Logo Studenta

Ratzinger-Creacion_y_pecado

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

CREACIÓN Y PECADO 
CARDENAL JOSEPH RATZINGER 
Presentación ............................................................................................................................ 1 
I. DIOS CREADOR ................................................................................................................... 4 
1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la Creación ........................................... 5 
2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretación ...................................................... 6 
3. El criterio cristológico ........................................................................................................ 8 
II SIGNIFICADO DE LOS RELATOS BÍBLICOS DE LA CREACIÓN ............................. 10 
1. La racionalidad de la creencia en la Creación .................................................................. 10 
2. Significado permanente de los elementos simbólicos del texto ....................................... 11 
a) Creación y culto ............................................................................................................ 12 
b) La estructura sabática de la Creación ........................................................................... 13 
c) ¿Explotación de la tierra? ............................................................................................. 14 
III. LA CREACIÓN DEL HOMBRE ...................................................................................... 16 
1. El hombre, formado de la tierra ........................................................................................ 17 
2. Imagen de Dios ................................................................................................................. 17 
3. Creación y Evolución ....................................................................................................... 19 
IV. PECADO Y SALVACIÓN ................................................................................................ 22 
1. Sobre el tema del pecado .................................................................................................. 22 
2. Limitaciones y libertad del hombre .................................................................................. 23 
3. El pecado original ............................................................................................................. 26 
4. La respuesta del Nuevo Testamento ................................................................................. 27 
 
Presentación 
En el breve Prólogo con el que comienza este libro, el propio Cardenal Ratzinger ha dejado 
constancia escrita de las inquietudes teológicas y pastorales que le ocupaban cuando concibió 
su contenido en 1981 y cuando, años después, en 1985, lo dio a la imprenta. 
El Pastor que pronunciaba en 1981 estos Sermones de Cuaresma en la Catedral de Munich, 
diócesis de la que era Arzobispo desde 1977, era al mismo tiempo un importante y conocido 
teólogo, antiguo profesor de Dogmática en las Facultades teológicas de Bonn (1959-1963), 
Münster (1963-1966), Tubinga (1966-1969) y Ratisbona (1969-1977). Bajo ambos puntos de 
vista -como Pastor de la Iglesia, sanamente preocupado por la vida espiritual de sus fieles, y 
como experto teólogo, que advierte con facilidad dónde están las necesidades y los 
problemas- se propuso el Cardenal Ratzinger desarrollar aquel año una catequesis de adultos, 
que contribuyese a reavivar en los creyentes los contenidos y el sentido de la doctrina 
cristiana sobre la Creación. 
¿Qué motivos le movieron a ocuparse precisamente de esa materia? Sin duda, los mismos que 
más tarde, siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, le impulsaron a 
enviar el texto retocado de aquellas catequesis a la imprenta, para convertirlas en el presente 
libro. Están expresados con claridad en el Prólogo, al hacer notar, en un tono de serena 
gravedad, la «casi total desaparición del mensaje sobre la Creación en la catequesis, la 
predicación y la teología». En un tiempo como el nuestro, en el que la cuestión ecológica ha 
alcanzado un altísimo grado de interés social y se cuidan con particular sensibilidad las 
relaciones del hombre con su entorno natural, ha dejado «paradójicamente» de oírse en la 
sociedad dicho mensaje cristiano. En una época como la actual, en la que -como señalaba el 
Creación y pecado — J. Ratzinger 2 
Cardenal Ratzinger en un discurso pronunciado en mayo de 1989 ante los Obispos 
responsables de las Comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias Episcopales de 
Europa- «experimentamos el rebelarse de la creación contra las manipulaciones del hombre y 
se plantea, como problema central de nuestra responsabilidad ética, la cuestión de los límites 
y normas de nuestra intervención sobre la creación, es altamente sorprendente que la doctrina 
de la creación como contenido de fe haya sido en parte abandonada y sustituida por vagas 
consideraciones de filosofía existencial». 
El mundo creado no es conocido por muchos en su más profunda verdad de ser un don 
amoroso hecho al hombre por Dios Creador, en el que se contiene una enseñanza sobre el 
Amor y la Sabiduría creadora -y, por tanto un profundo mensaje moral dirigido a la 
conciencia del hombre-, y la humanidad sufre a través de esa ignorancia o de ese olvido, una 
honda desorientación respecto del sentido de las cosas y de la propia existencia del hombre. 
De ahí «la urgente gravedad del problema de la Creación en la predicación actual», o bien, en 
frase mucho más fuerte y explícita, la necesidad de que «el mensaje sobre Dios Creador 
vuelva a encontrar en nuestra predicación el rango que le es debido». Es urgente, en 
definitiva, anunciar a los hombres contemporáneos la verdad de la Creación y, para alcanzar 
ese fin, reavivar ante todo en la conciencia de los cristianos la enseñanza revelada. 
En el discurso de 1989 antes citado, en el que pasaba revista a los problemas que la fe 
encuentra hoy en Europa, retomaba el Cardenal Ratzinger el hilo de las ideas contenidas en 
este libro y formulaba con nitidez su pensamiento. Sus palabras, que recogemos en parte a 
continuación, no sólo ayudan a entender la importancia del anuncio cristiano de la Creación, 
sino que también, indirectamente, dan a las páginas de este libro -en las que se expone esa 
verdad con sencillez y profundidad una viva utilidad teológica y pastoral. 
«Es cierto que considerar a la naturaleza como instancia moral sigue estando mal visto. Una 
reacción marcada por un temor irracional ante la técnica continúa conviviendo con la 
incapacidad para reconocer un mensaje espiritual en el mundo corpóreo. La naturaleza sigue 
siendo vista como una realidad en sí irracional, que por otra parte muestra estructuras 
matemáticas que se pueden evaluar técnicamente. Que la naturaleza posea una racionalidad 
matemática ha llegado a ser algo, por así decir, tangible; pero que en ella se anuncie también 
una racionalidad moral es rechazado como una fantasía metafísica. El declinar de la 
metafísica se ha visto acompañado por el declinar de la doctrina de la creación. En su lugar se 
ha situado una filosofía de la evolución (que quiero expresamente distinguir de la hipótesis 
científica de la evolución), que pretende extraer de la naturaleza reglas para hacer posible, 
mediante una orientación adecuada del ulterior desarrollo, la optimización de la vida. La 
naturaleza, que de este modo debería convertirse en maestra, es sin embargo considerada 
como una naturaleza ciega que inconscientemente combina, de manera casual, lo que el 
hombre debe imitar conscientemente. La relación del hombre con la naturaleza (que ya no es 
vista como creación) es de manipulación, y no llega a ser de escucha. Es una relación de 
dominio, basada en la presunción de que el cálculo racional pueda llegar a ser tan inteligente 
como la «evolución», y conseguir así que el mundo progrese de un modo mejor a todo cuanto 
ha sido hasta ahora el caminode la evolución sin la intervención del hombre. 
»La conciencia, de la que ahora se habla, es por esencia muda, así como la naturaleza es 
ciega: sólo calcula qué intervenciones ofrecen mayores posibilidades de mejora. Si eso puede 
(y según la lógica del punto de partida debería) realizarse de modo colectivo, hay entonces 
necesidad de un partido que, como instrumento de la historia, tome de la mano la evolución 
del individuo. Pero eso puede también suceder individualmente; entonces la conciencia toma 
la expresión de una autonomía del sujeto, que en la gran estructura cósmica sólo puede 
parecer una absurda presunción. 
Creación y pecado — J. Ratzinger 3 
»Que ninguna de estas soluciones sea de gran ayuda es, en verdad, evidente, y aquí radica la 
profunda desesperación de la humanidad de hoy, que se esconde detrás de la fachada de un 
optimismo oficial. Y permanece al tiempo una silenciosa convicción de la necesidad de una 
alternativa que nos pueda conducir fuera de los caminos sin salida de nuestra plausibilidad. Y 
quizás se dé también, más de lo que pensamos, una silenciosa esperanza de que un 
cristianismo renovado pudiera ser dicha alternativa. Pero sólo puede ser elaborada si la 
doctrina de la creación es nuevamente desarrollada. Esto debería ser, en consecuencia, 
considerado como uno de los compromisos más urgentes de la teología actual. 
»Debemos hacer nuevamente visible qué significa que el mundo ha sido creado con sabiduría 
y que el acto creador de Dios es algo fundamentalmente distinto de la provocación de una 
«explosión primordial». Sólo entonces conciencia y norma podrán retornar de nuevo a una 
relación recíproca correcta. Entonces se hará visible, en efecto, que conciencia no es un 
cálculo individualista (o colectivista) sino una con-ciencia con la creación y, a través de ella, 
con Dios, el Creador. Se hará entonces nuevamente reconocible que la grandeza del hombre 
no consiste en la miserable autonomía de un enano que se proclama único soberano, sino en el 
hecho de que su ser deja traslucir la más alta sabiduría, la verdad misma. Se hará entonces 
manifiesto que el hombre es tanto más grande cuanto más crece en él la capacidad de ponerse 
a la escucha del profundo mensaje de la creación, del mensaje del Creador. Y entonces 
aparecerá claramente que la consonancia con la creación, cuya sabiduría se convertirá para 
nosotros en norma, no significa limitación de nuestra libertad, sino que es expresión de 
nuestra razonabilidad y de nuestra dignidad. También le es entonces reconocido al cuerpo el 
honor que le compete: ya no es «usado» como una cosa, sino que es el templo de la auténtica 
dignidad del hombre, porque es construcción de Dios en el mundo. Y entonces se hace 
manifiesta la igual dignidad de varón y mujer, justamente en el hecho de ser distintos. 
Comenzará entonces a comprenderse de nuevo que su corporeidad tiene raíces que alcanzan 
las profundidades metafísicas y que da fundamento a una simbólica metafísica cuya negación 
u olvido no enaltece al hombre sino que lo destruye». 
 
Prólogo 
La amenaza que sufre la vida por obra del hombre, asunto éste del que se habla hoy en todas 
partes, ha dado una mayor prioridad al tema de la Creación. Pero, al mismo tiempo, 
paradójicamente, se puede observar una casi total desaparición del mensaje de la Creación 
en la catequesis, en la predicación e incluso en la teología[1]. Los relatos de la Creación se 
han quedado escondidos; su mensaje ya no se considera racionalmente válido. Por este 
motivo, decidí, en la primavera de 1981, pronunciar cuatro conferencias cuaresmales en la 
catedral de Nuestra Señora de A Munich a modo de catequesis sobre la Creación, para 
adultos. No pude entonces satisfacer el deseo que me fue sugerido muchas veces, de 
publicarlas en forma de libro, porque me faltaba tiempo para trabajar a fondo en las 
grabaciones magnetofónicas, cedidas amablemente por diferentes partes. En los años 
siguientes, debido a mi nuevo cargo, pude ver con más claridad esta necesidad del tema de la 
Creación en la predicación actual; por eso me sentí obligado a rescatar los antiguos 
manuscritos y a prepararlos para la imprenta, con lo que su contenido fundamental ha 
permanecido invariable junto con las limitaciones propias de su origen oral. Espero que este 
librito pueda servir de impulso para que surjan otros mejores y que de esta manera el 
anuncio de Dios Creador recupere el rango que le corresponde en nuestra predicación. 
 Roma, festividad de San Agustín de 1985 
 Joseph Card. Ratzinger 
Creación y pecado — J. Ratzinger 4 
 
I. DIOS CREADOR 
 En el principio Dios creó los cielos y la tierra. La tierra era caos y vacío, y la oscuridad 
cubría la superficie del océano. Pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las 
aguas. 
Dijo Dios: Haya luz. Y hubo luz. Dios vio que la luz era buena, y separó Dios la luz de la 
oscuridad. Y Dios llamó a la luz día, y a la oscuridad la llamó noche. Atardeció y amaneció: 
día uno. 
 Dios dijo: Haya un firmamento en medio de las aguas y haya separación entre unas aguas y 
otras. Y Dios hizo el firmamento y separó las aguas de debajo del firmamento de las aguas de 
encima del firmamento. Y así sucedió. Y Dios llamó al firmamento cielos. Atardeció y 
amaneció: día segundo. 
Dios dijo: Que se reúnan las aguas de debajo de los cielos en un solo lugar, y aparezca lo 
seco. Y así sucedió. Y Dios llamó a lo seco tierra, y a la reunión de las aguas la llamó mares. 
Y Dios vio que estaba bien. Después Dios dijo: Que la tierra germine hierba verde, hierba 
que produzca semilla, árboles frutales que den fruto según su especie, con semilla dentro, 
sobre la tierra. Y así sucedió. Y germinó la tierra hierba verde, hierba que produce semilla 
según su especie, y árboles que dan fruto con semilla dentro, según su especie. Y Dios vio que 
estaba bien. Atardeció y amaneció: día tercero. 
Dios dijo: Haya lumbreras en el firmamento de los cielos para separar el día de la noche y 
que sean señales para las estaciones, los días y los años. Y que haya lumbreras en el 
firmamento de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y así sucedió. Y Dios hizo las dos 
grandes lumbreras, la lumbrera mayor para regir el día, y la lumbrera menor para regir la 
noche, y las estrellas. Y Dios las puso en el firmamento de los cielos para alumbrar la tierra, 
para regir el día y la noche, y para separar la luz de la oscuridad. Y Dios vio que estaba 
bien. Atardeció y amaneció: día cuarto (Gen 1,1-49). 
 
Estas palabras con las que comienza la Sagrada Escritura me producen siempre la misma 
impresión que el tañido festivo y lejano de una antigua campana, la cual logra con su belleza 
y solemnidad conmover mi corazón y permitir adivinar algo del misterio de la eternidad. Para 
muchos de nosotros, además, va unido a estas palabras el recuerdo de nuestro primer contacto 
con el libro sagrado de Dios, la Biblia, que se abría ante nuestros ojos por este pasaje, que nos 
trasladaba enseguida lejos de nuestro mundo pequeño e infantil, nos cautivaba con su poesía y 
nos permitía adivinar algo de lo inconmensurable de la Creación y de su Creador. 
Y, sin embargo, frente a estas palabras se produce una cierta contradicción; resultan hermosas 
y familiares, pero ¿son también verdaderas? Todo parece indicar lo contrario, pues la Ciencia 
ha abandonado desde hace ya mucho tiempo estas imágenes que acabamos de oír: la idea de 
un Universo abarcable con la vista en el tiempo y en el espacio y la de una Creación 
construida pieza a pieza en siete días. En lugar de esto nos encontramos ahora con 
dimensiones que sobrepasan todo lo imaginable. Se habla de la explosión originaria ocurrida 
hace muchos miles de millones de años con la que comenzó la expansión del Universo que 
prosigue ininterrumpidamente su curso y nadade que en un orden sucesivo fueran colgados 
los astros ni creada la tierra, sino que a través de complicados caminos y durante largos 
Creación y pecado — J. Ratzinger 5 
períodos de tiempo se han ido formando lentamente la tierra y el Universo tal y como 
nosotros los conocemos. 
Entonces, ¿ya no es válido este relato de ahora en adelante? De hecho, hace algún tiempo, un 
teólogo dijo que la Creación se había convertido en un concepto irreal y que desde un punto 
de vista intelectual ya no se debía hablar más de Creación, sino únicamente de mutación y de 
selección. ¿Son verdaderas aquellas palabras? ¿O acaso ellas junto con toda la palabra de Dios 
y con toda la tradición bíblica nos hacen retroceder a los sueños de infancia de la historia de la 
humanidad, sueños de los que quizá sentimos añoranza, pero en cuya búsqueda no podemos ir 
porque de nostalgia no se vive? ¿Existe también una respuesta positiva que podamos dar en 
esta época nuestra? 
1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la Creación 
Precisamente una primera respuesta se elaboró hace ya algún tiempo cuando iba cristalizando 
la teoría de la formación científica del Universo; respuesta que probablemente muchos de 
ustedes han aprendido en las clases de religión. Dice así: La Biblia no es un tratado científico 
ni tampoco pretende serlo. Es un libro religioso; no es posible, Por lo tanto, extraer de él 
ningún tipo de dato científico, ni aprender cómo se produjo naturalmente el origen del mundo; 
únicamente podemos obtener de él un conocimiento religioso. Todo lo demás es imaginación, 
una manera de hacer comprensible a los hombres lo profundo, lo verdadero. Hay que 
distinguir, pues, entre la forma de representación y el contenido representado. La forma se 
escogió de los modos de conocimiento de aquel tiempo, de las imágenes con las que los 
hombres de entonces vivían, con las que se expresaban y pensaban, con las que eran capaces 
de entender lo grandioso, lo genuino. Y solamente lo verdadero, que se ilustraba por medio de 
las imágenes, era lo que en realidad permanecía y se entendía. De manera que la Escritura no 
pretende contarnos cómo progresivamente se fueron originando las diferentes plantas, ni 
cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en último extremo quiere decirnos 
sólo una cosa: Dios ha creado el Universo. El mundo no es, como creían los hombres de aquel 
tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes demoníacos, de los que 
el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que lo dominan, ni el cielo, 
superior a nosotros, está habitado por misteriosas y contrapuestas divinidades, sino que todo 
esto procede únicamente de una fuerza, de la Razón eterna de Dios que en la Palabra se ha 
transformado en fuerza creadora. Todo procede de la Palabra de Dios, la misma Palabra que 
encontramos en el acontecimiento de la fe. Y así no sólo los hombres, al conocer que el 
Universo procede de la Palabra, perdieron el miedo a los dioses y demonios, sino que también 
el Universo se inclinó ante la razón que se eleva hacia Dios. De esta forma, el hombre se abrió 
saliendo sin temor al encuentro de este Dios. Esta narración le permitió conocer, dejando a un 
lado el mundo de los dioses y de las fuerzas misteriosas, la verdadera explicación: que sólo 
una fuerza «está al final de todo y nosotros en sus manos»: el Dios vivo, y que esta misma 
fuerza que ha creado la tierra y las estrellas, la misma que contiene el Universo entero, es la 
que encontramos en la Palabra de la Sagrada Escritura. En esa Palabra palparnos la auténtica 
fuerza originaria del Universo, el verdadero Poder sobre todo poder[2]. 
Creo que esta interpretación es correcta, pero no suficiente. Pues si se nos ha dicho que 
tenemos que distinguir entre las imágenes y el concepto, podríamos entonces replicar: ¿por 
qué no se nos ha dicho esto antes? Porque, evidentemente, si antes se hubiera entendido así, 
no habría tenido lugar el proceso de Galileo. Y de esta manera se acrecienta la sospecha de 
que, al fin y al cabo, quizá esta explicación no sea más que un truco de la Iglesia y de los 
teólogos que, en realidad, se han quedado sin argumentos y, por no querer reconocerlo, 
buscan un escondite tras el cual atrincherarse. En resumen, da la impresión de que la historia 
del cristianismo a lo largo de los últimos 400 años no ha sido más que un continuo batirse en 
Creación y pecado — J. Ratzinger 6 
retirada, durante la cual han sido arrancadas una por una todas las afirmaciones de la fe y de la 
teología. Desde luego, siempre se ha encontrado algún truco para poderse replegar. Pero es 
prácticamente inevitable el miedo de que poco a poco hemos sido empujados al vacío y de 
que llegará un momento en que ya no haya nada que defender ni camuflar; y en el que todo el 
terreno de la Escritura y de la fe será ocupado por el convencimiento racionalista de que todo 
esto no se puede ya tomar en serio. A esto se une también otro aspecto incómodo. Uno puede 
preguntarse lo siguiente: si los teólogos e incluso también la Iglesia pueden así mover los 
límites entre imagen y mensaje, entre lo que se hunde en el pasado y lo que todavía es válido, 
¿por qué no hacerlo también en otros casos, por ejemplo con los milagros de Jesús, quizás y 
también por qué no con el punto central, es decir, con la cruz y con la resurrección del Señor? 
Una maniobra que pretenda defender la fe diciendo: detrás de lo que ahí está y de lo que 
nosotros no podemos ya defender, se encuentra precisamente lo más verdadero. Esa maniobra 
lleva a menudo directamente a una impugnación de la fe, porque entonces uno se cuestiona 
tanto la honestidad del intérprete como el supuesto de si en realidad existe algo permanente. A 
causa de tales consideraciones teológicas, muchos tienen al menos la impresión de que la fe 
de la Iglesia es como una medusa que no se puede agarrar por ningún lado y que no permite 
encontrar el núcleo en el cual uno puede finalmente agarrarse. De estas poco decididas 
interpretaciones de la palabra bíblica, hoy en moda, que más parecen un pretexto que una 
interpretación, surge este cristianismo enfermo, que ya no está en realidad de parte de sí 
mismo y que por eso no puede irradiar valor ni entusiasmo. Más bien da la impresión de ser 
una asociación que continúa hablando aunque ya no tenga propiamente nada que decir, 
porque las palabras rebuscadas no se proponen convencer, sino que tratan solamente de 
esconder su deficiencia. 
2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretación 
Ahora una vez más debemos preguntarnos: la diferencia entre imagen y verdadero mensaje, 
¿es sólo un pretexto porque no podemos atenernos literalmente al texto, pero sin embargo 
queremos continuar haciéndolo? O, ¿existen medios en la misma Biblia, que nos enseñan tales 
caminos, es decir, que certifican también en ella misma esta diferencia? ¿Presenta la Biblia 
claramente ante nosotros indicaciones de esta clase, y la fe de la Iglesia ha sabido de su 
existencia y las ha reconocido también en otros tiempos? 
¡Con esta pregunta volvamos de nuevo a la Sagrada Escritura! Allí podemos apreciar, en 
primer lugar, que el relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis, que 
hemos oído, no está ahí como un bloque errático, terminado y cerrado en sí mismo. Al fin y al 
cabo la Sagrada Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos de un tirón 
desde el principio hasta el final; es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo. Es el 
resultado de las luchas y los caminos de esta historia; recorriéndolos, podemos conocer los 
auges y decadencias, los sufrimientos, las esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de 
esta historia. La Biblia es, pues, expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente 
comprensible al hombre; pero es al mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por 
comprender progresivamente a Dios. De manera que el tema de la Creación no aparece sólo 
una vez,sino que acompaña a Israel a lo largo de su historia; en efecto, todo el Antiguo 
Testamento es un caminar en compañía de la Palabra de Dios. A lo largo de este caminar se 
ha ido conformando, paso a paso, la auténtica expresión de la Biblia. De ahí que nosotros sólo 
podamos reconocer en la totalidad de ese camino su verdadera dirección. De esta manera, 
como un camino, van juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento se 
presenta para los cristianos, en sustancia, como un avanzar hacia Cristo. Precisamente, en lo 
que a El respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso 
significaba. De modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de su 
meta final, de Cristo. Y nosotros, desde un punto de vista teológico, sólo interpretamos 
Creación y pecado — J. Ratzinger 7 
correctamente un texto en concreto -así lo vieron los Padres de la Iglesia y la fe de la Iglesia 
de todas las épocas-, cuando lo consideramos como parte de un camino que va hacia delante, 
es decir, cuando reconocemos en él la dirección interior de este camino[3]. 
¿Qué significado tiene entonces esta consideración para comprender la historia de la 
Creación? En primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído en Dios Creador y 
en esa creencia coincide con todas las grandes culturas de la Antigüedad. Pues, incluso en 
medio del oscurecimiento del monoteísmo, todas las grandes culturas han conocido siempre a 
un Creador del cielo y de la tierra, en una sorprendente coincidencia también entre 
civilizaciones que nunca pudieron externamente tener puntos de contacto. Esta coincidencia 
nos permite atisbar el contacto, profundísimo y nunca perdido del todo, de la humanidad con 
la verdad de Dios. En Israel mismo, el tema de la Creación ha experimentado muy diversas 
situaciones. Nunca ha estado del todo ausente, pero tampoco ha tenido siempre la misma 
importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel estaba tan ocupada con los 
sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su actualidad inmediata que apenas 
sentía la necesidad de dirigir su atención a la Creación, apenas era capaz de hacerlo. El 
auténtico gran momento, en el que la Creación se convirtió en el tema dominante, fue el exilio 
babilónico. En esa época fue también cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde 
luego en una tradición muy antigua, adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su 
tierra, su Templo. Para la mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues 
significaba que el Dios de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle 
arrebatados su pueblo, su tierra, sus adoradores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus 
adoradores, era entonces considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad 
había sido rechazada. De manera que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo 
del mapa fue para Israel una tremenda prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?, 
¿se ha quedado vacía nuestra fe? 
En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y aprendió Israel que precisamente 
entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a aquella 
superficie de tierra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de tierra a Abraham 
antes de que él tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su pueblo de Egipto. Ambas 
cosas había podido hacerlas porque no era Dios de una tierra, sino que dominaba sobre el 
cielo y la tierra. Y por eso ahora podía desterrar a otro país a su pueblo infiel para allí 
manifestarse. Se hizo comprensible entonces que este Dios de Israel no era un Dios como los 
demás dioses, sino el Dios que dominaba sobre todos los países y todos los pueblos. Y esto lo 
podía El, porque El mismo había creado todo: el cielo y la tierra. En el destierro, en la 
aparente derrota de Israel, se abrió el camino para el reconocimiento del Dios, que sostiene en 
sus manos a todos los pueblos y toda la historia; al Dios portador de todo, porque es el 
Creador de todo, en quien está todo el poder. 
Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro precisamente en la que se 
celebraba y representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía que encontrar 
su rostro frente al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish («Cuando en lo alto»), 
que a su manera describe el origen del Universo. Este relato decía que el mundo se originó de 
una lucha entre fuerzas enfrentadas y que encontró su auténtica forma cuando apareció el dios 
de la luz, Marduk, y partió el cuerpo del dragón originario. De este cuerpo dividido habían 
surgido el cielo y la tierra. Los dos juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del 
cuerpo del dragón muerto; y de su sangre había creado Marduk a los hombres. Es una imagen 
inquietante del Universo y del hombre la que encontramos aquí: el Universo es en realidad el 
cuerpo de un dragón, y el hombre lleva en sí sangre de dragón. En la base del Universo 
acecha lo inquietante, y en lo más profundo del hombre se encuentra la rebelión, lo 
Creación y pecado — J. Ratzinger 8 
demoníaco y la maldad. Según esta representación sólo el representante de Marduk, el 
dictador, el rey de Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo[4]. 
Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: dejan traslucir las inquietantes 
experiencias del hombre con el Universo y consigo mismo. Pues a menudo parece como si el 
mundo fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de dragón. 
Pero frente a todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada Escritura dice: no 
ha sido así. Toda esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye en media frase: «la tierra 
estaba desierta y vacía». En las palabras hebreas aquí utilizadas, se esconden aún las 
expresiones que habían nombrado al dragón, a la fuerza demoníaca. Sólo que aquí es la Nada 
frente al Dios que es el único poderoso. Y frente a cualquier temor ante estas fuerzas 
demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna Sabiduría que es el eterno Amor, ha creado el 
Universo, que en sus manos está. Comprendemos ya la lucha que se esconde detrás de este 
pasaje bíblico; su verdadero drama es que deja de lado todos aquellos complejos mitos 
reconduciendo el Universo a la Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se podría 
mostrar pasaje a pasaje en este texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados 
como astros que Dios cuelga en el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces 
debía parecerles un enorme sacrilegio caracterizar las grandes divinidades, que eran el sol y la 
luna, como astros para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que 
luchando con los mitos paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el 
Universo no es una lucha de demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y 
descansa en la palabra de Dios. De este modo, este relato de la Creación resulta ser como la 
«Ilustración» decisiva de la historia, como la ruptura con los temores que habían reprimido a 
los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el reconocimiento de su 
racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta ser como la verdadera 
Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario de la Razón creadora de 
Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin esta Ilustración sería desmesurada 
y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar algo más en consideración. Acabo de 
decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo que es la Creación, enfrentado al 
ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto presupone que el relato clásico de la Creación 
no es el único texto, relativo a ella, del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, 
redactado antes, con otras imágenes. En los Salmos tenemos de nuevo otros, y tras elloscontinúa el empeño por clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo 
griego se replantea el tema en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas 
imágenes -como los siete días, etc.-. En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se 
van transformando a medida que avanza el pensamiento. Y se transforman para dar en cada 
momento testimonio de una sola cosa, que es la que verdaderamente le ha llegado de la 
Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia, pues, las imágenes son libres, se 
corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y combativo avance que sólo son eso, 
imágenes que descubren algo más profundo y grandioso. 
3. El criterio cristológico 
Algo más decisivo debemos tomar aún en consideración: con el Antiguo Testamento el 
camino no ha llegado a su fin. Lo que aborda la literatura sapiencial es el último puente de un 
largo camino, el puente que nos conduce al mensaje de Jesucristo, a la Nueva Alianza. 
Precisamente aquí encontramos el relato definitivo y equilibrado de la Creación de la Sagrada 
Escritura. Dice así: «En el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios y la 
Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se 
hizo nada de cuanto existe.» (Ioh 1,1-3). Juan, muy conscientemente, ha vuelto a tomar aquí 
las palabras con las que comienza la Biblia y ha leído de nuevo el relato de la Creación a 
partir de Cristo para contar, otra vez y definitivamente, por medio de las imágenes qué es la 
Creación y pecado — J. Ratzinger 9 
Palabra con la que Dios quiere mover nuestro corazón. De esta manera se nos hace evidente 
que nosotros, los cristianos, leemos el Antiguo Testamento no en sí mismo y por sí mismo; lo 
leemos siempre con El y por El. De ahí que no tengamos que cumplir la ley de Moisés, ni las 
prescripciones de pureza ni los preceptos sobre los alimentos ni todo lo demás, sin que por eso 
la palabra bíblica se haya quedado vacía de sentido ni de contenido. No leemos todo esto 
como algo que está en sí mismo terminado. Lo leemos con Aquel en el que todo se ha 
cumplido y en el que todo cobra su auténtico valor y verdad. Por eso, leemos el relato de la 
Creación de la misma manera que la Ley, también con El, y por El sabemos -por El, no por un 
truco posteriormente inventado- lo que Dios a través de los siglos quiso progresivamente 
imprimir en el alma y en el corazón del hombre. Cristo nos libera de la esclavitud de la letra y 
nos devuelve de nuevo la verdad de las imágenes. 
También la Iglesia Antigua y la de la Edad Media sabían que la Biblia es un todo y que la 
oímos verdaderamente cuando la oímos desde Cristo: desde la libertad que El nos ha dado y 
desde la profundidad por la que El nos hace evidente lo que permanece a través de las 
imágenes, el cimiento firme sobre el que en todo momento podemos mantenernos seguros. 
Fue al comienzo de la Edad Moderna cuando se fue olvidando poco a poco esta dinámica, la 
unidad viva de la Escritura que solamente podemos entender en la libertad que El nos da y en 
la certeza que proviene de esta libertad. El pensamiento histórico, entonces en auge, quería 
leer cada pasaje sólo en sí mismo, en su desnuda literalidad. Buscaba sólo la explicación 
precisa de lo particular y olvidaba la Biblia como un todo. Se leían -en una palabra- los textos 
ya no hacia adelante sino hacia atrás, es decir, ya no hacia Cristo, sino desde su supuesto 
origen. Ya no se quería conocer lo que un pasaje decía o lo que una cosa era a partir de su 
forma plenamente terminada, sino a partir de su comienzo, de su origen. A causa de este 
aislamiento del todo, de esta literalidad de lo particular que contradice toda la esencia interna 
del texto bíblico, y que únicamente tenía validez científica -a causa de esto, precisamente, se 
originó aquel conflicto entre ciencia y teología, que aún hoy perdura como una carga para la 
fe-. Esto no debió nunca producirse, porque la fe era, desde el comienzo, más grande, más 
amplia y más profunda. La creencia en la Creación no es hoy tampoco irreal, es hoy también 
racional. Es, contemplada incluso desde los resultados científicos, la «mejor hipótesis», la que 
aclara más y mejor que todas las demás teorías. La fe es racional. La razón de la Creación 
procede de la Razón de Dios: no existe, en realidad, ninguna otra respuesta convincente. 
También hoy es todavía válido lo que el pagano Aristóteles, 400 años antes de Cristo, dijo 
frente a quienes afirmaban que todo se había originado por casualidad -ek t'automatou-; lo 
decía, aunque él mismo no podía creer en la Creación[5]. La razón del Universo nos permite 
reconocer la Razón de Dios, y la Biblia es y continúa siendo la verdadera «Ilustración» la que 
ha entregado el Universo a la razón del hombre y no a su explotación por el hombre, porque la 
razón lo abrió a la verdad y al amor de Dios. Por eso, no necesitamos tampoco hoy esconder 
la creencia en la Creación. No podemos permitirnos esconderla. Pues sólo si el Universo 
procede de la libertad, del amor y de la razón, sólo si éstas son las fuerzas propiamente 
dominantes, podemos confiar unos en otros, encaminarnos al futuro y vivir como hombres. 
Sólo porque Dios es el Creador de todas las cosas, es su Señor, y solamente por eso, podemos 
orarle. Y esto significa que la libertad y el amor no son ideas impotentes, sino las fuerzas 
fundamentales de la realidad. 
Por eso, también hoy en agradecimiento y con alegría podemos y queremos hacer la profesión 
de fe de la Iglesia: «Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». 
Amén. 
Creación y pecado — J. Ratzinger 10 
II SIGNIFICADO DE LOS RELATOS BÍBLICOS DE LA 
CREACIÓN 
Dios dijo: Que las aguas pululen de seres vivos, y vuelen las aves sobre la tierra por la 
superficie del firmamento de los cielos. Y Dios creó a los grandes cetáceos y a todos los seres 
vivos que reptan y reptiles que pululan en las aguas según su especie, y a todas las aves 
aladas según su especie. Y Dios vio que estaba bien. Entonces Dios los bendijo diciendo: 
«Creced y multiplicaos; y llenad las aguas de los mares, y que las aves se multipliquen en la 
tierra». Atardeció y amaneció: día quinto. 
Dios dijo: Que la tierra produzca seres vivos según su especie, ganado, reptiles y animales 
salvajes según su especie. Y así sucedió. Dios hizo los animales salvajes según su especie, los 
ganados según su especie y todos los reptiles del campo según su especie. Y Dios vio que 
estaba bien. 
Dijo Dios: Hagamos el hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y domine sobre 
los peces del mar, y sobre las aves de los cielos, sobre los ganados, sobre todos los animales 
salvajes, y sobre todos los reptiles que reptan sobre la tierra. Y Dios creó al hombre a su 
imagen, lo creó a imagen de Dios, varón y mujer los creó. Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: 
Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre 
las aves de los cielos. Y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y Dios dijo: He 
aquí que os he dado toda hierba portadora de semilla que hay en la superficie de toda la 
tierra, y todo árbol cuyo fruto lleva semilla; os servirá de alimento. 
A todos los animales salvajes, a todas las aves de los cielos, y a todos los reptiles de la tierra; 
a todo, ser vivo, doy la hierba verde como alimento. Y sucedió así. Y Dios vio todo lo que hizo 
y he aquí que era muy bueno. Atardeció y amaneció: día sexto. 
Quedaron concluidos los cielos y la tierra y todo su ejército. Dios concluyó en el séptimo día 
la obra que había hecho, y descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y Dios 
bendijo al día séptimo y lo santificó, porque ese día descansó Dios de toda la obra que Dios 
creó al actuar. 
Estos son los orígenes de los cielos y la tierra cuando fueron creados (Gen 1,20-2,4). 
En nuestra primera aproximación a la creencia en la Creación, enseñada por la Biblia y por la 
Iglesia,nos han quedado claras sobre todo dos cosas. La primera podemos resumirla así: 
como cristianos leemos la Sagrada Escritura con Cristo. El es nuestro guía través de ella. El 
nos enseña fielmente lo que es la imagen y dónde radica el auténtico y permanente contenido 
del mensaje bíblico. Y al mismo tiempo que nos libera de una falsa esclavitud de la literalidad 
del texto, es garantía de la verdad, firme y realista, de la Biblia que no se disuelve en una 
nebulosa de beaterías sino que permanece como un claro cimiento sobre el que podemos 
afirmarnos. La segunda es: la creencia en la Creación es algo racional y aunque la razón por sí 
sola no pueda quizás explicarla, sin embargo, si acude en si búsqueda, encuentra en ella la 
respuesta esperada. 
1. La racionalidad de la creencia en la Creación 
Debemos profundizar este aspecto en dos direcciones. En primer lugar se trata del simple 
«Que» de la Creación que reclama un fundamento. Remite a aquella fuerza que existía al 
principio y podía decir: ¡Hágase!, En el siglo XIX esto se entendía de otra manera. La ciencia 
estaba marcada por las dos grandes teorías de la conservación, la conservación de la materia y 
Creación y pecado — J. Ratzinger 11 
la de la energía. El Universo entero aparecía así como un cosmos eterno, estable y regido por 
las leyes perpetuas de la naturaleza, que procede de sí mismo y en sí mismo existe y que no 
necesita nada externo. Estaba ahí como un todo, razón por la cual Laplace pudo decir: «Ya no 
necesito más la hipótesis de Dios». Pero entonces surgieron nuevos conocimientos. Se 
descubrió la teoría de la entropía que sostiene que la energía se consume llegando a un estado 
a partir del cual ya no puede volver a ser transformada. Esto significa que el Universo sigue 
un curso de desarrollo y extinción. Lo temporal está inscrito dentro de él mismo. Apareció 
luego la teoría de la transformación de la materia en energía que modificaba las dos teorías de 
la conservación. Surgió la teoría de la relatividad y aún se fueron incorporando otros 
conocimientos que venían a demostrar que el Universo, en cierto modo, contenía en sí sus 
propios horarios, horarios que nos permiten reconocer un principio y un fin, un camino desde 
el principio hasta el final. Aun en el caso de que las épocas se extendieran 
inconmensurablemente, aun entonces, a través incluso de la oscuridad de miles de millones de 
años, en ese conocimiento de la temporalidad del existir se hace evidente de nuevo aquel 
momento que se llama en la Biblia el comienzo, aquel comienzo que remite a Aquel que tenía 
poder para crear la existencia, para decir: ¡Hágase! y se hizo. 
Una segunda consideración es la que se refiere ya no al puro Que del ser, sino al diseño, por 
así decir, del Universo; al modelo conforme al cual éste se ha construido. Pues de aquel 
«¡Hágase!» no se originó una masa caótica. Cuanto más sabemos del Universo más nos sale al 
paso, procedente de él, una razón, cuyos caminos sólo con asombro podemos considerar. A 
través de ellos vemos de nuevo renovado aquel Espíritu Creador al que también se debe 
nuestra propia razón. Albert Einstein dijo una vez que en las leyes de la naturaleza «se 
manifiesta una razón tan considerable que, frente a ella, cualquier ingenio del pensamiento o 
de la organización humana no es más que un pálido reflejo»[6]. Sabemos cómo, en lo más 
grande, en el mundo de los astros se manifiesta una poderosa razón que los mantiene juntos en 
el cosmos. Pero cada vez más aprendemos también a observar lo más pequeño, las células, las 
unidades originarias de la vida; en ellas descubrimos igualmente una racionalidad que nos 
asombra, hasta tal punto que debemos decir con San Buenaventura: «Quien aquí no ve, es 
ciego. Quien aquí no oye, está sordo y quien aquí no empieza a ensalzar y a adorar al Espíritu 
Creador, es que está mudo». Jacques Monod, que rechazaba todo tipo de creencia en Dios 
como no científica y reconducía el Universo entero a la conjunción del azar y la necesidad, 
cuenta en su obra, en la que intenta resumidamente exponer y fundamentar su visión del 
Universo, que después de sus conferencias, luego convertidas en libro, François Mauriac 
había dicho: «lo que este profesor nos quiere demostrar es aún más increíble que lo que se le 
exige creer al cristiano»[7]. Monod no lo discute. Su tesis sostiene que todo el concierto de la 
naturaleza es un producto de errores y disonancias. Y no puede menos que decirse a sí mismo 
que tal concepción es realmente absurda. Pero el método científico -eso dice él- le lleva a no 
admitir ninguna pregunta cuya respuesta tenga que llamarse «Dios». ¡Qué método tan pobre! 
-se puede solamente añadir-. A través de la razón de la Creación nos contempla Dios mismo. 
La física y la biología, las ciencias por excelencia, nos han proporcionado un nuevo e inaudito 
relato de la Creación con grandes y nuevas imágenes que nos permiten reconocer el rostro del 
Creador y nos hacen saber de nuevo: Sí, en el primer comienzo y en el fundamento de todo 
ser está el Espíritu Creador. El Universo no es producto de la oscuridad ni de la sinrazón. 
Procede del entendimiento, procede de la libertad, procede de la belleza que es amor. Ver esto 
nos da el valor necesario para vivir; nos fortalece para sobrellevar sin miedo la aventura de la 
vida. 
2. Significado permanente de los elementos simbólicos del texto 
Estas dos consideraciones, con las que hemos profundizado en los aspectos fundamentales de 
la primera meditación, nos permiten avanzar un paso más. Hasta ahora se nos ha puesto de 
Creación y pecado — J. Ratzinger 12 
manifiesto que los relatos bíblicos de la Creación presentan un modo de hablar de la realidad 
distinto del que conocemos por la física y la biología. No describen el proceso de la evolución 
ni la estructura matemática de la materia, sino que expresan de muchas maneras lo siguiente: 
sólo existe un Dios; el Universo no es una lucha de fuerzas oscuras, sino Creación de su 
Palabra. Pero esto no significa que las frases particulares del texto bíblico se queden carentes 
de sentido y que sólo permanezca válido este, por así decir, desnudo extracto. También ellas 
son expresión de la verdad, de un modo ciertamente distinto del empleado en la física y en la 
biología. Son verdad de una manera simbólica, del mismo modo que una ventana gótica, por 
ejemplo, nos permite reconocer algo más profundo en sus trazados y en su juego de luces. 
Sólo dos elementos querría destacar aquí. Uno: el relato bíblico de la Creación está marcado 
por una serie de cifras que no reproducen la estructura matemática del Universo, sino en 
cierto modo la trama interna de su tejido, la idea según la cual ha sido concebido. Dominan en 
él las cifras tres, cuatro, siete y diez. Diez veces se dice en el relato: «Dios habló». En estas 
diez veces la historia de la Creación anticipa ya los diez Mandamientos. Nos permite 
reconocer que en cierta manera estos diez Mandamientos son un eco de la Creación; no 
arbitrarios inventos con los cuales se han levantado vallas a la libertad del hombre, sino 
introducción en el Espíritu, en la lengua y en el significado de la Creación, lengua traducida 
del Universo, lógica traducida de Dios que construyó el Universo. La cifra más utilizada de 
todas es el siete; en el esquema de los siete días se acuña sin límites el Todo. Esta es la cifra 
de una fase de la luna; así por medio de este relato se nos dice que el ritmo de nuestro astro 
fraterno nos muestra también el ritmo de la vida humana. Se nos hace perceptible que 
nosotros, los hombres, no estamos reducidos a nuestro pequeño Yo, sino que estamos 
inmersos en el ritmo del cosmos; que, en cierta manera, el cielo también marca el ritmo, el 
movimiento de nuestra propia vida, permitiendo que nos adentremos en la razón del cosmos. 
En la Biblia este pensamiento ha avanzado un paso más. Nos hace saber que el ritmo de los 
astros es expresión rnás profunda del ritmo del corazón, del ritmo del Amor de Dios que enél 
se manifiesta[8]. 
a) Creación y culto 
Y llegamos así al segundo elemento simbólico del relato de la Creación sobre el cual me 
gustaría decir algo. Pues no es que meramente nos encontremos con el ritmo del siete y su 
significado cósmico; es que este ritmo se encuentra al servicio de un mensaje que va aún más 
allá. La Creación está dirigida hacia el Sabbat, el sábado, que es una señal de la alianza entre 
Dios y el hombre. Tenemos que reflexionar con más exactitud sobre este tema; de momento, 
en un primer impulso, podemos deducir de aquí lo siguiente: la Creación se ha construido 
para dirigirse al momento de la adoración. La Creación se ha hecho con el fin de ser un 
espacio de adoración. Y ella se cumple y se desarrolla correctamente cada vez que de nuevo 
existe para la adoración. «Operi Dei nihil praeponatur» dijo en su Regla San Benito: «Nada 
debe anteponerse al servicio de Dios». Esto no es expresión de una exaltada piedad, sino pura 
y auténtica traducción del relato de la Creación, de su mensaje para nuestra vida. El verdadero 
centro, la fuerza que, provocando el ritmo de las estrellas y de nuestra vida las mueve y 
gobierna en su interior, es la adoración. Por eso el ritmo de nuestra vida palpita correctamente 
cuando ha quedado impregnado por ella. 
En última instancia esto es algo conocido por todos los pueblos. En todas las culturas los 
relatos de la Creación han surgido para expresar que el Universo existe para el culto, para la 
glorificación de Dios. Esta coincidencia de las culturas en las cuestiones más profundas de la 
humanidad es algo muy valioso. En mis conversaciones con obispos africanos y asiáticos, 
especialmente también en los Sínodos de Obispos, se me hace evidente, como algo siempre 
nuevo y a menudo sorprendente, la profunda concordancia existente entre la creencia bíblica y 
las grandes tradiciones de los pueblos. En ellas ha permanecido un saber originario del 
Creación y pecado — J. Ratzinger 13 
hombre que se abre hacia Cristo. Nuestro peligro hoy, en las civilizaciones técnicas, consiste 
precisamente en que nos hemos separado de este saber originario, en que la sabihondez de un 
equivocado espíritu científico nos impide escuchar el mandato de la Creación. Existe un saber 
originario común que sirve de guía y unión a las grandes culturas. 
Bien es verdad que, para ser honrados, debemos añadir que este saber está continuamente 
regenerándose. Las religiones universales conocen este gran pensamiento de que el Universo 
existe para la adoración. Pero queda desfigurado muchas veces por la idea de que con la 
adoración el hombre les da a los dioses aquello que ellos necesitan. Se piensa que la divinidad 
necesita esta preocupación de los hombres y que de esta manera el culto mantiene el 
Universo. Pero esto deja abierta la puerta a especular con la fuerza. El hombre puede entonces 
decir: los dioses me necesitan, luego yo también puedo ejercer mi presión sobre ellos, 
chantajearlos en caso de necesidad. De la pura relación amorosa, que debería ser la adoración, 
surge este intento de chantaje por adueñarse uno mismo del Universo. Y así el culto incurre en 
una falsificación del Universo y del hombre. Por consiguiente, la Biblia, ciertamente, pudo 
hacer suyo este pensamiento básico de la disposición del Universo para la adoración, pero al 
mismo tiempo tuvo también que depurarlo. En ella esta idea, como ya se ha dicho, surge 
precisamente con la imagen del Sabbat. La Biblia dice: la Creación está estructurada de 
acuerdo con el orden del Sabbat. Y el Sabbat es, por otra parte, el resumen de la Torá, la Ley 
de Israel. Lo cual significa que la adoración contiene en sí misma una forma moral. En ella 
está interiorizada toda la organización moral de Dios. Sólo así es verdaderamente adoración. 
Una cosa más que añadir: la Torá, la Ley, es expresión de la historia que Israel vive con Dios. 
Es expresión de la alianza, y la alianza es expresión del Amor de Dios, de su Sí al hombre que 
El ha creado para amar y ser amado. 
Ahora podemos apreciar mejor este pensamiento. Podemos decir: Dios ha creado el Universo 
para entablar con los hombres una historia de amor. Lo ha creado para que haya amor. Tras 
esto surgen las palabras de Israel que apuntan directamente hacia el Nuevo Testamento. Sobre 
la Torá, que materializa lo secreto de la alianza, de la historia de amor de Dios con los 
hombres, se ha dicho en las escrituras judías: Ella existía al principio, estaba con Dios, a 
través de ella ha llegado a ser todo lo que existe. Era la luz y la vida de los hombres. Juan 
necesitaba simplemente volver a tomar estas fórmulas refiriéndolas al que es la palabra viva 
de Dios para decir: «Todo se hizo por ella» (Ioh 1.3), Ya antes Pablo había dicho: «En él 
fueron creadas todas las cosas» (Col. 1,16; cfr. Col. 1,15-23). Dios ha creado el Universo para 
poder hacerse hombre y desparramar su amor, para extenderlo también hacia nosotros, 
invitándonos a participar de él. 
b) La estructura sabática de la Creación[9] 
Y ahora avancemos algo más para entender mejor estos pensamientos. En el relato de la 
Creación, el Sabbat, el sábado, aparece descrito como el día en el que el hombre, en la libertad 
de la adoración, participa de la libertad de Dios, de la serenidad de Dios y así de la paz de 
Dios. Celebrar el Sabbat significa celebrar la alianza, volver al origen, limpiar todo de las 
impurezas que nuestro actuar ha introducido. Significa también, al mismo tiempo, avanzar 
hacia un mundo nuevo en el que ya no habrá esclavos y señores, sino hijos libres de Dios, 
hacia un mundo en el que el hombre, el animal y la tierra participarán todos juntos 
fraternalmente de la paz de Dios y de su libertad. 
A partir de este pensamiento se ha desarrollado la legislación social mosaica. Se funda en el 
hecho de que el sábado produce la igualdad de todas las cosas. Y de tal modo se ha extendido 
más allá del día sabático semanal, que cada siete años hay un año sabático en el que la tierra y 
los hombres pueden descansar. Cada cuarenta y nueve años (= 7 x 7) se sitúa el gran año 
Creación y pecado — J. Ratzinger 14 
sabático, en el que se perdonan todas las culpas y se anulan todas las compras y ventas. Uno 
se encuentra de nuevo ante un renovado comienzo en el que el mundo se recibe otra vez de las 
manos creadoras de Dios. El peso de esta disposición, de hecho nunca bien seguida, podemos 
quizá verlo mejor, en una breve indicación del libro de las Crónicas. Ya en la primera 
meditación me he referido a cómo Israel había sufrido en el exilio, durante el cual Dios en 
cierto modo se había negado a sí mismo y se había arrebatado su tierra, su Templo y su culto. 
También después del exilio continuó la reflexión: ¿por qué Dios pudo hacernos esto?, ¿por 
qué este castigo desmedido con el que Dios en cierto modo se castigaba a sí mismo?, en un 
momento en el que todavía era inimaginable cómo en la cruz Dios cargaría sobre sí con todas 
las culpas que por su historia de amor con los hombres se había dejado infligir. ¿Cómo pudo 
ser eso? La respuesta del libro de las Crónicas dice: los muchos pecados cometidos contra los 
que clamaron los profetas no podían ser en el fondo motivo suficiente para un castigo tan 
desmedido. El motivo ha de buscarse en algo aún más profundamente arraigado. El libro de 
las Crónicas describe así esta causa más profunda del exilio: «Hasta que el país haya pagado 
sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta 
años» (2 Cron 36,21). 
Esto quiere decir: el hombre ha rechazado la serenidad de Dios, la tranquilidad que procede 
de El, la adoración, su paz y su libertad, cayendo de este modo en la esclavitud de su 
quehacer. Ha empujado al Universo a la esclavitud de su activismo y con ello se ha 
esclavizado a sí mismo. Por eso Dios debía darle el Sabbat que él ya no quería. Con su No al 
ritmo de la libertad y de la tranquilidad procedente de Dios, el hombre se ha alejado de su 
semejanza con Dios para pisotearel Universo. Por eso debía ser arrancado de la obstinación 
en su propio obrar, por eso Dios debía devolverle a su más auténtica realidad, rescatarlo del 
dominio de su quehacer. «Operi De¡ nihil praeponatur» lo primero es la adoración, la libertad 
y la serenidad de Dios. Así y sólo así puede el hombre vivir de verdad. 
c) ¿Explotación de la tierra? 
Llegamos así a la última consideración. Hay una palabra del relato de la Creación que 
necesita una interpretación especial. Me estoy refiriendo al conocido versículo 28 del primer 
capítulo, al dictado de Dios a los hombres: «¡Someted la tierra!». Hace tiempo que esta frase 
ha venido siendo utilizada como punto de partida para atacar al cristianismo. Como 
consecuencia despiadada de esta frase se desvirtúa al cristianismo mismo considerándolo el 
único culpable de la miseria de nuestros días. El «Club de Roma», que hace ya diez años con 
su toque de alarma acerca de los límites del desarrollo sacudió hasta los cimientos la creencia 
en el progreso de la época de la postguerra, ha entendido su crítica a la civilización, crítica 
que se ha ido haciendo cada vez más espiritual, también como una crítica al cristianismo que 
estaría en la raíz de esta civilización de la explotación: el mandato dado a los hombres de 
someter la tierra habría abierto aquel funesto camino cuyo amargo final ahora se perfila. Un 
escritor de Munich, al hilo de este pensamiento, acuñó la frase desde entonces fervorosamente 
repetida sobre las consecuencias despiadadas del cristianismo. Antes hemos elogiado que el 
Universo, por la creencia en la Creación, se había desdivinizado y racionalizado, que el sol y 
la luna ya no eran grandes y siniestras divinidades, sino simplemente luminarias, que los 
animales y las plantas habían perdido su carácter mítico; pues bien todo esto precisamente se 
ha convertido en una acusación contra el cristianismo. El cristianismo sería el que habría 
convertido a los grandes poderes hermanos del Universo en objetos de uso de los hombres, 
llevándole así a abusar de las fuerzas de este Universo, plantas y animales, con una ideología 
del progreso que sólo piensa en sí misma y sólo en sí misma cree. 
¿Qué decir a todo esto? El mandato del Creador al hombre quiere decir que éste debe cuidar el 
Universo como Creación de Dios, de acuerdo con el ritmo y la lógica de la Creación. El 
Creación y pecado — J. Ratzinger 15 
significado del mandato se describe en el capítulo siguiente del Génesis con las palabras 
«labrar y cuidar» (2, 15). Nos introduce por lo tanto en la lengua de la Creación misma; 
significa que le ha sido dada para aquello de lo que ella es capaz y a lo que ha sido llamada, 
pero no para volverse en su contra. La creencia bíblica incluye sobre todo que el hombre no 
está encerrado en sí mismo; siempre ha de tener presente que se encuentra dentro del gran 
cuerpo de la historia, que finalmente se convertirá en el Cuerpo de Cristo. Pasado; presente y 
futuro deben encontrarse y abrirse camino en la vida de cada hombre. Nuestro tiempo ha 
quedado ya a salvo de aquel atormentado narcisismo que en la misma medida se separa del 
pasado y del futuro y sólo quiere el presente. 
Pero entonces, con mayor razón, tenemos que preguntarnos cómo se ha llegado a los abusos 
de esta mentalidad del activismo y del dominio que hoy nos amenaza por todas partes. Un 
primer chispazo de esta nueva mentalidad aparece ya en el Renacimiento, por ejemplo, en 
Galileo cuando afirma: En el caso de que la naturaleza no responda libremente a nuestras 
preguntas ni nos desvele sus secretos, tendremos que atormentarla para en el doloroso 
interrogatorio arrancarle la respuesta que voluntariamente no nos da. La construcción de los 
instrumentos de la ciencia es para él semejante a la preparación de este medio de tortura, con 
el cual el hombre como señor absoluto trata de encontrar las respuestas que quiere saber de 
este acusado. Con el tiempo esta nueva mentalidad ha ido adquiriendo forma concreta y 
validez histórica, sobre todo con Kart Marx. El era el que decía al hombre que ya no debía 
interrogarse más por su origen ni por su procedencia, pues se trataba de una pregunta carente 
de sentido. De esta manera Marx pretende dejar de lado aquella pregunta de la razón sobre el 
origen del Universo y su diseño, del que hemos hablado al comienzo, porque la Creación en 
su razón interna es el mensaje más fuerte y escuchado del Creador del que nunca podemos 
emanciparnos. Y puesto que, en definitiva, la cuestión de la Creación no puede contestarse 
más que como procedente del Espíritu Creador, por eso se interpretaba la pregunta como 
carente de sentido. La Creación creada no cuenta; es el hombre el que debe producir la 
verdadera Creación que luego le será útil. De ahí la transformación del mandato fundamental 
del hombre, de ahí que el progreso sea la auténtica verdad y la materia el material a partir del 
cual el hombre crea el Universo que lo hará digno de vivir en él[10]. Ernst Bloch ha reforzado 
estos pensamientos de una manera verdaderamente angustiosa. La verdad, ha dicho, no es lo 
que nosotros percibimos. Verdad es únicamente la transformación. Verdad es, según esto, lo 
que se impone, y la realidad es consecuentemente «una indicación para la acción, es un 
adiestramiento para el ataque»[11]. Necesita un «polo concreto de odio»[12] en el que encontrar 
el ímpetu necesario para la transformación. De este modo para Bloch lo bello no es la 
transparencia de la verdad de las cosas, sino el descubrimiento del futuro hacia el que nos 
dirigimos y que nosotros mismos hacemos. Por eso, dice, la catedral del futuro será el 
laboratorio, y las centrales eléctricas serán las grandes iglesias góticas del futuro. Pues -según 
él- ya no será necesaria la distinción entre domingo y día laborable; ya no hará falta ningún 
sábado porque el hombre es en todo su propio creador. Dejará también de esforzarse 
simplemente por dominar y configurar la naturaleza y, por el contrario, la concebirá en sí 
misma como transformación[13]. Aquí está formulado, con una claridad que no encontramos 
otras veces, lo que constituye la opresión de nuestro tiempo. Antes, el hombre podía siempre 
transformar cosas concretas en la naturaleza. La naturaleza como tal no era objeto, sino 
condición previa de su actuación. Ahora le ha sido entregada como un todo; pero así el 
hombre se ve, de repente, expuesto a su más profunda amenaza. El punto de partida de esta 
situación se encuentra en aquella concepción que contempla la Creación como producto 
únicamente del azar y de la necesidad, que no obedece a ninguna razón y de la que no se 
puede extraer ninguna enseñanza. Ha enmudecido aquel ritmo interior que nos había marcado 
el relato de la Sagrada Escritura: el ritmo de la adoración, que es el ritmo de la historia de 
amor de Dios con los hombres. Bien es verdad que hoy percibimos visiblemente los horribles 
resultados de tal enfoque. Sentimos una amenaza que no afecta a un futuro lejano, sino a 
Creación y pecado — J. Ratzinger 16 
nosotros mismos, a nuestra inmediatez. Ha desaparecido la sumisión de la fe, el orgullo del 
quehacer ha fracasado. Y así se configura una actitud nueva y no menos nociva, un enfoque 
que considera al hombre como perturbador de la paz, como el que todo lo destruye y que es el 
verdadero parásito, la enfermedad de la naturaleza. El hombre ya no se gusta a sí mismo. 
Preferiría volverse atrás para que la naturaleza pudiera de nuevo estar sana. Pero así tampoco 
construimos el Universo. Pues contradecimos al Creador cuando ya no queremos al hombre 
como El lo ha querido. Con esto no santificamos la naturaleza, nos destruimos nosotros y la 
Creación. Le arrebatamos la esperanza que existe en ella y la grandiosidad a la que está 
llamada. 
De modo que el camino cristiano permanece como el que verdaderamente salva. Propio del 
camino cristiano es el convencimiento de que nosotros sólo podemos ser verdaderamente 
«creativos» y, por tanto, creadores si lo somosen unión con el Creador del Universo. Sólo 
podemos servir verdaderamente a la tierra cuando la tomamos siguiendo la instrucción de la 
Palabra de Dios. Y entonces podemos perfeccionar y hacer avanzar al Universo y a nosotros 
mismos. 
«Operi De¡ nihil praeponatur» -a la obra de Dios no se anteponga nada-; al servicio de Dios 
nada debe anteponerse. Esta frase sí que es una contribución a la conservación del mundo 
creado frente a la falsa adoración del progreso, frente a la adoración de la transformación, 
destructora del hombre, y frente a la blasfemia del hombre que destruye a la vez el Universo y 
la Creación, apartándolos de su destino final. Sólo el Creador es el verdadero Redentor del 
hombre, y sólo si confiamos en el Creador estamos en el camino de la salvación del Universo, 
del hombre y de las cosas. Amén. 
 
III. LA CREACIÓN DEL HOMBRE 
El día en que Yahweh Dios hizo tierra y cielos, antes de que hubiera ningún arbusto silvestre 
en la tierra, y antes de que germinara ninguna hierba del campo, porque Yahweh Dios no 
había hecho llover sobre la tierra, ni existía hombre para trabajar el suelo, aunque un 
manantial brotaba de la tierra y regaba toda la superficie del suelo; entonces Yahweh Dios 
formó al hombre con polvo del suelo, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se 
convirtió en un ser vivo. 
Y Yahweh Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y situó allí al hombre que había 
formado. E hizo Yahweh Dios brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y 
buenos para comer, y, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien 
y del mal (Gen 2,4-9). 
 
¿Qué es el hombre? Esta pregunta se plantea como una imposición a cada generación y a cada 
hombre en particular; pues, a diferencia de los animales, la vida no nos ha sido sin más 
trazada hasta el final. Lo que es el ser humano representa también para cada uno de nosotros 
una tarea, una llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo por el ser 
humano, decidir quién o qué quiere él ser como hombre. Cada uno de nosotros en su vida, lo 
quiera o no, debe responder a la pregunta de qué es el ser humano. ¿Qué es el hombre? El 
relato de la Sagrada Escritura nos sirve como indicador del camino que nos conduce al 
misterioso país del ser humano. Nos sirve de ayuda para reconocer lo que es el proyecto de 
Creación y pecado — J. Ratzinger 17 
Dios con el hombre. Nos ayuda a dar creadoramente la respuesta nueva que Dios espera de 
cada uno de nosotros. 
1. El hombre, formado de la tierra[14] 
¿Qué quiere decir exactamente esto? En primer lugar, se nos informa de que Dios formó a los 
hombres del barro, lo que constituye al mismo tiempo una humillación y un consuelo. 
Humillación porque nos dice: no eres ningún dios; no te has hecho a ti mismo y no dispones 
del Todo; estás limitado. Eres un ser para la muerte como todo ser vivo, eres sólo tierra. Pero 
también supone un consuelo, pues además nos dice: el hombre no es ningún demonio, como 
hasta entonces había podido parecer, ningún espíritu maligno; no ha sido formado a partir de 
fuerzas negativas, sino que ha sido creado de la buena tierra de Dios. Aquí resplandece algo 
aún más profundo, pues se nos dice que todos los hombres son tierra. Más allá de todas las 
diferencias creadas por la cultura y por la historia, permanece la constatación de que nosotros, 
en definitiva, somos lo mismo, somos el mismo. Este pensamiento que en la Edad Media, en 
la época de las grandes epidemias de peste, se acuñó bajo la forma de «danzas de la muerte» a 
causa de las horribles experiencias vividas por el gran poder amenazador de la muerte, se 
pone de manifiesto en que emperador y mendigo, señor y esclavo, son, en última instancia, 
uno y el mismo hombre, formado de una y la misma tierra y destinado a volver a ella. En 
todas las tribulaciones y apogeos de la historia el hombre permanece igual, como tierra, 
formado de ella y destinado a volver a ella. 
De esta manera, se pone de manifiesto la unidad de todo el género humano: todos nosotros 
procedemos solamente de una tierra. No hay «sangre y suelo» de diferentes clases. Y por la 
misma causa no hay hombres diferentes, como creían los mitos de muchas religiones y 
también se manifiesta en concepciones de nuestro mundo de hoy. No hay castas ni razas 
diferentes, en las que los hombres posean un valor diferente. Todos nosotros somos la única 
humanidad, formada por Dios de la única tierra. Esta concepción del hombre es un pen-
samiento dominante tanto en el relato de la Creación como en la Biblia entera. Frente a todas 
las segregaciones y envanecimiento! del hombre, con los que quiere colocarse por encima de 
y frente a los otros, la humanidad se explica como la única Creación de Dios, procedente de 
una sola tierra. Y lo que se ha dicho al principio, volverá a repetirse después del diluvio: en la 
gran genealogía del capítulo décimo del Génesis aparece de nuevo la misma concepción de 
que sólo hay un hombre en los muchos hombres. La Biblia pronuncia un No decidido contra 
todo racismo, contra toda división de la humanidad. 
2. Imagen de Dios 
Pero para que el hombre sea tal, debe acontecer una segunda cosa. La materia prima es la 
tierra, de ella saldrá el hombre porque al cuerpo formado con ella Dios le insufla su aliento en 
la nariz. La realidad divina entra en el Universo. El primer relato de la Creación, que ha sido 
objeto de las meditaciones anteriores, dice lo mismo con otra imagen más profunda. Dice así: 
El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen 1,26 y ss.). En él se tocan 
el cielo y la tierra. Dios entra a través del hombre en la Creación; el hombre está dirigido a 
Dios. Ha sido llamado por El. La Palabra de Dios de la Antigua Alianza sigue teniendo valor 
para cada hombre en particular: «Te llamo por tu nombre, eres mío». Cada hombre es 
conocido y amado por Dios; ha sido querido por Dios; es imagen de Dios. En esto 
precisamente consiste la profunda y gran unidad de la humanidad, en que todos nosotros, cada 
hombre cumple un proyecto de Dios que brota de la idea misma de la Creación. Por eso dice 
la Biblia: Quien maltrata al hombre, maltrata la propiedad de Dios (Gen 9, 5). La vida humana 
está bajo la especial protección de Dios, porque cualquier hombre, por pobre o muy 
acaudalado que sea, por enfermo o achacoso, por inútil o importante que pueda ser, nacido o 
Creación y pecado — J. Ratzinger 18 
no nacido, enfermo incurable o rebosante de energía vital, cualquier hombre lleva en sí el 
aliento de Dios, es imagen suya. Esta es la causa más profunda de la inviolabilidad de la 
dignidad humana; y a ello tienden, en última instancia, todas las civilizaciones. Porque allí 
donde ya no se ve al hombre como colocado bajo la protección de Dios, como portador él 
mismo del aliento divino, allí es donde comienzan a surgir las consideraciones acerca de su 
utilidad, allí es donde surge la barbarie que aplasta la dignidad del hombre. Y donde sucede al 
contrario ' allí aparece la categoría de lo espiritual y de lo ético. 
Nuestro destino depende por completo de que logremos defender esta dignidad moral del 
hombre en el mundo de la técnica y de todas sus posibilidades. Pues en esta época técnico-
científica se está dando una clase de tentación especial. La actitud técnica y científica ha 
traído consigo un tipo especial de certeza, aquella que puede confirmarse a través del 
experimento y de la fórmula matemática. Esto efectivamente ha proporcionado al hombre una 
liberación expresa del temor y de la superstición y le ha dado un determinado poder sobre el 
Universo. Pero ahí radica precisamente la tentación, en considerar solamente como racional, y 
por lo tanto serio lo que puede comprobarse por el experimento y el cálculo. Lo cual supone, 
por consiguiente, que lo moral y lo sagrado ya no cuentan para nada. Han quedado relegados 
a la esfera de lo superado, de lo irracional. Pero cuando el hombre hace esto, cuando 
reducimosla ética a la física, entonces disolvemos lo característico del hombre, ya no lo 
liberamos, sino que lo destruimos. Hemos de distinguir de nuevo lo que ya Kant conocía y 
sabía muy bien: que hay dos formas de razón, la teórica y la práctica, como él las 
denominaba. Digámoslo tranquilamente: la razón científico-física y la moral-religiosa. No se 
puede explicar la razón moral como un irracionalismo ciego o como una superstición, sólo por 
el hecho de que se ha originado de una manera distinta o porque su conocimiento se 
representa de un modo no matemático. Es una y la más grande de las dos formas de razón, la 
que precisamente puede conservar la categoría humana de la ciencia y de la técnica y 
preservarlas de convertirse en la destrucción del hombre. Kant habló ya de la primacía de la 
razón práctica sobre la teórica, de que lo más grande, las realidades más profundas y decisivas 
son aquellas que la razón moral del hombre reconoce en su libertad moral. Y ahí, añadimos 
nosotros, está el espacio del ser-imagen-de-Dios, eso que hace al hombre ser algo más que 
«tierra»[15]. 
Demos ahora otro paso. Lo esencial de una imagen consiste en que representa algo. Cuando 
yo la miro, reconozco por ejemplo al hombre que está en ella, el paisaje, etc. Remite a otra 
cosa que está más allá de sí misma. Lo característico de la imagen, por lo tanto, no consiste en 
lo que es meramente en sí misma, óleo, lienzo y marco; su característica como imagen 
consiste en que va más allá de sí misma, en que muestra algo que no es en sí misma. Así, el 
ser-imagen-de-Dios significa sobre todo que el hombre no puede estar cerrado en sí mismo. Y 
cuando lo intenta, se equivoca. Ser-imagen-de-Dios significa remisión. Es la dinámica que 
pone en movimiento al hombre hacia todo-lo-demás. Significa, pues, capacidad de relación; 
es la capacidad divina del hombre. En consecuencia, el hombre lo es en su más alto grado 
cuando sale de sí mismo, cuando llega a ser capaz de decirle a Dios: Tú. De ahí que a la 
pregunta de qué es lo que diferencia propiamente al hombre del animal y en qué consiste su 
máxima novedad se debe contestar que el hombre es el ser que Dios fue capaz de imaginar; es 
el ser que puede orar y que está en lo más profundo de sí mismo cuando encuentra la relación 
con su Creador. Por eso, ser-imagen-de-Dios significa también que el hombre es un ser de la 
palabra y del amor; un ser del movimiento hacia el otro, destinado a darse al otro, y 
precisamente en esta entrega de sí mismo se recobra a sí mismo. 
La Sagrada Escritura nos posibilita dar todavía otro paso adelante, si seguimos una vez más 
nuestra norma fundamental de que el Antiguo y el Nuevo Testamento deben leerse juntos, ya 
que es precisamente a partir del Nuevo de donde se entresaca el más profundo significado del 
Creación y pecado — J. Ratzinger 19 
Antiguo. En el Nuevo Testamento Cristo es denominado el segundo Adán, el definitivo Adán 
y la imagen de Dios (p. ej., 1 Cor 15,44-48; Col 1,15). Esto quiere decir que precisamente en 
El se pone de manifiesto la respuesta definitiva a la pregunta: ¿qué es el hombre? Sólo en El 
aparece el contenido más profundo de este proyecto. El es el hombre definitivo, y la Creación 
es en cierto modo un anteproyecto de El. Así que podemos decir: el hombre es el ser que 
puede llegar a ser hermano de Jesucristo. Es la criatura que puede llegar a ser una con Cristo y 
en El con Dios mismo. Esto es lo que significa esa remisión de la Creación a Cristo, del 
primero al segundo Adán, que el hombre es un ser en camino, en tránsito. Todavía no es él 
mismo, tiene que llegar a serlo definitivamente. Y aquí, en medio de la reflexión sobre la 
Creación, nos aparece ya el misterio pascual, el misterio del grano de trigo que muere. El 
hombre debe convertirse con Cristo en el grano de trigo que muere para poder 
verdaderamente resucitar, para levantarse verdaderamente, para ser él mismo (cfr. 1oh 12,24). 
El hombre no se comprende únicamente desde su origen pasado ni desde una parte aislada que 
llamamos presente. Está dirigido hacia el futuro que es el que precisamente le permite 
adivinar quién es él (cfr. Joh 3,2). Tenemos siempre que ver en el otro hombre a aquél con el 
que yo alguna vez participaré de la alegría de Dios. Debemos contemplar al otro como aquél 
con el que estoy llamado a ser en común miembro del Cuerpo de Cristo, con el que yo algún 
día me sentaré a la mesa de Abrahán, de Isaac, de Jacob, a la mesa de Jesucristo, para ser su 
hermano y con él hermano de Jesucristo, hijo de Dios. 
3. Creación y Evolución 
Podríamos concluir ahora que todo esto es hermoso y está bien, pero, al fin y al cabo, ¿no está 
en contradicción con nuestros conocimientos científicos, según los cuales el hombre procede 
del reino animal? No necesariamente. Muchos pensadores han reconocido desde hace ya 
mucho tiempo que aquí no se produce ninguna disyuntiva. No podemos decir: Creación o 
Evolución; la manera correcta de plantear el problema debe ser: Creación y Evolución, pues 
ambas cosas responden a preguntas distintas. La historia del barro y del aliento de Dios, que 
hemos oído antes, no nos cuenta cómo se origina el hombre. Nos relata qué es él, su origen 
más íntimo, nos clasifica el proyecto que hay detrás de él. Y a la inversa, la teoría de la 
evolución trata de conocer y describir períodos biológicos. Pero con ello no puede aclarar el 
origen del «proyecto» hombre, su origen íntimo ni su propia esencia. Nos encontramos, pues, 
ante dos preguntas que en la misma medida se complementan y que no se excluyen 
mutuamente. 
Pero miremos ahora un poco más de cerca, porque precisamente el progreso del pensamiento 
en las dos últimas décadas nos ayuda también a considerar de nuevo esa unidad interna de la 
Creación y de la evolución de la fe y de la razón. A las concepciones propias del siglo XIX 
pertenecía el hecho de tener cada vez más en cuenta la historicidad, el desarrollo de todas las 
cosas. Se vio entonces que las cosas que tenemos por inmutables y siempre idénticas son 
producto de un largo devenir. Esto es válido tanto en la esfera de lo humano como en la de la 
naturaleza. Se puso de manifiesto que el Universo entero no es algo así como una gran caja en 
la que todo se ha introducido una vez terminado, sino que más bien hay que compararlo al 
desarrollo y crecimiento de un árbol vivo cuyas ramas crecen cada vez más altas hacia arriba. 
Esta consideración general ha sido y es expuesta, a menudo, de un modo fantástico, pero con 
el progreso de la investigación se perfila cada vez con más claridad el modo correcto con que 
se ha de comprender. 
Muy brevemente querría aclarar algo acerca de esto con especial referencia a Jacques Monod 
que nos puede servir muy bien como testigo no sospechoso; se trata, por un lado, de un 
científico de gran categoría, y por otro, de un luchador decidido contra toda creencia en la 
Creación[16]. 
Creación y pecado — J. Ratzinger 20 
Me parecen de suma importancia dos relevantes y fundamentales precisiones suyas. La 
primera dice: En la realidad no existe sólo la necesidad. No es posible, como pretendía 
todavía Laplace y como Hegel intentaba imaginar, que en el Universo todas las cosas deriven 
de forma sucesiva una de la otra con absoluta necesidad. No existe ninguna fórmula que 
permita establecer una deducción obligatoria de todo. En el Universo no existe sólo la 
necesidad sino también, dice Monod, el azar. Como cristianos nos permitiríamos ir más allá y 
decir: existe la libertad. Pero volvamos a Monod. El señala que existen especialmente dos 
realidades, las cuales no tienen obligatoriamente que existir: pueden existir, pero no tienen 
que existir. Una de ellas es la vida. Así, del mismo modo que existen las leyes físicas pudo 
ella originarse, pero no tuvo que hacerlo. Añade, además, que era muy improbable que esto 
sucediera. La probabilidad matemática para ello era prácticamente cero, de manera que 
también se puede suponer que solamente esa única vez, en nuestra

Continuar navegando