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DIONISIO DE HALICARNASO
HISTORIA ANTIGUA 
DE ROMA
LIBROS X, XI Y FRAG M ENTO S 
DE LOS LIBROS X II-X X
TRADUCCIÓN Y NOTAS DE 
ELVIRA JIMÉNEZ Y ESTER SÁNCH EZ
Be
EDITORIAL GREDOS
BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 124
Armauirumque
Nuevo sello
Asesor p a r a la s e c c ió n griega: C a r l o s G a r c í a G u a l .
Según las normas de la B. C . G., las traducciones de este volumen han 
sido revisadas por M ,a L u is a P u e r t a s C a s t a ñ o s .
© EDITORIAL GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 81, Madrid. España, 1988.
Las traducciones y notas han sido llevadas a cabo por E l v ir a J im é n e z (Li­
bros xi-xv) y E ster S á n c h e z (Libros x, xvi-xx).
Depósito Legal: M. 42998-1988.
ISBN 84-249- 1368-X.
Impreso en España. Printed in Spain.
Gráficas Cóndor, S. A ., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1988. — 6239.
LIBRO X
Después de este consulado ', corría la 
Los tribunos Lxxx Olimpiada (459 a. C.) en la que
luchan por la venció Torimbas, un tesalio, en la prueba
igualdad de ^ estadio, era arconte en Atenas Frasi-
derechos
cíes y en Roma fueron nombrados cónsu­
les Publio Volumnio y Servio Sulpicio Camerino. Estos no 
dirigieron ninguna expedición militar ni para tomar ven­
ganza de quienes les habían causado algún daño a ellos 
mismos y a sus aliados, ni para tener salvaguardadas sus 
propiedades. Tomaban precauciones contra los peligros in­
ternos, por temor a que el pueblo se levantara contra el 
Senado y llevara a cabo alguna iniquidad; pues de nuevo 
estaba siendo provocado por los tribunos de la plebe que 
le enseñaban que el mejor régimen político para hombres 
libres es la igualdad de derechos2, y el pueblo pedía que 
se administraran los asuntos privados y los públicos de 
acuerdo con leyes. En esa época todavía no existía entre 
los romanos ni igualdad de derechos ni de libertad de pa­
labra, ni se habían fijado por escrito todas las cuestiones 
relativas a la justicia, sino que antiguamente sus reyes dic-
1 Lucio Lucrecio y Tito Veturio Gémino.
2 La palabra usada por Dionisio es isegoría, que literalmente signifi­
ca «igualdad en el uso de la palabra», pero parece que la emplea en la 
acepción más general de «igualdad de derechos». Otros términos utiliza­
dos en este libro para expresar la misma idea son: isonomía (35, 5) «igual­
dad de leyes» e isotimía (30, 4) «igualdad de privilegios».
8 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
taban justicia a quienes lo solicitaban, y lo decretado por 
ellos eso era ley. Cuando terminó el gobierno de los reyes, 
la facultad de administrar justicia, además de las otras fun­
ciones de los monarcas, recayó sobre ios cónsules anuales, 
y ellos eran los que determinaban lo que era justo para 
quienes litigaban sobre cualquier asunto. La mayoría de 
estas decisiones eran acordes con las costumbres de los ma­
gistrados, designados para este cargo debido a su rango 
social3. De todas formas, unas pocas resoluciones estaban 
recogidas en libros sagrados y tenían fuerza de ley, aunque 
los patricios eran los únicos que las conocían por sus es­
tancias en la ciudad, y en cambio la mayoría de la gente, 
comerciantes y labradores que bajaban a la ciudad muy es­
porádicamente para los mercados, todavía las desconocía. 
El primero que intentó introducir este régimen político 
igualitario fue Cayo Terencio4, que fue tribuno el año an­
terior; pero se vio obligado a dejar el asunto inconcluso, 
debido a que la plebe estaba en los campamentos y los 
cónsules retuvieron sus ejércitos convenientemente en tierra 
enemiga hasta que concluyó el período de su mandato.
Entonces, Aulo Virginio y los demás 
tribunos se hicieron cargo del asunto y 
. , quisieron llevarlo adelante. Pero para queportentos
esto no ocurriera ni se vieran obligados 
a gobernar según unas leyes, los cónsules, 
el Senado y los restantes ciudadanos de mayor influencia 
en la ciudad se dedicaron a maquinar todo tipo de ardides. 
Hubo muchas sesiones del Senado, asambleas continuas y 
toda clase de tentativas entre los magistrados, por lo que 
era evidente para todos que una gran e irreparable desgra-
3 En un estado aristocrático, a los magistrados, por pertenecer a la 
clase superior, se les suponía una virtud innata.
4 T ito Livio (III, 9) da el nombre como C. Terentilio Harsa.
LIBRO X 9
cia iba a caer sobre la ciudad, a consecuencia de este en­
frentamiento. A estas reflexiones humanas se unió también 
el temor a los portentos divinos que sobrevinieron, algunos 
de los cuales no se encontraban conservados ni en los ar­
chivos públicos ni en ningún otro recuerdo. Respecto a 
todos los relámpagos que aparecían en el cielo, resplando­
res de fuego que permanecían sobre un lugar, ruidos de 
la tierra y continuos temblores, apariciones de espectros de 
distintas formas flotando en el aire, sonidos que perturba­
ban la mente de los hombres y todo lo que ocurría de 
igual naturaleza, se descubría que, más o menos, había su­
cedido también alguna vez en el pasado. Sin embargo, un 
portento que desconocían —del que todavía no habían oído 
hablar— y que más les había inquietado fue el siguiente: 
del cielo cayó sobre la tierra una gran nevada que no traía 
nieve sino trozos de carne, unos más grandes y otros más 
pequeños. Muchos de éstos eran atrapados en el aire por 
bandadas de aves de todo tipo que los cogían en sus picos 
mientras volaban; en cambio, los que caían a tierra, tanto 
en la ciudad misma como en los campos, permanecían allí 
tirados durante mucho tiempo sin cambiar de color, como 
trozos de carne que se conservan viejos, sin corromperse 
y sin desprender ningún mal olor. Los adivinos locales eran 
incapaces de interpretar este prodigio; pero en los oráculos 
sibilinos se había encontrado que la ciudad se vería envuel­
ta en un combate por su libertad después de que enemigos 
extranjeros entraran dentro de sus murallas, y que al co­
mienzo de la guerra contra los extranjeros habría una re­
vuelta civil que era preciso que apartaran de la ciudad en 
sus inicios, y alejaran los peligros suplicando a los dioses 
con sacrificios e invocaciones: así serian superiores a sus 
enemigos. Cuando se dio a conocer esto a la multitud, en 
primer lugar quienes desempeñaban esa función ofrecieron
10 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
sacrificios a los dioses tutelares que conjuran los males; 
después, se reunió el Senado en la sala del consejo, estan­
do también presentes los tribunos de la plebe, y trataron 
sobre la seguridad y la salvación de la ciudad.
Pues bien, todos estaban de acuerdo
Los tribunos en poner fin a las mutuas querellas y se-
hacen una -r un ^njCo crjterio en lo relativo a los
propuesta
de ley asuntos publicos, como aconsejaban los
oráculos. Pero el modo de conseguirlo y 
quiénes serían los primeros en ceder ante los otros en el 
punto de fricción para terminar con las disensiones, esto 
no les resultó tarea fácil; pues los cónsules y los dirigentes 
del Senado declaraban que los tribunos de la plebe, al pro­
poner nuevas medidas políticas y pretender abolir la hono­
rable constitución tradicional, eran los responsables de la 
revuelta. Los tribunos, por su parte, decían que ellos no 
pretendían nada injusto ni perjudicial queriendo implantar 
una buena legislación e igualdad de derechos, y añadían 
que los cónsules y los patricios debían ser los culpables de 
la sedición por incrementar la codicia y el desprecio hacia 
las leyes, e imitar las costumbres de los tiranos. Estas co­
sas y otras semejantes se dijeron unos y otros durante mu­
chos días, y el tiempo pasaba en vano; mientras tanto, en 
la ciudad no se resolvía ninguno de los asuntos privados 
ni públicos. Como no se conseguía nada provechoso, los 
tribunos desistieron de aquellos argumentos y acusaciones 
que hacían contra el Senado y, convocando a la multitud 
a una asamblea, prometieron al pueblo llevar una propues­
ta de ley en defensa de sus peticiones. La asamblea aprobó 
el proyecto y, sin demorarse más, leyeron la ley preparada, 
cuyos puntos principales eran los siguientes: que en una 
asamblealegal fueran elegidos por el pueblo diez hombres, 
los más ancianos y prudentes, los de mayor reputación por
LIBRO X 11
su honor y buena fama; que éstos redactaran las leyes refe­
rentes a todas las cuestiones, tanto públicas como privadas, 
y las presentaran ante el pueblo; y que las leyes que iban 
a ser formuladas por ellos debían estar expuestas en el 
Foro para los magistrados que fueran elegidos cada año 
y para los particulares, como una delimitación de los mu­
tuos derechos. Después de proponer esta ley, los tribunos 
dieron una oportunidad a quienes quisieran criticarla, fi­
jando para ello el tercer día de mercado. Fueron muchos 
y no los más insignificantes de los senadores, ancianos y 
jóvenes, los que criticaron la ley, exponiendo argumentos, 
fruto de mucha dedicación y preparativos; y esto duró mu­
chos días. Después, los tribunos, indignados por la pérdida 
de tiempo, ya no dieron ninguna oportunidad de hablar 
a los que censuraban la ley, sino que, fijando un día en 
el que la ratificarían, exhortaron a los plebeyos a que asis­
tieran en masa diciéndoles que ya no serían molestados con 
largas disertaciones, sino que por tribus darían su voto re­
ferente a la ley. Con estas promesas disolvieron la asam­
blea.
Después de esto, los cónsules y los pa­
tricios más influyentes, dirigiéndose a los 
tribunos, les atacaron con más dureza, di­
ciendo que no les permitirían proponer le­
yes cuando no hubieran sido precedidas 
por una deliberación en el Senado; pues las leyes eran pac­
tos de las ciudades concernientes a toda la comunidad y 
no a una parte de sus habitantes. Y declaraban que el co­
mienzo de la ruina más perniciosa, irreparable e indigna 
tanto para las ciudades como para los hogares, es el mo­
mento en que los peores legislan para los mejores. «¿Qué 
poder, dijeron, tenéis vosotros, tribunos, para introducir 
o derogar leyes? ¿No recibisteis del Senado este cargo bajo
Dura oposición 
de tos patricios 
a los tribunos 
de la plebe
12 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
unas condiciones establecidas? ¿No pedisteis que los tribu­
nos ayudaran a los pobres que fueran objeto de ofensa o 
violencia y no se ocuparan de ninguna otra cosa? Pues 
bien, incluso si antes teníais algún poder que habíais conse­
guido presionándonos no con entera justicia —pues el Se­
nado cede ante cada avance vuestro— ¿no lo habéis perdi­
do también ahora con el cambio de vuestros comicios? ? 
Pues ni un decreto del Senado os designa ya para la ma­
gistratura, ni las curias participan en vuestras votaciones, 
ni se ofrecen a los dioses los sacrificios previos a vuestros 
comicios, que por ley debían celebrarse, ni se lleva a cabo 
ningún otro acto piadoso a los ojos de los dioses ni justo 
para los hombres en lo relativo a vuestra magistratura. Así 
pues, ¿qué participación podéis tener todavía de los ritos 
sagrados y cosas que exigen veneración, una de las cuales 
es la ley, vosotros que habéis negado todas las leyes?». Es­
to era lo que decían a los tribunos los patricios más ancia­
nos y los jóvenes, yendo por la ciudad en grupos organiza­
dos. A los plebeyos más favorables intentaban ganárselos 
en reuniones amistosas, y a los más reacios y turbulentos 
los atemorizaban con amenazas de peligros si no actuaban 
con sensatez. En cambio, a los más pobres y marginales, 
para quienes la preocupación por los asuntos públicos era 
nula en comparación con sus intereses particulares, los 
echaban del Foro golpeándolos como a esclavos.
Pero el que más seguidores tenía y el 
Los tribunos de mayor influencia de los jóvenes de en-
llevan a juicio tonces era ç es5n Quincio, hijo de Lucio 
a un joven
aristócrataή Quincio, llamado Cincinato, de linaje ilus­
tre y género de vida no inferior al de na­
die, el más hermoso de los jóvenes por su aspecto, el más
5 Véase IX 4!, 2 ss. y 49, 5.
6 Para capítulos 5-8, 4, véase Livio, III II, 6-13, 10.
LIBRO X 13
brillante de todos en las artes de la guerra y bien dotado 
por naturaleza para hablar. En esa época, se extendía en 
invectivas contra los plebeyos no escatimando palabras pe­
nosas de oír para hombres libres, ni absteniéndose de los 
hechos que acompañan a las palabras. Los patricios le te­
nían en mucha estima por esto y le pedían que siguiera en 
su temible actitud, prometiendo ofrecerle impunidad. En 
cambio, los plebeyos le odiaban más que a ningún otro 
hombre. Los tribunos, en primer lugar, decidieron desha­
cerse de él, con la finalidad de atemorizar al resto de ios 
jóvenes y obligarles a ser sensatos. Después de tomar esta 
decisión y tener preparados argumentos y numerosos testi­
gos, le llevaron a juicio bajo la acusación de crimen contra 
el Estado y pidieron la pena de muerte. Cuando le ordena­
ron que se presentara ante el pueblo porque había llegado 
el día que fijaron para el juicio, convocaron una asamblea 
y expusieron numerosos argumentos contra él, relatando to­
das las acciones violentas que había llevado a cabo contra 
los plebeyos, y presentaron como testigos a sus víctimas. 
Pero cuando le concedieron la palabra, el propio joven lla­
mado para defenderse no compareció a declarar, sino que 
pidió dar una satisfacción de acuerdo con la ley ante los 
mismos particulares por aquellos delitos por los que le 
acusaban, y que el juicio se llevara a cabo en presencia de 
los cónsules. Sin embargo, su padre, viendo que los plebe­
yos estaban indignados por la arrogancia del joven, inten­
taba defenderle explicando que la mayoría de las cosas 
eran falsas e inventadas premeditadamente contra su hijo; 
y todo lo que no podía negar decía que eran cosas insig­
nificantes, sin importancia y que no merecían la cólera de 
la gente, además de que no se habían hecho con premedi­
tación o insolencia, sino por presunción juvenil, por causa 
de la cual resultó que había hecho muchas cosas irreflexi-
14 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
vas en querellas, y quizá también había sufrido otras mu­
chas, ya que no estaba ni en el mejor momento de su vida 
ni en la edad ideal para la sensatez. Y pidió a los plebeyos 
no sólo que no guardaran resentimiento por las faltas que 
había cometido contra unos pocos, sino también que le es­
tuvieran agradecidos por los servicios que les había presta­
do en las guerras haciendo bien a todos, consiguiendo li­
bertad para los particulares y hegemonía para su patria; 
y pedía para sí mismo, si en algo había errado, compren­
sión y ayuda de la mayoría. Y enumeró minuciosamente 
las campañas militares y los combates por los que había 
recibido distinciones y coronas de sus generales, a cuántos 
ciudadanos había protegido en las batallas y cuántas veces 
había subido el primero las murallas de los enemigos. Al 
final, terminó con lamentaciones y súplicas, y apelando a 
su propia moderación para con todos y a su modo de vi­
da que, aseguraba, estaba limpio de toda mancha, pidió 
un solo favor del pueblo: que le conservaran a su hijo.
El pueblo se complació mucho con sus palabras y esta­
ba dispuesto a entregar el muchacho a su padre. Pero Vir­
ginio, viendo que si aquel no pagaba la pena, la osadía 
de los jóvenes petulantes sería insoportable, se levantó y 
dijo: «Respecto a ti, Quincio, no sólo están atestiguados 
todos tus otros méritos, sino también tu buena disposición 
hacia los plebeyos, por lo cual se te han otorgado hono­
res. Pero la soberbia del muchacho y su arrogancia hacia 
todos nosotros no admite ninguna súplica o perdón; él, 
que fue educado en tus normas de conducta, tan democrá­
ticas y moderadas, como todos sabemos, despreció tus há­
bitos, prefirió la insolencia tiránica y un orgullo propio de 
hombres bárbaros, e introdujo en nuestra ciudad una ad­
miración por los actos innobles. Pues bien, si siendo así 
él, te pasó inadvertido, ahora que te has enterado, sería
LIBRO X 15
justo que te indignaras en nuestro nombre; pero si eras su 
cómplice y le ayudabas en ios ultrajes que cometía contra 
la desdichada fortuna de los ciudadanos pobres, entonces 
tú también eras un infame, y la fama de conducta inta­
chableno te corresponde en justicia. Sin embargo, yo pue­
do atestiguar en tu favor que desconocías que él fuera in­
digno de tu condición. De todas formas, aunque te declaro 
inocente de haber colaborado con él en los daños que nos 
causó entonces, te reprocho que ahora no participes de 
nuestra indignación. Y para que conozcas mejor qué gran 4 
infame para la ciudad has criado sin darte cuenta, qué 
cruel, tiránico y ni siquiera limpio del asesinato de ciuda­
danos, escucha su ambiciosa actuación y compárala con 
sus distinciones en las guerras. Y cuantos de vosotros os 
compadecisteis justamente ante las lamentaciones de este 
hombre, considerad si es correcto para vosotros que ten­
gáis clemencia con un ciudadano semejante».
Después de decir esto, hizo levantar a Marco Volscio, 7 
uno de sus colegas, y le pidió que contara lo que sabía 
del joven. Cuando hubo silencio y una gran expectación 
por parte de todos, Volscio, aguardando un poco, dijo: 
«Yo más bien hubiera querido, ciudadanos, recibir de este 
hombre una satisfacción privada, que la ley me concede, 
por haber sufrido cosas terribles y mucho más que terri­
bles; pero como no pude conseguirlo a causa de la pobre­
za, de la falta de influencia y de ser uno entre muchos, 
ahora que tengo la posibilidad, tomaré el papel de testigo, 
ya que no de acusador. Escuchad qué cosas tan crueles e 
irreparables he padecido. Yo tenía un hermano, Lucio, al 3 
que quise más que a todos los hombres. Él y yo cenába­
mos juntos en casa de un amigo y después de la cena, ai 
llegar la noche, nos levantamos y nos fuimos. Cuando ha­
bíamos atravesado el Foro, nos encontramos casualmente
16 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
con Cesón, aquí presente, que iba cantando y bailando con 
otros jóvenes insolentes. Ellos, al principio, se mofaron de 
nosotros y nos insultaron, como jóvenes borrachos y arro­
gantes a otros humildes y pobres; y cuando nos indigna­
mos con ellos, Lucio le habló francamente a este hombre. 
Pero Cesón, aquí presente, considerando deshonroso haber 
escuchado algo que no quería, corrió hacia él, y golpeán­
dole, pisándole y dando todo tipo de muestras de crueldad 
y violencia, le mató. Cuando yo empecé a gritar y a defen­
derme con todas mis fuerzas, soltó a aquel que yacía ya 
muerto, empezó a pegarme y no cesó hasta que me vio 
tendido en tierra inmóvil y sin voz y creyó que estaba 
muerto. Después, se marchó satisfecho como si hubiera 
realizado una bonita acción; en cuanto a nosotros, algunas 
personas que llegaron poco después nos cogieron cubiertos 
de sangre y nos llevaron a casa, a mi hermano Lucio muer­
to, como dije, y a mí medio muerto y con pocas esperan­
zas de vida. Esto ocurrió durante el consulado de Publio 
Servilio y Lucio Ebucio, cuando se declaró una gran peste 
en la ciudad y nosotros dos la cogimos. Pues bien, enton­
ces no me era posible pedir justicia contra él, puesto que 
ambos cónsules habían muerto. Después, cuando accedie­
ron al cargo Lucio Lucrecio y Tito Veturio, yo quería lle­
varle a juicio pero me vi imposibilitado por la guerra, ya 
que los dos cónsules habían dejado la ciudad. Cuando re­
gresaron de la campaña militar, le convoqué muchas veces 
ante la magistratura, y siempre que me acercaba a él (esto 
lo saben muchos ciudadanos), me golpeaba. Esto es lo que 
he sufrido, plebeyos, y os lo he contado con toda sinceri­
dad».
Después de hablar así, se levantó un griterío entre los 
presentes y muchos sintieron el impulso de tomarse la justi­
cia por su mano. Pero los cónsules y la mayoría de los
LIBRO. X 17
tribunos lo impidieron, deseando que no se introdujera en 
la ciudad una costumbre perniciosa. Y, por otro lado, es­
taba la gente más honorable del pueblo que no quería pri­
var de la palabra a quienes se debatían por sus vidas. En­
tonces el respeto por la justicia contuvo el impulso de los 
más atrevidos, y el proceso tuvo un aplazamiento, surgien­
do un conflicto no pequeño y un debate relativo al encau­
sado, sobre si había que custodiarlo mientras tanto en pri­
sión o bien ofrecer garantes de su regreso, como el padre 
pedía. El Senado se reunió y decidió que la persona que­
dara libre hasta el juicio, previo pago de una fianza. Al 
día siguiente, los tribunos convocaron a la plebe y, faltan­
do el muchacho al juicio, ratificaron su voto contra él y 
exigieron a los fiadores, que eran diez, el dinero acordado 
para el regreso del joven. Cesón, habiendo caído víctima 
de un complot semejante, pues los tribunos habían maqui­
nado todo y Volscio había atestiguado en falso, como se 
vio claro con el tiempo, se marchó al exilio a Tirrenia. Su 
padre vendió la mayor parte de su hacienda y devolvió el 
dinero convenido por los fiadores, quedándole solamente 
un pequeño terreno al otro lado del río Tiber, donde había 
una humilde cabaña; y allí, trabajando la tierra con unos 
pocos esclavos, llevaba una vida penosa y miserable por 
el dolor y la pobreza, sin ver la ciudad ni saludar a sus 
amigos, sin asistir a fiestas ni participar de ningún otro 
placer. A los tribunos7, sin embargo, les ocurrió todo lo 
contrario de lo que esperaban; pues la ambición de los jó ­
venes no sólo no cesó, reprimida por la desgracia de Ce­
són, sino que llegó a ser mayor y más intransigente luchan­
do contra la ley con palabras y con actos, de modo que 
a los tribunos ya no les fue posible conseguir nada pues
7 Véase Livio, III 14.
18 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
habían gastado el tiempo de su mandato en este asunto. 
Sin embargo, el pueblo, al año siguiente, los eligió de nue­
vo para el cargo.
, . Cuando Publio Valerio Publicola y
Artimaña
de los tribunos Cay° Claudio Sabino recibieron el poder 
para atemorizar consular, un peligro como ningún otro 
a la población8 hasta entonces cayó sobre Roma, proce­
dente de una guerra de un pueblo extran­
jero9, que la disensión civil introdujo dentro de las mura­
llas, como predecían los oráculos sibilinos y los presagios 
de la divinidad habían profetizado el año anterior ¡0. Ex­
plicaré la causa por la que empezó la guerra y la actua­
ción de los cónsules en esa contienda. Los que habían asu­
mido el tribunado por segunda vez con la esperanza de 
ratificar la ley, viendo, por una parte, que uno de los cón­
sules, Cayo Claudio, tenía un odio innato contra los plebe­
yos heredado de sus antepasados y que estaba dispuesto 
a impedir el asunto por cualquier medio, por otra, que los 
jóvenes con mayor influencia habían llegado a una desespe­
ración tan evidente que no era posible vencerlos por la vio­
lencia, y, sobre todo, viendo que la mayor parte del pueblo 
cedía a las adulaciones de los patricios y ya no mostraba 
el mismo celo por la ley, decidieron seguir un camino más 
audaz para sus planes, por medio del cual dejarían atónitos 
al pueblo y fuera de juego al cónsul. En primer lugar, hi­
cieron que se propagaran todo tipo de rumores por la ciu­
dad; después, se sentaron en el Consejo desde el amanecer 
de forma notoria y estuvieron durante todo el día sin dar 
parte a nadie de fuera ni de sus acuerdos ni de sus conver­
saciones. Cuando les pareció que era el momento oportuno
8 Para capítulos 9-13, véase Livío III 15, 1-3.
9 Ataque de los sabinos. Véase capítulos 14 y ss. 
!° véase capítulo 2, 5.
LIBRO X 19
para realizar lo acordado, inventaron unas cartas e hicieron 
que les fueran entregadas por un hombre desconocido cuan­
do estuvieran sentados en el Foro. Después de leerlas, se 
levantaron golpeando sus frentes y con la mirada baja. 
Cuando una gran multitud acudió en tropel sospechando 
que alguna grave desgracia estaba escrita en las cartas, 
ellos pidieron silencio por medio de un heraldo y dijeron: 
«Ciudadanos, vuestros plebeyos están en el más grave peli­
gro; y si los dioses no hubieran previsto alguna benevolen­
cia hacia los que iban a sufrir injusticia, todos habríamos 
caído en terribles desgracias. Os pedimos que aguardéis un 
poco de tiempo, hasta que comuniquemos al Senado las 
noticias y hagamos lo conveniente de común acuerdo». 
Después de decir esto,se marcharon hacia los cónsules. 
Mientras el Senado estaba reunido, en el Foro se oían mu­
chas conversaciones de todo tipo; unos, premeditadamen­
te, hablaban en grupos, siguiendo las consignas prescritas 
por los tribunos, y otros comentaban aquellas cosas que 
más habían temido que ocurrieran, pensando que era lo 
que les había sido anunciado a los tribunos. Uno decía 
que los ecuos y los volscos habían acogido a Cesón Quin­
cio, el condenado por el pueblo, lo habían elegido general 
de ambos pueblos con plenos poderes y que iba a marchar 
contra Roma con numerosas fuerzas reunidas. Otro decía 
que por un acuerdo común entre los patricios, ese hombre 
iba a ser traído de nuevo por fuerzas extranjeras, para que 
la salvaguarda de los plebeyos quedara anulada entonces 
y en el futuro. Otro decía que no eran todos los patricios 
los que habían tramado esto, sino sólo los jóvenes. Algu­
nos se atrevían a decir que ese hombre estaba ya oculto 
dentro de la ciudad y que iba a apoderarse de los lugares 
más ventajosos. Cuando toda la ciudad estaba sacudida 
por la expectativa de las desgracias y todos sospechaban
20 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
y se guardaban unos de otros, los cónsules convocaron al 
Senado, y los tribunos, acudiendo, dieron a conocer las 
noticias recibidas. El que habló en nombre de ellos fue 
Aulo Virginio y dijo lo siguiente:
«Mientras nos parecía que no había 
ninguna certeza acerca de los peligros 
anunciados, sino que se trataba de dudo­
sos rumores y no había nada que los ga­
rantizara, no nos atrevíamos, senadores, 
a exponer públicamente las noticias sobre 
ellos, suponiendo que se producirían graves disturbios, co­
mo es natural en un momento de terribles rumores, y te­
miendo que os pareciera que habíamos tomado una deci­
sión más precipitada que sensata. Sin embargo, no olvida­
mos el asunto despreocupándonos, sino que por todos los 
medios posibles investigamos cuidadosamente la verdad. Y 
puesto que la divina providencia, por la cual es siempre 
salvada nuestra comunidad, actuando correctamente saca 
a la luz los planes ocultos y los propósitos impíos de los 
enemigos de los dioses; puesto que tenemos cartas que he­
mos recibido recientemente de extranjeros que demuestran 
su buena disposición hacia nosotros y cuyos nombres oiréis 
después; puesto que las declaraciones de aquí coinciden y 
están de acuerdo con las noticias de fuera y la situación 
estando ya en nuestras manos no admite dilación ni demo­
ra, antes de darlo a conocer al pueblo, decidimos comuni­
cároslo primero a vosotros, como es justo. Pues bien, sa­
bed que hay una conspiración tramada contra el pueblo 
por parte de varones conspicuos, entre los cuales se dice 
que hay incluso una pequeña parte de los más ancianos 
que componen este Senado, y la mayoría son caballeros 
de fuera de esta Cámara, pero todavía no es el momento 
de deciros quiénes son. Según nuestras noticias, van a ata-
Los tribunos 
intentan 
convencer al 
Senado de la 
existencia de 
una conspiración
LIBRO X 21
carnos mientras durmamos amparándose en una noche os­
cura, cuando no podamos ni prever nada de lo que ocurra 
ni reunimos para defendernos todos juntos; y, asaltando 
nuestras casas, van a degollarnos no sólo a los tribunos 
sino también a los otros plebeyos que alguna vez se han 
enfrentado a ellos en defensa de su libertad o se les pue­
den enfrentar en el futuro. Y cuando se hayan desembara- 5 
zado de nosotros, creen que entonces ya con total seguri­
dad conseguirán de vosotros la abolición por unanimidad 
de los pactos que habéis hecho con el pueblo. Pero viendo 
que para sus planes necesitaban fuerzas extranjeras prepa­
radas en secreto, y no unas fuerzas moderadas, han elegido 
como jefe para sus propósitos a uno de vuestros desterra­
dos, Cesón Quincio, al cual, convicto de asesinatos de con­
ciudadanos suyos y de sedición en la ciudad, algunos de 
aquí le consiguieron que no pagara la pena y que saliera 
impune de la ciudad, y le han prometido el regreso además 
de ofrecerle cargos, honores y otras recompensas por su 
ayuda. Él, a su vez, les ha prometido traer un ejército 6 
auxiliar de ecuos y volscos tan grande como necesiten. Y 
él mismo vendrá dentro de poco con los más atrevidos, in­
troduciéndoles en secreto en pequeños grupos y de forma 
dispersa; el resto de la fuerza, cuando nosotros, los líderes 
del pueblo, seamos destruidos, avanzará sobre la restante 
multitud de pobres, si es que algunos se empeñan en su 
libertad. Estas son las terribles e impías acciones que han i 
tramado a escondidas y que van a llevar a cabo, senado­
res, sin temer la cólera divina ni preocuparse de la indig­
nación humana».
«Así pues, sacudidos entre tantos peligros, venimos a 11 
suplicaros, padres, encomendándonos a los dioses y divini­
dades a los que sacrificamos en común, y recordando las 
numerosas y grandes batallas que mantuvimos a vuestro
22 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
lado, que no permitáis que padezcamos estos crueles e im­
píos actos a manos de nuestros enemigos, sino que nos so­
corráis y os indignéis con nosotros ayudándonos a imponer 
el castigo merecido a los que han tramado esto, preferente­
mente a todos, pero si no, al menos a los cabecillas de 
esta criminal conspiración. Lo primero de todo, os pedi­
mos, senadores, que votéis la medida que es más justa: 
que la investigación de los asuntos revelados corra a cargo 
de nosotros, los tribunos; pues, aparte de lo justo de la 
petición, forzoso es que las investigaciones más rigurosas 
sean las que hagan aquellos que corren peligro en sus mis­
mas personas. Pero si algunos de vosotros no están dis­
puestos a favorecemos en nada, sino que se oponen a to­
dos los que hablan en nombre del pueblo, me gustaría 
preguntarles cuál de nuestras peticiones les molesta y de 
qué piensan convenceros. ¿Acaso de no hacer ninguna in­
vestigación y desentenderse de la conspiración tan tremen­
da e infame que se está tramando contra el pueblo? Y 
¿quién podría afirmar que los que hablan así tienen buenas 
intenciones, y no están corrompidos también, son cómpli­
ces de la conjuración, y además, por estar temerosos de 
ser descubiertos, se empeñan en impedir la investigación 
de la verdad? A éstos, sin duda, les prestaríais atención 
injustamente. ¿O pedirán que no nos encarguemos noso­
tros de la indagación de estas noticias, sino el Senado y 
los cónsules? Y siendo así, ¿qué es lo que impedirá este 
mismo planteamiento si se da el caso de que algunos ple­
beyos, levantándose contra los cónsules y el Senado, pla­
neen la disolución de esta Cámara, y entonces los líderes 
del pueblo digan que es justo que la investigación acerca 
de los plebeyos corra a cargo de quienes han asumido la 
defensa del pueblo? Pues bien, ¿qué ocurrirá como conse­
cuencia de esto?: que no habrá nunca ninguna averiguación
LIBRO X 23
sobre ningún asunto secreto. Pero ni nosotros nunca pedi­
ríamos esto (pues el celo de partido es sospechoso) ni vo­
sotros actuaríais rectamente prestando atención a quienes 
tienen las mismas pretensiones contra nosotros, sino que 
deberíais considerarles enemigos comunes de la ciudad. Por 
otro lado, senadores, en estas circunstancias nada es tan 
necesario como la rapidez; pues el peligro es grave y la 
demora relativa a nuestra seguridad es improcedente en 
medio de unos peligros que no se van a demorar. De mo­
do que, dejando a un lado las disputas y los largos discur­
sos, votad ya lo que ós parezca conveniente para la comu­
nidad».
Después de hablar así, un gran estu- 
Respuesta de Por y perplejidad se apoderó del Senado. 
los cónsules Estuvieron considerando y hablando en- 
a los tribunos tre ellos de la dificultad de cada una de 
las dos posibilidades, el permitir o no 
permitir a los tribunos que hicieran investigaciones por su 
cuenta sobre un asunto de común interés y gran importan­
cia. Y uno de los cónsules, Cayo Claudio, sospechando de 
sus intenciones, se levantó y habló así:
«No temo, Virginio, que estos hombres piensen que soy 
cómplice dela conjuración que decís que se está tramando 
contra vosotros y contra el pueblo, y que temiendo por 
mí mismo o porque alguno de los míos es culpable de es­
tas acusaciones, me he levantado a proponer lo contrario 
a vuestras demandas; pues mi modo de vida me libera de 
todo tipo de sospechas. Pero lo que considero que convie­
ne tanto al Senado como al pueblo, lo diré seriamente y 
sin ningún temor. Me parece que Virginio está muy equi­
vocado, o más bien, totalmente, si se ha imaginado que 
alguno de nosotros va a decir que hay que dejar sin inves­
tigar un asunto de tanta envergadura y necesidad, o que
24 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
no es preciso que los que ostentan el poder del pueblo to­
men parte ni estén presentes en la investigación. Ninguno 
es tan insensato o tan malévolo con el pueblo como para 
decir esto. Pues bien, por si acaso alguien me preguntara 
qué me ocurre para levantarme y oponerme a estas medi­
das con las que estoy de acuerdo y afirmo que son justas, 
y qué intención tienen mis palabras, ¡por Júpiter! yo os 
lo voy a decir. Creo, senadores, que es preciso que hom­
bres prudentes examinen rigurosamente los comienzos y los 
puntos esenciales de cualquier medida; pues según como 
sean éstos, así es forzoso que sean también las conversa­
ciones sobre ello. Entonces, escuchadme cuál es el funda­
mento de esta medida y cuál es la intención de los tribu­
nos. No les iba a ser posible llevar a cabo ahora nada de 
lo que se propusieron hacer el año pasado y les fue impe­
dido, si vosotros os oponíais a ellos como antes y el pue­
blo ya no les apoyaba de la misma manera. Pues bien, sa­
biendo esto, consideraban la manera de que vosotros os 
vierais obligados a ceder ante ellos contra vuestra voluntad 
y que el pueblo colaborara en todo lo que ellos pidieran. 
Como no encontraban una base verdadera y justa para ha­
cer posibles estas dos cosas, intentando muchos planes y 
dando vueltas arriba y abajo al asunto, finalmente llegaron 
al siguiente razonamiento: «Acusemos a algunos persona­
jes ilustres de estar conspirando para destruir al pueblo y 
de haber decidido degollar a quienes le ofrecen seguridad. 
Y después de haber procurado que se comente esto por la 
ciudad durante mucho tiempo, cuando ya a la mayoría le 
parezca fidedigno —y le parecerá por temor— hagamos 
que un hombre desconocido nos entregue unas cartas en 
presencia de mucha gente. Después, yendo al Senado, entre 
indignación y lamentos pidamos el derecho a investigar las 
noticias. Si los patricios se nos oponen, aprovecharemos
LIBRO X 25
este pretexto para indisponerlos con el pueblo, y así, toda 
la plebe, enfurecida contra ellos, estará dispuesta a colabo­
rar con nosotros en lo que queramos. Si, por el contrario, 
están de acuerdo, expulsemos a los de más noble linaje y 
que más se nos han enfrentado, no sólo ancianos sino tam­
bién jóvenes, como si hubiéramos descubierto que son los 
responsables de las imputaciones. Y ellos, entonces, por 
temor a las condenas, o llegarán al acuerdo de no oponér­
senos más, o se verán obligados a abandonar la ciudad. 
De esta forma, haremos una gran limpieza de adversarios».
«Éstos eran sus planes, senadores, y en el intervalo de 
tiempo que los veíais reunirse en sesiones, este engaño era 
tramado por ellos contra los mejores de vosotros, y esta 
urdimbre estaba siendo tejida contra los más nobles caba­
lleros. Y necesito muy pocas palabras para demostrar que 
esto es verdad. Veamos, decidme, Virginio y los que vais 
a padecer estas desgracias, ¿de qué extranjeros recibisteis 
las cartas? ¿dónde viven? ¿de qué os conocen o cómo se 
enteran de lo que se discute aquí? ¿por qué dais largas y 
prometéis que diréis sus nombres después en vez de decirlo 
antes? ¿quién es el hombre que os entregó las cartas? ¿por 
qué no lo traéis aquí delante de todos, para que empece­
mos en primer lugar a indagar a través de él si esto es 
verdad, o, como yo afirmo, son invenciones vuestras? Y las 
informaciones de gente de aquí que coinciden con las car­
tas extranjeras, ¿cuáles son y de quiénes proceden? ¿por 
qué ocultáis las pruebas en vez de sacarías a la luz? Pero 
creo que de cosas que no han existido ni existirán es impo­
sible encontrar una prueba. Éstas son indicaciones no de 
una conspiración contra ellos, sino de un engaño y mala 
intención contra vosotros, que ellos han mantenido en se­
creto, pues los hechos hablan por sí solos. Pero vosotros 
sois los responsables por haberles otorgado las primeras
26 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
concesiones y haber reforzado lo insensato de su magistra­
tura con un gran poder, cuando permitisteis que el año 
pasado juzgaran a Cesón Quincio por acusaciones falsas, 
y consentisteis que tan gran baluarte de la aristocracia fue­
ra destruido por ellos. Así pues, ya no se moderan ni ani­
quilan a los nobles de uno en uno, sino que acorralando 
a todos los aristócratas a la vez intentan expulsarlos de la 
ciudad. Y aparte de todas las otras infamias, no sólo pre­
tenden que ninguno de vosotros se les oponga, sino que 
además haciendo recaer sobre él sospechas y calumnias co­
mo si fuera cómplice de los planes secretos, quieren atemo­
rizarle y rápidamente afirman que es un enemigo del pue­
blo y le ordenan que venga ante la asamblea a pagar la 
pena por los delitos que se le han imputado aquí. Pero 
otro momento más oportuno habrá para hablar de este 
asunto; por ahora cortaré mi disertación y dejaré de exten­
derme más, aconsejándoos que os guardéis de estos hom­
bres como agitadores de la ciudad y portadores de gérme­
nes de grandes desgracias. Y esto no lo digo sólo aquí y 
en cambio ante el pueblo intentó ocultarlo, sino que tam­
bién allí emplearé una justa franqueza explicándoles que 
ninguna desgracia les amenaza excepto que unos malévolos 
y engañosos cabecillas, bajo apariencia de amigos están rea­
lizando acciones propias de enemigos».
Cuando el cónsul hubo dicho esto, se produjo un grite­
río y una gran aclamación por parte de los presentes, y 
sin conceder ya la palabra a los tribunos, disolvieron la 
reunión. Después, Virginio convocó una asamblea y acusó 
al Senado y a los cónsules, y Claudio los defendía expo­
niendo los mismos argumentos que había dicho en el Sena­
do. Los más moderados de los plebeyos sospechaban que 
el miedo era infundado, pero los más simples, confiando 
en los rumores, creían que era real. Y entre ellos, cuantos
LIBRO X 27
eran malintencionados y estaban siempre deseosos de cam­
bio, no tenían el propósito de investigar la verdad o la
mentira, sino que buscaban un pretexto de disensión y re­
vuelta.
Cuando la ciudad se encontraba en 14
tal confusión, un hombre del pueblo de
los sabinos, de padres no desconocidos y 
poderoso por su riqueza, de nombre Apio 
Herdonio, ansiaba derrocar la hegemonía 
de los romanos, ya con la idea de prepararse una tiranía 
para sí mismo o de conseguir soberanía y poder para el 
pueblo de los sabinos o porque quisiera ser digno de un 
gran renombre.
Después de comunicar su idea a muchos de sus amigos 
y de explicarles la forma de llevarla a cabo, como ellos 
estaban de acuerdo, reunió a sus clientes y a los más atre­
vidos de sus servidores, y en poco tiempo pudo disponer 
de una fuerza de cuatro mil hombres aproximadamente. 
Cuando hubo preparado armas, provisiones y todas las de­
más cosas necesarias para una guerra, los embarcó en bar­
cos fluviales y, navegando a través del Tiber, atracó en 2 
esa parte de Roma donde está el Capitolio, que no dista 
ni un estadio completo del río 12. Era entonces mediano­
che y había una gran tranquilidad en toda la ciudad; con 
esta ventaja, desembarcó a los hombres con rapidez y a 
través de la puerta que estaba abierta (pues hay una puer­
ta sagrada del Capitolio, llamada Carmental que se de­
ja abierta por prescripción de algún oráculo) hizo subir a
11 Para capítulos 14-16, véase Livio, III 15, 4-18, 11.
12 El estadio griego equivale a 600 pies (177,6 m.). El estadio roma­
no —la octava parte de una milla— era de 185 m.
13 Porla ninfa Carmenta. Véase I, capítulos 31, 32, y Eneida VIII 
338 y ss.
Golpe fallido 
de los sabinos 
para acabar con 
la hegemonía 
romana 11
28 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
sus tropas y tomó la fortaleza. Desde allí se lanzó hacia 
la ciudadela, que lindaba con el Capitolio, y también se 
apoderó de ella. Su idea era, después de haber tomado los 
lugares más ventajosos, acoger a los desterrados, invitar 
a los esclavos a la libertad, prometer a los necesitados la 
abolición de las deudas y hacer partícipes de las ganancias 
a los demás ciudadanos que, siendo de humilde condición, 
envidiaban y odiaban a las autoridades y habrían aceptado 
contentos un cambio. La esperanza que le inducía a con­
fiar y a la vez le engañaba en su idea de que no fracasaría 
en ninguna de sus expectativas, era la disensión civil, por 
la que suponía que ya no sería posible ninguna amistad 
ni comunicación entre el pueblo y los patricios. Y si acaso 
nada de esto le saliera según sus planes, entonces había 
decidido llamar a los sabinos con todo su ejército, a los 
volscos y a los demás vecinos que quisieran ser liberados 
de la odiosa autoridad de los romanos.
Sin embargo, ocurrió que todas sus esperanzas le falla­
ron, pues ni los esclavos se pasaron a su bando, ni los exi­
liados regresaron, ni los proscritos y endeudados buscaban 
su ganancia particular a cambio del bien común, y la ayu­
da exterior no tuvo tiempo suficiente para los preparativos 
de la guerra, pues en tres o cuatro días completos el asun­
to había llegado a su fin, después de causar a los romanos 
un gran temor y mucha confusión. Cuando fueron toma­
das las fortalezas, se produjo de repente un griterío y una 
huida de los que habitaban alrededor de aquellos lugares, 
excepto los que fueron muertos inmediatamente; y la ma­
yoría, desconociendo cuál era el peligro, cogieron las armas 
y corrieron juntos, unos hacia los lugares elevados de la 
ciudad, otros hacia los lugares abiertos, que eran muy nu­
merosos, y otros hacia las llanuras próximas. Aquellos que 
estaban debilitados por su edad y carecían de fuerza cor-
LIBRO X 29
poral, ocuparon los tejados de las casas junto con las mu­
jeres para luchar desde allí contra los atacantes, pues les 
parecía que toda la ciudad era una batalla. Pero cuando 
se hizo de día y se supo que los lugares fuertes de la ciu­
dad habían sido tomados y quién era el hombre que se 
había apoderado de esos lugares, los cónsules acudieron al 
Foro y llamaron a los ciudadanos a las armas. Los tribu­
nos, por su parte, convocaron al pueblo a una asamblea 
y dijeron que no pretendían hacer nada contrario a los 
intereses de la ciudad, pero pensaban que era justo que el 
pueblo que iba a afrontar tan gran combate, marchara ha­
cia el peligro con ciertas condiciones fijadas. «Si en efecto 
—dijeron— los patricios os prometen y están dispuestos a 
daros garantías bajo juramento de que cuando termine esta 
guerra os permitirán nombrar legisladores y gozar de igual­
dad de derechos políticos en el futuro, ayudémosles a libe­
rar la patria. Pero si no pretenden hacer ninguna de estas 
cosas razonables, ¿por qué tenemos que correr peligro y 
sacrificar nuestras vidas por ellos cuando no vamos a sacar 
ningún beneficio?». Al hablar estos así, el pueblo se con­
venció y no aguardó a escuchar ni una palabra de los que 
aconsejaban cualquier otra cosa; entonces Claudio dijo que 
no estaba dispuesto a solicitar una alianza tal que no iba 
a ayudar a la patria de forma voluntaria sino por una re­
compensa, y ésta, ni siquiera moderada; sin embargo, dijo 
que los patricios por su parte, armados ellos mismos, con 
los clientes que les acompañaran y con alguna otra parte 
del pueblo que quisiera ayudarles voluntariamente en la 
guerra, iban a sitiar la fortaleza. Pero si aun así, la fuerza 
no les pareciera suficiente, llamarían a los latinos y a los 
hérnicos, y si era necesario prometerían la libertad a los 
esclavos y convocarían a todos antes que a aquellos que 
les guardaban rencor en tales circunstancias. En cambio, el
30 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
otro cónsul, Valerio, se opuso a esto, no creyendo que fue­
ra necesario enemistar del todo a los plebeyos, ya irritados, 
contra los patricios, y aconsejaba ceder en esta ocasión y 
ordenar las medidas justas contra los enemigos de fuera 
y proponer moderación y sensatez frente a las pláticas de 
sus propios ciudadanos. Como a la mayoría de los sena­
dores les parecía que su consejo era el mejor, se presentó 
ante la asamblea, desarrolló un hermoso discurso y, al fi­
nal de su disertación, juró que si el pueblo ayudaba con 
ánimo en esta guerra y la situación de la ciudad se resta­
blecía, concedería a los tribunos que propusieran al pueblo 
el dictamen sobre la ley que intentaban introducir referente 
a la igualdad de derechos y se esforzaría para que se cum­
pliera la decisión del pueblo durante el período de su con­
sulado. Pero lo cierto es que estaba predestinado que no 
llevaría a término ninguna de estas promesas, pues la hora 
de su muerte estaba cerca.
Disuelta la asamblea hacia el atarde­
cer, todos acudieron a los lugares señala- 
Defensa de dos> dieron sus nombres a los generales
la ciudad ̂ ̂ ·,·*. r»y prestaron el juramento militar. Pues 
bien, aquel día y toda la noche siguiente 
estuvieron dedicados a esto, y al otro día los centuriones 
fueron asignados por los cónsules y colocados en los mojo­
nes sagrados, al tiempo que confluía también la multitud 
que vivía en los campos. Una vez que se dispuso todo con 
presteza, los cónsules dividieron las fuerzas y por sorteo 
repartieron los cargos. Entonces a Claudio la suerte le otor­
gó vigilar delante de las murallas, no fuera que se presenta­
ra algún ejército exterior en auxilio de los enemigos de 
dentro, pues a todos invadía la sospecha de un gran tumul­
to y temían que todos sus enemigos iban a caer a la vez 
sobre ellos. A Valerio, por su parte, la fortuna le asignó
LIBRO X 31
sitiar las fortalezas. También fueron nombrados generales 
para ocupar los demás lugares defensivos que había dentro 
de la ciudad y para los caminos que conducen al Capitolio 
con objeto de impedir que los esclavos y los pobres se pa­
saran al enemigo, lo que temían más que cualquier otra 
cosa. Ninguna ayuda de los aliados les llegó pronto, ex­
cepto la de los tusculanos 14 que, la misma noche que se 
enteraron, prepararon una expedición que guiaba Lucio 
Mamilio, hombre emprendedor, que ocupaba entonces la 
primera magistratura en su ciudad. Éstos eran los únicos 
que compartían el peligro con Valerio y le ayudaron a con­
quistar las fortalezas demostrando una total entrega y entu­
siasmo. El ataque a las fortalezas se llevó a cabo desde 
todas partes; pues unos, ensartando a sus hondas recipien­
tes de betún y pez ardiendo los lanzaban desde las casas 
más próximas sobre las colinas; y otros, recogiendo broza 
seca y levantando altos montones junto a las partes escar­
padas del risco, les prendían fuego confiando las llamas 
a un viento favorable. Y los que eran más valientes, apre­
tándose en filas subían por los caminos que se habían he­
cho de forma artificial. Pero no les iba a reportar ningún 
beneficio la cantidad, que superaba en mucho a la de sus 
enemigos, ya que subían por un camino estrecho y lleno 
de rocas que les caían desde arriba, por lo que un grupo 
pequeño de hombres iba a resultar igual a uno numeroso. 
Ni su resistencia frente a los peligros, que poseían por ha­
berla ejercitado en muchas guerras, iba a suponer ninguna 
ventaja cuando se vieran obligados a abrirse un camino 
hacia elevadas atalayas, pues no se requería el valor y la 
firmeza de los combates cuerpo a cuerpo, sino la táctica 
de batallas con armas arrojadizas. Además, los impactos
14 Véase Livio, III 18, 1-7, 10.
32 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
de los proyectiles lanzados desde abajo a lugares altos eran 
débiles e ineficaces, aunque acertaran, como es natural; en 
cambio, los golpes de los arrojados de arriba abajo eran 
agudos y violentoscontribuyendo también su propio peso 
a la fuerza del tiro. Sin embargo, no se cansaban los que 
atacaban las murallas, sino que persistían sometidos a fuer­
tes dosis de peligros, no cesando sus penalidades ni de día 
ni de noche. Por fin, cuando ya Ies faltaban dardos a los 
sitiados y sus cuerpos estaban exhaustos, al tercer día ios 
romanos tomaron las fortalezas. En esta batalla perdieron 
muchos hombres valientes, y el mejor, como era reconoci­
do por todos, el cónsul; éste, después de recibir no pocas 
heridas, ni aun así se retiró del peligro, hasta que una roca 
enorme cayó sobre él cuando subía a la fortificación y le 
privó al mismo tiempo de la victoria y de la vida. Durante 
la toma de las fortalezas, Herdonio, que era distinguido 
por su fuerza corporal y su brazo valeroso, después de ha­
cer una matanza increíble a su alrededor, pereció bajo una 
multitud de dardos. Y de los que le acompañaban en la 
toma de las fortalezas, unos pocos fueron capturados vi­
vos, pero la mayoría de ellos se dio muerte o pereció preci­
pitándose por los acantilados.
Teniendo este fin la guerra con los 
Lucio Quincio bandidos, los tribunos intentaban reani-
Cincinato mar je nuevo la revuelta civil pretendien-
es elegido consegUjr del cónsul sobreviviente las
promesas que les había hecho Valerio, el 
muerto en la batalla, con respecto a la proposición de la 
ley. Pero Claudio durante algún tiempo estuvo demorando 
el asunto, unas veces con la realización de ritos expiatorios 
para la ciudad, otras, ofreciendo sacrificios de acción de
15 Véase Livio, Π1 19, 1-3.
LIBRO X 33
gracias a los dioses y ganándose a la multitud por medio 
del disfrute en juegos y espectáculos. Cuando todas sus ex­
cusas se habían agotado, finalmente dijo que había que de­
signar otro cónsul para el puesto del que había muerto, 
pues las acciones llevadas a cabo por sí solo no serían le­
gales ni duraderas; en cambio, las realizadas por ambos 
serían legítimas y decisivas. Despachándoles con este pre­
texto, anunció un día para la asamblea electiva, en el que 
designaría a su colega. En ese intervalo, los dirigentes del 
Senado, por medio de deliberaciones secretas, acordaron 
entre ellos a quién iban a conceder el cargo. Y cuando lle­
gó el momento de la elección y el heraldo llamó a la pri­
mera clase, se presentaron en el lugar señalado las diecio­
cho centurias de jinetes y las ochenta de infantes, formadas 
por los de mayor fortuna, y nombraron cónsul a Lucio 
Quincio Cincinato, a cuyo hijo, Cesón Quincio, los tribu­
nos, después de entablarle un proceso en el que peligraba 
su vida, le habían obligado a abandonar la ciudad. Y cuan­
do todavía ninguna otra clase había sido llamada para vo­
tar (pues las centurias que habían votado superaban en tres 
a las que faltaban), el pueblo se marchó considerando una 
grave desgracia que un hombre que les odiaba fuera a ser 
dueño del poder consular. El Senado, por su parte, envia­
ba hombres a invitar al cónsul y conducirlo a su magistra­
tura. Sucedió que entonces Quincio estaba trabajando una 
tierra para la siembra, siguiendo él mismo a los bueyecillos 
que roturaban el barbecho, sin llevar túnica, solamente un 
pequeño taparrabos y un sombrero sobre la cabezal6. Al 
ver a una multitud de hombres que entraban en el campo, 
detuvo el arado y estuvo mucho tiempo sin saber quiénes
16 Compárese la descripción que hace Livra (III 26, 8 y ss.) de la 
vida humilde de Cincinato en el momento en que fue nombrado dictador. 
Véase también infra capítulo 24, 1, 2.
34 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
eran y qué venían a pedirle; entonces, cuando alguien co­
rrió hacia él y le exhortó a que se adecentara más, entró 
en la cabaña y después de vestirse se presentó ante ellos. 
Entonces, todos los que habían ido a escoltarle le saluda­
ron no por su nombre, sino como cónsul, le vistieron con 
una ropa bordada en púrpura y, después de colocar delante 
de él las hachas y las demás insignias de su cargo, le pidie­
ron que les acompañara a la ciudad. Él, aguardando un 
poco y entre lágrimas, habló así: «Entonces, este año mi 
campo quedará sin siembra y correremos el peligro de no 
tener de qué alimentarnos». Luego, abrazó a su mujer y 
encargándole que se ocupara de los asuntos de la casa, 
marchó a la ciudad. Me vi impulsado a contar esto por 
ninguna otra razón que la de dejar claro a todos cómo 
eran los dirigentes de la ciudad de Roma en esa época, 
que vivían del trabajo de sus manos, eran modestos, no 
les disgustaba una pobreza honrada y no perseguían pode­
res reales, sino que incluso rehusaban los que les ofrecían. 
Resulta evidente que los romanos de ahora no se parecen 
ni siquiera un poco a aquellos, sino que practican todo lo 
contrario, excepto muy pocos por los que el prestigio de 
la ciudad todavía se mantiene y la semejanza con aquellos 
varones se conserva. Pero ya he hablado bastante de esto.
Quincio, cuando recibió el cargo de 
Dura oposición c°nsul, hizo desistir a los tribunos de sus 
del cónsul a nuevas medidas políticas y de su empeño 
los tribunos11 en ia leŷ advirtiéndoles que, si no cesa­
ban de perturbar la ciudad, anunciaría 
una expedición contra los volscos y sacaría a todos los ro­
manos de la ciudad. Cuando los tribunos dijeron que le 
impedirían hacer una leva militar, convocó al pueblo a una
17 Para capítulos i 8 y ss., véase Livio, III 19, 4-21, 8.
LIBRO X 35
asamblea y les indicó que todos habían prestado el jura­
mento militar de seguir a los cónsules en las guerras a las 
que se les llamara y de no abandonar los estandartes, ni 
hacer ninguna otra cosa contraria a la ley. Dijo también 
que al haber asumido la autoridad consular los tenía a to­
dos sometidos en virtud de los juramentos. Después de ha­
blar así y de jurar que haría uso de la ley contra los que 
desobedecieran, ordenó traer las insignias de los templos. 
«Y para que renunciéis a toda demagogia durante mi con­
sulado, no retiraré el ejército del territorio enemigo hasta 
que se cumpla el tiempo de mi mandato. Así pues, pensan­
do que vais a pasar el invierno al raso, preparad lo necesa­
rio para ese momento». Habiéndoles atemorizado con estas 
palabras, cuando vio que se habían vuelto más moderados 
y que rogaban verse libres de la campaña, dijo que les 
concedería descansos de las guerras bajo la condición de 
que ellos no causaran ningún problema más, sino que le 
permitieran ejercer su cargo como quisiera, y que se dieran 
y recibieran mutuamente lo justo.
Apaciguado el tumulto, restituía a los 
Buena gestión demandantes el derecho a tribunales, apla-
politica zacj0 durante mucho tiempo, y él en per-
del consul SQna juzgaba con equidad y justicia la
Lucio Quincio , .
mayoría de las querellas, sentado durante
todo el día en el estrado; y ante los que llegaban a juicio, 
mostrábase afable, benévolo y generoso. Hizo que el go­
bierno pareciera tan aristocrático 18 que ni requerían a los 
tribunos quienes se veían sometidos por sus superiores a 
causa de su pobreza, bajo nacimiento o cualquier otra hu­
milde condición, ni los que querían un régimen político ba-
18 «Aristocrático» está usado aquí en sentido etimológico, como «go­
bierno de los mejores».
36 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
sado en la igualdad de derechos sentían ya anhelo de una 
nueva legislación, sino que todos estaban complacidos y 
contentos con el buen orden que entonces prevalecía en la 
ciudad. Este hombre fue alabado por el pueblo no sólo en 
virtud de tales acciones, sino también porque cuando cum­
plió el tiempo fijado de su mandato, no aceptó el consula­
do que se le ofrecía por segunda vez, ni se alegró al reci­
bir tan gran honor. El Senado intentaba retenerle en el 
poder consular con muchos ruegos, debido a que los tribu­
nos habían conseguido por tercera vez no deponer su cargo 
y los senadores pensaban que él se les opondría y les haría 
desistir de las nuevas medidas, de unas por medio del res­
peto y de otras por el temor, y también veían que el pue­
blo no rehusaba ser gobernado por un hombre bueno.Pe­
ro éste dijo que ni elogiaba lo obstinado del poder de los 
tribunos, ni él, por su parte, iba a ganarse la misma acu­
sación que aquéllos. Entonces, convocó al pueblo a una 
asamblea, y después de lanzar una larga acusación contra 
los que no renuncian a sus cargos, prestó firmes juramen­
tos de no aceptar el consulado de nuevo antes de haber 
terminado su primer mandato, y anunció un día para las 
elecciones; y en este día, después de nombrar a los cónsu­
les, se marchó de nuevo a aquella pequeña cabaña y llevó 
una vida de campesino como antes.
Sus sucesores en el consulado fueron 
Ataque Quinto Fabio Vibulano (por tercera vez)
de los ecuos Lucio Cornelio, y mientras se ocupaban
a la ciudad , . ,
de Túsculo19 ^e âs competiciones tradicionales, hom­
bres escogidos del pueblo de los ecuos, 
una multitud de alrededor de seis mil, equipados de arma­
mento ligero, salieron por la noche y llegaron cuando toda-
19 Para capítulos 20 y ss., véase Livio, III 22-24.
LIBRO X 37
vía estaba oscuro a la ciudad de los tusculanos, que perte­
nece al pueblo de los latinos y dista de Roma no menos 
de cien estadios20. Al encontrar las puertas abiertas y la 
muralla desprotegida, como en tiempo de paz, tomaron la 
ciudad por asalto con la idea de vengarse de los tusculanos 
por el hecho de que seguían colaborando celosamente con 
la ciudad de los romanos y, en especial, porque en el ase­
dio del Capitolio fueron los únicos que les ayudaron en 
la guerra21. Los ecuos no mataron a muchos hombres ei. 
la toma de la ciudad, ya que ios de dentro, excepto los 
que no podían huir por enfermedad o vejez, se Ies adelan­
taron poco antes de la captura de la ciudad, precipitándose 
por otras puertas; pero ellos hicieron esclavos a sus muje­
res, niños y sirvientes y les robaron sus pertenencias. Cuan­
do se dio a conocer en Roma la terrible noticia por medio 
de quienes habían escapado de la captura, los cónsules pen­
saron que debían ayudar rápidamente a los fugitivos y res­
tituirles la ciudad; pero los tribunos se oponían no permi­
tiendo alistar un ejército hasta que se llevara a cabo una 
votación relativa a las leyes. Mientras el Senado se mostra­
ba indignado y la expedición sufría una demora, se presen­
taron otros enviados del pueblo de los latinos anunciando 
que la ciudad de A ndo22 se había sublevado abiertamen­
te, por decisión conjunta de los volscos, que eran los anti­
guos habitantes de la ciudad, y de los romanos que habían 
llegado a ella como colonos y habían recibido un lote de 
tierras. Mensajeros de los hérnicos acudieron por los mis­
mos días manifestando que numerosas tropas de volscos 
y ecuos habían salido fuera y ya estaban en su territorio.
20 Véase nota a IV 45, 1.
21 Véase capítulo 16, 3.
12 Véase nota a I 72, 5.
38 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
Al escuchar estas noticias a la vez, los senadores decidieron 
no hacer ya ninguna demora, sino ayudar con todo el ejér­
cito y que ambos cónsules partieran; y si algunos de los 
romanos o de los aliados abandonaba la expedición, que 
los trataran como enemigos. Cuando los tribunos cedieron 
también, los cónsules inscribieron a todos los que estaban 
en edad, hicieron venir a las fuerzas de los aliados y par­
tieron rápidamente después de dejar la tercera parte del 
ejército local para guardar la ciudad. Pues bien, Fabio con­
dujo rápidamente el ejército contra los ecuos que estaban 
en el territorio de los tusculanos. La mayoría de ellos ya 
se habían marchado después de saquear la ciudad, pero 
quedaban unos pocos guardando la fortaleza, que es muy 
segura y no necesita mucha protección. Algunos afirman 
que los vigías de la fortaleza, cuando vieron el ejército que 
salía de Roma (pues desde una altura es visible todo el es­
pacio comprendido entre las dos ciudades), se fueron vo­
luntariamente; pero otros dicen que, obligados por Fabio 
a rendirse después de un asedio, entregaron la fortaleza 
por capitulación, implorando la impunidad para sus perso­
nas y viéndose obligados a pasar bajo el yugo.
Los romanos tusculanos, Fabio levantó el campamento
d o 23. Llevó una marcha forzada durante toda la noche y, 
al rayar el alba, apareció ante los enemigos, que estaban 
acampados en una llanura sin haberse rodeado de un foso 
ni de una empalizada, como si estuvieran en su propia tie-
Después de devolver la ciudad a los
volscos 
y ecuos
avanzada la tarde, y marchó todo lo rápi­
damente que pudo contra los enemigos 
cuando oyó que las fuerzas de los volscos
y los ecuos estaban reunidas cerca de la ciudad de Álgi-
23 Algidum, ciudad del Lacio, al sureste de Roma, entre Túsculo y 
Velitras, hoy Pava.
LIBRO X 39
rra y desdeñaran al adversario. Entonces, exhortando a los 
suyos a portarse como hombres valientes, irrumpió el pri­
mero en el campamento de los enemigos acompañado de 
los jinetes, y la infantería les seguía lanzando el grito de 
guerra. De los enemigos, unos eran asesinados mientras to­
davía dormían y otros, cuando se acababan de levantar e 
intentaban trabar combate, pero la mayoría se dispersó en 
la huida. Tomado el campamento con mucha facilidad, 
permitió a los soldados que se aprovecharan del botín y 
de los prisioneros, excepto de los que eran tusculanos, y, 
sin demorarse mucho tiempo allí, condujo el ejército a 
Ecetra24, que era entonces la más sobresaliente ciudad del 
pueblo de los volscos y la situada en el lugar más fortifi­
cado. Estuvo acampado cerca de la ciudad durante muchos 
días con la esperanza de que los de dentro salieran para 
entablar combate, pero, como ningún ejército salía, se de­
dicó a devastarles el territorio, que estaba lleno de hom­
bres y ganado, pues, al producirse el ataque de improviso, 
no habían tenido tiempo de recoger sus enseres de los cam­
pos. Permitiendo a los soldados que también saquearan 
esta zona, Fabio empleó muchos días en expediciones de 
forraje y después condujo el ejército a casa.
El otro cónsul, Cornelio, que marchaba contra los ro­
manos y volscos que estaban en Ancio, se encontró con 
un ejército esperándole delante de las lindes; y, después de 
colocar a los suyos en orden de batalla, mató a muchos, 
puso en fuga a los restantes y acampó cerca de la ciudad. 
Como los de la ciudad ya no se atrevían a salir a pelear, 
primero les devastó el territorio y luego rodeó la ciudad 
con una fosa y una empalizada. Entonces, viéndose obliga­
dos de nuevo, salieron de la ciudad con todo su 
una gran multitud desordenada, y, después de trabar/cora-
24 Véase nota a IV 49, 1.
40 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
bate y luchar todavía peor, fueron recluidos por segunda 
vez en la ciudad en medio de una huida vergonzosa y co­
barde. Pero el cónsul, sin concederles ningún descanso 
más, colocó unas escalas junto a las murallas y con arietes 
echó abajo las puertas. Como los de dentro resistían con 
dificultad y penosamente, tomó la ciudad por la fuerza sin 
muchos problemas. Entonces ordenó que todos los bienes 
que fueran de oro, plata y cobre se entregaran al tesoro 
público y que los cuestores se hicieran cargo de los escla­
vos y del resto del botín para venderlos; pero a los sol­
dados les concedió vestimenta, provisiones y todas las de­
más cosas de este tipo que podían serles útiles. Después, 
separando de entre los colonos y los antiguos habitantes 
de Ancio a los más relevantes y culpables de la sedición, 
que eran muchos, hizo que fueran azotados durante mucho 
tiempo con varas y luego ordenó decapitarles. Cuando con­
cluyó esto, también él condujo el ejército a casa. El Sena­
do salió al encuentro de estos cónsules cuando llegaban y 
decretó celebrar ceremonias triunfales para ambos. Y con 
los ecuos, que habían mandado una embajada para tratar 
de la paz, firmaron un acuerdo para finalizar la guerra, 
en el que se estableció que los ecuos, conservando las ciu­
dades y tierras que poseían en el momento en que se cerra­
ba el pacto, quedaban sometidos a los romanos sin pagar 
ningún otro tributo, pero enviando en tiempo de guerra 
una fuerza auxiliar tan numerosa como losdemás aliados. 
Así terminaba ese año.
El año siguiente, Cayo Naucio, elegi- 
Nueva sublevación do por segunda vez, y Lucio Minucio ac­
ete los ecuos y cedieron al consulado, y durante ese tiem-
ios sabinos po sostuvieron una guerra dentro de las 
murallas, motivada por los derechos de los ciudadanos
25 Para capítulos 22 y ss. véase Livio, III 25, 26, 6.
LIBRO X 41
contra Virginio y los demás tribunos, que ya ocupaban la 
misma magistratura durante cuatro años. Pero cuando una 
guerra procedente de los pueblos vecinos cayó sobre la 
ciudad y tuvieron miedo de que les quitaran el cargo, aco­
gieron gustosamente la ocasión que les ofrecía la fortuna; 
hicieron el alistamiento militar y después de dividir en tres 
bloques sus fuerzas propias y las de los aliados, dejaron 
uno en la ciudad, dirigido por Quinto Fabio Vibulano, y, 
tomando ellos el resto de las tropas, se pusieron en mar­
cha rápidamente, Naucio contra los sabinos y Minucio con­
tra los ecuos. Estos dos pueblos se habían separado del 
poder romano por la misma época; los sabinos, de forma 
evidente, incluso habían llegado hasta Fidenas26, que po­
seían los romanos (hay cuarenta estadios entre las dos ciu­
dades). Los ecuos, por su parte, de palabra se mantenían 
en los términos de la reciente alianza concertada, pero de 
hecho también actuaban como enemigos, pues habían lle­
vado la guerra contra los latinos, aliados de los romanos, 
como si no hubieran firmado acuerdos de amistad con 
ellos. Dirigía el ejército Cloelio Graco, hombre empren­
dedor y honrado con plenos poderes, que él los prolonga­
ba por encima del poder real. Llegó hasta la ciudad de 
Túsculo, que habían tomado y saqueado los ecuos el año 
anterior y de la que habían sido expulsados por los roma­
nos, se apoderó de muchos hombres y de todo el rebaño 
que encontró en los campos y destruyó los frutos de la 
tierra que estaban maduros. Cuando llegó una embajada, 
enviada por el Senado romano, pretendiendo saber qué 
ofensa habían recibido los ecuos para hacer la guerra con­
tra los aliados de los romanos, a pesar de que les habían 
prestado juramento de amistad recientemente y en ese in-
26 Véase nota a II 53, 2.
42 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
tervalo de tiempo no se había producido ningún enfrenta­
miento entre los dos pueblos, y además exhortando a Cloe­
lio a liberar a los rehenes que tenía, a retirar sus tropas 
y a rendir cuentas por las ofensas o daños que había cau­
sado a los tusculanos, Graco tardó mucho tiempo en con­
ceder audiencia a los embajadores, como si estuviera real­
mente ocupado en algunos quehaceres. Y cuando le pareció 
bien recibirles, y ellos explicaron el mensaje del Senado, 
él dijo: «Me pregunto por qué vosotros, romanos, que con­
sideráis enemigos a todos los hombres, incluso a aquellos 
de los que no habéis recibido ningún daño, por vuestro 
afán de poder y tiranía, en cambio no permitís a los ecuos 
pedir cuentas a esos tusculanos, que son enemigos, a pesai 
de que nosotros no acordamos nada respecto a ellos cuan­
do hicimos los tratados con vosotros. Ahora bien, si decís 
que vuestros intereses han sufrido algún agravio o daño 
por causa nuestra, os daremos una satisfacción de acuerdo 
con los convenios. Pero si venís a reclamar justicia en nom­
bre de los tusculanos, vosotros no tenéis nada de que ha­
blar conmigo sobre ellos; más bien id a contárselo a ese 
roble», y les señaló uno que había crecido cerca.
Los romanos, ofendidos de tal forma
Ante la difícil , , , .
situación Por este hombre, sin dejarse llevar en se-
los romanos guida por la cólera, condujeron fuera a
nombran un su ejército, pero también le enviaron una
dictador segunda embajada y mandaron a los sa­
cerdotes llamados feciales, poniendo como testigos a los 
dioses y divinidades menores de que, si no obtenían justi­
cia, se verían obligados a emprender una guerra sagrada; 
y, después de esto, enviaron al cónsul. Cuando Graco se 
enteró de que los romanos se acercaban, levantó el campa­
mento y se llevó a sus tropas más lejos, con los enemigos 
pisándoles los talones.
LIBRO X 43
Él quería conducirles a ciertos lugares en donde les lle­
varía ventaja, como así ocurrió; entonces, aguardando has­
ta que llegó a un desfiladero encerrado entre montañas, 
cuando los romanos entraron en él persiguiéndole, se dio 
la vuelta y acampó en el camino que llevaba fuera del des­
filadero. A causa de esto, ocurrió que los romanos no pu­
dieron elegir para su campamento el lugar que querían, 
sino el que les ofreció la ocasión, donde no era fácil coger 
forraje para los caballos, al estar rodeado el lugar de mon­
tañas peladas e inaccesibles, ni recoger alimentos para ellos 
del territorio enemigo, puesto que se les habían acabado 
los que traían de casa, ni cambiar el campamento mientras 
los enemigos estuvieran acampados enfrente e impidieran 
la salida. Prefiriendo usar la violencia, entablaron com­
bate y fueron obligados a retroceder y, después de recibir 
muchos golpes, fueron encerrados de nuevo en la misma 
trinchera. Cloelio, animado por esta victoria, empezó a ro­
dearles con un foso y una empalizada y tema muchas espe­
ranzas de que, angustiados por el hambre, le entregarían 
las armas. Pero cuando llegó a Roma la noticia de este 
desastre, Quinto Fabio, el prefecto que había quedado en 
la ciudad, escogió la sección de su propio ejército más ade­
cuada y vigorosa y la envió al cónsul para su auxilio. Con­
ducía esta tropa Tito Quincio, cuestor y ex-cónsul. Y a 
Naucio, el otro cónsul, que estaba en la expedición en te­
rritorio de los sabinos, le envió una carta refiriéndole lo 
ocurrido a Minucio y le pidió que viniera rápidamente. Es­
te confió la vigilancia del campamento a los embajadores 
y él mismo, con unos pocos jinetes, cabalgó hacia Roma 
a marchas forzadas. Y cuando llegó a la ciudad, siendo 
todavía noche cerrada, estuvo deliberando con Fabio y los 
más ancianos de los otros ciudadanos sobre lo que era pre­
ciso hacer. Como a todos les parecía que la situación nece­
44 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
sitaba de un dictador, nombraron para este cargo a Lucio 
Quincio Cincinato, y Naucio, cuando concluyó este asunto, 
marchó de nuevo al campamento.
Fabio, el prefecto de la ciudad, envió 
Derrota y a *os Q110 debían invitar a Quincio a asu-
rendición total mir su magistratura. Ocurrió que tarn­
et los ecuos27 bién este hombre se dedicaba entonces a
ciertos trabajos del campo, y, cuando vio 
la multitud que se acercaba, sospechando que venían hacia 
él, se puso una ropa más apropiada y salió a su encuen­
tro. Cuando estaba cerca, le llevaron caballos adornados 
con magníficos jaeces, colocaron junto a él las veinticuatro 
hachas con las varas28 y le ofrecieron un vestido purpú­
reo y las demás insignias con las que antes se adornaba 
la dignidad real. Él, al enterarse de que había sido nom­
brado dictador de la ciudad, no sólo no se alegró de haber 
recibido tal honor, sino que dijo con gran indignación: 
«Entonces, la cosecha de este año también se perderá por 
causa de mis ocupaciones, y todos pasaremos hambre des­
graciadamente». Después de esto, se presentó en la ciudad 
y, en primer lugar, animó a los ciudadanos dirigiendo a 
la multitud una arenga capaz de despertar sus corazones 
con buenas esperanzas; luego, reunió a todos los que goza­
ban de plenas facultades, a los de la ciudad y a los de los 
campos, mandó venir a las tropas auxiliares de los aliados 
y nombró comandante de caballería a Lucio Tarquinio, 
hombre ignorado a causa de su pobreza, pero valeroso en 
cuestiones de guerra. A continuación, partió con sus tro­
pas, que estaban formadas, y saliendo al encuentro del 
cuestor Tito Quincio, que esperaba su llegada, cogió tam­
27 Para capítulos 24 y ss., véase Livio, 111 26, 7-29, 9.
28 Véase nota a III 61, 2.
LIBRO X 45
bién las tropas de este y las dirigió contra los enemigos. 
Cuando examinó la naturaleza del lugar donde estaba el 
campamento, situó una parte de su ejercito en las zonas 
altas, para que no les llegaran a los ecuosni otra fuerza 
auxiliar ni provisiones, y él avanzó con el resto de sus tro­
pas alineadas como para un combate. Cloelio, sin ningún 
temor (pues el ejército que estaba con él no era pequeño 
y él mismo no se consideraba de espíritu cobarde en los 
asuntos de guerra), esperó al atacante, y se produjo una 
dura batalla. Después de que transcurriera mucho tiempo 
y los romanos, por causa de sus continuas guerras, sopor­
taran la fatiga y la caballería acudiera en auxilio de la in­
fantería siempre que estaba en una difícil situación, Graco, 
derrotado, se encerró de nuevo en su campamento. Des­
pués de esto, Quincio le rodeó con una alta empalizada 
y lo cercó con numerosas torres, y, cuando comprendió 
que Graco estaba en apuros por escasez de lo necesario, 
él mismo, además de emprender continuos ataques contra 
el campamento de los ecuos, ordenó a Minucio que hiciera 
una salida desde el otro lado. De modo que los ecuos, ne­
cesitados de provisiones, sin esperanza de recibir ayuda de 
los aliados y sitiados por todas partes, se vieron obligados 
a enviar a Quincio una embajada con ramos de suplicantes 
para pedir la paz. Éste dijo que iba a firmar un tratado 
con los demás ecuos y a ofrecer la inmunidad para sus 
personas una vez que hubieran depuesto sus armas y pasa­
ran bajo el yugo de uno en uno; pero que a Graco, su 
general, y a los que con él habían tramado la rebelión los 
trataría como enemigos, y les ordenó que le trajeran a es­
tos hombres atados. Al aceptarlo los ecuos, les dio esta 
última orden: que, puesto que habían esclavizado y saquea­
do la ciudad de Tusculo, aliada de los romanos, sin haber 
sufrido ningún daño por parte de los tusculanos, debían
46 HISTORIA ANTIGUA DE ROMA
ofrecerle a cambio una ciudad de las suyas, Corbión29, 
para tratarla de la misma forma. Cuando recibieron estas 
respuestas, los embajadores se marcharon y regresaron no 
mucho después trayendo a Graco y a sus cómplices encade­
nados. Y ellos mismos depusieron sus armas y abandona­
ron el campamento marchando, como el general había or­
denado, a través del campamento de los romanos uno por 
uno bajo el yugo; después entregaron la ciudad de Cor­
bión, de acuerdo con lo pactado, con la única petición de 
que pudieran salir las personas libres, a cambio de las cua­
les entregaron a los rehenes tusculanos.
Triunfo y Quincio, cuando se hizo cargo de la
posterior ciudad, ordenó llevar a Roma lo más so-
dimisión bresaliente del botín y permitió que todo
del dictador jQ (jem¿s se repartiera, por las centurias,
Lucio Qumcio entre jos soidac|os qUe habían estado con
él y los que habían sido enviados previamente con el cues­
tor Quincio. En cuanto a los que habían sido encerrados 
en su campamento con el cónsul Minucio, les dijo que les 
había dado un gran regalo librando sus personas de la 
muerte. Después de hacer esto y de obligar a Minucio a 
dimitir de su magistratura, volvió a Roma y celebró un 
triunfo más brillante que el de cualquier otro general, ya 
que en dieciséis días en total, desde que había recibido su 
cargo, salvó un ejército amigo, destruyó una potente fuerza 
de enemigos, saqueó una de sus ciudades y dejó allí una 
guarnición y trajo encadenados al líder de la guerra y a 
los demás hombres relevantes. Pero de todo, lo más digno 
de admiración referente a él, es que habiendo recibido una 
magistratura tan importante por un periodo de seis meses, 
no se aprovechó de la ley, sino que, convocando al pueblo
29 Véase nota a VI 3, I.
LIBRO X 47
a una asamblea, dio cuenta de sus actos y renunció a su 
cargo. Y cuando el Senado le rogó que tomara toda la 
tierra conquistada que quisiera, así como esclavos y dinero 
del botín, y que reparara su pobreza con una riqueza jus­
ta, que había conseguido de la forma más hermosa arreba­
tándosela a los enemigos con su propio esfuerzo, no consin­
tió. Y también, cuando sus amigos y parientes le ofrecieron 
grandes regalos y antepusieron a cualquier otro bien el de 
satisfacer a aquel hombre, él les agradeció su buena dispo­
sición sin aceptar ninguna de las dádivas. Por el contrario, 
regresó de nuevo a aquella pequeña finca y cambió la vida 
de rey por la del campesino que trabaja su propia tierra, 
sintiéndose más orgulloso en su pobreza que otros en su 
riqueza. No mucho tiempo después, también Naucio, el 
otro cónsul, después de vencer a los sabinos en batalla 
campal y saquear gran parte de su territorio, condujo las 
tropas de nuevo a Roma.
,. Después de estos cónsules, corría laLos sabmos v
y los ecuos Lxxxi Olimpiada, (455 a. C.) en la que
aprovechan las venció Polimnasto de Cirene en la prueba
disensiones del estadio, y era arconte en Atenas Ca-
aviles j* en c a iegjsiatura asumieron la auto-
en R om ai0 ridad consular en Roma Cayo Horacio31 
y Quinto Minucio. En su época, de nuevo los sabinos or­
ganizaron una expedición contra los romanos y devastaron 
una extensa parte de su territorio; y llegaban en grupo los 
que habían huido de los campos, contando que los enemi­
gos se habían apoderado de todo lo que estaba entre Crus­
tumerio32 y Fidenas. También los ecuos, que habían sido 
vencidos recientemente, estaban otra vez en armas. Y los
30 Para capítulos 26-30, véase Livío, III 30.
31 Livio da el nombre como Marco Horacio Pulvilo.
32 Véase nota a II 32, 2.
48 HISTORIA ANTiGUA DE ROMA
más sobresalientes de ellos, marchando de noche hacia la 
ciudad de Corbión, que habían entregado a los romanos 
el año anterior, encontraron dormida a la guarnición que 
había allí y los mataron excepto a unos pocos, que casual­
mente se habían retrasado en acostarse. Los restantes ecuos 
se dirigieron con una gran fuerza contra la ciudad de Or­
tona33, del pueblo de los latinos, y la tomaron por asalto; 
y todos los daños que no eran capaces de hacer a los ro­
manos, se los causaron, llevados por la cólera, a sus alia­
dos. Mataron a todos los que estaban en plena juventud, 
excepto a algunos que huyeron en el momento de la toma 
de la ciudad, y esclavizaron a sus mujeres e hijos, así co­
mo a los ancianos; y de los bienes materiales recogieron 
rápidamente todo lo que podían llevarse y se retiraron an­
tes de que acudieran a socorrerles todos los latinos. Cuan­
do fueron comunicadas estas noticias tanto por los latinos 
como por los de la guarnición que se habían salvado, el 
Senado decidió por votación enviar un ejército y que mar­
charan ambos cónsules. Pero Virginio y sus compañeros 
tribunos, que ostentaban el mismo cargo durante cinco 
años, trataron de impedirlo, como también lo habían he­
cho en años anteriores, oponiéndose a las levas de tropas 
por parte de los cónsules y pidiendo que se resolviera pri­
mero la guerra de dentro de las murallas permitiendo al 
pueblo que decidiera en relación con la ley que los tribu­
nos querían introducir sobre la igualdad de derechos; y el 
pueblo colaboraba con ellos en su táctica de usar muchos 
argumentos malévolos contra el Senado. Pero, como el 
tiempo pasaba y ni los cónsules aceptaban un debate preli­
minar por el Senado o la presentación de la ley ante el 
pueblo, ni por su parte los tribunos querían permitir que
33 Véase nota a VIII 91, 1.
LIBRO X 49
se hiciera la leva ni la salida de la expedición, y se gasta­
ron en vano muchas palabras y acusaciones mutuas tanto 
en las asambleas como en el Senado, otra medida política 
introducida por los tribunos contra el Senado, y que les 
despistó, vino a apaciguar la disensión que entonces preva­
lecía, y fue el origen de otras muchas ventajas importantes 
para el pueblo. Explicaré también de qué modo el pueblo 
consiguió este poder.
Mientras el territorio de los romanos y de sus aliados 
estaba siendo devastado y saqueado y los enemigos se mar­
chaban como a través de un desierto, con la esperanza de 
que ningún ejército saldría contra ellos a causa de la disen­
sión que dominaba en la ciudad, los cónsules reunieron el 
Senado para tomar por fin una decisión acerca de todo el 
asunto. Después de muchas intervenciones, el primero al 
que se le

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