoco 
hay una dimensión nihilista (como lo creen algu-
nos intérpretes occidentales) por el hecho de que 
en el budismo no haya nada a que aferrarse. Pre-
cisamente esta nada, lo que cae más allá de los 
ídolos mentales, esta permanente transitoriedad 
de las cosas simbolizadas , sólo es deprimente para 
aquel que cree en un tipo de consistencia cosifi-
cada y carece del sentido del misterio. 
Sentido del misterio, mística. En un libro que 
tengo a punto de publicación (Aproximación al 
origen) me refiero a la mística como culminación 
de la actitud crítica. La gran argucia crítica de 
Occidente más que en una represión de lo sexual 
(según el esquema de Freud) ha con~istido en una 
represión de lo místico. Pero lo místico reaparece a 
través de acuerdos transaccionales . ¿Cómo explicar 
sino este apetito de reunificar las cosas del cual se 
nutre, no sólo, la ciencia, sino todo el conjunto de la 
1 cultura? ¿Cómo explicar esta necesidad de volver a 
unir a través de la «Verdad»; a través del dogma, a 
través del rito, a través del discurso amoroso, a 
través de ese rodeo que llamamos arte, todo aquello 
que nuestra mente previamente ha disociado? Esta 
disociación es ante todo una argucia crítica, un ardid 
para reunir lo escindido por la vía de algún lenguaje. 
Cualquier cultura, y Occidente muy en particular, 
es lenguaje . Ahora bien, Oriente -en el contexto que 
aquí le doy- es ante todo silencio. Pero este silencio, 
esta no-dualidad que cae más allá de lo simbólico, 
, subyace siempre debajo del lenguaje, debajo de Oc-
; cidente, y no sólo subyace sino que alimenta su 
mismo proceso crítico. 
Vengamos ahora a otro tema crucial. ¿Por qué 
reprime la Iglesia el hinduismo fundacional que a 
mi juicio procedía ya del propio Jesucristo? ¿Por 
qué gana la orientación agustiniana? ¿Por qué 
pierde la orientación de Prisciliano? También aquí 
será oportuno recordar un conjunto de factores . 
En primer lugar, la ortodoxia, que en sus primeras 
controversias con los gnósticos -y latentemente 
con los neoplatónicos- toma la opción de una 
cierta fidelidad al judaísmo, la opción de un mono-
1 teísmo que excluye todo inmanentismo. Es la fide-
lidad al Antiguo Testamento y a la teología bí-
blica. En segundo lugar, Roma. Cuando la Iglesia 
Prisciliano 
al fin se oficializa, se ve enfrentada cada vez más 
con el problema político de cubrir el gran vacío 
dejado por la decrepitud del Imperio. No olvide-
mes que los primeros jerarcas de la Iglesia proce-
dían de las clases altas del Imperio y eran gente 
con mentalidad administrativa (como San Ambro-
sio) antes que mística. La iglesia lo copia todo de 
Roma y opta por lo que los sociólogos llamarían la 
función social de la religión, es decir, el manteni-
miento de un determinadoorden, de un determi-
nado esquema jerárquico. Y ya se sabe que un 
esquema jerárquico, un orden social y un control 
de los comportamientos, no se hace a base de que 
los individuos sean místicos. 
Pero consideremos con mayor detalle algunos 
de estos factores. Ante todo lo judáico. Occi-
dente, en el contexto al que me refiero, es como 
un gran Superego que reprime la espontaneidad 
mística. En este contexto, y sobre todo a partir 
del siglo XVII, quedan arruinadas las grandes tra-
diciones que procedían del Pseudo Dionisio, y 
cuya línea prosigue con el Maestro Eckhart, San 
Juan de la Cruz, Santa Teresa. A partir del siglo 
XVII, en Occidente somos todos unos impotentes 
místicos. Pero vengamos al judaísmo. Cabe distin-
guir en él varias épocas. Primero, la que va desde 
Abraham hasta la destrucción del primer templo. 
Sigue el judaísmo rabínico, que arranca de la de-
portación en Babilonia y culmina con la conclu-
sión del Talmud. Hay luego una místicajudía, una 
mística medieval, la famosa Kabbala. Finalmente, 
está el judaísmo moderno. Ahora bien; lo que aquí 
más nos importa para entender los balbuceos del 
primer cristianismo -y que llegan hasta Prisci-
liano-, es que en el mismo judaísmo se produce 
una cierta gnosis. Hay un judaísmo helenizante. 
El gran maestro de este judaísmo gnóstico es, 
naturalmente, Filón de Alejandría. Y es en este 
contexto donde debe situarse la importantísima 
figura de San Pablo. 
¿Cómo interpretar el famoso momento de la 
«conversión» paulina? ¿En qué consistió la simbó-
lica caída del caballo? Hay personajes propicios a 
las caídas del caballo. Personalmente no perte-
nezco a esa especie, pero comprendo muy bien a 
quienes han tenido esa clase de experiencia. Fer-
nando Sánchez Dragó la tuvo cuando descubrió al 
Cristo de los apócrifos. Pues bien, la famosa 
«conversión» de San Pablo consistió en el descu-
brimiento, en la súbita iluminación intelectual, de 
que el cristianismo podía interpretarse en términos 
de una religión de misterios. 
Al incorporar la rica tradición y las categorías 
de las religiones de misterios, San Pablo provocó 
una verdadera mutación del cristianismo. Lo que 
no había dejado de ser una secta minoritaria -los 
primeros cristianos sólo se consideraban a sí mis-
mos como una secta judía reformada- se convierte 
en una religión universal de salvación. En San 
Pablo, la salvación es a los iniciados, a los escogi-
Salvador Pániker 
lll 
dos por el mismo Dios a través de su gracia. He 
aquí un elemento genuinamente esotérico. Ahora 
bien, todo esto fue posible en la medida que había 
ya un judaísmo helenizado, en la medida en que 
los últimos fragmentos de la Biblia estaban ya 
escritos directamente en griego. (La obra de los 
famosos Setenta, más que una traducción, fue una 
helenización de la Biblia). Todo lo cual permitió a 
San Pablo conciliar de una manera original, im-
previsible e incluso extravagante- y de ahí su gran 
riqueza- la doctrina del monoteísmo hebreo con 
una religión de salvación; un vocabulario gnóstico 
con una novedad substancial: el considerar la 
muerte y la resurrección de Jesucristo no como 
una metáfora sino como un hecho histórico. 
De este modo, el hinduísmo latente en la doc-
trina del Fundador quedaba sabiamente neutrali-
zado. Pero todavía vivo. Veamos. El medio judío 
era bastante complejo en tiempos de Herodes. 
Recordemos las características de este medio. A 
raíz de la cautividad en Babilonia, los judíos se 
habían dividido en dos partes: los del exilio y los 
que habían permanecido en su tierra natal. En 
Galilea, la parte septentrional de Palestina donde 
nació Jesús, los simples, los no sofisticados, los 
no aristocráticos constituían el grueso de la pobla-
ción. Jesús debió ser un hombre profundamente 
religioso. Yo desconfío bastante de la interpreta-
ción llamémosle «guerrillera» de Jesús, aunque 
indiscutiblemente el contexto sociopolítico en que 
se movió debió de ser mucho menos idílico del que 
pintara Renan. Era indudable que había un mesia-
nismo real en el ambiente. Pero Jesús debió de ser, 
como digo, un hombre antes religioso que mesiá-
nico: un hombre sin oficio determinado, que lle-
vaba una vida itinerante, cuidado por un grupo de 
mujeres, y que empleaba el tiempo en narrar his-
torias, un poco a la manera de esos santos vaga-
bundos que todavía vemos hoy en la India. 
Por otra parte, Jesús no fue inmune a las in-
fluencias de un contexto de interfecundación reli-
giosa. Parece que en el siglo III a.d.C., el empera-
dor Asoka envió monjes budistas a establecer mo-
nasterios en Siria y que esta influencia seguía viva 
en tiempos de Cristo. En todo caso, la imagen 
orientalizante de Jesús no procede únicamente de 
los evangelios apócrifos. Los propios evangelios 
canónicos son harto explícitos: «Haced el bien sin 
esperanza de remuneración», «Y o no miento por-
que no busco mi propia gloria», «El que busca su 
propia gloria miente», «El que no busca su propia 
gloria dice la verdad». Nada de esto está muy 
distante del famoso karma yoga de que nos habla 
la Bhagavad Gita. Sentencias como «Yo soy la 
verdad, el camino y la vida» las podemos también 
encontrar en boca de Krishna. Por otra parte, la 
identidad entre Jesús y el Padre -que no sabemos 
hasta qué punto Jesús concienció- era mucho más 
hindú que judáica. Era, obviamente, una versión 
de la famosa identidad Atman-Brahman. Una cosa 
parece clara: a Jesús le mataron porque él dijo que 
era Dios. Es un asunto muy peculiar. Podríamos 
esquematizarlo así. En Occidente, si alguno dice 
«YO soy Dios», en el mejor de los casos le reco-
mendarán ir al psiquiatra. En Oriente, si alguno 
dice «YO soy Dios», puede que le respondan: «¿Y 
hasta hoy no se había dado usted cuenta?». He 
aquí la frontera que separa el origen perdido del 
origen recuperado: la frontera entre la divinidad 
inmanente y una escatología que nos deja siempre 
huérfanos. 
El genio de San Pablo se demostró al crear una 
matriz insólita y compleja. Se trataba de conciliar 
el hinduísmo del fundador con el Viejo Testa-
mento y con las religiones de misterios . Se trataba 
de conciliar los elementos judáicos , los elementos 
orientales y los elementos griegos . Después de la 
«Conversión», el proceso fue cauteloso. Todo el 
mundo sabe que el famóso Discurso a los Ate-
nienses (prescindiendo de si es o no apócrifo) 
acabó en un cierto fracaso . San Pablo adoptó, a 
partir de entonces , actitudes más prudentes. La 
filosofía -dijo- no salva al hombre, pero tampoco 
es un ejercicio inútil . San Pablo no se cierra del. 
todo a la gnosis. La idea de que Dios puede ser 
conocido desde las criaturas, se encontraba ya en 
el Libro de la Sabiduría y es un poco el primer 
nihil obstat a la filosofía y a una cierta gnosis. 
Ahora bien , el Dios que predica San Pablo, y que 
en tantos aspectos se asemeja al Dios de Filón, 
tiene una característica específica: es un Dios que 
ha encarnado realmente y que ha sido sujeto de un 
acontecimiento histórico . Siendo bastante difusa, 
en aquellos tiempos , la linde que separaba lo his-
tórico de lo mitológico, se comprende que el dis-
curso de San Pablo fuese interpretado como una 
forma de gnosis por sus contemporáneos . 
San Pablo no consiguió un gran predicamento 
durante su propia vida. Fue después de la gran 
catástrofe del año setenta, la que significó para los 
judíos la nueva destrucción del templo, cuando 
surgió una nueva forma de esperanza mesiánica, 
más escatológica que histórica, y cuando las con-
diciones se hicieron propicias para que la doctrina 
predicada por San Pablo cristalizara en una nueva 
forma de religiosidad. Se configura, entonces, una 
matriz enormemente plástica, en la que confluyen 
diversas genealogías , y que contribuye a la lenta 
decantación de la ortodoxia. La primera caracte-
rística es la fidelidad al Antiguo Testamento, la 
idea de que hay una distancia infinita entre el 
hombre y Dios y de que se requiere una mediación 
y una Iglesia. A partir de ahí, todos los temas 
gnósticos son asumidospor la ortodoxia en la 
medida en que se integren en la Iglesia. Por ejemplo: 
lo que era el pleroma gnóstico se convierte en el 
Cuerpo místico de Cristo, es decir, en la misma 
estructura de la jerarquía eclesiástica. Este fenó-
meno, la gnosis asumida subterráneamente y con-
denada oficialmente, es decisivo para la definición 
112 
de la primera ortodoxia de la cristiandad. Y para 
la correspondiente neutralización del hinduísmo 
subterráneo. 
Recapitulemos nuevamente. ¿Qué es la gnosis? 
Ante todo hay que decir que la gnosis es un fenó-
meno más antiguo que sus correspondientes here-
jías cristianas. Precisamente el estudio de esas 
herejías , con sus mitologías anexas , confirman el 
carácter parcialmente oriental del Nuevo Testa-
mento en contraposición con el carácter irreduci-
ble del Viejo Testamento. La idea central del 
gnosticismo es el de una salvación a través del 
conocimiento y en el conocimiento. No hace falta 
un salvador interpuesto , cabe la autoliberación . 
La esencia de la gnosis , incluso etimológicamente, 
es , en este contexto, la misma que la del famoso 
jñana yoga, Jñiina y gnosis son equivalentes. In-
cluso etimológicamente proceden de una raíz co-
mún conservada a través del latín en las lenguas 
romances . Conocimiento, con-naissance, significa 
nacer-con , hacer nacer, producir, asimilar a través 
de un metabolismo que identifica al cognoscente 
con lo conocido. La raizjña significa saber, cono-
cer, y es la misma para (gig) gnosco, aunque no 
pueda afirmarse con certeza que lo sea también 
para gignomai, (g)nascor, etc. La idea central del 
gnosticismo es la de una salvación a través del 
conocimiento, o mejor dicho, en el conocimiento. 
A diferencia de la salvación semítica, que es una 
salvación por persona interpuesta, la salvación, o 
mejor dicho liberación, gnóstica, se produce sin 
intermediario alguno. (Dejo aparte las adherencias 
mitológicas con que se presentó el gnosticismo). 
Ello es posible porque lo mismo que en la gran 
tradición hindú, la distancia entre Brahman y At-
man se elimina. Donde hay gnosis no hacen falta 
ni la fe ni la esperanza. 
Otro de los grandes equívocos al tratar del gnos-
ticismo es entenderlo como racionalismo. El gnos-
ticismo sólo es racionalista en la medida (parcial) 
en que es griego y en la medida en que para la 
mente griega sólo lo necesario es inteligible. 
Ahora bien, incluso por debajo de las fórmulas 
dualistas , late una vivencia mística. Pero esta vi-
vencia tiene diversas maneras de expresarse. 
Y ello se advierte en el caso del budismo y 
del hinduísmo. El carácter activo de la gnosis 
descubre a brahman, el absoluto. La tenta-
ción del jñiinamiirga consiste en dejar de ser 
marga, camino, para convertirse en mera especu-
lación. Pero la gnosis no es un conocimiento ra-
cional. (Lo será, en cambio, la gnosis de Hegel). 
Hay que hablar, más bien, de una experiencia sin 
conciencia, toda vez que el sujeto consciente ya 
no es capaz de percibirse como un ente separado 
y único. En general, toda experiencia trascenden-
tal , ya sea propuesta por el budismo, por el Ve-
danta, por el sufismo o, incluso , por el misticismo 
cristiano, implica una negación radical e incondi-
cional del ego que aparente ser el protagonista de 
Prisciliano 
la experiencia trascendental. Lo que ocurre es 
que, expuesto con categorías grecosemitas, todo 
esto recibe el nombre tabú de panteísmo, y de ahí 
el recelo judeocristiano respecto hacia este tipo de 
misticismo. 
Pero llámese gnosis, misticismo, orientalismo o 
como se quiera, el hecho es que toda esa corriente 
reprimida por el cristianismo oficial (por la ideolo-
gía de la Cristiandad) reaparece subterránea-
mente. De hecho, el Evangelio de San Juan re-
coge no pocos motivos gnósticos y sirve para acu-
ñar la figura de un Cristo pacífico, cuyo reino no 
es de este mundo y que, en consecuencia, no 
interfiere con los poderes seculares. Lo que ocu-
rre es que, a nivel inconsciente, la Iglesia no 
quiere desenmascarar jamás su ambivalencia. Y, a 
su manera, transmite todo lo que oficialmente re-
prime. 
Resumiendo. La esencia de la gnosis es el gnana 
yoga: alcanzar la perfección por la vía del cono-
cimiento. Porque el hombre es ya de naturaleza 
divina, y todo lo que hay que hacer es sacar las 
interposiciones que nos ocultan nuestra propia di-
vinidad (la identidad Atman/Brahman). El hombre 
alcanza a Dios, pues, por la conciencia más íntima 
de sí mismo. La gnosis se opone, así, a la idea de 
la creación. 
Hubo, al principio, una gnosis cristiana, la de 
los alejandrinos Clemente y Orígenes, verdaderos 
fundadores de una «filosofía cristiana». Por pri-
mera vez usaron la especulación filosófica (gnosis) 
para sostener su religión positiva. Filón había he-
cho algo semejante con respecto a la religión ju-
día, y los estoicos con respecto a los ritos anti-
guos . Orígenes distinguió entre un significado lite-
ral, uno histórico y uno espiritual de los textos. 
Orígenes favoreció la distinción entre pistis (fe 
sencilla del pueblo) y gnosis (conocimiento propio 
del teólogo iniciado). Pero, con el tiempo, el énfa-
sis esotérico quedó sofocado. 
Y, en todo caso, fueren gnósticos cristianos o 
heréticos , hay algo que subyace: la tensión entre 
gnosticismo y organización eclesiástica; la defensa 
de un radicalismo ético contra la tentación de 
adaptarse al mundo; el esoterismo ( aletheia) 
frente al exoterismo ( doxa); la aspiración a la sal-
vación individual frente al monopolio eclesial; el 
rechazo del juridicismo romano. No es la gnosis 
un mero helenismo como pretendía Harnak. Hay 
muchas más genealogías: dualismo iranio, sincre-
tismo judío, hinduísmo. Emanando de Dios , el 
hombre es de naturaleza divina y tiene que «des-
pertar» a esa naturaleza divina por la conciencia 
más íntima de sí mismo: A pesar de que los neo-
platónicos se opusieran a las tendencias gnósticas, 
la frontera era difusa. Subyace la idea de que el 
individuo se puede autoliberar alcanzando, por la 
vía negativa, su propia identidad con lo absoluto. 
Y ya que esta conferencia, más que seguir un 
hilo conductor se trata de dar una colección de 
Salvador Pániker 
113 
incitaciones, quisiera sugerir ahora, y a raíz de lo 
que acabo de decir, un fenómeno que me parece 
relevante y actual. Me refiero a la secreta afmidad 
entre la gnosis oriental y el anarquismo. Más de 
una vez he hablado del anarquismo como taoísmo. 
Aquí pudiéramos generalizar. Hay una afinidad 
entre el hinduísmo subterráneo de Occidente y la 
intuición más profunda del anarquismo: presentir 
el «origen» de la energía autoliberadora que hay 
en cada uno de nosotros y que nos permite tras-
cender el canal mostrenco de un código impuesto 
y controlado por un poder social. Aquí surgiría un 
enjambre de cuestiones. Hay un tipo de experien-
cia que nos produce temor, temor a profundizar 
en cierta dirección. Yo me pregunto hasta qué 
punto los que hablamos de estos temas hemos 
conducido nuestra propia experiencia hasta su lí-
mite. El caso es que la cultura en la que nos 
hallamos sumergidos conspira constantemente 
para que detengamos el fluir de la experiencia. 
Se dirá que no siempre la gnosis está ligada con 
la mística, dada la famosa dualidad entre el cuerpo 
y el espíiritu. Pero ya he dicho que esta dualidad 
es penúltima, no última. Lo que importa es la 
distinción entre pistis y gnosis , entre fe y «Cono-
cimiento». Donde hay «Conocimiento», donde hay 
esa gnosis, no hace falta la fe, n9 hace falta la 
pistis. La ya citada gnosis cristiana, más o menos 
ortodoxa, la de Orígenes y la de Clemente admitió 
esta dimensión esotérica. Ahora bien, la Iglesia 
acaba apostando por el exoterismo, por el popu-
lismo de la base. Precisamente en ello hay que 
encontrar una de las claves de su éxito, junto a la 
estricta organización jerárquica del clero (sin para-
lelo en las otras religiones orientales de misterios 
con las cuales tuvo que competir). El resultado, 
como digo, es que el código judeocristiano aunque 
enormemente plásticoy ecléctico en un principio, 
se va configurando apostando por lo exotérico y 
no por lo esotérico, por la base y no por la élite, 
por la fe y no por la gnosis, por la jerarquía y no 
por la libertad. Paulatinamente el sistema cristiano 
se convierte en un gran Superego que reprime 
toda espontaneidad mística: un confucianismo al 
que le falta su correspondiente taoísmo (excep-
tuando la tradición monástica, la cual, sin em-
bargo, también acabará integrada). 
Pero ya dije antes que llámese gnosis, misti-
cismo, orientalismo o como se quiera, el hecho es 
que toda la corriente reprimida por el cristianismo 
oficial tiende a reaparecer subterráneamente. 
Queda almacenada en el inconsciente colectivo y 
hace así posible la sublimación crítica. Prisciliano 
y los gnósticos perdieron oficialmente la partida, 
pero el priscilianismo y el gnosticismo, de un 
modo u otro , llega hasta nuestros días. Los Nue-
vos Gnósticos se remiten hoy, no sólo a la sabidu-
ría china o hindú, sino a la propia tradición subte-
rránea de Occidente. Esta tradición incluye el pa-
ganismo nórdico y mediterráneo, el orfismo, la 
gnosis pagana o cristiana, la mística renana y es-
pañola, la mística «Cósmica» de un Jacob 
Boehme, el romanticismo. Comienza a cobrarse 
conciencia de que la Cristiandad había secues-
trado muchas energías sagradas del origen, po-
niéndolas al servicio de una determinada opción 
social. 
El caso es que en los mismos orígenes del cris-
tianismo cabe encontrar buena parte de la energía 
mística que se fue reprimiendo. Al principio, el 
cristianismo unía a Oriente con Occidente. En el 
contexto del helenismo, se podría incluso conside-
rar al Nuevo Testamento como un puente de 
unión entre la religión semítica y la religión hindú. 
El precepto cristiano de negarse a sí mismo es 
comparable con el concepto budista del vaciarse 
de sí mismo. Tengamos en cuenta que la mayoría 
de las tradiciones monásticas y mediativas del 
cristianismo procedieron -de Etiopía y Egipto, paí-
ses que tenían un permanente intercambio de sa-
bios y místicos con la India. En la tradición judía 
no existe nada parecido al celibato de los monjes. 
La palabra monje (en inglés, monk) puede que 
derive del griego monos, el que está solo, y cuya 
raíz sánscrita sería muni, que también significa 
monje u hombre de los bosques según el Rig 
Veda. En fin, Rudolph Bultman, entre otros , ha 
defendido el influjo de la gnosis precristiana sobre 
el discurso teológico de San Juan (es decir, sobre 
el autor anónimo al que la tradición ha llamado 
San Juan). Desde luego las características comu-
nes del lenguaje son notables. (Dice San Juan, por 
ejemplo, que no creer en Jesucristo es no querer 
ver, y que la salvación se opone a la tiniebla). 
Está claro, en todo caso, que el helenismo sirve 
de caldo de cultivo para que el cristianismo pueda 
absorber nociones de origen gnóstico, y acaso más 
remotas. Esta línea de pensamiento, al cruzarse 
con el código semítico, da lugar a la teología del 
verbo, a la metafísica de las ideas divinas y a la 
noética de la iluminación. Se comprende que el 
cristianismo predicado por San Juan y (en parte) 
por San Pablo fuese interpretado como un men-
saje gnóstico entre hombres empapados en el sin-
cretismo religioso del Mediterráneo oriental. El 
propio Plotino, en su tratado contra los gnósticos, 
no distinguió entre estos y los cristianos. Signifi-
cativamente, los gnósticos cristianos del siglo II, 
Marción, Basílides y Valentín, rechazan el Viejo 
Testamento y asumen (a su manera) el Nuevo. 
Pero, lo mismo que a los cátaros del siglo XII, la 
Iglesia les condena enérgicamente, al mismo 
tiempo que asume camufladamente buena parte de 
su doctrina. La Iglesia se sabe y se quiere judea-
cristiana: no es para convertirse en «sabio» que 
uno se hace cristiano, escribe San Ireneo. El 
Maestro Eckhart, Bruno, Spinoza, Boehme tam-
bién serán condenados por sys respectivas asam-
bleas; pero de algún secreto manantial sacaron sus 
doctrinas. En cuanto al fundamento de la condena 
114 
va a ser siempre el mismo: hay que ocultar la 
ambivalencia de la sabiduría; hay que ocultar la 
divinidad inmanente, la no-dualidad de la ilimitada 
diversidad -o si se prefiere: la identidad Atman-
Brahman. El leit-motiv del tribunal acusatorio ha 
sido el llamado panteísmo. En general, el término 
panteísmo no es más que una etiqueta que se le 
cuelga a algunas filosofías de índole mística desde 
la metafísica bíblica que identifica al Ser con Dios. 
Pero ya se ve que éste es un marco de referencia 
entre otros muchos posibles. Ya se ve que privile-
giar la famosa declaración del Exodo, «YO soy el 
que soy», equivale a divinizar al ser y a ontologi-
zar a Dios. No es extraño que incluso dentro de la 
misma Cristiandad, la decantación de esa metafí-
sica del Dios/Ser fuera de lenta gestación. 
La Iglesia, digo, reprimió lo místico . El santo y 
el monje, desdeñosos del mundo, fueron conser-
vados como reliquias orientalizantes; pero las au-
toridades religiosas tomaron el camino más pru-
dente. En el largo período de la decadencia del 
mundo antiguo, la Iglesia procedió con infalible 
instinto colonizador. Para edificar la ortodoxia so-
bre el legado de contradictorias líneas subterrá-
neas, la Iglesia utilizó un instrumento asombroso 
de asimilación: así nació la llamada «teología de 
los Concilios», auténtica pieza maestra de cómo 
se puede <<Conciliar» lo inconciliable. Por ejemplo: 
la doctrina de la trinidad (que originalmente pro-
cedía de Egipto) fue una manera de introducir 
solapadamente, simbólicamente, el espíritu del po-
liteísmo por debajo de un código oficial mono-
teísta. El espíritu oe Dios, la ruah (femenina) de 
los hebreos, el pneuma helenístico, la inmanencia 
de Dios en el mundo, todo esto que compromete-
ría el dogma radical del monoteísmo hebreo, es 
incorporado al cuerpo doctrinal como una hipós-
tasis del Dios Uno y Trino. 
El triunfo del cristianismo es la apoteosis del 
eclecticismo bien organizado. Cuando la Ciudad 
Universal estoica se convierta en la Ciudad de 
Dios cristiana, la mayoría de los supuestos éticos 
del estoicismo se van a mantener. Ya había dicho 
San Pablo, recogiendo un lugar común de su 
tiempo, que todos los hombres forman una uni-
dad, y que esta unidad es un solo cuerpo, que es 
el cuerpo de Cristo en la Iglesia. Recordemos que 
la doctrina estoica del Estado Universal había in-
troducido un cierto idealismo en el negocio dema-
siado sórdido de la conquista romana. Recorde-
mos la afinidad existente entre las ideas cristianas 
y los escritos de Séneca. En este contexto, no hay 
razón para considerar que la Era cristiana haya 
sido el comienzo de un nuevo período. Todos los 
grandes conceptos, incluidos los de un derecho 
natural universal, que surge a la vez del providen-
cial gobierno del mundo por Dios, y de la natura-
leza racional de los seres humanos, todo esto pro-
cedía de la filosofía estoica. Igualmente procedía 
de esta filosofía la doctrina de la igualdad entre los 
Prisciliano 
11 
,• 
hombres. Ahora bien, el judaísmo helenizado no 
habría sido suficiente para convertir la primitiva 
secta cristiana en la poderosa iglesia de los siglos 
posteriores. Y es aquí precisamente donde el pa-
pel de Roma es decisivo y donde el genio organi-
zador romano se trasvasa hacia la Iglesia. Es a 
partir de este momento que el cristianismo más 
que una religión llega a ser una matriz cultural. Y 
también un sistema de poder. 
La gran síntesis se produce con San Agustín, 
contrafigura de Prisciliano. San Agustín recoge 
una doble tradición: la del libro de la Sabiduría, 
los alejandrinos, San Clemente, Orígenes, y todos 
cuantos pusieron el cristianismo en continuidad 
con la cultura griega; pero también recoge la línea 
del Apocalipsis, Tertuliano, el San Pablo de la 
Epístola a los Corintios, y en fin, de todo lo que 
suponía una ruptura con la sabiduría clásica. Esa 
segunda línea había prevalecido en épocas de per-
secución, mientras que la primera salía a floteen 
épocas de coexistencia pacífica. Pero ahora se 
trata ya, corno digo, de una nueva estructura de 
poder. Si en Roma la autoridad del gobernante 
derivaba (teóricamente al menos) del pueblo, la 
síntesis cristiana proclama que toda autoridad 
procede de Dios. (Recordemos el precedente bí-
blico de Saúl instituído rey al ser ungido por las 
manos de un profeta). De ahí la creación de una 
institución autónoma, distinta de la temporal, para 
gobernar los asuntos espirituales de la humanidad, 
y, finalmente, la doctrina de la primacía de dicha 
institución espiritual sobre la temporal. Constan-
tino es el fundador del lmperium Romanum Chris-
tianum, que constituye un punto de inflexión defi-
nitivo en relación con la ya decadente Antigüedad. 
Paulatinamente el cristianismo se convierte en el 
gran aglutinante del nuevo imperio. La Iglesia del 
siglo IV es al fin una ecclesia triumphans que 
torna corno ternas ornamentales, no ya la figura de 
Cristo en su pasión, sino la de Cristo en su gloria. 
La Iglesia, excelentemente organizada, es una 
iglesia episcopal desde hace ya bastante tiempo. 
El siglo IV es el siglo de la cristalización dogmática 
con sus polémicas teológicas; es el siglo de Manes 
en Persia, Arrío en Alejandría, Donato en Africa, 
Prisciliano en España. Es también el siglo de los 
hermanos Basilio y Gregorio de Nisa, de Gregorio 
Nacianceno, de Atanasio de Alejandría, de Am-
brosio de Milán, de Antonio «el padre de los mon-
jes», de Jerónimo (veintiún años de trabajo para la 
traducción latina de la Biblia: la famosa Vulgata), 
y en fin de Agustín. 
Personaje fascinante y no menos contradictorio 
que Prisciliano, Agustín es un hombre que de jo-
ven lee las Sagradas Escrituras y las encuentra 
pueriles, sin interés alguno. Sin embargo, y a los 
treinta y dos años de edad, se convierte al cristia-
nismo. Estas conversiones de los grandes padres 
del cristianismo merecerían un estudio interdisci-
plinario detallado. Son fenómenos muy interesan-
Salvador Pániker 
115 
tes. Agustín, lo mismo que Justino, Tertuliano o 
Clemente de Alejandría, procede del paganismo y 
de la filosofía (únicamente Orígenes era de familia 
cristiana) . Sería interesante también estudiar cier-
tas importantes afinidades en los personajes prin-
cipales del cristianismo. Agustín, lo mismo que 
Lutero y que San Pablo debió de ser un gran neuró-
. tico. Pero todos estos hombres transmutaron su 
neurosis en una nueva y formidable energía. 
Inspirador de la idea de lafides quaerens inte-
llectum, así corno del principio del credo ut inte-
lligam, San Agustín transfigura la imagen del im-
perio en la imagen de la Ciudad de Dios. Es una 
imagen monárquica, con el Dios judío trascen-
dente en la cúspide, y con la doctrina (también 
judía) de la vileza original del hombre en la 
base. Impregnado de maniqueísmo, San Agustín es 
un pesimista nato. Con su estilo mental antitético 
e incluso agónico, San Agustín se sitúa en el cen-
tro de todas las tensiones que confluyen en su 
época y muy particularmente de las que hacen 
referencia a la dialéctica entre mística neoplató-
nica (o también gnosis y maniqueísmo) y ortodo-
xia bíblica. Unas veces prevalece esta última, en 
cuyo caso tenernos al Agustín teocrático y autori-
tario que supedita la razón a la fe, y otras preva-
lece la mística, en cuyo caso vernos aparecer la 
teología negativa y la interiorid~d . Lo que ocurre 
es que resulta complicado ser a la vez platónico y 
judío, o si se prefiere, hinduísta y cristiano, y San 
Agustín intenta superar la dificultad construyendo 
un sistema suficientemente ambiguo. Pero preva-
lece el «sistema» sobre la libertad. Es un sistema 
teocéntrico, la apoteósis del monoteísmo y del 
poder central; es un sistema totalitario, una anti-
cipación de una futura gran gnosis, la gnosis de 
Hegel; un sistema que trata de encontrar en Ja 
universalidad de la Iglesia la salvación individual; 
un sistema que, en contra de Palagio -que a su 
manera fue un gnóstico-, niega que el hombre 
pueda naturalmente autoliberarse. Es un sistema 
jerárquico y es un sistema que tiene que hacer las 
más inverosímiles piruetas para conciliar la liber-
tad humana con una gracia divina, que más que 
gracia parece ya arbitrariedad: que condena a 
unos y salva a otros. 
La Ciudad de Dios es una obra filosófica, teoló-
gica, histórica y a menudo folklórica. Es ante todo 
un escrito apologético destinado a responder a 
quienes acusaban al cristianismo de ser el respon-
sable de la caída del Imperio Romano. La réplica 
de Agustín consiste en darle la vuelta al argu-
mento: los propios paganos, cuando Roma era 
grande, habían practicado ya las virtudes que hoy 
practican los cristianos. Una nueva Roma, la 
Roma cristiana, podrá renacer. En definitiva, el 
motor de la historia no está en la sociedad sino en 
la acción divina. De ahí que si la Iglesia y el 
Estado son entidades distintas, el Estado deba 
someterse a la Iglesia en todo lo que concierne a 
la religión. He aquí las bases del Imperio Cris-
tiano. El judaísmo reformado de los cuatro prime-
ros siglos se convierte en el cristianismo imperial 
de la Civitas Dei que confiere legitimidad al abso-
lutismo pontificio. La semilla antimística del ju-
daísmo reformado prevalece. Y prevalece sobre 
todo en Occidente, donde el gran vacío político 
creado por el desmoronamiento del Imperio, hace 
de la Iglesia el único poder auténticamente real e 
incluso secular de la época. San Agustín publica 
De Civitate Dei desde la Senectus mundi cuando 
Roma ha sido ya invadida por los bárbaros de 
Alarico (año 410) . 
Y dicho sea de paso, no tenían muchas ganas 
los famosos bárbaros de destruir el Imperio. Las 
tan traídas y llevadas invasiones, fueron numéri-
camente poco numerosas: se trataba más bien de 
un excedente juvenil de pueblos germanos. Unos 
pueblos que no parecen líaber poseído homoge-
neidad étnica sino sólo idiomática; que residían eh 
caseríos aislados, eran ganaderos, y que durante 
siglos habían mirado con enorme respeto a Roma. 
Al encontrarse con que lo único que quedaba incó-
lume de Roma era la Iglesia, asumieron fácilmente 
a la Iglesia. La unidad litúrgica contribuyó al man-
tenimiento de la unidad imperial. 
En suma, la Iglesia apuesta por el orden, por el 
imperio, por la estructura, y en consecuencia des-
confía de los gnósticos, de los panteístas, de los 
magos, de los ocultistas y de los esotéricos. La 
suerte de Prisciliano está echada de antemano. 
Este es el marco de referencia que encuadra la 
tragedia personal de un hombre, Prisciliano, pero 
también de una subcultura que va a permanecer 
subterránea durante más de mil años. 
He hablado del hinduísmo subterráneo de Occi-
dente, pero en realidad sería más preciso referirse 
a una tradición subterránea. Tradición subterrá-
nea que en cierto modo puede identificarse con 
todo lo oriental, pero también con todo lo arcaico, 
lo esotérico y lo que no es propiamente Occi-
dente. «Oriente es Oriente, Occidente es Occi-
dente y jamás se encontrarán». Así decía Rudyard 
Kipling a comienzos de siglo. Bien; me temo que 
Kipling se dejó seducir por un clisé. Según se 
mire, no sólo Oriente y Occidente terminan en-
contrándose sino que, en cierto modo, jamás se 
separaron. Ciertamente, el código del judeocris-
tianismo (Occidente), aunque muy plástico y aco-
modaticio en sus comienzos, terminó apostando 
por una sola cara de la moneda: lo exotérico y no 
lo esotérico, la fe y no la gnosis, la jerarquía y no 
la libertad, la autoridad y no la mística. Pero llá-
mese gnosis, misticismo, orientalismo o como se 
quiera, el hecho es que toda esa corriente repri-
mida por el cristianismo oficial tiende a reaparecer 
suterráneamente; queda almacenada en el incons-
ciente colectivo y hace así posible la sublimación 
crítica. Hay una tradición subterránea en Occi-
dente. 
116 
En resumen. Se podría escribir una tesis sobre 
el hinduísmo subterráneo de Occidente. En parte, 
esta tesis ha sido escrita ya por Denis de Rouge-
mont en su famoso ensayosobre El amor y Occi-
dente. La obra de Emile Bréhier sobre los oríge-
nes hindúes del neoplatonismo se sitúa igualmente 
en esta línea. Pero no sólo las relaciones entre 
Plotino y el hinduismo son poco conocidas ; tam-
poco es mucho lo que se sabe sobre los orígenes 
persas y órficos del platonismo o sobre los ele-
mentos hindúes que hay en la mitología celta, y de 
todo cuanto de manera sorprendente emerge, 
siempre a través de alguna transacción (en rela-
ción con el código vigente), en momentos de crisis 
de la historia de Occidente. Cuando más estudia 
uno la Historia de la Cultura y de las Religiones, 
más se siente obligado a reconocer la permanente 
y completa interfecundación de mitos, ritos y 
creencias. 
Junto a las grandes tradiciones oficiales de la 
cultura existe (en cualquier comunidad) una tradi-
ción subterránea, a menudo mística, que configura 
una Gran Subcultura que se opone a las iglesias y 
a los estados en tanto que aparatos reguladores de 
la cohesión social. En Occidente, muchos de estos 
aspectos subterráneos afloran ya en el romanti-
cismo como negación del humanismo tradicional. 
Se prolongan, luego, en el arte abstracto. Octavio 
Paz ha señalado la huella de la tradición hermética 
y ocultista en la obra de Mondrian, Kandinsky, 
Klee. Escribe Paz: «Hermetismo y ocultismo son 
manifestaciones de la otra religión de Occidente, 
la religión subterránea, fundada en la analogía. Es 
la creencia en la correspondencia universal que 
los románticos recogen del neoplatonismo rena-
centista y del ocultismo de los siglos XVII y 
XVIII. En Francia, a través de Baudelaire, Rim-
baud y Mallarmé, esa corriente llega hasta Apolli-
naire, los surrealistas y Henri Michaux. Es una 
corriente universal: Daría, Yeats, Pessoa .. . Todos 
estos movimientos tienen algo en común: son rup-
turas de la tradición central de Occidente y e,stán 
directamente afiliados al romanticismo». 
Otro rasgo romántico: el cubismo absorbe tradi-
ciones ajenas a la greco-romana, como el arte 
negro. En suma; lo que llamamos tradición occi-
dental no pasa de ser una caricatura y una abs-
tracción. Más aún la llamada cultura occidental es 
occidental en la medida en que se erige contra las 
mil tradiciones subterráneas que también la cons-
tituyen. El caso es que la subcultura y la cultura, 
lo reprimido y lo oficial, entran en una relación 
dialéctica que explica el proceso crítico en gene-
ral. Sin el empuje subterráneo del origen no habría 
ciencia, no habría empuje indagatorio. Incluso en 
Occidente, la progresiva pasión del mundo, y la 
pasión por el mundo, no pueden explicarse si nos 
atenemos exclusivamente al código oficial. La pa-
sión, sea esta amorosa, guerrera, científica o polí-
Prisciliano 
tica, es siempre una herejía: procede de la Subcul-
tura Underground; procede de la locura y del caos 
reprimido. Procede de la divinidad inmanente. 
Procede del origen. 
Y termino ya. Prisciliano resucita en la implo-
sión cultural de nuestro tiempo, cuando todo lo 
reprimido asoma. El hinduísmo subterráneo de 
Occidente es un tema que puede generalizarse. 
Hay en toda religión, es decir, en toda cultura, 
una dialéctica entre pistis y gnosis, entre coacción 
y libertad. Es una de las grandes tragedias cultura-
les de Occidente el que no disponga, junto a su 
' Salvador Pániker 
117 
«Confucian ismO >> oficial, su correspondiente 
taoísmo. La descodificación. Cada uno de nosotros 
presiente que está constituido por un secreto. El 
tema de Prisciliano es el tema del retorno a lo 
secreto, a lo místico, a la autorecreación. Lo cual 
resulta tanto más relevante cuanto que la tan 
traída y llevada crisis económica nos ha dejado, 
en esa parcela del mundo llamado Occidental, sú-
bitamente sin anestesia. Es la hora de -
aproximarse a ~o r~al y a lo complejo, a lo ~>:_:_­
secreto y a lo mcterto. Es la hora de un _ · ;···· 
nuevo misticismo.

Continuar navegando