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CREACIÓN Y PECADO CARDENAL JOSEPH RATZINGER Presentación ............................................................................................................................ 1 I. DIOS CREADOR ................................................................................................................... 4 1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la Creación ........................................... 5 2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretación ...................................................... 6 3. El criterio cristológico ........................................................................................................ 8 II SIGNIFICADO DE LOS RELATOS BÍBLICOS DE LA CREACIÓN ............................. 10 1. La racionalidad de la creencia en la Creación .................................................................. 10 2. Significado permanente de los elementos simbólicos del texto ....................................... 11 a) Creación y culto ............................................................................................................ 12 b) La estructura sabática de la Creación ........................................................................... 13 c) ¿Explotación de la tierra? ............................................................................................. 14 III. LA CREACIÓN DEL HOMBRE ...................................................................................... 16 1. El hombre, formado de la tierra ........................................................................................ 17 2. Imagen de Dios ................................................................................................................. 17 3. Creación y Evolución ....................................................................................................... 19 IV. PECADO Y SALVACIÓN ................................................................................................ 22 1. Sobre el tema del pecado .................................................................................................. 22 2. Limitaciones y libertad del hombre .................................................................................. 23 3. El pecado original ............................................................................................................. 26 4. La respuesta del Nuevo Testamento ................................................................................. 27 Presentación En el breve Prólogo con el que comienza este libro, el propio Cardenal Ratzinger ha dejado constancia escrita de las inquietudes teológicas y pastorales que le ocupaban cuando concibió su contenido en 1981 y cuando, años después, en 1985, lo dio a la imprenta. El Pastor que pronunciaba en 1981 estos Sermones de Cuaresma en la Catedral de Munich, diócesis de la que era Arzobispo desde 1977, era al mismo tiempo un importante y conocido teólogo, antiguo profesor de Dogmática en las Facultades teológicas de Bonn (1959-1963), Münster (1963-1966), Tubinga (1966-1969) y Ratisbona (1969-1977). Bajo ambos puntos de vista -como Pastor de la Iglesia, sanamente preocupado por la vida espiritual de sus fieles, y como experto teólogo, que advierte con facilidad dónde están las necesidades y los problemas- se propuso el Cardenal Ratzinger desarrollar aquel año una catequesis de adultos, que contribuyese a reavivar en los creyentes los contenidos y el sentido de la doctrina cristiana sobre la Creación. ¿Qué motivos le movieron a ocuparse precisamente de esa materia? Sin duda, los mismos que más tarde, siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, le impulsaron a enviar el texto retocado de aquellas catequesis a la imprenta, para convertirlas en el presente libro. Están expresados con claridad en el Prólogo, al hacer notar, en un tono de serena gravedad, la «casi total desaparición del mensaje sobre la Creación en la catequesis, la predicación y la teología». En un tiempo como el nuestro, en el que la cuestión ecológica ha alcanzado un altísimo grado de interés social y se cuidan con particular sensibilidad las relaciones del hombre con su entorno natural, ha dejado «paradójicamente» de oírse en la sociedad dicho mensaje cristiano. En una época como la actual, en la que -como señalaba el Creación y pecado — J. Ratzinger 2 Cardenal Ratzinger en un discurso pronunciado en mayo de 1989 ante los Obispos responsables de las Comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias Episcopales de Europa- «experimentamos el rebelarse de la creación contra las manipulaciones del hombre y se plantea, como problema central de nuestra responsabilidad ética, la cuestión de los límites y normas de nuestra intervención sobre la creación, es altamente sorprendente que la doctrina de la creación como contenido de fe haya sido en parte abandonada y sustituida por vagas consideraciones de filosofía existencial». El mundo creado no es conocido por muchos en su más profunda verdad de ser un don amoroso hecho al hombre por Dios Creador, en el que se contiene una enseñanza sobre el Amor y la Sabiduría creadora -y, por tanto un profundo mensaje moral dirigido a la conciencia del hombre-, y la humanidad sufre a través de esa ignorancia o de ese olvido, una honda desorientación respecto del sentido de las cosas y de la propia existencia del hombre. De ahí «la urgente gravedad del problema de la Creación en la predicación actual», o bien, en frase mucho más fuerte y explícita, la necesidad de que «el mensaje sobre Dios Creador vuelva a encontrar en nuestra predicación el rango que le es debido». Es urgente, en definitiva, anunciar a los hombres contemporáneos la verdad de la Creación y, para alcanzar ese fin, reavivar ante todo en la conciencia de los cristianos la enseñanza revelada. En el discurso de 1989 antes citado, en el que pasaba revista a los problemas que la fe encuentra hoy en Europa, retomaba el Cardenal Ratzinger el hilo de las ideas contenidas en este libro y formulaba con nitidez su pensamiento. Sus palabras, que recogemos en parte a continuación, no sólo ayudan a entender la importancia del anuncio cristiano de la Creación, sino que también, indirectamente, dan a las páginas de este libro -en las que se expone esa verdad con sencillez y profundidad una viva utilidad teológica y pastoral. «Es cierto que considerar a la naturaleza como instancia moral sigue estando mal visto. Una reacción marcada por un temor irracional ante la técnica continúa conviviendo con la incapacidad para reconocer un mensaje espiritual en el mundo corpóreo. La naturaleza sigue siendo vista como una realidad en sí irracional, que por otra parte muestra estructuras matemáticas que se pueden evaluar técnicamente. Que la naturaleza posea una racionalidad matemática ha llegado a ser algo, por así decir, tangible; pero que en ella se anuncie también una racionalidad moral es rechazado como una fantasía metafísica. El declinar de la metafísica se ha visto acompañado por el declinar de la doctrina de la creación. En su lugar se ha situado una filosofía de la evolución (que quiero expresamente distinguir de la hipótesis científica de la evolución), que pretende extraer de la naturaleza reglas para hacer posible, mediante una orientación adecuada del ulterior desarrollo, la optimización de la vida. La naturaleza, que de este modo debería convertirse en maestra, es sin embargo considerada como una naturaleza ciega que inconscientemente combina, de manera casual, lo que el hombre debe imitar conscientemente. La relación del hombre con la naturaleza (que ya no es vista como creación) es de manipulación, y no llega a ser de escucha. Es una relación de dominio, basada en la presunción de que el cálculo racional pueda llegar a ser tan inteligente como la «evolución», y conseguir así que el mundo progrese de un modo mejor a todo cuanto ha sido hasta ahora el caminode la evolución sin la intervención del hombre. »La conciencia, de la que ahora se habla, es por esencia muda, así como la naturaleza es ciega: sólo calcula qué intervenciones ofrecen mayores posibilidades de mejora. Si eso puede (y según la lógica del punto de partida debería) realizarse de modo colectivo, hay entonces necesidad de un partido que, como instrumento de la historia, tome de la mano la evolución del individuo. Pero eso puede también suceder individualmente; entonces la conciencia toma la expresión de una autonomía del sujeto, que en la gran estructura cósmica sólo puede parecer una absurda presunción. Creación y pecado — J. Ratzinger 3 »Que ninguna de estas soluciones sea de gran ayuda es, en verdad, evidente, y aquí radica la profunda desesperación de la humanidad de hoy, que se esconde detrás de la fachada de un optimismo oficial. Y permanece al tiempo una silenciosa convicción de la necesidad de una alternativa que nos pueda conducir fuera de los caminos sin salida de nuestra plausibilidad. Y quizás se dé también, más de lo que pensamos, una silenciosa esperanza de que un cristianismo renovado pudiera ser dicha alternativa. Pero sólo puede ser elaborada si la doctrina de la creación es nuevamente desarrollada. Esto debería ser, en consecuencia, considerado como uno de los compromisos más urgentes de la teología actual. »Debemos hacer nuevamente visible qué significa que el mundo ha sido creado con sabiduría y que el acto creador de Dios es algo fundamentalmente distinto de la provocación de una «explosión primordial». Sólo entonces conciencia y norma podrán retornar de nuevo a una relación recíproca correcta. Entonces se hará visible, en efecto, que conciencia no es un cálculo individualista (o colectivista) sino una con-ciencia con la creación y, a través de ella, con Dios, el Creador. Se hará entonces nuevamente reconocible que la grandeza del hombre no consiste en la miserable autonomía de un enano que se proclama único soberano, sino en el hecho de que su ser deja traslucir la más alta sabiduría, la verdad misma. Se hará entonces manifiesto que el hombre es tanto más grande cuanto más crece en él la capacidad de ponerse a la escucha del profundo mensaje de la creación, del mensaje del Creador. Y entonces aparecerá claramente que la consonancia con la creación, cuya sabiduría se convertirá para nosotros en norma, no significa limitación de nuestra libertad, sino que es expresión de nuestra razonabilidad y de nuestra dignidad. También le es entonces reconocido al cuerpo el honor que le compete: ya no es «usado» como una cosa, sino que es el templo de la auténtica dignidad del hombre, porque es construcción de Dios en el mundo. Y entonces se hace manifiesta la igual dignidad de varón y mujer, justamente en el hecho de ser distintos. Comenzará entonces a comprenderse de nuevo que su corporeidad tiene raíces que alcanzan las profundidades metafísicas y que da fundamento a una simbólica metafísica cuya negación u olvido no enaltece al hombre sino que lo destruye». Prólogo La amenaza que sufre la vida por obra del hombre, asunto éste del que se habla hoy en todas partes, ha dado una mayor prioridad al tema de la Creación. Pero, al mismo tiempo, paradójicamente, se puede observar una casi total desaparición del mensaje de la Creación en la catequesis, en la predicación e incluso en la teología[1]. Los relatos de la Creación se han quedado escondidos; su mensaje ya no se considera racionalmente válido. Por este motivo, decidí, en la primavera de 1981, pronunciar cuatro conferencias cuaresmales en la catedral de Nuestra Señora de A Munich a modo de catequesis sobre la Creación, para adultos. No pude entonces satisfacer el deseo que me fue sugerido muchas veces, de publicarlas en forma de libro, porque me faltaba tiempo para trabajar a fondo en las grabaciones magnetofónicas, cedidas amablemente por diferentes partes. En los años siguientes, debido a mi nuevo cargo, pude ver con más claridad esta necesidad del tema de la Creación en la predicación actual; por eso me sentí obligado a rescatar los antiguos manuscritos y a prepararlos para la imprenta, con lo que su contenido fundamental ha permanecido invariable junto con las limitaciones propias de su origen oral. Espero que este librito pueda servir de impulso para que surjan otros mejores y que de esta manera el anuncio de Dios Creador recupere el rango que le corresponde en nuestra predicación. Roma, festividad de San Agustín de 1985 Joseph Card. Ratzinger Creación y pecado — J. Ratzinger 4 I. DIOS CREADOR En el principio Dios creó los cielos y la tierra. La tierra era caos y vacío, y la oscuridad cubría la superficie del océano. Pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: Haya luz. Y hubo luz. Dios vio que la luz era buena, y separó Dios la luz de la oscuridad. Y Dios llamó a la luz día, y a la oscuridad la llamó noche. Atardeció y amaneció: día uno. Dios dijo: Haya un firmamento en medio de las aguas y haya separación entre unas aguas y otras. Y Dios hizo el firmamento y separó las aguas de debajo del firmamento de las aguas de encima del firmamento. Y así sucedió. Y Dios llamó al firmamento cielos. Atardeció y amaneció: día segundo. Dios dijo: Que se reúnan las aguas de debajo de los cielos en un solo lugar, y aparezca lo seco. Y así sucedió. Y Dios llamó a lo seco tierra, y a la reunión de las aguas la llamó mares. Y Dios vio que estaba bien. Después Dios dijo: Que la tierra germine hierba verde, hierba que produzca semilla, árboles frutales que den fruto según su especie, con semilla dentro, sobre la tierra. Y así sucedió. Y germinó la tierra hierba verde, hierba que produce semilla según su especie, y árboles que dan fruto con semilla dentro, según su especie. Y Dios vio que estaba bien. Atardeció y amaneció: día tercero. Dios dijo: Haya lumbreras en el firmamento de los cielos para separar el día de la noche y que sean señales para las estaciones, los días y los años. Y que haya lumbreras en el firmamento de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y así sucedió. Y Dios hizo las dos grandes lumbreras, la lumbrera mayor para regir el día, y la lumbrera menor para regir la noche, y las estrellas. Y Dios las puso en el firmamento de los cielos para alumbrar la tierra, para regir el día y la noche, y para separar la luz de la oscuridad. Y Dios vio que estaba bien. Atardeció y amaneció: día cuarto (Gen 1,1-49). Estas palabras con las que comienza la Sagrada Escritura me producen siempre la misma impresión que el tañido festivo y lejano de una antigua campana, la cual logra con su belleza y solemnidad conmover mi corazón y permitir adivinar algo del misterio de la eternidad. Para muchos de nosotros, además, va unido a estas palabras el recuerdo de nuestro primer contacto con el libro sagrado de Dios, la Biblia, que se abría ante nuestros ojos por este pasaje, que nos trasladaba enseguida lejos de nuestro mundo pequeño e infantil, nos cautivaba con su poesía y nos permitía adivinar algo de lo inconmensurable de la Creación y de su Creador. Y, sin embargo, frente a estas palabras se produce una cierta contradicción; resultan hermosas y familiares, pero ¿son también verdaderas? Todo parece indicar lo contrario, pues la Ciencia ha abandonado desde hace ya mucho tiempo estas imágenes que acabamos de oír: la idea de un Universo abarcable con la vista en el tiempo y en el espacio y la de una Creación construida pieza a pieza en siete días. En lugar de esto nos encontramos ahora con dimensiones que sobrepasan todo lo imaginable. Se habla de la explosión originaria ocurrida hace muchos miles de millones de años con la que comenzó la expansión del Universo que prosigue ininterrumpidamente su curso y nadade que en un orden sucesivo fueran colgados los astros ni creada la tierra, sino que a través de complicados caminos y durante largos Creación y pecado — J. Ratzinger 5 períodos de tiempo se han ido formando lentamente la tierra y el Universo tal y como nosotros los conocemos. Entonces, ¿ya no es válido este relato de ahora en adelante? De hecho, hace algún tiempo, un teólogo dijo que la Creación se había convertido en un concepto irreal y que desde un punto de vista intelectual ya no se debía hablar más de Creación, sino únicamente de mutación y de selección. ¿Son verdaderas aquellas palabras? ¿O acaso ellas junto con toda la palabra de Dios y con toda la tradición bíblica nos hacen retroceder a los sueños de infancia de la historia de la humanidad, sueños de los que quizá sentimos añoranza, pero en cuya búsqueda no podemos ir porque de nostalgia no se vive? ¿Existe también una respuesta positiva que podamos dar en esta época nuestra? 1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la Creación Precisamente una primera respuesta se elaboró hace ya algún tiempo cuando iba cristalizando la teoría de la formación científica del Universo; respuesta que probablemente muchos de ustedes han aprendido en las clases de religión. Dice así: La Biblia no es un tratado científico ni tampoco pretende serlo. Es un libro religioso; no es posible, Por lo tanto, extraer de él ningún tipo de dato científico, ni aprender cómo se produjo naturalmente el origen del mundo; únicamente podemos obtener de él un conocimiento religioso. Todo lo demás es imaginación, una manera de hacer comprensible a los hombres lo profundo, lo verdadero. Hay que distinguir, pues, entre la forma de representación y el contenido representado. La forma se escogió de los modos de conocimiento de aquel tiempo, de las imágenes con las que los hombres de entonces vivían, con las que se expresaban y pensaban, con las que eran capaces de entender lo grandioso, lo genuino. Y solamente lo verdadero, que se ilustraba por medio de las imágenes, era lo que en realidad permanecía y se entendía. De manera que la Escritura no pretende contarnos cómo progresivamente se fueron originando las diferentes plantas, ni cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en último extremo quiere decirnos sólo una cosa: Dios ha creado el Universo. El mundo no es, como creían los hombres de aquel tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes demoníacos, de los que el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que lo dominan, ni el cielo, superior a nosotros, está habitado por misteriosas y contrapuestas divinidades, sino que todo esto procede únicamente de una fuerza, de la Razón eterna de Dios que en la Palabra se ha transformado en fuerza creadora. Todo procede de la Palabra de Dios, la misma Palabra que encontramos en el acontecimiento de la fe. Y así no sólo los hombres, al conocer que el Universo procede de la Palabra, perdieron el miedo a los dioses y demonios, sino que también el Universo se inclinó ante la razón que se eleva hacia Dios. De esta forma, el hombre se abrió saliendo sin temor al encuentro de este Dios. Esta narración le permitió conocer, dejando a un lado el mundo de los dioses y de las fuerzas misteriosas, la verdadera explicación: que sólo una fuerza «está al final de todo y nosotros en sus manos»: el Dios vivo, y que esta misma fuerza que ha creado la tierra y las estrellas, la misma que contiene el Universo entero, es la que encontramos en la Palabra de la Sagrada Escritura. En esa Palabra palparnos la auténtica fuerza originaria del Universo, el verdadero Poder sobre todo poder[2]. Creo que esta interpretación es correcta, pero no suficiente. Pues si se nos ha dicho que tenemos que distinguir entre las imágenes y el concepto, podríamos entonces replicar: ¿por qué no se nos ha dicho esto antes? Porque, evidentemente, si antes se hubiera entendido así, no habría tenido lugar el proceso de Galileo. Y de esta manera se acrecienta la sospecha de que, al fin y al cabo, quizá esta explicación no sea más que un truco de la Iglesia y de los teólogos que, en realidad, se han quedado sin argumentos y, por no querer reconocerlo, buscan un escondite tras el cual atrincherarse. En resumen, da la impresión de que la historia del cristianismo a lo largo de los últimos 400 años no ha sido más que un continuo batirse en Creación y pecado — J. Ratzinger 6 retirada, durante la cual han sido arrancadas una por una todas las afirmaciones de la fe y de la teología. Desde luego, siempre se ha encontrado algún truco para poderse replegar. Pero es prácticamente inevitable el miedo de que poco a poco hemos sido empujados al vacío y de que llegará un momento en que ya no haya nada que defender ni camuflar; y en el que todo el terreno de la Escritura y de la fe será ocupado por el convencimiento racionalista de que todo esto no se puede ya tomar en serio. A esto se une también otro aspecto incómodo. Uno puede preguntarse lo siguiente: si los teólogos e incluso también la Iglesia pueden así mover los límites entre imagen y mensaje, entre lo que se hunde en el pasado y lo que todavía es válido, ¿por qué no hacerlo también en otros casos, por ejemplo con los milagros de Jesús, quizás y también por qué no con el punto central, es decir, con la cruz y con la resurrección del Señor? Una maniobra que pretenda defender la fe diciendo: detrás de lo que ahí está y de lo que nosotros no podemos ya defender, se encuentra precisamente lo más verdadero. Esa maniobra lleva a menudo directamente a una impugnación de la fe, porque entonces uno se cuestiona tanto la honestidad del intérprete como el supuesto de si en realidad existe algo permanente. A causa de tales consideraciones teológicas, muchos tienen al menos la impresión de que la fe de la Iglesia es como una medusa que no se puede agarrar por ningún lado y que no permite encontrar el núcleo en el cual uno puede finalmente agarrarse. De estas poco decididas interpretaciones de la palabra bíblica, hoy en moda, que más parecen un pretexto que una interpretación, surge este cristianismo enfermo, que ya no está en realidad de parte de sí mismo y que por eso no puede irradiar valor ni entusiasmo. Más bien da la impresión de ser una asociación que continúa hablando aunque ya no tenga propiamente nada que decir, porque las palabras rebuscadas no se proponen convencer, sino que tratan solamente de esconder su deficiencia. 2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretación Ahora una vez más debemos preguntarnos: la diferencia entre imagen y verdadero mensaje, ¿es sólo un pretexto porque no podemos atenernos literalmente al texto, pero sin embargo queremos continuar haciéndolo? O, ¿existen medios en la misma Biblia, que nos enseñan tales caminos, es decir, que certifican también en ella misma esta diferencia? ¿Presenta la Biblia claramente ante nosotros indicaciones de esta clase, y la fe de la Iglesia ha sabido de su existencia y las ha reconocido también en otros tiempos? ¡Con esta pregunta volvamos de nuevo a la Sagrada Escritura! Allí podemos apreciar, en primer lugar, que el relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis, que hemos oído, no está ahí como un bloque errático, terminado y cerrado en sí mismo. Al fin y al cabo la Sagrada Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos de un tirón desde el principio hasta el final; es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo. Es el resultado de las luchas y los caminos de esta historia; recorriéndolos, podemos conocer los auges y decadencias, los sufrimientos, las esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de esta historia. La Biblia es, pues, expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente comprensible al hombre; pero es al mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por comprender progresivamente a Dios. De manera que el tema de la Creación no aparece sólo una vez,sino que acompaña a Israel a lo largo de su historia; en efecto, todo el Antiguo Testamento es un caminar en compañía de la Palabra de Dios. A lo largo de este caminar se ha ido conformando, paso a paso, la auténtica expresión de la Biblia. De ahí que nosotros sólo podamos reconocer en la totalidad de ese camino su verdadera dirección. De esta manera, como un camino, van juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento se presenta para los cristianos, en sustancia, como un avanzar hacia Cristo. Precisamente, en lo que a El respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso significaba. De modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de su meta final, de Cristo. Y nosotros, desde un punto de vista teológico, sólo interpretamos Creación y pecado — J. Ratzinger 7 correctamente un texto en concreto -así lo vieron los Padres de la Iglesia y la fe de la Iglesia de todas las épocas-, cuando lo consideramos como parte de un camino que va hacia delante, es decir, cuando reconocemos en él la dirección interior de este camino[3]. ¿Qué significado tiene entonces esta consideración para comprender la historia de la Creación? En primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído en Dios Creador y en esa creencia coincide con todas las grandes culturas de la Antigüedad. Pues, incluso en medio del oscurecimiento del monoteísmo, todas las grandes culturas han conocido siempre a un Creador del cielo y de la tierra, en una sorprendente coincidencia también entre civilizaciones que nunca pudieron externamente tener puntos de contacto. Esta coincidencia nos permite atisbar el contacto, profundísimo y nunca perdido del todo, de la humanidad con la verdad de Dios. En Israel mismo, el tema de la Creación ha experimentado muy diversas situaciones. Nunca ha estado del todo ausente, pero tampoco ha tenido siempre la misma importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel estaba tan ocupada con los sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su actualidad inmediata que apenas sentía la necesidad de dirigir su atención a la Creación, apenas era capaz de hacerlo. El auténtico gran momento, en el que la Creación se convirtió en el tema dominante, fue el exilio babilónico. En esa época fue también cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde luego en una tradición muy antigua, adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su tierra, su Templo. Para la mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues significaba que el Dios de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle arrebatados su pueblo, su tierra, sus adoradores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus adoradores, era entonces considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad había sido rechazada. De manera que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo del mapa fue para Israel una tremenda prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?, ¿se ha quedado vacía nuestra fe? En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y aprendió Israel que precisamente entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a aquella superficie de tierra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de tierra a Abraham antes de que él tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su pueblo de Egipto. Ambas cosas había podido hacerlas porque no era Dios de una tierra, sino que dominaba sobre el cielo y la tierra. Y por eso ahora podía desterrar a otro país a su pueblo infiel para allí manifestarse. Se hizo comprensible entonces que este Dios de Israel no era un Dios como los demás dioses, sino el Dios que dominaba sobre todos los países y todos los pueblos. Y esto lo podía El, porque El mismo había creado todo: el cielo y la tierra. En el destierro, en la aparente derrota de Israel, se abrió el camino para el reconocimiento del Dios, que sostiene en sus manos a todos los pueblos y toda la historia; al Dios portador de todo, porque es el Creador de todo, en quien está todo el poder. Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro precisamente en la que se celebraba y representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía que encontrar su rostro frente al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish («Cuando en lo alto»), que a su manera describe el origen del Universo. Este relato decía que el mundo se originó de una lucha entre fuerzas enfrentadas y que encontró su auténtica forma cuando apareció el dios de la luz, Marduk, y partió el cuerpo del dragón originario. De este cuerpo dividido habían surgido el cielo y la tierra. Los dos juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del cuerpo del dragón muerto; y de su sangre había creado Marduk a los hombres. Es una imagen inquietante del Universo y del hombre la que encontramos aquí: el Universo es en realidad el cuerpo de un dragón, y el hombre lleva en sí sangre de dragón. En la base del Universo acecha lo inquietante, y en lo más profundo del hombre se encuentra la rebelión, lo Creación y pecado — J. Ratzinger 8 demoníaco y la maldad. Según esta representación sólo el representante de Marduk, el dictador, el rey de Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo[4]. Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: dejan traslucir las inquietantes experiencias del hombre con el Universo y consigo mismo. Pues a menudo parece como si el mundo fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de dragón. Pero frente a todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada Escritura dice: no ha sido así. Toda esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye en media frase: «la tierra estaba desierta y vacía». En las palabras hebreas aquí utilizadas, se esconden aún las expresiones que habían nombrado al dragón, a la fuerza demoníaca. Sólo que aquí es la Nada frente al Dios que es el único poderoso. Y frente a cualquier temor ante estas fuerzas demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna Sabiduría que es el eterno Amor, ha creado el Universo, que en sus manos está. Comprendemos ya la lucha que se esconde detrás de este pasaje bíblico; su verdadero drama es que deja de lado todos aquellos complejos mitos reconduciendo el Universo a la Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se podría mostrar pasaje a pasaje en este texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados como astros que Dios cuelga en el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces debía parecerles un enorme sacrilegio caracterizar las grandes divinidades, que eran el sol y la luna, como astros para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que luchando con los mitos paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el Universo no es una lucha de demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y descansa en la palabra de Dios. De este modo, este relato de la Creación resulta ser como la «Ilustración» decisiva de la historia, como la ruptura con los temores que habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta ser como la verdadera Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario de la Razón creadora de Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin esta Ilustración sería desmesurada y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar algo más en consideración. Acabo de decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo que es la Creación, enfrentado al ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto presupone que el relato clásico de la Creación no es el único texto, relativo a ella, del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, redactado antes, con otras imágenes. En los Salmos tenemos de nuevo otros, y tras elloscontinúa el empeño por clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo griego se replantea el tema en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas imágenes -como los siete días, etc.-. En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se van transformando a medida que avanza el pensamiento. Y se transforman para dar en cada momento testimonio de una sola cosa, que es la que verdaderamente le ha llegado de la Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia, pues, las imágenes son libres, se corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y combativo avance que sólo son eso, imágenes que descubren algo más profundo y grandioso. 3. El criterio cristológico Algo más decisivo debemos tomar aún en consideración: con el Antiguo Testamento el camino no ha llegado a su fin. Lo que aborda la literatura sapiencial es el último puente de un largo camino, el puente que nos conduce al mensaje de Jesucristo, a la Nueva Alianza. Precisamente aquí encontramos el relato definitivo y equilibrado de la Creación de la Sagrada Escritura. Dice así: «En el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.» (Ioh 1,1-3). Juan, muy conscientemente, ha vuelto a tomar aquí las palabras con las que comienza la Biblia y ha leído de nuevo el relato de la Creación a partir de Cristo para contar, otra vez y definitivamente, por medio de las imágenes qué es la Creación y pecado — J. Ratzinger 9 Palabra con la que Dios quiere mover nuestro corazón. De esta manera se nos hace evidente que nosotros, los cristianos, leemos el Antiguo Testamento no en sí mismo y por sí mismo; lo leemos siempre con El y por El. De ahí que no tengamos que cumplir la ley de Moisés, ni las prescripciones de pureza ni los preceptos sobre los alimentos ni todo lo demás, sin que por eso la palabra bíblica se haya quedado vacía de sentido ni de contenido. No leemos todo esto como algo que está en sí mismo terminado. Lo leemos con Aquel en el que todo se ha cumplido y en el que todo cobra su auténtico valor y verdad. Por eso, leemos el relato de la Creación de la misma manera que la Ley, también con El, y por El sabemos -por El, no por un truco posteriormente inventado- lo que Dios a través de los siglos quiso progresivamente imprimir en el alma y en el corazón del hombre. Cristo nos libera de la esclavitud de la letra y nos devuelve de nuevo la verdad de las imágenes. También la Iglesia Antigua y la de la Edad Media sabían que la Biblia es un todo y que la oímos verdaderamente cuando la oímos desde Cristo: desde la libertad que El nos ha dado y desde la profundidad por la que El nos hace evidente lo que permanece a través de las imágenes, el cimiento firme sobre el que en todo momento podemos mantenernos seguros. Fue al comienzo de la Edad Moderna cuando se fue olvidando poco a poco esta dinámica, la unidad viva de la Escritura que solamente podemos entender en la libertad que El nos da y en la certeza que proviene de esta libertad. El pensamiento histórico, entonces en auge, quería leer cada pasaje sólo en sí mismo, en su desnuda literalidad. Buscaba sólo la explicación precisa de lo particular y olvidaba la Biblia como un todo. Se leían -en una palabra- los textos ya no hacia adelante sino hacia atrás, es decir, ya no hacia Cristo, sino desde su supuesto origen. Ya no se quería conocer lo que un pasaje decía o lo que una cosa era a partir de su forma plenamente terminada, sino a partir de su comienzo, de su origen. A causa de este aislamiento del todo, de esta literalidad de lo particular que contradice toda la esencia interna del texto bíblico, y que únicamente tenía validez científica -a causa de esto, precisamente, se originó aquel conflicto entre ciencia y teología, que aún hoy perdura como una carga para la fe-. Esto no debió nunca producirse, porque la fe era, desde el comienzo, más grande, más amplia y más profunda. La creencia en la Creación no es hoy tampoco irreal, es hoy también racional. Es, contemplada incluso desde los resultados científicos, la «mejor hipótesis», la que aclara más y mejor que todas las demás teorías. La fe es racional. La razón de la Creación procede de la Razón de Dios: no existe, en realidad, ninguna otra respuesta convincente. También hoy es todavía válido lo que el pagano Aristóteles, 400 años antes de Cristo, dijo frente a quienes afirmaban que todo se había originado por casualidad -ek t'automatou-; lo decía, aunque él mismo no podía creer en la Creación[5]. La razón del Universo nos permite reconocer la Razón de Dios, y la Biblia es y continúa siendo la verdadera «Ilustración» la que ha entregado el Universo a la razón del hombre y no a su explotación por el hombre, porque la razón lo abrió a la verdad y al amor de Dios. Por eso, no necesitamos tampoco hoy esconder la creencia en la Creación. No podemos permitirnos esconderla. Pues sólo si el Universo procede de la libertad, del amor y de la razón, sólo si éstas son las fuerzas propiamente dominantes, podemos confiar unos en otros, encaminarnos al futuro y vivir como hombres. Sólo porque Dios es el Creador de todas las cosas, es su Señor, y solamente por eso, podemos orarle. Y esto significa que la libertad y el amor no son ideas impotentes, sino las fuerzas fundamentales de la realidad. Por eso, también hoy en agradecimiento y con alegría podemos y queremos hacer la profesión de fe de la Iglesia: «Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». Amén. Creación y pecado — J. Ratzinger 10 II SIGNIFICADO DE LOS RELATOS BÍBLICOS DE LA CREACIÓN Dios dijo: Que las aguas pululen de seres vivos, y vuelen las aves sobre la tierra por la superficie del firmamento de los cielos. Y Dios creó a los grandes cetáceos y a todos los seres vivos que reptan y reptiles que pululan en las aguas según su especie, y a todas las aves aladas según su especie. Y Dios vio que estaba bien. Entonces Dios los bendijo diciendo: «Creced y multiplicaos; y llenad las aguas de los mares, y que las aves se multipliquen en la tierra». Atardeció y amaneció: día quinto. Dios dijo: Que la tierra produzca seres vivos según su especie, ganado, reptiles y animales salvajes según su especie. Y así sucedió. Dios hizo los animales salvajes según su especie, los ganados según su especie y todos los reptiles del campo según su especie. Y Dios vio que estaba bien. Dijo Dios: Hagamos el hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y domine sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos, sobre los ganados, sobre todos los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que reptan sobre la tierra. Y Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, varón y mujer los creó. Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre las aves de los cielos. Y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y Dios dijo: He aquí que os he dado toda hierba portadora de semilla que hay en la superficie de toda la tierra, y todo árbol cuyo fruto lleva semilla; os servirá de alimento. A todos los animales salvajes, a todas las aves de los cielos, y a todos los reptiles de la tierra; a todo, ser vivo, doy la hierba verde como alimento. Y sucedió así. Y Dios vio todo lo que hizo y he aquí que era muy bueno. Atardeció y amaneció: día sexto. Quedaron concluidos los cielos y la tierra y todo su ejército. Dios concluyó en el séptimo día la obra que había hecho, y descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y Dios bendijo al día séptimo y lo santificó, porque ese día descansó Dios de toda la obra que Dios creó al actuar. Estos son los orígenes de los cielos y la tierra cuando fueron creados (Gen 1,20-2,4). En nuestra primera aproximación a la creencia en la Creación, enseñada por la Biblia y por la Iglesia,nos han quedado claras sobre todo dos cosas. La primera podemos resumirla así: como cristianos leemos la Sagrada Escritura con Cristo. El es nuestro guía través de ella. El nos enseña fielmente lo que es la imagen y dónde radica el auténtico y permanente contenido del mensaje bíblico. Y al mismo tiempo que nos libera de una falsa esclavitud de la literalidad del texto, es garantía de la verdad, firme y realista, de la Biblia que no se disuelve en una nebulosa de beaterías sino que permanece como un claro cimiento sobre el que podemos afirmarnos. La segunda es: la creencia en la Creación es algo racional y aunque la razón por sí sola no pueda quizás explicarla, sin embargo, si acude en si búsqueda, encuentra en ella la respuesta esperada. 1. La racionalidad de la creencia en la Creación Debemos profundizar este aspecto en dos direcciones. En primer lugar se trata del simple «Que» de la Creación que reclama un fundamento. Remite a aquella fuerza que existía al principio y podía decir: ¡Hágase!, En el siglo XIX esto se entendía de otra manera. La ciencia estaba marcada por las dos grandes teorías de la conservación, la conservación de la materia y Creación y pecado — J. Ratzinger 11 la de la energía. El Universo entero aparecía así como un cosmos eterno, estable y regido por las leyes perpetuas de la naturaleza, que procede de sí mismo y en sí mismo existe y que no necesita nada externo. Estaba ahí como un todo, razón por la cual Laplace pudo decir: «Ya no necesito más la hipótesis de Dios». Pero entonces surgieron nuevos conocimientos. Se descubrió la teoría de la entropía que sostiene que la energía se consume llegando a un estado a partir del cual ya no puede volver a ser transformada. Esto significa que el Universo sigue un curso de desarrollo y extinción. Lo temporal está inscrito dentro de él mismo. Apareció luego la teoría de la transformación de la materia en energía que modificaba las dos teorías de la conservación. Surgió la teoría de la relatividad y aún se fueron incorporando otros conocimientos que venían a demostrar que el Universo, en cierto modo, contenía en sí sus propios horarios, horarios que nos permiten reconocer un principio y un fin, un camino desde el principio hasta el final. Aun en el caso de que las épocas se extendieran inconmensurablemente, aun entonces, a través incluso de la oscuridad de miles de millones de años, en ese conocimiento de la temporalidad del existir se hace evidente de nuevo aquel momento que se llama en la Biblia el comienzo, aquel comienzo que remite a Aquel que tenía poder para crear la existencia, para decir: ¡Hágase! y se hizo. Una segunda consideración es la que se refiere ya no al puro Que del ser, sino al diseño, por así decir, del Universo; al modelo conforme al cual éste se ha construido. Pues de aquel «¡Hágase!» no se originó una masa caótica. Cuanto más sabemos del Universo más nos sale al paso, procedente de él, una razón, cuyos caminos sólo con asombro podemos considerar. A través de ellos vemos de nuevo renovado aquel Espíritu Creador al que también se debe nuestra propia razón. Albert Einstein dijo una vez que en las leyes de la naturaleza «se manifiesta una razón tan considerable que, frente a ella, cualquier ingenio del pensamiento o de la organización humana no es más que un pálido reflejo»[6]. Sabemos cómo, en lo más grande, en el mundo de los astros se manifiesta una poderosa razón que los mantiene juntos en el cosmos. Pero cada vez más aprendemos también a observar lo más pequeño, las células, las unidades originarias de la vida; en ellas descubrimos igualmente una racionalidad que nos asombra, hasta tal punto que debemos decir con San Buenaventura: «Quien aquí no ve, es ciego. Quien aquí no oye, está sordo y quien aquí no empieza a ensalzar y a adorar al Espíritu Creador, es que está mudo». Jacques Monod, que rechazaba todo tipo de creencia en Dios como no científica y reconducía el Universo entero a la conjunción del azar y la necesidad, cuenta en su obra, en la que intenta resumidamente exponer y fundamentar su visión del Universo, que después de sus conferencias, luego convertidas en libro, François Mauriac había dicho: «lo que este profesor nos quiere demostrar es aún más increíble que lo que se le exige creer al cristiano»[7]. Monod no lo discute. Su tesis sostiene que todo el concierto de la naturaleza es un producto de errores y disonancias. Y no puede menos que decirse a sí mismo que tal concepción es realmente absurda. Pero el método científico -eso dice él- le lleva a no admitir ninguna pregunta cuya respuesta tenga que llamarse «Dios». ¡Qué método tan pobre! -se puede solamente añadir-. A través de la razón de la Creación nos contempla Dios mismo. La física y la biología, las ciencias por excelencia, nos han proporcionado un nuevo e inaudito relato de la Creación con grandes y nuevas imágenes que nos permiten reconocer el rostro del Creador y nos hacen saber de nuevo: Sí, en el primer comienzo y en el fundamento de todo ser está el Espíritu Creador. El Universo no es producto de la oscuridad ni de la sinrazón. Procede del entendimiento, procede de la libertad, procede de la belleza que es amor. Ver esto nos da el valor necesario para vivir; nos fortalece para sobrellevar sin miedo la aventura de la vida. 2. Significado permanente de los elementos simbólicos del texto Estas dos consideraciones, con las que hemos profundizado en los aspectos fundamentales de la primera meditación, nos permiten avanzar un paso más. Hasta ahora se nos ha puesto de Creación y pecado — J. Ratzinger 12 manifiesto que los relatos bíblicos de la Creación presentan un modo de hablar de la realidad distinto del que conocemos por la física y la biología. No describen el proceso de la evolución ni la estructura matemática de la materia, sino que expresan de muchas maneras lo siguiente: sólo existe un Dios; el Universo no es una lucha de fuerzas oscuras, sino Creación de su Palabra. Pero esto no significa que las frases particulares del texto bíblico se queden carentes de sentido y que sólo permanezca válido este, por así decir, desnudo extracto. También ellas son expresión de la verdad, de un modo ciertamente distinto del empleado en la física y en la biología. Son verdad de una manera simbólica, del mismo modo que una ventana gótica, por ejemplo, nos permite reconocer algo más profundo en sus trazados y en su juego de luces. Sólo dos elementos querría destacar aquí. Uno: el relato bíblico de la Creación está marcado por una serie de cifras que no reproducen la estructura matemática del Universo, sino en cierto modo la trama interna de su tejido, la idea según la cual ha sido concebido. Dominan en él las cifras tres, cuatro, siete y diez. Diez veces se dice en el relato: «Dios habló». En estas diez veces la historia de la Creación anticipa ya los diez Mandamientos. Nos permite reconocer que en cierta manera estos diez Mandamientos son un eco de la Creación; no arbitrarios inventos con los cuales se han levantado vallas a la libertad del hombre, sino introducción en el Espíritu, en la lengua y en el significado de la Creación, lengua traducida del Universo, lógica traducida de Dios que construyó el Universo. La cifra más utilizada de todas es el siete; en el esquema de los siete días se acuña sin límites el Todo. Esta es la cifra de una fase de la luna; así por medio de este relato se nos dice que el ritmo de nuestro astro fraterno nos muestra también el ritmo de la vida humana. Se nos hace perceptible que nosotros, los hombres, no estamos reducidos a nuestro pequeño Yo, sino que estamos inmersos en el ritmo del cosmos; que, en cierta manera, el cielo también marca el ritmo, el movimiento de nuestra propia vida, permitiendo que nos adentremos en la razón del cosmos. En la Biblia este pensamiento ha avanzado un paso más. Nos hace saber que el ritmo de los astros es expresión rnás profunda del ritmo del corazón, del ritmo del Amor de Dios que enél se manifiesta[8]. a) Creación y culto Y llegamos así al segundo elemento simbólico del relato de la Creación sobre el cual me gustaría decir algo. Pues no es que meramente nos encontremos con el ritmo del siete y su significado cósmico; es que este ritmo se encuentra al servicio de un mensaje que va aún más allá. La Creación está dirigida hacia el Sabbat, el sábado, que es una señal de la alianza entre Dios y el hombre. Tenemos que reflexionar con más exactitud sobre este tema; de momento, en un primer impulso, podemos deducir de aquí lo siguiente: la Creación se ha construido para dirigirse al momento de la adoración. La Creación se ha hecho con el fin de ser un espacio de adoración. Y ella se cumple y se desarrolla correctamente cada vez que de nuevo existe para la adoración. «Operi Dei nihil praeponatur» dijo en su Regla San Benito: «Nada debe anteponerse al servicio de Dios». Esto no es expresión de una exaltada piedad, sino pura y auténtica traducción del relato de la Creación, de su mensaje para nuestra vida. El verdadero centro, la fuerza que, provocando el ritmo de las estrellas y de nuestra vida las mueve y gobierna en su interior, es la adoración. Por eso el ritmo de nuestra vida palpita correctamente cuando ha quedado impregnado por ella. En última instancia esto es algo conocido por todos los pueblos. En todas las culturas los relatos de la Creación han surgido para expresar que el Universo existe para el culto, para la glorificación de Dios. Esta coincidencia de las culturas en las cuestiones más profundas de la humanidad es algo muy valioso. En mis conversaciones con obispos africanos y asiáticos, especialmente también en los Sínodos de Obispos, se me hace evidente, como algo siempre nuevo y a menudo sorprendente, la profunda concordancia existente entre la creencia bíblica y las grandes tradiciones de los pueblos. En ellas ha permanecido un saber originario del Creación y pecado — J. Ratzinger 13 hombre que se abre hacia Cristo. Nuestro peligro hoy, en las civilizaciones técnicas, consiste precisamente en que nos hemos separado de este saber originario, en que la sabihondez de un equivocado espíritu científico nos impide escuchar el mandato de la Creación. Existe un saber originario común que sirve de guía y unión a las grandes culturas. Bien es verdad que, para ser honrados, debemos añadir que este saber está continuamente regenerándose. Las religiones universales conocen este gran pensamiento de que el Universo existe para la adoración. Pero queda desfigurado muchas veces por la idea de que con la adoración el hombre les da a los dioses aquello que ellos necesitan. Se piensa que la divinidad necesita esta preocupación de los hombres y que de esta manera el culto mantiene el Universo. Pero esto deja abierta la puerta a especular con la fuerza. El hombre puede entonces decir: los dioses me necesitan, luego yo también puedo ejercer mi presión sobre ellos, chantajearlos en caso de necesidad. De la pura relación amorosa, que debería ser la adoración, surge este intento de chantaje por adueñarse uno mismo del Universo. Y así el culto incurre en una falsificación del Universo y del hombre. Por consiguiente, la Biblia, ciertamente, pudo hacer suyo este pensamiento básico de la disposición del Universo para la adoración, pero al mismo tiempo tuvo también que depurarlo. En ella esta idea, como ya se ha dicho, surge precisamente con la imagen del Sabbat. La Biblia dice: la Creación está estructurada de acuerdo con el orden del Sabbat. Y el Sabbat es, por otra parte, el resumen de la Torá, la Ley de Israel. Lo cual significa que la adoración contiene en sí misma una forma moral. En ella está interiorizada toda la organización moral de Dios. Sólo así es verdaderamente adoración. Una cosa más que añadir: la Torá, la Ley, es expresión de la historia que Israel vive con Dios. Es expresión de la alianza, y la alianza es expresión del Amor de Dios, de su Sí al hombre que El ha creado para amar y ser amado. Ahora podemos apreciar mejor este pensamiento. Podemos decir: Dios ha creado el Universo para entablar con los hombres una historia de amor. Lo ha creado para que haya amor. Tras esto surgen las palabras de Israel que apuntan directamente hacia el Nuevo Testamento. Sobre la Torá, que materializa lo secreto de la alianza, de la historia de amor de Dios con los hombres, se ha dicho en las escrituras judías: Ella existía al principio, estaba con Dios, a través de ella ha llegado a ser todo lo que existe. Era la luz y la vida de los hombres. Juan necesitaba simplemente volver a tomar estas fórmulas refiriéndolas al que es la palabra viva de Dios para decir: «Todo se hizo por ella» (Ioh 1.3), Ya antes Pablo había dicho: «En él fueron creadas todas las cosas» (Col. 1,16; cfr. Col. 1,15-23). Dios ha creado el Universo para poder hacerse hombre y desparramar su amor, para extenderlo también hacia nosotros, invitándonos a participar de él. b) La estructura sabática de la Creación[9] Y ahora avancemos algo más para entender mejor estos pensamientos. En el relato de la Creación, el Sabbat, el sábado, aparece descrito como el día en el que el hombre, en la libertad de la adoración, participa de la libertad de Dios, de la serenidad de Dios y así de la paz de Dios. Celebrar el Sabbat significa celebrar la alianza, volver al origen, limpiar todo de las impurezas que nuestro actuar ha introducido. Significa también, al mismo tiempo, avanzar hacia un mundo nuevo en el que ya no habrá esclavos y señores, sino hijos libres de Dios, hacia un mundo en el que el hombre, el animal y la tierra participarán todos juntos fraternalmente de la paz de Dios y de su libertad. A partir de este pensamiento se ha desarrollado la legislación social mosaica. Se funda en el hecho de que el sábado produce la igualdad de todas las cosas. Y de tal modo se ha extendido más allá del día sabático semanal, que cada siete años hay un año sabático en el que la tierra y los hombres pueden descansar. Cada cuarenta y nueve años (= 7 x 7) se sitúa el gran año Creación y pecado — J. Ratzinger 14 sabático, en el que se perdonan todas las culpas y se anulan todas las compras y ventas. Uno se encuentra de nuevo ante un renovado comienzo en el que el mundo se recibe otra vez de las manos creadoras de Dios. El peso de esta disposición, de hecho nunca bien seguida, podemos quizá verlo mejor, en una breve indicación del libro de las Crónicas. Ya en la primera meditación me he referido a cómo Israel había sufrido en el exilio, durante el cual Dios en cierto modo se había negado a sí mismo y se había arrebatado su tierra, su Templo y su culto. También después del exilio continuó la reflexión: ¿por qué Dios pudo hacernos esto?, ¿por qué este castigo desmedido con el que Dios en cierto modo se castigaba a sí mismo?, en un momento en el que todavía era inimaginable cómo en la cruz Dios cargaría sobre sí con todas las culpas que por su historia de amor con los hombres se había dejado infligir. ¿Cómo pudo ser eso? La respuesta del libro de las Crónicas dice: los muchos pecados cometidos contra los que clamaron los profetas no podían ser en el fondo motivo suficiente para un castigo tan desmedido. El motivo ha de buscarse en algo aún más profundamente arraigado. El libro de las Crónicas describe así esta causa más profunda del exilio: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años» (2 Cron 36,21). Esto quiere decir: el hombre ha rechazado la serenidad de Dios, la tranquilidad que procede de El, la adoración, su paz y su libertad, cayendo de este modo en la esclavitud de su quehacer. Ha empujado al Universo a la esclavitud de su activismo y con ello se ha esclavizado a sí mismo. Por eso Dios debía darle el Sabbat que él ya no quería. Con su No al ritmo de la libertad y de la tranquilidad procedente de Dios, el hombre se ha alejado de su semejanza con Dios para pisotearel Universo. Por eso debía ser arrancado de la obstinación en su propio obrar, por eso Dios debía devolverle a su más auténtica realidad, rescatarlo del dominio de su quehacer. «Operi De¡ nihil praeponatur» lo primero es la adoración, la libertad y la serenidad de Dios. Así y sólo así puede el hombre vivir de verdad. c) ¿Explotación de la tierra? Llegamos así a la última consideración. Hay una palabra del relato de la Creación que necesita una interpretación especial. Me estoy refiriendo al conocido versículo 28 del primer capítulo, al dictado de Dios a los hombres: «¡Someted la tierra!». Hace tiempo que esta frase ha venido siendo utilizada como punto de partida para atacar al cristianismo. Como consecuencia despiadada de esta frase se desvirtúa al cristianismo mismo considerándolo el único culpable de la miseria de nuestros días. El «Club de Roma», que hace ya diez años con su toque de alarma acerca de los límites del desarrollo sacudió hasta los cimientos la creencia en el progreso de la época de la postguerra, ha entendido su crítica a la civilización, crítica que se ha ido haciendo cada vez más espiritual, también como una crítica al cristianismo que estaría en la raíz de esta civilización de la explotación: el mandato dado a los hombres de someter la tierra habría abierto aquel funesto camino cuyo amargo final ahora se perfila. Un escritor de Munich, al hilo de este pensamiento, acuñó la frase desde entonces fervorosamente repetida sobre las consecuencias despiadadas del cristianismo. Antes hemos elogiado que el Universo, por la creencia en la Creación, se había desdivinizado y racionalizado, que el sol y la luna ya no eran grandes y siniestras divinidades, sino simplemente luminarias, que los animales y las plantas habían perdido su carácter mítico; pues bien todo esto precisamente se ha convertido en una acusación contra el cristianismo. El cristianismo sería el que habría convertido a los grandes poderes hermanos del Universo en objetos de uso de los hombres, llevándole así a abusar de las fuerzas de este Universo, plantas y animales, con una ideología del progreso que sólo piensa en sí misma y sólo en sí misma cree. ¿Qué decir a todo esto? El mandato del Creador al hombre quiere decir que éste debe cuidar el Universo como Creación de Dios, de acuerdo con el ritmo y la lógica de la Creación. El Creación y pecado — J. Ratzinger 15 significado del mandato se describe en el capítulo siguiente del Génesis con las palabras «labrar y cuidar» (2, 15). Nos introduce por lo tanto en la lengua de la Creación misma; significa que le ha sido dada para aquello de lo que ella es capaz y a lo que ha sido llamada, pero no para volverse en su contra. La creencia bíblica incluye sobre todo que el hombre no está encerrado en sí mismo; siempre ha de tener presente que se encuentra dentro del gran cuerpo de la historia, que finalmente se convertirá en el Cuerpo de Cristo. Pasado; presente y futuro deben encontrarse y abrirse camino en la vida de cada hombre. Nuestro tiempo ha quedado ya a salvo de aquel atormentado narcisismo que en la misma medida se separa del pasado y del futuro y sólo quiere el presente. Pero entonces, con mayor razón, tenemos que preguntarnos cómo se ha llegado a los abusos de esta mentalidad del activismo y del dominio que hoy nos amenaza por todas partes. Un primer chispazo de esta nueva mentalidad aparece ya en el Renacimiento, por ejemplo, en Galileo cuando afirma: En el caso de que la naturaleza no responda libremente a nuestras preguntas ni nos desvele sus secretos, tendremos que atormentarla para en el doloroso interrogatorio arrancarle la respuesta que voluntariamente no nos da. La construcción de los instrumentos de la ciencia es para él semejante a la preparación de este medio de tortura, con el cual el hombre como señor absoluto trata de encontrar las respuestas que quiere saber de este acusado. Con el tiempo esta nueva mentalidad ha ido adquiriendo forma concreta y validez histórica, sobre todo con Kart Marx. El era el que decía al hombre que ya no debía interrogarse más por su origen ni por su procedencia, pues se trataba de una pregunta carente de sentido. De esta manera Marx pretende dejar de lado aquella pregunta de la razón sobre el origen del Universo y su diseño, del que hemos hablado al comienzo, porque la Creación en su razón interna es el mensaje más fuerte y escuchado del Creador del que nunca podemos emanciparnos. Y puesto que, en definitiva, la cuestión de la Creación no puede contestarse más que como procedente del Espíritu Creador, por eso se interpretaba la pregunta como carente de sentido. La Creación creada no cuenta; es el hombre el que debe producir la verdadera Creación que luego le será útil. De ahí la transformación del mandato fundamental del hombre, de ahí que el progreso sea la auténtica verdad y la materia el material a partir del cual el hombre crea el Universo que lo hará digno de vivir en él[10]. Ernst Bloch ha reforzado estos pensamientos de una manera verdaderamente angustiosa. La verdad, ha dicho, no es lo que nosotros percibimos. Verdad es únicamente la transformación. Verdad es, según esto, lo que se impone, y la realidad es consecuentemente «una indicación para la acción, es un adiestramiento para el ataque»[11]. Necesita un «polo concreto de odio»[12] en el que encontrar el ímpetu necesario para la transformación. De este modo para Bloch lo bello no es la transparencia de la verdad de las cosas, sino el descubrimiento del futuro hacia el que nos dirigimos y que nosotros mismos hacemos. Por eso, dice, la catedral del futuro será el laboratorio, y las centrales eléctricas serán las grandes iglesias góticas del futuro. Pues -según él- ya no será necesaria la distinción entre domingo y día laborable; ya no hará falta ningún sábado porque el hombre es en todo su propio creador. Dejará también de esforzarse simplemente por dominar y configurar la naturaleza y, por el contrario, la concebirá en sí misma como transformación[13]. Aquí está formulado, con una claridad que no encontramos otras veces, lo que constituye la opresión de nuestro tiempo. Antes, el hombre podía siempre transformar cosas concretas en la naturaleza. La naturaleza como tal no era objeto, sino condición previa de su actuación. Ahora le ha sido entregada como un todo; pero así el hombre se ve, de repente, expuesto a su más profunda amenaza. El punto de partida de esta situación se encuentra en aquella concepción que contempla la Creación como producto únicamente del azar y de la necesidad, que no obedece a ninguna razón y de la que no se puede extraer ninguna enseñanza. Ha enmudecido aquel ritmo interior que nos había marcado el relato de la Sagrada Escritura: el ritmo de la adoración, que es el ritmo de la historia de amor de Dios con los hombres. Bien es verdad que hoy percibimos visiblemente los horribles resultados de tal enfoque. Sentimos una amenaza que no afecta a un futuro lejano, sino a Creación y pecado — J. Ratzinger 16 nosotros mismos, a nuestra inmediatez. Ha desaparecido la sumisión de la fe, el orgullo del quehacer ha fracasado. Y así se configura una actitud nueva y no menos nociva, un enfoque que considera al hombre como perturbador de la paz, como el que todo lo destruye y que es el verdadero parásito, la enfermedad de la naturaleza. El hombre ya no se gusta a sí mismo. Preferiría volverse atrás para que la naturaleza pudiera de nuevo estar sana. Pero así tampoco construimos el Universo. Pues contradecimos al Creador cuando ya no queremos al hombre como El lo ha querido. Con esto no santificamos la naturaleza, nos destruimos nosotros y la Creación. Le arrebatamos la esperanza que existe en ella y la grandiosidad a la que está llamada. De modo que el camino cristiano permanece como el que verdaderamente salva. Propio del camino cristiano es el convencimiento de que nosotros sólo podemos ser verdaderamente «creativos» y, por tanto, creadores si lo somosen unión con el Creador del Universo. Sólo podemos servir verdaderamente a la tierra cuando la tomamos siguiendo la instrucción de la Palabra de Dios. Y entonces podemos perfeccionar y hacer avanzar al Universo y a nosotros mismos. «Operi De¡ nihil praeponatur» -a la obra de Dios no se anteponga nada-; al servicio de Dios nada debe anteponerse. Esta frase sí que es una contribución a la conservación del mundo creado frente a la falsa adoración del progreso, frente a la adoración de la transformación, destructora del hombre, y frente a la blasfemia del hombre que destruye a la vez el Universo y la Creación, apartándolos de su destino final. Sólo el Creador es el verdadero Redentor del hombre, y sólo si confiamos en el Creador estamos en el camino de la salvación del Universo, del hombre y de las cosas. Amén. III. LA CREACIÓN DEL HOMBRE El día en que Yahweh Dios hizo tierra y cielos, antes de que hubiera ningún arbusto silvestre en la tierra, y antes de que germinara ninguna hierba del campo, porque Yahweh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni existía hombre para trabajar el suelo, aunque un manantial brotaba de la tierra y regaba toda la superficie del suelo; entonces Yahweh Dios formó al hombre con polvo del suelo, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo. Y Yahweh Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y situó allí al hombre que había formado. E hizo Yahweh Dios brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer, y, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal (Gen 2,4-9). ¿Qué es el hombre? Esta pregunta se plantea como una imposición a cada generación y a cada hombre en particular; pues, a diferencia de los animales, la vida no nos ha sido sin más trazada hasta el final. Lo que es el ser humano representa también para cada uno de nosotros una tarea, una llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo por el ser humano, decidir quién o qué quiere él ser como hombre. Cada uno de nosotros en su vida, lo quiera o no, debe responder a la pregunta de qué es el ser humano. ¿Qué es el hombre? El relato de la Sagrada Escritura nos sirve como indicador del camino que nos conduce al misterioso país del ser humano. Nos sirve de ayuda para reconocer lo que es el proyecto de Creación y pecado — J. Ratzinger 17 Dios con el hombre. Nos ayuda a dar creadoramente la respuesta nueva que Dios espera de cada uno de nosotros. 1. El hombre, formado de la tierra[14] ¿Qué quiere decir exactamente esto? En primer lugar, se nos informa de que Dios formó a los hombres del barro, lo que constituye al mismo tiempo una humillación y un consuelo. Humillación porque nos dice: no eres ningún dios; no te has hecho a ti mismo y no dispones del Todo; estás limitado. Eres un ser para la muerte como todo ser vivo, eres sólo tierra. Pero también supone un consuelo, pues además nos dice: el hombre no es ningún demonio, como hasta entonces había podido parecer, ningún espíritu maligno; no ha sido formado a partir de fuerzas negativas, sino que ha sido creado de la buena tierra de Dios. Aquí resplandece algo aún más profundo, pues se nos dice que todos los hombres son tierra. Más allá de todas las diferencias creadas por la cultura y por la historia, permanece la constatación de que nosotros, en definitiva, somos lo mismo, somos el mismo. Este pensamiento que en la Edad Media, en la época de las grandes epidemias de peste, se acuñó bajo la forma de «danzas de la muerte» a causa de las horribles experiencias vividas por el gran poder amenazador de la muerte, se pone de manifiesto en que emperador y mendigo, señor y esclavo, son, en última instancia, uno y el mismo hombre, formado de una y la misma tierra y destinado a volver a ella. En todas las tribulaciones y apogeos de la historia el hombre permanece igual, como tierra, formado de ella y destinado a volver a ella. De esta manera, se pone de manifiesto la unidad de todo el género humano: todos nosotros procedemos solamente de una tierra. No hay «sangre y suelo» de diferentes clases. Y por la misma causa no hay hombres diferentes, como creían los mitos de muchas religiones y también se manifiesta en concepciones de nuestro mundo de hoy. No hay castas ni razas diferentes, en las que los hombres posean un valor diferente. Todos nosotros somos la única humanidad, formada por Dios de la única tierra. Esta concepción del hombre es un pen- samiento dominante tanto en el relato de la Creación como en la Biblia entera. Frente a todas las segregaciones y envanecimiento! del hombre, con los que quiere colocarse por encima de y frente a los otros, la humanidad se explica como la única Creación de Dios, procedente de una sola tierra. Y lo que se ha dicho al principio, volverá a repetirse después del diluvio: en la gran genealogía del capítulo décimo del Génesis aparece de nuevo la misma concepción de que sólo hay un hombre en los muchos hombres. La Biblia pronuncia un No decidido contra todo racismo, contra toda división de la humanidad. 2. Imagen de Dios Pero para que el hombre sea tal, debe acontecer una segunda cosa. La materia prima es la tierra, de ella saldrá el hombre porque al cuerpo formado con ella Dios le insufla su aliento en la nariz. La realidad divina entra en el Universo. El primer relato de la Creación, que ha sido objeto de las meditaciones anteriores, dice lo mismo con otra imagen más profunda. Dice así: El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen 1,26 y ss.). En él se tocan el cielo y la tierra. Dios entra a través del hombre en la Creación; el hombre está dirigido a Dios. Ha sido llamado por El. La Palabra de Dios de la Antigua Alianza sigue teniendo valor para cada hombre en particular: «Te llamo por tu nombre, eres mío». Cada hombre es conocido y amado por Dios; ha sido querido por Dios; es imagen de Dios. En esto precisamente consiste la profunda y gran unidad de la humanidad, en que todos nosotros, cada hombre cumple un proyecto de Dios que brota de la idea misma de la Creación. Por eso dice la Biblia: Quien maltrata al hombre, maltrata la propiedad de Dios (Gen 9, 5). La vida humana está bajo la especial protección de Dios, porque cualquier hombre, por pobre o muy acaudalado que sea, por enfermo o achacoso, por inútil o importante que pueda ser, nacido o Creación y pecado — J. Ratzinger 18 no nacido, enfermo incurable o rebosante de energía vital, cualquier hombre lleva en sí el aliento de Dios, es imagen suya. Esta es la causa más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana; y a ello tienden, en última instancia, todas las civilizaciones. Porque allí donde ya no se ve al hombre como colocado bajo la protección de Dios, como portador él mismo del aliento divino, allí es donde comienzan a surgir las consideraciones acerca de su utilidad, allí es donde surge la barbarie que aplasta la dignidad del hombre. Y donde sucede al contrario ' allí aparece la categoría de lo espiritual y de lo ético. Nuestro destino depende por completo de que logremos defender esta dignidad moral del hombre en el mundo de la técnica y de todas sus posibilidades. Pues en esta época técnico- científica se está dando una clase de tentación especial. La actitud técnica y científica ha traído consigo un tipo especial de certeza, aquella que puede confirmarse a través del experimento y de la fórmula matemática. Esto efectivamente ha proporcionado al hombre una liberación expresa del temor y de la superstición y le ha dado un determinado poder sobre el Universo. Pero ahí radica precisamente la tentación, en considerar solamente como racional, y por lo tanto serio lo que puede comprobarse por el experimento y el cálculo. Lo cual supone, por consiguiente, que lo moral y lo sagrado ya no cuentan para nada. Han quedado relegados a la esfera de lo superado, de lo irracional. Pero cuando el hombre hace esto, cuando reducimosla ética a la física, entonces disolvemos lo característico del hombre, ya no lo liberamos, sino que lo destruimos. Hemos de distinguir de nuevo lo que ya Kant conocía y sabía muy bien: que hay dos formas de razón, la teórica y la práctica, como él las denominaba. Digámoslo tranquilamente: la razón científico-física y la moral-religiosa. No se puede explicar la razón moral como un irracionalismo ciego o como una superstición, sólo por el hecho de que se ha originado de una manera distinta o porque su conocimiento se representa de un modo no matemático. Es una y la más grande de las dos formas de razón, la que precisamente puede conservar la categoría humana de la ciencia y de la técnica y preservarlas de convertirse en la destrucción del hombre. Kant habló ya de la primacía de la razón práctica sobre la teórica, de que lo más grande, las realidades más profundas y decisivas son aquellas que la razón moral del hombre reconoce en su libertad moral. Y ahí, añadimos nosotros, está el espacio del ser-imagen-de-Dios, eso que hace al hombre ser algo más que «tierra»[15]. Demos ahora otro paso. Lo esencial de una imagen consiste en que representa algo. Cuando yo la miro, reconozco por ejemplo al hombre que está en ella, el paisaje, etc. Remite a otra cosa que está más allá de sí misma. Lo característico de la imagen, por lo tanto, no consiste en lo que es meramente en sí misma, óleo, lienzo y marco; su característica como imagen consiste en que va más allá de sí misma, en que muestra algo que no es en sí misma. Así, el ser-imagen-de-Dios significa sobre todo que el hombre no puede estar cerrado en sí mismo. Y cuando lo intenta, se equivoca. Ser-imagen-de-Dios significa remisión. Es la dinámica que pone en movimiento al hombre hacia todo-lo-demás. Significa, pues, capacidad de relación; es la capacidad divina del hombre. En consecuencia, el hombre lo es en su más alto grado cuando sale de sí mismo, cuando llega a ser capaz de decirle a Dios: Tú. De ahí que a la pregunta de qué es lo que diferencia propiamente al hombre del animal y en qué consiste su máxima novedad se debe contestar que el hombre es el ser que Dios fue capaz de imaginar; es el ser que puede orar y que está en lo más profundo de sí mismo cuando encuentra la relación con su Creador. Por eso, ser-imagen-de-Dios significa también que el hombre es un ser de la palabra y del amor; un ser del movimiento hacia el otro, destinado a darse al otro, y precisamente en esta entrega de sí mismo se recobra a sí mismo. La Sagrada Escritura nos posibilita dar todavía otro paso adelante, si seguimos una vez más nuestra norma fundamental de que el Antiguo y el Nuevo Testamento deben leerse juntos, ya que es precisamente a partir del Nuevo de donde se entresaca el más profundo significado del Creación y pecado — J. Ratzinger 19 Antiguo. En el Nuevo Testamento Cristo es denominado el segundo Adán, el definitivo Adán y la imagen de Dios (p. ej., 1 Cor 15,44-48; Col 1,15). Esto quiere decir que precisamente en El se pone de manifiesto la respuesta definitiva a la pregunta: ¿qué es el hombre? Sólo en El aparece el contenido más profundo de este proyecto. El es el hombre definitivo, y la Creación es en cierto modo un anteproyecto de El. Así que podemos decir: el hombre es el ser que puede llegar a ser hermano de Jesucristo. Es la criatura que puede llegar a ser una con Cristo y en El con Dios mismo. Esto es lo que significa esa remisión de la Creación a Cristo, del primero al segundo Adán, que el hombre es un ser en camino, en tránsito. Todavía no es él mismo, tiene que llegar a serlo definitivamente. Y aquí, en medio de la reflexión sobre la Creación, nos aparece ya el misterio pascual, el misterio del grano de trigo que muere. El hombre debe convertirse con Cristo en el grano de trigo que muere para poder verdaderamente resucitar, para levantarse verdaderamente, para ser él mismo (cfr. 1oh 12,24). El hombre no se comprende únicamente desde su origen pasado ni desde una parte aislada que llamamos presente. Está dirigido hacia el futuro que es el que precisamente le permite adivinar quién es él (cfr. Joh 3,2). Tenemos siempre que ver en el otro hombre a aquél con el que yo alguna vez participaré de la alegría de Dios. Debemos contemplar al otro como aquél con el que estoy llamado a ser en común miembro del Cuerpo de Cristo, con el que yo algún día me sentaré a la mesa de Abrahán, de Isaac, de Jacob, a la mesa de Jesucristo, para ser su hermano y con él hermano de Jesucristo, hijo de Dios. 3. Creación y Evolución Podríamos concluir ahora que todo esto es hermoso y está bien, pero, al fin y al cabo, ¿no está en contradicción con nuestros conocimientos científicos, según los cuales el hombre procede del reino animal? No necesariamente. Muchos pensadores han reconocido desde hace ya mucho tiempo que aquí no se produce ninguna disyuntiva. No podemos decir: Creación o Evolución; la manera correcta de plantear el problema debe ser: Creación y Evolución, pues ambas cosas responden a preguntas distintas. La historia del barro y del aliento de Dios, que hemos oído antes, no nos cuenta cómo se origina el hombre. Nos relata qué es él, su origen más íntimo, nos clasifica el proyecto que hay detrás de él. Y a la inversa, la teoría de la evolución trata de conocer y describir períodos biológicos. Pero con ello no puede aclarar el origen del «proyecto» hombre, su origen íntimo ni su propia esencia. Nos encontramos, pues, ante dos preguntas que en la misma medida se complementan y que no se excluyen mutuamente. Pero miremos ahora un poco más de cerca, porque precisamente el progreso del pensamiento en las dos últimas décadas nos ayuda también a considerar de nuevo esa unidad interna de la Creación y de la evolución de la fe y de la razón. A las concepciones propias del siglo XIX pertenecía el hecho de tener cada vez más en cuenta la historicidad, el desarrollo de todas las cosas. Se vio entonces que las cosas que tenemos por inmutables y siempre idénticas son producto de un largo devenir. Esto es válido tanto en la esfera de lo humano como en la de la naturaleza. Se puso de manifiesto que el Universo entero no es algo así como una gran caja en la que todo se ha introducido una vez terminado, sino que más bien hay que compararlo al desarrollo y crecimiento de un árbol vivo cuyas ramas crecen cada vez más altas hacia arriba. Esta consideración general ha sido y es expuesta, a menudo, de un modo fantástico, pero con el progreso de la investigación se perfila cada vez con más claridad el modo correcto con que se ha de comprender. Muy brevemente querría aclarar algo acerca de esto con especial referencia a Jacques Monod que nos puede servir muy bien como testigo no sospechoso; se trata, por un lado, de un científico de gran categoría, y por otro, de un luchador decidido contra toda creencia en la Creación[16]. Creación y pecado — J. Ratzinger 20 Me parecen de suma importancia dos relevantes y fundamentales precisiones suyas. La primera dice: En la realidad no existe sólo la necesidad. No es posible, como pretendía todavía Laplace y como Hegel intentaba imaginar, que en el Universo todas las cosas deriven de forma sucesiva una de la otra con absoluta necesidad. No existe ninguna fórmula que permita establecer una deducción obligatoria de todo. En el Universo no existe sólo la necesidad sino también, dice Monod, el azar. Como cristianos nos permitiríamos ir más allá y decir: existe la libertad. Pero volvamos a Monod. El señala que existen especialmente dos realidades, las cuales no tienen obligatoriamente que existir: pueden existir, pero no tienen que existir. Una de ellas es la vida. Así, del mismo modo que existen las leyes físicas pudo ella originarse, pero no tuvo que hacerlo. Añade, además, que era muy improbable que esto sucediera. La probabilidad matemática para ello era prácticamente cero, de manera que también se puede suponer que solamente esa única vez, en nuestra
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