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Freud_y_el_malestar_en_la_cultura

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La cabeza de turco de la psicología o
El malestar en la cultura de Sigmund Freud,
con prólogo de Jacques André. Editorial Amorrortu, 2016
En esta obra, Freud no se dirige a los especialistas, no trata de precisar la técnica
o perfilar conceptos; sin embargo, su interés teórico y la reflexión ofrecida sobre lo que
nos aflige son estimables. La prologa Jacques André para la clásica Amorrortu, un
psicoanalista de la Asociación Psicoanalítica de Francia, director del Centro de estudios
en psicopatología y psicoanálisis (París VII) y de la Petit Bibliothèque de Psychanalyse
en Les Presses universitaires de France (PUF). Su participación en la revista ALTER
promociona la investigación y las traducciones inéditas de psicoanálisis. Su trabajo en
este texto subraya la necesidad de conectar el psicoanálisis con los problemas actuales
que se presentan en el campo de las ciencias sociales.
El manuscrito de El malestar en la cultura fue entregado por Freud al impresor
una semana después del 29 de octubre de 1929, el “Martes negro”. Aquel día se hundió
la bolsa neoyorkina, provocando una suerte de hundimiento del mundo. Un mes antes
había muerto un hombre clave para la posible unión entre Austria y Alemania: Gustav
Stresemann. Pese a que el Tratado de Versalles (1919) prohibió la añorada anexión
(Anschluss), Stresemann había conseguido en 1926 el Premio Nobel de la Paz,
generando expectativas nuevas sobre el acercamiento. Pero su muerte dejó al
Volkspartei (Partido del Pueblo) en manos de la derecha más recalcitrante, lo que
supuso más fragmentación en el parlamento acabando por debilitar aún más la
maltrecha República de Weimar.
No es por azar que comience esta obra con el análisis de una expresión de
Romain Rolland. El afamado escritor había recibido de Freud, como cortesía, el
manuscrito que lo implicaba. Y Rolland respondió con una opinión no muy favorable.
Tampoco es casual que, ese verano, Stefan Zweig enviara a Freud noticia detallada de
las biografías que fraguaba. La suya -la de Freud- entraba en serie con la de Mesmer y
con la de alguien menos honorable, la de Mary Baker-Eddy, una furibunda iluminada
que andaba por América y Europa atando cabos y predicando la Christian Science, para
aglutinar adeptos. Para colmo, Friderike Zweig, la compañera del escritor, seguía con
intensidad las campañas del “apóstol de la paz”, mientras algunos fieles seguidores iban
y venían en busca del Nobel para Freud. Premio concedido años antes, en 1915,
precisamente a Rolland “como tributo al elevado idealismo de su producción literaria y
a la simpatía y el amor por la verdad con el cual ha descrito diversos tipos de seres
humanos”. En fin, un premio a la prédica del “apóstol de la paz” por la unión, la paz y
el amor.
Si a esto sumamos la experiencia de la gran Guerra, Freud tenía motivos para
pensar cómo se ata y desata el lazo social y cuáles son sus consecuencias. Ruptura,
disolución o destrucción vienen de la mano de Thanatos. En el texto propone tres
fuentes para ese efecto de “malestar”: el cuerpo, el mundo y la relación con los otros
(esta como fuente principal). E incluso añade: "bien podría ser un destino (…)
ineludible".
Efectivamente, es esta dialéctica de la relación con el otro la que alimenta
básicamente el malestar en la cultura. Pero “en la cultura” no remite a un particular
marco histórico, ni siquiera a los cuerpos retorcidos, al hundimiento del mundo o a la
aniquilación de todo lazo provocado por la última guerra. Remite a los aspectos
transhistóricos, que convierten al “malestar” en un sufrimiento de desencuentro, de
inadecuación estructural. Freud resume aquí gran parte de su teoría en línea con Tótem y
tabú y El porvenir de una ilusión, en donde ya había tratado los aspectos subjetivos de
la religión como forma de apaciguamiento de esta infelicidad consustancial.
Pero El malestar es una obra más radical y su análisis más demoledor. Es
interesante observar que, pese a la efervescencia de la extrema derecha: nazis,
Stahlhelm, Jungdo etc., la desesperanza de la izquierda y el callejón sin salida de la
inadecuación del hombre a “la cultura” que plantea el autor, pese a todo este carácter
trágico, su escrito no se presenta en modo alguno como conformismo o nihilismo. La
vida hay que aceptarla en sus goces y en sus sombras, al margen de la utopía y de toda
idealización de lo humano. Pero no por ello, hay que consentir con la injusticia
concreta. Se trata pues, de una visión fragmentaria y de una incompletud plenamente
actual, reflejada en este importante texto escrito en un tiempo de incertidumbre, cercano
a esta pesadumbre que nos invade silenciosamente.
Al hilo de la experiencia cuasi mística de Rolland, en donde habla de fusión y de
“sentimiento oceánico”, Freud se plantea una cuestión política de fondo, aunque en el
espacioso marco de antropología: ¿cómo es posible la cohesión de masas, y qué fuerzas
se oponen a esta “unión”, para destruirla y sumir a los individuos en un malestar sin
solución?
La expresión “sentimiento oceánico” venía a ser el origen de la necesidad que
tiene el hombre de una dimensión religiosa. Freud desmonta esa ficción y vuelve sobre
los pasos, para preguntarse por el origen del pensamiento religioso. No hay tal sustrato
sentimental, pero sí una cierta economía libidinal, cuya sede la encuentra en lo que él
denomina “Yo del placer” (Lust Ich). Ese sentimiento “oceánico” y esa fusión con el
todo, esas ideas sobre la eternidad y la infinitud no son otra cosa que ideaciones
hiperbólicas propias de una proyección narcisista de ese estadio. La realidad idealizada
se funde con lo que place al sujeto, lo displacentero es rechazado como exterior hostil.
Puede parecer una simpleza a estas alturas, pero Freud no cree que el yo sea la
instancia evolutiva e independiente, soldada a una conciencia libre postulada por el
humanismo, sino algo más coriáceo, algo del orden de la imagen (ideal) que captura al
sujeto alineándose en series sucesivas de capas de identificaciones. Identificaciones que
lo comprometen y lo ligan a los otros. Porque el yo, de entrada, no existe sin la relación
con el otro. Y es a través de esa alienación en la imagen y en ese lazo, que se vehicula
(en cada caso de manera particular) aquello que está a la base del malestar: la pulsión de
muerte, Thanatos.
Aquí siempre ha existido un malentendido, porque la imagen no puede separarse
del lenguaje. Que alguien hable de mí en un corrillo, si yo presto oído, es imagen.
Entonces, hay un determinado lazo social -basado en esta economía narcisista- que une
a los individuos y expulsa el objeto a destruir. ¿Qué se dice de mí?, ¿qué dice fulanito, o
menganita de mí? Espejeo de una imagen que a poco que me la tome en serio, me
enloquece. ¿Seré buen profesor? ¿Seré buen marido? ¿Seré buen padre? ¿Es que existe
una sustancia padre, profesor o demócrata? La respuesta era aparentemente simple: La
cultura, entendida como la formación de construcciones e instituciones al servicio del
programa de mantenimiento del principio del placer (y todas ellas “hablan” o
“escriben”), se soporta sobre la base de estas “potentes identificaciones”. Léase
religiones, movimientos sociales liderados o partidos políticos. ¿Quién no ha sido forofo
en su vida de algún partido? Craso error, pero la experiencia es la experiencia. Eros,
capturado en el espejo de Narciso, construye e instituye así lazos afectivos, (“unidos en
la hermandad” con sin banderas) que sirven a la causa de esta necesaria cohesión
social.
Kant ya había planteado el problema en su Fundamentación de la metafísica de
las costumbres: los animales tienen el instinto para seguir adelante con su programa de
satisfacción de la necesidad, pero el hombre está dotado de pensamiento y eso hace más
compleja su trayectoria. Pero cuando Kant plantea esto mira al cielo buscando el sentido
último de ese don celestial de la razón y, de camino, borra la peculiaridad deseante de
cada sujeto. El sujeto,en su relación con los otros, venía incluido en el mismo paquete,
en el idealismo transcendental, envasado en un lenguaje que lo sumerge en las aguas de
un programa ético con la promesa de fines últimos. Ignoraba con ello la dimensión que
aporta el lenguaje al cuerpo en su particular enganche, de modo que cada cual se moenta
en una la repetición de ser fantasmáticamente... “padre”, “profesor”, o forofo
“partidario”, “skin head” o autoinmolable “muyahidín”.
Evidentemente no hablamos de lo mismo, no es lo mismo sostener la imagen
incorrupta de un muyahidin por una organización monolítica monoteísta e impecable
con la diferencia y el desvío (que habla y escribe) que estar sujeto a la laxitud de una
identificación circulante por el rodeo social y pleural de una sociedad occidental y “ser”
padre o profesor. La circulación de las identidades anda más suelta, al menos hasta
ahora que se pretende una cierta ortodoxia en el ser algo, y más si es relativo al género.
Darwin bajó la escala del cielo kantiano a la filogénesis de la especie, y puso
otra vez al hombre genérico en la trayectoria animal. Pero tampoco fue muy lejos en lo
que a la complejidad del lenguaje humano en su impacto con el cuerpo se refiere.
Freud sí ve ahí un hiato, un salto del animal al humano. Ese salto no lo puede
explicar la descripción evolutiva darwiniana y mucho menos la metafísica. Esto le lleva
más lejos del objeto inicial de su análisis: ¿por qué el hombre tuvo necesidad de crear la
cultura como medio para mantener esa economía del principio del placer?, ¿por qué la
búsqueda del placer y la evitación del dolor lleva al hombre a esa otra “evolución”
descomunal que es la civilización? El tratamiento de esta cuestión le conduce -con
paradas interesantes en el erotismo anal- al análisis de la formación del yo, y a la
configuración inicial de los instintos: Eros y Thanatos.
Freud, adherido a la evolución, la entiende como la conquista por parte de los
instintos de nuevos modos para su satisfacción. Pero en esa conquista han de contar con
una resistencia opuesta: la inercia al abandono de las viejas formas de descarga. Intenta
explicar lo que observa en su consulta mediante el modelo evolutivo. ¿Qué observa? Lo
que denominó las transformaciones de la pulsión de muerte. La pulsión de muerte está
en Freud ligada a la Wiederholungszwang, a la compulsión a la repetición, que no es la
repetición más o menos doctrinaria derivada de una identificación, sino una repetición
que se le impone al sujeto muy a su pesar. (pensemos en el síntoma obsesivo, en la
histeria, o en los distintos tipos de adicción).
Esta es la guía fundamental que encontró en 1920 para la práctica clínica: se
debe localizar ese thanatos, esa pulsión que se repite irremisible acompañada de
displacer. En oposición a ella (lo cual no quiere decir que por ahí venga la curación)
están las barreras que construye Eros (más frágil y débil) para contenerla. Es mediante
Eros que nos distanciamos de la repetición inercial de la muerte y nos elevamos a
relaciones cada vez más complejas (y sin más complejas porque nos relacionamos de
forma más compleja con los otros, naturalmente y fundamentalmente a través del
lenguaje).
Eros y Thanatos son para Freud una exigencia teórica necesaria para entender la
economía y la dinámica del aparato psíquico. Eros contra Thanatos, Eros imbricado con
Thanatos, Eros interponiendo defensas contra la eclosión de Thanatos. Parece un mito
milenario. Pero si nos quedamos ahí, no entendemos a Freud.
Pues bien, la primera barrera que la cultura antepone a la pulsión de muerte es la
prohibición del incesto. Una primera detracción de libido a la vida sexual por parte de la
cultura. Una prohibición que separa evolutivamente la “horda primitiva” de la primera
institución del “Derecho” y de la “Ley”: el totemismo. Freud creía esta versión de la
antropología, la que entonces existía. Sin embargo, considera que el peso de la ley, en su
forma más elaborada, sólo llega con el monoteísmo, con el judaísmo.
Las religiones monoteístas introdujeron la dimensión del padre con todo su peso
simbólico e imaginario. Simbólico por lo que tiene de deuda acumulada en un sólo
significante: Dios, y de sometimiento a la ley…, de servidumbre voluntaria y
obediencia al super-yo. Una instancia psíquica que encuentra su soporte real en las
instituciones (en este caso religiosas, son ellas las que sin descanso sustenta el nombre
“Dios”, un flatus vocis con suerte histórica).
Esta obediencia “interna” a la ley sólo es posible con el desenlace del Edipo.
Dicho de otra manera si hay algo que lance al sujeto uera del objeto inceptuoso que es
netamente imaginario (a partir un piñón y sin intermediarios). Así lanzado al espacio
sideral el niño a la niña, tando da, tiene que buscarse la vida en otro lado. Por tanto, la
ley marca los límites a esa satisfacción primitiva, tanto en su transgresión, como en la
prohibición que permite derivaciones hacia el terreno socialmente permitido.
Pero hay un resquicio en este desenlace mediante el cual la pulsión no puede
localizar en el exterior un destino para su descarga, sino en el interior a la manera de
irredenta culpabilidad y castigo. La neurosis obsesiva da cuenta de este destino para la
pulsión thatánica. El sujeto no se acaba de marchar del objeto incestuoso, pero le ha
visto las orejas al lobo (la ley, amenaza de castración; niño o niña, que no, que no lo
hagas más que eso no se hace, que si no…, en fin los avatares son variopintos) y lo que
hace es buscar modos de evitar ese agujeto, esa espada de Damocles que lo lanza fuera
(la castración la conciba Freud como un lugar irrepresentable imaginariamente y por
tanto trumático; “no hay palabras para decirlo…” )
De modo que diversas formas de quedarse prendido al objeto de goce (las
neurosis) que llegados a un término, (el de la represión) produce insatisfacción y
repetición a su pesar, es decir compulsión.
En cuanto al padre imaginario, es la sumisión a lo que Freud llama “autoridad
exterior” (äussere Autorität). Se trata de un mandato que funciona sólo en tanto hay una
“autoridad exterior”. Dicho de otro modo, un vigilante, naturalmente que no sea
cómplice, que no esté dentro de la burbuja de la identificación en ese momento.
Esa autoridad externa se presenta como “presencia” que nos intimida y nos
recuerda, que si no cumplimos el deseo del Otro (es decir el inscrito en el cuerpo del
propio sujeto), el mandato (los que están atrapados en el goce infantil viven el deseo
como obligación externa o como seducción de un otro ideal que se coloca en el lugar
del Otro, es decir igualmente como obligación es el otro quien desea que yo desee.)
vendrá “la retirada del amor”.
Al afecto que produce ese temor a dicho elemento externo, que nos obliga
cuando somos niños pero también cuando se hace presente el padre terrible (el
vigilante), cuando no se puede leer el deseo del Otro como propio, lo llama “soziale
Angst”. De manera que hay presencia amenazante, directa o indirectamente, y por eso
hay ajuste al mandato. Pero si tal presencia no existe, la prohibición falla y el sujeto no
tiene porqué abandonar los modos de satisfacción adquiridos. Evidentemente, el sujeto
no tiene consciencia de esta dependencia para ajustar sus decisiones al deseo manifiesto
del Otro, a su demanda en la escalada cultural (la de la madre, del maestro o del padre, o
del presidente de su partido etc.).
Fenomenológicamente el padre imaginario puede aparecer de múltiples formas,
pero queda claro que no hay un punto “0” de partida del deseo así constreñido ( el sujeto
no desea por su propio pie), sino un juego de miradas, de ilusión, mediante al cuál, el
sujeto encuentra el camino (minado) para incluirse en la demanda de un otro que le
captura fantasmáticamente.
Este análisis de la dependencia del Lust Ich, del yo primitivo del placer que sólo
reconoce la amenaza exterior y por eso se somete, le lleva a Freud al análisis de esa
compacticidadimaginaria de las formaciones de masas. Si no hay ley interiorizada, si
no hay Super-Yo, o deseo en nombre propio, hay autoridad encarnada externamente y
sometimiento por miedo a la “pérdida de amor”. La pérdida de amor es la pérdida de
lazo, de andaderas para soportar la entrada en el desamparo (Hilflosigkeit).
La identificación imaginaria al semejante permite no sólo sostenerse como ser
deseante en el juego de miradas, sino que brinda a la pulsión de muerte una localización
“afuera”, en el exterior, en donde se había arrojado lo displacentero.
Fenomenológicamente se ve en usos y costumbres como en la visita al baño en las
chicas o en el compañerismo puesto a prueba cuando hay que hablar con el profesor, o
en el cercano/a al presidente del partido con el que se hace migas, en fin muchas y
variadas son las formas en la reflexión de imágenes en espejo.
Pues bien, para los atados a la neurosis o a ese goce del que no se quiere
despegar el sujeto, pero que le hace sufrir, hay entonces un exterior marcado como
causa de todo mal que el discurso localiza: los gentiles para la comunidad cristiana a
partir de San Pablo, los burgueses para los comunistas, o los judíos para los nazis, o los
extranjeros para el actual ultranacionalismo puede servirnos de ejemplo. La neurosis
está muy bien repartida, tanto como el padre de la horda primitiva; un Trump por
ejemplo, que parece hablar en nombre propio, por más que sus compinches le susurren
al a la oreja (aunque no tiene por que ser hombre con flequillo al viento, estamos en lo
que Freud llamaba la fase fálica, común a ambos sexos, puede ser una poderosa
A…frodita). En fin, Freud analiza cómo solucionan el malestar en este tipo de
agrupaciones, cohesionadas por identificaciones especulares. ¿Y cómo lo hacen? Fácil:
simplemente tienen que situar la pulsión de muerte fuera del campo propio, en esa
extimidad tan cercana inconscientemente, pero tan ajena para la conciencia: moro,
extranjeto, socialcomunista, palestino…
De este modo, las identificaciones imaginarias abren cauces (de lenguaje) a una
economía libidinal sostenida por el narcisismo. Se construyen así barreras, instituciones,
ejércitos atrincherando la satisfacción erótico-narcisista en el campo de “los nuestros”,
mientras se eyecta la agresividad (un modo de la pulsión de muerte) contra “los otros”.
Y si llega el caso que, por efecto de alguna rivalidad u odio, ocurra algo reprochable
para los propios, siempre podrá deslizarse la pulsión hacia el otro, tachándole de traidor,
secesionista, o peor aún, de infiltrado. En definitiva, al igual que en el transitivismo
infantil (y no por casualidad): el otro se convierte en culpable y merecedor del castigo
que entrañe el acto del propio o los propios. Hay un ejemplo que conocemos bien los
españoles: ¿Se acuerdan del “y tú más” siempre en continuo retorno?
Un sujeto (no un yo, el yo por supuesto es la formación que fija al sujeto en esta
pamplina), un sujeto identificado (habría que decir yoificado) a ese significante (las
siglas de “su” partido) es impermeable a toda crítica. Mano de santo, nada malo le
atañe, ni la propia corrupción, pues “lo hacen los otros”. Así se ahorran dar vueltas a la
cabeza y sobre todo evitan interrogarse no sobre el mundo, sino sobre ellos/as
mismos/as. Nada en esta viña del Señor hace pregunta propia sobre el camino recorrido
y sobre la responsabilidad que uno/a tiene en lo que hace y dice. Siempre resbala a los
otros, o al otro, o a la otra, que tanto da. Se ha exorcizado el malestar (el más allá del
principio de placer que es displacer). Por tanto, habrá encontrado una causa externa
sobre la que cargar las tintas. Siento disentir de la “Academia” y la psicología instalada
en la “Academia” (es el significante -talismán- para designar al saber competente en
todas las agencias de evaluación), pero Freud está muy lejos de ser algo superado y una
bagatela de místicos e iniciados fantasiosos. Otra cosa es que lo hayan borrado del mapa
localizable y ande de tertulia en tertulia o paseándose por los museos o proscrito (de
nuevo el mal localizado).

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