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América Latina la construcción del orden - páginas - 4,110-128

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WALDO ANSALDI
VERÓNICA GIORDANO
AMÉRICA LATINA. LA
CONSTRUCCIÓN DEL ORDEN
DE LAS SOCIEDADES DE MASAS A
LAS SOCIEDADES EN PROCESOS
DE REESTRUCTURACIÓN
Paulo Pinheiro se hace eco de la apreciación de Michael
Löwy y señala que la rebelión de 1935 fue un acontecimiento a
mitad de camino entre la táctica del “tercer período” (“clase
contra clase”, rechazo de alianzas con clases o sectores que no
fuesen proletarios) y la de los frentes populares (10). El
programa de los comunistas brasileños era frente popular, pero
el método insurreccional se correspondía más con el “tercer
período” (Pinheiro, 1991: 290).
A su vez, Caballero (1987: 163) considera que la derrota en
Brasil llevó a los comunistas latinoamericanos a una nueva
actitud política que los caracterizará durante muchos años:
preferir “sistemáticamente una alianza con una fuerte
personalidad (para no hablar de ‘hombre fuerte’) antes que con
un partido político organizado que pudiese proponer o, peor
aún, imponer tácticas independientes y un liderazgo diferente y
permanente sobre la alianza (o ‘frente’)”. La política de los
comunistas frente a Batista en Cuba avala esa proposición,
pero la seguida con Perón en Argentina la refuta.
Derrotada la insurrección, Vargas obtuvo inmediatamente una
ampliación de los poderes especiales. Dispuesto el estado de
sitio, la represión policial fue intensa, desarticulando todas las
formaciones de izquierda y encarcelando a unos 6.000 políticos,
civiles y militares. Durante 1936 continuó la represión y el
incremento de los poderes de emergencia: el estado de sitio fue
prorrogado cuatro veces, cada una por 90 días; un senador y
cuatro diputados federales fueron apresados y el Congreso
consintió su enjuiciamiento; un nuevo Tribunal de Seguridad
Nacional otorgó a Vargas más poder represivo.
El Estado de Compromiso Social, el populismo y
otras formas de intervención social del Estado
Francisco Weffort, en alusión al populismo brasileño, utilizó el
concepto Estado de Compromiso Social para referirse a una de
las formas históricas que asumió el Estado en América Latina
tras la crisis de 1930. Ella se distingue de esa otra forma de
Estado, de matriz eurocéntrica (y no verificable en la región),
conocida como Welfare State o Estado de Bienestar Social.
También, se diferencia de las experiencias derivadas del New
Deal en Estados Unidos y los frentes populares avalados por la
Internacional Comunista.
Siguiendo a Weffort, puede decirse que el Estado de
Compromiso Social se fundó en unos arreglos políticos
inestables con incorporación de los sectores medios y
movilización de las masas (trabajadores) desde arriba, quienes
dispusieron de distintos grados y cuotas de poder, según los
casos. Puesto que el conflicto político no radicaba en el
antagonismo de clases propio del capitalismo (burguesía vs.
proletariado), este adquirió un carácter difuso: oligarquía vs.
pueblo. Como pauta general, ninguna clase o fracción de ella
fue capaz de ejercer la hegemonía y llevar adelante un proyecto
nacional con éxito duradero. Como resultado, la dominación se
articuló con base en el compromiso. Los Estados de
Compromiso en su forma más acabada fueron Estados
Populistas (Graciarena, 1984). Pero no debe asumirse que el
populismo es una forma generalizable a toda la región. En
efecto, la experiencia del batllismo en Uruguay, la del
yrigoyenismo en Argentina, las de Alessandri y luego Aguirre
Cerda en Chile, la del MNR boliviano, la del aprismo peruano o
la de Velasco Ibarra en Ecuador –por referir solo a los casos
más citados– aluden a una ampliación de las bases sociales del
Estado y a una política de inclusión sobre la base de una
identidad más o menos ambigua, pero no constituyen, ninguna
de ellas, experiencias pasibles de ser consideradas populistas e
incluso, algunas, ni siquiera de incorporación de las clases
trabajadoras.
El Estado de Compromiso Social hace referencia a una forma
de Estado con régimen democrático que históricamente sucedió
a las crisis de la oligarquía (aunque en algunos casos no llegó a
reemplazarla en sus trazos fundamentales) y puso en marcha
cierta práctica política de ampliación de las bases sociales, de
intervención social del Estado y de interpelación popular.
Hay dos países, que no tuvieron Estado oligárquico (en los
términos en que lo hemos conceptualizado en el capítulo 4),
que presentan singularidades significativas: Uruguay, donde el
reformismo batllista fue la forma en la que se consolidó el
Estado moderno como forma particular de resolución de las
luchas inherentes a la modernización; y Costa Rica, que
tempranamente logró la articulación con el mercado mundial a
través de la expansión de la economía del café y la
centralización del Estado sobre bases más o menos sólidas (en
buena medida, colaboró con esta centralización la ausencia de
estructuras coloniales fuertes en su territorio) y más proclive a
la implementación de reformas sociales. Uruguay fue, desde la
primera década del siglo XX, un Estado Protector; Costa Rica,
desde los años cuarenta, más bien, un Estado de Compromiso
Social.
En América Latina, puede decirse, hubo Estados de
Compromiso Social, Estados Protectores (para utilizar la
expresión acuñada por el argentino Luciano Andrenacci),
Estados Populistas y Estados intervencionistas. La distinción
nos introduce en un nuevo rodeo de especulación teórica: ¿cuál
es la especificidad del Estado populista?
Otra digresión teórico-conceptual: el populismo
Populismo es uno de esos conceptos que ha sido objeto de
una recurrente inflación semántica. Entre quienes reivindican un
uso amplio, descuella Ernesto Laclau (2005), quien considera el
populismo como la “esencia” de lo político. En la misma línea,
visiones como las de Benjamín Arditi (2004a) y Francisco
Panizza (2005) optan por definirlo en términos de “rasgo” o
“dimensión” de la política moderna. Otros, como Alan Knight
(2005, capítulo 6), prefieren asociarlo a términos como “estilo”
político. Estas definiciones de algún modo se inspiran en
experiencias históricas recientes, como las de los gobiernos
“neoliberales” de los años noventa o la Revolución Bolivariana
en Venezuela, para nombrar las más sobresalientes en América
Latina. En términos más estrictos, estructurales e
históricamente acotados, se cuentan definiciones como la de
Francisco Weffort (1980).
Sabiendo que el populismo ha sido un objeto teórico e
histórico controvertido, aquí proponemos una conceptualización
que, como la de Knight –y a pesar de no coincidir con su noción
“estilística”–, se construye sobre la base de “procesos
históricos”, más que sobre “convergencias historiográficas”
(2005: 241, las itálicas son del autor). Así, creemos conveniente
seguir sosteniendo una definición a la vez sociológica e
histórica del populismo latinoamericano, una línea metodológica
y epistemológica que, con matices, es la seguida por varios
autores –con diferencias en cuanto a la extensión del concepto,
pero con énfasis en su carácter sociohistórico: entre los
clásicos, Weffort (1968a, 1968b, 1980), Cardoso y Faletto
(1990), y más recientemente, Vilas (1995b), Mackinnon y
Petrone (1998) y Ansaldi (2007b).
Como es evidente, nuestra posición discrepa radicalmente de
la de Laclau y seguidores, que consideran el populismo
“simplemente un modo de construir lo político” (Laclau, 2005:
91), una visión que Guillermo Almeyra (2009: 283) critica
diciendo que está situada “fuera de la historia y de los conflictos
sociales, y prescinde del estudio de las particularidades del
desarrollo de cada formación económico-social y de cada
cultura”.
En América Latina, el populismo acompañó el surgimiento
político de las masas en las condiciones creadas por la crisis de
la dominación oligárquica y de la crisis de la idea, más que de la
paupérrima práctica, de la democracia liberal, en una coyuntura
de ensayos de desarrollo autónomo relativo y de urbanización e
industrialización en países agrarios y dependientes. Como
escribió Octavio Ianni (1989: 9), el populismo se correspondió,
en América Latina,con “una etapa específica en la evolución de
las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía
dependiente”.
En efecto, en América Latina, el populismo fue una
experiencia histórica significativa a partir de la década de 1930,
tras la crisis de la dominación oligárquica y del liberalismo –un
liberalismo que ya venía siendo cuestionado desde Europa por
el fascismo y por el comunismo–. Se apoyó en una alianza
entre el Estado, la burguesía industrial nacional (o local) y el
proletariado urbano industrial, y pudo abarcar, como en el caso
mexicano, a los campesinos (11). El Estado fue soporte de esa
alianza y en este sentido devino un Estado fuerte. Weffort
(1980: 84-85) ha definido el “sistema populista” como una
“estructura institucional de tipo autoritario y semicorporativo,
orientación política de tendencia nacionalista, antiliberal y
antioligárquica, orientación económica de tendencia
nacionalista e industrialista, composición social policlasista,
pero con apoyo mayoritario de las clases populares”. La alianza
policlasista en el Estado es un factor explicativo nodal y es el
que priorizamos en nuestra definición del fenómeno –lo cual
nos acerca a la definición de Weffort mucho más que a
cualquier otra–. Desde esta perspectiva, de modo excluyente,
las experiencias populistas en América Latina son el
cardenismo, el peronismo y el varguismo.
Francisco de Oliveira ha llamado la atención sobre un
aspecto central del populismo, relacionándolo con el cambio del
patrón de acumulación del capital, que sustituyó el establecido
por el modelo primario-exportador. Un componente de ese
cambio fue el establecimiento “de nuevas formas de relación
entre el capital y el trabajo, a fin de crear fuentes internas para
la acumulación”. Este hecho permite apreciar el papel de la
legislación laboral, en general favorable a los trabajadores. Pero
esta legislación, como ya había señalado Weffort –y Oliveira
retoma– llevó a su punto máximo el pacto entre la surgente
burguesía industrial y los trabajadores urbanos. En el caso de
Brasil, señala Oliveira, ese pacto apuntó a la liquidación política
de las antiguas clases propietarias rurales. La alianza no fue
producto de la presión de las masas, sino “de una necesidad de
la burguesía por evitar que la economía, luego de los años de
guerra y con el boom de los precios del café y de otras materias
primas de origen agropecuario y extractivo” retornase a la
situación previa a la crisis de 1930 (Oliveira, 2009: 70-71). Lo
que el autor observa en Brasil puede apreciarse también en
México –aunque aquí el previo proceso revolucionario social fue
una variable decisiva–, y en Argentina, si bien en este país la
antigua clase propietaria rural no fue liquidada políticamente por
completo, en buena medida, porque el peronismo no solo no
afectó el régimen de propiedad de la tierra, sino que –dato no
menor– se trataba de una burguesía terrateniente que había
diversificado notablemente sus intereses, entrelazándose
particularmente en el sector industrial, como bien demostró,
hace ya mucho tiempo, Milcíades Peña. Para el caso de Brasil,
Oliveira (2009: 69) considera el populismo la forma política de la
revolución burguesa, revolución que tuvo la particularidad –
contrario sensu la revolución burguesa clásica– de trasladar el
“poder de las clases propietarias rurales a las nuevas clases
burguesas empresario-industriales” sin “una ruptura total del
sistema”.
Según gran parte de las caracterizaciones sociohistóricas, el
populismo latinoamericano mantuvo una relación ambigua con
el capital extranjero, atravesada por una ideología nacionalista,
fuertemente antiimperialista (no anticapitalista) y, a menudo,
también anticomunista y antisocialista. El articulador de estos
discursos heterodoxos fue un líder de tipo carismático capaz de
suscitar el apoyo de las masas, fundamentalmente a través de
una interpelación en términos de “pueblo” y “trabajadores”. Pero
hay que notar que la interpelación al “pueblo” no fue exclusiva
del populismo, puesto que en las sociedades de masas,
efectivamente, el “pueblo” es el gran interpelado. En el
populismo, sin embargo, esa interpelación “se asocia regular y
lógicamente con una dicotomización”: entre el pueblo y las
distintas formas de no pueblo (Knight, 2005: 246) y más
usualmente la oligarquía. En rigor, el discurso potencia al sujeto
pueblo en tanto opuesto a otros dos sujetos, el burgués
(asociado al liberalismo) y el proletario (que es parte de la
tradición socialista). Discursivamente, esa distinción es
tributaria de lo que suele denominarse revolución de derecha o
revolución conservadora, pero la similitud no debe llevar a
considerar a los populismos latinoamericanos como fascistas o
nazis. Por otra parte, también la llamada doctrina social de la
Iglesia tiene un discurso que se presenta al mismo tiempo como
antiliberal y antisocialista. Esta doctrina, por caso, ha sido
invocada como el fundamento del peronismo por el propio
Perón y muchos de sus partidarios.
Fue característica del populismo que las demandas populares
de la sociedad hacia el Estado se expresaran por mediaciones
corporativas, especialmente a través de los sindicatos, y que se
diera una ampliación de la ciudadanía, en particular de los
derechos sociales, extendida desde arriba. Tal como señala
Maria Helena Capelato (1998), en el populismo se constata un
cambio en el patrón organizador de la ciudadanía. De la lógica
de la confrontación se pasa a la de la negociación en la gestión
de la ciudadanía; el ciudadano-trabajador desplaza al
ciudadano-individuo y los derechos sociales se extienden o
simplemente se hacen efectivos los existentes. Como se
aprecia, ese pasaje coincide con –según hemos indicado
antes– el del sindicalismo de confrontación al de negociación,
siguiendo la clasificación de Zapata.
En este sentido, el carácter democrático de los populismos se
observa también en la dimensión social de la ciudadanía. En
efecto, los populismos decididamente privilegiaron los derechos
sociales, mucho más que los políticos y los civiles. No obstante,
esto debe ser analizado con cuidado puesto que las realidades
históricas desbordan la voluntad generalizadora: el populismo
mexicano no cumplió enteramente con las prescripciones de la
Constitución de 1917 (las del artículo 123, al cual ya aludimos)
y el derecho de ciudadanía política femenina fue reconocido
recién en 1953; en el populismo brasileño hubo una extensión
de los derechos políticos a las mujeres (en verdad extendidos
en 1932 pero puestos en práctica recién después de la caída
del Estado Novo) y una legislación electoral favorable al
empadronamiento de los trabajadores urbanos, pero la
eliminación de la restricción por analfabetismo data de 1988; el
populismo argentino se destaca por haber completado la
universalización del sufragio con la extensión del voto a las
mujeres en 1947, además de hacer efectivos y ampliar
considerablemente los derechos sociales, que en 1949
adquirieron rango constitucional, como antes había acontecido
en Brasil. Cárdenas no necesitó dotar de constitucionalidad los
derechos sociales, pues, como hemos visto, la Constitución
revolucionaria de 1917 así lo había dispuesto. En cambio,
Vargas y Perón promovieron acciones dirigidas en tal sentido.
En Brasil, ya la Carta de 1934 –con su oscilación entre lo
liberal y lo social, de ahí su calificación como híbrida– incluyó
un capítulo dedicado al “orden económico y social”. Allí se
estableció la intervención estatal en ese plano: nacionalización
de la explotación de las riquezas del suelo y subsuelo,
participación en la implementación de industrias estratégicas
para la seguridad nacional y el desarrollo del país,
reconocimiento de la competencia del Estado para regular el
mercado de trabajo y consagrar derechos sociales, entre los
cuales se mencionaban la autonomía sindical, la jornada laboral
de ocho horas, la previsión social y los acuerdos colectivos, la
educación, la protección de la maternidad, la infancia, la
juventud y las familias de prole numerosa.En buena medida, la
Carta sintetizaba las líneas de “confrontación y compromiso”
desplegadas durante el primer momento del proceso iniciado
con el golpe de 1930. Con todo, ella hizo más lugar a las
posiciones liberal-“democráticas” de los grupos tradicionales
que a las reformadoras-autoritarias de los tenientes.
Caído el Estado Novo en 1946 –que tuvo su específica
Constitución, la polaca, como se la llamó peyorativamente por
su inspiración en la de Polonia (aunque hubo también mucha
influencia del fascismo y del nazismo), sancionada, sin
mediación de una Asamblea Constituyente, en 1937–, se
aprobó una nueva Constitución, que fue un compromiso entre el
Estado Social y la tradición liberal. Se retomó la concepción de
la de 1934 en cuanto al orden económico conforme los
principios de la justicia, que ahora fue definida explícitamente
como justicia social. El trabajo fue considerado obligación
social, debiendo asegurarse a todos los habitantes del país la
posibilidad de una existencia digna. Entre otros derechos, se
dispuso la participación obligatoria y directa de los trabajadores
en las ganancias de las empresas, el descanso semanal
remunerado, la estabilidad laboral, la asistencia a los
desempleados, la indemnización del trabajador despedido, la
previsión social para enfermos, ancianos e inválidos. La
asociación profesional o sindical fue declarada libre y se
reconoció el derecho de huelga.
En Argentina, la Constitución aprobada en 1949 incorporó el
capítulo “Derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad
y de la educación y la cultura”. Si bien es cierto que no pocos
de esos derechos ya tenían rango legal –merced a la lucha del
movimiento obrero y de los legisladores socialistas desde
1904–, la realidad mostraba la disposición patronal a no
observarlos y de los gobiernos a no obligar a los patrones a
cumplir. Así, el Estado populista otorgó el máximo rango a los
derechos de trabajar, retribución justa, capacitación,
condiciones dignas de trabajo, preservación de la salud,
bienestar, seguridad social, protección de la familia,
mejoramiento económico, defensa de los intereses
profesionales (en el caso de los trabajadores), asistencia,
vivienda, alimentación, vestido, cuidado de la salud física y
moral, esparcimiento, trabajo, tranquilidad y respeto (para los
ancianos). A diferencia de la brasileña de 1946, la argentina de
1949 no reconoció el derecho de huelga. Cabe añadir que en el
Preámbulo –reiterativo del de la Constitución liberal de 1853–
se añadió al final “la irrevocable decisión de constituir una
Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente
soberana”. Esta Constitución fue derogada ilegalmente en 1955
por la dictadura cívico-militar autodenominada Revolución
Libertadora, aunque la Convención Constituyente reunida en
1957 aprobó la inclusión, en el texto que se restituía (el de
1853), del artículo 14 bis, que reconocía los mencionados
derechos sociales y añadía el de huelga.
Otra característica del populismo fue la creación de partidos
políticos desde arriba, fuertemente identificados con el Estado y
con el líder. En este marco, el clientelismo, ahora
preponderante en las burocracias sindicales, partidarias y
estatales, fue una nota de continuidad entre el orden signado
por el pacto oligárquico y el creado con el nuevo pacto de
compromiso o, según el caso, el pacto populista –lo cual, cabe
notar, constituye un claro ejemplo de la temporalidad mixta de
América Latina–. Esta dimensión clientelar, por definición
basada en la reciprocidad, y ahora fundada en una
intermediación organizativa que complejizaba la relación típica
“cara a cara”, es quizás uno de los elementos que permiten
acordar, tal como sostiene Knight (2005: 248) que “el populismo
[y mejor aún, decimos, la relación líder-pueblo] debe ser
entendido como una relación recíproca, no una imposición
desde arriba”.
En general, las primeras definiciones sociológico-históricas
del populismo latinoamericano (Germani, Di Tella, etc.)
estuvieron pensadas sobre la matriz del populismo urbano e
industrial de las décadas de 1940-1950, los liderados por Perón
en Argentina y por Vargas en Brasil. Sin ir más lejos, la
definición que aquí presentamos en pos de una reflexión más
amplia sobre el populismo histórico pertenece al brasileño
Weffort, señaladamente preocupado por explicar el fenómeno
populista de su país. Sin embargo, como hemos dicho ya, el
concepto designa también otro fenómeno histórico particular,
con predominio del espacio rural y de los campesinos: el
populismo mexicano, liderado por Cárdenas –particularidad
que, sin duda, está asociada a su origen revolucionario social–.
El componente “autoritario” es, a nuestro juicio, el más crítico
dentro del conjunto de rasgos que según Weffort (pero también
otros autores) definen el “sistema populista”. En efecto, además
del componente policlasista que el autor señala, el carácter
formalmente democrático de los regímenes o Estados
populistas es, desde nuestra perspectiva, un factor explicativo
clave. El populismo latinoamericano puso sobre el tapete la
falacia de una única forma de democracia y constituyó
regímenes democráticos con un fuerte componente antiliberal y
corporativo que no pueden caracterizarse como una forma lisa y
llana de autoritarismo ni, mucho menos, dictadura.
Los populistas no solo no se reconocieron como enemigos de
la democracia –como los califican sus adversarios– sino que se
asumieron como sus verdaderos adalides, en tanto permitieron
la participación “igualitaria” del “pueblo” en la política. Esta
participación no se realizó a través de los procedimientos
clásicos de la democracia liberal (fundamentalmente, sufragio
libre e identificación “un individuo, un voto”), sino a través de
una mediación clientelar y corporativa y, en general, más
ampliamente actualizada en actos públicos que en las urnas.
Por esto, el populismo ha sido caracterizado, en el mejor de los
casos, como una forma de democracia plebiscitaria. Así,
autores como José Álvarez Junco (1994) enfatizan la dimensión
afectiva del vínculo líder/masa y la dimensión ritual de la
participación popular.
Entre las estrategias populistas se destacó la organización
corporativa de la sociedad. En el caso de Cárdenas y de Perón,
ella fue complementaria de la democracia representativa. En el
de Vargas, en cambio, hay que distinguir dos momentos: el
primero, el fundacional de las organizaciones corporativas,
correspondiente a la dictadura del Estado Novo; el segundo,
correspondiente al momento estrictamente populista (1951-
1954) –más próximo a los casos de México y Argentina–.
En México, sostiene Arnaldo Córdova (1993: capítulo 6), el
corporativismo se aprecia claramente en la transformación del
PNR en PRM. De hecho, el Partido de la Revolución Mexicana
no surgió “como un partido de masas, sino como un partido de
corporaciones, en el que sus unidades de base eran las
organizaciones, mientras que los individuos resultaban
elementos secundarios. Eran las organizaciones (o el pueblo
organizado) las que constituían al partido” (Córdova, 1993: 148-
149; itálicas del autor). En la misma línea, Hans Tobler (1994:
647-648) coincide en considerar la política de Cárdenas como
orientada a organizar corporativamente el Estado y la sociedad,
lo cual se aprecia en la reorganización del partido de Gobierno:
el PNR era un “partido de cúpulas”, constituido como tal “para
disciplinar la heterogénea elite política del país y someterla” a la
dirección de Calles. El PRM, en cambio, se constituyó como un
partido de masas, sí, pero no de masas integradas
voluntariamente, sino de “masas organizadas”, a estos efectos,
en cuatro sectores (obrero, campesino, militar y popular –este
último era el de los empleados públicos y agrupaciones de
clase media–). Coincide Tobler, pues, con Córdova en
caracterizar el PRM como un partido administrador de
corporaciones, antes que de “masas” en sí.
En cuanto a los empresarios, mediante la Ley de Cámaras de
Comercio e Industria, de 1936, Cárdenas los obligó a
integrarse,según el caso, en la Confederación de Cámaras
Industriales (CONCAMIN) o bien en la Confederación de
Cámaras Nacionales de Comercio (CONCANACO), ambas
declaradas órganos de colaboración con el Estado en sus
respectivos campos de incumbencia.
En el caso del PRM, su Pacto Constitutivo consagraba la
autonomía de todas y cada una de las organizaciones que lo
conformaban. Ellas eran, básicamente, obreras y campesinas,
fueran estaduales o nacionales. En Brasil y en Argentina, ni el
Partido Social Democrático (PSD) y el Partido Trabalhista
Brasileiro, en el primero, ni el Partido Peronista (PP), en el
segundo, incorporaron a corporaciones orgánicamente, si bien
el PTB se basaba en los sindicatos y su articulación fue
confiada al ministro de Trabajo, Alexandre Marcondes Filho, y el
PP contaba con dos ramas de género –la masculina y la
femenina– y una sindical.
Perón tuvo especial cuidado en balancear las
representaciones corporativas. Así, a la Confederación General
del Trabajo (CGT) sumó la Confederación General Económica
(CGE) –organización de la burguesía nacional (contrapuesta a
la histórica Unión Industrial Argentina, UIA, que reunía a la
burguesía industrial asociada al capital imperialista industrial, y
la Confederación General de Profesionales (CGP), que reunía a
los egresados universitarios de diferentes disciplinas y
profesiones–.
Por todo lo dicho, es evidente que el populismo es un
concepto que rehúye a su encorsetamiento en oposiciones
binarias. El populismo es una forma propia ¿de la democracia o
de la autocracia (o autoritarismo)?; ¿del orden constituido o de
la revolución?; ¿de la movilización social y política espontánea
o del control vertical de las masas?; ¿de la inclusión o de la
exclusión?, etc. Seguramente, a estos interrogantes pueden
añadirse muchos más.
Ya se ha dicho que Arditi entiende el populismo como un
“rasgo recurrente de la política moderna”. El autor reflexiona
primordialmente sobre la conexión entre populismo y
democracia, haciendo frente a unos estudios que han tendido a
desplazar esa cuestión y resaltar la conexión entre populismo y
modernización, la irrupción de los excluidos en la arena política
y la importancia dada a los liderazgos carismáticos.
Provocativamente, Arditi sostiene que “el fenómeno puede ser
algo más peligroso que un modo de representación o una
perturbación de la democracia [dos acepciones que él atribuye
al concepto], ya que también puede anunciar una interrupción
de esta”. Y afirma: “Examinadas en su conjunto, estas tres
posibilidades del populismo –como modo de representación,
como política en los bordes turbulentos y como amenaza– nos
permitirán repensar la experiencia populista como una periferia
interna de la política liberal-democrática” (Arditi, 2004a: 66, el
énfasis es del autor).
En la misma línea, Carlos Vilas (1995b: 97-98) había
afirmado antes: “La frontera entre lo democrático y lo autoritario
en el populismo no es clara ni rígida. […] Democratización y
autoritarismo conviven y se tensionan recíprocamente en cada
experiencia populista”. En realidad, la ambigüedad de los
populismos ya ha sido señalada y estudiada por varios autores,
comenzando por Weffort, para quien el populismo fue,
simultáneamente, “una forma de estructuración del poder para
los grupos dominantes y la principal forma de expresión política
de la irrupción popular en el proceso de desarrollo industrial y
urbano”. A las clases dominantes, el populismo le permitió
ejercer su dominación, pero al mismo tiempo fue “una de las
maneras a través de las cuales ese dominio se encontraba
potencialmente amenazado” (Weffort, 1968b: 56).
Sin embargo, consideramos que la expresión “periferia
interna de la democracia política” elaborada por Arditi es una
síntesis cabal y operativamente muy útil, pues pone de relieve
la tensión entre tres elementos claves para entender la
dinámica histórica de los populismos y de las sociedades
latinoamericanas en general: democracia, populismo y
revolución –precisamente, tres elementos que Knight (2005)
reunió en una interesante colección de ensayos–.
Según Arditi, el populismo es un fenómeno interno de la
democracia liberal aun cuando una de sus características
típicas es su manifiesta aversión por las instituciones liberales y
sus prácticas (y, valga la redundancia, en razón de esto es que
le atribuye el carácter de fenómeno “periférico”). En efecto, a
pesar de su crítica al formalismo de la democracia
representativa, el populismo encuentra su fuente de legitimidad
de origen en los procedimientos propios de esa forma de
régimen: elecciones y partidos, fundamentalmente.
Aquí cabe hacer una acotación: no son pocos los autores que
han encontrado similitudes, cuando no cierta identificación,
entre los populismos –en particular, el varguismo y el
peronismo– y el fascismo italiano, fundamentalmente, a partir
de rasgos como el personalismo y el culto del líder, las grandes
movilizaciones de masas con sus símbolos y rituales, la retórica
y la exaltación nacionalista, el monumentalismo de la
arquitectura, la legislación sindical inspirada en la Carta dil
Lavoro, entre otros elementos. No obstante, estas eventuales
coincidencias no deben ocultar una gran diferencia cualitativa.
Los populismos fueron expresión política de la alianza de clases
entre el capital industrial urbano nacional y la clase obrera
también industrial y urbana de países capitalistas dependientes,
con un cierto grado de contradicción con el capital imperialista,
que se fue atenuando más pronto que tarde (como lo muestra,
v.gr., el caso argentino respecto del capital norteamericano e
italiano hacia 1954-1955). En contraste, el fascismo fue el
proyecto de una alianza de clases bien distinta: la del gran
capital monopolista con la pequeña burguesía urbana en una
sociedad capitalista central tardíamente (en relación con los
casos considerados clásicos) constituida como tal. Una
sociología comparada de ambos regímenes mostraría, por
ejemplo, que: el fascismo fue mucho más jerárquico que el
populismo y tuvo un fuerte desprecio por las instituciones
democrático-liberales, que los populismos mantuvieron, incluso
con las restricciones que suelen endilgárseles; el nacionalismo
fascista llegó hasta la exasperación, fue militarista y agresivo
internacionalmente, rasgos ausentes en los populismos; el
fascismo fue xenófobo, imbuido de la ideología de la supuesta
superioridad racial y la misión civilizadora de Italia; la política
represiva del fascismo fue de una brutalidad que no se
encuentra, ni siquiera en los casos más extremos (que los
hubo) del populismo, para citar solo algunos aspectos.
Aunque el de Arditi no es estrictamente un enfoque
sociológico-histórico, su interpretación de algún modo abona la
perspectiva sociohistórica que aquí asumimos, pues para
decidir si el populismo “como periferia interna de la democracia”
resulta ser un modo de representación que acompaña a la
democracia liberal o un movimiento radical que la acosa o
incluso amenaza con disolverla es necesario tomar en cuenta
las condiciones históricas (12). Así, entendemos que el
populismo es un fenómeno propio (o “interno”) de la democracia
política, con la particularidad de que en América Latina la
política liberal democrática no ha sido ni plenamente liberal ni
plenamente democrática, y que las posibilidades concretas de
su realización fueron discutidas y ensayadas en una doble
coyuntura: de crisis mundial de la democracia en tanto régimen
y de redefinición de la idea misma de democracia. En este
sentido, el populismo fue una de las formas históricas que
asumió el Estado y el régimen de gobierno de tipo democrático.
El componente de representación del populismo es evidente
cuando se lo observa desde una perspectiva histórica: los
populismos introdujeron una práctica política de reforma y de
interpelación popular ausente en los regímenes oligárquicos. Ya
se ha dicho que varios autores señalan, en relación con esto, el
carácter ambiguo del populismo, resaltando que la
incorporación política y la representación presentanalgunas
contradicciones vis-à-vis los mecanismos de la democracia. Así,
por ejemplo, Carlos De la Torre (1994: 58) señala: “por un lado,
al incorporarlos [a los sectores excluidos], ya sea a través de la
expansión del voto o a través de su presencia en el ámbito
público, en las plazas, el populismo es democratizante. Pero, a
la vez, esta incorporación y activación popular se da a través de
movimientos heterónomos que se identifican acríticamente con
líderes carismáticos que en muchos casos son autoritarios.
Además, el discurso populista, con características maniqueas
que dividen a la sociedad en dos campos antagónicos, no
permite el reconocimiento del otro, pues la oligarquía encarna el
mal y hay que acabar con ella. Este último punto señala una de
las grandes dificultades para afianzar la democracia en la
región. En lugar de reconocer al adversario, de aceptar la
diversidad y de proponer el diálogo, que en sí incluye el
conflicto mas no la destrucción del otro, los populismos, a
través de su discurso, buscan acabar con el adversario e
imponer su visión autoritaria de la ‘verdadera’ comunidad
nacional”.
Afirmamos que el populismo es un modo de representación
de la democracia política; una forma de régimen cuya
realización ocurre indefectiblemente en el Estado,
históricamente situada en la crisis de la dominación oligárquica
y resultante de los arreglos institucionales –pacto político y
social– establecidos entre diversas clases, las burguesías y los
trabajadores urbanos (y en el caso mexicano, también los
campesinos). Desde esta perspectiva, como se ha dicho, las
experiencias populistas en América Latina son las tres que ya
hemos señalado: el cardenismo, el peronismo y el varguismo.
Ahora bien, el populismo –según la segunda posibilidad
interpretativa apuntada por Arditi– refiere a un modo de
movilización de las masas. El sociólogo dice expresamente:
movimiento “en los bordes turbulentos”. Y añade: “el populismo,
al igual que otros movimientos radicales, puede ser democrático
o no (13), pero cuando lo es –por ejemplo, invocando a la
participación como suplemento de los procesos institucionales–
pone a prueba la obviedad de aquello que es visto como la
normalidad del orden democrático”. Y continúa: “se posiciona
[…] en un área gris dónde no siempre es fácil distinguir la
movilización populista del gobierno de la turba” (Arditi, 2004a:
74). Según el mismo autor, esta modalidad del populismo es
potencialmente renovadora: “sea como una reacción contra la
política convencional o como una respuesta ante los fracasos
de la democracia elitista, esta modalidad de la intervención
populista tiene el potencial de renovar y a la vez perturbar los
procesos políticos, sin que ello siempre o necesariamente
implique rebasar el formato institucional de la democracia. Su
acción se despliega en los bordes más ásperos del orden
democrático liberal. En todo caso, resulta evidente que con ello
el espectro comienza a distanciarse de la modalidad anterior,
donde era una suerte de compañero de ruta de la
representación liberal democrática en su forma mediática. Más
bien aparece como una presencia inquietante y comienza a
generar cierta incomodidad en la clase política, la prensa y la
intelectualidad” (Arditi, 2004a: 97).
Precisamente, el populismo (sobre todo considerado en su
dimensión de movimiento) fue identificado por los militares
argentinos y brasileños responsables de la instauración de las
dictaduras de las Fuerzas Armadas de las décadas de 1960 y
1970 como uno de los “vicios de la democracia”, tan
amenazantes como los supuestos vicios constituidos por “la
izquierda revolucionaria y los movimientos guerrilleros” (Ansaldi,
2004b y 2007b).
Es evidente que, desde esta perspectiva, el concepto
populismo tiene una relación compleja no solo, como se ha
visto, con el concepto democracia sino también con el concepto
revolución –esto último, más aún en el caso de México–.
Tal como sostiene Weffort (1984), la revolución no se
distingue por la violencia que el proceso involucra sino por el
predominio de los mecanismos de la democracia directa sobre
los mecanismos de representación. En este sentido, no caben
dudas, el populismo está lejos de constituir una forma
revolucionaria. Al contrario, él se caracteriza por la
representación política mediada y mediatizada. Y si por
revolución se alude a movimientos orientados a producir
cambios radicales desde abajo, la descalificación es aún más
clara. Para ponerlo en términos históricamente polares: no se
trata de una revolución sino de un reformismo. Son, quizá
mejor, casos o tipos de revoluciones pasivas dependientes o de
modernizaciones conservadoras dependientes.
En las revoluciones, la apelación a la democracia convierte a
esta última en un programa contestatario (y en el mejor de los
casos, una realidad). En los populismos, la apelación a la
democracia la convierte en un principio de legitimidad eficaz. No
hay un quiebre de las reglas del juego democrático, más bien
se da una democratización del consumo y de la participación
(en gran medida informal) en el Gobierno, en beneficio de
sectores antes excluidos que se incorporan al extenso y difuso
colectivo “pueblo” a través de movimientos heterónomos.
La representación mediada por el líder, una cooptación
vertical de las masas y su manipulación instrumental
componen, en buena medida, la dimensión autoritaria que
algunos –como Weffort– atribuyen al populismo. Aquí,
reiteramos, preferimos destacar que la amenaza de
identificación extrema del líder con la masa, del Gobierno con el
Estado, etc. –que es la tercera posibilidad interpretativa del
populismo que brinda Arditi– es exactamente eso: una
amenaza, no un hecho consumado.
La identificación del populismo con el autoritarismo, y más
precisamente la identificación del denominado “neopopulismo”
con formas autoritarias de ejercicio del poder, ha tenido gran
impacto académico y mediático en los últimos años, sobre todo
en relación con la experiencia de gobiernos como el de Alberto
Fujimori en Perú, impacto replicado más recientemente en
relación con el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela.
En efecto, algunas prácticas políticas de fin del siglo XX –de
diverso signo– han sido caracterizadas como populistas o bien
neopopulistas. En contraste con el populismo, tal como ha sido
definido hasta aquí, la –a nuestro juicio– poco feliz expresión
neopopulismo designa una experiencia resultante de las
reformas neoliberales y de la crisis de la deuda externa de las
décadas de 1980 y 1990 (Roberts, 1998). Así, los gobiernos de
Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) en México, Carlos
Menem (1989-1999) en Argentina, Fernando Collor de Mello
(1990-1992) en Brasil, o Alberto Fujimori (1990-2000) en Perú,
entre los más sobresalientes, han sido caracterizados como
neopopulistas. Y como se dijo arriba, más recientemente,
también el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela ha sido
caracterizado como una expresión del populismo. Por ejemplo,
De la Torre (2008) lo incluye dentro de los populismos
nacionalistas y radicales. Pero está claro que en todos estos
casos se trata, por lo menos, de un uso amplio, estirado y
abusivo del concepto.
Moira Mackinnon y Mario Petrone (1998) caracterizan una
“unidad analítica mínima” de la cual parten para distinguir los
rasgos singulares de cada una de las experiencias populistas y
de estas respecto de las llamadas neopopulistas. Los autores
consideran dos elementos: la base social y la díada
incorporación/exclusión (14). Con el añadido de la variable
temporal, igual que Mackinnon y Petrone, sostenemos una
visión crítica del concepto neopopulismo. Gobiernos como los
de Menem o Collor de Mello ni siquiera practicaron formas
populistas de hacer política.
La dimensión temporal es clave para distinguir histórica y
analíticamente los casos típicos de regímenes populistas –los
de Argentina, Brasil y México– de estos fenómenos nuevos. En
efecto, ya se ha dicho, el populismo es un fenómeno surgido en
el entramado de una triple crisis: la del capitalismo en el centrodel sistema mundial, la del modelo agroexportador y la de la
oligarquía como forma de Estado. Asimismo, la alianza de
clases, el modelo ISI y la política de masas fueron tres de sus
rasgos constitutivos, ninguno de ellos está presente en las
versiones denominadas neopopulistas de los últimos años, en
las que, contrariamente, la desindustrialización y la
despolitización fueron signos característicos.
En consecuencia, retomando los ejes señalados por
Mackinnon y Petrone, los supuestos populismos de nuevo tipo
apelaron a una integración fragmentaria, a través de programas
económicos, por ejemplo, que erosionaron la ciudadanía y la
institucionalización y organización de la sociedad civil. El
llamado neopopulismo estuvo lejos de promover políticas
distribucionistas y, por el contrario, propulsó fórmulas de Estado
mínimo inspiradas en aquello que trascendió como Consenso
de Washington. Además, la clase obrera fue la principal

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