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UNA_ADMINISTRACION_PUBLICA_DEMOCRATICA

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¿UNA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA DEMOCRÁTICA? 
Joaquim BRUGUÉ y Quim GALLEGO 
 
En FONT, J.1 (coord.) Ciudadanos y decisiones públicas. Ariel Ciencia Política. 
Barcelona, 2001. 
 
 
 
1. ¿Por qué democratizar la administración? 
1.1. Democratizar la administración para mejorar la democracia 
1.1.1. De la política a las políticas 
1.1.2. De la universalidad a la red 
1.2. Democratizar la administración para mejorar la eficiencia y la 
eficacia 
1.3. Democratizar la administración para mejorar el rendimiento 
institucional 
2. ¿Cómo democratizar la administración? 
2.1. Transformaciones en las relaciones internas 
2.2. Transformaciones en las relaciones con el exterior 
3. Conclusiones 
Referirse a la administración pública como un espacio de regeneración 
democrática puede parecer sorprendente. Durante décadas, la administración 
pública se ha definido como el ámbito de la racionalidad, la profesionalidad, la 
neutralidad o la especialización; conceptos, todos ellos, referidos a la ejecución 
de tareas, pero nunca a la más o menos democrática determinación o 
priorización de las mismas. 
La administración pública, utilizando otros términos, es un instrumento, una 
máquina que debe funcionar correctamente pero a la que es inútil preguntar 
qué pretende. Las máquinas ni piensan ni hablan, sólo trabajan. Incluso más, 
se desconfía de una máquina que pudiera pensar, pues supondría una 
violación del principio de decisión popular que caracteriza nuestras sociedades 
democráticas. La democracia, en cambio, no se fija en cómo hacer las cosas 
sino en qué es lo que hay que hacer; se refiere a la expresión de una finalidad 
pública a partir de la articulación de las preferencias manifestadas por los 
miembros que forman una colectividad. La democracia, por lo tanto, se 
despreocupa de los medios y se concentra en los objetivos. Objetivos que una 
máquina, adecuadamente puesta a punto por los técnicos pertinentes, deberá 
ejecutar. Los mundos de la administración y de la democracia, en definitiva, se 
nos presentan como las dos caras de una misma moneda: ser cara y cruz a la 
vez es imposible, mientras que no se puede ser cara sin cruz, ni cruz sin cara2. 
Desde estos planteamientos tradicionales, reclamar una administración 
pública democrática puede parecer de una audacia parecida a la de pretender 
encontrar una moneda con las dos caras en el mismo lado. Esta audacia se 
encuentra en algunos trabajos académicos recientes, aunque su capacidad 
para trasladarse a la realidad es todavía poco convincente. En el trabajo que 
tienen entre sus manos pretendemos avanzar en esta dirección, retomando las 
reflexiones ya existentes y aportando nuestro pequeño grano de arena. 
El texto se organiza a través de lo que hemos considerado una secuencia 
lógica para, en primer lugar, demostrar no sólo la posibilidad sino también la 
necesidad de situar la administración y la democracia en el mismo lado de la 
moneda -¿por qué democratizar la administración pública?- y, en segundo 
lugar, mostrar las consecuencias que un proceso de democratización tiene 
para la administración pública -¿cómo democratizar la administración pública? 
1. ¿Por qué democratizar la administración? 
Empezando por el concepto de democracia, algunos autores han 
subrayado los límites de la democracia representativa a partir de las 
dificultades de un modelo circular -«the loop model of democracy» (Fox y Miller, 
1995). Desde esta perspectiva, la democracia representativa clásica se 
interpreta como un proceso que empieza y acaba en unos ciudadanos capaces 
tanto de escoger racionalmente entre candidaturas políticas con ofertas en 
competencia, como de vigilar sus actuaciones y valorar si merecen o no la 
renovación de su confianza3. Este proceso, según los mismos autores, opera a 
través de 6 etapas: 
1. Los ciudadanos identifican conscientemente aquello que desean o necesitan. 
2. Las candidaturas competitivas - empresarios políticos- ofrecen paquetes de 
medidas con la promesa de, a partir de métodos diferentes, satisfacer las 
demandas de los ciudadanos. 
3. Los ciudadanos eligen a sus representantes votando al paquete de medidas 
que mejor se adapta a sus preferencias. 
4. La candidatura vencedora legisla en función de la elección popular. 
5. Los ciudadanos vigilan las actuaciones legislativas del gobierno y valoran su 
corrección o incorrección. 
6. Los ciudadanos, transcurrido un plazo de tiempo razonable para contrastar la 
acción de gobierno, vuelven a votar; castigando o premiando a sus 
representantes. 
En este modelo circular, la administración no aparece para nada. Se 
deduce, en cambio, una posición de subordinación: la administración ha de 
estar situada bajo el estricto control de una jerarquía que garantice su 
neutralidad y sometimiento a la voluntad de unos políticos electos y, por la 
tanto, democráticamente legitimados. La administración no puede hacer otra 
cosa que obedecer maquinalmente las órdenes políticas y aceptar un control 
que evite cualquier desviación y, de este modo, asegure la no-interferencia en 
el proceso democrático. Democratizar la administración, desde este punto de 
vista, es una propuesta contradictoria, pues la democracia exige una 
administración no democrática. Ser dictador con la administración significa 
aislarla del debate político y de la relación con los ciudadanos; marginarla para 
que no interfiera en el juego democrático que se produce entre gobernantes -
políticos- y gobernados – ciudadanos -. En la administración no hay cabida ni 
para políticos ni para ciudadanos, sólo para profesionales4. 
Sin embargo, el modelo circular de democracia no es más que eso, un 
modelo. Un modelo, además, que según la mayoría de los analistas hace 
aguas por los cuatro costados. No entraremos ahora en el debate, pero 
simplemente enunciando las dudas sobre la racionalidad individual, la 
capacidad de los ciudadanos para identificar sus necesidades y conocer las 
propuestas de los empresarios políticos, o la existencia de una vigilancia 
mínimamente efectiva sobre la acción de gobierno, ya podemos empezar a 
plantearnos las consecuencias de un modelo que probablemente sea más una 
ilusión que una referencia a la realidad. 
Si la democracia representativa no logra articular correctamente el juego 
entre políticos y ciudadanos, ¿qué sentido tiene continuar siendo un dictador 
con la administración? ¿Por qué debe ésta quedar marginada de la democracia 
cuando el argumento para su neutralidad no se sostiene? Si las directrices 
políticas no son capaces de reflejar, a través de sus representantes, las 
demandas ciudadanas, ¿cómo podemos justificar la estructura jerárquica y la 
vocación autoritaria sobre la administración pública? 
La legitimidad de un sistema de autoridad pública es la capacidad para 
engendrar y mantener la creencia de qué es lo más adecuado. En un sistema 
de democracia representativa, la legitimidad de la administración pública 
depende de la legitimidad del sistema político. El principio de separación entre 
política y administración implica que la esfera política define y acota la 
legitimidad con que la administración puede actuar. Sin embargo, la expansión 
de las funciones del Estado ha llevado a que aumenten las necesidades de 
legitimación del sistema político, de tal manera que su legitimidad y estabilidad 
han pasado a depender, en gran parte, de la legitimidad de la administración. 
Ésta debe ahora legitimarse ante el sistema político mediante su rendimiento, 
es decir, mediante su capacidad de desempeñar esas nuevas funciones. Al 
hacerlo, legitima al propio sistema político. 
Sin embargo, demostrar que la administración pública no tiene por que ser 
no democrática no significa que ésta tenga que ser democrática. A 
continuación intentaremos justificar la necesidad de democratizarla, aduciendo 
tres tipos de razones: porque mejora a la propia democracia, porqueaumenta 
la eficiencia y la eficacia administrativa, y porque mejora el rendimiento 
institucional a través de la potenciación del capital social5. 
1.1. DEMOCRATIZAR LA ADMINISTRACIÓN PARA MEJORAR LA 
DEMOCRACIA 
Durante la última década hemos sido testigos de experiencias diversas de 
innovación democrática (Font, 1997; Merino, 1997; Subirats, 1997), de 
participación de la sociedad civil en la producción de servicios (Johnson, 1990) 
o de la aplicación de nuevas tecnologías a la profundización democrática 
(Budge, 1996; Tsagarousianou et al., 1998). Los resultados de estas múltiples 
experiencias, sin embargo, no son alentadores. En algunos casos, parece que 
no vamos más allá de meras declaraciones de intenciones; en otros, su 
elevado coste aconseja un uso muy selectivo de los mecanismos participativos 
y, en la mayoría de as ocasiones, las mejoras no logran trasladarse del ámbito 
de la información al de la deliberación y, aún menos, al de la decisión. 
En opinión de los ya citados Fox y Miller, para entender las dificultades del 
presente y valorar las posibilidades del futuro es imprescindible distinguir entre 
tres formas de articular la participación ciudadana: a través de la clase 
magistral -few talk-, del parloteo -many talk- y del diálogo -some talk-. 
 
i. Por clase magistral entendemos aquella situación en la que existe un 
discurso dominado y manipulado por una elite y donde, en el mejor de los 
casos, los instrumentos de participación ciudadana se diseñan a partir de la 
apatía, la poca accesibilidad o la incapacidad para incorporar opiniones 
externas. 
El discurso, como en buena parte de las clases que se imparten en la 
universidad, se convierte en un monólogo. El profesor se declara abierto a la 
participación; aunque en la práctica, sin descender ni un momento de la tarima 
y desplegando una oratoria sofisticada y a menudo intimidatoria, la corta de 
raíz. Al finalizar el curso, el profesor maldice la apatía de sus alumnos y 
distribuye un formulario para conocer una opinión que, en el mejor de los 
casos, le merece poco respeto. 
ii. El parloteo define la situación opuesta. Ahora todo el mundo habla, las 
expresiones se multiplican anárquicamente y nadie es capaz de canalizarlas 
para obtener un resultado concreto. No existe ni diálogo ni conclusión, se habla 
por hablar. 
Éste suele ser el resultado de la participación a través de redes 
informáticas o, recuperando el símil universitario, de aquellos seminarios 
improvisados donde, sin referentes previos en trabajos de grupos o lecturas 
seleccionadas, el profesor lanza un tema polémico a los alumnos para que 
éstos improvisen sobre la marcha. El ejercicio suele parecer más una terapia 
que un debate y, como consecuencia, el resultado es caótico. El parloteo acaba 
generando un rumor de frases solapadas y no identificadas que imposibilita la 
discusión. 
iii. El diálogo, en cambio, implica una conversación estructurada a partir de 
espacios de conflicto específicos y de la participación de actores informados e 
interesados -policy networks-. El diálogo focaliza la atención de los 
participantes en un abanico limitado de asuntos, clarifica la posición de cada 
uno de ellos y, a través de escuchar y rebatir, se compromete a alcanzar 
conclusiones operativas. 
Recuperando nuestro ejemplo, algunos profesores plantean sesiones 
donde los alumnos se informan de determinados temas, adoptan roles 
específicos al respecto y diseñan estrategias de debate y negociación para 
maximizar su capacidad de influencia en el resultado final de la discusión. 
Estos planteamientos, que se pueden materializar a través de múltiples 
fórmulas, favorecen una participación del alumno que no únicamente es más 
rica en sus contenidos, sino que también es didácticamente más eficaz. 
Siendo consecuentes con la clasificación anterior, asumimos que la 
participación articulada a través del monólogo o del parloteo es débil y nos 
conduce a una vía muerta en el trayecto hacia la regeneración democrática, 
mientras que el diálogo favorece una participación fuerte y capaz de impulsar la 
democracia. La participación democrática en este sentido se articula a través 
de mecanismos que intentan combinar información, deliberación y capacidad 
de intervención de los ciudadanos en los procesos de decisión. 
Situados en este terreno, el papel de la administración resulta crucial, ya 
que ofrece el espacio donde, para una red limitada de actores, los conflictos se 
hacen a la vez comprensibles y resolubles. La participación en la 
administración es la participación a partir de intereses y valores lo 
suficientemente concretos y comprensibles como para generar opiniones y 
diálogos; a la vez que es la participación que puede desembocar en 
conclusiones concretas o, en otros términos, en capacidades reales de influir 
en las decisiones: el viejo tabú de la participación. 
La participación-diálogo, por lo tanto, puede materializarse en el espacio 
administrativo y, de este modo, la democratización de la administración 
contribuye a la mejora de la democracia. Sin embargo, para que esto pueda 
suceder se deben dar dos condiciones: la participación democrática ha de 
desplazarse, en primer lugar, de la política a las políticas y, en segundo 
lugar, de la universalidad a la red. La política y el voto universal se 
encuentran en los Parlamentos, mientras que la administración es el espacio 
de las políticas y de la red. . 
 
1.1.1. De la política a las políticas 
La administración se ha mantenido alejada de la política democrática 
porque se supone que no debe tomar las grandes decisiones que afectan a las 
opciones políticas dominantes en cada momento. En una sociedad 
democrática, estas opciones se construyen a partir del voto de los ciudadanos 
y sería una perversión inadmisible que los administradores pudieran 
distorsionarlas. Sin embargo, sería fácil acordar que el voto sobre las grandes 
opciones políticas presenta serias limitaciones. Por un lado, no está claro que 
todos sepamos discriminar entre opciones alternativas cuando votamos, ni que 
entendamos qué significan cada una de ellas. Tampoco podemos saber ni 
cómo estas opciones nos afectan, ni cómo se van a concretar en medidas 
legislativas o administrativas, ni cómo controlaremos que efectivamente las 
promesas se lleven a término. De hecho, la participación en una democracia 
representativa obliga a los ciudadanos a realizar un ejercicio de abstracción 
para el que prácticamente ninguno de nosotros estamos preparados. 
Es evidente que en este ejercicio de abstracción la administración no tiene 
nada que decir. Pero también es evidente que la administración tiene un papel 
crucial en la concreción de las grandes opciones políticas: son estas 
concreciones las que pueden entender los ciudadanos y, por lo tanto, sobre las 
que tienen conocimientos, opiniones y prioridades. Así pues, cuando la opción 
política se transforma en políticas concretas aparece la oportunidad para una 
participación ciudadana efectiva. El diálogo se produce cuando sabemos de 
qué estamos hablando y esto no sucede en la abstracción de la política sino en 
la concreción de las políticas. En definitiva, la democratización de la 
administración mejora la democracia porque permite completar la participación 
en la política con la participación en las políticas. 
 
1.1.2. De la universalidad a la red 
Continuando con la argumentación anterior, el nivel de concreción de las 
políticas comporta que no todos los ciudadanos estén igualmente afectados por 
las mismas y, consecuentemente, que no todos se muestren interesados en 
participar. Una política destinada a mejorar el acceso a una ciudad 
congestionada preocupará a quienes viven y trabajan en lugares distintos del 
territorio metropolitano, pero tendrá poco interés para un tendero que vive 
encima de su comercio y ni tan siquiera se ha preocupado de obtener el 
permisode conducir. Esperar que todos ellos participen en un debate sobre su 
elaboración es mucho esperar, pues probablemente el tendero prefiera perder 
una mañana tomando el vermut con los amigos antes que dedicarla a 
informarse sobre un tema que no le preocupa, a discutir con personas que no 
conoce ya participar en decisiones que no le afectan. 
Podríamos suponer, por lo tanto, que en esta política no van a participar 
todos los ciudadanos, sino tan sólo aquellos que manifiesten su interés en 
hacerlo. Es cierto, sin embargo, que el tendero también se verá afectado por la 
decisión, aunque sea indirectamente. Por ejemplo, podríamos suponer que la 
inversión que se dedicará a mejorar los accesos va a impedir que los 
responsables públicos municipales dediquen una partida presupuestaria a 
créditos subvencionados para mejoras en los comercios locales. Todo tiene 
que ver con todo y, en realidad, es este razonamiento simple el que explica la 
negativa de la democracia representativa a aceptar cualquier mecanismo de 
participación que no se dirija explícitamente a todos los ciudadanos. En caso 
contrario, el proceso participativo queda deslegitimado, no sirve, es una 
perversión inaceptable6. 
La alternativa es el voto universal, aunque una creciente proporción de 
ciudadanos no lo ejerza y los demás - aunque sea duro decirlo- a menudo no 
saben muy bien que están haciendo. Ante esta realidad, la expectativa de una 
participación limitada pero efectiva no nos parece tan mala idea. Además, la 
participación como diálogo exige este tipo de limitación. Un diálogo entre 
millones de personas es simplemente absurdo, del mismo modo que lo es 
pensar que una persona es capaz de dialogar sobre cualquier tema. El diálogo 
sólo puede producirse entre un número limitado de personas que disponen de 
un mínimo de información e interés para hacerlo. En términos académicos, nos 
referimos al grupo de personas que desean tomar parte como una red: un 
conjunto de actores que, para cada política concreta, están interesados y 
dispuestos a participar. Entre ellos pueden dialogar y, por lo tanto, afirmamos 
que la democratización de la administración mejora la democracia porque 
permite completar y superar algunos de los límites de la participación universal 
con las formulas más focalizadas y especializadas de participación en la red. 
1.2. DEMOCRATIZAR LA ADMINISTRACIÓN PARA MEJORAR LA 
EFICIENCIA Y LA EFICACIA 
Tal como apuntábamos en la introducción, la estrecha relación entre 
administración pública y neutralidad técnica es uno de los principios más 
solventes y aceptados por los científicos sociales contemporáneos. La principal 
justificación de este principio radica en la capacidad de la técnica para lograr 
que la administración maximize su eficiencia operativa. Es decir, la máquina 
administrativa ha de estar a punto para funcionar a pleno rendimiento. 
Utilizar la capacitación técnica como principal recurso para generar 
eficiencia comporta, por definición, exclusión: nadie sin las habilidades y los 
conocimientos especializados merece ser escuchado, Incluso más, la propia 
eficiencia exige la exclusión de todos aquellos que no son profesionales 
preparados, pues su participación - desde la falta de entendimiento- provocaría 
distorsiones e inútiles pérdidas de tiempo. La expresión «y usted que sabe...» 
podría resumirnos la actitud de unas organizaciones que persiguen su pleno 
rendimiento a partir del «.., si yo soy un profesional que además se pasa todo 
el día tratando estos temas». 
Esta actitud de profesionalismo excluyente ha sido un principio organizativo 
central tanto para la administración pública como para el sector empresarial. Su 
dominio, sin embargo, empieza a ser contestado. En el ámbito empresarial los 
retos se manifiestan desde diferentes flancos, aunque el término «capitalismo 
incluyente»1 puede sernos de utilidad para resumir los principales argumentos 
de aquello: que ponen en duda la necesidad de relacionar eficiencia con 
exclusión. Según diversos autores (Kelly, Kelly y Gamble, 1997), la idea de 
«capitalismo incluyente» Se emplea, precisamente, para destacar la necesidad 
de canalizar la participación como instrumento para mejorar el rendimiento del 
sistema económico. En su formulación más simple consiste en la aplicación de 
los principios democráticos a ámbito económico. Se concreta en diferentes 
fórmulas que permiten dotar de capacidad para influir y controlar las decisiones 
empresariales a todos aquellos con intereses que pueden resultar afectados 
por las mismas. Estos intereses no se limitan únicamente a los que tienen los 
propietarios y los gerentes, sino que se amplían hasta alcanzar a los 
trabajadores, a los residentes del municipio donde se ubica la empresa, a los 
consumidores de sus productos, a sus proveedores, etc. Los stakeholders, por 
lo tanto, son todos aquellos que pueden verse afectados por las decisiones de 
una organización y los que, en consecuencia, deben ser tomados en 
consideración - deben ser incluidos- en sus procesos decisionales7. Esta 
multiplicidad de intereses, tal como sugiere Hirst ( 1997), debe incorporarse al 
gobierno de la empresa, debe ser protegida legalmente y debe quedar 
garantizada a través de negociaciones y cooperaciones voluntarias. En opinión 
de Hirst, parece apropiado utilizar la palabra «debe», puesto que sin la 
incorporación efectiva de estos intereses, cualquier organización sufrirá, por un 
lado, una crisis de legitimación y, por otro lado, una pérdida de eficiencia. 
Canalizar la participación de los interesados no es simplemente una voluntad 
más o menos altruista, sino una necesidad funcional de las grandes 
organizaciones actuales. Una organización inclusiva obtiene niveles de 
 
1
 Se trata de una traducción libre de la expresión stakeholder capitalism. Literalmente sería más 
correcto hablar de «capitalismo de los involucrados» o «capitalismo de los que tienen algún 
interés»; sin embargo, tanto por razones de elegancia terminológica como de adecuación al 
desarrollo conceptual del texto, hemos optado por utilizar la expresión «capitalismo incluyente». 
aceptación y legitimación más elevados, pero también mejora su rendimiento. 
Pero ¿cómo podemos argumentar estas afirmaciones? 
Para empezar, parece razonable afirmar que la inclusión de todos aquellos 
con intereses en un determinado asunto facilita el proceso decisional y al 
mismo tiempo, reduce las resistencias externas que cualquier actividad pública 
puede eventualmente generar. Estas ventajas se deducen de la capacidad de 
las organizaciones inclusivas para generar legitimidad (Clarke y Newman, 
1997). La legitimidad del proceso decisional es crucial en la medida que genera 
colaboracion externa y colaboracion interna. 
Actualmente, ya nadie pone en duda que la administración no puede actuar 
en solitario. La tradicional vocación monopolista de la administración ha dejado 
paso a una creciente voluntad de delegar, externalizar o compartir actividades 
con el conjunto de actores de la sociedad civil. Las limitaciones económicas 
han propiciado esta novedosa actitud, ya que pueden representar un ahorro 
importante. Pero no únicamente la crisis fiscal ha favorecido esta situación, 
también la creciente sofisticación de los servicios públicos reclama de unos 
prestadores más cercanos las demandas de los consumidores. Parece 
evidente que si en las Olimpiadas de Barcelona, en lugar de utilizar a los 
voluntarios se hubiera contratado a miles de nuevos funcionarios, los costes se 
habrían disparado. También parece claro que para organizar las actividades 
extraescolares de determinado colegio puede ser más adecuado delegarlas a 
una asociación de padres que estandarizarlas desde una prestación 
funcionarial. 
Estas ideas han sido ampliamente tratadas en la literatura, generando 
nuevos términos comogobierno habilitador (Gyford,1991) o administración 
capacitadora (Osborne y Gaebler, 1992). Aquí quisiéramos tan sólo destacar 
que la colaboración externa incide en la eficiencia de la actuación 
administrativa. Por un lado, porque permite contar con actores que a través de 
la presión de la competencia, pueden aumentar la eficiencia. En este sentido, 
aunque aceptando que los resultados son variables y dependen del tipo de 
servicio que nos ocupe, Donahue (1991: 14) se refiere al «tipo de 
comportamiento agresivo que la teoría consagra como virtud cardinal de la 
empresa competitiva». Por otro lado, la eficiencia puede ser el resultado de la 
ausencia de resistencias o, en otras palabras, de la capacidad de generar 
complicidades con todos aquellos que pueden favorecer o entorpecer una 
actividad. Por ejemplo, si diseñamos una política cultural en oposición a los 
principales actores culturales es probable que su implementación sea 
ineficiente, pues se enfrentará a una notable capacidad de boicoteo. No se 
trata de hacer la política que nos dicten los artistas, pero es seguro que lograr 
su involucración facilitará el éxito de la misma. 
Así pues, no nos referimos únicamente a que la administración incorpore 
prestadores externos sino también a la necesidad de consensuar con el 
exterior actitudes de colaboración. Actitudes que sólo conseguiremos si 
articulamos mecanismos de participación. Sin esta participación perderemos 
eficiencia, ya que es muy difícil imponerse a una realidad hostil. Al contrario, el 
consenso logrado a través de la participación favorecerá la eficiencia en tanto 
que el compromiso suavizará cualquier dificultad que aparezca en el camino8. 
En definitiva, la democratización de la administración mejora la eficiencia 
porque al pasar de una posición de aislamiento a una vocación de consenso 
reduce las resistencias del entorno. 
Además, en este nuevo contexto «democratizado», los recursos que antes 
debían dedicarse a reducir resistencias externas pueden liberarse y canalizarse 
hacia usos más relevantes para las funciones de la administración. Es decir, la 
administración no sólo podrá concentrarse en ser más eficiente - produciendo a 
un coste unitario menor - sino también en ser más eficaz - consiguiendo los 
objetivos que le han sido asignados en la producción de determinados outputs 
o resultados -. La democratización de la administración mejorará la eficacia 
porque los outputs a alcanzar habrán sido consensuados con los actores 
afectados y/o interesados en ellos. 
Aún podemos dar un paso más: la democratización de la administración 
pública no sólo favorece su rendimiento a partir de las ventajas de la inclusión, 
sino también a través de una segunda idea - de carácter más interno- que 
resumimos como paso de la jerarquía a la interactividad. Es decir, facilitar el 
diálogo horizontal en el interior de la propia organización es una forma de 
potenciar la democracia interna y de, indirectamente, mejorar los rendimientos 
administrativos. Las pérdidas de eficiencia de la administración pública 
tradicional, tal como expone acertadamente Heckscher (1994), no se deben a 
inadecuaciones del diseño institucional sino a un defecto inherente del modelo: 
la segmentación de responsabilidades. Esta segmentación es a la vez la base 
de la eficiencia burocrática y su barrera más infranqueable. El muro de la 
segmentación se construye sobre la incapacidad de los miembros de la 
organización para salir de su pequeño reino funcional, de coordinarse con sus 
compañeros de trabajo, de entender el destino compartido y la finalidad de la 
institución. 
Si aceptamos esta premisa, la democratización de la administración puede 
favorecer su eficiencia en tanto que, utilizando los términos de Heckscher, 
permite «construir una organización donde todos sus miembros asumen la 
responsabilidad del éxito del conjunto» y no de su pequeña parcela de 
especialización. Para ello, el primer objetivo se concreta en crear un sistema 
donde las personas se relacionen en función de los problemas y no de las 
estructuras. Hay que instrumentalizar, en definitiva, una organización 
interactiva que utilice el diálogo entre las partes como la fuente para alcanzar 
consensos y mejorar sus rendimientos. La interacción y el diálogo permiten la 
aparición de lo que, en el ámbito privado, se conoce como la «empresa 
creadora de conocimiento» (Nonaka y Takeuchi, 1994). 
Así pues, la participación de los trabajadores - esta suerte de 
democracia interna de las organizaciones- es crucial como mecanismo 
generador y difusor de conocimientos. En un mundo donde estos 
conocimientos son cada vez más la clave del éxito, se justifica el paso del 
tradicional y asentado binomio profesionalidad-eficiencia al más novedoso 
democracia-eficiencia. Así pues, democratizar la administración mejora la 
eficiencia y la eficacia al pasar de una organización jerárquica a una 
interactiva. 
1.3. DEMOCRATIZAR LA ADMINISTRACIÓN PARA MEJORAR EL 
RENDIMIENTO INSTITUCIONAL 
 El rendimiento institucional se ha definido como la capacidad de las 
instituciones públicas de dar respuestas a las necesidades sociales y de ser 
efectiva en sus actuaciones, esto es, en sus interacciones con la sociedad. 
Estas interacciones implican procesos de toma de decisiones a través de 
acuerdos y la consecución de objetivos a través de intervenciones directas o 
indirectas. El rendimiento institucional se ha considerado una variable que 
puede ser dependiente e independiente al mismo tiempo. Es decir, las 
condiciones socioeconómicas y sociopolíticas condicionan el rendimiento 
institucional5- enfoque de cultura política -, pero tales condiciones son a su vez 
resultado de la intervención de las instituciones- enfoque institucional- en una 
suerte de efecto circular de influencias recíprocas (Tarrow, 1996). 
En esta dirección, se ha acuñado el concepto de capital social para 
referirse a las características de una sociedad capaz de promover la eficiencia 
social al facilitar las acciones coordinadas. Sus principales facetas son la 
confianza, que facilita la cooperación necesaria para la coordinación; la 
reciprocidad generalizada, que facilita la resolución de problemas de acción 
colectiva; y las redes de compromiso cívico, representadas por el 
asociacionismo voluntario. Numerosas investigaciones muestran que la 
participación de los ciudadanos en los procesos de elaboración, 
implementación y evaluación de las políticas públicas puede contribuir a la 
creación de capital social. Así, la articulación de diferentes mecanismos de 
participación e implicación ciudadana en tales procesos puede incidir tanto 
sobre los componentes estructurales como cognitivos del capital social 
(Uphoff, 1999). Los primeros hacen referencia a las formas de organización 
social -roles, reglas, procedimientos, precedentes y redes -, mientras que los 
segundos nos remiten a procesos mentales - normas, valores, actitudes y 
creencias orientados a la confianza, la solidaridad, la cooperación y la 
generosidad -. Tanto unos como otros crean expectativas que contribuyen a la 
cooperación para obtener beneficios mutuos. Finalmente, la cooperación e 
interacción entre diferentes grupos e individuos en el ámbito de las políticas 
públicas favorece el aprendizaje colectivo, ya que el intercambio de 
argumentos y experiencias puede llegar a hacer compatibles sistemas de 
creencias que de otra manera mantendrían distanciados a grupos de actores. 
De este modo, la estructuración de la participación y las negociaciones puede 
ayudar a crear interacciones de mayor calidad (Sabatier y Jenkins, 1993). 
Hacer que las instituciones en general, y la administración pública en 
 
5
 En esta línea se sitúan los estudios de Putnam ( 1985, 1993) y su equipo, Las conclusiones 
de sus investigaciones afirman que un alto nivelde capital social facilita un mayor rendimiento 
institucional, mientras que bajos niveles de capital social lo obstaculizan, independientemente 
del diseño institucional y de los instrumentos de intervención adoptados9. 
particular, se abran a la participación ciudadana y sean más democráticas 
implica convertirlas en arenas de explicitación de problemas, de deliberación y 
de negociación para la consecución de acuerdos. En este sentido, la 
administración puede convertirse en un recurso para identificar problemas, 
definir necesidades, revelar preferencias y consensuar líneas de intervención. 
Para conseguirlo es necesario crear mecanismos de participación que consigan 
llegar a los actores potencialmente interesados y/o afectados por determinados 
problemas y actuaciones. 
Adicionalmente, este tipo de participación ciudadana lleva a una mayor 
legitimidad de la administración pública y, por ende, del sistema político. La 
legitimidad de la administración puede ser institucional o puede derivar de sus 
rendimientos (Bañón y Carrillo, 1997). La legitimidad institucional se obtiene a 
través de la adecuación de los comportamientos de la institución a un sistema 
de valores socialmente aceptados: principio de legalidad, imparcialidad, 
sometimiento al poder político electo. La legitimidad por rendimientos, en 
cambio, deriva de los resultados obtenidos en el desempeño de sus funciones, 
esto es, de que la provisión de bienes y servicios públicos responda a criterios 
de evaluación de lo público socialmente aceptados: equidad, eficiencia, 
eficacia, efectividad, calidad. En este punto siguen siendo relevantes el mérito, 
la profesionalidad y la expertise . 
En un escenario de gobierno multinivel donde se mezclan las 
competencias y responsabilidades de las distintas y a menudo solapadas 
administraciones, la combinación de ambas fuentes de legitimidad es de 
especial relevancia. Siguiendo otra vez a Bañón y Carrillo, una mayor 
visibilidad de resultados y una mayor cercanía de la esfera decisional - como es 
el caso de los gobiernos locales- comportan un nivel de exigencia mayor en la 
legitimidad por rendimiento y menor en la legitimidad institucional. Al contrario, 
una menor visibilidad y una mayor lejanía de la esfera decisional - como es el 
caso de gobiernos estatales e instituciones supraestatales- implican mayor 
exigencia de legitimidad institucional y menor exigencia de legitimidad por 
rendimiento. Por ello, la factibilidad de una participación en la línea apuntada es 
mayor en los niveles de gobierno cercanos al ciudadano. 
En estos niveles de gobierno, y especialmente en el ámbito local, la 
posibilidad de redefinir la administración pública como autoridad habilitadora 
implica no sólo crear espacio para la participación sino también para la 
rendición de cuentas (Ranson y Stewart, 1994). La rendición de cuentas no 
debe ser sólo en dirección jerárquica ascendente -de la administración a los 
representantes políticos-, sino también de dentro afuera -de la administración a 
los ciudadanos, en el sentido pleno de la palabra-. En este sentido, un sistema 
de decisión colectiva puede definirse como democrático en función de estar 
más o menos sujeto al control de todos los miembros de la comunidad 
considerados como iguales. Control popular e igualdad política son, en 
definitiva, los principios democráticos clave (Beetham, 1996). Con otras 
palabras, la efectividad del control y su distribución igualitaria entre individuos y 
grupos indica hasta qué punto un sistema de gobierno representativo es 
democrático, es decir, hasta qué punto un gobierno representativo es una 
democracia representativa. 
A partir de aquí, consideramos que si una democracia participativa puede 
redundar en un mayor nivel de rendimiento institucional, podrá también 
aumentar la legitimidad de la administración pública. Incidir sobre ésta requiere 
distinguir entre dos dimensiones de la administración: la institucional y la 
organizativa (Prats, 1995). La dimensión institucional, en primer lugar, hace 
referencia a las «reglas del juego» formales e informales, así como al sistema 
de incentivos y constricciones que delimitan quiénes son los principales actores 
en determinadas arenas, cuál debe ser su comportamiento y cuáles pueden ser 
sus expectativas. Las instituciones no se diseñan por decreto, sino que forman 
parte de la cultura cívica y son resultado del aprendizaje social. De hecho, uno 
de los argumentos más contrastados de la investigación politológica, 
económica y jurídica destaca que la seguridad jurídica que pueden crear las 
instituciones redunda en el buen funcionamiento de la economía y de la 
sociedad (North, 1990). Para ello, se requiere una red compleja de diferentes 
instituciones que se refuerzan mutuamente, y cuya credibilidad depende de su 
operacionalización en la correspondiente red de organizaciones que actúan 
según los valores, principios y normas de funcionamiento. 
Por otra parte, la dimensión organizativa de la administración pública 
incluye una vertiente interna y otra externa. La dimensión organizativa interna 
de la administración pública hace referencia a todos aquellos aspectos 
organizativos y de funcionamiento que la caracterizan. La dimensión 
organizativa externa hace referencia a las funciones de las unidades 
administrativas según el entorno con el que interaccionan y para el que ofrecen 
sus servicios. La legitimidad de la administración en su dimensión institucional 
puede depender, en gran medida, del buen funcionamiento de su dimensión 
organizativa. A continuación veremos cómo la democratización de la 
administración requiere tener en cuenta todas estas dimensiones. 
2. ¿Cómo democratizar la administración? 
Para que una administración pública ponga en marcha un proceso de 
diálogo o deliberación se han de producir algunos cambios tanto en sus 
relaciones internas como en sus relaciones con el exterior. A continuación 
avanzamos algunas ideas en ambas direcciones. 
2.1. TRANSFORMACIONES EN LAS RELACIONES INTERNAS 
Una organización administrativa tradicional no sólo no está preparada para 
generar un diálogo interno, sino que su propio diseño lo niega. Las 
administraciones públicas, a partir de su inspiración weberiana, se caracterizan 
entre otras cosas por la especialización y la división de funciones. Es 
precisamente esta especialización y esta división interna la que garantiza su 
eficiencia, puesto que aseguran tanto la competencia en la ejecución de las 
distintas actividades como la eficiencia en la distribución de tareas. Sin 
embargo, el garante de la competencia y la eficiencia administrativa es también 
uno de los límites inherentes del modelo (Heckscher, 1994), ya que impone una 
forma de trabajar donde cada empleado se preocupa única y exclusivamente 
de «lo suyo». Desaparece cualquier posibilidad de coordinación, de aprendizaje 
mutuo o de colaboración. 
Incorporar la dimensión del diálogo o la deliberación en el interior de las 
administraciones públicas significaría, ahora sí, superar el límite fundacional de 
la burocracia weberiana. Un límite que, tal como hemos justificado en el 
apartado anterior, conviene superar para mejorar tanto la democracia como la 
propia eficiencia administrativa. Para ello no existe ninguna receta, pero 
requiere avanzar en la transformación interna de la administración, al menos en 
tres; la horizontalización de los organigramas, la renovación de la cultura 
organizativa y la gestión de procesos. 
La estructura de la administración pública tradicional se caracteriza por dos 
rasgos distintivos: la segmentación y la verticalidad. De una parte, la 
segmentación es el reflejo orgánico de la especialización de funciones, 
mientras que la jerarquía muestra cómo se reparten y asignan las 
responsabilidades. Por otra parte, tanto la segmentación como la jerarquía 
dificultan, cuando no impiden, el diálogo interorganizativo.Formulándolo de 
forma simple, la segmentación y la jerarquía se encargan de recordar a los 
miembros de la organización «que se ocupen de sus cosas y no se metan en 
las de los demás». Por ejemplo, el jefe del negociado de contratación se dedica 
a redactar los pliegos de condiciones y a organizar los concursos -ésta es su 
especialización-, así como es responsable de hacerlo con garantías legales y 
para aquellos servicios que su superior le ha indicado -posición jerárquica y 
responsabilidad limitada -. En cambio, aun cuando esté gestionando el contrato 
de un servicio de mantenimiento, no tiene ninguna relación con el responsable 
de la sección de mantenimiento ni ninguna responsabilidad sobre el éxito del 
servicio. 
Parecería lógico que el responsable de mantenimiento tuviera alguna 
opinión sobre la contratación de un servicio de su competencia, pero las 
estructuras administrativas tradicionales no lo ven así. Lo perciben como un 
«meterse en las cosas de los demás» cuando en realidad deberían interpretarlo 
como un «colaborar en las cosas de todos». Estas ideas de colaboración y de 
totalidad son las que quedan vetadas por la especialización y la jerarquía, y las 
que una horizontalización orgánica debería promover. Así pues, entendemos 
por horizontalización todas aquellas medidas que tienen como objetivo facilitar 
el diálogo interorganizativo a través de promover: 
 
٠ la colaboración entre diferentes segmentos de la estructura orgánica, y 
٠ una visión holística en relación a los objetivos de la organización. 
Se trata, en definitiva, de algo tan simple como que la organización hable y 
comparta objetivos. Tan simple, pero tan complejo de llevar a la práctica. En 
realidad, horizontalizar un organigrama no requiere más que una decisión 
ejecutiva; que alguien con capacidad para ello decida transformar el 
organigrama reduciendo su densidad jerárquica, agrupando especializaciones y 
creando programas o estructuras horizontales en función de criterios varios. 
Cada una de estas iniciativas contribuye a crear espacios de diálogo y visiones 
compartidas sobre los objetivos de la organización. 
Sin embargo, la realidad desmiente esta aparente simplicidad, y la 
desmiente con rotundidad, pues no se trata únicamente de que no se resuelvan 
todos los problemas, sino que no parece resolverse ninguno. Es decir, la 
modificación de los organigramas ni tan siquiera nos acerca lentamente a los 
objetivos del diálogo interorganizativo. Parecemos viejos árboles con profundas 
raíces, plantados e imperturbables ante el más fuerte de los vendavales. En 
este sentido, los estudios empíricos nos permiten observar cómo la presencia 
de espacios de diálogo no garantiza que éste se produzca. Los reformadores 
de la administración sufren impotentes esta dificultad, pues de nada les sirve 
una transformación orgánica que, por decirlo de alguna forma, nadie utiliza.
 El problema de fondo se puede ejemplarizar como la imposibilidad de 
obligar a alguien a ser simpático y a buscar temas comunes de conversación 
con su vecino. A todos nos sorprendería que el vecino antipático del cuarto de 
repente cambiará su actitud simplemente porque en el reglamento de la 
comunidad se ha sustituido al presidente de la escalera por una asamblea de 
propietarios. Lo mismo sucede en nuestra administración: de nada sirve crear 
un espacio de diálogo si a los empleados públicos no les da la gana hablar. Un 
decreto puede obligarles a trabajar en un organigrama diferente, pero no puede 
forzar el cambio en sus actitudes. Puede ser un pequeño estímulo, pero inútil si 
no viene acompañado de una transformación en su actitud. El vecino hablará 
con nosotros si se vuelve simpático, independientemente de los reglamentos 
de la comunidad. En sentido contrario es más difícil, pues parece poco 
probable que los reglamentos tengan algo más que una muy modesta 
influencia en la simpatía de nuestro vecino. Estas reflexiones, en definitiva, nos 
trasladan al ámbito de la cultura organizativa, pues sin su transformación la 
horizontalización de los organigramas simplemente expresa una buena 
voluntad con pocas, muy pocas probabilidades de éxito. 
¿Cómo se convierte a un antipático en simpático? ¿Cómo se transforman 
las actitudes de las personas? ¿Cómo se modifican o renuevan las culturas 
organizativas? Estos tres interrogantes, a pesar de situarse en niveles 
diferentes, se refieren a asuntos similares. También, como primer denominador 
común, destacaríamos la dificultad de ofrecer respuestas convincentes a sus 
planteamientos. Así pues, la renovación de la cultura organizativa se nos 
presenta como un objetivo a la vez complejo e inaplazable. La ingeniería 
institucional, las modificaciones orgánicas o las transformaciones estructurales 
pueden inducir cierta renovación cultural, pero son a todas luces insuficientes si 
no llegan acompañadas de medidas que se dirijan al propio objeto de la 
transformación; es decir, a las personas que pueblan las instituciones y los 
organigramas. Se requieren. en definitiva, políticas dirigidas a los recursos 
humanos y que, explícitamente, se propongan motivar un cambio en sus 
actitudes. 
Simplificando de una forma quizá excesiva podríamos afirmar que la 
administración pública tradicional ha dedicado más de un siglo a motivar a sus 
empleados para que no pensaran ni hicieran nada por propia iniciativa. En este 
marco, los empleados son una pieza más de la maquinaria y, por lo tanto, 
como tal, ni se equivocan ni aciertan; tan sólo cumplen su misión. Además, 
quizá más importante, a los tornillos -así podemos considerar a los empleados 
de una burocracia- ni se les castiga ni se los premia y, en consecuencia, se 
anula cualquier posibilidad de desarrollar una política de recursos humanos. 
Para que los empleados públicos hablen y colaboren entre ellos es 
imprescindible convencerles de que no son piezas; es decir, de que pueden 
pensar, tomar iniciativas, equivocarse y tener éxitos. Ésta es la idea de fondo 
que se encuentra en algunas de las técnicas de gestión más recientes, como 
por ejemplo las adhocracias, los círculos de calidad, los equipos de mejora, las 
lluvias de ideas o la dirección participativa. Todos estos instrumentos se 
caracterizan por generar dinámicas de trabajo que centran su atención en los 
empleados. Se pretende explicarles y demostrarles que ya no se les ve como a 
tornillos sino como a colaboradores, que se cuenta con ellos, que se valoran 
sus opiniones, que se aprovechan sus ideas y que no se les prohíbe pensar. 
Parece obvio, recuperando el hilo del capítulo, que para contar con ellos y 
escuchar sus opiniones se necesita dejarlos hablar. Estos instrumentos, en 
definitiva, servirían para que los empleados utilizaran los espacios de diálogo, 
para que recuperaran las ganas de hablar10. 
El objetivo de la gestión por procesos es lograr una mayor eficiencia, 
eficacia y calidad en la producción de outputs. Un factor importante para 
conseguirlo es la desjerarquización operativa, basada también en la 
introducción de nuevas tecnologías de la información. La desjerarquización 
operativa pretende potenciar el rol de los responsables de determinadas tareas 
para reducir los niveles jerárquicos intermedios que no aportan valor al 
proceso. Para potenciar la responsabilidad de los niveles operativos se les 
debe facilitar mayor y mejor información, así como la capacitación necesaria 
para utilizarla de forma productiva. En este sentido, las nuevas tecnologías de 
la información y la comunicación pueden ayudar a reducir trámites que resultan 
innecesarios debido a la interconexión de bases de datos de diferentes 
organizaciones. Al mismo tiempo, estas tecnologías son un instrumento para 
que los empleados de niveles operativos que están en contacto con el usuario 
puedan tomar decisiones que antes requerían complejos trámites en el interior 
de la organización. Esto último,en definitiva, conlleva la aceptación de mayores 
nivel de democracia interna11. 
Por otro lado, para que el diseño y la implementación de procesos más 
eficientes y eficaces se traduzcan en una mayor calidad de servicio para el 
ciudadano es a menudo necesario llevar a cabo reestructuraciones 
organizativas en forma de «ventanilla única». La creación de ventanillas únicas 
puede requerir el rediseño de interfases entre diferentes organizaciones 
públicas en términos de flujos de comunicación, así como la reorganización e 
integración o fusión de diferentes unidades administrativas, tendiendo siempre 
a la desjerarquización operativa. El resultado es un único punto de contacto 
entre ciudadanos y administración pública para diversos trámites. Esto significa 
que la administración es receptiva a sus demandas y está preparada para 
informarles de sus derechos, en lugar de solamente facilitarle el cumplimiento 
de la ley. Aunque sea intuitivamente, este último punto nos conduce al 
siguiente apartado. 
2.2. TRANSFORMACIONES EN LAS RELACIONES CON EL EXTERIOR 
El diálogo interno necesario para transformar la cultura organizativa ha de 
completarse con el externo. La administración debe desarrollar mecanismos 
relacionales para conocer y saberse mover en el entorno para el que trabaja. Al 
tomar en cuenta sistemáticamente la opinión pública para la formulación e 
implementación de políticas aumentará el rendimiento institucional de la 
administración, ya que orientará su actividad a las necesidades sociales. Una 
aproximación efectiva al entorno debería, desde nuestro punto de vista, ser 
estratégica y transversal. 
En primer lugar, la definición de planes estratégicos puede ayudar a 
mejorar la eficiencia y eficacia de la actuación de la administración. El enfoque 
estratégico implica la disposición a gestionar tanto el entorno interno - 
relaciones con otras unidades de la administración- como el externo -relaciones 
con determinados grupos de ciudadanos o individuos-. Esto requiere la 
explicitación de valores, misiones, estándares de comportamiento, estrategias y 
calendarios de actuación, así como la responsabilización por la obtención de 
resultados en función de objetivos medibles. Para gestionar el entorno es 
necesario interaccionar con él a través de mecanismos de participación. Éstos 
pueden incluir diferentes formas de implicación tanto del personal de la 
organización como de los usuarios externos: encuestas, paneles 
representativos, jurados ciudadanos, estudios Delphi, focus groups, 
procedimientos de quejas y sugerencias con respuestas temporalmente 
programadas, etc. 
El enfoque transversal, en segundo lugar, afecta tanto a la identificación y 
la definición de los problemas como a la coordinación operativa que reclama su 
solución. Los problemas suelen ser interdependientes y abarcar diferentes 
ámbitos, lo que hace que los actores afectados y/o interesados sean diversos 
en cuanto a sus preferencias y capacidades de influencia. De ahí la necesidad 
de definir filtros a la participación de quién, en qué, y a efectos de qué. La 
configuración de redes de actores alrededor de una política pública es 
resultado de un proceso de selección o filtro que puede o no ser controlado por 
la administración pública. 
El contexto participativo que se dibuja no sólo incluye a ciudadanos que 
expresan sus necesidades y preferencias, sino también agentes externos 
económica y socialmente activos que reclaman un rol en la provisión de 
servicios públicos. En este marco, son necesarios instrumentos que habiliten a 
la administración a garantizar la gobernabilidad de la red de actores que 
pasarán a configurarse como agentes colaboradores. Entre estos agentes y la 
administración se establecen relaciones de dependencia mutua, ya que cada 
uno controla recursos complementarios, sin cuya cooperación no es posible la 
implementación de las políticas públicas. Por ello, la administración debe 
aprender a utilizar nuevas formas de negociación y gestión externa que le 
permitan controlar en última instancia el sistema de incentivos. 
3. Conclusiones 
En este capítulo hemos intentado argumentar, a través de una mezcla de 
razonamientos intuitivos y académicos, que la democratización de la 
administración pública es a la vez necesaria y pertinente. Necesaria para 
superar algunos de los límites de un modelo, como el actual, donde la 
separación entre el mundo de la política -democrática- y el mundo de la 
administración -profesional- es falaz, pues no refleja lo que ocurre en la 
realidad, y distorsionador, ya que nos obliga a la renuncia ante algunos 
problemas endémicos tanto en el funcionamiento de la democracia como de la 
propia administración. Y pertinente porque permite, precisamente, abordar 
estas dificultades y, tal como hemos defendido en las páginas anteriores, 
mejorar la dinámica democrática, la eficiencia y la eficacia administrativa, y los 
rendimientos institucionales. 
Estos argumentos no significan, sin embargo, que la democratización de la 
administración sea un sustituto de la democratización de la política. Se trata de 
un complemento que puede permitirnos un salto hacia delante, pero que no 
debemos interpretar como un ataque a la línea de flotación de las democracias 
representativas. Este salto, creemos, nos permite profundizar en la dimensión 
participativa de la democracia, ya que favorece la implicación de los 
ciudadanos en aquellas decisiones que les afectan directa y personalmente, al 
tiempo que incrementa la sana necesidad de la administración de rendir 
cuentas ante ellos. La necesaria articulación entre la democratización de la 
política y la democratización de la administración es un asunto crucial que no 
hemos abordado en este trabajo. 
A lo que sí hemos hecho alguna referencia es al cómo democratizar la 
administración. Aunque los resultados se nos antojan excesivamente 
preliminares, hemos mencionado la necesidad de democratizar tanto las 
relaciones internas como las externas de la administración. Las primeras se 
articulan a través de la horizontalización de las estructuras orgánicas, cambios 
en la cultura organizativa y rediseños en la gestión de procesos; mientras que 
las segundas se centran en las posibilidades de establecer mecanismos de 
diálogo con los agentes del entorno organizativo. 
En definitiva, con los argumentos presentados en este capítulo intentamos 
ilustrar una tendencia de fondo que nos parece crucial para entender el futuro 
de las democracias capitalistas occidentales. Desde la teoría política se ha 
intentado responder, entre otros, a dos grandes interrogantes: ¿quién manda y 
bajo qué forma de gobierno? El siglo XIX vio cómo se imponían las fórmulas 
democráticas, aunque bajo el control de una elite empresarial que asumía, de 
forma más o menos altruista, la gestión de los asuntos públicos. Eran éstos, los 
empresarios capitalistas, los que mandaban; mientras que el conjunto de la 
población empezaba a participar de forma más o menos amplia en procesos 
electorales. Durante el siglo XX hemos universalizado la participación electoral 
y consolidado un modelo representativo de democracia. Al mismo tiempo, 
hemos visto cómo los profesionales - tanto de la política como de la 
administración- desbancaban a los empresarios en las tareas de dirección 
social. En realidad, algunos autores han interpretado el afamado Estado del 
bienestar como un pacto entre estos profesionales y el conjunto de la 
población: los ciudadanos se comprometen a una participación débil-centrada 
en el momento electoral- y, como contrapartida a su «pasividad», reciben de 
los profesionales un volumen creciente de recursos en condiciones de máxima 
eficiencia. Creemos que el siglo XXI nos deparará un nuevo escenario, donde 
el pacto se redefinirá en el sentido de que el binomio participación/servicios 
eficientes ya no se observará como un intercambio entre factoresexcluyentes 
sino como una cooperación entre elementos que se refuerzan. La capacidad de 
mando se trasladaría efectivamente a la sociedad, mientras que las formas de 
gobierno incorporan elementos de negociación y diálogo. Es en este escenario 
donde la democratización de la administración adquiere sentido. 
 
 
 
 
 
 
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http://www.clad.org.ve/
NOTAS ELECTRÓNICAS UD 1 (MODULO 5) 
 
 
1. (Nota Electrónica) Los autores del texto forman parte del Equip d'Anàlisi Política, Universitat 
Autònoma de Barcelona. 
 
2. (Nota Electrónica) En este contexto teórico, la conceptualización que se propone para la 
definición del concepto de gestión, se disocia en dos elementos teóricos tradicionalemente 
separados en la idea de gestión de lo público y la noción de gestión administrativa, 
entendiendo la primera como un sistema de instituciones y relaciones que utilizan la 
presupuestación, el ámbito normativo, la negociación, etc. y en el que se interrelacionan tanto 
actores institucionales, gubernamentales y no gubernamentales. Por otra parte, la gestión 
administrativa define a las técnicas y herramientas utilizadas por los actores públicos en la 
ordenación y funcionamiento cotidiano de la administración pública. 
 
3. (Nota Electrónica) El enfoque economicista en el análisis de la representación electoral es 
representado principalmente por la Teoría de la Elección Racional, según la cual la selección 
de una opción electoral responde al grado de satisfacción de intereses ofertado por cada una 
de las propuestas electorales, en relación a las necesidades individuales del elector. 
 
4. (Nota Electrónica) En relación con la conceptualización referenciada en la nota 2, la 
participación ciudadana en términos de responsabilidad social, podría ser el siguiente: 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
5. (Nota Electrónica) En este sentido, parece interesante considerar la relación entre conceptos 
como eficacia, eficiencia, legitimidad y participación ciudadana, como elementos básicos del 
análisis que se plantea. 
 
6. (Nota Electrónica) El análisis del concepto de representatividad en el ámbito político 
electoral, viene marcado por diferentes tópicos en ocasiones contradictorios si tenemos en 
cuenta el creciente abstencionismo electoral (EE.UU. se presenta como el paradigma del 
sistema democrático con uno de los menores grados de participación electoral) o la enquistada 
fractura entre los conceptos de mandato imperativo (por el que los representantes asumen la 
obligación de cumplir el mandato para el que le asignó la población) y el mandato 
representativo institucionalizado por la democracia liberal, por el cual el representante político 
actúa basado en la discrecionalidad, el campo que abre la posible puesta en marcha del 
programa electoral propuesto y los intereses de su partido. En otro sentido, el concepto de 
Gestión de lo público Gestión administrativa 
Representantes 
políticos 
Instituciones 
Técnicos 
Partidos políticos 
Entidades privadas 
Entidades sociales 
Ciudadanía 
 Actores 
Representantes poder 
ejecutivo 
Instituciones 
Servidores públicos 
Sindicatos 
representatividad debe redefinirse si entendemos que la suma de intereses individuales no 
tiene por qué coincidir ni responder a los intereses colectivos. 
 
7. (Nota Electrónica) A su vez, son los actores que más información cotidiana tienen sobre las 
necesidades de su comunidad y en determinados momentos

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