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RÉGINE PERNOUD LOS TEMPLARIOS EDICIONES RIALP MADRID 2 null Título original: Les templiers © 2018 Presses Universitaires de France / Humensis © 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN by EDICIONES RIALP, S. A. Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID (www.rialp.com) Realización ePub: produccioneditorial.com ISBN (edición impresa): 978-84-321-5398-3 ISBN (edición digital): 978-84-321-5399-0 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. 3 http://www.rialp.com) http://www.produccioneditorial.com http://www.cedro.org ÍNDICE PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS I. LOS ORÍGENES DEL TEMPLE II. ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA III. LA ARQUITECTURA DE LOS TEMPLARIOS IV. LA EPOPEYA DEL TEMPLE V. ADMINISTRADORES Y BANQUEROS VI. ARRESTO Y PROCESO DE LOS TEMPLARIOS VII. LOS TEMPLARIOS ANTE LA POSTERIDAD AUTOR COLECCIÓN HISTORIA 4 kindle:embed:0001?mime=image/jpg I. LOS ORÍGENES DEL TEMPLE EN EL AÑO 1099, LOS CRUZADOS recuperaron Jerusalén y los santos lugares de Palestina caídos en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes y que, en fecha mucho más reciente, fueron sometidos al poder de los turcos selyúcidas, cuya invasión de Asia Menor es como una oleada y su victoria sobre las fuerzas del Imperio bizantino (batalla de Manzikert, 1071) fue para estas un verdadero desastre. Las peregrinaciones no se interrumpieron nunca totalmente, excepto en los periodos de persecuciones particularmente crueles contra los cristianos, como fue, por ejemplo, el reinado del califa Hakim a principios del siglo XI. Esas peregrinaciones fueron fomentadas considerablemente por esta reconquista de los santos lugares, pero en condiciones precarias, pues la mayor parte de los barones cruzados, una vez cumplido su voto, regresaban a Europa. Las fuerzas que quedaban en Tierra Santa eran irrisorias y no iban a desarrollarse más que en algunas plazas fortificadas o en los castillos edificados o reconstruidos apresuradamente en los puntos neurálgicos del reino; «bandidos y ladrones infestaban los caminos, sorprendían a los peregrinos, despojaban a un gran número y masacraban a muchos» (Jacques de Vitry). Conscientes de esta situación, algunos caballeros prolongan su voto consagrando su vida a la defensa de los peregrinos. Se agrupan alrededor de uno de ellos, Hugues, originario de Payns en Champagne, y de su compañero Geoffroy de Saint-Omer. Esta iniciativa, que nace en 1118 o más bien en 1119, reúne pronto a altos barones: entre los nueve primeros miembros se encuentra André de Montbard, tío del abad Bernardo de Claraval; Foulques d’Angers, en 1120, se unirá a ellos, y algún tiempo después, ciertamente antes de 1125, Hugues, conde de Champagne. Estos caballeros se comprometen a defender a los peregrinos, a proteger los caminos que llevan a Jerusalén. Consagran a ello sus vidas y se comprometen mediante un voto que pronuncian ante el patriarca de Jerusalén. El rey Balduino II los recibe en una sala de su palacio de la explanada del Templo, mientras que los canónigos de la Ciudad Santa les ceden un terreno contiguo al suyo; eso, en el primer año de su existencia, 1119-1120. Algunos años más tarde, el rey de Jerusalén, al mudarse él a la torre de David, cederá a los «Pobres Caballeros de Cristo» (es el nombre que ellos se han dado) esta primera residencia real que se identifica con el templo de Salomón y donde los musulmanes habían antes instalado la mezquita de Al- Aksa. Desde ese momento, la orden fundada será la del Temple, y sus miembros, los Templarios. 5 Semejante fundación no es, en su origen, más que una manifestación de ese sentido de la adaptación, el afán de responder a las necesidades del momento que parece caracterizar a las fundaciones religiosas durante todo el periodo feudal. Antes de esta, había tenido lugar, mediante una iniciativa parecida y también espontánea, la creación del Hospital de San Juan donde, en Jerusalén, se albergaba a los peregrinos enfermos o pobres. Los «Hospitalarios», tal como los «Pobres Caballeros», se comprometían por voto y, para mantener su fidelidad al abrigo de las debilidades humanas, adoptaban una regla inspirada en la de san Agustín. La orden del Temple —que no dejará de considerar como su casa principal, la casa capitana, este Templum Salomonis que figurará en su sello— es una creación enteramente original, pues llama a caballeros seculares a poner su actividad, sus fuerzas, sus armas al servicio de quienes necesitan ser defendidos. Concilia, pues, dos ocupaciones que parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa. También sienten desde el principio la necesidad de una regla precisa que guarde a sus miembros de posibles desviaciones y les permita ser reconocidos por la Iglesia en la función que ejercen. En el otoño del año 1127, Hugues de Payns cruzaba el mar con cinco compañeros. Llega a Roma, solicita del papa Honorio II un reconocimiento oficial e interesa en su causa a san Bernardo, que reunió en Troyes un concilio para regular los detalles de su organización (13 de enero de 1128). El concilio está presidido por el legado del papa Mateo d’Albano. Reúne a los arzobispos de Sens y de Reims, los obispos de Troyes y de Auxerre, numerosos abades, entre ellos el de Cîteaux, Étienne Harding, y muy probablemente —aunque el hecho se haya puesto en duda— Bernardo de Claraval. Hugues de Payns relata su fundación, expone las costumbres que sigue con sus compañeros y pide al que se llamará san Bernardo que redacte una regla. Esta, después de discusión y con algunas modificaciones, es adoptada por el concilio. A esta primera redacción le seguirá otra, debida a Étienne de Chartres, patriarca de Jerusalén (1128- 1130); es la Regla latina, cuyo texto nos ha sido conservado; una versión francesa posterior (hacia 1140), se realizará sobre este texto[1]. Como en la mayor parte de las órdenes religiosas de la época, la regla prevé varias clases de miembros: los caballeros que pertenecen a la nobleza (se sabe que entonces solo los nobles asumen la función militar) y que son los combatientes propiamente dichos; los sargentos y escuderos, que son sus auxiliares y pueden ser reclutados entre el pueblo o la burguesía; los sacerdotes y los clérigos, que aseguran el servicio religioso en la orden; y finalmente servidores, artesanos, domésticos y diversos ayudantes. Como suele ocurrir en otras órdenes, al fundador Hugues de Payns, que murió en 1136, le sucede un organizador, Roberto de Craon. Este, comprendiendo que es indispensable consolidar las donaciones, que son ya numerosas, sobre una aprobación pontificia, solicita al papa Inocencio II la bula Omne datum optimum (29 de marzo de 1139) sobre la que se apoyarán los privilegios de la orden. El principal de estos privilegios es la exención de la jurisdicción episcopal; la orden podrá tener sus propios sacerdotes, sus capellanes que aseguren la asistencia religiosa y el culto litúrgico y no dependerán de los obispos del lugar. Este privilegio seguramente será impugnado y provocará muchas dificultades con el clero secular. Gozan también de la exención de los 6 diezmos; solo los cistercienses y ahora los Templarios están exentos. Y se puede suponer que muchas envidias se deban a ese privilegio fiscal que favorece a sus dominios. Finalmente, tienen el derecho de construir oratorios y ser enterrados en ellos. La orden goza de una gran autonomía y también de amplios recursos, pues han afluido las donaciones. Las acusaciones de orgullo y de avaricia encontraron ahí un fundamento sólido a medida que la orden fue desarrollándose. Pues su expansión supera todo lo que hubiesen podido prever y esperar los nueve primeros caballeros,esos «Pobres Caballeros de Cristo» que, agrupados en torno a Hugues de Payns, asumían la tarea ingrata de vigilar la ruta, por ejemplo, la que discurría entre Jaffa y Cesarea de Palestina, verdadero desfiladero entre montañas, donde comenzaron oscuramente su tarea; y donde, desde 1110, Hugues y su compañero Geoffroy habían construido una torre, la torre de Destroit, descanso de seguridad para los peregrinos. Nadie hubiese podido imaginar el despliegue y la importancia que tendrían las órdenes militares que iban a surgir al lado del Temple, y en primer lugar el carácter militar que tomaría la de los Hospitalarios, en el siglo siguiente, siguiendo la fundación de los Caballeros teutónicos; pero, sobre todo, sus prolongamientos en España donde, desde los primeros momentos, los Templarios llegan para llevar una lucha semejante a la de Tierra Santa, las órdenes de Alcántara, de Calatrava, la orden de Avís, la de Cristo —en la que sobrevivirán después de su supresión—, la de Santiago, etc. Es verdad que la gran voz de san Bernardo se había elevado a su favor y había proclamado sus méritos. El elogio que él hacía de la caballería del Temple, De laude novae militiae (escrito entre 1130 y 1136), era una llamada a los caballeros del siglo, en la que ridiculizaba «el gusto por el lujo, la sed de vanagloria, o la concupiscencia de bienes temporales», exhortándoles a buscar una verdadera superación en la nueva milicia que suponía una pura caballería de Dios. Había exaltado con su elocuencia fogosa las profundas virtudes del nuevo combatiente, respaldadas por las exigencias de la Regla: Ante todo, la disciplina es constante y la obediencia siempre se respeta; se va y viene por indicación de quien tiene autoridad; se viste con lo que él da; no se intenta buscar otra comida ni ropa… Llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin mujer ni niños; nunca se les ve perezosos, ociosos, curiosos…; entre ellos no hay acepción de personas: se honra al más valeroso, no al más noble…; detestan los dados y el ajedrez, les horroriza la caza…; se cortan los cabellos al ras…; nunca se peinan, raramente se lavan, el pelo descuidado e hirsuto; sucios de polvo, la piel tostada por el calor y la cota de mallas… Y trazaba luego un inolvidable retrato de este tipo de caballero: Este Caballero de Cristo es un cruzado permanente, comprometido en un noble combate: contra la carne y la sangre, contra las potencias espirituales en los cielos. Se adelanta sin miedo, en guardia este caballero a diestra y siniestra. Ha cubierto su pecho con la cota de mallas, su alma con la armadura de la fe. Provisto de estas dos defensas no teme a hombre ni demonio. Avanzad seguros, caballeros, y expulsad con corazón intrépido a los enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, estáis seguros, ni la muerte ni la vida podrán separaros… ¡Qué glorioso es vuestro regreso vencedor del combate! ¡Qué feliz, vuestra muerte de mártir en el combate! Aún menos hubiesen podido prever el torrente de tesis, hipótesis y elucubraciones innumerables que se emitirían a propósito de la orden del Temple, de sus orígenes, de su funcionamiento y de sus costumbres. Para el historiador, es tal la diferencia entre las fantasías a las que se han entregado sin reserva alguna los escritores de historia de una parte, y de otra parte los documentos auténticos, los materiales ciertos, que guardan en 7 abundancia nuestros archivos y bibliotecas, que no se podría creer si no se manifestase esta oposición de una manera tan visible, tan evidente. Pasa con los Templarios lo mismo que ha pasado, por ejemplo, con Juana de Arco, donde, al lado de una abundante literatura hagiográfica e hipótesis llamativas, totalmente gratuitas y uniformemente tontas: nacimiento bastardo, etc., los documentos se imponen con el rigor más completo. Para los Templarios, una vez más, es apenas creíble comparar en serio la literatura (no ya hagiográfica, sino claramente demencial en algunos casos) que ellos han suscitado, y de otra parte estos documentos tan sencillos, tan probatorios, tan tranquilamente irrefutables que constituyen su verdadera historia. [1] El conjunto que constituyen los reglamentos elaborados por los Templarios ha sido publicado por Curzon. Se componen de: la Regla latina primitiva (1128); la versión francesa (hacia 1140); los añadidos o Retraits (puestos por escrito hacia 1165); en fin, los Estatutos conventuales que fijan, por ejemplo, las ceremonias (redactados hacia 1230-1240); y los Égards [modos y maneras], resúmenes de jurisprudencia que enumeran las faltas y sus distintas penas (hacia 1257-1267). Una regla se redactó en catalán después de 1267. 8 II. ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA TAL COMO SE PRESENTA A TRAVÉS de las distintas partes de la Regla, la orden del Temple es muy típica de la sociedad feudal que la ha visto nacer. Sus estructuras están netamente jerarquizadas, pero los poderes que se ejercen no son «totalitarios». El papel de la elección para designar a quienes lo ejercen, y el de las asambleas para asistirlos, y si es preciso controlarlos, eran muy importantes. A la cabeza de la jerarquía, el maestre del Temple —a quien en los tiempos modernos se le llama obstinadamente el gran maestre, no se sabe por qué, pues esa expresión no se utiliza nunca en la Regla ni en los distintos capítulos de estatutos que la completan, ni en general en la misma época del Temple (no se encuentra el término hasta el siglo XIV, y aun entonces raramente)—. El poder de este maestre es exactamente el del padre abad en las órdenes religiosas, es decir que, según el lenguaje siempre figurado del tiempo, «debe tener a mano el bastón y la vara: el bastón con que debe sostener las debilidades y las fuerzas de los demás; la vara con que debe golpear los vicios de los que falten» (a su deber); este doble poder de aplicación y disciplina tiene que ejercerlo «por amor de lo que es recto», evitando tanto la indulgencia como la severidad inmoderada[1]. Se hace asistir por un consejo compuesto por hermanos que considere prudentes y capaces de dar un consejo provechoso. Pero si se trata de tomar una decisión importante que comprometa al conjunto de la casa: como ceder una tierra, admitir a un hermano, etc., «es cosa conveniente convocar a toda la congregación y reunir el consejo de todo el capítulo; y lo que parezca al maestre más conveniente y mejor, que lo haga». Los hermanos le deben «firme obediencia». Tienen que cumplir «sin tardanza» lo que el maestre haya mandado; no pueden ir «a pueblo ni ciudad» sin el «permiso» del maestre. Es también del maestre de quien los hermanos reciben un oficio cualquiera en la casa o en la orden. Finalmente, depende de él hacer cumplir la Regla. El poder más importante que se le da es, a este respecto, el que la redacción francesa atribuye al maestre y no se encuentra en la Regla primitiva latina: «Todos los mandamientos dichos y escritos más arriba en esta presente Regla están a la discreción y el parecer del maestre». Con todo, los términos empleados no significan de ningún modo la arbitrariedad ni el capricho. Ninguna otra función se indica en la Regla primitiva. Se menciona, en cambio, al personal indispensable para el servicio de la casa y de los hermanos: cada uno de estos puede tener un escudero y se especifica que tiene prohibido pegarle, cualquiera sea la falta de que sea culpable. Del mismo modo, se menciona a los caballeros y sargentos que vienen a unirse a los hermanos para 9 servir «a término», sin ligarse por los votos. Para distinguir bien a unos de otros, se precisa que solo los caballeros del Temple pueden llevar «vestidura blanca». Desde la primera redacción de la Regla, esta precaución se tomó para evitar, lo que ya se había producido por entonces, que «falsos hermanos, casados y otros» se presenten para obtener dones y favores diversos «y por eso, produjesen muchos escándalos». La capa blanca será el medio de distinguir a los caballeros del Temple propiamente dichos. Sus sargentos y escuderos solo tendrán derecho a capas negras o pardas.Finalmente, algunos deseaban participar de los beneficios espirituales siguiendo en el siglo, casados o no; como la mayoría de las órdenes religiosas, los Templarios tendrán cofrades afiliados, lo que más tarde serán los miembros de las terceras órdenes franciscana o dominica, pero se menciona expresamente que no deben llevar la capa blanca ni vivir en las casas de los hermanos. Tampoco deben estas casas recibir hermanas pues, lo indica el buen sentido, «peligrosa cosa es la compañía de mujeres» para hombres que han hecho voto de castidad. Y la Regla precisa ese punto: Creemos ser cosa peligrosa en toda religión (órdenes religiosas) mirar demasiado rostros de mujeres y por eso que ninguno ose besar a mujer, ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer. Es verdad que en la época el beso es una señal de simple cortesía corriente, aun entre hombres y mujeres, pero el precepto que se da aquí pone en guardia contra esa costumbre, lo que equivale a «huir de las tentaciones». Los llamados Retraits (estatutos añadidos a la Regla) vienen a precisar y completar nuestro conocimiento de la institución y dan abundantes detalles sobre las prerrogativas y los deberes del maestre, así como de los demás oficiales de la casa del Temple. En el momento en que se ponen por escrito, la orden existía desde medio siglo antes o más y su muy rápida extensión ha diferenciado las funciones y precisado cada una de ellas según la experiencia adquirida. El conjunto es muy característico de una época en que reina la costumbre. La Regla ha dado el espíritu, los Retraits informan sobre las costumbres que se han establecido poco a poco. La orden cuenta entonces con varias provincias: en Tierra Santa, las de Jerusalén, Trípoli y Antioquía. La casa de Jerusalén, la que está establecida en el Templum Domini, el Domo de la Roca, es la casa principal, la casa «capitana»; es la residencia normal del maestre y la de dos comendadores, el comendador de la tierra y reino de Jerusalén que tiene a su cargo todos los establecimientos de la provincia de este nombre, y el comendador de la ciudad de Jerusalén a quien se atribuye más especialmente la actividad específica de la orden: la defensa y la conducta de los peregrinos de Tierra Santa. A la cabeza de las dos provincias de Trípoli y Antioquía están dos comendadores que representan al maestre y poseen en su provincia la misma autoridad que este en la orden. Las provincias en Occidente son: Francia, Inglaterra, Poitou, Provenza, Aragón, Portugal, Apulia y Hungría. A su cabeza hay comendadores o incluso maestres o preceptores, con títulos un poco parecidos según los documentos que se conservan; la extrema riqueza de los bienes inmuebles y su no menos extrema dispersión obligaron a establecer subdivisiones. Así, el maestre de Provenza tendrá bajo su autoridad, no solo la Provenza propiamente dicha y el Comtat Venaissin, sino incluso la región de Nîmes-Saint-Gilles, la de Velay y Gevaudán, la de Maguelona y Beziers, de 10 Narbona y Carcasona, de Rodez, Albi y Cahors, de Tolosa y Cominges, de Gascuña y Agenais. Los Retraits aportan diversas precisiones sobre el poder de los principales dignatarios, comenzando por el maestre. En todas las decisiones importantes, debe estar asistido por el capítulo. Sin la aprobación del capítulo, no puede donar ni enajenar una tierra, ni emprender el asedio de un castillo, ni comenzar guerra ni hacer tregua, ni nombrar comendadores para las principales casas de la orden, ni nombrar dignatarios tales como senescal o mariscal. Todos los subsidios que le llegan de ultramar deben ser presentados al capítulo antes de ser remitidos al comendador del reino de Jerusalén, que es también el tesorero principal de la orden en Oriente. Sujeto como los demás hermanos a la pobreza que debe caracterizar a los religiosos, el maestre «no puede tener llave ni cerradura del tesoro»; pero, añaden los Retraits, puede tener en su tesoro una «hucha», un cofre con cerradura para guardar sus joyas. Puede disponer de una parte de las riquezas de la orden con la aprobación de los «prud’hommes», hombres prudentes que le rodean. Puede hacer regalos hasta una suma de 100 besantes o un caballo, o una copa de oro y plata, o una «vestimenta de vair» (de pieles), o incluso una armadura, o joyas, pero no puede dar ni quitar hierro de lanza, ni cuchillo de armas. El maestre dispone para su servicio de cuatro caballos. Su entorno próximo se compone de dos hermanos caballeros, un hermano capellán, un clérigo, un sargento, un valet. Debe tener además a su servicio un «herrador» (mariscal herrero), un «escribano sarraceno», dicho de otro modo, un secretario con funciones de intérprete, un turco —de esos soldados auxiliares de los que se trata a menudo en los textos— y un cocinero. Finalmente, dos muchachos «a pie» (mientras que el valet antes nombrado, que lleva su espada y su lanza, tiene derecho a un caballo) y un caballo turcomano, animal de élite, que se guarda para la cabalgada. Durante las expediciones, tiene derecho a dos bestias de carga, a una tienda redonda y al estandarte del Temple de dos colores, de plata en campo de sable, con la cruz de gules desde el concilio de 1145. Los Retraits resumen en una frase la situación del maestre: «Todos los hermanos del Temple deben ser obedientes al maestre y el maestre debe ser obediente a su convento» (convento designa aquí la totalidad de los hermanos). El senescal está «en lugar del maestre», dicho de otro modo, es su lugarteniente. Sustituye al maestre cuando este está ausente y le representa; su séquito es sensiblemente el mismo que el del maestre, todo lo más en lugar de un capellán tiene un «diácono escribano para recitar sus horas». El mariscal tiene sobre todo atribuciones militares; «debe tener bajo su mando todas las armas y armaduras de la casa… menos las ballestas que estarán en la mano del comendador de la tierra, las armas turcas (arco turco) que el comendador compra para los hermanos sargentos». Los demás dignatarios son los comendadores de las casas, de importancia muy diversa. Los Retraits se extienden sobre todo sobre las atribuciones del comendador de la tierra de Jerusalén y del comendador de la ciudad, y de los de Trípoli y de Antioquía. En las pequeñas encomiendas, los «comendadores de los caballeros» dependen del comendador de la tierra; pueden tener capítulos en ausencia de dignatarios de más alto nivel; no pueden autorizar a un hermano salir del convento más de una noche. 11 Otro personaje importante de la casa es el pañero, cuya función consiste en «dar a los hermanos lo que necesitan para vestir y yacer»; es un poco el ecónomo de la casa. Le incumbe el aspecto de los hermanos y debe velar para que estos estén «rasurados honestamente» (los cabellos correctamente cortados). Los Retraits, al enumerar los distintos deberes a los que cada uno está sometido en la orden del Temple, permiten reconstruir en grandes líneas el empleo del tiempo diario en una casa del Temple. Vosotros, renunciando a vuestra propia voluntad, y vosotros, sirviendo al soberano rey con caballos y armas para la salvación de vuestras almas, a término, cuidad de desear universalmente oír maitines y todo el servicio enteramente según lo establecido canónicamente y el uso de los maestres regulares de la santa ciudad de Jerusalén. Así comienza la Regla de los caballeros que, después de recordar solemnemente que el servicio comienza por la oración y el culto divino, añade: «Después de terminar el servicio divino, (que) nadie se asuste de ir a la batalla, sino que sea aparejado a la corona» (presto a recibir la corona del martirio). La Regla añade que si las necesidades de la vida en Oriente lo mandan («cosa que creemos que ocurrirá a menudo») y no se pueda escuchar el oficio enteramente, los caballeros deberán rezar trece Pater noster en lugar de maitines, otros siete por cada hora y nueve por las vísperas, y que es preferible rezarlos juntos. La vida de oración es así puesta desde el comienzo de la Regla, como convienea todos los religiosos, y desde los primeros capítulos también se les pone en guardia contra una ascesis excesiva, especificando que, durante la lectura de los salmos, deben sentarse, no permaneciendo de pie más que por el primer salmo que se llama el «invitatorio», para la recitación del Gloria al final de cada salmo, y del Te Deum al final de los maitines. Del mismo modo, la ascesis será moderada en lo que concierne al beber y comer. La Regla les aconseja pedir en la mesa lo que necesiten «suave y privadamente», con discreción. Durante las comidas se les lee la Sagrada Escritura. Los hermanos tienen generalmente una escudilla para dos, pero cada uno su copa con una medida igual de vino. Comen carne tres veces por semana y el domingo dos platos de carne para los caballeros, uno solo para los escuderos y sargentos. Tienen que dar gracias después de las comidas de mediodía y de la tarde, y lo que sobre de los platos se dará a los pobres. Por la noche, al sonar la campana, toman su última comida «al arbitrio y discreción del maestre», luego recitan completas, después de lo cual reinará el silencio. Se llama su atención sobre la costumbre del silencio: «Que el demasiado hablar no está sin pecado». Deben huir de todos los entretenimientos deshonestos y tampoco pueden pedir el caballo o la armadura de sus hermanos, ni dejarse llevar por las murmuraciones o por la envidia. La caza, que es la diversión por excelencia del caballero, les está prohibida: «No conviene a los religiosos entregarse al placer, sino escuchar con gusto los mandamientos de Dios y estar a menudo en oración»; una excepción, sin embargo: «Esta prohibición no se refiere al león»; es la única caza que les está permitida. La vestimenta de los hermanos tiene que ser la misma en todos y del mismo color: túnica blanca o negra o parda. Sus capas son blancas; esta blancura significa castidad 12 que es «seguridad de valor y salud de cuerpo». Pero estos vestidos «deben ser sin nada superfluo y sin ningún orgullo»; se les prohíben las pieles, salvo de cordero o carnero. El equipamiento completo del caballero se compone de la cota de mallas, el yelmo o casco de acero (el primero es un casco cerrado, el segundo un casquete ligero con bordes), y los demás elementos de la armadura: cota de armas, hombreras, zapatos de hierro. Sus armas son la espada, la lanza, la maza y el escudo. Tiene además tres cuchillos: uno de armas —una especie de daga—, otro que es el cuchillo del pan y una navaja. Los caballeros pueden tener una gualdrapa de caballo, dos camisas, dos bragas y dos pares de calzas. Dado el caluroso clima, tienen derecho a una camisa de lino. Dos capas, una de verano y otra forrada para el invierno. Llevan sobre el cuerpo una túnica, la cota y un cinturón de cuero. Se especifica en la Regla que hay que evitar toda concesión a la moda, así pues, los zapatos con punta o lazos están prohibidos. Finalmente, su cama se compone de un jergón, un «lienzo» (sábana) y una cobertura. Además, una manta blanca o negra o a rayas, gruesa, para cubrir su cama. Se prevé también los sacos necesarios en periodo de expedición, para llevar su equipo de armas o su ropa de noche. Disponen de una servilleta de mesa u otra para su aseo. Se enumeran también los accesorios indispensables en su oficio de caballero, para ellos mismos, sus escuderos, sus caballos: desde la gualdrapa del caballo hasta «el caldero para cocinar y los cuencos de medir la cebada». Cada caballero tiene derecho a tres alforjas, una para él, dos para los escuderos, una correa, hamacas, frascos, un bonete de algodón y otro de fieltro, etc. Los sargentos visten de negro o de pardo; algunos de ellos pueden disponer de dos caballos: el submariscal, el gonfalonero, el cocinero, el herrador. Los demás sargentos no pueden tener más que un caballo. La disciplina es estricta y completamente militar: «Ningún hermano debe bañarse, ni cuidarse, ni tomar medicina, ni ir a la ciudad, ni correr a caballo sin permiso». Les está prohibido levantarse de la mesa salvo que les sangre la nariz, lo que era probablemente frecuente en el clima de Oriente, o naturalmente en caso de alarma de guerra. Al toque de campana, deben reunirse para la oración. Solo están exentos los que tienen «las manos en la masa» o el hierro al rojo en la forja para batirlo o la pezuña del caballo preparada para herrarlo o «si se está lavando la cabeza». Se les recuerda que «han dejado su propia voluntad» y que «ninguna cosa es más agradable a Jesucristo que guardar la obediencia». Juntos, oirán la misa y las horas, juntos arrodillarse, sentarse, permanecer de pie. Solo están exentos «los ancianos y los indispuestos», los enfermos. «Y los que no saben cuándo deben arrodillarse los hermanos, lo tienen que preguntar a los que lo saben y aprender cómo lo hacen y deben estar detrás de los demás». En el ejercicio de sus funciones, los Templarios son a menudo caballeros errantes, en todo caso en las rutas; también se les intima, dondequiera estén «por los distintos parajes del siglo», a esforzarse por seguir la Regla según puedan y a «dar ejemplo de buenas obras y de prudencia». Normalmente, van de dos en dos, no deben alejarse sin permiso del maestre o de quien ocupe su lugar y deben conformarse en todo al mandato recibido. Un capítulo les recomienda no permanecer «en enfado ni en ira» contra su hermano. Tienen que honrar a los hermanos ancianos y débiles y dar «cuidadosa guarda» a los hermanos enfermos. Un 13 enfermero, en todas las casas importantes, se dedicará a proveerles de todo lo que puede contribuir a devolverles la salud. Debe llamarse a un «físico», un médico, «para que les visite y dé consejos sobre su enfermedad». ¿Quién entraba en la orden y cómo se entraba? Estas cuestiones tendrán importancia en la tragedia del final de la caballería del Temple. La Regla y las distintas adiciones que seguirán permiten responder. El prólogo mismo de esta Regla es en efecto una llamada a todos los caballeros «del siglo» deseosos de abrazar una vida más perfecta: Hablamos primeramente a todos los que desprecian seguir su propia voluntad y desean valerosamente servir en caballería al soberano Rey… os amonestamos, a vosotros que habéis llevado caballería secular hasta ahora, de la que no fue causa Jesucristo, sino que la abrazasteis solo por humano favor, que sigáis a los que Dios ha elegido de la masa de perdición y ha ordenado… a la defensa de su Iglesia. Todo caballero puede ser recibido en la caballería del Temple, y se puede suponer que el reclutamiento principal se hacía entre los cruzados llegados a Tierra Santa y que, en lugar de volver a su casa una vez cumplido su voto, como hacían la mayor parte de los peregrinos, armados o no, sentían nacer en ellos el deseo de prolongar ese voto dedicando su vida entera a la defensa del Santo Sepulcro. En ese caso —y así es en toda orden religiosa—, la prudencia recomienda «probar el espíritu»: Antes de concederles la compañía de los hermanos, que se le lea la Regla. Si quiere obedecer cuidadosamente al mandato de la Regla y place al maestre y a los hermanos recibirle, estando los hermanos reunidos en capítulo, que diga su voluntad y su deseo ante todos y haga su petición en puro valor. Está prohibido recibir a los niños, ya sean oblatos ofrecidos por sus padres o jóvenes que se presentan ellos mismos. El reclutamiento de los Templarios se hace exclusivamente entre los adultos. Se sabe por otra parte que la caballería no se confiere generalmente más que a los que han alcanzado no solo la mayoría de edad (14 años para los varones en la mayor parte de Francia), sino la de portar armas: 18 años o más. El examen de las distintas versiones de la Regla suscita luego dificultades sobre las que felizmente Marion Melville[2] ha puesto el acento. En primer lugar, en el texto latino de la Regla, se trataba de un plazo de prueba, por tanto, un noviciado. A continuación de la demanda hecha según el texto citado más arriba, una frase suprimida en la versión francesa precisa que el plazo de pruebadepende enteramente «de la reflexión y prudencia del maestre según la honestidad de vida del que ha pedido (ser admitido)». Este artículo fue completamente suprimido en la Regla en francés. La segunda dificultad es más inquietante: el artículo 12 que sigue se titula en el texto latino: De los hermanos que parten a través de las distintas provincias. El mismo artículo en la Regla francesa se titula: De los caballeros excomulgados. Comienza así: «Allí donde estéis con caballeros excomulgados, os mandamos continuar y si hay quienes quieren quedarse y sumarse a la orden de caballería de ultramar, no debéis esperar beneficio temporal tanto como la salvación eterna de su alma». Muy distinto es el texto de la Regla latina: «Allí donde se sepa que se han reunido caballeros no excomulgados, os decimos que hay que acudir, sin considerar la utilidad temporal tanto como la salvación eterna de su alma». Así pues, el mismo artículo, que se refiere en suma a la propagación y al reclutamiento de la orden, se dirige, en el texto latino primitivo, a los caballeros no excomulgados y, en la Regla francesa, a los caballeros excomulgados. La divergencia es evidentemente grave. La continuación del artículo está sin cambios: se prescribe a quienes quieren formar parte de la caballería del Temple ir a presentarse al obispo quien, en el texto latino, escucha la demanda hecha por el que quiere ser 14 admitido en presencia del templario reclutador y, en el segundo caso, el texto francés «oye y absuelve» (el término no existe en el texto latino) al caballero excomulgado, permitiéndoles así unirse a la caballería del Temple. La contradicción entre los dos textos prosigue en el artículo 13: «De ninguna manera, dice la Regla francesa, los hermanos del Temple deben tener compañía con hombre manifiestamente excomulgado». Los hermanos deben «guardarse rigurosamente y rechazar que uno de los caballeros de Cristo (Templarios) se junte con un hombre excomulgado pública y expresamente de alguna forma», dice el texto latino. Divergencias fundamentales, pues, que se abren paso en el intervalo de una década o a lo más de una veintena de años que separan el concilio de Troyes en 1128 de la redacción francesa de la Regla hacia 1140 como muy pronto. Esta divergencia parece cubrir un abuso que se hizo corriente entre los Templarios. Se manifiesta entre otras una falta llamativa del interdicto dictado contra los excomulgados: los Templarios de Inglaterra, en 1143, recogen y entierran en suelo cristiano el cuerpo de Geoffroy de Mandeville, conde de Essex, muerto excomulgado. Esa será una acusación comúnmente hecha a la orden, la de acoger en sus filas a excomulgados. ¿Búsqueda de eficacia o insubordinación? ¿Abren sus filas a los que sus pecados habían apartado de la comunión con la Iglesia, para aumentar sus fuerzas y ofrecer a los pecadores la ocasión de una penitencia? ¿Pretendían, por el contrario, más o menos abiertamente, negar la autoridad de los obispos y del papa, únicos dueños de ese poder de «atar y desatar»? El caso es que en 1175 el papa Alejandro III reprochaba con ardor a los Templarios y Hospitalarios de Inglaterra que diesen sepultura eclesiástica a excomulgados. El mismo papa, es verdad, que en 1180, reprochaba a los obispos exigir indebidamente obediencia a los capellanes del Temple que no estaban sometidos más que a Roma. Y ese no era más que un episodio de la lucha que, a lo largo de toda su existencia aproximadamente, opondrá la orden del Temple a los obispos. Esta lucha, por cierto, no difiere de la que, en varias ocasiones en el curso de la historia de la Iglesia, ha enfrentado al clero secular con las órdenes religiosas directamente dependientes del papa y que escapan por eso a la jurisdicción de los obispos. Volviendo a la recepción de los hermanos, los Retraits precisan que «el maestre no debe hacer hermanos sin capítulo»: dicho de otro modo, la presencia del capítulo es indispensable para la admisión de un nuevo templario; una sola excepción prevista: si al maestre, estando de viaje, le pide un moribundo su admisión en la orden, puede hacerlo, pero «si Dios devuelve la salud (al recién admitido), en cuanto esté en nuestra casa, debe hacer su profesión ante todos los hermanos y aprender lo que los hermanos deben hacer». La ceremonia de recepción se describe minuciosamente en un texto bastante tardío, pues completa las últimas adiciones a la Regla y las que datan de la segunda mitad del siglo XIII. La Regla primitiva da solamente fórmulas de profesión, y los Retraits o Estatutos añaden varios detalles que se encuentran en el ceremonial. Según este ceremonial, ante el capítulo reunido, el maestre toma la palabra: «Señores hermanos, veis bien que la mayor parte de vosotros está de acuerdo en hacerle a (este tal) hermano; si alguno de vosotros supiese de él cosa por la que no debería, según derecho, ser hermano, que lo diga, pues sería buena cosa que lo dijese antes que después de que viniese a nuestra presencia». Si no se dice nada, debe enviar a buscar al postulante y dejarle en una habitación cercana al capítulo; en esta habitación este recibe la visita de dos o tres de los «prud’hommes», los más ancianos de la casa, que le preguntan: «Hermano, ¿pides la compañía de la casa?» (entrar en la compañía de la casa). Si dice que sí, tienen que mostrarle «las grandes asperezas de la casa y los caritativos mandamientos que en ella hay». Y si dice «que él sufrirá voluntariamente todo por Dios y que quiere ser siervo y esclavo de la casa siempre, todos los días de su vida», ellos le plantean de nuevo algunas preguntas para precisar su estado: ¿tiene mujer, esposa o prometida? ¿No hizo nunca voto o promesa en otra orden? ¿Ha contraído deudas que no pueda pagar? ¿Está sano de cuerpo? ¿Tiene alguna enfermedad oculta? ¿Es siervo de algún hombre? Después de ser así cuidadosamente inquirido sobre su condición civil y física, los hermanos vuelven al capítulo y declaran: «Señor, hemos hablado a este hombre prudente que está fuera y le hemos mostrado las durezas de la casa… y dice que quiere ser siervo y esclavo de la casa…». El maestre repite las preguntas y de nuevo demanda: «¿Queréis que se le haga venir por Dios?». El capítulo responde: «Hacedle venir por Dios». Se va entonces a buscar al postulante y se le pregunta de nuevo si tiene las mismas 15 intenciones, luego se le introduce en el capítulo: «Debe arrodillarse ante el que lo preside, con las manos juntas, y debe decir: “Señor, he venido ante Dios, y ante vos, y ante los hermanos, y os ruego y requiero por Dios y por Nuestra Señora, que me acojáis en vuestra compañía y en los beneficios de la casa como quien siempre en adelante quiere ser siervo y esclavo de la casa”». Luego viene la hermosa exhortación de quien preside el capítulo: «Buen hermano, pedís una gran cosa, pues de nuestra religión no veis más que la corteza que está por fuera, pero la corteza que veis es tener buenos caballos, bellos arneses y bien beber y bien comer y hermosa ropa y aquí os parece que estaréis muy a gusto. Pero no sabéis los fuertes mandamientos que están dentro: pues es fuerte cosa que vos, que sois señor de vos mismo, os hagáis el siervo de otro, pues con gran pena haréis nunca lo que queráis: si queréis estar en la tierra más allá del mar (en Occidente), os mandarán a la tierra de Trípoli o Antioquía, o de Armenia… o a otras muchas tierras en que tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar, y si queréis a veces velar se os mandará ir a descansar en vuestro lecho». Se indica que, si se trata de la recepción de un sargento, los términos son un poco diferentes: «Se le puede decir que se le pondrá en uno de los más viles oficios que tenemos, por ventura en el horno o el molino o en la cocina o con los camellos o la pocilga o en tantos otros oficios que tenemos». Y en los dos casos, las aseveraciones se terminan con la misma cuestión: «Mirad, pues, buen y dulce hermano, si podréis sufrir todas esas asperezas». Y si dice: «Sí, las sufriré todas si a Dios agrada»,el maestre o el que está en su lugar debe decir: «Buen hermano, no debéis buscar la compañía de la casa para tener señorío ni riqueza, ni para tener descanso de vuestro cuerpo ni honores, sino que la debéis buscar para tres cosas: una, para esquivar y dejar el pecado de este mundo; otra, por servir a nuestro Señor; la tercera, para ser pobre y hacer penitencia en este siglo para la salvación del alma. Y tal debe ser la intención por la que queréis pedirla». Después de esto, las preguntas planteadas en privado al postulante se enuncian solemnemente ante el capítulo: «¿Queréis ser todos los días de vuestra vida en adelante siervo y esclavo de la casa? ¿Queréis dejar vuestra propia voluntad todos los días de vuestra vida para hacer lo que os mande vuestro comendador?». Si el postulante da la respuesta requerida: «Sí, Señor, si agrada a Dios», el maestre le ordena salir del capítulo, luego, dirigiéndose a los hermanos reunidos, renueva la demanda que hizo antes para el caso de que uno de ellos conozca algún impedimento. Después de lo cual, uno de ellos debe decir: «Hacedle venir por Dios». La ceremonia de recepción propiamente dicha comienza cuando el postulante, en el capítulo, se arrodilla, con las manos juntas, y pronuncia su demanda: «Señor, vengo, ante Dios, y ante vos, y ante los hermanos, y os ruego y requiero por Dios y por Nuestra Señora, que me acojáis en vuestra compañía y en los beneficios de la casa, espiritual y temporalmente, como quien quiere ser siervo y esclavo de la casa todos los días de su vida en adelante». El capítulo reunido repite entonces las preguntas planteadas anteriormente, luego exhorta al postulante a rezar. Todos juntos rezan el Padre Nuestro, y el hermano capellán una oración al Espíritu Santo, luego el que preside el capítulo toma el libro de los Evangelios y el nuevo hermano lo sostiene con las dos manos, de rodillas. Es entonces cuando se renuevan con detalle las preguntas que se hicieron sobre cada punto: el postulante no está casado, ni prometido, ni ha pertenecido a ninguna otra orden religiosa. Todos los impedimentos posibles son así recordados, y generalmente se invita a los «ancianos de la casa» para saber si alguno de estos impedimentos se ha olvidado. Se pasa entonces a la parte positiva de los compromisos, las promesas que hace el hermano: «Buen hermano, oíd bien lo que os vamos a decir: ¿Prometéis a Dios y a Nuestra Señora que, en adelante, todos los días de vuestra vida obedeceréis al maestre del Temple y a los comendadores por encima de vos? ¿Prometéis a Dios y a Santa María nuestra Señora, que todos los días de vuestra vida viviréis castamente? ¿Que viviréis sin propiedad (pobremente sin tener nada como propio)? ¿Que mantendréis las buenas costumbres y usos de nuestra casa? ¿Que ayudaréis a conquistar, según la fuerza y el poder que Dios os ha dado, la Tierra Santa de Jerusalén? ¿Que nunca dejaréis esta «religión» (orden religiosa), ni por fuerte ni por débil, ni por peor ni por mejor?» A todas estas preguntas, la respuesta es: «Sí, Señor, si place a Dios»; y el que preside el capítulo concluye: «Nosotros, de parte de Dios y de parte de Nuestra Señora Santa María, de parte de Monseñor San Pedro de Roma y de parte de nuestro padre el apóstol (del papa) y de parte de todos los santos del Temple, os recibimos para todos los beneficios de la casa hechos desde el principio y los que se harán hasta el final, a vos y a vuestro padre y madre, y a todos los que queráis asociar de vuestro linaje». Es la participación en las oraciones y beneficios espirituales de la orden del Temple. «Vos también nos recibiréis en todos los beneficios que habéis hecho y haréis; y también os prometemos pan y agua y la pobre vestidura de la casa y la pena y el trabajo suficiente» (vestidura designa aquí los bienes temporales en general). El postulante es entonces cubierto con la capa. Después de una oración rezada por el capellán y el salmo de 16 recepción habitual en las demás órdenes religiosas: «¡Cuán bueno y suave es habitar juntos!» (Salmo 132), el maestre o su representante hace levantar al hermano y le besa en la boca, así como el capellán; este beso es el que se da también en las ceremonias de homenaje en la época feudal. Sigue una exhortación que enumera al postulante los principales usos y oraciones de la casa del Temple: se trata de un resumen de la Regla que insiste sobre las faltas que supondrían para el caballero la «pérdida del hábito», es decir, la expulsión de la orden. La disciplina se mantiene gracias a los capítulos o asambleas de los hermanos que se celebran cada semana en todas partes donde se encuentre una encomienda, aunque solo sean tres o cuatro hermanos. Los Templarios deben presentarse allí con la capa; el capítulo tiene lugar generalmente en la gran sala de la casa o en la capilla después de la misa. Los Retraits le dedican toda una parte. Después del rezo en común del Padre Nuestro, el maestre o quien ocupa su lugar abre la sesión y pronuncia un sermón de exhortación. Luego, los hermanos que han cometido una falta deben adelantarse, arrodillarse y hacer confesión pública. El culpable saldrá a continuación, y el capítulo debate la penitencia que se le aplica. Quien preside el capítulo le hace volver y le informa de la decisión tomada por los hermanos reunidos. Se especifica que él no debe «descubrir el capítulo», es decir, revelar quién entre los hermanos ha sugerido tal o cual penitencia o cómo han sido los debates. Esta regla del secreto era prudente, pues divisiones y odios hubiesen podido, en este ambiente de guerreros, suscitarse por tales indiscreciones. El secreto del capítulo se parece en suma al secreto de confesión. Es notable que, cuando las penitencias se relatan en el libro de Égards, que sigue en la Regla al de los Retraits, el redactor nunca da otros ejemplos que los del pasado y concernientes a hermanos ya muertos. Nada diferencia en eso a la orden del Temple de las otras órdenes religiosas, pero esta recomendación del secreto dará lugar luego a una explotación tal que no se puede pasar sin comentarla. Además de las confesiones espontáneas hechas en capítulo, hay acusaciones practicadas incluso en la asamblea. La Regla recomienda a los Templarios corregirse antes a solas según recomienda el Evangelio. Pero si el hermano así avisado ha rechazado enmendarse, el templario testigo de su acto puede, en el capítulo, plantear la cuestión al comendador o al maestre. «Buen hermano, dadme permiso para hablar a tal hermano». Y cuando tiene el permiso, puede levantarse y llamar por su nombre al hermano que debe reprender. Este puede aceptar su falta o defenderse remitiéndose a testigos. Los términos empleados merecen ser expuestos, pues nos transportan al corazón de este mundo del Próximo Oriente donde se ejercía la vocación de los hermanos de la orden del Temple: «Pero si un hermano decía en capítulo a otro: “Buen hermano, vos cometisteis tal falta en Châtel-Pèlerin el domingo, pedid perdón”, y el hermano le responde: “No, vive Dios, pues yo estaba el domingo en Beirut” y puede probarlo, será liberado y su acusador acusado de mentir». Las penas son así debatidas teniendo en cuenta el comportamiento ordinario del hermano culpable y las circunstancias atenuantes que pudieran presentarse. Todo un procedimiento se fue formando poco a poco, según atestigua el texto de los Égards estableciendo varias clases de penas que ha estudiado con mucha precisión Marion Melville en su libro La vida secreta de los Templarios. Las penitencias impuestas van desde la «pérdida de la casa», la expulsión de la orden «de la que Dios guarde a cada uno», al ayuno de un viernes, desde la falta más grave a la más leve. Quien haya sido expulsado del Temple deberá entrar en otra orden, con preferencia en la del Císter. Después de esta pena, la más dura, viene la de la «pérdida del hábito» por un tiempo más o menos largo que generalmente no supera el de la prescripción en esa época, o sea, un año y un día. Es de notar que, según el uso de las órdenes religiosas, losdelitos de que se ocupa el capítulo son los que se refieren a la Regla, no los pecados de los que se acusa en confesión. Parece, sin embargo —y de eso también sacarán partido los acusadores en la tragedia del final del Temple— que a veces hubo alguna confusión, más o menos voluntaria, entre el capítulo y la confesión propiamente dicha, cosa que podía ser un 17 atentado contra el poder de los obispos y en general de los sacerdotes, los únicos que tienen derecho de atar y desatar. Los ejemplos precisos relatados por los Égards muestran que las faltas más duramente castigadas son las de simonía (las de quienes han comprado por corrupción, mediante dinero o cualquier otro regalo, su entrada en la casa), de asesinato, de complot; también las de los renegados, los que han huido en la batalla, los que han cometido hurtos o que han «descubierto al capítulo» (revelado lo que se había dicho en el capítulo y debía permanecer secreto), etc. Se da poca importancia a los delitos sexuales. Se relata solo un caso de violación, castigado levemente; un caso de sodomía por el contrario es castigado con la «pérdida de la casa». Se protege sobre todo de lo que puede perjudicar la vida común: traición o conspiración, y violencias diversas, aunque a los caballeros que han actuado «por ira y enfado» se les trata con bastante indulgencia. Queda decir algo sobre el modo de elección del maestre —pues, conforme a los usos del tiempo en la Iglesia, se le designa por elección—. Cuando muere el maestre, es el mariscal quien ocupa su puesto y ordena las exequias. Todos los hermanos rezarán en los siete días siguientes 200 padrenuestros por el que acaba de morir y, en el mismo plazo, debe darse de comer y cenar a 100 pobres. Sus efectos personales se reparten entre los demás hermanos y la ropa que tenía, darse a los leprosos. Se envían mensajes a todos los comendadores, que se reunirán en Jerusalén o en el reino para elegir primero a un gran comendador que se encarga del ínterin. Es quien custodia «el sello del maestre». Sin embargo, se prescribe a todos los hermanos del Temple ayunar tres viernes a pan y agua y rezar por la elección. El día de la elección, todos los hermanos que hayan podido dejar su encomienda sin ponerla en peligro se encuentran reunidos en el lugar señalado por el gran comendador asistido por el mariscal y comendadores de las tres provincias del reino. Con sus adjuntos, el gran comendador designa entonces a algunos hombres prudentes, los hace salir de la asamblea y nombra de entre ellos, con el consejo, al que debe ser comendador de la elección; debe elegir para eso a un hermano «que ame a Dios y a la justicia y sea conocedor de todas las lenguas y por todos los hermanos, y que ame la paz y concordia en la casa»; una vez así elegido, le dan «hermano caballero como compañero». Estos dos hermanos deben ir a la capilla y rezar; pasan la noche allí en oración, y al día siguiente, después de la misa, el capítulo se reúne de nuevo. A petición del gran comendador, el comendador de la elección y su compañero eligen a otros dos hermanos, luego los cuatro juntos eligen a otros dos, así a continuación hasta que su número llegue a 12 «en honor a los 12 apóstoles». Estos 12 designan luego a un hermano capellán que entre ellos «tendrá el lugar de Jesucristo». El colegio de electores así formado debe obligatoriamente constar de ocho caballeros y cuatro sargentos. En fin, después de las oraciones comunes, después del sermón pronunciado por el gran comendador, recordando que en su oficio deben tener «únicamente a Dios ante sus ojos, no mirar a otra cosa que al honor y provecho de la casa y de la Tierra Santa», los electores se retiran y se ponen de acuerdo sobre el caballero que eligen, luego vuelven al capítulo y, después de hacer jurar a todos los presentes guardar obediencia al maestre del Temple, el comendador de la elección va a encontrar a quien ha sido elegido y le dice: «Nosotros, en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, os hemos elegido como maestre y os elegimos, Hermano Tal»; luego, volviéndose hacia los demás: «Buenos señores hermanos, dad gracias a Dios, he aquí a nuestro maestre». «Y al punto los hermanos capellanes deben entonar Te Deum laudamus». 18 Tal es el orden normal de la ceremonia. En algunas ocasiones, el modo de la elección ha sido diferente, sea por razón de las circunstancias guerreras, sea aún porque el maestre designado no se encontraba presente en la asamblea. El caso es que esta designación, que nos parece complicada, respondía a los usos existentes en la época. En muchas ciudades, en efecto, la elección del alcalde o cónsul se desarrollaba así, por electores previamente designados, a la voluntad de los cuales los demás juraban conformarse. Las insignias del maestre en sus funciones son las que se encuentran en uso por los Visitadores, enviados por el maestre o por el capítulo general, a una u otra parte de la cristiandad del Próximo Oriente; es lo que se llama la bula y la bolsa, el sello y el tesoro, que son los medios puestos a disposición del maestre para ocuparse de sus funciones de administrador, gestor y dirigente de una colectividad que es también una persona moral. [1] Todas las citas de este capítulo están sacadas de la Regla en sus diversas redacciones. [2] Cfr. Marion Melville, Nosotros los Templarios. Ed. Tikal, Madrid 1995. 19 III. LA ARQUITECTURA DE LOS TEMPLARIOS LAS CONSTRUCCIONES DEBIDAS a los Templarios son por definición lo que subsiste más accesible, pues los monumentos, al contrario que los textos, son fáciles de ver, de reconocer o identificar. Sin embargo, los errores abundan también en este campo: errores procedentes de identificaciones falsas. El ejemplo más llamativo es el de la fortaleza de Gisors en Normandía, sobre la que se han forjado absurdas leyendas sin ningún fundamento histórico, puesto que Gisors no se encomendó a los Templarios más que durante unos meses en el curso de las diferencias entre el rey de Francia y el de Inglaterra, y si fue, como muchas otras fortalezas en Francia, la prisión de algunos templarios, no puede considerarse de ninguna manera una «fortaleza templaria». Del mismo modo, una leyenda tenaz, que ningún texto apoya, atribuye a los Templarios el castillo de Gréoux en Provenza, en su estado actual no puede remontar más que al siglo XIV. Otros errores aún provienen de leyendas persistentes que han llegado a ser de dominio público después de acreditarse en el siglo XIX, como la de que las iglesias de los Templarios fuesen de forma redonda, construidas sobre un plano central. La erudición moderna, con los trabajos de Élie Lambert, ha hecho hoy justicia a una afirmación a la que la autoridad de Viollet-le-Duc daba algún peso, pero que provenía sobre todo de una generalización abusiva. Cuando se habla de la arquitectura de los Templarios, conviene distinguir varios tipos de construcciones: las más corrientes, las de sus encomiendas o granjas en Occidente; las más típicas, sus construcciones militares; y finalmente, las construcciones religiosas: iglesias o capillas. Pero para ser enteramente válido, semejante estudio debería ir precedido del censo completo de los monumentos que subsisten. Pues, por increíble que parezca, esos censos apenas han comenzado. En algunas regiones, se han llevado con notable profundidad, como en Provenza; en Charente también donde los trabajos de Charles Daras proporcionan relaciones muy seguras. Algunas otras regiones como la de Coulommiers, sede de un grupo internacional de estudios templarios, o la del Franco Condado están también en curso de censo y estudio. Al final, los trabajos emprendidos con vistas al Inventaire général des monuments de France permitirán dentro de poco disponer de estos censos, base indispensable para los estudios serios. Eso, en lo que concierne a Francia; estudios semejantes se realizan en España o Portugal, por ejemplo, donde se conservan brillantes muestras de la actividad arquitectónica de los Templarios. 20 Los Templarios tuvieron en Occidenteunas 9000 encomiendas. La mayor parte de ellas eran conjuntos de construcciones agrícolas en fincas que les habían llegado por la generosidad de algunos señores y de las que obtenían sus recursos más seguros, en forma de trigo, de vino, de aceite o incluso de ganado y productos como la lana de sus ovejas. Se trata a menudo de dominios rurales que nos pueden recordar, se ha subrayado muchas veces, las granjas o prioratos cistercienses, los monasterios de esa misma orden cuyo parentesco espiritual con los Templarios va parejo con un parentesco arquitectónico. Con frecuencia, las construcciones forman un cuadrado con la capilla al sur, el refectorio al norte y en el centro el patio, como en muchas explotaciones agrícolas del tiempo. A este patio dan las cuadras. La cría de caballos es evidentemente esencial para esta orden de monjes-caballeros, y son las encomiendas occidentales las que proporcionan la remonta para los caballeros de Tierra Santa. También con frecuencia, una encomienda se compone de construcciones rectangulares con una torre de ángulo por la cual se accede a los pisos superiores y, siempre, en el lado sur, una capilla. Quizá en este aspecto, es un poco decepcionante para la imaginación cómo se presentan la mayor parte de las encomiendas rurales del Temple en Francia. Muy característico es en este sentido el pueblo de Richerenches en Vaucluse, instalado en la antigua encomienda de la que subsisten las cuatro torres de ángulo. Las fortificaciones, cuando es que las hay, son a menudo posteriores a la ocupación de los Templarios: así es, por ejemplo, que en La Couvertoirade el recinto fortificado data del siglo XIV, cuando esta región de llanos desérticos del Larzac, que había recibido la orden del Temple en 1158 del vizconde de Millau, fue entregada a los Hospitalarios. No lejos de allí, La Cavalerie, sede de la encomienda, sí fue probablemente fortificada en la época de los Templarios por ellos mismos, pero la presencia de murallas solo se explica por la necesidad de poner medios de defensa en esta región tan salvaje. En todas partes, los Templarios en sus construcciones occidentales se nos manifiestan pacíficos, como agricultores que buscan poner en valor sus tierras; solo en Tierra Santa y en la Península Ibérica aparecen como guerreros. Por lo demás, incluso en París, los Templarios se dieron a conocer primero por los trabajos de desecación del barrio que se sigue llamando el Marais; vecino a las construcciones de su encomienda, este terreno pantanoso fue transformado por ellos en huertos que, por mucho tiempo, alimentaron a la ciudad de París. Lo que parecía constante en las construcciones de los Templarios es la capilla o la iglesia. Desde 1139, unos veinte años después de su fundación, la orden del Temple obtiene del papa Inocencio III el permiso de construir capillas para uso de los hermanos. Estos edificios eran generalmente atendidos por los capellanes de la orden que estaban exentos de la dependencia de los obispos; cosa que, según hemos visto, debía suscitar envidias y rencores por parte del clero secular. La capilla de Fontenotte —por poner un ejemplo— consiste en un edificio en ángulo recto con una torre de escalera de caracol en el ángulo interior. Es de nave rectangular de unos quince metros de largo por seis de ancho, con un coro más estrecho que termina en una cabecera con tres ventanas de medio punto. El conjunto está cubierto por una bóveda de medio cañón sostenida en la nave por un arco doble que reposa en dos ménsulas. 21 Esta planta muy simple es la misma que se encuentra en la mayor parte de las iglesias de los Templarios: un rectángulo terminado por una cabecera plana o por un ábside semicircular como en tantas otras iglesias en los siglos XII y XIII. Como las encomiendas mismas, son construcciones sólidas, pero sin pretensiones. Los planos levantados por Ch. Daras en la región de Charente son significativos; son los de cuatro capillas de Templarios: Malleyrand, Angles, Châteaubernard y Grand-Mas-Dieu[1]; el autor ve allí el prototipo de estos monumentos, no solo en el departamento de Charente, sino en los alrededores: capillas modestas, todas de planta rectangular, cubiertas de bóveda sostenida por arcos dobles y terminadas por un coro de cabecera plana. Este coro está iluminado por tres ventanas; la nave no tiene otra iluminación que una ventana abierta en la fachada. El ornamento da pruebas de la misma sobriedad que el conjunto del edificio: el pórtico muy sencillo, a veces sostenido por columnitas, los capiteles esculpidos con motivos vegetales o volutas. El campanario, en esta región, es un arco abierto en la fachada. Construcciones severas que contrastan con la exuberancia, la riqueza ornamental de las iglesias parroquiales de la misma región; este carácter estricto recuerda los estrechos lazos que unen a la orden del Temple con los cistercienses. Se trata de una región en que las encomiendas son numerosas; se puede, pues, hacerse una idea bastante exacta de los principios que las caracterizan. El estudio citado permite destacar en la región del norte del departamento, fuera de su casa de Angoulême, La Comanderie [La Encomienda], que ha dejado su nombre a un lugar llamado así de la comunidad de Maine-de-Boixe, Fouilloux, Coulonges, Fouqueure y Villejésus. Del lado nordeste, se encuentra la capilla de Grand-Mas-Dieu que subsiste aún. La encomienda de la Santa Trinidad, en Aunac, por el contrario, ha desaparecido, así como la de Chambon. La capilla de la encomienda de Petit-Mas-Dieu cerca del pueblo de Loubert ha quedado señalada como particularmente característica de la arquitectura religiosa de la orden del Temple con su coro rectangular, su bóveda de medio cañón, sus tres vanos que dan luz al muro este y su campanario en arcada. Más al este, se puede encontrar la capilla de la encomienda de Mayllerand, de Vouthon, de Charmant, al final, al sur las de Viville, Saint-Jean- d’Auvignac (cerca de Barbézieux), Malatret y sobre todo Cressac, bien conocida hoy gracias a los frescos que se descubrieron allí; la encomienda de Tastre (cerca de Condéon) y la de Guizengeard. Finalmente, al oeste de la región, en la única ruta entre Angoulême y Saintes, se encuentra la encomienda de Châteaubernard, cuya capilla está conservada también, y la de Angles en el valle del Né. Semejante enumeración permite darse cuenta de la importancia de las implantaciones de los Templarios en una misma región. El carácter sencillo de su arquitectura religiosa resalta también claramente. Su mayor riqueza a nuestros ojos consiste en este fresco de Cressac, muy típico del arte del siglo XII y tanto más precioso porque representa a los caballeros en acción, con armas y cascos, saliendo de un pueblo para perseguir lanza en ristre, estandartes desplegados, a enemigos que se baten en retirada hacia su campamento. Algunas iglesias, sin embargo, tienen un carácter diferente sobre el que se construyó la leyenda de las iglesias redondas «según el modelo del templo de Salomón en Jerusalén». Para atenernos a su arquitectura religiosa en Occidente (veremos más adelante lo que fueron las capillas de sus castillos en Tierra Santa), constatamos que un pequeño número 22 de las iglesias de Temple adoptan en efecto la forma circular. En particular la del Temple de Londres y la de París, hoy desaparecida; uno y otro edificio presentaban numerosas semejanzas. Se visita siempre con interés la redonda de los Templarios de Londres que, a pesar de las fuertes restauraciones del siglo XIX y los bombardeos que le afectaron en el XX, subsiste aún en el barrio al que da nombre: el Temple, barrio de los magistrados a orillas del Támesis. De planta circular, con una cúpula central soportada por seis pilares formados por columnitas y un deambulatorio de doce tramos, esta iglesia se construyó en el reinado del rey Enrique II Plantagenet y fue consagrada en 1185 por el patriarca de Jerusalén, Heraclio. En el siglo siguiente, se la amplió construyendo al este un gran coro de forma rectangular, consagrado en1240 en presencia del rey Enrique III. Por otra parte, la planta circular parece haber sido la preferida por los constructores ingleses, pues otras iglesias del Temple en Inglaterra la adoptaron en distintas épocas del siglo XII: sobre todo en Douvres, en Bristol, en Garway. Pero esta predilección no es exclusiva de los Templarios, pues en la misma época se construyeron otros monumentos de planta redonda, como la iglesia del Santo Sepulcro de Cambridge o la de Northampton. Los Hospitalarios, en Londres, en el barrio de Clerkenwell, habían edificado una iglesia redonda cuya cripta existe todavía bajo la parroquia de San Juan. Al enumerar estos monumentos, Élie Lambert subrayaba que la predilección por esta forma circular parecía deberse a una «tradición anglonormanda», más que a una influencia directamente oriental. Se podría examinar aquí la influencia de las tradiciones célticas en las islas británicas por lo que queda de antiguos túmulos de forma redonda, y eso nos conduciría a encontrar también en Francia, y en tantas otras regiones pobladas por los celtas, el gusto por la forma circular en las viviendas, ya se trate de las mardelles de Normandía o de muchos bories del sudoeste o de Provenza. La iglesia del Temple de París también se construyó de planta redonda. No la conocemos más que por los planos y descripciones anteriores a la Revolución. Al parecer se construyó hacia mediados del siglo XII; como en Londres, se amplió con un coro rectangular, luego un gran porche análogo al de la Sainte Chapelle. Se hicieron otras adiciones posteriores, después de la supresión de la orden, a los lados del coro rectangular. La rotonda inicial medía unos veinte metros de diámetro; la cúpula la soportaban seis columnas, como en Londres. Aunque es la única que en Francia puede atribuirse a la orden del Temple, no es la única iglesia de planta redonda construida en la misma época o incluso anteriormente. Señalemos la de Neuvy-Saint-Sépulcre, en el Berry, que se construyó expresamente con el fin de recordar la Anastasis, la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Muchas han sido por otra parte las capillas de cementerios de planta central, redondas como la Torre de los muertos de Sarlat en Périgord, cuadradas como la capilla Sainte-Catherine de Fontevrault o la de Sainte-Croix de Montmajour, de planta cuadrada con cuatro pequeños ábsides semicirculares. Otros edificios presentan planta octogonal, que recuerda antiguos baptisterios, entre otros el famoso Octógono de Montmorillon. Pero por error se atribuyó este último edificio a la orden del Temple. Por el contrario, es posible, aunque no cierto, que la capilla octogonal de Metz haya sido edificada por los Templarios. Pero los trabajos de Élie Lambert han demostrado su parentesco, no con otras «capillas templarias», sino con la capilla funeraria de la abadía Saint-Vincent de 23 Laon de la que se conoce la importancia que tuvo en esta región y que fue destruida cuando las guerras de religión; se trataba de una capilla de cementerio como tantas otras que existían allí. Está también demostrado que dos edificios de planta central, situados uno y otro en el «camino francés» que seguían los peregrinos a Santiago de Compostela, nunca pertenecieron a los Templarios: la capilla de Eunate y la de Torres del Río. También ahí, no se trata sino de capillas funerarias, y la atribución a la orden del Temple es completamente errónea. Sin embargo, es en la Península Ibérica donde se encuentran hoy los ejemplos más impresionantes de iglesias que pertenecieron a la orden del Temple y construidas de planta circular: la iglesia de la Vera Cruz en Segovia o la redonda de Tomar en Portugal. En estas regiones, donde la orden del Temple estuvo llamada a manifestarse en su función guerrera, como en Tierra Santa, las construcciones son fortalezas, tales como se encuentran en Oriente o en raros casos como el del Temple de París que era la «casa capitana», una de las principales casas de la orden. En lo que concierne a edificios propiamente religiosos, la iglesia de Segovia, consagrada en 1208, se construyó para recordar la del Santo Sepulcro de Jerusalén (¡y no el templo de Salomón!). Contenía una reliquia famosa de la Vera Cruz que llegó a venerar el rey de Castilla san Fernando. La rotonda de Tomar fue construida en varias etapas sucesivas; primero, el piso inferior de planta octogonal, y luego el deambulatorio de 16 tramos. Para concluir, la forma circular, aunque se encuentra en algunos casos en la arquitectura religiosa de los Templarios, no se puede considerar como característica de ellos. El carácter militar de la orden del Temple se afirma en sus construcciones en Oriente. Se conoce el papel que jugaron las fortalezas en la defensa del reino de Jerusalén —un reino infinitamente vulnerable por su misma configuración, dada la longitud de las fronteras que debía proteger frente a una población hostil—. Desde el siglo XII, los Templarios recibieron castillos, pueblos fortificados de los que tuvieron que asumir la defensa. Ese fue el caso en 1150, cuando el rey Balduino III les daba la ciudad de Gaza donde acababa de levantar las murallas y que «por el común parecer de todos fue entregada a los Templarios porque había entonces en esta orden bastantes hermanos que eran buenos caballeros y “prud’hommes”», como declara el cronista Ernoul. Del mismo modo, hacia 1165, recibirían la defensa de la ciudad de Tortose (Tartous). Por las mismas fechas, se convertían en dueños de la fortaleza de Saphet, al norte de Galilea. Algunos años más tarde, en 1178, construyeron delante de esa fortaleza el Châtelet du Gué de Jacob. Debía recibir una guarnición de 80 caballeros y 750 sargentos, pero fue aniquilada por Saladino solo un año después de su construcción (1179). El gran periodo de las construcciones militares de los Templarios se sitúa después de la pérdida de Jerusalén en 1187. Más que nunca, la única esperanza de reconquistar la Ciudad Santa se apoyaba en esos pocos islotes de resistencia que sus fortificaciones hacían casi inexpugnables. El primer castillo así construido, sobre el promontorio de Athlit, es el que se llamó Châtel-Pèlerin (al sur de Jaffa). Separado por un foso profundo, estaba defendido por un muro y dos grandes torres rectangulares de treinta metros de largo por veinticinco de ancho del lado de tierra; del lado del mar, un muro perimetral 24 aseguraba la defensa de la península; un pequeño puerto permitía los suministros en caso de asedio. En la gran sala abovedada de la fortaleza, la reina de Francia Margarita de Provenza, esposa de san Luis, fue recibida durante su estancia en Tierra Santa y dio a luz allí a uno de sus hijos, Pierre. Châtel-Pèlerin incluía naturalmente alojamientos para la guarnición, almacenes, cuadras y por supuesto un pozo. La fortaleza tenía también dos capillas, una de ellas era de planta hexagonal con deambulatorio de 12 tramos: el hecho merece señalarse porque es el único ejemplo de iglesia redonda construida por los Templarios en Tierra Santa. Como se ve, era bastante tardía: ha subsistido hasta el temblor de tierra de 1837 que debía destruirla hasta los cimientos. Una de las construcciones de la que tenemos más detalles es el castillo de Saphet, bien conocido por la descripción que hizo el obispo de Marsella, Benoît d’Alignan, en su paso por Tierra Santa en 1244, en el momento en que se iniciaba su reconstrucción. En tiempos de guerra, podía albergar 1700 hombres y dar asilo a los campesinos de los alrededores. La guarnición permanente incluía 50 hermanos caballeros, 30 hermanos sargentos asistidos por 50 turcomanos, 300 ballesteros, 820 sargentos y escuderos y 40 esclavos musulmanes. Doce molinos, situados fuera del castillo, lo proveían de agua, a los cuales podían suplir momentáneamente varios molinos de viento situados dentro de los muros. Estaba defendido por una serie de fosos y otros elementos avanzados que disimulaban las catapultas. Tortose debía servir de refugio a los Templarios después del desastre de Hâttin — mientrasque los Hospitalarios se retiraban a Margat y el Krak de los Caballeros—. La fortaleza se componía por el lado del mar de una torre del homenaje rectangular rodeada de torres cuadradas; casamatas abiertas a nivel del mar permitían avituallarse mediante barcos. Los fosos separaban la fortaleza por la parte de tierra. No se llegaba a ella más que por una sola vía que terminaba en la única entrada excavada en el muro. La capilla era de planta rectangular sin ábside, frente a la gran sala alumbrada por seis altas ventanas. En Safita, también conocida Châtel-Blanc, situada entre Tortose y Trípoli, en las montañas de Siria, la capilla, abovedada, de planta rectangular con ábside semicircular, forma parte de la torre; es una sala baja con troneras estrechas que iluminan el altar; la escalera, construida en el espesor del muro, permite llegar a la gran sala alta de la torre, cubierta por una azotea almenada desde la que se dominaba el campo de alrededor. Una doble muralla perimetral encerraba esta construcción impresionante sobre la pendiente de la montaña. A estas fortalezas, las más importantes de la orden del Temple, hay que añadir un cierto número de castillos menores: Beaufort y Asour en el Líbano, Châtel-Rouge en Siria, Bagras o Gastein sobre el Orontes, y otros aún en Armenia —todo un conjunto que, si se considera el esfuerzo paralelo de los caballeros Hospitalarios de San Juan y el de los señores occidentales asentados en Tierra Santa, permite apreciar el volumen impresionante de piedras que removieron estos grandes constructores que fueron los cruzados—. Pero este esfuerzo sucede en una época que presta más atención a los medios de defensa que a los de ataque. Manifiesta la vitalidad de la orden sin diferenciarla notablemente de lo que hicieron en ese mismo tiempo los que, laicos o religiosos, asumían funciones militares. 25 [1] Archeologia, n.º 27, marzo-abril 1969, p. 49. Este número, dedicado más especialmente a los Templarios, contiene varios estudios de M. Melville, R. Oursel. Ver también en el n.º 217, octubre 1987, el estudio de Michel Miguet, pp. 39-50 (es una revista en lengua francesa). 26 IV. LA EPOPEYA DEL TEMPLE QUERER DESCRIBIR LA ACTIVIDAD militar de los Templarios es resignarse por adelantado a ser incompleto. Esta actividad se nos escapa de hecho en lo que tiene de más ordinario, y más eficaz: la defensa y protección de los peregrinos para quienes la orden se fundó. Esa fue su finalidad inicial: «Tener diez caballeros bajo su mando para conducir a los peregrinos que van al río Jordán… y llevar carros para transportar comida y a los peregrinos si fuese necesario» —como indica una de las redacciones de la Regla—. Una bula del papa Gregorio IX lo recuerda en 1238: es a los Templarios a quienes incumbe la vigilancia de la ruta de Jaffa a Cesarea. Esta tarea diaria hacía de ellos combatientes en pie de guerra sin cesar y prestos a acudir allí donde lo requiriese la defensa del reino de Jerusalén. En lo que concierne a los hechos de armas propiamente dichos, el más antiguo que conocemos, bastante curioso, no tiene lugar en Tierra Santa, sino en Portugal: «… porque vinieron y combatieron en Grayana (Granena) y en la Marca para la defensa de los cristianos»[1], los Templarios, en este caso Robert el Senescal y Hughes Rigaud, reciben de manos del conde Ermengaud d’Urgell el castillo de Bárbara; eso sucede en septiembre de 1132; el fundador Hughes de Payns, vivía aún. La reconquista de España y Portugal suscitaba las mismas iniciativas que la de los santos lugares: fue de Toulouse de donde partió la primera expedición que se puede considerar como una precruzada, la de 1064 que tenía como objetivo la liberación de Barcelona. También es en España donde la historia del Temple es la más rica en sus comienzos. El rey Alfonso I de Aragón había fundado una orden militar según el modelo de los Pobres Caballeros, la orden de Monreal, así llamada por el nombre de esta villa que se le había entregado entre 1126 y 1130. Pero apenas esbozada iba a confundirse con la del Temple que, por las mismas fechas, recibía la plaza fuerte de Calatrava recién conquistada a los moros. Un curioso episodio se produciría a la muerte de este rey Alfonso, en 1134. Había legado en su testamento su reino, a falta de heredero varón, a las órdenes de caballería existentes entonces: Templarios y Hospitalarios, así como a los canónigos del Santo Sepulcro. Los Templarios tuvieron la prudencia de rechazar un don que, fijándolos en España, los hubiese probablemente desviado de su vocación primitiva. Por lo demás, los súbditos del rey se apresuraron a anular el testamento; el reino acabó por corresponder a Ramón Berenguer IV de Barcelona. El Temple había resistido la tentación que, en el siglo siguiente, debía presentarse a los Caballeros Teutónicos en las regiones nórdicas. Sus posesiones, en todo caso, debían ser importantes en la Península donde, desde el 19 de 27 marzo de 1128, la reina de Portugal les había regalado el castillo de Soure, junto al río Mondego; recibirían también el bosque de Cera, si lo conquistaban a los sarracenos; cosa que hicieron y, en el terreno así liberado, fundaron las villas de Radin, Ega, y sobre todo Coimbra. Por el mismo tiempo, en España, recibían varios castillos y fortalezas, entre otros el de Monzón y el de Montalbán, a cambio de la parte importante que tomaban en la Reconquista. En la misma Tierra Santa, el primer hecho de armas conocido en que participan los Templarios tiene lugar en 1138: es una derrota. Guillaume de Tyr cuenta cómo los turcos se habían apoderado de Tequoa, la ciudad del profeta Amós, cuyos habitantes debieron huir. Un templario, de nombre Robert el Bourguignon y que sin duda no era otro que Robert de Craon, el sucesor inmediato de Hughes de Payns, juntó algunos hermanos y caballeros y reconquistó la ciudad; pero se añade que «cometió el error de no perseguir a los turcos que habían huido» y que, a su vez, se reagruparon, volvieron de nuevo y realizaron una espantosa masacre en el curso de la cual murió entre otros el templario Eudes de Montfaucon; «todo el espacio entre Hebrón hasta Teqoa quedó esparcido de sus cadáveres». Se trataba de los turcos de Ascalón cuyas razias periódicas habían hecho inseguras algunas rutas, como la de Jaffa a Jerusalén o de Jerusalén a Hebrón, según atestiguan algunos relatos de peregrinos de comienzos del siglo XII que han llegado hasta nosotros. Los caballeros del Temple se habían fundado precisamente para garantizar la seguridad contra ellos. Que regresaran en su conjunto a mediados del siglo XII no ofrece dudas: «No creemos que los fieles puedan desconocer el consuelo y la asistencia que los caballeros del Temple aportan a los indígenas, a los peregrinos, a los pobres y a todos los que quieran ir al Sepulcro del Señor», atestigua una carta del año 1132. Su celo y la eficacia de su socorro militar encontraron una ocasión de hacerse apreciar plenamente en el momento de la cruzada del rey de Francia Luis VII. El maestre del Temple en Francia, Everard de Barres, iba a desempeñar un papel importante desde el momento en que se decidió esta cruzada. El papa Eugenio III, que llegó en persona a París en esta ocasión, asistió el 27 de abril de 1147 al capítulo general celebrado en la casa nueva del Temple; 130 caballeros se reunieron allí, «todos revestidos de su capa blanca», como subraya el cronista. Sobre estos mantos blancos destacaba por primera vez la cruz bordada bermeja, sobre el lado izquierdo, encima del corazón, que el papa acababa de concederles como blasón «para que esta señal triunfal sea para ellos un escudo y no huyan ante ningún infiel». Sin tardar, darían prueba de su valor, sobre todo en la célebre travesía de la «montaña execrable». Se sabe, en efecto, cómo en el día de Epifanía, 6 de enero de 1148, en las gargantas de Pisidia, la imprudencia de la vanguardia real que, a pesar de las órdenes formales, se aventuró en desfiladeros tan peligrosos, permitió a los turcos, con ayuda de bizantinos, cargar contra
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