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DICCIONARIO DE ARQUITECTURA VOZ CREATIVIDAD - EMILIO GARRONI

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Diccionario de Arquitectura 
Voz Creatividad
Emilio Garroni
Dirección Series Editoriales
Jorge Sarquis
Coordinadores
Víctor Álvarez Rea
Silvina Esposito
Diseño Series Editoriales
Karina Di Pace
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, 
no autorizada por los editores, viola derechos reservados; cualquier utilización debe ser previamente
solicitada.
© 2007 nobuko
isbn: 978-987-584-120-8
Septiembre de 2007
Este libro fue impreso bajo demanda, mediante tecnología digital Xerox en 
bibliográfika de Voros s.a. Av. Elcano 4048, Ciudad de Buenos Aires.
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fadu – Ciudad Universitaria
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Garroni, Emilio
Diccionario de arquitectura: voz creatividad. - 1a ed. - Buenos Aires: Nobuko, 2007.
142 p.; 21x15 cm. (Serie Textos Teóricos dirigida por Jorge Sarquis)
Traducido por: Jorge Francisco Liernur
isbn 978-987-584-120-8 
1. Diccionario de Arquitectura. I. Liernur, Jorge Francisco, trad. II. Título
cdd 720.030
mailto:info@bibliografika.com
www.bibliografika.com
mailto:cp67@cp67.com
www.cp67.com
Jorge Francisco Liernur
traducción
Diccionario de Arquitectura
Emilio Garroni
diccionario einaudi | italia | 1975
nobuko
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias 
sobre Creatividad en Arquitectura | SI | FADU | UBA
Voz Creatividad
prólogo, jorge sarquis
creatividad, emilio garroni
1. Desde el punto de vista del lenguaje común
2. Porqué una noción moderna
3. Creatividad y legalidad
4. Kant y la fundación filosófica del problema
5. Arte y creatividad
Abreviaturas
e.m.a.: Encyclopédie Méthodique. Architecture.
d.h.a.: Dictionnaire historique d’architecture.
d.s.a.: Dizionario storico di architettura.
7
19
39
63
96
126
Índice
Prólogo
Dr. arq. Jorge Sarquis
En el grupo de jóvenes críticos e historiadores de La Escuelita
y el cesca de los años 80, los materiales teóricos no tenían el pres-
tigio de los históricos. Así, la revista Materiales que publicábamos
por entonces, privilegiaba estos últimos. Entre las causas que da-
ban lugar a este escenario rondaba un imaginario prevalente: “des-
de la teoría todo se podía justificar”, pero en cambio, a los hechos
históricos había que demostrarlos con estudios de fuentes, hacer
interpretaciones arriesgadas que develaran el porqué las cosas se
habían difundido tal como lo decían y no como realmente “habían
sido”, según lo que aquí se develaba.
La traducción que realizó Liernur del texto teórico “Creativi-
dad” –que me había facilitado generosamente Rosa María Ravera–,
y las conversaciones que compartimos con el filósofo Garroni
–invitado por la Cátedra del Objeto de Ricardo Blanco en la fadu–,
arrojaron mucha la luz sobre el asunto, al menos para los que es-
tábamos trabajando las cuestiones de la creación y la creatividad.
Un tema que había invadido todo, que se había popularizado y ba-
nalizado desde el mundo de la publicidad, y que en nuestro grupo
intentábamos indagar en profundidad desde sus raíces filosóficas,
estéticas, psicológicas y hasta socioculturales.
En términos actuales se había globalizado y, en la misma me-
dida que se extendía a todos los cuerpos de saber y hasta en las for-
mas de vida, se configuraba y exigía un pan-creacionismo, que com-
prometía la misma profundidad del concepto. En tal sentido se
practicaba desde la pedagogía, la psicología, hasta la sociología y
e m i l i o g a r r o n i8
cualquier otro saber, la idea de una creatividad indiscriminada. A
tal punto que se había desplazado el conocimiento constituido, por
la idea de creación individual, y si ésta salía desde la interioridad
del sujeto -sea inconciente o corporal– tenía mayores garantías de
solidez, veracidad y sobre todo credibilidad. 
La espontaneidad había ganado terreno –recibiendo un gran
impulso desde el postmodernismo– frente al saber académico es-
tabilizado porque éste era muy “acartonado”. De allí que la deses-
tructuración, la caída de las categorías del pensar -acusadas de me-
tafísicas-, la pérdida del prestigio de la construcción paciente del
saber, eran aceptadas y hasta celebradas y, en consecuencia, se apo-
yaba una actitud celebratoria de todos los temas de la creatividad.
El trabajo de Garroni puso, en gran medida, un punto de in-
flexión a todo el devaneo inconsistente sobre el asunto. Para los
que trabajábamos el tema, fue un enorme alivio y tranquilidad sa-
ber que el camino de rigor que habíamos iniciado era verdadero,
que el facilismo del pan-creacionismo no podía sino conducir a los
errores de los hechos espontáneos, que no garantizan el saber que
se afirma, al menos hasta que otra teoría lo desmienta. 
El itinerario del texto del filósofo italiano tenía también otro
inconveniente: era extenso, y lo que en ese momento se pedía –por
los que en el país trabajaban el tema– eran textos cortos “porque
no tenemos tiempo para leer textos largos”. Para nosotros su ex-
tensión nos agradaba pues el contenido del mismo iba desgranan-
do una serie de temas que el índice anunciaba y que merece la ale-
gría de su consideración, y esto permitía una comprensión del
problema de un modo global y no instrumental-listo para usar.
Vamos a recorrer algunos ítems que el autor marca como ca-
pítulos de su texto y que tuvo efectos sobre nuestra comprensión
del tema-problema. 
Abordar la creatividad desde “el punto de vista del lenguaje
común”, es una consideración básica para quienes comienzan una
investigación sobre este tema, y a partir de allí incursionar y rema-
tar en el más estricto lenguaje especializado. Ésto es lo que per-
mite crear un mundo propio del asunto, que si bien se nomina crea-
tividad, su familiaridad con la creación –término con más ancestros
y prestigio– y con la innovación es necesario de indagar pues en el
imaginario colectivo sostienen una tensión nada pacífica.
El conjunto de temas que va desmenuzando el texto transita des-
de las cuestiones de la creatividad en la naturaleza, en la cultura, has-
ta esa relación tan compleja y cargada de juicios previos como ins-
tinto-inteligencia. Allí se ventilan los desacuerdos que hay sobre si
el conocimiento anula o incentiva el instinto creativo; es un impul-
so o hay –como sostiene Gladys Adamson en su libro– 1 una pulsión
creadora en el hombre. ¿La inteligencia se opone a la creatividad?
¿Siempre la repetitividad es opuesta a la creatividad? Son temas y
preguntas que no se cierran con respuestas fáciles, pero enriquecen
el debate y tematizan un tratamiento acorde con el nivel general.
¿Es la casualidad una explicación de los actos que considera-
mos creativos? O es apenas una seudo explicación que deja sin ex-
plicar, porque tal vez no exista, el salto creativo desde unas condi-
ciones previas que hacen imposible pensar en la aparición de algo
realmente inesperado. 
La “creatividad” es un rasgo pertinente del comportamiento
humano, pero ésto no implica que los otros niveles de los seres
vivos no muten e innoven con el tiempo. Lo que ocurre es que el
hombre, afirma Garroni, lo busca para resolver un problema o un
pseudo problema, lo que no implica necesariamente banalidad, sino
afán de cambiar el mundo, incluso al interpretarlo.
Pero la creatividad es una noción moderna, ¿y por qué? Por-
que si la modernidad comienza con el Renacimiento, antes la crea-
ción solo podía realizarla el supremo hacedor, es decir Dios. El
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 9
1 Adamson, G.; Bouquet Martínez, C.; Sarquis J.: “Creatividad en la Arquitectura desde el
Psicoanálisis”, Paidós, Buenos Aires, 1985.
hombre toma un lugar de creador sólo cuando decide desplazar
a Dios de ese lugary colocarse él, no sin culpa por cierto. Lue-
go será la razón en el siglo xviii –de las luces– la que termina
concibiendo a un sujeto cartesiano emprendedor y dueño de su
destino. Después vendrán los grandes relatos y su caída, pero
siempre estará el eterno retorno del tema de la creación, su misterio,
su cifra, como una incógnita que nunca terminamos de develar
por completo. 
Así la creatividad es descubierta por y para el hombre hacia
el siglo xv e incentivada en el iluminismo y el romanticismo eu-
ropeo. Aunque fuera practicada no tenemos registros de que fue-
ra conciente en otros pueblos y otras latitudes temporales. Esto
no significa que no hubiera, para nuestro modo de ver y pensar,
hechos u objetos creativos, sino que no podemos saber si para
esas culturas ésto constituía un valor, si era apreciado o negado,
si era una finalidad, en fin, si fue tematizada como la idea de cre-
ación o creatividad tal como lo concebimos en occidente. Por cier-
to, la creación no se valoraba para los griegos del período helé-
nico, que privilegiaban la mímesis, justamente en el período más
creativo de ese pueblo. 
La novedad es un tema del romanticismo y, cuando no se la
poseía, se la importaba de las colonias como elementos exóticos.
Pero la novedad no implicaba valores disciplinares, por ello para
muchos sólo la novedad alcanzaba para satisfacer sus afanes de
creatividad.
Se suele afirmar que formular “una teoría de la creatividad”
–y sobre ésto también predica el autor– se constituye en un oxí-
moron, una contradicción en los términos. Pero creemos que ésto
responde a una determinada concepción de lo que es, o mejor,
de lo que debe ser una teoría. Veamos algunas definiciones de di-
cho término: “si una teoría es un conocimiento especulativo con in-
dependencia de toda aplicación”, o “una serie de leyes que sirven
e m i l i o g a r r o n i10
para relacionar determinado orden de fenómenos”, o “una expli-
cación que da una persona de algo, o interpretación de hechos o
acontecimientos y que responde a la pregunta: ¿cuál es tu teoría
acerca de lo que ha pasado?”, o aquella especulación del lenguaje
común, “sin haber sido comprobado en la práctica: en teoría, esto
debería funcionar”, o del libro de Kant: “Tal vez eso sea correcto en
teoría, pero no sirve para la práctica” extraordinario y breve texto
del filosofo alemán.
Todas estas aproximaciones a la idea de teoría nos son de uti-
lidad para pensar que es posible formular una teoría sobre la cre-
atividad, no en la intención de agotar su explicación, o la de in-
dicar caminos a seguir para ser sujetos creativos, sino más cerca
de la definición aristotélica sobre los tres niveles de la teoría –so-
phia, nous, episteme–, y de ello colocándonos próximos a la sophia
que a la episteme que habla de una definición de la teoría con as-
piraciones de indicar acciones de obligado cumplimiento. Por eso
nuestro trabajo intentó predicar sobre el punto para dar a cono-
cer todo lo que se puede esclarecer del tema, sin dar indicacio-
nes ni establecer regularidades científicas, donde la definición de
teoría tenga una precisión positivista.
No podemos ni debemos ignorar que hay muchas investigacio-
nes sobre la creatividad que provienen del campo de la ciencias lla-
madas duras, como la de Prigogine, o del campo de la psicología
–nosotros mismos hemos trabajado y publicado un libro 2 desde esta
aproximación– pero fue en beneficio de alumnos cuyas trabas para
el trabajo proyectual se hacían evidentes en el orden de lo psicoló-
gico –o de los procedimientos– y no en el orden del conocimiento
de la disciplina. Nuestra intención y búsqueda estaba centrada en
un mayor conocimiento del problema, no con fines de un uso ins-
trumental del concepto. Muchas veces hemos sido convocados por
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 11
2 Ver libro citado en nota 1.
grupos y cátedras para dar mayor incentivo creativo a sus alum-
nos a los que veían desmotivados para trabajar, aclarado el error
nos preguntamos si no es el mismo tema el que nos crea esas de-
mandas, o tal vez las expectativas falsas que, sin querer, nosotros
mismos levantamos.
El juego y las reglas
Si bien Gadamer y, actualmente Katya Mandoki, anuncian el
parentesco que hay entre la creación, la estésis humana y el juego,
y que éste es la base de la creación que no podemos ignorar, es des-
de esta certidumbre que iniciamos nuestras experiencias de traba-
jando con juegos arquitectónicos del “como si” 3 que nos esclarecie-
ron temas de manera inesperada. Si bien el juego favorece la
creatividad y sin juego es imposible la creación proyectual, los jue-
gos son diferentes, algunos nos predisponen para la tarea y ellos son
los “de carga” y otros nos relajan y desmotivan para el trabajo cre-
ador y a ellos los denominamos “de descarga”.
Hasta la aparición de este texto, no vimos con tanta claridad la
importancia de las reglas para todo análisis de la creatividad, ya que
ésta se da siempre en un campo gobernado por reglas que también
deben ser cambiadas si aspiramos a que su producción sea diferente
o dé respuestas diferentes a los problemas que tenemos entre manos. 
De los dos componentes de la creatividad, hemos diferencia-
do reglas y materiales. Las primeras se refieren a las técnicas espe-
cíficas del hacer, las propias tejné de los saberes particulares que,
si bien son singulares, se pueden enseñar hasta que cada uno las
incorpora, las hace suyas y luego las despliega olvidando el proce-
so del aprendizaje, esto es válido desde conducir una bicicleta, un
auto, jugar al fútbol o tocar el violín.
e m i l i o g a r r o n i12
3 Expuesto con los ejercicios del juego de la arquitectura en el libro citado en nota 1.
Hemos establecido dos tipos de creatividad: la renovadora y la
innovadora. La primera es aquella que modifica sólo alguno de
los términos –reglas o materiales– y la segunda es aquella que mo-
difica ambos términos. En el primer caso hemos hablado de reno-
vación, pues respetando alguno de los componentes citados, la
obra se reconoce sin demasiado esfuerzo y es motivo de placer por
el receptor, pues disfruta con las pequeñas diferencias.
Arte y creatividad
Es otro de los temas que el autor desarrolla. La relación entre
arte y creatividad reemplazó a la identidad que hubo entre arte y
belleza 4 desde el renacimiento hasta bien entrado el período ro-
mántico. Hoy la categoría de interesante ha desplazado a la de cre-
atividad, tal vez porque la misma ha perdido un sentido preciso y,
sobre todo desde Danto, en Estados Unidos a partir de los 90, que
ha resituado al arte como un problema ontológico antes que estéti-
co, y Rancière en Francia quien instala el arte como problema de
la política estética antes que de las bellas artes. 
Garroni mantiene, en la especificación estética del arte, las con-
diciones de la creatividad que pone su foco en el objeto creado y,
al respecto, resulta curioso que tratándose de una condición hu-
mana la misma palabra haya pasado a ser una cualidad del objeto.
La constructividad del Arte
La teoría constructivista del arte, no en el sentido de un esti-
lo o lenguaje sino como un hacer a partir de algunos asertos bá-
sicos, corresponden a Pareyson con su teoría de la normatividad.
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 13
4 La belleza, si bien nace en la Grecia helénica como categoría humana, se la entiende
para las obras realizadas –y no como un don o rasgo del espíritu– recién a partir del
Renacimiento. 
Allí postula un inicio de la actividad artística a partir de trabajar en
una forma formante en permanente proceso de cambio y arribar
finalmente a una forma formada, como cierre de la obra buscada. 
Existe entonces, en el campo de los objetos, aquellas obras
trascendentes que marcan un antes y un después, las obras faro
según Pierre Bourdieu,5 o ejemplares según Pareyson,6 de los que
congenian con el genio y lo siguen, que amplían el territorio de
la cultura y en consecuenciaproducen, al decir de Gadamer,7 un
acrecentamiento de la realidad. Por otro lado, aquellos productos
que se crean para un público que ya conoce el lenguaje o estilo,
es decir que se enmarcan en una corriente de pensamiento cono-
cido, o de variaciones sobre los existentes y que poco agregan al
conocimiento del mundo real. 
Nuestra comprensión de la creatividad
El tema de la creación es objeto de reflexión de la era moder-
na (siglo xv), acentuado en el siglo xx por la aparición con mucha
fuerza de la creatividad que implica tanto a sujetos como a obje-
tos. No es que lo griegos y romanos no apreciaran la creación, pero
ésta se concentraba en la belleza que era perfección y mímesis, (no
olvidemos que adoptamos la mímesis postulada por Ricoeur que
habla de la “configuración” creativa referenciada en un real, pero
que no pretende espejarlo en representaciones). Aristóteles ha-
bía aventurado una hipótesis sobre la poiesis en la que, según sea
la disciplina, se operará con una techné determinada. La poiesis es
el proceso o génesis creativa orientada a un fin, en cambio la po-
e m i l i o g a r r o n i14
5 Bourdieu, Pierre y otros, “Problemas del Estructuralismo”, artículo “Campo intelectual y
Proyecto Creador” México, Ed. S. XXI, 1978. 
6 Pareyson, Luigi, “Estética - Teoría della formativita”, Turín, de “Filosofía”, 1954. Estas ide-
as se tomaron del libro de Umberto Eco, “La definición del Arte”. Barcelona, Ed. Martínez
Roca. 1970.
7 Gadamer, Hans Georg, “Verdad y Método”, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1977.
sesión de una techné carece de sentido si no tiene un objetivo en
el interior de la poiesis.
En nuestras investigaciones sobre creatividad hemos conclui-
do –y este texto de Garroni ha sido fundante para ello– que esta
noción se adapta para hablar de los sujetos creativos y de los ob-
jetos creativos. Es decir la misma palabra vale para cualificar am-
bos actores –humanos y no humanos– en los términos en que lo
plantea Latour.8 Incluso el que podamos hablar de sujetos creati-
vos sólo puede verificarse cuando los objetos por ellos producidos
son considerados como objetos creativos por los dispositivos socia-
les de consagración. Nadie es creativo por sus fantasías potenciales
in mente si no concreta un producto con algún hacer que posibilite
su captura mediante alguno de los sentidos humanos. 
La designación y valoración de objetos creativos sólo es po-
sible si realizamos un estudio del campo cultural e intelectual del
contexto –temporal y espacial– de dónde se produce la obra, re-
conociendo que el mismo es un campo de lucha de ideas, inte-
reses, posiciones teóricas, etc. en el cual los mecanismos de con-
sagración y las instituciones autorizadas para ello son parte de esa
lucha por cierto muy interesada. En este sentido es necesario re-
conocer el impacto que el objeto produce en el sujeto receptor
–su estésis– donde fruición o rechazo y valoración, según nues-
tros códigos y convenciones culturales, nos posibilitan opinar del
mismo y además su semiosis nos facilita su reconocimiento para
dar sentido al mismo. 
La designación de los sujetos creativos, además de dividirse en
los diferentes roles en que se distribuyen en un equipo,9 se estudia-
ron en las macro fases de los procesos de creación proyectual y tam-
bién en las micro fases de reflexión y proposición, diferenciándose
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8 Latour, Bruno, “La esperanza de Pandora”, Ed. Gedisa, Barcelona, 1999. 
9 Sarquis, Jorge, “Itinerarios - Ficción Epistemológica”. Tesis doctoral Tomo 1, Cap. V, sobre
Creatividad. Ed. Nobuko, Buenos Aires, 2003.
en los diferentes campos de actuación: formación, investigación y
profesión.
También hablamos de cuatro indicadores a observar para ha-
blar de la designación de los objetos creativos, a saber: a. Por el
modo de producción en sus reglas y materiales; b. Por el modo de
recepción; c. Por la colocación en el campo intelectual y cultural,
y d. Por los valores que porta la obra. Desde luego que esta rela-
ción no es neutra y está cargada con nuestras posiciones teórico-
ideológicas, sobre lo que pensamos que debe ser la creatividad y
especialmente en arquitectura que es nuestra especialidad.
Como síntesis se han establecido cuatro indicadores básicos
para caracterizar la creatividad en los objetos:
i. Según sea el modo de producción: existirían tres tipos dife-
renciados, predominantemente innovadores, renovadores o repro-
ductores. La primera, más ligada a la invención, coloca algo nue-
vo en el mundo; la segunda a la reforma o reformulación a partir
de algo que ya existe; y en la repetición o reiteración no se con-
sidera casi la existencia de creatividad. Innovación de las reglas
y/o principios constructivos que modelan materiales culturales
y sociales latentes o no culturalizados y renovación con leyes y ma-
teriales conocidos. De todas maneras la construcción de un objeto
creativo –innovador o renovador– no posee automáticamente por
este hecho valores disciplinares o transdisciplinares, más allá de
los que se refieren a su modo de producción. 
ii. Según sea el modo de recepción: originales, conocidos o in-
diferentes. En el primer caso, opera el efecto de extrañamiento,
que es cuando un sujeto se encuentra frente a un objeto que es
ajeno al campo de expectativas que tenía frente a ese tipo de pro-
ducción y detiene su fluir perceptivo y automático. En el segundo
opera el efecto de percepción automática, pero ello no significa
que carezca de rasgos creativos, sino que no los posee mayoritaria
o primordialmente, como en el anterior. El caso de los objetos
e m i l i o g a r r o n i16
ante los cuales somos indiferentes, es el de aquellos cuya recepción
resulta totalmente inadvertida, o es absolutamente automática.
iii. Según sea los valores que portan: nuevos (o emergentes)
en el campo disciplinar y cultural; conocidos en lo disciplinar y cul-
tural, pero vigentes y arcaicos o depreciados. (R. Williams). No debe
descartarse la posibilidad de que surjan objetos inciertos o de di-
ficultosa calificación. La doble consideración disciplinar y cultural
obedece a que no siempre un requisito implica el otro, tal es el caso
de instrumentos u objetos muy creativos para una disciplina pero
dañinos para la sociedad. 
iv. Según sea su posición en la cultura: paradigmático, disci-
plinar y cultural, que ejerce influencia más allá de sus propias fron-
teras; paradigmático pero con influencia nacional y paradigmá-
tico pero con influencia regional. Por último existirían aquellos
objetos que no ocupan lugares relevantes, o resultan de difíciles de
categorizar en el momento de su aparición.
Intentaremos aquí relacionar los Indicadores de la Creatividad
(J. Sarquis) con las cuatro causas aristotélicas a saber: 
Materia + Forma = Sustancia 
1ra. Causa Formal (Forma lo que hace que una 
cosa sea lo que es) 
2da. Causa Material
La materia: el material con 
que una cosa se hace
Agente transformador
3ra. Causa Eficiente Con sus reglas del hacer o techné
Pasa de la potencia al acto.
Objeto terminado, pero 
4ta. Causa Final también aquello por lo cual 
una cosa se hace 
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d
Causas intrínsecas
Causas extrínsecas
Atento a los fines 
trascendentes
No resulta difícil constatar la deuda que la reflexión estética,
histórica, artística y crítica, mantienen con la idea y el concepto de
creatividad. Situación paradójica si se piensa en el rol fundante que
se asigna a las creaciones de autor, las poéticas individuales y el
privilegio de la subjetividad como diferencia central respecto del
pensamiento clásico en la producción artística.
Con esta breve reflexión los invitamos a internarse en el tex-
to de Garroni y a disfrutar de los variados matices que establece
sobre tan crucial asunto.
e m i l i o g a r r o n i18
creatividad 
1. Desde el punto de vista del lenguaje común
Naturaleza/cultura; instinto/inteligencia; repetitividad/creatividadAl menos desde Darwin en adelante (1871/1872) se encuen-
tra en proceso una revisión profunda –en varios niveles de con-
sideración, en sentidos y con resultados diversos– de la oposi-
ción clásica entre “instinto” e “inteligencia”. Es una oposición
que obviamente remite a oposiciones más graves y obsoletas
(cuerpo-alma, materia-espíritu, y otras análogas), cuya crisis irre-
versible no podía dejar de resonar sobre aquella. Que el hom-
bre es un “animal” era sabido desde siempre, pero sólo con la
nueva biología evolucionista, y después con la genética moder-
na, con la semiótica (que cada vez más extiende su mirada más
allá del horizonte de la comunicación lingüística y humana en
general), y luego con la zoosemiótica y la etología, las cuales se
han desarrollado en estos últimos veinte-treinta años, se lo ha
comprendido no ya en modo especulativo, sino en forma cientí-
ficamente motivada.
El nuevo panorama biológico y antropológico que se ha deri-
vado está todavía lejos de presentarse homogéneo y coherente.
Existen también voces bastante profundamente discordantes. Pero
también en la discordia la tendencia dominante es la de no acep-
tar más aquella oposición en su metafísica y no más sostenible ra-
dicalidad: como por ejemplo en Chomsky (1968) quien remite ex-
presamente a Lorenz, y en Lenneberg (1967). Para ambos el
mantener fija la especificidad de la inteligencia y de la capacidad
lingüística humana (la palabra “lenguaje”, aplicada a la comunica-
ción zoosemiótica, no sería otra cosa que una metáfora), no ex-
cluye de ningún modo que a los animales no humanos se les deba
reconocer una “inteligencia no específica” –noción provisoria que
quiere simplemente indicar una no-oposición entre la especie hu-
mana y las otras especies, y al mismo tiempo una discontinuidad
entre ambas. En otros casos aquella tendencia se expresa en modo
mucho más fuerte, y a la relación de oposición se quiere además
sustituir una relación de continuidad. No solamente instinto e in-
teligencia no constituirán dos tipos de comportamientos separados
y opuestos, sino que se trataría además de comportamientos for-
malmente idénticos: solo que la inteligencia (humana) sería, ¿cómo
decir?, un poco más complicada que la inteligencia no humana y
el así llamado instinto. Y aquí pueden nuevamente presentarse dos
actitudes no tanto científicamente cuanto psicológicamente diver-
gentes: por un lado –como dice agudamente Mainardi (1974)– el
hombre puede ser definido, con Morris (1968), un “mono desnu-
do”, y por otro, a su parecer más exactamente, un “mono vestido”.
Vale decir: por una parte está la tendencia a unificar hombre y ani-
males no humanos bajo el signo de lo “biológico”, y por otra bajo
el signo de lo “cultural”. No sería cierto, en otras palabras, que la
“cultura” es un privilegio del hombre, dado que todos los animales
e m i l i o g a r r o n i20
son en alguna medida “animales culturales”, capaces de producir
cultura creativa (nuevos comportamientos) y de transmitirla.
Frente a estas orientaciones, el lenguaje común continúa opo-
niendo según parece, notables resistencias. ¿Por qué? ¿Sólo porque
el lenguaje común es con frecuencia conservador? ¿Porque no quie-
re ver perturbado un orden a este punto pacífico? Pero debe acla-
rarse ante todo que cosa se pretende indicar aquí con la noción
de ‘lenguaje común’. No se emplea esta expresión en el sentido fuer-
te del ordinary language de la filosofía analítica contemporánea
inglesa, como la misma base, la fuente, el extremo metalenguaje de
toda reflexión especializada. Se la emplea en cambio en sentido dé-
bil: como la sedimentación, el cruce, el overlapping de varios usos
lingüísticos, especializados y no, que pasan a ser de tal modo la base
obligada del pensamiento reflejo. Una base determinada histórica-
mente, socialmente y culturalmente (en sentido horizontal y ver-
tical), incluso en general de manera bastante difusa y relativamen-
te estable. Parece que tal lenguaje común, incluso dentro de sus
fuertes límites definitorios, en sus inercias y junto a su innegable
plasticidad, sea frecuentemente, en efecto, un portador significati-
vo, con o sin componentes “conservadoras”, de las valencias cultu-
rales (en sentido antropológico) de discusiones y distinciones es-
pecializadas, la prueba social de su profundidad y funcionalidad,
el termómetro de su aceptabilidad y de sus dificultades, y hasta
también el signo de la presencia latente de problemas ulteriores.
El lenguaje común no es lenguaje especializado y no se expresa
por lo tanto con rigor: lo que dice no puede ser asumido en sen-
tido estrecho como confirmación o confutación. Pero manifiesta,
por decirlo así, los efectos de reorganización global del cuerpo so-
ciocultural frente a ciertos cambios sectoriales relevantes. En esta
reactividad orgánica será también, quizás inevitablemente, conser-
vador; pero advertirá al mismo tiempo correlaciones que escapan
a los especialistas. En este sentido vale la pena ocuparse de su modo
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 21
de reaccionar, que al especialista suele parecer con frecuencia en
modo equivocado, del todo insignificante y no pertinente.
Como se decía, tal multiestratificado y heterogéneo lenguaje co-
mún esta aún inclinado a distinguir, en una infinidad de expresio-
nes corrientes, entre el gran imperio de la naturaleza (biológica en
particular), sostenido presuntamente por leyes inmutables, y el pe-
queño y plástico reino de la cultura, cuya ley sería el cambio, la trans-
formación, la creatividad en fin. O sea, entre instinto e inteligen-
cia. Al instinto en efecto, se le atribuye un comportamiento de algún
modo inevitable –‘instintivo’ es casi un sinónimo de ‘automático’,
no sin evidentes reminiscencias cristiano-cartesianas–; al cual la in-
teligencia, o en otros casos la violencia, puede poner freno solo des-
de el exterior, sin conseguir verdaderamente modificarlo. (Y aquí se
encontrará una fuente aún más remota en la metáfora platónica, y
luego cristiana, expuesta en el Fedro, del carruaje rebelde guiado
por al alma racional). A la inteligencia en cambio se le asigna el ob-
jetivo de funcionar como la única motivación posible de una efec-
tiva transformación comportamental –e ‘inteligente’–, es en efecto
casi sinónimo de ‘creativo’, de ‘innovador’. Así, si por un lado el len-
guaje común habla de ‘educación’, de transferencia y acumulación
social de comportamientos inteligentes, y la atribuye en exclusi-
vidad al hombre, por otro hablará a lo sumo de “adiestramiento”,
intransferible y no acumulable a nivel interindividual. 
El adiestramiento se configura como una simple modificación
del juego y de la economía de los instintos, tal de inhibir ciertas
pulsiones, favorecer otras más aceptables (por parte del entrena-
dor), desplazar de otras aun la finalidad natural; modificación no
sólo exclusivamente individual, sino también superficial e incluso
lábil, tal de poder faltar de un momento a otro, haciendo descar-
gar de nuevo las pulsiones en su forma, en su juego recíproco y
en su potencia originaria, siempre igual a si mismos. (Una suerte
de generalizado “llamado de la selva”).
e m i l i o g a r r o n i22
¿Se equivoca entonces el lenguaje común? Desde el punto de
vista de los especialistas, es decir desde un punto de vista “rigu-
roso” ciertamente, sí. Es a este punto admitido que en estrecho
sentido teórico no tiene ni siquiera mucho sentido concebir ins-
tinto e inteligencia como dos esferas netamente distintas. La opo-
sición naturaleza-cultura –cuando no ha servido incluso para ava-
lar, en el mismo ámbito antropológico, la distinción evidentemente
etnocéntrica entre Naturvoelker y Kulturvoelker– es groseramen-
te aproximada, si no francamente errónea. La naturaleza no es en
efecto tan rígida como para no admitir reorganizaciones conspi-
cuas e incluso innovaciones, ni la cultura es tan móvil y creativa
como para excluir la presencia de ciertas constantes, ciertas leyes
estructurales, ciertascondiciones reguladoras, que con frecuen-
cia (más frecuentemente de lo que suele sospecharse) configuran
las transformaciones más bien como una diversa especificación
de un plan de algún modo prefijado que como una verdadera re-
estructuración del propio plan. Si incluso en la naturaleza, bajo
el perfil del así llamado instinto, en el ámbito de especies no hu-
manas, intervienen ciertas transformaciones en el comportamien-
to de los individuos de una especie, y estas se transfieren a otros
individuos de la misma especie, sin que se produzcan mutacio-
nes pertinentes en el patrimonio genético de base, no se ve en ri-
gor como se les podría negar carácter cultural. Es necesario lla-
marlas culturales, en base a la convención comúnmente aceptada
de que la cultura es un hecho de experiencia individual, madura-
do en el interior de un grupo y en la interacción con el ambiente,
transmitido a través de la educación-aprendizaje-imitación, inter-
cambios con otros grupos; en suma inculturación y aculturación.
Las investigaciones etológicas recientes han mostrado en modo a
este punto indudable la existencia de una capacidad cultural, en
este sentido preciso, incluso en los animales no humanos y por lo
tanto de algún tipo de creatividad, cuyos resultados dentro de cier-
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 23
tos límites son transmisibles y acumulables, tales de todos modos
de volver a poner en discusión la oposición rígida y tranquilizante
de instinto-inteligencia.
Bajo el perfil de la tranquilización, el lenguaje común pare-
ce verdaderamente comportarse en modo conservador y regresi-
vo. Aquella rígida oposición –tenga o no valencias espiritualis-
tas o por añadidura religiosas, como lo piensa De Mauro (1974)–
facilita enormemente la percepción de la identidad de la especie
hombre: naturaleza, instinto, mecanismo por una parte (todo el
mundo biológico en bloque, menos el hombre), y cultura, inteli-
gencia, creatividad por la otra (la esfera humana como un todo
cerrado y definido). Ella es tranquilizante de la misma manera y
por la misma razón que lo era, para el monjecillo de la Vida de
Galileo de Brecht, la concepción geocéntrica respecto de la he-
liocéntrica. En virtud de aquella oposición, en efecto, el hombre
sabe que cosa es y quien es, incluso si lo sabe en modo dogmáti-
co, inopinable, sobre la base de un acto de fe no pasible de ser
puesto en discurso, no analizable. Incluso los actos de fe tienen
sin duda sus específicas y graves contrapartidas de neurosis y an-
gustia, por ejemplo bajo el perfil ético-religioso; pero no obstan-
te las desventajas del aislamiento y del excepcional destino de hu-
manos, abolir la distinción resulta, al menos en principio, incluso
aún más preocupante. Significa perder la seguridad de fronteras
taxativas, volver a asomarse a la vorágine de lo posible, reabrir la
confrontación entre el hombre y el mundo, ilimitado y en tantos
aspectos aún oscuro, de lo biológico.
Esta no debe ser sin embargo la única razón de la actitud del
lenguaje común, el cual no es por otra parte siempre tan conserva-
dor como parece. Y no lo es, en la medida en que se limita a adop-
tar ciertas expresiones, ligadas a un conocimiento anterior, vueltas
a poner en dudas y sometidas a juicio desde el punto de vista lingüís-
tico, con el fin de designar ciertos fenómenos, sin por otra parte
e m i l i o g a r r o n i24
cargar la designación de aquellas valencias cognoscitivas en modo
explícito y vinculante. Es lo que ocurre en época poscopernicana
y posgalileana –para retomar aquí el ejemplo famoso– en el caso
típico de la expresión “el surgir del sol”. El conocimiento ligado a
la expresión es puesto entre paréntesis, y la expresión misma se
ofrece disponible para ulteriores, diversas e incluso opuestas coor-
dinaciones cognoscitivas, aún si continua siendo cognoscitivamen-
te verdadera desde otros puntos de vista. (Es cierto que desde el
punto de vista de las actividades prácticas humanas, del hábito,
de las emociones y de los afectos, el sol continúa en realidad “sa-
liendo”). Este procedimiento de “puesta entre paréntesis” y con-
juntamente de significación polisémica, préstese atención, no es sin
embargo un simple defecto o una licencia del lenguaje común, sino
que es incluso su procedimiento fundamental, aquel que –como ha
sido muchas veces notado, por ejemplo por Jakobson (1973)– le
asegura plasticidad, productividad, creatividad, y se funda sobre
una característica esencial del propio lenguaje: el poder funcionar
incluso como metalenguaje.
Pero además, el lenguaje común no está quizás completamen-
te equivocado ni siquiera en el caso considerado, en el cual quien
continua usando expresiones dirigidas a contraponer naturaleza a
cultura, instinto a inteligencia, repetitividad a creatividad, explici-
ta al mismo tiempo una convicción cognoscitiva en torno a la esta-
ticidad de los fenómenos naturales (el comportamiento de los ani-
males no humanos) y a la movilidad de los fenómenos culturales
(el comportamiento de los hombres, su diversificarse en múltiples
culturas, el reunificarse de estas, sus cambios internos).
El lenguaje común, en otros términos, parece advertir con jus-
teza una diferencia entre el así llamado instinto y la así llamada in-
teligencia, de la cual las visiones modernas más fuertes, centradas
en su continuidad, no consiguen dar cuenta.
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 25
¿El hombre es una especie aislada? 
Contra esta convicción corriente, que por otra parte no es pro-
pia solo del lenguaje común, los etólogos han replicado justamen-
te que no existe la especie hombre por una parte y “todas las otras
especies” por la otra; como si estas formasen una única clase ho-
mogénea bajo una única etiqueta. Es cierto que ha sido posible
no solo individualizar componentes genéricamente culturales por
fuera del hombre, y también describir una cantidad bastante he-
terogénea de comportamientos, culturales y no culturales. ¿Por qué
entonces los monos Macaca fuscata –cuya “cultura” ha sido aten-
tamente estudiada por lo etólogos japoneses– deberían ser más pa-
recidas por ejemplo a la mariposa Eumenis semele, o al pez He-
michromis bimaculatus, que al Homo sapiens? ¿Qué cosa permite
una real oposición científica, fundada por ende sobre criterios ho-
mogéneos y objetivos, si se trata de especies profundamente distin-
tas, cada una con características inconfundibles? Y es incluso cier-
to, al menos hasta un cierto punto, que varios comportamientos de
las distintas especies no humanas no son del todo y en cada caso
parangonables, ni siquiera bajo el perfil de los principios que las
regulan (vale decir de los principios formulados para explicar ade-
cuadamente aquellos comportamientos). Si en ciertos casos se debe
hablar de “esquemas fijos de acción”, estos no son más suficientes
para explicar el comportamiento de los animales para los cuales es
más adecuado hablar de simples (o sea no predeterminadas en nin-
gún sentido) “pulsiones a actuar”, tales de poder ser especificadas
en acciones efectivas mediante el principio “prueba-error”.
Es sin embargo difícil negar que todavía subsiste no obstante
–todo una radical diferencia de ajuste– entre tales procesos bio-
culturales y los procesos que son característicos de la especie hom-
bre. El “parece”, debe aclararse, no depende de ningún modo del
tautológico antropocentrismo de “aquél a quién le parece”, o sea
e m i l i o g a r r o n i26
del deseo de mantener viva una distinción motivada no tanto por
exigencias cognoscitivas, cuanto por un espiritualismo oculto, des-
plazado. Las preocupaciones manifestadas en tal sentido por De
Mauro y Mainardi, respectivamente bajo el perfil lingüístico y eto-
lógico, son justísimas, si las cosas se plantean así y sólo así. Es par-
ticularmente cierto que las distintas especies, en su relativa no con-
frontabilidad y heterogeneidad, se encuentran al mismo tiempo en
una relación de conexióny de más general homogeneidad –hom-
bre incluido, se entiende. Pero, mientras es por otra parte obvio re-
anudar entre sí los comportamientos bien distintos e incluso los
distintos principios reguladores-explicativos de los animales no hu-
manos –por ejemplo los esquemas fijos de acción y las pulsiones a
actuar, más plásticas, susceptibles de especificaciones diversas e in-
cluso de transmisión cultural o cuasi-cultural–, no lo sería “asimis-
mo incluir inmediatamente también el comportamiento humano”,
si y en cuanto este requiera principios explicativos notablemente
más complejos. Toda innovación dentro de aquél ámbito es –por
así decirlo, con aproximación provisoria– un fenómeno relativa-
mente marginal respecto de los mecanismos de base, en el senti-
do de que esto puede especificarse sólo dentro de una oferta de
posibilidades bastante limitada y encuentra en ellas en un cierto
sentido un denominador común y casi un límite insalvable.
La creatividad es en cambio el carácter saliente del comporta-
miento humano, en el sentido que este se puede especificar en to-
das las direcciones posibles, siendo su condición –y no su límite–
precisamente una capacidad innovativa, que requiere ser estudia-
da en su estatuto específico. No por casualidad –a nivel de comuni-
cación y de capacidad comunicativa– se habla de “omnipotencia”
o de “omniformatividad” del lenguaje humano y de “formatividad
sectorial” o de “univocidad” de los códigos zoosemióticos.
Un ejemplo puede resultar oportuno. Es muy probable que los
movimientos casuales del conejillo de India (Porcellio scaber, un
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 27
crustáceo que vive en tierra firme), en búsqueda de una tasa óptima
de humedad, difieran incluso a nivel de principio, y no sólo de su
especificación en comportamiento determinado, de los tentativos del
ratón cerrado en la jaula Skinner, enfrentado a la palanca que distri-
buye el alimento. La casualidad es verdaderamente un principio ex-
plicativo y regulador para el primero, si es cierto que su comporta-
miento está simplemente determinado por ciertas señales orgánicas
hacia un cambio casual de sitio, hasta que no haya alcanzado un nue-
vo estado de equilibrio satisfactorio: si lo encuentra sobrevive, y no
sobrevive si no lo encuentra. Los tentativos al principio casuales del
ratón se inscriben en cambio en un verdadero “impulso de explora-
ción”, tal que el principio prueba-error pasa a ser su regla de conduc-
ta, y si concluyen bastante rápidamente con un uso apropiado e “in-
teligente” de la palanca [cfr. Barnett 1970]. Hay aquí una capacidad
selectiva (eliminación de los errores y memorización de las acciones
favorables) que está ausente en la pura casualidad, a la cual el cone-
jillo de India se confiaría enteramente casi al modo de las partículas
elementales de un gas en una caja cerrada. Sin embargo la casuali-
dad es no sólo el ingrediente fundamental del comportamiento de
ambos, sino su denominador común, consistiendo la diferencia so-
lamente (un “solamente” que en ningún sentido debe ser descuida-
do, se entiende) en la presencia/ausencia de una capacidad de fijar
–o favorecer estadísticamente– los comportamientos conectados a ca-
sualidades favorables. (Pero probablemente se deba hablar sólo de
una capacidad más/menos alta: lo que reduce ulteriormente la dife-
rencia). No es necesario hacer hipótesis más fuertes para explicar el
modo “más evolucionado” del ratón de utilizar y organizar eventos
casuales, a cuya presencia actual permanece siempre ligado por con-
tigüidad. En particular no es necesario suponer que se constituya –por
encima de tal lazo por contigüidad– una dimensión comportamen-
tal (práctica y representativa) autónoma, susceptible de funcionar tam-
bién en ausencia de casos reales y perceptibles.
e m i l i o g a r r o n i28
Ahora bien, la más simple hipótesis teórica y operativa sobre
la realidad circunstante por parte del hombre contiene sin du-
das aspectos de pura casualidad y standardización derivadas de
selecciones de casos favorables (lo que en acepción corriente se
llama “experiencia” o “práctica”), pero sólo como momentos sub-
ordinados de un tipo de organización que no puede ser explica-
da sobre la base de principios tan débiles, en los cuales la ca-
sualidad tenga un rol tan característico y dominante. Los mismos
tentativos casuales, los comportamientos automáticos, la “prácti-
ca” y la “experiencia”, son condicionados por aquella organiza-
ción y por lo tanto por la capacidad de elaborar comportamien-
tos complejos en ausencia de casos concretos. Ni la física cuántica,
ni tampoco el más elemental relato mitológico (si los hubiera ele-
mentales), la más modesta hipótesis interpretativa acerca de un
evento o un signo cualquiera (un ruido o una huella), o incluso
el simple indicar con el dedo un objeto –todas operaciones a su
modo explicativas, cognoscitivas– serían impensables sin la ins-
tauración de una “distancia” representativa y reflexiva respecto de
los objetos, sin una capacidad mucho más radicalmente creativa
de organizar la experiencia y de controlarla bajo el principio de
la generalización, obviamente ligado al lenguaje. La casualidad
–incluso la casualidad unida a una fuerte componente selectiva–
no explicaría nada.
La casualidad como seudo explicación 
En ciertos sectores de investigación el recurso a la casualidad
constituye con frecuencia una tentación fuerte para el estudioso
perplejo. Es en efecto necesario distinguir netamente la “casuali-
dad” como principio explicativo –por ejemplo en el caso ya citado
del conejillo de India– y la “casualidad” como seudo explicación de
fenómenos de los cuales no se sabe aún dar, o incluso no se puede
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 29
dar, una explicación clara y atendible. Si se pasa del campo de los
animales no humanos al de los hombres, se deberá reconocer que
se ha recurrido con frecuencia, a falta de algo mejor, a este tipo
de seudo explicaciones. Los paleontólogos por ejemplo se han in-
clinado en el pasado –y todavía continúan haciéndolo– a explicar
también las más relevantes innovaciones culturales apelando inge-
nuamente a la categoría de la casualidad. Esto ha ocurrido también
sobre textos especializados, no sólo en los libros de escuela y en los
apuntes de divulgación, que están llenos de “casos” maravillosos
de este tipo, desde el descubrimiento del fuego hasta la invención
de la rueda: “El hombre vio incendiarse un árbol…”, “una piedra
rodar…” “…y entonces”. (La famosa serie de historietas B.C. de
Johnny Hart es en este sentido igualmente científica, y quizás más
aún: hace preceder a la casualidad la invención deliberada de ins-
trumentos de los que no se ve aún, ni se puede ver, la utilidad prác-
tica). Se dirá que la ingenuidad del paleontólogo no tiene inciden-
cia negativa sobre la paleontología, que simplemente pone entre
paréntesis tales cuestiones teóricas y se dirige a la reconstrucción
descriptiva de las comunidades humanas primitivas. Es verdad, pero
solo en parte; también es posible, como se verá en seguida, que el
descuido teórico pueda tener algunos efectos negativos sobre la
propia descripción.
En todo caso es innegable que el problema de la innovación
es realmente un problema embarazante, si de las innovaciones his-
tóricas –que llevan sobre sus espaldas la garantía de una “tradi-
ción innovativa”, que ya les proporciona instrumentos apropiados
y precedentes aplicativos– nos vamos trasladando hacia el límite ex-
tremo de las primeras innovaciones, de los primeros descubrimien-
tos, no garantizados absolutamente por nada. Que se invente el
motor a explosión después del de vapor no tiene nada de enig-
mático. Pero que se invente un simple raspador, no habiéndose hi-
potéticamente inventado nada antes, es un hecho no tan fácilmente
e m i l i o g a r r o n i30
explicable. Es la misma diferencia que habría entre el construir una
lengua arbitraria a partir de la propialengua materna –algo que to-
dos los niños hacen jugando– y el construir por primera vez la len-
gua materna misma: algo que evidentemente constituye una verda-
dera contradicción en sus propios términos. El hecho es que el
mismo llevar al límite –o incluso sólo más allá de un cierto umbral
temporal– la noción de innovación, no es muy correcto. Igualmen-
te no sería correcta una paráfrasis de la antigua argumentación epi-
cúrea, según la cual –dado que es posible transitar un kilómetro de
camino rectilíneo– se puede transitar también un segundo, un ter-
cero, un cuarto…, un millón de años luz rectilíneos, un billón, y así
hasta el infinito; siempre en equilibrio sobre el filo de una línea rec-
ta. También el espacio histórico humano debe ser más similar a un
simple espacio curvo que a un espacio homogéneo de tipo euclídeo.
El hecho es que “innovación” supone “tradición innovativa”, así
como “parlante” supone “lengua”. Al menos en este sentido parece
incontestable la fundamental proposición hermenéutica de Gada-
mer [1965], según la cual se está afectado por la tradición misma y
de algún modo “se es hablado” por ella, contra la insostenible me-
táfora de Lorenzen [1968] “del mar y de la balsa”, según la cual el
lenguaje es comparado con una nave, y esta sería el resultado de per-
feccionamientos sucesivos de hombres nacidos en altamar, sin tie-
rra firme a la vista, que se habrían ingeniado en primer lugar para
construir una balsa utilizando troncos de madera flotantes, pasando
luego a la construcción de una embarcación y finalmente a la de una
verdadera nave. La noción de “primera innovación” carece incluso
de sentido –como aquella de “primer fabricante de balsa”, de “pri-
mero en hablar” o, en otro plano, de “causa primera”, respecto de
las nociones de “fabricantes de embarcaciones o navíos”, de “cau-
sas” o de “segundos en hablar”. En consecuencia no puede ser ex-
plicada ni en términos de imprevista iluminación racional, ni en tér-
minos de casualidad, dado que no puede ser explicado aquello que
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 31
carece de sentido. Es cierto de todos modos que aquella –la primer
innovación– no podrá ser casual, como se dice que es casual para
un químico descubrir las propiedades de un elemento o de un
compuesto, cuando, distraído por preocupaciones externas, el quí-
mico equivoca un procedimiento y provoca un pequeño aparente
desastre, del cual extrae conclusiones interesantes e imprevistas.
La categoría de la casualidad, cuando se aplica al “primer caso”,
no es en realidad sino un expediente cómodo para relatar algo que
en rigor no puede ser relatado, una expresión apresurada y no ex-
plicativa para designar un fenómeno que no se puede observar di-
rectamente, y ni siquiera inferir de otros fenómenos observables,
del modo en que habitualmente se pasa de aquello que está inme-
diatamente presente a aquello que no lo está, aunque podría ha-
cérselo si se verificaran incluso solo idealmente, ciertas circunstan-
cias oportunas, aún si irrealizables de hecho, pero pensables y
describibles en modo explícito, determinado y coherente respecto
a ciertas condiciones generales de observación. Así por ejemplo, es
pensable encontrarse sobre la superficie de Marte, y que se la ob-
serve, pero no encontrarse en el interior de un átomo; y no sólo,
préstese atención, por razones dimensionales. Es más: es obvio que
no se puede de hecho observar la vida que se desarrollaba en la an-
tigua Roma, o en una aldea neolítica, o en una caverna frecuenta-
da por cazadores paleolíticos; pero es igualmente cierto que se tie-
nen a disposición documentos escritos y/o restos materiales –o que
se los podría razonablemente tener–, que permiten ciertas inferen-
cias, al menos probables si no seguras al cien por cien; y que es po-
sible siempre suponer que un ojo, dotado de una óptica sustancial-
mente similar a la nuestra, haya observado la vida de la ciudad,
de la aldea, de la caverna y que, nosotros mismos, podríamos en un
cierto sentido ser aquél ojo. Pero se trata precisamente de “docu-
mentos secundarios” –como lo son también los libros y los obje-
tos contemporáneos a nosotros– no de “documentos primarios”.
e m i l i o g a r r o n i32
Queda en su suma claro que la categoría de la casualidad en
un expediente no sólo cómodo, sino también peligroso, porque
–dado la analogía capciosa con el rol de la casualidad en el com-
portamiento de los animales no humanos, y en particular de algu-
nas especies– transforman una indicación material en seudo expli-
cación, vale decir en una explicación metafórica e indeterminada.
La casualidad puede representar efectivamente, como se ha visto,
un principio explicativo para el conejillo de India. Pero en el caso
del comportamiento humano indica simplemente datos materiales
–los “casos” con los que se tiene que ver–, cuya organización reen-
vía a principios diversos: en este sentido es una simple “indicación
material”, no explicativa, y –en cuanto aplicada a la innovación y
sobre todo a la “primera innovación”– pasa por explicación, siendo
en cambio una seudo explicación que deviene en una expresión me-
tafórica e indeterminada. La indicación material incontestable se
eleva así indebidamente al rango de principio explicativo –y por
añadidura– de principio histórico.
El lenguaje común –por más defensivo y conformista que sea–
es entonces un poco más sabio: con o sin resistencias ociosas, con-
sigue percibir todavía en toda su gravedad el problema de la in-
novación, de la creatividad, sea incluso a precio de expresiones
inadecuadas y finalmente inaceptables. La oposición entre “ins-
tinto” e “inteligencia” –unidad fuertemente institucionalizada en
su opositividad– es de ello un signo preciso. 
El carácter ternario del comportamiento humano 
“Distancia” no significa “autonomía” o “autosuficiencia”. No
se malentienda este punto. Los científicos hacen muy bien, como
es natural, al atenerse a los hechos; pero los hechos por su parte,
como a este punto es igualmente natural, no resultarían tampoco
sin apropiadas hipótesis teóricas. No resultarían ni siquiera al modo
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 33
en que resultan a un ratón o a un conejillo de Indias, para los cua-
les los “hechos” son tales en cuanto sometidos a esquemas a prio-
ri de comportamiento, sea incluso funcionando sólo en estrecha
contigüidad con hechos-estímulos actualmente presentes. Atener-
se sólo a los hechos, como pensaba una vez cierto positivismo, no
significa nada en rigor; de hecho significa en cambio hacer desli-
zar, inobservadas, hipótesis teóricas y procedimientos de aplicación
que pueden ser bien controlados en su adecuación o inadecuación.
Lo que les ocurrió a los paleontólogos no es un accidente aislado:
“se produce un hecho casual” y hete aquí alguno listo para “obser-
varlo”, “registrarlo”, “reproducirlo”. Sin formular de este modo crí-
ticas superficiales a la sicología experimental entre los siglos xix y
xx, ni desconocer los méritos notabilísimos, en la medida en que
estos no obstante todo existen, debe admitirse –como a este pun-
to sucede comúnmente o casi– que la tentación o más bien el mito
del “hecho observable” ha frecuentemente limitado en modo de-
cisivo la interpretación de los fenómenos comportamentalmente
complejos. Tiene completamente razón Chomsky [1965], cuando
afirma que la epistemología y la metodología de las ciencias míti-
camente ligadas a lo observable, y en este sentido “antimentalis-
tas”, no son ni siquiera discutibles y que demuestran simplemente
“una falta de interés hacia la teoría y la explicación” (trad. it. p.227).
Nos referimos en particular a los “reflexólogos” rusos (Pavlov
y su escuela) y a los “comportamentistas” norteamericanos (al me-
nos el comportamentismo, llamado “ingenuo” de Watson). Sustan-
cialmente se verificó entonces, no sin ilustres precedentes del si-
glo xvii, una reducción forzosa –bajo el signo del esquema binario
“estímulo-respuesta”en sede de la investigación sicológica (Thorn-
dike)– de la sicología a la fisiología. Reducción que es inacepta-
ble no por razones de principio, porque disguste ver degradados los
fenómenos sicológicos “superiores” al nivel de “vulgares” fenó-
menos fisiológicos, sino justamente por razones de adecuación
e m i l i o g a r r o n i34
explicativa. Así como es definible al día de hoy, y sobre todo como
era entonces definible, una fisiología, esta podrá dar cuenta no de
los fenómenos complejos llamados sicológicos, sino sólo y unila-
teralmente, en todo caso, de sus componentes fisiológicas. Y, ad-
mitido y no necesariamente concedido, que sea totalmente acien-
tífico hacer hipótesis inverificables por observación sobre presuntos
estados representativos internos de los animales no humanos, y en
cambio científico estudiar su comportamiento sólo en términos de
estímulo-respuesta, no es de ningún modo científico, sino simple-
mente más reductivo, llevar a cabo la misma operación en los ani-
males humanos. De hecho y de derecho ha escapado casi del todo
a este tipo de aproximaciones al problema de la creatividad animal
y humana, como ha justamente observado Guilford [1959]. Si se
aplica al comportamiento humano un esquema binario (estímulo-
respuesta), se encontrará naturalmente que se trata simplemen-
te de una complicación, solucionable en términos cuantitativos,
del comportamiento animal genérico. Pero con esto no se habrá
apreciado la especificidad; es decir, no habrá sido explicado en
su posibilidad.
Es lo que comprendió, a fines del siglo pasado, y por tanto en
tiempos relativamente precoces y ni siquiera tan favorables, Peirce,
el presunto fundador del pragmatismo americano largamente no
escuchado hasta tiempos relativamente recientes.
Semiótico y lógico, más que pragmatista en la acepción co-
rriente, él insistió sobre el hecho de que el comportamiento (se-
miótico) debe ser referido a un modelo triangular y no diádico, tal
de comprender “signo”, “objeto” e “intérprete”. Según Peirce, un
signo (o “representante”) es un “primero” cuya relación con un
“segundo” (su objeto) es una “relación triádica genuina”, tal que
permite impulsar a un “tercero” (su interpretante) a asumir la mis-
ma relación triádica con el objeto con el que aquél signo está en
relación. En otras palabras, un signo no existe simplemente por
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 35
un objeto –un objeto ya determinado semióticamente y, por decir-
lo así, ya conocido antes de entrar en una relación semiótica–, sino
que existe por un objeto en cuanto esa función suya de represen-
tación puede ser expresada mediante otro signo (el interpretante,
justamente), que proporciona el significado de aquél primer signo
en un modo más explícito. Lo cual quiere decir, como ha sido no-
tado [Salanitro 1969], que ninguno de los tres términos –y mucho
menos el objeto– puede ser definido independientemente de sus
relaciones con los otros dos; que el signo no puede ser concebido
como el equivalente o el reflejo subjetivo del objeto, que consti-
tuiría según el referencialismo tradicional su significado (pero a
esta conclusión había arribado más o menos en los mismos años,
con la distinción entre Sinn y Bedeutung también Frege, un lógi-
co que no pasa del todo correctamente por referencialista); que
por ende el objeto (o, a otro nivel, el signo) no puede ser adecua-
damente entendido como “estímulo” del cual el signo (o el inter-
pretante) sería la “respuesta”. El comportamiento semiótico (y todo
comportamiento humano según Peirce, lo es) constituye más bien
una continua reorganización de la relación signo-objeto, la cual con-
siste precisamente en tal continua reorganizabilidad: en este senti-
do se trata de una relación triádica y da lugar, como dice Peirce,
a una “semiosis ilimitada” [Cfr. también Eco 1975].
El problema no radica tanto en ver como se responde median-
te un comportamiento a un estímulo-objeto (o a un estímulo-sig-
no) –del cual puede nacer como máximo una descripción exter-
na, no explicativa del comportamiento humano–, sino que consiste
más bien en el darse cuenta de como el objeto entra en relación
con el signo, de cuales procesos organizativos y reorganizativos
complejos se vinculan a ello, y cuales condiciones hacen posible
tal específica organización-reorganización. La posición de Peirce
–como se podrá notar en seguida– tiene analogías bastante impor-
tantes con aspectos fundamentales del pensamiento kantiano. Pero
e m i l i o g a r r o n i36
ella, bajo la prevalente influencia de la epistemología comporta-
mentista, ha sido con frecuencia mal entendida o interpretada en
sentido reductivo. En particular es justamente la noción de “se-
miosis ilimitada” –que al mismo tiempo constituye una crítica ra-
dical del referencialismo [Cfr. Jakobson 1959] y la posición de una
exigencia de investigación, dirigida a determinaciones de las con-
diciones constitutivas del aparato intelectual, cognoscitivo y semió-
tico humano (recogida hasta ahora sobre todo por Chomsky [1968]
en sentido lingüístico)– ha parecido en cambio una noción invá-
lida por un círculo vicioso a Morris, en el sentido de que se pre-
sentaría como una definición de “signo”, que contiene ya la no-
ción. Sobre estas bases Morris, quien también es sin dudas uno de
los más importantes estudiosos que hayan larga y productivamen-
te utilizado la contribución de Peirce, ha manifestado alguna ten-
dencia a retransformar el esquema triádico en diádico sobre el mo-
delo estímulo-respuesta. Es verdad que Morris [1964] lo niega
explícitamente, pero la negación parece limitarse sustancialmen-
te a reconocer al signo una función “preparatoria”, a la que pue-
de seguir o no una respuesta [Cfr. Morris 1946]. Lo que es un ín-
dice indudable del deseo de asumir, por así decirlo, una posición
intermedia, que tenga en cuenta más instancias, pero es también
un reenviar a consideraciones indeterminadas el problema esen-
cial, (¿qué significa en efecto que pueda o no haber una respues-
ta?) y un quitar a la superación del modelo estímulo-respuesta toda
verdadera incidencia teórica.
La “creatividad”, rasgo pertinente del comportamiento humano 
La intuición del lenguaje común es por lo tanto al menos en
parte justa: el comportamiento humano no es una simple compli-
cación, solucionable en términos cuantitativos, según un proceso
evolutivo continuo, del comportamiento animal no humano. No es
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 37
el resultado de sentidos más receptivos, de interacciones más ri-
cas con el ambiente, de asociaciones más numerosas y más esta-
bles, de una mayor y más diferenciada cantidad de información y
de operaciones. Todo esto puede ser también cierto (pero no lo es
en ningún sentido: al hombre le faltan por ejemplo algunos senti-
dos que poseen otros animales, o tiene umbrales perceptivos más
estrechos y así siguiendo), y es a pesar de ello insuficiente a los fi-
nes de una explicación adecuada de la especificidad del compor-
tamiento humano. Que es no tanto algo en “más”, cuanto algo de
“diverso”. Y, admitido aún que sea algo en más, el comportamien-
to humano –por ser tal– debe ante todo ser el resultado de un modo
distinto de adoptar y organizar aquél “más”. (O incluso aquél “me-
nos”: a este punto la potencialidad productiva del comportamien-
to humano, en tanto remite a condiciones específicas, puede qui-
zás prescindir de materiales superabundantes: individuos privados
desde el nacimiento de la mayor parte de los canales sensorios
comunes no son por eso menos hombres desde el punto de vista
comportamental-intelectual).
El antropocentrismo, y aún menos el espiritualismo, no tienen
nada que ver con las cuestiones en juego. Lo que emerge en modo
prepotente de la misma investigación científica, y lo que siempre ha
sido advertido por el lenguaje común, es justamente el problema del
comportamiento general. Lo que no equivale de ningún modo a ne-
gar que tambiénel comportamiento humano tiene una base bioló-
gica y fisiológica –como no lo negaba Freud, quien sin embargo se
ocupaba de aquel curioso ente no observable que es la “psique”.
Esto, lo creerán en todo caso ciertos comportamentistas, por ejem-
plo en la polémica que a su tiempo sostuvieron contra las instancias
“apriorísticas” y “mentalistas” de la lingüística chomskiana, y que
recientemente ha sido retomada por el propio Skinner [1974]. Se
trata sin embargo de un modo de hipersimplificar los problemas y
los procedimientos de discusión. El verdadero problema consiste no
e m i l i o g a r r o n i38
en el elegir entre comportamentismo, como seria consideración bio-
lógica y fisiológica sobre severas bases de observación, y mentalis-
mo, como consideración delirante de entes ficticios, sino precisa-
mente en la elaboración igualmente seria, severa y más adecuada
de objetos y métodos de investigación en torno a los fenómenos com-
portamentales creativos, determinando también –si es posible– sus
específicas bases biológicas y fisiológicas.
En este sentido, y sólo en este sentido, no se equivoca el lengua-
je común en el oponer naturaleza a cultura, instinto a inteligencia,
creatividad a repetitividad.
2. Porqué una noción moderna 
El descubrimiento de la creatividad
La posición explícita del problema de la creatividad puede ser
razonablemente asumida como índice altamente representativo de
la cultura científica de este siglo, una suerte de idea-guía. Sin duda
muchas otras cuestiones, colocadas sobre el terreno del conoci-
miento y de sus aplicaciones, están en el origen de avances y trans-
formaciones mucho más evidentes. Justamente en ellas se piensa
habitualmente como en los momentos más directa y evidentemen-
te responsables de un nuevo modo de concebir y vivir el mundo.
Y sin embargo ellas mismas, y sus prácticas consecuentes, han sido
en cierto sentido hechas posibles –a nivel de reorientaciones más
generales y condicionantes– por la puesta a punto, o incluso por
el “descubrimiento” del problema de la creatividad. La palabra
“descubrimiento” no carece naturalmente de una cierta acentua-
ción hiperbólica. No se quiere decir que lenguaje común y refle-
xión especializada ignorasen totalmente la noción, ni que con ella
se ligaran ciertos problemas específicos; pero con tal expresión se
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 39
pretende sólo subrayar que un problema de la creatividad ha teni-
do una formulación científica en sentido estrecho sólo en tiempos
recientes.
Antes del siglo xx existen por cierto nociones informales o al
máximo cuasitécnicas (piénsese, al pasar, en el wit, en la imagi-
nation, en el taste, en el ingenio, la agudeza, el ingegno o subtili-
tas, el gout, el esprit de finesse, que en sentido prevalentemente es-
tético se hacen casi técnicos en Inglaterra, España, Italia y Francia
entre los siglos xvi y xvii), correspondientes aproximadamente y en
parte a aquello que hoy se conoce con el nombre de creatividad:
nociones heterogéneas, de aplicaciones múltiples. Existe además
una importante tradición especulativa –del vitalismo del siglo xviii
a la Naturphilosophie, o a la filosofía del espíritu romántico-idea-
lista, al neovitalismo de fines del siglo xix, al neoidealismo, al berg-
sonismo– que se centra sobre la idea de creatividad, de actividad,
de transformación interna. Tradición que a veces abraza, con una
indiscriminación que se mueve con frecuencia hacia el espiritua-
lismo, tanto la esfera de la naturaleza como la de las actividades
humanas, en polémica declarada con el determinismo y en gene-
ral con el intelectualismo. Pero precisamente no se plantea con ello
el problema de la creatividad como problema científico, y se per-
manece detenido en el mejor de los casos en su prefiguración es-
peculativa. La creatividad o actividad –con cualquier nombre que
se presente en varios casos concretos– se define en general, no sin
importantes excepciones que representan el indicio de una concep-
ción emergente como la categoría característica de una “superior”
consideración cognoscitiva, “otra” respecto del modo de conocer
corriente (que es, no casualmente, el modo de conocer de las cien-
cias). En suma, como algo de superintelectual (la Vernunft o el
Geist del idealismo alemán por ejemplo) o incluso de opuesto al
intelecto (como la intuition bergsoniana). Por lo tanto: creatividad
contra regularidad; creatividad contra legalidad.
e m i l i o g a r r o n i40
El problema científico de la creatividad se perfila en cambio
cuando se comienza a considerar sistemáticamente a la creatividad
como creatividad según reglas o de todos modos como creatividad
sometida a una legalidad general. Los orígenes del descubrimiento,
como podrá verse, están un poco más lejos, pero toman cuerpo y es-
pesor científico –no ya sólo teórico y epistemológico, sino también
teórico-especializado y aplicativo– en tiempos muy recientes.
Novedad y anterioridad 
Podrá parecer paradójica a primera vista una “creatividad se-
gún reglas” –una suerte de oxímoron, de contradicción en los pro-
pios términos, poética o bromista. (Pero piénsese al menos en Pas-
cal, para quien basta el orden para caracterizar la invención). Y de
algún modo lo es, respecto a una cierta tradición. Esto explica,
ya a nivel intuitivo, porque no se haya conseguido precisar y acep-
tar tal relación conceptual –entre “creatividad” y “regularidad”–
sino tan tardíamente, no sin antes haber pasado a través de for-
mulaciones literarias, metafísicas, fantasiosas, a veces evasivas o
incluso insensatas, sin excluir contraposiciones radicales y grose-
ras entre libertad, actividad, creatividad por una parte y necesi-
dad, mecanismo, determinismo por la otra. Lo paradójico del apa-
reamiento depende obviamente no de los propios conceptos, que
no tienen estatuto y consistencia autónoma, por fuera de un con-
texto o sistema cultural, sino justamente del modo de determinar-
los en referencia a un conjunto de fenómenos que una concep-
ción rígidamente determinista y mecanicista no se encuentra ya en
grado de explicar adecuadamente. Ello depende del hecho de que
se haya pasado –dentro del mismo horizonte intelectual– de una in-
adecuación a otra de sentido opuesto: de la necesidad mecánica a
la contingencia, a la libertad, a la creación, en cuanto simplemente
sustraidas a las reglas.
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 41
Sin embargo la resistencia profunda –a percibir “creatividad”
y “regularidad” como coherentes, no contradictorias– no está re-
presentada simplemente de un lado por la metafísica vitalista (que
no es otra cosa que un testimonio especulativo, quizás ni siquiera
siempre despojada de un cierto valor cultural e incluso científico,
en el sentido de una puesta en evidencia de carencias en la orien-
tación científica dominante y de un estímulo a revisiones y redis-
cusiones) o del otro por el determinismo o el mecanicismo (que en
si mismos son más bien especificaciones de gran prestigio y pro-
ductividad cognoscitiva de una exigencia por añadidura inevitable,
la de determinar y registrar la legalidad, la necesidad de los fenó-
menos). Lo que obstaculiza la puesta a punto del problema de la
creatividad es un esquema epistémico mucho más antiguo, por el
cual la única vía practicable para justificar, fundamentar, explicar
lo observable parecía ser aquella de remontar de lo observado a
“algo anterior” que proporcionara un modelo por semejanza. Esta
categoría, por decir así, de la “anterioridad” no coincide con el
paradigma causal cuya verdadera instancia es aquella del lazo ne-
cesario entre los fenómenos, de su legalidad, y ni siquiera con las
varias posiciones epistemológicas, gnoseológicas, teóricas y me-
tateóricas explícitas que ella más bien condiciona. Se trata de una
categoría epistémica profunda, en el sentido de que constituye
una condición de posibilidad de expresiones culturales explícitas
(casi un episteme en el sentido de Foucault)y afecta la orienta-
ción global de las estructuras sociales e individuales, no sólo su
dimensión intelectual.
Puede resultar útil –para dar una idea icástica e inmediata-
mente accesible de lo que se quiere decir– retomar aquí un ejem-
plo sumamente eficaz, construido y utilizado por Childe en un be-
llo libro de hace ya muchos años [1936]. Sostenía Childe que una
portada de un libro antiguo, para funcionar verdaderamente como
reclame publicitario, debía advertir al público no que se trataba de
e m i l i o g a r r o n i42
una edición revisada y corregida, una puesta al día o incluso una
obra nueva, sino exactamente lo contrario. Y sobre ciertos papiros
egipcios –no ciertamente por escrúpulo diplomático como se haría
hoy al transcribir un documento antiguo en tanto documento– se
cuida bien el precisar justamente que el escrito es una copia fiel,
dice Childe, de un texto “fabulosamente antiguo”. Todo ello tenía
raíces socioeconómicas importantes, era el correlativo de una or-
ganización política y productiva lenta y viscosa, en la cual el co-
nocimiento práctico acumulado, y por lo tanto la tradición, tenía
una importancia dominante. Y sin embargo la fuerza de aquél es-
quema epistemológico profundo –que determina también un par-
ticular dominio intelectual fuertemente estructurado– no puede ser
acabadamente explicada a través de aquella correlación. Tiene que
ver más bien con algo que caracteriza una orientación global en
confrontación con el mundo de la experiencia, de una especifica-
ción arcaica de la idea de necesidad y legalidad, destinada a per-
manecer y a conservar gran parte de su eficacia también en con-
diciones profundamente cambiadas, cuya superación requerirá un
trabajo gigantesco y multilateral.
Reconocimiento y referencia, creación y dialéctica
Para la gnoseología antigua –que empuja en este sentido más
allá del umbral convencional de la edad moderna– el conocimien-
to es esencialmente “re-conocimiento”, como ocurre en modo pa-
radigmático con la “anamnésis” platónica y reaparece en la teoría
aristotélica del “intelecto activo”. Las condiciones de posibilidad
del conocimientos deben buscarse en algo de preexistente, en un
modelo ontológico ideal, o en un lugar de modelos ideales que –los
únicos– permiten hablar del mundo real como aparece y como es
conocido. Que el conocimiento sea –a partir de ciertas condiciones
preliminares de carácter muy general (condiciones, y por ende no
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 43
modelos)– una construcción dentro de ciertos límites “arbitraria”
y por lo tanto “creativa”, como lo es para la epistemología moder-
na, representa una perspectiva literalmente impensable no sola-
mente para el pensamiento antiguo (de todo el mundo), sino tam-
bién para la reflexión más avanzada de la filosofía inmediatamente
premoderna, prekantiana.
Sin duda tal modo de pensar manifiesta algún indicio notable
de ruptura ya en los siglos xi y xii, cuando –en el ámbito de la así
llamada “cuestión de los universales”– se instaura una tendencia
“nominalista” (o “conceptualista”, afín a ella) (Roscellino, Abelar-
do), que tendrá luego en el siglo xvii una más incisiva formulación
por parte de Hobbes. Pero en conjunto aquél parece resistir y re-
afirmarse no sólo con aquellos pensadores que pueden ser ads-
criptos aproximadamente a una “dirección” de tipo “racionalista”
(desde Tomás de Aquino a Descartes y siguiendo), sino también
con el sensismo y el empirismo antiguo y moderno, que de tal “di-
rección” representa una contrapartida en sentido escéptico o casi
escéptico –se trate del antiguo Sesto Empírico o del moderno
Hume. Pero, antes aún de ninguna insurgencia escéptica o cuasi
escéptica, el sensismo o empirismo está en el fondo ya alineado,
desde un punto de vista gnoseológico y de la teoría del lenguaje,
con la idea de un modelo del mundo. Nuestras representaciones,
las “ideas”, son –en el Locke de An Essay on Human Understan-
ding (1690)– copias o signos de las cosas, y las palabras (y todo
otro medio de comunicación) son a su vez signos de ideas; el co-
nocimiento que de ello deriva no es sino la reconstrucción de una
especie de rompecabezas, cuyas piezas ya han sido dadas en con-
creto, como garantía de que la operación tiene sentido y legiti-
midad. La asociación de muchas ideas entre sí –y en las ciencias
empíricas, por ejemplo en la sicología, el “asociacionismo” llega
hasta el siglo xx– no constituye una verdadera organización de un
material sensible dado desde el inicio, tal que haga suponer una
e m i l i o g a r r o n i44
intervención activa y específica por parte de quien conoce, sino
una operación por decirlo así, neutra, que puede dar lugar a re-
sultados distintos sólo desde el punto de vista unilateral y parcial
(no exhaustivo) del sujeto, de su dependencia de colecciones li-
mitadas de representaciones y de sus posibles errores.
Se encuentra la mejor contraprueba de aquello que se ha afir-
mado en la especificación de la teoría del conocimiento en teoría
del lenguaje (o en general de la “semiosis”), de la antigüedad has-
ta casi nuestros días: vale decir en aquella concepción –llamada
“referencialismo”– del signo como “representante” de las “cosas”,
con la mediación de estados representativos internos. Esto ocu-
rre, ya se ha visto, también en Locke, donde el signo es finalmen-
te una etiqueta de una realidad ya estructurada y analizada antes
de cualquier intervención estructurante y analítico. Se trata de una
concepción antiquísima, que nace probablemente de la primitiva
noción ontológica del lenguaje (la palabra como la esencia misma
de la cosa) y se remonta en su forma clásica sobre todo a Aristóte-
les [Cfr. De Mauro 1965]. La función de representación es un “es-
tar para” de algo respecto a otra cosa, en cuya base está inevitable-
mente la idea de algún tipo de “similitud” al menos entre cosa y
representación interna (como por ejemplo en Tomás de Aquino).
Entre representación y signo la relación podrá también ser conce-
bida como arbitraria, pero queda el hecho de que tal arbitrarie-
dad no toca la esfera de los contenidos efectivos de los significa-
dos, de los correlatos representativos y ontológicos de los signos,
afectando sólo a los significados en cuanto etiquetas y corpus no-
menclatorio. De tal modo se explica como –a partir del ideal de una
lengua rigurosa que, desde Lullo a Leibniz y y Lambert, se afirma
en la tradición cultural occidental– el lenguaje pueda presentarse,
al menos en su estatuto-límite, como isomórfico a la realidad. Por
extraño que pueda parecer, la idea de un tal isomorfismo lengua-
realidad llega hasta el siglo xx, con el Wittgenstein del Tractaus
d i c c i o n a r i o d e a r q u i t e c t u r a • v o z c r e a t i v i d a d 45
Logico-Philosophicus [1922], y se manifiesta y se reitera también
en la así llamada “teoría del reflejo” (Widerspiegelungstheorie) deri-
vada de Engels, Lenin, Lukacs y muchos otros. Así como en sumna
no se advertía el carácter constructivo del conocimiento, así tampo-
co se advertía el carácter formativo del lenguaje. Es necesario llegar
a la moderna teoría del lenguaje, al menos a Saussure, para encon-
trar una teoría explícita y precisa de la formatividad lingüística –tal
de implicar inevitablemente creatividad– y disponer finalmente de
instrumentos aplicativos incomparablemente más potentes.
Podría preguntarse si por casualidad aquella concepción ge-
neral metafísica, gnoseológica y lingüística no haya tenido ya en
la antigüedad un cuestionamiento significativo en la idea cristia-
na de creación. La “cultura cristiana” –noción extremadamente
compleja, que no podría ciertamente ser representada adecuada
y acabadamente por las elaboraciones doctrinarias de los Padres
de la Iglesia o de los sucesivos filósofos cristianos– constituye ob-
viamente un momento de peso enorme, de eficacia multilateral,
de excepcional productividad mediata, pero no parece haber des-
trabado en verdad el esquema epistémico antiguo, ni haber

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