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R Pernoud - Los Templarios

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RÉGINE PERNOUD
LOS TEMPLARIOS
EDICIONES RIALP
MADRID
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Título original: Les templiers
© 2018 Presses Universitaires de France / Humensis
© 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN
by EDICIONES RIALP, S. A.
Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5398-3
ISBN (edición digital): 978-84-321-5399-0
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier
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ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
I. LOS ORÍGENES DEL TEMPLE
II. ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA
III. LA ARQUITECTURA DE LOS TEMPLARIOS
IV. LA EPOPEYA DEL TEMPLE
V. ADMINISTRADORES Y BANQUEROS
VI. ARRESTO Y PROCESO DE LOS TEMPLARIOS
VII. LOS TEMPLARIOS ANTE LA POSTERIDAD
AUTOR
COLECCIÓN HISTORIA
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I. 
LOS ORÍGENES DEL TEMPLE
EN EL AÑO 1099, LOS CRUZADOS recuperaron Jerusalén y los santos lugares de Palestina
caídos en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes y que, en fecha mucho más
reciente, fueron sometidos al poder de los turcos selyúcidas, cuya invasión de Asia
Menor es como una oleada y su victoria sobre las fuerzas del Imperio bizantino (batalla
de Manzikert, 1071) fue para estas un verdadero desastre.
Las peregrinaciones no se interrumpieron nunca totalmente, excepto en los periodos
de persecuciones particularmente crueles contra los cristianos, como fue, por ejemplo, el
reinado del califa Hakim a principios del siglo XI. Esas peregrinaciones fueron
fomentadas considerablemente por esta reconquista de los santos lugares, pero en
condiciones precarias, pues la mayor parte de los barones cruzados, una vez cumplido su
voto, regresaban a Europa. Las fuerzas que quedaban en Tierra Santa eran irrisorias y no
iban a desarrollarse más que en algunas plazas fortificadas o en los castillos edificados o
reconstruidos apresuradamente en los puntos neurálgicos del reino; «bandidos y ladrones
infestaban los caminos, sorprendían a los peregrinos, despojaban a un gran número y
masacraban a muchos» (Jacques de Vitry).
Conscientes de esta situación, algunos caballeros prolongan su voto consagrando su
vida a la defensa de los peregrinos. Se agrupan alrededor de uno de ellos, Hugues,
originario de Payns en Champagne, y de su compañero Geoffroy de Saint-Omer. Esta
iniciativa, que nace en 1118 o más bien en 1119, reúne pronto a altos barones: entre los
nueve primeros miembros se encuentra André de Montbard, tío del abad Bernardo de
Claraval; Foulques d’Angers, en 1120, se unirá a ellos, y algún tiempo después,
ciertamente antes de 1125, Hugues, conde de Champagne.
Estos caballeros se comprometen a defender a los peregrinos, a proteger los caminos
que llevan a Jerusalén. Consagran a ello sus vidas y se comprometen mediante un voto
que pronuncian ante el patriarca de Jerusalén.
El rey Balduino II los recibe en una sala de su palacio de la explanada del Templo,
mientras que los canónigos de la Ciudad Santa les ceden un terreno contiguo al suyo;
eso, en el primer año de su existencia, 1119-1120. Algunos años más tarde, el rey de
Jerusalén, al mudarse él a la torre de David, cederá a los «Pobres Caballeros de Cristo»
(es el nombre que ellos se han dado) esta primera residencia real que se identifica con el
templo de Salomón y donde los musulmanes habían antes instalado la mezquita de Al-
Aksa. Desde ese momento, la orden fundada será la del Temple, y sus miembros, los
Templarios.
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Semejante fundación no es, en su origen, más que una manifestación de ese sentido de
la adaptación, el afán de responder a las necesidades del momento que parece
caracterizar a las fundaciones religiosas durante todo el periodo feudal. Antes de esta,
había tenido lugar, mediante una iniciativa parecida y también espontánea, la creación
del Hospital de San Juan donde, en Jerusalén, se albergaba a los peregrinos enfermos o
pobres. Los «Hospitalarios», tal como los «Pobres Caballeros», se comprometían por
voto y, para mantener su fidelidad al abrigo de las debilidades humanas, adoptaban una
regla inspirada en la de san Agustín.
La orden del Temple —que no dejará de considerar como su casa principal, la casa
capitana, este Templum Salomonis que figurará en su sello— es una creación
enteramente original, pues llama a caballeros seculares a poner su actividad, sus fuerzas,
sus armas al servicio de quienes necesitan ser defendidos. Concilia, pues, dos
ocupaciones que parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa. También
sienten desde el principio la necesidad de una regla precisa que guarde a sus miembros
de posibles desviaciones y les permita ser reconocidos por la Iglesia en la función que
ejercen.
En el otoño del año 1127, Hugues de Payns cruzaba el mar con cinco compañeros.
Llega a Roma, solicita del papa Honorio II un reconocimiento oficial e interesa en su
causa a san Bernardo, que reunió en Troyes un concilio para regular los detalles de su
organización (13 de enero de 1128). El concilio está presidido por el legado del papa
Mateo d’Albano. Reúne a los arzobispos de Sens y de Reims, los obispos de Troyes y de
Auxerre, numerosos abades, entre ellos el de Cîteaux, Étienne Harding, y muy
probablemente —aunque el hecho se haya puesto en duda— Bernardo de Claraval.
Hugues de Payns relata su fundación, expone las costumbres que sigue con sus
compañeros y pide al que se llamará san Bernardo que redacte una regla. Esta, después
de discusión y con algunas modificaciones, es adoptada por el concilio. A esta primera
redacción le seguirá otra, debida a Étienne de Chartres, patriarca de Jerusalén (1128-
1130); es la Regla latina, cuyo texto nos ha sido conservado; una versión francesa
posterior (hacia 1140), se realizará sobre este texto[1]. Como en la mayor parte de las
órdenes religiosas de la época, la regla prevé varias clases de miembros: los caballeros
que pertenecen a la nobleza (se sabe que entonces solo los nobles asumen la función
militar) y que son los combatientes propiamente dichos; los sargentos y escuderos, que
son sus auxiliares y pueden ser reclutados entre el pueblo o la burguesía; los sacerdotes y
los clérigos, que aseguran el servicio religioso en la orden; y finalmente servidores,
artesanos, domésticos y diversos ayudantes.
Como suele ocurrir en otras órdenes, al fundador Hugues de Payns, que murió en
1136, le sucede un organizador, Roberto de Craon. Este, comprendiendo que es
indispensable consolidar las donaciones, que son ya numerosas, sobre una aprobación
pontificia, solicita al papa Inocencio II la bula Omne datum optimum (29 de marzo de
1139) sobre la que se apoyarán los privilegios de la orden. El principal de estos
privilegios es la exención de la jurisdicción episcopal; la orden podrá tener sus propios
sacerdotes, sus capellanes que aseguren la asistencia religiosa y el culto litúrgico y no
dependerán de los obispos del lugar. Este privilegio seguramente será impugnado y
provocará muchas dificultades con el clero secular. Gozan también de la exención de los
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diezmos; solo los cistercienses y ahora los Templarios están exentos. Y se puede suponer
que muchas envidias se deban a ese privilegio fiscal que favorece a sus dominios.
Finalmente, tienen el derecho de construir oratorios y ser enterrados en ellos. La orden
goza de una gran autonomía y también de amplios recursos, pues han afluido las
donaciones. Las acusaciones de orgullo y de avaricia encontraron ahí un fundamento
sólido a medida que la orden fue desarrollándose.
Pues su expansión supera todo lo que hubiesen podido prever y esperar los nueve
primeros caballeros,esos «Pobres Caballeros de Cristo» que, agrupados en torno a
Hugues de Payns, asumían la tarea ingrata de vigilar la ruta, por ejemplo, la que discurría
entre Jaffa y Cesarea de Palestina, verdadero desfiladero entre montañas, donde
comenzaron oscuramente su tarea; y donde, desde 1110, Hugues y su compañero
Geoffroy habían construido una torre, la torre de Destroit, descanso de seguridad para
los peregrinos. Nadie hubiese podido imaginar el despliegue y la importancia que
tendrían las órdenes militares que iban a surgir al lado del Temple, y en primer lugar el
carácter militar que tomaría la de los Hospitalarios, en el siglo siguiente, siguiendo la
fundación de los Caballeros teutónicos; pero, sobre todo, sus prolongamientos en España
donde, desde los primeros momentos, los Templarios llegan para llevar una lucha
semejante a la de Tierra Santa, las órdenes de Alcántara, de Calatrava, la orden de Avís,
la de Cristo —en la que sobrevivirán después de su supresión—, la de Santiago, etc. Es
verdad que la gran voz de san Bernardo se había elevado a su favor y había proclamado
sus méritos. El elogio que él hacía de la caballería del Temple, De laude novae militiae
(escrito entre 1130 y 1136), era una llamada a los caballeros del siglo, en la que
ridiculizaba «el gusto por el lujo, la sed de vanagloria, o la concupiscencia de bienes 
temporales», exhortándoles a buscar una verdadera superación en la nueva milicia que
suponía una pura caballería de Dios. Había exaltado con su elocuencia fogosa las
profundas virtudes del nuevo combatiente, respaldadas por las exigencias de la Regla:
Ante todo, la disciplina es constante y la obediencia siempre se respeta; se va y viene por indicación de quien
tiene autoridad; se viste con lo que él da; no se intenta buscar otra comida ni ropa… Llevan lealmente una vida
común sobria y alegre, sin mujer ni niños; nunca se les ve perezosos, ociosos, curiosos…; entre ellos no hay
acepción de personas: se honra al más valeroso, no al más noble…; detestan los dados y el ajedrez, les
horroriza la caza…; se cortan los cabellos al ras…; nunca se peinan, raramente se lavan, el pelo descuidado e
hirsuto; sucios de polvo, la piel tostada por el calor y la cota de mallas…
Y trazaba luego un inolvidable retrato de este tipo de caballero:
Este Caballero de Cristo es un cruzado permanente, comprometido en un noble combate: contra la carne y la
sangre, contra las potencias espirituales en los cielos. Se adelanta sin miedo, en guardia este caballero a diestra
y siniestra. Ha cubierto su pecho con la cota de mallas, su alma con la armadura de la fe. Provisto de estas dos
defensas no teme a hombre ni demonio. Avanzad seguros, caballeros, y expulsad con corazón intrépido a los
enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, estáis seguros, ni la muerte ni la vida podrán separaros… ¡Qué
glorioso es vuestro regreso vencedor del combate! ¡Qué feliz, vuestra muerte de mártir en el combate!
Aún menos hubiesen podido prever el torrente de tesis, hipótesis y elucubraciones
innumerables que se emitirían a propósito de la orden del Temple, de sus orígenes, de su
funcionamiento y de sus costumbres. Para el historiador, es tal la diferencia entre las
fantasías a las que se han entregado sin reserva alguna los escritores de historia de una
parte, y de otra parte los documentos auténticos, los materiales ciertos, que guardan en
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abundancia nuestros archivos y bibliotecas, que no se podría creer si no se manifestase
esta oposición de una manera tan visible, tan evidente. Pasa con los Templarios lo
mismo que ha pasado, por ejemplo, con Juana de Arco, donde, al lado de una abundante
literatura hagiográfica e hipótesis llamativas, totalmente gratuitas y uniformemente
tontas: nacimiento bastardo, etc., los documentos se imponen con el rigor más completo.
Para los Templarios, una vez más, es apenas creíble comparar en serio la literatura (no ya
hagiográfica, sino claramente demencial en algunos casos) que ellos han suscitado, y de
otra parte estos documentos tan sencillos, tan probatorios, tan tranquilamente irrefutables
que constituyen su verdadera historia.
[1] El conjunto que constituyen los reglamentos elaborados por los Templarios ha sido publicado por Curzon. Se
componen de: la Regla latina primitiva (1128); la versión francesa (hacia 1140); los añadidos o Retraits (puestos
por escrito hacia 1165); en fin, los Estatutos conventuales que fijan, por ejemplo, las ceremonias (redactados hacia
1230-1240); y los Égards [modos y maneras], resúmenes de jurisprudencia que enumeran las faltas y sus distintas
penas (hacia 1257-1267). Una regla se redactó en catalán después de 1267.
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II. 
ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA
TAL COMO SE PRESENTA A TRAVÉS de las distintas partes de la Regla, la orden del Temple
es muy típica de la sociedad feudal que la ha visto nacer. Sus estructuras están netamente
jerarquizadas, pero los poderes que se ejercen no son «totalitarios». El papel de la
elección para designar a quienes lo ejercen, y el de las asambleas para asistirlos, y si es
preciso controlarlos, eran muy importantes.
A la cabeza de la jerarquía, el maestre del Temple —a quien en los tiempos modernos
se le llama obstinadamente el gran maestre, no se sabe por qué, pues esa expresión no se
utiliza nunca en la Regla ni en los distintos capítulos de estatutos que la completan, ni en
general en la misma época del Temple (no se encuentra el término hasta el siglo XIV, y
aun entonces raramente)—. El poder de este maestre es exactamente el del padre abad en
las órdenes religiosas, es decir que, según el lenguaje siempre figurado del tiempo, «debe
tener a mano el bastón y la vara: el bastón con que debe sostener las debilidades y las
fuerzas de los demás; la vara con que debe golpear los vicios de los que falten» (a su
deber); este doble poder de aplicación y disciplina tiene que ejercerlo «por amor de lo
que es recto», evitando tanto la indulgencia como la severidad inmoderada[1]. Se hace
asistir por un consejo compuesto por hermanos que considere prudentes y capaces de dar
un consejo provechoso. Pero si se trata de tomar una decisión importante que
comprometa al conjunto de la casa: como ceder una tierra, admitir a un hermano, etc.,
«es cosa conveniente convocar a toda la congregación y reunir el consejo de todo el
capítulo; y lo que parezca al maestre más conveniente y mejor, que lo haga». Los
hermanos le deben «firme obediencia». Tienen que cumplir «sin tardanza» lo que el
maestre haya mandado; no pueden ir «a pueblo ni ciudad» sin el «permiso» del maestre.
Es también del maestre de quien los hermanos reciben un oficio cualquiera en la casa o
en la orden. Finalmente, depende de él hacer cumplir la Regla. El poder más importante
que se le da es, a este respecto, el que la redacción francesa atribuye al maestre y no se
encuentra en la Regla primitiva latina: «Todos los mandamientos dichos y escritos más
arriba en esta presente Regla están a la discreción y el parecer del maestre». Con todo,
los términos empleados no significan de ningún modo la arbitrariedad ni el capricho.
Ninguna otra función se indica en la Regla primitiva. Se menciona, en cambio, al
personal indispensable para el servicio de la casa y de los hermanos: cada uno de estos
puede tener un escudero y se especifica 
que tiene prohibido pegarle, cualquiera sea la falta de que sea culpable. Del mismo
modo, se menciona a los caballeros y sargentos que vienen a unirse a los hermanos para
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servir «a término», sin ligarse por los votos. Para distinguir bien a unos de otros, se
precisa que solo los caballeros del Temple pueden llevar «vestidura blanca». Desde la
primera redacción de la Regla, esta precaución se tomó para evitar, lo que ya se había
producido por entonces, que «falsos hermanos, casados y otros» se presenten para
obtener dones y favores diversos «y por eso, produjesen muchos escándalos». La capa
blanca será el medio de distinguir a los caballeros del Temple propiamente dichos. Sus
sargentos y escuderos solo tendrán derecho a capas negras o pardas.Finalmente, algunos
deseaban participar de los beneficios espirituales siguiendo en el siglo, casados o no;
como la mayoría de las órdenes religiosas, los Templarios tendrán cofrades afiliados, lo
que más tarde serán los miembros de las terceras órdenes franciscana o dominica, pero se
menciona expresamente que no deben llevar la capa blanca ni vivir en las casas de los
hermanos. Tampoco deben estas casas recibir hermanas pues, lo indica el buen sentido,
«peligrosa cosa es la compañía de mujeres» para hombres que han hecho voto de
castidad. Y la Regla precisa ese punto:
Creemos ser cosa peligrosa en toda religión (órdenes religiosas) mirar demasiado rostros de mujeres y por eso
que ninguno ose besar a mujer, ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer.
Es verdad que en la época el beso es una señal de simple cortesía corriente, aun entre
hombres y mujeres, pero el precepto que se da aquí pone en guardia contra esa
costumbre, lo que equivale a «huir de las tentaciones».
Los llamados Retraits (estatutos añadidos a la Regla) vienen a precisar y completar
nuestro conocimiento de la institución y dan abundantes detalles sobre las prerrogativas
y los deberes del maestre, así como de los demás oficiales de la casa del Temple. En el
momento en que se ponen por escrito, la orden existía desde medio siglo antes o más y
su muy rápida extensión ha diferenciado las funciones y precisado cada una de ellas
según la experiencia adquirida. El conjunto es muy característico de una época en que
reina la costumbre. La Regla ha dado el espíritu, los Retraits informan sobre 
las costumbres que se han establecido poco a poco.
La orden cuenta entonces con varias provincias: en Tierra Santa, las de Jerusalén,
Trípoli y Antioquía. La casa de Jerusalén, la que está establecida en el Templum
Domini, el Domo de la Roca, es la casa principal, la casa «capitana»; es la residencia
normal del maestre y la de dos comendadores, el comendador de la tierra y reino 
de Jerusalén que tiene a su cargo todos los establecimientos de la provincia de este
nombre, y el comendador de la ciudad de Jerusalén a quien se atribuye más
especialmente la actividad específica de la orden: la defensa y la conducta de los
peregrinos de Tierra Santa. A la cabeza de las dos provincias de Trípoli y Antioquía
están dos comendadores que representan al maestre y poseen en su provincia la misma
autoridad que este en la orden. Las provincias en Occidente son: Francia, Inglaterra,
Poitou, Provenza, Aragón, Portugal, Apulia y Hungría. A su cabeza hay comendadores o
incluso maestres o preceptores, con títulos un poco parecidos según los documentos que
se conservan; la extrema riqueza de los bienes inmuebles y su no menos extrema
dispersión obligaron a establecer subdivisiones. Así, el maestre de Provenza tendrá bajo
su autoridad, no solo la Provenza propiamente dicha y el Comtat Venaissin, sino incluso
la región de Nîmes-Saint-Gilles, la de Velay y Gevaudán, la de Maguelona y Beziers, de
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Narbona y Carcasona, de Rodez, Albi y Cahors, de Tolosa y Cominges, de Gascuña y
Agenais.
Los Retraits aportan diversas precisiones sobre el poder de los principales dignatarios,
comenzando por el maestre. En todas las decisiones importantes, debe estar asistido por
el capítulo. Sin la aprobación del capítulo, no puede donar ni enajenar una tierra, ni
emprender el asedio de un castillo, ni comenzar guerra ni hacer tregua, ni nombrar
comendadores para las principales casas de la orden, ni nombrar dignatarios tales como
senescal o mariscal. Todos los subsidios que le llegan de ultramar deben ser presentados
al capítulo antes de ser remitidos al comendador del reino de Jerusalén, que es también el
tesorero principal de la orden en Oriente. Sujeto como los demás hermanos a la pobreza
que debe caracterizar a los religiosos, el maestre «no puede tener llave ni cerradura del
tesoro»; pero, añaden los Retraits, puede tener en su tesoro una «hucha», un cofre con
cerradura para guardar sus joyas. Puede disponer de una parte de las riquezas de la orden
con la aprobación de los «prud’hommes», hombres prudentes que le rodean. Puede hacer
regalos hasta una suma de 100 besantes o un caballo, o una copa de oro y plata, o una
«vestimenta de vair» (de pieles), o incluso una armadura, o joyas, pero no puede dar ni
quitar hierro de lanza, ni cuchillo de armas.
El maestre dispone para su servicio de cuatro caballos. Su entorno próximo se
compone de dos hermanos caballeros, un hermano capellán, un clérigo, un sargento, un
valet. Debe tener además a su servicio un «herrador» (mariscal herrero), un «escribano
sarraceno», dicho de otro modo, un secretario con funciones de intérprete, un turco —de
esos soldados auxiliares de los que se trata a menudo en los textos— y un cocinero.
Finalmente, dos muchachos «a pie» (mientras que el valet antes nombrado, que lleva su
espada y su lanza, tiene derecho a un caballo) y un caballo turcomano, animal de élite,
que se guarda para la cabalgada. Durante las expediciones, tiene derecho a dos bestias de
carga, a una tienda redonda y al estandarte del Temple de dos colores, de plata en campo
de sable, con la cruz de gules desde el concilio de 1145.
Los Retraits resumen en una frase la situación del maestre: «Todos los hermanos del
Temple deben ser obedientes al maestre y el maestre debe ser obediente a su convento»
(convento designa aquí la totalidad de los hermanos).
El senescal está «en lugar del maestre», dicho de otro modo, es su lugarteniente.
Sustituye al maestre cuando este está ausente y le representa; su séquito es sensiblemente
el mismo que el del maestre, todo lo más en lugar de un capellán tiene un «diácono
escribano para recitar sus horas».
El mariscal tiene sobre todo atribuciones militares; «debe tener bajo su mando todas
las armas y armaduras de la casa… menos las ballestas que estarán en la mano del
comendador de la tierra, las armas turcas (arco turco) que el comendador compra para
los hermanos sargentos».
Los demás dignatarios son los comendadores de las casas, de importancia muy
diversa. Los Retraits se extienden sobre todo sobre las atribuciones del comendador de la
tierra de Jerusalén y del comendador de la ciudad, y de los de Trípoli y de Antioquía. En
las pequeñas encomiendas, los «comendadores de los caballeros» dependen del
comendador de la tierra; pueden tener capítulos en ausencia de dignatarios de más alto
nivel; no pueden autorizar a un hermano salir del convento más de una noche.
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Otro personaje importante de la casa es el pañero, cuya función consiste en «dar a los
hermanos lo que necesitan para vestir y yacer»; es un poco el ecónomo de la casa. Le
incumbe el aspecto de los hermanos 
y debe velar para que estos estén «rasurados honestamente» (los cabellos correctamente
cortados).
Los Retraits, al enumerar los distintos deberes a los que cada uno está sometido en la
orden del Temple, permiten reconstruir en grandes líneas el empleo del tiempo diario en
una casa del Temple.
Vosotros, renunciando a vuestra propia voluntad, y vosotros, sirviendo al soberano rey con caballos y armas
para la salvación de vuestras almas, a término, cuidad de desear universalmente oír maitines y todo el servicio
enteramente según lo establecido canónicamente y el uso de los maestres regulares de la santa ciudad de
Jerusalén.
Así comienza la Regla de los caballeros que, después de recordar solemnemente que el
servicio comienza por la oración y el culto divino, añade: «Después de terminar el
servicio divino, (que) nadie se asuste de ir a la batalla, sino que sea aparejado a la
corona» (presto a recibir la corona del martirio). La Regla añade que si las necesidades
de la vida en Oriente lo mandan («cosa que creemos que ocurrirá a menudo») y no se
pueda escuchar el oficio enteramente, los caballeros deberán rezar trece Pater noster en
lugar de maitines, otros siete por cada hora y nueve por las vísperas, y que es preferible
rezarlos juntos. La vida de oración es así puesta desde el comienzo de la Regla, como
convienea todos los religiosos, y desde los primeros capítulos también se les pone en
guardia contra una ascesis excesiva, especificando que, durante la lectura de los salmos,
deben sentarse, no permaneciendo de pie más que por el primer salmo que se llama el
«invitatorio», para la recitación del Gloria al final de cada salmo, y del Te Deum al final
de los maitines.
Del mismo modo, la ascesis será moderada en lo que concierne al beber y comer. La
Regla les aconseja pedir en la mesa lo que necesiten «suave y privadamente», con
discreción. Durante las comidas se les lee la Sagrada Escritura. Los hermanos tienen
generalmente una escudilla para dos, pero cada uno su copa con una medida igual de
vino. Comen carne tres veces por semana y el domingo dos platos de carne para los
caballeros, uno solo para los escuderos y sargentos. Tienen que dar gracias después de
las comidas de mediodía y de la tarde, y lo que sobre de los platos se dará a los pobres.
Por la noche, al sonar la campana, toman su última comida «al arbitrio y discreción del
maestre», luego recitan completas, después de lo cual reinará el silencio. Se llama su
atención sobre la costumbre del silencio: «Que el demasiado hablar no está sin pecado».
Deben huir de todos los entretenimientos deshonestos y tampoco pueden pedir el caballo
o la armadura de sus hermanos, ni dejarse llevar por las murmuraciones o por la envidia.
La caza, que es la diversión por excelencia del caballero, les está prohibida: «No
conviene a los religiosos entregarse al placer, sino escuchar con gusto los mandamientos
de Dios y estar a menudo en oración»; una excepción, sin embargo: «Esta prohibición no
se refiere al león»; es la única caza que les está permitida.
La vestimenta de los hermanos tiene que ser la misma en todos y del mismo color:
túnica blanca o negra o parda. Sus capas son blancas; esta blancura significa castidad
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que es «seguridad de valor y salud de cuerpo». Pero estos vestidos «deben ser sin nada
superfluo y sin ningún orgullo»; se les prohíben las pieles, salvo de cordero o carnero.
El equipamiento completo del caballero se compone de la cota de mallas, el yelmo o
casco de acero (el primero es un casco cerrado, el segundo un casquete ligero con
bordes), y los demás elementos de la armadura: cota de armas, hombreras, zapatos de
hierro. Sus armas son la espada, la lanza, la maza y el escudo. Tiene además tres
cuchillos: uno de armas —una especie de daga—, otro que es el cuchillo del pan y una
navaja. Los caballeros pueden tener una gualdrapa de caballo, dos camisas, dos bragas y
dos pares de calzas. Dado el caluroso clima, tienen derecho a una camisa de lino. Dos
capas, una de verano y otra forrada para el invierno. Llevan sobre el cuerpo una túnica,
la cota y un cinturón de cuero. Se especifica en la Regla que hay que evitar toda
concesión a la moda, así pues, los zapatos con punta o lazos están prohibidos.
Finalmente, su cama se compone de un jergón, un «lienzo» (sábana) y una cobertura.
Además, una manta blanca o negra o a rayas, gruesa, para cubrir su cama. Se prevé
también los sacos necesarios en periodo de expedición, para llevar su equipo de armas o
su ropa de noche. Disponen de una servilleta de mesa u otra para su aseo. Se enumeran
también los accesorios indispensables en su oficio de caballero, para ellos mismos, sus
escuderos, sus caballos: desde la gualdrapa del caballo hasta «el caldero para cocinar y
los cuencos de medir la cebada». Cada caballero tiene derecho a tres alforjas, una para
él, dos para los escuderos, una correa, hamacas, frascos, un bonete de algodón y otro de
fieltro, etc.
Los sargentos visten de negro o de pardo; algunos de ellos pueden disponer de dos
caballos: el submariscal, el gonfalonero, el cocinero, el herrador. Los demás sargentos no
pueden tener más que un caballo.
La disciplina es estricta y completamente militar: «Ningún hermano debe bañarse, ni
cuidarse, ni tomar medicina, ni ir a la ciudad, ni correr a caballo sin permiso». Les está
prohibido levantarse de la mesa salvo que les sangre la nariz, lo que era probablemente
frecuente en el clima de Oriente, o naturalmente en caso de alarma de guerra. Al toque
de campana, deben reunirse para la oración. Solo están exentos los que tienen «las
manos en la masa» o el hierro al rojo en la forja para batirlo o la pezuña del caballo
preparada para herrarlo o «si se está lavando la cabeza». Se les recuerda que «han dejado
su propia voluntad» y que «ninguna cosa es más agradable a Jesucristo que guardar la
obediencia». Juntos, oirán la misa y las horas, juntos arrodillarse, sentarse, permanecer
de pie. Solo están exentos «los ancianos y los indispuestos», los enfermos. «Y los que no
saben cuándo deben arrodillarse los hermanos, lo tienen que preguntar a los que lo saben
y aprender cómo lo hacen y deben estar detrás de los demás».
En el ejercicio de sus funciones, los Templarios son a menudo caballeros errantes, en
todo caso en las rutas; también se les intima, dondequiera estén «por los distintos parajes
del siglo», a esforzarse por seguir la Regla según puedan y a «dar ejemplo de buenas
obras y de prudencia». Normalmente, van de dos en dos, no deben alejarse sin permiso
del maestre o de quien ocupe su lugar y deben conformarse en todo al mandato recibido.
Un capítulo les recomienda 
no permanecer «en enfado ni en ira» contra su hermano. Tienen que honrar a los
hermanos ancianos y débiles y dar «cuidadosa guarda» a los hermanos enfermos. Un
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enfermero, en todas las casas importantes, se dedicará a proveerles de todo lo que puede
contribuir a devolverles la salud. Debe llamarse a un «físico», un médico, «para que les
visite y dé consejos sobre su enfermedad».
¿Quién entraba en la orden y cómo se entraba? Estas cuestiones tendrán importancia
en la tragedia del final de la caballería del Temple. La Regla y las distintas adiciones que
seguirán permiten responder. El prólogo mismo de esta Regla es en efecto una llamada a
todos los caballeros «del siglo» deseosos de abrazar una vida más perfecta:
Hablamos primeramente a todos los que desprecian seguir su propia voluntad y desean valerosamente servir en
caballería al soberano Rey… os amonestamos, a vosotros que habéis llevado caballería secular hasta ahora, de
la que no fue causa Jesucristo, sino que la abrazasteis solo por humano favor, que sigáis a los que Dios ha
elegido de la masa de perdición y ha ordenado… a la defensa de su Iglesia.
Todo caballero puede ser recibido en la caballería del Temple, y se puede suponer que el
reclutamiento principal se hacía entre los cruzados llegados a Tierra Santa y que, en
lugar de volver a su casa una vez cumplido su voto, como hacían la mayor parte de los
peregrinos, armados o no, sentían nacer en ellos el deseo de prolongar ese voto
dedicando su vida entera a la defensa del Santo Sepulcro.
En ese caso —y así es en toda orden religiosa—, la prudencia recomienda «probar el
espíritu»:
Antes de concederles la compañía de los hermanos, que se le lea la Regla. Si quiere obedecer cuidadosamente
al mandato de la Regla y place al maestre y a los hermanos recibirle, estando los hermanos reunidos en
capítulo, que diga su voluntad y su deseo ante todos y haga su petición en puro valor.
Está prohibido recibir a los niños, ya sean oblatos ofrecidos por sus padres o jóvenes que
se presentan ellos mismos. El reclutamiento de los Templarios se hace exclusivamente
entre los adultos. Se sabe por otra parte que la caballería no se confiere generalmente
más que a los que han alcanzado no solo la mayoría de edad 
(14 años para los varones en la mayor parte de Francia), sino la de portar armas: 18 años
o más.
El examen de las distintas versiones de la Regla suscita luego dificultades sobre las que felizmente Marion
Melville[2] ha puesto el acento. En primer lugar, en el texto latino de la Regla, se trataba de un plazo de
prueba, por tanto, un noviciado. A continuación de la demanda hecha según el texto citado más arriba, una
frase suprimida en la versión francesa precisa que el plazo de pruebadepende enteramente «de la reflexión y
prudencia del maestre según la honestidad de vida del que ha pedido (ser admitido)». Este artículo fue
completamente suprimido en la Regla en francés.
La segunda dificultad es más inquietante: el artículo 12 que sigue se titula en el texto latino: De los
hermanos que parten a través de las distintas provincias. El mismo artículo en la Regla francesa se titula: De
los caballeros excomulgados. Comienza así: «Allí donde estéis con caballeros excomulgados, os mandamos
continuar y si hay quienes quieren quedarse y sumarse a la orden de caballería de ultramar, no debéis esperar
beneficio temporal tanto como la salvación eterna de su alma».
Muy distinto es el texto de la Regla latina: «Allí donde se sepa que se han reunido caballeros no
excomulgados, os decimos que hay que acudir, sin considerar la utilidad temporal tanto como la salvación
eterna de su alma».
Así pues, el mismo artículo, que se refiere en suma a la propagación y al reclutamiento de la orden, se
dirige, en el texto latino primitivo, a los caballeros no excomulgados y, en la Regla francesa, a los caballeros
excomulgados. La divergencia es evidentemente grave.
La continuación del artículo está sin cambios: se prescribe a quienes quieren formar parte de la caballería
del Temple ir a presentarse al obispo quien, en el texto latino, escucha la demanda hecha por el que quiere ser
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admitido en presencia del templario reclutador y, en el segundo caso, el texto francés «oye y absuelve» (el
término no existe en el texto latino) al caballero excomulgado, permitiéndoles así unirse a la caballería del
Temple.
La contradicción entre los dos textos prosigue en el artículo 13: «De ninguna manera, dice la Regla francesa,
los hermanos del Temple deben tener compañía con hombre manifiestamente excomulgado». Los hermanos
deben «guardarse rigurosamente y rechazar que uno de los caballeros de Cristo (Templarios) se junte con un
hombre excomulgado pública y expresamente de alguna forma», dice el texto latino.
Divergencias fundamentales, pues, que se abren paso en el intervalo de una década o a lo más de una
veintena de años que separan el concilio de Troyes en 1128 de la redacción francesa de la Regla hacia 1140
como muy pronto. Esta divergencia parece cubrir un abuso que se hizo corriente entre los Templarios. Se
manifiesta entre otras una falta llamativa del interdicto dictado contra los excomulgados: los Templarios de
Inglaterra, en 1143, recogen y entierran en suelo cristiano el cuerpo de Geoffroy de Mandeville, conde de
Essex, muerto excomulgado. Esa será una acusación comúnmente hecha a la orden, la de acoger en sus filas a
excomulgados. ¿Búsqueda de eficacia o insubordinación? ¿Abren sus filas a los que sus pecados habían
apartado de la comunión con la Iglesia, para aumentar sus fuerzas y ofrecer a los pecadores la ocasión de una
penitencia? ¿Pretendían, por el contrario, más o menos abiertamente, negar la autoridad de los obispos y del
papa, únicos dueños de ese poder de «atar y desatar»? El caso es que en 1175 el papa Alejandro III reprochaba
con ardor a los Templarios y Hospitalarios de Inglaterra que diesen sepultura eclesiástica a excomulgados. El
mismo papa, es verdad, que en 1180, reprochaba a los obispos exigir indebidamente obediencia a los capellanes
del Temple que no estaban sometidos más que a Roma. Y ese no era más que un episodio de la lucha que, a lo
largo de toda su existencia aproximadamente, opondrá la orden del Temple a los obispos. Esta lucha, por cierto,
no difiere de la que, en varias ocasiones en el curso de la historia de la Iglesia, ha enfrentado al clero secular
con las órdenes religiosas directamente dependientes del papa y que escapan por eso a la jurisdicción de los
obispos.
Volviendo a la recepción de los hermanos, los Retraits precisan que «el maestre no debe
hacer hermanos sin capítulo»: dicho de otro modo, la presencia del capítulo es
indispensable para la admisión de un nuevo templario; una sola excepción prevista: si al
maestre, estando de viaje, le pide un moribundo su admisión en la orden, puede hacerlo,
pero «si Dios devuelve la salud (al recién admitido), en cuanto esté en nuestra casa, debe
hacer su profesión ante todos los hermanos y aprender lo que los hermanos deben
hacer».
La ceremonia de recepción se describe minuciosamente en un texto bastante tardío,
pues completa las últimas adiciones a la Regla y las que datan de la segunda mitad del
siglo XIII. La Regla primitiva da solamente fórmulas de profesión, y los Retraits o
Estatutos añaden varios detalles que se encuentran en el ceremonial.
Según este ceremonial, ante el capítulo reunido, el maestre toma la palabra: «Señores hermanos, veis bien que
la mayor parte de vosotros está de acuerdo en hacerle a (este tal) hermano; si alguno de vosotros supiese de él
cosa por la que no debería, según derecho, ser hermano, que lo diga, pues sería buena cosa que lo dijese antes
que después de que viniese a nuestra presencia». Si no se dice nada, debe enviar a buscar al postulante y dejarle
en una habitación cercana al capítulo; en esta habitación este recibe la visita de dos o tres de los
«prud’hommes», los más ancianos de la casa, que le preguntan: «Hermano, ¿pides la compañía de la casa?»
(entrar en la compañía de la casa). Si dice que sí, tienen que mostrarle «las grandes asperezas de la casa y los
caritativos mandamientos que en ella hay». Y si dice «que él sufrirá voluntariamente todo por Dios y que
quiere ser siervo y esclavo de la casa siempre, todos los días de su vida», ellos le plantean de nuevo algunas
preguntas para precisar su estado: ¿tiene mujer, esposa o prometida? ¿No hizo nunca voto o promesa en otra
orden? ¿Ha contraído deudas que no pueda pagar? ¿Está sano de cuerpo? ¿Tiene alguna enfermedad oculta?
¿Es siervo de algún hombre? Después de ser así cuidadosamente inquirido sobre su condición civil y física, los
hermanos vuelven al capítulo y declaran: «Señor, hemos hablado a este hombre prudente que está fuera y le
hemos mostrado las durezas de la casa… y dice que quiere ser siervo y esclavo de la casa…». El maestre repite
las preguntas y de nuevo demanda: «¿Queréis que se le haga venir por Dios?». El capítulo responde: «Hacedle
venir por Dios». Se va entonces a buscar al postulante y se le pregunta de nuevo si tiene las mismas
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intenciones, luego se le introduce en el capítulo: «Debe arrodillarse ante el que lo preside, con las manos juntas,
y debe decir: “Señor, he venido ante Dios, y ante vos, y ante los hermanos, y os ruego y requiero por Dios y por
Nuestra Señora, que me acojáis en vuestra compañía y en los beneficios de la casa como quien siempre en
adelante quiere ser siervo y esclavo de la casa”».
Luego viene la hermosa exhortación de quien preside el capítulo: «Buen hermano, pedís una gran cosa, pues
de nuestra religión no veis más que la corteza que está por fuera, pero la corteza que veis es tener buenos
caballos, bellos arneses y bien beber y bien comer y hermosa ropa y aquí os parece que estaréis muy a gusto.
Pero no sabéis los fuertes mandamientos que están dentro: pues es fuerte cosa que vos, que sois señor de vos
mismo, os hagáis el siervo de otro, pues con gran pena haréis nunca lo que queráis: si queréis estar en la tierra
más allá del mar (en Occidente), os mandarán a la tierra de Trípoli o Antioquía, o de Armenia… o a otras
muchas tierras en que tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar, y si queréis a veces
velar se os mandará ir a descansar en vuestro lecho».
Se indica que, si se trata de la recepción de un sargento, los términos son un poco diferentes: «Se le puede
decir que se le pondrá en uno de los más viles oficios que tenemos, por ventura en el horno o el molino o en la
cocina o con los camellos o la pocilga o en tantos otros oficios que tenemos». Y en los dos casos, las
aseveraciones se terminan con la misma cuestión: «Mirad, pues, buen y 
dulce hermano, si podréis sufrir todas esas asperezas». 
Y si dice: «Sí, las sufriré todas si a Dios agrada»,el maestre o el que está en su lugar debe decir: «Buen
hermano, no debéis buscar la compañía de la casa para tener señorío ni riqueza, ni para tener descanso de
vuestro cuerpo ni honores, sino que la debéis buscar para tres cosas: una, para esquivar y dejar el pecado de
este mundo; otra, por servir a nuestro Señor; la tercera, para ser pobre y hacer penitencia en este siglo para la
salvación del alma. Y tal debe ser la intención por la que queréis pedirla».
Después de esto, las preguntas planteadas en privado al postulante se enuncian solemnemente ante el
capítulo: «¿Queréis ser todos los días de vuestra vida en adelante siervo y esclavo de la casa? ¿Queréis dejar
vuestra propia voluntad todos los días de vuestra vida para hacer lo que os mande vuestro comendador?».
Si el postulante da la respuesta requerida: «Sí, Señor, si agrada a Dios», el maestre le ordena salir del
capítulo, luego, dirigiéndose a los hermanos reunidos, renueva la demanda que hizo antes para el caso de que
uno de ellos conozca algún impedimento. Después de lo cual, uno de ellos debe decir: «Hacedle venir por
Dios».
La ceremonia de recepción propiamente dicha comienza cuando el postulante, en el capítulo, se arrodilla,
con las manos juntas, y pronuncia su demanda: «Señor, vengo, ante Dios, y ante vos, y ante los hermanos, y os
ruego y requiero por Dios y por Nuestra Señora, que me acojáis en vuestra compañía y en los beneficios de la
casa, espiritual y temporalmente, como quien quiere ser siervo y esclavo de la casa todos los días de su vida en
adelante». El capítulo reunido repite entonces las preguntas planteadas anteriormente, luego exhorta al
postulante a rezar. Todos juntos rezan el Padre Nuestro, y el hermano capellán una oración al Espíritu Santo,
luego el que preside el capítulo toma el libro de los Evangelios y el nuevo hermano lo sostiene con las dos
manos, de rodillas. Es entonces cuando se renuevan con detalle las preguntas que se hicieron sobre cada punto:
el postulante no está casado, ni prometido, ni ha pertenecido a ninguna otra orden religiosa. Todos los
impedimentos posibles son así recordados, y generalmente se invita a los «ancianos de la casa» para saber si
alguno de estos impedimentos se ha olvidado. Se pasa entonces a la parte positiva de los compromisos, las
promesas que hace el hermano: «Buen hermano, oíd bien lo que os vamos a decir: ¿Prometéis a Dios y a
Nuestra Señora que, en adelante, todos los días de vuestra vida obedeceréis al maestre del Temple y a los
comendadores por encima de vos? ¿Prometéis a Dios y a Santa María nuestra Señora, que todos los días de
vuestra vida viviréis castamente? ¿Que viviréis sin propiedad (pobremente sin tener nada como propio)? ¿Que
mantendréis las buenas costumbres y usos de nuestra casa? ¿Que ayudaréis a conquistar, según la fuerza y el
poder que Dios os ha dado, la Tierra Santa de Jerusalén? ¿Que nunca dejaréis esta «religión» (orden religiosa),
ni por fuerte ni por débil, ni por peor ni por mejor?» A todas estas preguntas, la respuesta es: «Sí, Señor, si
place a Dios»; y el que preside el capítulo concluye: «Nosotros, de parte de Dios y de parte de Nuestra Señora
Santa María, de parte de Monseñor San Pedro de Roma y de parte de nuestro padre el apóstol (del papa) y de
parte de todos los santos del Temple, os recibimos para todos los beneficios de la casa hechos desde el
principio y los que se harán hasta el final, a vos y a vuestro padre y madre, y a todos los que queráis asociar de
vuestro linaje». Es la participación en las oraciones y beneficios espirituales de la orden del Temple. «Vos
también nos recibiréis en todos los beneficios que habéis hecho y haréis; y también os prometemos pan y agua
y la pobre vestidura de la casa y la pena y el trabajo suficiente» (vestidura designa aquí los bienes temporales
en general).
El postulante es entonces cubierto con la capa. Después de una oración rezada por el capellán y el salmo de
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recepción habitual en las demás órdenes religiosas: «¡Cuán bueno y suave es habitar juntos!» (Salmo 132), el
maestre o su representante hace levantar al hermano y le besa en la boca, así como el capellán; este beso es el
que se da también en las ceremonias de homenaje en la época feudal. Sigue una exhortación que enumera al
postulante los principales usos y oraciones de la casa del Temple: se trata de un resumen de la Regla que insiste
sobre las faltas que supondrían para el caballero la «pérdida del hábito», es decir, la expulsión de la orden.
La disciplina se mantiene gracias a los capítulos o asambleas de los hermanos que se
celebran cada semana en todas partes donde se encuentre una encomienda, aunque solo
sean tres o cuatro hermanos. Los Templarios deben presentarse allí con la capa; el
capítulo tiene lugar generalmente en la gran sala de la casa o en la capilla después de la
misa. Los Retraits le dedican toda una parte. Después del rezo en común del Padre
Nuestro, el maestre o quien ocupa su lugar abre la sesión y pronuncia un sermón de
exhortación. Luego, los hermanos que han cometido una falta deben adelantarse,
arrodillarse y hacer confesión pública. El culpable saldrá a continuación, y el capítulo
debate la penitencia que se le aplica. Quien preside el capítulo le hace volver y le
informa de la decisión tomada por los hermanos reunidos. Se especifica que él no debe
«descubrir el capítulo», es decir, revelar quién entre los hermanos ha sugerido tal o cual
penitencia o cómo han sido los debates. Esta regla del secreto era prudente, pues
divisiones y odios hubiesen podido, en este ambiente de guerreros, suscitarse por tales
indiscreciones. El secreto del capítulo se parece en suma al secreto de confesión. Es
notable que, cuando las penitencias se relatan en el libro de Égards, que sigue en la
Regla al de los Retraits, el redactor nunca da otros ejemplos que los del pasado y
concernientes a hermanos ya muertos. Nada diferencia en eso a la orden del Temple de
las otras órdenes religiosas, pero esta recomendación del secreto dará lugar luego a una
explotación tal que no se puede pasar sin comentarla.
Además de las confesiones espontáneas hechas en capítulo, hay acusaciones practicadas incluso en la asamblea.
La Regla recomienda a los Templarios corregirse antes a solas según recomienda el Evangelio. Pero si el
hermano así avisado ha rechazado enmendarse, el templario testigo de su acto puede, en el capítulo, plantear la
cuestión al comendador o al maestre. «Buen hermano, dadme permiso para hablar a tal hermano». Y cuando
tiene el permiso, puede levantarse y llamar por su nombre al hermano que debe reprender. Este puede aceptar
su falta o defenderse remitiéndose a testigos. Los términos empleados merecen ser expuestos, pues nos
transportan al corazón de este mundo del Próximo Oriente donde se ejercía la vocación de los hermanos de la
orden del Temple: «Pero si un hermano decía en capítulo a otro: “Buen hermano, vos cometisteis tal falta en
Châtel-Pèlerin el domingo, pedid perdón”, y el hermano le responde: “No, vive Dios, pues yo estaba el
domingo en Beirut” y puede probarlo, será liberado y su acusador acusado de mentir». Las penas son así
debatidas teniendo en cuenta el comportamiento ordinario del hermano culpable y las circunstancias atenuantes
que pudieran presentarse. Todo un procedimiento se fue formando poco a poco, según atestigua el texto de los
Égards estableciendo varias clases de penas que ha estudiado con mucha precisión Marion Melville en su libro
La vida secreta de los Templarios. Las penitencias impuestas van desde la «pérdida de la casa», la expulsión de
la orden «de la que Dios guarde a cada uno», al ayuno de un viernes, desde la falta más grave a la más leve.
Quien haya sido expulsado del Temple deberá entrar en otra orden, con preferencia en la del Císter. Después de
esta pena, la más dura, viene la de la «pérdida del hábito» por un tiempo más o menos largo que generalmente
no supera el de la prescripción en esa época, o sea, un año y un día.
Es de notar que, según el uso de las órdenes religiosas, losdelitos de que se ocupa el
capítulo son los que se refieren a la Regla, no los pecados de los que se acusa en
confesión. Parece, sin embargo —y de eso también sacarán partido los acusadores en la
tragedia del final del Temple— que a veces hubo alguna confusión, más o menos
voluntaria, entre el capítulo y la confesión propiamente dicha, cosa que podía ser un
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atentado contra el poder de los obispos y en general de los sacerdotes, los únicos que
tienen derecho de atar y desatar.
Los ejemplos precisos relatados por los Égards muestran que las faltas más duramente castigadas son las de
simonía (las de quienes han comprado por corrupción, mediante dinero o cualquier otro regalo, su entrada en la
casa), de asesinato, de complot; también las de los renegados, los que han huido en la batalla, los que han
cometido hurtos o que han «descubierto al capítulo» (revelado lo que se había dicho en el capítulo y debía
permanecer secreto), etc. Se da poca importancia a los delitos sexuales. Se relata solo un caso de violación,
castigado levemente; un caso de sodomía por el contrario es castigado con la «pérdida de la casa». Se protege
sobre todo de lo que puede perjudicar la vida común: traición o conspiración, y violencias diversas, aunque a
los caballeros que han actuado «por ira y enfado» se les trata con bastante indulgencia.
Queda decir algo sobre el modo de elección del maestre —pues, conforme a los usos del
tiempo en la Iglesia, se le designa por elección—.
Cuando muere el maestre, es el mariscal quien ocupa su puesto y ordena las exequias.
Todos los hermanos rezarán en los siete días siguientes 200 padrenuestros por el que
acaba de morir y, en el mismo plazo, debe darse de comer y cenar a 100 pobres. Sus
efectos personales se reparten entre los demás hermanos y la ropa que tenía, darse a los
leprosos. Se envían mensajes a todos los comendadores, que se reunirán en Jerusalén o
en el reino para elegir primero a un gran comendador que se encarga del ínterin. Es quien
custodia «el sello del maestre». Sin embargo, se prescribe a todos los hermanos del
Temple ayunar tres viernes a pan y agua y rezar por la elección. El día de la elección,
todos los hermanos que hayan podido dejar su encomienda sin ponerla en peligro se
encuentran reunidos en el lugar señalado por el gran comendador asistido por el mariscal
y comendadores de las tres provincias del reino.
Con sus adjuntos, el gran comendador designa entonces a algunos hombres prudentes,
los hace salir de la asamblea y nombra de entre ellos, con el consejo, al que debe ser
comendador de la elección; debe elegir para eso a un hermano «que ame a Dios y a la
justicia y sea conocedor de todas las lenguas y por todos los hermanos, y que ame la paz
y concordia en la casa»; una vez así elegido, le dan «hermano caballero como
compañero». Estos dos hermanos deben ir a la capilla y rezar; pasan la noche allí en
oración, y al día siguiente, después de la misa, el capítulo se reúne de nuevo. A petición
del gran comendador, el comendador de la elección y su compañero eligen a otros dos
hermanos, luego los cuatro juntos eligen a otros dos, así a continuación hasta que su
número llegue a 12 «en honor a los 12 apóstoles». Estos 12 designan luego a un hermano
capellán que entre ellos «tendrá el lugar de Jesucristo». El colegio 
de electores así formado debe obligatoriamente constar de ocho caballeros y cuatro
sargentos. En fin, después de las oraciones comunes, después del sermón pronunciado
por el gran comendador, recordando que en su oficio deben tener «únicamente a Dios
ante sus ojos, no mirar a otra cosa que al honor y provecho de la casa y de la Tierra
Santa», los electores se retiran y se ponen de acuerdo sobre el caballero que eligen, luego
vuelven al capítulo y, después de hacer jurar a todos los presentes guardar obediencia al
maestre del Temple, el comendador de la elección va a encontrar a quien ha sido elegido
y le dice: «Nosotros, en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, os hemos
elegido como maestre y os elegimos, Hermano Tal»; luego, volviéndose hacia los
demás: «Buenos señores hermanos, dad gracias a Dios, he aquí a nuestro maestre». «Y al
punto los hermanos capellanes deben entonar Te Deum laudamus».
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Tal es el orden normal de la ceremonia. En algunas ocasiones, el modo de la elección
ha sido diferente, sea por razón de las circunstancias guerreras, sea aún porque el
maestre designado no se encontraba presente en la asamblea. El caso es que esta
designación, que nos parece complicada, respondía a los usos existentes en la época. En
muchas ciudades, en efecto, la elección del alcalde o cónsul se desarrollaba así, por
electores previamente designados, a la voluntad de los cuales los demás juraban
conformarse.
Las insignias del maestre en sus funciones son las que se encuentran en uso por los
Visitadores, enviados por el maestre o por el capítulo general, a una u otra parte de la
cristiandad del Próximo Oriente; es lo que se llama la bula y la bolsa, el sello y el tesoro,
que son los medios puestos a disposición del maestre para ocuparse de sus funciones de
administrador, gestor y dirigente de una colectividad que es también una persona moral.
[1] Todas las citas de este capítulo están sacadas de la Regla en sus diversas redacciones.
[2] Cfr. Marion Melville, Nosotros los Templarios. Ed. Tikal, Madrid 1995.
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III. 
LA ARQUITECTURA DE 
LOS TEMPLARIOS
LAS CONSTRUCCIONES DEBIDAS a los Templarios son por definición lo que subsiste más
accesible, pues los monumentos, al contrario que los textos, son fáciles de ver, de
reconocer o identificar. Sin embargo, los errores abundan también en este campo: errores
procedentes de identificaciones falsas. El ejemplo más llamativo es el de la fortaleza de
Gisors en Normandía, sobre la que se han forjado absurdas leyendas sin ningún
fundamento histórico, puesto que Gisors no se encomendó a los Templarios más que
durante unos meses en el curso de las diferencias entre el rey de Francia y el de
Inglaterra, y si fue, como muchas otras fortalezas en Francia, la prisión de algunos
templarios, no puede considerarse de ninguna manera una «fortaleza templaria». Del
mismo modo, una leyenda tenaz, que ningún texto apoya, atribuye a los Templarios el
castillo de Gréoux en Provenza, en su estado actual no puede remontar más que al siglo
XIV. Otros errores aún provienen de leyendas persistentes que han llegado a ser de
dominio público después de acreditarse en el siglo XIX, como la de que las iglesias de los
Templarios fuesen de forma redonda, construidas sobre un plano central. La erudición
moderna, con los trabajos de Élie Lambert, ha hecho hoy justicia a una afirmación a la
que la autoridad de 
Viollet-le-Duc daba algún peso, pero que provenía sobre todo de una generalización
abusiva.
Cuando se habla de la arquitectura de los Templarios, conviene distinguir varios tipos
de construcciones: las más corrientes, las de sus encomiendas o granjas en Occidente; las
más típicas, sus construcciones militares; y finalmente, las construcciones religiosas:
iglesias o capillas. Pero para ser enteramente válido, semejante estudio debería ir
precedido del censo completo de los monumentos que subsisten. Pues, por increíble que
parezca, esos censos apenas han comenzado. En algunas regiones, se han llevado con
notable profundidad, como en Provenza; en Charente también donde los trabajos de
Charles Daras proporcionan relaciones muy seguras. Algunas otras regiones como la de
Coulommiers, sede de un grupo internacional de estudios templarios, o la del Franco
Condado están también en curso de censo y estudio. Al final, los trabajos emprendidos
con vistas al Inventaire général des monuments de France permitirán dentro de poco
disponer de estos censos, base indispensable para los estudios serios. Eso, en lo que
concierne a Francia; estudios semejantes se realizan en España o Portugal, por ejemplo,
donde se conservan brillantes muestras de la actividad arquitectónica de los Templarios.
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Los Templarios tuvieron en Occidenteunas 9000 encomiendas. La mayor parte de
ellas eran conjuntos de construcciones agrícolas en fincas que les habían llegado por la
generosidad de algunos señores y de las que obtenían sus recursos más seguros, en forma
de trigo, de vino, de aceite o incluso de ganado y productos como la lana de sus ovejas.
Se trata a menudo de dominios rurales que nos pueden recordar, se ha subrayado muchas
veces, las granjas o prioratos cistercienses, los monasterios de esa misma orden cuyo
parentesco espiritual con los Templarios va parejo con un parentesco arquitectónico. Con
frecuencia, las construcciones forman un cuadrado con la capilla al sur, el refectorio al
norte y en el centro el patio, como en muchas explotaciones agrícolas del tiempo. A este
patio dan las cuadras. La cría de 
caballos es evidentemente esencial para esta orden 
de monjes-caballeros, y son las encomiendas occidentales las que proporcionan la
remonta para los caballeros de Tierra Santa. También con frecuencia, una encomienda se
compone de construcciones rectangulares con una torre de ángulo por la cual se accede a
los pisos superiores y, siempre, en el lado sur, una capilla.
Quizá en este aspecto, es un poco decepcionante para la imaginación cómo se
presentan la mayor parte de las encomiendas rurales del Temple en Francia. Muy
característico es en este sentido el pueblo de Richerenches en Vaucluse, instalado en la
antigua encomienda de la que subsisten las cuatro torres de ángulo. Las fortificaciones,
cuando es que las hay, son a menudo posteriores a la ocupación de los Templarios: así
es, por ejemplo, que en La Couvertoirade el recinto fortificado data del siglo XIV, cuando
esta región de llanos desérticos del Larzac, que había recibido la orden del Temple en
1158 del vizconde de Millau, fue entregada a los Hospitalarios. No lejos de allí, La
Cavalerie, sede de la encomienda, sí fue probablemente fortificada en la época de los
Templarios por ellos mismos, pero la presencia de murallas solo se explica por la
necesidad de poner medios de defensa en esta región tan salvaje. En todas partes, los
Templarios en sus construcciones occidentales se nos manifiestan pacíficos, como
agricultores que buscan poner en valor sus tierras; solo en Tierra Santa y en la Península
Ibérica aparecen como guerreros. Por lo demás, incluso en París, los Templarios se
dieron a conocer primero por los trabajos de desecación del barrio que se sigue llamando
el Marais; vecino a las construcciones de su encomienda, este terreno pantanoso fue
transformado por ellos en huertos que, por mucho tiempo, alimentaron a la ciudad de
París.
Lo que parecía constante en las construcciones de los Templarios es la capilla o la
iglesia. Desde 1139, unos veinte años después de su fundación, la orden del Temple
obtiene del papa Inocencio III el permiso de construir capillas para uso de los hermanos.
Estos edificios eran generalmente atendidos por los capellanes de la orden que estaban
exentos de la dependencia de los obispos; cosa que, según hemos visto, debía suscitar
envidias y rencores por parte del clero secular.
La capilla de Fontenotte —por poner un ejemplo— consiste en un edificio en ángulo
recto con una torre de escalera de caracol en el ángulo interior. Es de nave rectangular de
unos quince metros de largo por seis de ancho, con un coro más estrecho que termina en
una cabecera con tres ventanas de medio punto. El conjunto está cubierto por una bóveda
de medio cañón sostenida en la nave por un arco doble que reposa en dos ménsulas.
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Esta planta muy simple es la misma que se encuentra en la mayor parte de las iglesias
de los Templarios: un rectángulo terminado por una cabecera plana o por un ábside
semicircular como en tantas otras iglesias en los siglos XII y XIII. Como las encomiendas
mismas, son construcciones sólidas, pero sin pretensiones. Los planos levantados por
Ch. Daras en la región de Charente son significativos; son los de cuatro capillas de
Templarios: Malleyrand, Angles, Châteaubernard y Grand-Mas-Dieu[1]; el autor ve allí
el prototipo de estos monumentos, no solo en el departamento de Charente, sino en los
alrededores: capillas modestas, todas de planta rectangular, cubiertas de bóveda
sostenida por arcos dobles y terminadas por un coro de cabecera plana. Este coro está
iluminado por tres ventanas; la nave no tiene otra iluminación que una ventana abierta en
la fachada. El ornamento da pruebas de la misma sobriedad que el conjunto del edificio:
el pórtico muy sencillo, a veces sostenido por columnitas, los capiteles esculpidos con
motivos vegetales o volutas. El campanario, en esta región, es un arco abierto en la
fachada. Construcciones severas que contrastan con la exuberancia, la riqueza
ornamental de las iglesias parroquiales de la misma región; este carácter estricto
recuerda los estrechos lazos que unen a la orden del Temple con los cistercienses.
Se trata de una región en que las encomiendas son numerosas; se puede, pues, hacerse
una idea bastante exacta de los principios que las caracterizan. El estudio citado permite
destacar en la región del norte del departamento, fuera de su casa de Angoulême, La
Comanderie [La Encomienda], que ha dejado su nombre a un lugar llamado así de la
comunidad de Maine-de-Boixe, Fouilloux, Coulonges, Fouqueure y Villejésus. Del lado
nordeste, se encuentra la capilla de Grand-Mas-Dieu que subsiste aún. La encomienda de
la Santa Trinidad, en Aunac, por el contrario, ha desaparecido, así como la de Chambon.
La capilla de la encomienda de Petit-Mas-Dieu cerca del pueblo de Loubert ha quedado
señalada como particularmente característica de la arquitectura religiosa de la orden del
Temple con su coro rectangular, su bóveda de medio cañón, sus tres vanos que dan luz al
muro este y su campanario en arcada. Más al este, se puede encontrar la capilla de la
encomienda de 
Mayllerand, de Vouthon, de Charmant, al final, al sur las de Viville, Saint-Jean-
d’Auvignac (cerca de Barbézieux), Malatret y sobre todo Cressac, bien conocida hoy
gracias a los frescos que se descubrieron allí; la encomienda de Tastre (cerca de
Condéon) y la de Guizengeard. Finalmente, al oeste de la región, en la única ruta entre
Angoulême y Saintes, se encuentra la encomienda de Châteaubernard, cuya capilla está
conservada también, y la de Angles en el valle del Né. Semejante enumeración permite
darse cuenta de la importancia de las implantaciones de los Templarios en una misma
región. El carácter sencillo de su arquitectura religiosa resalta también claramente. Su
mayor riqueza a nuestros ojos consiste en este fresco de Cressac, muy típico del arte del
siglo XII y tanto más precioso porque representa a los caballeros en acción, con armas y
cascos, saliendo de un pueblo para perseguir lanza en ristre, estandartes desplegados, a
enemigos que se baten en retirada hacia su campamento.
Algunas iglesias, sin embargo, tienen un carácter diferente sobre el que se construyó la
leyenda de las iglesias redondas «según el modelo del templo de Salomón en Jerusalén».
Para atenernos a su arquitectura religiosa en Occidente (veremos más adelante lo que
fueron las capillas de sus castillos en Tierra Santa), constatamos que un pequeño número
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de las iglesias de Temple adoptan en efecto la forma circular. En particular la del Temple
de Londres y la de París, hoy desaparecida; uno y otro edificio presentaban numerosas
semejanzas. Se visita siempre con interés la redonda de los Templarios de Londres que, a
pesar de las fuertes restauraciones del siglo XIX y los bombardeos que le afectaron en el
XX, subsiste aún en el barrio al que da nombre: el Temple, barrio de los magistrados a
orillas del Támesis. De planta circular, con una cúpula central soportada por seis pilares
formados por columnitas y un deambulatorio de doce tramos, esta iglesia se construyó en
el reinado del rey Enrique II Plantagenet y fue consagrada en 1185 por el patriarca de
Jerusalén, Heraclio. En el siglo siguiente, se la amplió construyendo al este un gran coro
de forma rectangular, consagrado en1240 en presencia del rey Enrique III.
Por otra parte, la planta circular parece haber sido la preferida por los constructores
ingleses, pues otras iglesias del Temple en Inglaterra la adoptaron en distintas épocas del
siglo XII: sobre todo en Douvres, en Bristol, en Garway. Pero esta predilección no es
exclusiva de los Templarios, pues en la misma época se construyeron otros monumentos
de planta redonda, como la iglesia del Santo Sepulcro de Cambridge o la de
Northampton. Los Hospitalarios, en Londres, en el barrio de Clerkenwell, habían
edificado una iglesia redonda cuya cripta existe todavía bajo la parroquia de San Juan.
Al enumerar estos monumentos, Élie Lambert subrayaba que la predilección por esta
forma circular parecía deberse a una «tradición anglonormanda», más que a una
influencia directamente oriental. Se podría examinar aquí la influencia de las tradiciones
célticas en las islas británicas por lo que queda de antiguos túmulos de forma redonda, y
eso nos conduciría a encontrar también en Francia, y en tantas otras regiones pobladas
por los celtas, el gusto por la forma circular en las viviendas, ya se trate de las mardelles
de Normandía o de muchos bories del sudoeste o de Provenza.
La iglesia del Temple de París también se construyó de planta redonda. No la
conocemos más que por los planos y descripciones anteriores a la Revolución. Al
parecer se construyó hacia mediados del siglo XII; como en Londres, se amplió con un
coro rectangular, luego un gran porche análogo al de la Sainte Chapelle. Se hicieron
otras adiciones posteriores, después de la supresión de la orden, a los lados del coro
rectangular. La rotonda inicial medía unos veinte metros de diámetro; la cúpula la
soportaban seis columnas, como en Londres.
Aunque es la única que en Francia puede atribuirse a la orden del Temple, no es la
única iglesia de planta redonda construida en la misma época o incluso anteriormente.
Señalemos la de Neuvy-Saint-Sépulcre, en el Berry, que se construyó expresamente con
el fin de recordar la Anastasis, la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Muchas han
sido por otra parte las capillas de cementerios de planta central, redondas como la Torre
de los muertos de Sarlat en Périgord, cuadradas como la capilla Sainte-Catherine de
Fontevrault o la de Sainte-Croix de Montmajour, de planta cuadrada con cuatro
pequeños ábsides semicirculares. Otros edificios presentan planta octogonal, que
recuerda antiguos baptisterios, entre otros el famoso Octógono de Montmorillon. Pero
por error se atribuyó este último edificio a la orden del Temple. Por el contrario, es
posible, aunque no cierto, que la capilla octogonal de Metz haya sido edificada por los
Templarios. Pero los trabajos de Élie Lambert han demostrado su parentesco, no con
otras «capillas templarias», sino con la capilla funeraria de la abadía Saint-Vincent de
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Laon de la que se conoce la importancia que tuvo en esta región y que fue destruida
cuando las guerras de religión; se trataba de una capilla de cementerio como tantas otras
que existían allí.
Está también demostrado que dos edificios de planta central, situados uno y otro en el
«camino francés» que seguían los peregrinos a Santiago de Compostela, nunca
pertenecieron a los Templarios: la capilla de Eunate y la de Torres del Río. También ahí,
no se trata sino de capillas funerarias, y la atribución a la orden del Temple es
completamente errónea.
Sin embargo, es en la Península Ibérica donde se encuentran hoy los ejemplos más
impresionantes de iglesias que pertenecieron a la orden del Temple y construidas de
planta circular: la iglesia de la Vera Cruz en Segovia o la redonda de Tomar en Portugal.
En estas regiones, donde la orden del Temple estuvo llamada a manifestarse en su
función guerrera, como en Tierra Santa, las construcciones son fortalezas, tales como se
encuentran en Oriente o en raros casos como el del Temple de París que era la «casa
capitana», una de las principales casas de la orden. En lo que concierne a edificios
propiamente religiosos, la iglesia de Segovia, consagrada en 1208, se construyó para
recordar la del Santo Sepulcro de Jerusalén (¡y no el templo de Salomón!). Contenía una
reliquia famosa de la Vera Cruz que llegó a venerar el rey de Castilla san Fernando. La
rotonda de Tomar fue construida en varias etapas sucesivas; primero, el piso inferior de
planta octogonal, y luego el deambulatorio de 16 tramos.
Para concluir, la forma circular, aunque se encuentra en algunos casos en la
arquitectura religiosa de los Templarios, no se puede considerar como característica de
ellos.
El carácter militar de la orden del Temple se afirma en sus construcciones en Oriente.
Se conoce el papel que jugaron las fortalezas en la defensa del reino de Jerusalén —un
reino infinitamente vulnerable por su misma configuración, dada la longitud de las
fronteras que debía proteger frente a una población hostil—. Desde el siglo XII, los
Templarios recibieron castillos, pueblos fortificados de los que tuvieron que asumir la
defensa. Ese fue el caso en 1150, cuando el rey Balduino III les daba la ciudad de Gaza
donde acababa de levantar las murallas y que «por el común parecer de todos fue
entregada a los Templarios porque había entonces en esta orden bastantes hermanos que
eran buenos caballeros y “prud’hommes”», como declara el cronista Ernoul. Del mismo
modo, hacia 1165, recibirían la defensa de la ciudad de Tortose (Tartous). Por las
mismas fechas, se convertían en dueños de la fortaleza de Saphet, al norte de Galilea.
Algunos años más tarde, en 1178, construyeron delante de esa fortaleza el Châtelet du
Gué de Jacob. Debía recibir una guarnición de 80 caballeros y 750 sargentos, pero fue
aniquilada por Saladino solo un año después de su construcción (1179).
El gran periodo de las construcciones militares de los Templarios se sitúa después de
la pérdida de Jerusalén en 1187. Más que nunca, la única esperanza de reconquistar la
Ciudad Santa se apoyaba en esos pocos islotes de resistencia que sus fortificaciones
hacían casi inexpugnables. El primer castillo así construido, sobre el promontorio de
Athlit, es el que se llamó Châtel-Pèlerin (al sur de Jaffa). Separado por un foso profundo,
estaba defendido por un muro y dos grandes torres rectangulares de treinta metros de
largo por veinticinco de ancho del lado de tierra; del lado del mar, un muro perimetral
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aseguraba la defensa de la península; un pequeño puerto permitía los suministros en caso
de asedio. En la gran sala abovedada de la fortaleza, la reina de Francia Margarita de
Provenza, esposa de san Luis, fue recibida durante su estancia en Tierra Santa y dio a luz
allí a uno de sus hijos, Pierre. Châtel-Pèlerin incluía naturalmente alojamientos para la
guarnición, almacenes, cuadras y por supuesto un pozo. La fortaleza tenía también dos
capillas, una de ellas era de planta hexagonal con deambulatorio de 12 tramos: el hecho
merece señalarse porque es el único ejemplo de iglesia redonda construida por los
Templarios en Tierra Santa. Como se ve, era bastante tardía: ha subsistido hasta el
temblor de tierra de 1837 que debía destruirla hasta los cimientos.
Una de las construcciones de la que tenemos más detalles es el castillo de Saphet, bien
conocido por la descripción que hizo el obispo de Marsella, Benoît d’Alignan, en su paso
por Tierra Santa en 1244, en el momento en que se iniciaba su reconstrucción. En
tiempos de guerra, podía albergar 1700 hombres y dar asilo a los campesinos de los
alrededores. La guarnición permanente incluía 50 hermanos caballeros, 30 hermanos
sargentos asistidos por 50 turcomanos, 300 ballesteros, 820 sargentos y escuderos y 40
esclavos musulmanes. Doce molinos, situados fuera del castillo, lo proveían de agua, a
los cuales podían suplir momentáneamente varios molinos de viento situados dentro de
los muros. Estaba defendido por una serie de fosos y otros elementos avanzados que
disimulaban las catapultas.
Tortose debía servir de refugio a los Templarios después del desastre de Hâttin —
mientrasque los Hospitalarios se retiraban a Margat y el Krak de los Caballeros—. La
fortaleza se componía por el lado del mar de una torre del homenaje rectangular rodeada
de torres cuadradas; casamatas abiertas a nivel del mar permitían avituallarse mediante
barcos. Los fosos separaban la fortaleza por la parte de tierra. No se llegaba a ella más
que por una sola vía que terminaba en la única entrada excavada en el muro. La capilla
era de planta rectangular sin ábside, frente a la gran sala alumbrada por seis altas
ventanas.
En Safita, también conocida Châtel-Blanc, situada entre Tortose y Trípoli, en las
montañas de Siria, la capilla, abovedada, de planta rectangular con ábside semicircular,
forma parte de la torre; es una sala baja con troneras estrechas que iluminan el altar; la
escalera, construida en el espesor del muro, permite llegar a la gran sala alta de la torre,
cubierta por una azotea almenada desde la que se dominaba el campo de alrededor. Una
doble muralla perimetral encerraba esta construcción impresionante sobre la pendiente
de la montaña.
A estas fortalezas, las más importantes de la orden del Temple, hay que añadir un
cierto número de castillos menores: Beaufort y Asour en el Líbano, Châtel-Rouge en
Siria, Bagras o Gastein sobre el Orontes, y otros aún en Armenia —todo un conjunto
que, si se considera el esfuerzo paralelo de los caballeros Hospitalarios de San Juan y el
de los señores occidentales asentados en Tierra Santa, permite apreciar el volumen
impresionante de piedras que removieron estos grandes constructores que fueron los
cruzados—. Pero este esfuerzo sucede en una época que presta más atención a los
medios de defensa que a los de ataque. Manifiesta la vitalidad de la orden sin
diferenciarla notablemente de lo que hicieron en ese mismo tiempo los que, laicos o
religiosos, asumían funciones militares.
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[1] Archeologia, n.º 27, marzo-abril 1969, p. 49. Este número, dedicado más especialmente a los Templarios,
contiene varios estudios de M. Melville, R. Oursel. Ver también en el n.º 217, octubre 1987, el estudio de Michel
Miguet, pp. 39-50 (es una revista en lengua francesa).
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IV. 
LA EPOPEYA DEL TEMPLE
QUERER DESCRIBIR LA ACTIVIDAD militar de los Templarios es resignarse por adelantado
a ser incompleto. Esta actividad se nos escapa de hecho en lo que tiene de 
más ordinario, y más eficaz: la defensa y protección 
de los peregrinos para quienes la orden se fundó. Esa fue su finalidad inicial: «Tener diez
caballeros bajo su mando para conducir a los peregrinos que van al río Jordán… y llevar
carros para transportar comida y a los peregrinos si fuese necesario» —como indica una
de las redacciones de la Regla—. Una bula del papa Gregorio IX 
lo recuerda en 1238: es a los Templarios a quienes incumbe la vigilancia de la ruta de
Jaffa a Cesarea. Esta tarea diaria hacía de ellos combatientes en pie de guerra sin cesar y
prestos a acudir allí donde lo requiriese la defensa del reino de Jerusalén.
En lo que concierne a los hechos de armas propiamente dichos, el más antiguo que
conocemos, bastante curioso, no tiene lugar en Tierra Santa, sino en Portugal: «…
porque vinieron y combatieron en Grayana (Granena) y en la Marca para la defensa de
los cristianos»[1], los Templarios, en este caso Robert el Senescal y Hughes Rigaud,
reciben de manos del conde Ermengaud d’Urgell el castillo de Bárbara; eso sucede en
septiembre de 1132; el fundador Hughes de Payns, vivía aún. La reconquista de España
y Portugal suscitaba las mismas iniciativas que la de los santos lugares: fue de Toulouse
de donde partió la primera expedición que se puede considerar como una precruzada, la
de 1064 que tenía como objetivo la liberación de Barcelona. También es 
en España donde la historia del Temple es la más rica en sus comienzos. El rey Alfonso I
de Aragón había fundado una orden militar según el modelo de los Pobres Caballeros, la
orden de Monreal, así llamada por el nombre de esta villa que se le había entregado entre
1126 y 1130. Pero apenas esbozada iba a confundirse con la del Temple que, por las
mismas fechas, recibía la plaza fuerte de Calatrava recién conquistada a los moros. Un
curioso episodio se produciría a la muerte de este rey Alfonso, en 1134. Había legado en
su testamento su reino, a falta de heredero varón, a las órdenes de caballería existentes
entonces: Templarios y Hospitalarios, así como a los canónigos del Santo Sepulcro. Los
Templarios tuvieron la prudencia de rechazar un don que, fijándolos en España, los
hubiese probablemente desviado de su vocación primitiva. Por lo demás, los súbditos del
rey se apresuraron a anular el testamento; el reino acabó por corresponder a Ramón
Berenguer IV de Barcelona. El Temple había resistido la tentación que, en el siglo
siguiente, debía presentarse a los Caballeros Teutónicos en las regiones nórdicas. Sus
posesiones, en todo caso, debían ser importantes en la Península donde, desde el 19 de
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marzo de 1128, la reina de Portugal les había regalado el castillo de Soure, junto al río
Mondego; recibirían también el bosque de Cera, si lo conquistaban a los sarracenos; cosa
que hicieron y, en el terreno así liberado, fundaron las villas de Radin, Ega, y sobre todo
Coimbra. Por el mismo tiempo, en España, recibían varios castillos y fortalezas, entre
otros el de Monzón y el de Montalbán, a cambio de la parte importante que tomaban en
la Reconquista.
En la misma Tierra Santa, el primer hecho de armas conocido en que participan los
Templarios tiene lugar en 1138: es una derrota. Guillaume de Tyr cuenta cómo los turcos
se habían apoderado de Tequoa, la ciudad del profeta Amós, cuyos habitantes debieron
huir. Un templario, de nombre Robert el Bourguignon y que sin duda no era otro que
Robert de Craon, el sucesor inmediato de Hughes de Payns, juntó algunos hermanos y
caballeros y reconquistó la ciudad; pero se añade que «cometió el error de no perseguir a
los turcos que habían huido» y que, a su vez, se reagruparon, volvieron de nuevo y
realizaron una espantosa masacre en el curso de la cual murió entre otros el templario
Eudes de Montfaucon; «todo el espacio entre Hebrón hasta Teqoa quedó esparcido de
sus cadáveres».
Se trataba de los turcos de Ascalón cuyas razias periódicas habían hecho inseguras
algunas rutas, como la de Jaffa a Jerusalén o de Jerusalén a Hebrón, según atestiguan
algunos relatos de peregrinos de comienzos del siglo XII que han llegado hasta nosotros.
Los caballeros del Temple se habían fundado precisamente para garantizar la seguridad
contra ellos. Que regresaran en su conjunto a mediados del siglo XII no ofrece dudas:
«No creemos que los fieles puedan desconocer el consuelo y la asistencia que los
caballeros del Temple aportan 
a los indígenas, a los peregrinos, a los pobres y a todos los que quieran ir al Sepulcro del
Señor», atestigua una carta del año 1132. Su celo y la eficacia de su socorro militar
encontraron una ocasión de hacerse apreciar plenamente en el momento de la cruzada del
rey de Francia Luis VII.
El maestre del Temple en Francia, Everard de Barres, iba a desempeñar un papel
importante desde el momento en que se decidió esta cruzada. El papa Eugenio III, que
llegó en persona a París en esta ocasión, asistió el 27 de abril de 1147 al capítulo general
celebrado en la casa nueva del Temple; 130 caballeros se reunieron allí, «todos
revestidos de su capa blanca», como subraya el cronista. Sobre estos mantos blancos
destacaba por primera vez la cruz bordada bermeja, sobre el lado izquierdo, encima del
corazón, que el papa acababa de concederles como blasón «para que esta señal triunfal
sea para ellos un escudo y no huyan ante ningún infiel».
Sin tardar, darían prueba de su valor, sobre todo en la célebre travesía de la «montaña
execrable». Se sabe, en efecto, cómo en el día de Epifanía, 6 de enero de 1148, en las
gargantas de Pisidia, la imprudencia de la vanguardia real que, a pesar de las órdenes
formales, se aventuró en desfiladeros tan peligrosos, permitió a los turcos, con ayuda de
bizantinos, cargar contra

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