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¿UNA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA DEMOCRÁTICA? Joaquim BRUGUÉ y Quim GALLEGO En FONT, J.1 (coord.) Ciudadanos y decisiones públicas. Ariel Ciencia Política. Barcelona, 2001. 1. ¿Por qué democratizar la administración? 1.1. Democratizar la administración para mejorar la democracia 1.1.1. De la política a las políticas 1.1.2. De la universalidad a la red 1.2. Democratizar la administración para mejorar la eficiencia y la eficacia 1.3. Democratizar la administración para mejorar el rendimiento institucional 2. ¿Cómo democratizar la administración? 2.1. Transformaciones en las relaciones internas 2.2. Transformaciones en las relaciones con el exterior 3. Conclusiones Referirse a la administración pública como un espacio de regeneración democrática puede parecer sorprendente. Durante décadas, la administración pública se ha definido como el ámbito de la racionalidad, la profesionalidad, la neutralidad o la especialización; conceptos, todos ellos, referidos a la ejecución de tareas, pero nunca a la más o menos democrática determinación o priorización de las mismas. La administración pública, utilizando otros términos, es un instrumento, una máquina que debe funcionar correctamente pero a la que es inútil preguntar qué pretende. Las máquinas ni piensan ni hablan, sólo trabajan. Incluso más, se desconfía de una máquina que pudiera pensar, pues supondría una violación del principio de decisión popular que caracteriza nuestras sociedades democráticas. La democracia, en cambio, no se fija en cómo hacer las cosas sino en qué es lo que hay que hacer; se refiere a la expresión de una finalidad pública a partir de la articulación de las preferencias manifestadas por los miembros que forman una colectividad. La democracia, por lo tanto, se despreocupa de los medios y se concentra en los objetivos. Objetivos que una máquina, adecuadamente puesta a punto por los técnicos pertinentes, deberá ejecutar. Los mundos de la administración y de la democracia, en definitiva, se nos presentan como las dos caras de una misma moneda: ser cara y cruz a la vez es imposible, mientras que no se puede ser cara sin cruz, ni cruz sin cara2. Desde estos planteamientos tradicionales, reclamar una administración pública democrática puede parecer de una audacia parecida a la de pretender encontrar una moneda con las dos caras en el mismo lado. Esta audacia se encuentra en algunos trabajos académicos recientes, aunque su capacidad para trasladarse a la realidad es todavía poco convincente. En el trabajo que tienen entre sus manos pretendemos avanzar en esta dirección, retomando las reflexiones ya existentes y aportando nuestro pequeño grano de arena. El texto se organiza a través de lo que hemos considerado una secuencia lógica para, en primer lugar, demostrar no sólo la posibilidad sino también la necesidad de situar la administración y la democracia en el mismo lado de la moneda -¿por qué democratizar la administración pública?- y, en segundo lugar, mostrar las consecuencias que un proceso de democratización tiene para la administración pública -¿cómo democratizar la administración pública? 1. ¿Por qué democratizar la administración? Empezando por el concepto de democracia, algunos autores han subrayado los límites de la democracia representativa a partir de las dificultades de un modelo circular -«the loop model of democracy» (Fox y Miller, 1995). Desde esta perspectiva, la democracia representativa clásica se interpreta como un proceso que empieza y acaba en unos ciudadanos capaces tanto de escoger racionalmente entre candidaturas políticas con ofertas en competencia, como de vigilar sus actuaciones y valorar si merecen o no la renovación de su confianza3. Este proceso, según los mismos autores, opera a través de 6 etapas: 1. Los ciudadanos identifican conscientemente aquello que desean o necesitan. 2. Las candidaturas competitivas - empresarios políticos- ofrecen paquetes de medidas con la promesa de, a partir de métodos diferentes, satisfacer las demandas de los ciudadanos. 3. Los ciudadanos eligen a sus representantes votando al paquete de medidas que mejor se adapta a sus preferencias. 4. La candidatura vencedora legisla en función de la elección popular. 5. Los ciudadanos vigilan las actuaciones legislativas del gobierno y valoran su corrección o incorrección. 6. Los ciudadanos, transcurrido un plazo de tiempo razonable para contrastar la acción de gobierno, vuelven a votar; castigando o premiando a sus representantes. En este modelo circular, la administración no aparece para nada. Se deduce, en cambio, una posición de subordinación: la administración ha de estar situada bajo el estricto control de una jerarquía que garantice su neutralidad y sometimiento a la voluntad de unos políticos electos y, por la tanto, democráticamente legitimados. La administración no puede hacer otra cosa que obedecer maquinalmente las órdenes políticas y aceptar un control que evite cualquier desviación y, de este modo, asegure la no-interferencia en el proceso democrático. Democratizar la administración, desde este punto de vista, es una propuesta contradictoria, pues la democracia exige una administración no democrática. Ser dictador con la administración significa aislarla del debate político y de la relación con los ciudadanos; marginarla para que no interfiera en el juego democrático que se produce entre gobernantes - políticos- y gobernados – ciudadanos -. En la administración no hay cabida ni para políticos ni para ciudadanos, sólo para profesionales4. Sin embargo, el modelo circular de democracia no es más que eso, un modelo. Un modelo, además, que según la mayoría de los analistas hace aguas por los cuatro costados. No entraremos ahora en el debate, pero simplemente enunciando las dudas sobre la racionalidad individual, la capacidad de los ciudadanos para identificar sus necesidades y conocer las propuestas de los empresarios políticos, o la existencia de una vigilancia mínimamente efectiva sobre la acción de gobierno, ya podemos empezar a plantearnos las consecuencias de un modelo que probablemente sea más una ilusión que una referencia a la realidad. Si la democracia representativa no logra articular correctamente el juego entre políticos y ciudadanos, ¿qué sentido tiene continuar siendo un dictador con la administración? ¿Por qué debe ésta quedar marginada de la democracia cuando el argumento para su neutralidad no se sostiene? Si las directrices políticas no son capaces de reflejar, a través de sus representantes, las demandas ciudadanas, ¿cómo podemos justificar la estructura jerárquica y la vocación autoritaria sobre la administración pública? La legitimidad de un sistema de autoridad pública es la capacidad para engendrar y mantener la creencia de qué es lo más adecuado. En un sistema de democracia representativa, la legitimidad de la administración pública depende de la legitimidad del sistema político. El principio de separación entre política y administración implica que la esfera política define y acota la legitimidad con que la administración puede actuar. Sin embargo, la expansión de las funciones del Estado ha llevado a que aumenten las necesidades de legitimación del sistema político, de tal manera que su legitimidad y estabilidad han pasado a depender, en gran parte, de la legitimidad de la administración. Ésta debe ahora legitimarse ante el sistema político mediante su rendimiento, es decir, mediante su capacidad de desempeñar esas nuevas funciones. Al hacerlo, legitima al propio sistema político. Sin embargo, demostrar que la administración pública no tiene por que ser no democrática no significa que ésta tenga que ser democrática. A continuación intentaremos justificar la necesidad de democratizarla, aduciendo tres tipos de razones: porque mejora a la propia democracia, porqueaumenta la eficiencia y la eficacia administrativa, y porque mejora el rendimiento institucional a través de la potenciación del capital social5. 1.1. DEMOCRATIZAR LA ADMINISTRACIÓN PARA MEJORAR LA DEMOCRACIA Durante la última década hemos sido testigos de experiencias diversas de innovación democrática (Font, 1997; Merino, 1997; Subirats, 1997), de participación de la sociedad civil en la producción de servicios (Johnson, 1990) o de la aplicación de nuevas tecnologías a la profundización democrática (Budge, 1996; Tsagarousianou et al., 1998). Los resultados de estas múltiples experiencias, sin embargo, no son alentadores. En algunos casos, parece que no vamos más allá de meras declaraciones de intenciones; en otros, su elevado coste aconseja un uso muy selectivo de los mecanismos participativos y, en la mayoría de as ocasiones, las mejoras no logran trasladarse del ámbito de la información al de la deliberación y, aún menos, al de la decisión. En opinión de los ya citados Fox y Miller, para entender las dificultades del presente y valorar las posibilidades del futuro es imprescindible distinguir entre tres formas de articular la participación ciudadana: a través de la clase magistral -few talk-, del parloteo -many talk- y del diálogo -some talk-. i. Por clase magistral entendemos aquella situación en la que existe un discurso dominado y manipulado por una elite y donde, en el mejor de los casos, los instrumentos de participación ciudadana se diseñan a partir de la apatía, la poca accesibilidad o la incapacidad para incorporar opiniones externas. El discurso, como en buena parte de las clases que se imparten en la universidad, se convierte en un monólogo. El profesor se declara abierto a la participación; aunque en la práctica, sin descender ni un momento de la tarima y desplegando una oratoria sofisticada y a menudo intimidatoria, la corta de raíz. Al finalizar el curso, el profesor maldice la apatía de sus alumnos y distribuye un formulario para conocer una opinión que, en el mejor de los casos, le merece poco respeto. ii. El parloteo define la situación opuesta. Ahora todo el mundo habla, las expresiones se multiplican anárquicamente y nadie es capaz de canalizarlas para obtener un resultado concreto. No existe ni diálogo ni conclusión, se habla por hablar. Éste suele ser el resultado de la participación a través de redes informáticas o, recuperando el símil universitario, de aquellos seminarios improvisados donde, sin referentes previos en trabajos de grupos o lecturas seleccionadas, el profesor lanza un tema polémico a los alumnos para que éstos improvisen sobre la marcha. El ejercicio suele parecer más una terapia que un debate y, como consecuencia, el resultado es caótico. El parloteo acaba generando un rumor de frases solapadas y no identificadas que imposibilita la discusión. iii. El diálogo, en cambio, implica una conversación estructurada a partir de espacios de conflicto específicos y de la participación de actores informados e interesados -policy networks-. El diálogo focaliza la atención de los participantes en un abanico limitado de asuntos, clarifica la posición de cada uno de ellos y, a través de escuchar y rebatir, se compromete a alcanzar conclusiones operativas. Recuperando nuestro ejemplo, algunos profesores plantean sesiones donde los alumnos se informan de determinados temas, adoptan roles específicos al respecto y diseñan estrategias de debate y negociación para maximizar su capacidad de influencia en el resultado final de la discusión. Estos planteamientos, que se pueden materializar a través de múltiples fórmulas, favorecen una participación del alumno que no únicamente es más rica en sus contenidos, sino que también es didácticamente más eficaz. Siendo consecuentes con la clasificación anterior, asumimos que la participación articulada a través del monólogo o del parloteo es débil y nos conduce a una vía muerta en el trayecto hacia la regeneración democrática, mientras que el diálogo favorece una participación fuerte y capaz de impulsar la democracia. La participación democrática en este sentido se articula a través de mecanismos que intentan combinar información, deliberación y capacidad de intervención de los ciudadanos en los procesos de decisión. Situados en este terreno, el papel de la administración resulta crucial, ya que ofrece el espacio donde, para una red limitada de actores, los conflictos se hacen a la vez comprensibles y resolubles. La participación en la administración es la participación a partir de intereses y valores lo suficientemente concretos y comprensibles como para generar opiniones y diálogos; a la vez que es la participación que puede desembocar en conclusiones concretas o, en otros términos, en capacidades reales de influir en las decisiones: el viejo tabú de la participación. La participación-diálogo, por lo tanto, puede materializarse en el espacio administrativo y, de este modo, la democratización de la administración contribuye a la mejora de la democracia. Sin embargo, para que esto pueda suceder se deben dar dos condiciones: la participación democrática ha de desplazarse, en primer lugar, de la política a las políticas y, en segundo lugar, de la universalidad a la red. La política y el voto universal se encuentran en los Parlamentos, mientras que la administración es el espacio de las políticas y de la red. . 1.1.1. De la política a las políticas La administración se ha mantenido alejada de la política democrática porque se supone que no debe tomar las grandes decisiones que afectan a las opciones políticas dominantes en cada momento. En una sociedad democrática, estas opciones se construyen a partir del voto de los ciudadanos y sería una perversión inadmisible que los administradores pudieran distorsionarlas. Sin embargo, sería fácil acordar que el voto sobre las grandes opciones políticas presenta serias limitaciones. Por un lado, no está claro que todos sepamos discriminar entre opciones alternativas cuando votamos, ni que entendamos qué significan cada una de ellas. Tampoco podemos saber ni cómo estas opciones nos afectan, ni cómo se van a concretar en medidas legislativas o administrativas, ni cómo controlaremos que efectivamente las promesas se lleven a término. De hecho, la participación en una democracia representativa obliga a los ciudadanos a realizar un ejercicio de abstracción para el que prácticamente ninguno de nosotros estamos preparados. Es evidente que en este ejercicio de abstracción la administración no tiene nada que decir. Pero también es evidente que la administración tiene un papel crucial en la concreción de las grandes opciones políticas: son estas concreciones las que pueden entender los ciudadanos y, por lo tanto, sobre las que tienen conocimientos, opiniones y prioridades. Así pues, cuando la opción política se transforma en políticas concretas aparece la oportunidad para una participación ciudadana efectiva. El diálogo se produce cuando sabemos de qué estamos hablando y esto no sucede en la abstracción de la política sino en la concreción de las políticas. En definitiva, la democratización de la administración mejora la democracia porque permite completar la participación en la política con la participación en las políticas. 1.1.2. De la universalidad a la red Continuando con la argumentación anterior, el nivel de concreción de las políticas comporta que no todos los ciudadanos estén igualmente afectados por las mismas y, consecuentemente, que no todos se muestren interesados en participar. Una política destinada a mejorar el acceso a una ciudad congestionada preocupará a quienes viven y trabajan en lugares distintos del territorio metropolitano, pero tendrá poco interés para un tendero que vive encima de su comercio y ni tan siquiera se ha preocupado de obtener el permisode conducir. Esperar que todos ellos participen en un debate sobre su elaboración es mucho esperar, pues probablemente el tendero prefiera perder una mañana tomando el vermut con los amigos antes que dedicarla a informarse sobre un tema que no le preocupa, a discutir con personas que no conoce ya participar en decisiones que no le afectan. Podríamos suponer, por lo tanto, que en esta política no van a participar todos los ciudadanos, sino tan sólo aquellos que manifiesten su interés en hacerlo. Es cierto, sin embargo, que el tendero también se verá afectado por la decisión, aunque sea indirectamente. Por ejemplo, podríamos suponer que la inversión que se dedicará a mejorar los accesos va a impedir que los responsables públicos municipales dediquen una partida presupuestaria a créditos subvencionados para mejoras en los comercios locales. Todo tiene que ver con todo y, en realidad, es este razonamiento simple el que explica la negativa de la democracia representativa a aceptar cualquier mecanismo de participación que no se dirija explícitamente a todos los ciudadanos. En caso contrario, el proceso participativo queda deslegitimado, no sirve, es una perversión inaceptable6. La alternativa es el voto universal, aunque una creciente proporción de ciudadanos no lo ejerza y los demás - aunque sea duro decirlo- a menudo no saben muy bien que están haciendo. Ante esta realidad, la expectativa de una participación limitada pero efectiva no nos parece tan mala idea. Además, la participación como diálogo exige este tipo de limitación. Un diálogo entre millones de personas es simplemente absurdo, del mismo modo que lo es pensar que una persona es capaz de dialogar sobre cualquier tema. El diálogo sólo puede producirse entre un número limitado de personas que disponen de un mínimo de información e interés para hacerlo. En términos académicos, nos referimos al grupo de personas que desean tomar parte como una red: un conjunto de actores que, para cada política concreta, están interesados y dispuestos a participar. Entre ellos pueden dialogar y, por lo tanto, afirmamos que la democratización de la administración mejora la democracia porque permite completar y superar algunos de los límites de la participación universal con las formulas más focalizadas y especializadas de participación en la red. 1.2. DEMOCRATIZAR LA ADMINISTRACIÓN PARA MEJORAR LA EFICIENCIA Y LA EFICACIA Tal como apuntábamos en la introducción, la estrecha relación entre administración pública y neutralidad técnica es uno de los principios más solventes y aceptados por los científicos sociales contemporáneos. La principal justificación de este principio radica en la capacidad de la técnica para lograr que la administración maximize su eficiencia operativa. Es decir, la máquina administrativa ha de estar a punto para funcionar a pleno rendimiento. Utilizar la capacitación técnica como principal recurso para generar eficiencia comporta, por definición, exclusión: nadie sin las habilidades y los conocimientos especializados merece ser escuchado, Incluso más, la propia eficiencia exige la exclusión de todos aquellos que no son profesionales preparados, pues su participación - desde la falta de entendimiento- provocaría distorsiones e inútiles pérdidas de tiempo. La expresión «y usted que sabe...» podría resumirnos la actitud de unas organizaciones que persiguen su pleno rendimiento a partir del «.., si yo soy un profesional que además se pasa todo el día tratando estos temas». Esta actitud de profesionalismo excluyente ha sido un principio organizativo central tanto para la administración pública como para el sector empresarial. Su dominio, sin embargo, empieza a ser contestado. En el ámbito empresarial los retos se manifiestan desde diferentes flancos, aunque el término «capitalismo incluyente»1 puede sernos de utilidad para resumir los principales argumentos de aquello: que ponen en duda la necesidad de relacionar eficiencia con exclusión. Según diversos autores (Kelly, Kelly y Gamble, 1997), la idea de «capitalismo incluyente» Se emplea, precisamente, para destacar la necesidad de canalizar la participación como instrumento para mejorar el rendimiento del sistema económico. En su formulación más simple consiste en la aplicación de los principios democráticos a ámbito económico. Se concreta en diferentes fórmulas que permiten dotar de capacidad para influir y controlar las decisiones empresariales a todos aquellos con intereses que pueden resultar afectados por las mismas. Estos intereses no se limitan únicamente a los que tienen los propietarios y los gerentes, sino que se amplían hasta alcanzar a los trabajadores, a los residentes del municipio donde se ubica la empresa, a los consumidores de sus productos, a sus proveedores, etc. Los stakeholders, por lo tanto, son todos aquellos que pueden verse afectados por las decisiones de una organización y los que, en consecuencia, deben ser tomados en consideración - deben ser incluidos- en sus procesos decisionales7. Esta multiplicidad de intereses, tal como sugiere Hirst ( 1997), debe incorporarse al gobierno de la empresa, debe ser protegida legalmente y debe quedar garantizada a través de negociaciones y cooperaciones voluntarias. En opinión de Hirst, parece apropiado utilizar la palabra «debe», puesto que sin la incorporación efectiva de estos intereses, cualquier organización sufrirá, por un lado, una crisis de legitimación y, por otro lado, una pérdida de eficiencia. Canalizar la participación de los interesados no es simplemente una voluntad más o menos altruista, sino una necesidad funcional de las grandes organizaciones actuales. Una organización inclusiva obtiene niveles de 1 Se trata de una traducción libre de la expresión stakeholder capitalism. Literalmente sería más correcto hablar de «capitalismo de los involucrados» o «capitalismo de los que tienen algún interés»; sin embargo, tanto por razones de elegancia terminológica como de adecuación al desarrollo conceptual del texto, hemos optado por utilizar la expresión «capitalismo incluyente». aceptación y legitimación más elevados, pero también mejora su rendimiento. Pero ¿cómo podemos argumentar estas afirmaciones? Para empezar, parece razonable afirmar que la inclusión de todos aquellos con intereses en un determinado asunto facilita el proceso decisional y al mismo tiempo, reduce las resistencias externas que cualquier actividad pública puede eventualmente generar. Estas ventajas se deducen de la capacidad de las organizaciones inclusivas para generar legitimidad (Clarke y Newman, 1997). La legitimidad del proceso decisional es crucial en la medida que genera colaboracion externa y colaboracion interna. Actualmente, ya nadie pone en duda que la administración no puede actuar en solitario. La tradicional vocación monopolista de la administración ha dejado paso a una creciente voluntad de delegar, externalizar o compartir actividades con el conjunto de actores de la sociedad civil. Las limitaciones económicas han propiciado esta novedosa actitud, ya que pueden representar un ahorro importante. Pero no únicamente la crisis fiscal ha favorecido esta situación, también la creciente sofisticación de los servicios públicos reclama de unos prestadores más cercanos las demandas de los consumidores. Parece evidente que si en las Olimpiadas de Barcelona, en lugar de utilizar a los voluntarios se hubiera contratado a miles de nuevos funcionarios, los costes se habrían disparado. También parece claro que para organizar las actividades extraescolares de determinado colegio puede ser más adecuado delegarlas a una asociación de padres que estandarizarlas desde una prestación funcionarial. Estas ideas han sido ampliamente tratadas en la literatura, generando nuevos términos comogobierno habilitador (Gyford,1991) o administración capacitadora (Osborne y Gaebler, 1992). Aquí quisiéramos tan sólo destacar que la colaboración externa incide en la eficiencia de la actuación administrativa. Por un lado, porque permite contar con actores que a través de la presión de la competencia, pueden aumentar la eficiencia. En este sentido, aunque aceptando que los resultados son variables y dependen del tipo de servicio que nos ocupe, Donahue (1991: 14) se refiere al «tipo de comportamiento agresivo que la teoría consagra como virtud cardinal de la empresa competitiva». Por otro lado, la eficiencia puede ser el resultado de la ausencia de resistencias o, en otras palabras, de la capacidad de generar complicidades con todos aquellos que pueden favorecer o entorpecer una actividad. Por ejemplo, si diseñamos una política cultural en oposición a los principales actores culturales es probable que su implementación sea ineficiente, pues se enfrentará a una notable capacidad de boicoteo. No se trata de hacer la política que nos dicten los artistas, pero es seguro que lograr su involucración facilitará el éxito de la misma. Así pues, no nos referimos únicamente a que la administración incorpore prestadores externos sino también a la necesidad de consensuar con el exterior actitudes de colaboración. Actitudes que sólo conseguiremos si articulamos mecanismos de participación. Sin esta participación perderemos eficiencia, ya que es muy difícil imponerse a una realidad hostil. Al contrario, el consenso logrado a través de la participación favorecerá la eficiencia en tanto que el compromiso suavizará cualquier dificultad que aparezca en el camino8. En definitiva, la democratización de la administración mejora la eficiencia porque al pasar de una posición de aislamiento a una vocación de consenso reduce las resistencias del entorno. Además, en este nuevo contexto «democratizado», los recursos que antes debían dedicarse a reducir resistencias externas pueden liberarse y canalizarse hacia usos más relevantes para las funciones de la administración. Es decir, la administración no sólo podrá concentrarse en ser más eficiente - produciendo a un coste unitario menor - sino también en ser más eficaz - consiguiendo los objetivos que le han sido asignados en la producción de determinados outputs o resultados -. La democratización de la administración mejorará la eficacia porque los outputs a alcanzar habrán sido consensuados con los actores afectados y/o interesados en ellos. Aún podemos dar un paso más: la democratización de la administración pública no sólo favorece su rendimiento a partir de las ventajas de la inclusión, sino también a través de una segunda idea - de carácter más interno- que resumimos como paso de la jerarquía a la interactividad. Es decir, facilitar el diálogo horizontal en el interior de la propia organización es una forma de potenciar la democracia interna y de, indirectamente, mejorar los rendimientos administrativos. Las pérdidas de eficiencia de la administración pública tradicional, tal como expone acertadamente Heckscher (1994), no se deben a inadecuaciones del diseño institucional sino a un defecto inherente del modelo: la segmentación de responsabilidades. Esta segmentación es a la vez la base de la eficiencia burocrática y su barrera más infranqueable. El muro de la segmentación se construye sobre la incapacidad de los miembros de la organización para salir de su pequeño reino funcional, de coordinarse con sus compañeros de trabajo, de entender el destino compartido y la finalidad de la institución. Si aceptamos esta premisa, la democratización de la administración puede favorecer su eficiencia en tanto que, utilizando los términos de Heckscher, permite «construir una organización donde todos sus miembros asumen la responsabilidad del éxito del conjunto» y no de su pequeña parcela de especialización. Para ello, el primer objetivo se concreta en crear un sistema donde las personas se relacionen en función de los problemas y no de las estructuras. Hay que instrumentalizar, en definitiva, una organización interactiva que utilice el diálogo entre las partes como la fuente para alcanzar consensos y mejorar sus rendimientos. La interacción y el diálogo permiten la aparición de lo que, en el ámbito privado, se conoce como la «empresa creadora de conocimiento» (Nonaka y Takeuchi, 1994). Así pues, la participación de los trabajadores - esta suerte de democracia interna de las organizaciones- es crucial como mecanismo generador y difusor de conocimientos. En un mundo donde estos conocimientos son cada vez más la clave del éxito, se justifica el paso del tradicional y asentado binomio profesionalidad-eficiencia al más novedoso democracia-eficiencia. Así pues, democratizar la administración mejora la eficiencia y la eficacia al pasar de una organización jerárquica a una interactiva. 1.3. DEMOCRATIZAR LA ADMINISTRACIÓN PARA MEJORAR EL RENDIMIENTO INSTITUCIONAL El rendimiento institucional se ha definido como la capacidad de las instituciones públicas de dar respuestas a las necesidades sociales y de ser efectiva en sus actuaciones, esto es, en sus interacciones con la sociedad. Estas interacciones implican procesos de toma de decisiones a través de acuerdos y la consecución de objetivos a través de intervenciones directas o indirectas. El rendimiento institucional se ha considerado una variable que puede ser dependiente e independiente al mismo tiempo. Es decir, las condiciones socioeconómicas y sociopolíticas condicionan el rendimiento institucional5- enfoque de cultura política -, pero tales condiciones son a su vez resultado de la intervención de las instituciones- enfoque institucional- en una suerte de efecto circular de influencias recíprocas (Tarrow, 1996). En esta dirección, se ha acuñado el concepto de capital social para referirse a las características de una sociedad capaz de promover la eficiencia social al facilitar las acciones coordinadas. Sus principales facetas son la confianza, que facilita la cooperación necesaria para la coordinación; la reciprocidad generalizada, que facilita la resolución de problemas de acción colectiva; y las redes de compromiso cívico, representadas por el asociacionismo voluntario. Numerosas investigaciones muestran que la participación de los ciudadanos en los procesos de elaboración, implementación y evaluación de las políticas públicas puede contribuir a la creación de capital social. Así, la articulación de diferentes mecanismos de participación e implicación ciudadana en tales procesos puede incidir tanto sobre los componentes estructurales como cognitivos del capital social (Uphoff, 1999). Los primeros hacen referencia a las formas de organización social -roles, reglas, procedimientos, precedentes y redes -, mientras que los segundos nos remiten a procesos mentales - normas, valores, actitudes y creencias orientados a la confianza, la solidaridad, la cooperación y la generosidad -. Tanto unos como otros crean expectativas que contribuyen a la cooperación para obtener beneficios mutuos. Finalmente, la cooperación e interacción entre diferentes grupos e individuos en el ámbito de las políticas públicas favorece el aprendizaje colectivo, ya que el intercambio de argumentos y experiencias puede llegar a hacer compatibles sistemas de creencias que de otra manera mantendrían distanciados a grupos de actores. De este modo, la estructuración de la participación y las negociaciones puede ayudar a crear interacciones de mayor calidad (Sabatier y Jenkins, 1993). Hacer que las instituciones en general, y la administración pública en 5 En esta línea se sitúan los estudios de Putnam ( 1985, 1993) y su equipo, Las conclusiones de sus investigaciones afirman que un alto nivelde capital social facilita un mayor rendimiento institucional, mientras que bajos niveles de capital social lo obstaculizan, independientemente del diseño institucional y de los instrumentos de intervención adoptados9. particular, se abran a la participación ciudadana y sean más democráticas implica convertirlas en arenas de explicitación de problemas, de deliberación y de negociación para la consecución de acuerdos. En este sentido, la administración puede convertirse en un recurso para identificar problemas, definir necesidades, revelar preferencias y consensuar líneas de intervención. Para conseguirlo es necesario crear mecanismos de participación que consigan llegar a los actores potencialmente interesados y/o afectados por determinados problemas y actuaciones. Adicionalmente, este tipo de participación ciudadana lleva a una mayor legitimidad de la administración pública y, por ende, del sistema político. La legitimidad de la administración puede ser institucional o puede derivar de sus rendimientos (Bañón y Carrillo, 1997). La legitimidad institucional se obtiene a través de la adecuación de los comportamientos de la institución a un sistema de valores socialmente aceptados: principio de legalidad, imparcialidad, sometimiento al poder político electo. La legitimidad por rendimientos, en cambio, deriva de los resultados obtenidos en el desempeño de sus funciones, esto es, de que la provisión de bienes y servicios públicos responda a criterios de evaluación de lo público socialmente aceptados: equidad, eficiencia, eficacia, efectividad, calidad. En este punto siguen siendo relevantes el mérito, la profesionalidad y la expertise . En un escenario de gobierno multinivel donde se mezclan las competencias y responsabilidades de las distintas y a menudo solapadas administraciones, la combinación de ambas fuentes de legitimidad es de especial relevancia. Siguiendo otra vez a Bañón y Carrillo, una mayor visibilidad de resultados y una mayor cercanía de la esfera decisional - como es el caso de los gobiernos locales- comportan un nivel de exigencia mayor en la legitimidad por rendimiento y menor en la legitimidad institucional. Al contrario, una menor visibilidad y una mayor lejanía de la esfera decisional - como es el caso de gobiernos estatales e instituciones supraestatales- implican mayor exigencia de legitimidad institucional y menor exigencia de legitimidad por rendimiento. Por ello, la factibilidad de una participación en la línea apuntada es mayor en los niveles de gobierno cercanos al ciudadano. En estos niveles de gobierno, y especialmente en el ámbito local, la posibilidad de redefinir la administración pública como autoridad habilitadora implica no sólo crear espacio para la participación sino también para la rendición de cuentas (Ranson y Stewart, 1994). La rendición de cuentas no debe ser sólo en dirección jerárquica ascendente -de la administración a los representantes políticos-, sino también de dentro afuera -de la administración a los ciudadanos, en el sentido pleno de la palabra-. En este sentido, un sistema de decisión colectiva puede definirse como democrático en función de estar más o menos sujeto al control de todos los miembros de la comunidad considerados como iguales. Control popular e igualdad política son, en definitiva, los principios democráticos clave (Beetham, 1996). Con otras palabras, la efectividad del control y su distribución igualitaria entre individuos y grupos indica hasta qué punto un sistema de gobierno representativo es democrático, es decir, hasta qué punto un gobierno representativo es una democracia representativa. A partir de aquí, consideramos que si una democracia participativa puede redundar en un mayor nivel de rendimiento institucional, podrá también aumentar la legitimidad de la administración pública. Incidir sobre ésta requiere distinguir entre dos dimensiones de la administración: la institucional y la organizativa (Prats, 1995). La dimensión institucional, en primer lugar, hace referencia a las «reglas del juego» formales e informales, así como al sistema de incentivos y constricciones que delimitan quiénes son los principales actores en determinadas arenas, cuál debe ser su comportamiento y cuáles pueden ser sus expectativas. Las instituciones no se diseñan por decreto, sino que forman parte de la cultura cívica y son resultado del aprendizaje social. De hecho, uno de los argumentos más contrastados de la investigación politológica, económica y jurídica destaca que la seguridad jurídica que pueden crear las instituciones redunda en el buen funcionamiento de la economía y de la sociedad (North, 1990). Para ello, se requiere una red compleja de diferentes instituciones que se refuerzan mutuamente, y cuya credibilidad depende de su operacionalización en la correspondiente red de organizaciones que actúan según los valores, principios y normas de funcionamiento. Por otra parte, la dimensión organizativa de la administración pública incluye una vertiente interna y otra externa. La dimensión organizativa interna de la administración pública hace referencia a todos aquellos aspectos organizativos y de funcionamiento que la caracterizan. La dimensión organizativa externa hace referencia a las funciones de las unidades administrativas según el entorno con el que interaccionan y para el que ofrecen sus servicios. La legitimidad de la administración en su dimensión institucional puede depender, en gran medida, del buen funcionamiento de su dimensión organizativa. A continuación veremos cómo la democratización de la administración requiere tener en cuenta todas estas dimensiones. 2. ¿Cómo democratizar la administración? Para que una administración pública ponga en marcha un proceso de diálogo o deliberación se han de producir algunos cambios tanto en sus relaciones internas como en sus relaciones con el exterior. A continuación avanzamos algunas ideas en ambas direcciones. 2.1. TRANSFORMACIONES EN LAS RELACIONES INTERNAS Una organización administrativa tradicional no sólo no está preparada para generar un diálogo interno, sino que su propio diseño lo niega. Las administraciones públicas, a partir de su inspiración weberiana, se caracterizan entre otras cosas por la especialización y la división de funciones. Es precisamente esta especialización y esta división interna la que garantiza su eficiencia, puesto que aseguran tanto la competencia en la ejecución de las distintas actividades como la eficiencia en la distribución de tareas. Sin embargo, el garante de la competencia y la eficiencia administrativa es también uno de los límites inherentes del modelo (Heckscher, 1994), ya que impone una forma de trabajar donde cada empleado se preocupa única y exclusivamente de «lo suyo». Desaparece cualquier posibilidad de coordinación, de aprendizaje mutuo o de colaboración. Incorporar la dimensión del diálogo o la deliberación en el interior de las administraciones públicas significaría, ahora sí, superar el límite fundacional de la burocracia weberiana. Un límite que, tal como hemos justificado en el apartado anterior, conviene superar para mejorar tanto la democracia como la propia eficiencia administrativa. Para ello no existe ninguna receta, pero requiere avanzar en la transformación interna de la administración, al menos en tres; la horizontalización de los organigramas, la renovación de la cultura organizativa y la gestión de procesos. La estructura de la administración pública tradicional se caracteriza por dos rasgos distintivos: la segmentación y la verticalidad. De una parte, la segmentación es el reflejo orgánico de la especialización de funciones, mientras que la jerarquía muestra cómo se reparten y asignan las responsabilidades. Por otra parte, tanto la segmentación como la jerarquía dificultan, cuando no impiden, el diálogo interorganizativo.Formulándolo de forma simple, la segmentación y la jerarquía se encargan de recordar a los miembros de la organización «que se ocupen de sus cosas y no se metan en las de los demás». Por ejemplo, el jefe del negociado de contratación se dedica a redactar los pliegos de condiciones y a organizar los concursos -ésta es su especialización-, así como es responsable de hacerlo con garantías legales y para aquellos servicios que su superior le ha indicado -posición jerárquica y responsabilidad limitada -. En cambio, aun cuando esté gestionando el contrato de un servicio de mantenimiento, no tiene ninguna relación con el responsable de la sección de mantenimiento ni ninguna responsabilidad sobre el éxito del servicio. Parecería lógico que el responsable de mantenimiento tuviera alguna opinión sobre la contratación de un servicio de su competencia, pero las estructuras administrativas tradicionales no lo ven así. Lo perciben como un «meterse en las cosas de los demás» cuando en realidad deberían interpretarlo como un «colaborar en las cosas de todos». Estas ideas de colaboración y de totalidad son las que quedan vetadas por la especialización y la jerarquía, y las que una horizontalización orgánica debería promover. Así pues, entendemos por horizontalización todas aquellas medidas que tienen como objetivo facilitar el diálogo interorganizativo a través de promover: ٠ la colaboración entre diferentes segmentos de la estructura orgánica, y ٠ una visión holística en relación a los objetivos de la organización. Se trata, en definitiva, de algo tan simple como que la organización hable y comparta objetivos. Tan simple, pero tan complejo de llevar a la práctica. En realidad, horizontalizar un organigrama no requiere más que una decisión ejecutiva; que alguien con capacidad para ello decida transformar el organigrama reduciendo su densidad jerárquica, agrupando especializaciones y creando programas o estructuras horizontales en función de criterios varios. Cada una de estas iniciativas contribuye a crear espacios de diálogo y visiones compartidas sobre los objetivos de la organización. Sin embargo, la realidad desmiente esta aparente simplicidad, y la desmiente con rotundidad, pues no se trata únicamente de que no se resuelvan todos los problemas, sino que no parece resolverse ninguno. Es decir, la modificación de los organigramas ni tan siquiera nos acerca lentamente a los objetivos del diálogo interorganizativo. Parecemos viejos árboles con profundas raíces, plantados e imperturbables ante el más fuerte de los vendavales. En este sentido, los estudios empíricos nos permiten observar cómo la presencia de espacios de diálogo no garantiza que éste se produzca. Los reformadores de la administración sufren impotentes esta dificultad, pues de nada les sirve una transformación orgánica que, por decirlo de alguna forma, nadie utiliza. El problema de fondo se puede ejemplarizar como la imposibilidad de obligar a alguien a ser simpático y a buscar temas comunes de conversación con su vecino. A todos nos sorprendería que el vecino antipático del cuarto de repente cambiará su actitud simplemente porque en el reglamento de la comunidad se ha sustituido al presidente de la escalera por una asamblea de propietarios. Lo mismo sucede en nuestra administración: de nada sirve crear un espacio de diálogo si a los empleados públicos no les da la gana hablar. Un decreto puede obligarles a trabajar en un organigrama diferente, pero no puede forzar el cambio en sus actitudes. Puede ser un pequeño estímulo, pero inútil si no viene acompañado de una transformación en su actitud. El vecino hablará con nosotros si se vuelve simpático, independientemente de los reglamentos de la comunidad. En sentido contrario es más difícil, pues parece poco probable que los reglamentos tengan algo más que una muy modesta influencia en la simpatía de nuestro vecino. Estas reflexiones, en definitiva, nos trasladan al ámbito de la cultura organizativa, pues sin su transformación la horizontalización de los organigramas simplemente expresa una buena voluntad con pocas, muy pocas probabilidades de éxito. ¿Cómo se convierte a un antipático en simpático? ¿Cómo se transforman las actitudes de las personas? ¿Cómo se modifican o renuevan las culturas organizativas? Estos tres interrogantes, a pesar de situarse en niveles diferentes, se refieren a asuntos similares. También, como primer denominador común, destacaríamos la dificultad de ofrecer respuestas convincentes a sus planteamientos. Así pues, la renovación de la cultura organizativa se nos presenta como un objetivo a la vez complejo e inaplazable. La ingeniería institucional, las modificaciones orgánicas o las transformaciones estructurales pueden inducir cierta renovación cultural, pero son a todas luces insuficientes si no llegan acompañadas de medidas que se dirijan al propio objeto de la transformación; es decir, a las personas que pueblan las instituciones y los organigramas. Se requieren. en definitiva, políticas dirigidas a los recursos humanos y que, explícitamente, se propongan motivar un cambio en sus actitudes. Simplificando de una forma quizá excesiva podríamos afirmar que la administración pública tradicional ha dedicado más de un siglo a motivar a sus empleados para que no pensaran ni hicieran nada por propia iniciativa. En este marco, los empleados son una pieza más de la maquinaria y, por lo tanto, como tal, ni se equivocan ni aciertan; tan sólo cumplen su misión. Además, quizá más importante, a los tornillos -así podemos considerar a los empleados de una burocracia- ni se les castiga ni se los premia y, en consecuencia, se anula cualquier posibilidad de desarrollar una política de recursos humanos. Para que los empleados públicos hablen y colaboren entre ellos es imprescindible convencerles de que no son piezas; es decir, de que pueden pensar, tomar iniciativas, equivocarse y tener éxitos. Ésta es la idea de fondo que se encuentra en algunas de las técnicas de gestión más recientes, como por ejemplo las adhocracias, los círculos de calidad, los equipos de mejora, las lluvias de ideas o la dirección participativa. Todos estos instrumentos se caracterizan por generar dinámicas de trabajo que centran su atención en los empleados. Se pretende explicarles y demostrarles que ya no se les ve como a tornillos sino como a colaboradores, que se cuenta con ellos, que se valoran sus opiniones, que se aprovechan sus ideas y que no se les prohíbe pensar. Parece obvio, recuperando el hilo del capítulo, que para contar con ellos y escuchar sus opiniones se necesita dejarlos hablar. Estos instrumentos, en definitiva, servirían para que los empleados utilizaran los espacios de diálogo, para que recuperaran las ganas de hablar10. El objetivo de la gestión por procesos es lograr una mayor eficiencia, eficacia y calidad en la producción de outputs. Un factor importante para conseguirlo es la desjerarquización operativa, basada también en la introducción de nuevas tecnologías de la información. La desjerarquización operativa pretende potenciar el rol de los responsables de determinadas tareas para reducir los niveles jerárquicos intermedios que no aportan valor al proceso. Para potenciar la responsabilidad de los niveles operativos se les debe facilitar mayor y mejor información, así como la capacitación necesaria para utilizarla de forma productiva. En este sentido, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación pueden ayudar a reducir trámites que resultan innecesarios debido a la interconexión de bases de datos de diferentes organizaciones. Al mismo tiempo, estas tecnologías son un instrumento para que los empleados de niveles operativos que están en contacto con el usuario puedan tomar decisiones que antes requerían complejos trámites en el interior de la organización. Esto último,en definitiva, conlleva la aceptación de mayores nivel de democracia interna11. Por otro lado, para que el diseño y la implementación de procesos más eficientes y eficaces se traduzcan en una mayor calidad de servicio para el ciudadano es a menudo necesario llevar a cabo reestructuraciones organizativas en forma de «ventanilla única». La creación de ventanillas únicas puede requerir el rediseño de interfases entre diferentes organizaciones públicas en términos de flujos de comunicación, así como la reorganización e integración o fusión de diferentes unidades administrativas, tendiendo siempre a la desjerarquización operativa. El resultado es un único punto de contacto entre ciudadanos y administración pública para diversos trámites. Esto significa que la administración es receptiva a sus demandas y está preparada para informarles de sus derechos, en lugar de solamente facilitarle el cumplimiento de la ley. Aunque sea intuitivamente, este último punto nos conduce al siguiente apartado. 2.2. TRANSFORMACIONES EN LAS RELACIONES CON EL EXTERIOR El diálogo interno necesario para transformar la cultura organizativa ha de completarse con el externo. La administración debe desarrollar mecanismos relacionales para conocer y saberse mover en el entorno para el que trabaja. Al tomar en cuenta sistemáticamente la opinión pública para la formulación e implementación de políticas aumentará el rendimiento institucional de la administración, ya que orientará su actividad a las necesidades sociales. Una aproximación efectiva al entorno debería, desde nuestro punto de vista, ser estratégica y transversal. En primer lugar, la definición de planes estratégicos puede ayudar a mejorar la eficiencia y eficacia de la actuación de la administración. El enfoque estratégico implica la disposición a gestionar tanto el entorno interno - relaciones con otras unidades de la administración- como el externo -relaciones con determinados grupos de ciudadanos o individuos-. Esto requiere la explicitación de valores, misiones, estándares de comportamiento, estrategias y calendarios de actuación, así como la responsabilización por la obtención de resultados en función de objetivos medibles. Para gestionar el entorno es necesario interaccionar con él a través de mecanismos de participación. Éstos pueden incluir diferentes formas de implicación tanto del personal de la organización como de los usuarios externos: encuestas, paneles representativos, jurados ciudadanos, estudios Delphi, focus groups, procedimientos de quejas y sugerencias con respuestas temporalmente programadas, etc. El enfoque transversal, en segundo lugar, afecta tanto a la identificación y la definición de los problemas como a la coordinación operativa que reclama su solución. Los problemas suelen ser interdependientes y abarcar diferentes ámbitos, lo que hace que los actores afectados y/o interesados sean diversos en cuanto a sus preferencias y capacidades de influencia. De ahí la necesidad de definir filtros a la participación de quién, en qué, y a efectos de qué. La configuración de redes de actores alrededor de una política pública es resultado de un proceso de selección o filtro que puede o no ser controlado por la administración pública. El contexto participativo que se dibuja no sólo incluye a ciudadanos que expresan sus necesidades y preferencias, sino también agentes externos económica y socialmente activos que reclaman un rol en la provisión de servicios públicos. En este marco, son necesarios instrumentos que habiliten a la administración a garantizar la gobernabilidad de la red de actores que pasarán a configurarse como agentes colaboradores. Entre estos agentes y la administración se establecen relaciones de dependencia mutua, ya que cada uno controla recursos complementarios, sin cuya cooperación no es posible la implementación de las políticas públicas. Por ello, la administración debe aprender a utilizar nuevas formas de negociación y gestión externa que le permitan controlar en última instancia el sistema de incentivos. 3. Conclusiones En este capítulo hemos intentado argumentar, a través de una mezcla de razonamientos intuitivos y académicos, que la democratización de la administración pública es a la vez necesaria y pertinente. Necesaria para superar algunos de los límites de un modelo, como el actual, donde la separación entre el mundo de la política -democrática- y el mundo de la administración -profesional- es falaz, pues no refleja lo que ocurre en la realidad, y distorsionador, ya que nos obliga a la renuncia ante algunos problemas endémicos tanto en el funcionamiento de la democracia como de la propia administración. Y pertinente porque permite, precisamente, abordar estas dificultades y, tal como hemos defendido en las páginas anteriores, mejorar la dinámica democrática, la eficiencia y la eficacia administrativa, y los rendimientos institucionales. Estos argumentos no significan, sin embargo, que la democratización de la administración sea un sustituto de la democratización de la política. Se trata de un complemento que puede permitirnos un salto hacia delante, pero que no debemos interpretar como un ataque a la línea de flotación de las democracias representativas. Este salto, creemos, nos permite profundizar en la dimensión participativa de la democracia, ya que favorece la implicación de los ciudadanos en aquellas decisiones que les afectan directa y personalmente, al tiempo que incrementa la sana necesidad de la administración de rendir cuentas ante ellos. La necesaria articulación entre la democratización de la política y la democratización de la administración es un asunto crucial que no hemos abordado en este trabajo. A lo que sí hemos hecho alguna referencia es al cómo democratizar la administración. Aunque los resultados se nos antojan excesivamente preliminares, hemos mencionado la necesidad de democratizar tanto las relaciones internas como las externas de la administración. Las primeras se articulan a través de la horizontalización de las estructuras orgánicas, cambios en la cultura organizativa y rediseños en la gestión de procesos; mientras que las segundas se centran en las posibilidades de establecer mecanismos de diálogo con los agentes del entorno organizativo. En definitiva, con los argumentos presentados en este capítulo intentamos ilustrar una tendencia de fondo que nos parece crucial para entender el futuro de las democracias capitalistas occidentales. Desde la teoría política se ha intentado responder, entre otros, a dos grandes interrogantes: ¿quién manda y bajo qué forma de gobierno? El siglo XIX vio cómo se imponían las fórmulas democráticas, aunque bajo el control de una elite empresarial que asumía, de forma más o menos altruista, la gestión de los asuntos públicos. Eran éstos, los empresarios capitalistas, los que mandaban; mientras que el conjunto de la población empezaba a participar de forma más o menos amplia en procesos electorales. Durante el siglo XX hemos universalizado la participación electoral y consolidado un modelo representativo de democracia. Al mismo tiempo, hemos visto cómo los profesionales - tanto de la política como de la administración- desbancaban a los empresarios en las tareas de dirección social. En realidad, algunos autores han interpretado el afamado Estado del bienestar como un pacto entre estos profesionales y el conjunto de la población: los ciudadanos se comprometen a una participación débil-centrada en el momento electoral- y, como contrapartida a su «pasividad», reciben de los profesionales un volumen creciente de recursos en condiciones de máxima eficiencia. Creemos que el siglo XXI nos deparará un nuevo escenario, donde el pacto se redefinirá en el sentido de que el binomio participación/servicios eficientes ya no se observará como un intercambio entre factoresexcluyentes sino como una cooperación entre elementos que se refuerzan. La capacidad de mando se trasladaría efectivamente a la sociedad, mientras que las formas de gobierno incorporan elementos de negociación y diálogo. Es en este escenario donde la democratización de la administración adquiere sentido. BIBLIOGRAFÍA Aarsaether et al. ( 1999): « Neighbourhood councils: municipal instruments or grass-roots movement?» .comunicación presentada en Public participalion and innovations in community governance, Luton. Abers ( 1997): «Inventing local democracy. Neigborhood organizing and participatory policy-making in Porto Alegre, Brazil», tesis doctoral, Los Ángeles, University of California. Abramson, J. B. et al. ( 1988): The electronic Commonwealth: The Impact of New Media Technologies on Democratic Politics, Nueva York, Basic Book. Aguilar. S. ( 1997): El reto del medio ambiente , Alianza Editorial. -( 1998 ): «Las políticas de medio ambiente: entre la complejidad técnica y la relevancia social», en Goma, R. y Subirats, J., op. cit., pp. 249-269. 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(Nota Electrónica) En este contexto teórico, la conceptualización que se propone para la definición del concepto de gestión, se disocia en dos elementos teóricos tradicionalemente separados en la idea de gestión de lo público y la noción de gestión administrativa, entendiendo la primera como un sistema de instituciones y relaciones que utilizan la presupuestación, el ámbito normativo, la negociación, etc. y en el que se interrelacionan tanto actores institucionales, gubernamentales y no gubernamentales. Por otra parte, la gestión administrativa define a las técnicas y herramientas utilizadas por los actores públicos en la ordenación y funcionamiento cotidiano de la administración pública. 3. (Nota Electrónica) El enfoque economicista en el análisis de la representación electoral es representado principalmente por la Teoría de la Elección Racional, según la cual la selección de una opción electoral responde al grado de satisfacción de intereses ofertado por cada una de las propuestas electorales, en relación a las necesidades individuales del elector. 4. (Nota Electrónica) En relación con la conceptualización referenciada en la nota 2, la participación ciudadana en términos de responsabilidad social, podría ser el siguiente: 5. (Nota Electrónica) En este sentido, parece interesante considerar la relación entre conceptos como eficacia, eficiencia, legitimidad y participación ciudadana, como elementos básicos del análisis que se plantea. 6. (Nota Electrónica) El análisis del concepto de representatividad en el ámbito político electoral, viene marcado por diferentes tópicos en ocasiones contradictorios si tenemos en cuenta el creciente abstencionismo electoral (EE.UU. se presenta como el paradigma del sistema democrático con uno de los menores grados de participación electoral) o la enquistada fractura entre los conceptos de mandato imperativo (por el que los representantes asumen la obligación de cumplir el mandato para el que le asignó la población) y el mandato representativo institucionalizado por la democracia liberal, por el cual el representante político actúa basado en la discrecionalidad, el campo que abre la posible puesta en marcha del programa electoral propuesto y los intereses de su partido. En otro sentido, el concepto de Gestión de lo público Gestión administrativa Representantes políticos Instituciones Técnicos Partidos políticos Entidades privadas Entidades sociales Ciudadanía Actores Representantes poder ejecutivo Instituciones Servidores públicos Sindicatos representatividad debe redefinirse si entendemos que la suma de intereses individuales no tiene por qué coincidir ni responder a los intereses colectivos. 7. (Nota Electrónica) A su vez, son los actores que más información cotidiana tienen sobre las necesidades de su comunidad y en determinados momentos
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