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Santa Juanade Arco Reina, Virgen y Mártir

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Santa Juana de Arco.
Reina, virgen y mártir
 
Primer estudio documental en español a la luz de sus
procesos
 
 
Marie de la Sagesse Sequeiros, S.J.M.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
2
 
 
La imagen de tapa es de Henri Pierre Hippolyte Dubois, Sainte Jeanne d’Arc, 1873.
Diseño de tapa Rodrigo Álvarez.
3
 
“Dios me dio unos padres más dignos del cielo que de la tierra”
Santa Teresita del Niño Jesús
 
 
 
 
A Octavio Agustín Sequeiros y María Delia Buisel,
quienes sembraron en mí desde pequeña,
el amor y la admiración por la Pucelle.
 
A mis hermanos el P. Víctor Agustín y Octavio Enrique;
mi cuñada Beate Gloudemans y mi tío Néstor Sequeiros
que me ayudaron incondicionalmente.
 
Al Dr. Enrique Díaz Araujo,
cercano modelo de amor apasionado por la verdad histórica.
 
A Rogelio Alonso y a la Dra. Andrea Greco de Álvarez,
por la paciencia para leer y corregir los avances de este libro.
 
Y al P. Javier Olivera Ravasi que me intimó a dejar esto
por escrito para que permanezca.
 
4
 
PROLOGO
 
 
5
¿Otro libro de santa Juana de Arco en el siglo XXI?
 
A propósito de la doncella de Orléans muchos historiadores afirman que de ella
nunca se dirá lo suficiente, “de Ioanna nunquam satis”. Esto ya sería una buena razón
para comenzar con un nuevo libro, ya que su figura es inagotable; sin embargo, valgan
algunas razones personales que me han movido a escribirlo.
Desde que tengo uso de razón recuerdo a mi madre contándome antes de ir a
dormir, las proezas de la “Pucelle” hasta que mis ojos se cerraran para continuar en
sueños el siguiente capítulo. Por entonces no podía distinguir mucho entre un cuento y la
realidad, para mí toda su historia era algo extraordinario más del cielo que de la tierra, al
punto que cuando mi madre terminaba, de inmediato le pedía que volviese a empezar,
sin que me aburriera en absoluto el escuchar una y mil veces lo mismo.
Pasó el tiempo y mi sueño se hizo realidad: con sólo 17 años peregriné a cada
una de las ciudades por donde la heroína había pasado, pudiendo así seguir sus pasos de
cerca en Domrémy, Vaucoulers, Chinon, Poitiers, Saint-Benoit-sur-Loire, Orléans,
Patay, Auxerre, París, Reims y Rouen.
Fue una gracia inmerecida que marcó profundamente mi juventud, de la cual
Nuestro Señor supo sacar infinitos bienes para mi alma. Volví del viaje más interesada
en ahondar sobre la vida de “sainte Jeanne” y comencé a leer algunas hagiografías; sin
duda, la que más me cautivó fue una de las tantas escritas por la medievalista, Régine
Pernoud[1]. También busqué sus películas, descubriendo la clásica en blanco y negro
interpretada por Ingrid Bergman[2], que recreaba algo similar a lo escrito por la
historiadora francesa posteriormente.
Ya como religiosa, quise sellar la amistad espiritual que me unía a santa Juana de
Arco haciendo grabar en mi anillo de votos perpetuos las mismas palabras que ella tenía
en el suyo: “JHESUS-MARIA”.
Creía haber pagado la deuda con la doncella cuando, después de diez años de
vida religiosa, me destinaron a misionar en sus tierras. Fue así que llegué
providencialmente a Francia a principios del 2012; justo en un año jubilar para los
devotos de la Pucelle, pues se festejaban los 600 años de su nacimiento en Domrémy…
con un verdadero y riquísimo renacimiento bibliográfico.
A principios del año 2016 Francia tuvo una gracia inesperada: en pleno jubileo
de Notre-Dame de Le Puy-en-Velay pudo finalmente pagar el rescate de la doncella con
la compra a los ingleses de la única reliquia que nos ha quedado: ¡su anillo[3]! Sellando
así la unión indisoluble que existe entre la heroína francesa y su amada patria.
 
6
¿Mito o realidad?
 
Las leyendas negras sobre Juana de Arco son infinitas y siguen perdurando y
aumentando día a día debido a que su controvertida figura “da para todo”, y es cierto…
Ella configura un abanico de riquísimas facetas sintetizadas en una simple campesina
que encarnó virtudes y vocaciones aparentemente opuestas de una manera tan armoniosa
como nadie lo ha hecho hasta el momento.
Habiendo pasado su infancia en una desconocida aldea donde ayudaba
tranquilamente a su padre en los quehaceres del campo, la niña inició de pronto -con
unos pocos seguidores- la admirable misión que libertaría a su patria, salvando
políticamente a Francia del yugo inglés en tan solo tres años de vida pública.
Siendo una simple pastorcita de profunda y exquisita sensibilidad femenina, en el
campo de batalla dio ejemplo de virilidad y de audacia como pocos soldados -siempre la
primera en ir adelante en las ofensivas y la última en cubrir la retaguardia-, dejando
admirados por su intrepidez única a los capitanes más experimentados de la época.
Con solo 18 años se convirtió en capitana de un ejército de casi 10.000 hombres
al que llevó de victoria en victoria gracias a su excelente estrategia militar. Forjó la paz
luego de una guerra centenaria y consiguió la unidad política de una patria desangrada y
dividida por interminables guerras civiles.
Y no sólo sobresalió en el ámbito militar. Su humildad y sencillez de campesina
analfabeta tampoco le fueron obstáculo para tratar de igual a igual con los nobles de la
corte y hasta dirigirse al mismo rey de Francia como si desde niña hubiese sido educada
por una institutriz de la nobleza.
Su pureza virginal vivida en grado heroico contagió a todos los que la rodeaban
casi sin que se dieran cuenta, logrando ablandar los corazones más duros y reacios,
llevándolos hacia una profunda y sincera conversión.
La doncella guerrera fue una verdadera mística en acción, con una insólita
mezcla de vocación activa y contemplativa que le hacía, en pleno combate, retirarse a
rezar en soledad y añorar volver a su hogar paterno a hilar junto a su madre; mas cuando
terminaba sus oraciones, estaba dispuesta a seguir “a punta de espada” la obra que Dios
le había encomendado.
En el punto culminante de su misión la heroína fue traicionada por los suyos y
vendida al enemigo para ser sometida a un juicio inicuo en el que se la calumnió y
ultrajó miserablemente. Ella debió defenderse sola frente a un numeroso tribunal
eclesiástico irregular que ya la había condenado a muerte de antemano. Finalmente, la
Pucelle murió en la hoguera perdonando a sus enemigos y rogando por ellos.
Así, entregó su espíritu como víctima inocente de manera cruentísima con tres
cualidades concomitantes que pocas veces se han dado en la Historia de la Iglesia:
virgen, reina y mártir. Todas estas aureolas se dieron unidas en una sola y misma
7
persona, en el lapso de diecinueve primaveras.
No debe por ello extrañarnos que esa conjunción de facetas opuestas diera
ocasión a que, a lo largo de historia, la doncella haya sido malinterpretada por distintas
banderas según su mayor conveniencia: desde el nacionalismo galicano que la redujo a
una figura meramente patriótica, hasta las peores hordas feministas que la enarbolan
como vanguardia del lesbianismo.
Y hasta con una mirada superficial y atrevida podría alegarse que la Iglesia “se
equivocó” al canonizar a una bruja, dejándonos como ejemplo a imitar a una mujer que,
disfrazada de varón, hizo la guerra para terminar sus días en una hoguera como la peor
de las herejes. Como si fuera poco, fue la Inquisición quien la mandó al muere, y
después de cinco siglos la misma Iglesia viene a declararla ¿¡santa!?
Palabras más, palabras menos, es lo que cualquier desinformado podría plantear a
la hora de escuchar el dulce nombre de “Jeanne d’Arc”. A pesar de que existe una
innumerable y excelente bibliografía[4] francesa que desmiente mito por mito las
calumnias historiográficas, lamentablemente poco y nada de este tesoro ha sido
traducido al español. Por eso, al escribir de nuevo sobre ella, poco diré que no haya sido
publicado en Francia, intentando poner al alcance de un lector hispanohablante las
mejores obras de los historiadores galos que más ahondaron en su misterio.
 
8
Vayamos a las fuentes
 
En cuanto a los documentos históricos, jugamos con mucha ventaja, pues, al
decir deuna historiadora francesa, Colette Beaune, “el caso de Juana es
fundamentalmente atípico. Es la mujer mejor documentada de toda la época
medieval”[5]. Otro investigador alemán, Gerd Krumeich, que se deslumbró con la
doncella de Orléans, afirmó: “Las fuentes que conciernen a la vida de Juana son
abundantes, y su historia es tan fascinante, que es muy fácil identificarse con la
Pucelle”[6]. El hecho ha sido también destacado por Philippe Contamine -“la importancia
cuantitativa y cualitativa de las fuentes contemporáneas que están conservadas es
enorme”[7]-, y por la ya citada especialista Régine Pernoud, quien subraya que “la
historia de Juana es una de las mejor establecidas. Los documentos contemporáneos
hacen de ella uno de los personajes sobre los cuales uno se encuentra actualmente con
excelente información”[8].
En fin, la mayoría de los historiadores de buena fe que se han interesado por la
vida y la misión de la pastorcita francesa está de acuerdo en admitir que de ningún otro
personaje del siglo XV se está mejor informado que sobre Juana de Arco, pues las
fuentes y documentos históricos de primera mano son abrumadores, lo que hace casi
imposible tergiversar su vida, salvo para quien tenga un prejuicio o una posición
ideológica tomada de antemano.
A modo de enunciación nombremos algunos de los documentos oficiales más
importantes con los cuales contamos para informarnos sobre ella directa o
indirectamente.
Para empezar, tenemos nada menos que cuatro procesos jurídicos:
1) El primero fue llevado a cabo en Poitiers (1429), cuando el Delfín[9] Carlos
encomendó a un tribunal imparcial de clérigos que la interrogasen durante un
mes y medio con el fin de saber si la niña estaba inspirada por Dios o por el
diablo. Lamentablemente las actas completas de este proceso no se han
encontrado aún, sólo tenemos la declaración de varios testigos que participaron y
el “Resumen de las conclusiones” entregado al futuro rey con una sentencia
totalmente favorable a la doncella.
2) Al poco tiempo, y ya prisionera de sus enemigos, se llevó a cabo el proceso
de condenación en Rouen (1431), donde Juana fue sentenciada por el obispo
francés Pierre Cauchon y más de sesenta canónigos a morir en la hoguera por
“idólatra, herética, apóstata y relapsa”. El texto se conserva íntegro y es el más
conocido e importante. Lo trataremos aparte.
3) A 20 años de su muerte, el rey Carlos VII comenzó en 1450 una
investigación para rever el inicuo proceso llevado a cabo por sus enemigos, que
terminaría con la apertura del proceso eclesiástico de rehabilitación o de
nulidad de la condenación en París (1455-1456). En aquella inolvidable
9
ocasión, más de 120 testigos oculares prestaron declaración acerca de la joven.
Este proceso resulta muy controvertido pues, como veremos, terminó
rehabilitándola “a medias” con una sentencia parcial que si bien tiró abajo las
acusaciones más graves de idólatra, herética y apóstata, dejó manchada la
reputación de la doncella por mucho tiempo; pese a ello, es riquísimo en pruebas
testimoniales. También le dedicaremos un estudio especial por las consecuencias
graves que acarreó.
4) Justamente por no haber sido del todo clara la “rehabilitación” de 1456,
tuvieron que pasar más de cuatro siglos hasta que Mons. Touchet, obispo de
Orléans, luego de muchísimos inconvenientes llevó adelante el proceso de
canonización en 1870, el cual terminó en Roma con la declaración de la
santidad de Juana de Arco el 16 de mayo de 1920.
A ello debemos sumar más de treinta crónicas contemporáneas de distinto
signo, escritas por gente que conoció personalmente a la Pucelle. Por ejemplo, el Diario
del Sitio de Orléans, compuesto por un orleanés entre el 12 de octubre de 1428 y fines
de septiembre de 1429, día por día, sin que ningún detalle importante se le escapase[10]; o
la Crónica de la Pucelle, escrita de manera sencilla por Guillaume Cousinot, también
habitante de Orléans y pariente del tesorero de la ciudad, Jacques Boucher, donde
Juanita se hospedó durante una semana.
 
También es importante considerar las fuentes contrarias y enemigas, como el
Diario de Clément de Fauquembergue, canónigo de Notre-Dame de París y notario del
Parlamento en plena ocupación inglesa, quien dejó asentado en las actas las noticias de
las victorias y derrotas de los anglo-borgoñones. Clément ha pasado a la historia como el
único contemporáneo que la dibujó en vida, ya que el 10 de mayo de 1429, apenas dos
días después de la famosa victoria, debió anunciar la increíble mala nueva: “Orléans ha
sido liberada por una Pucelle”. Al margen bosquejó su misteriosa figura (prestar
atención a los detalles del pelo suelto, la gran espada y el estandarte con las letras de JHS
– Jhesus).
 
 
10
Registro del Parlamento de París escrito por el notario Clément de Fauquembergue (1429)
 
La Crónica de Perceval de Cagny, escrita en francés por uno de los primeros
cronistas de la guerra que pasó más de 40 años al servicio de la familia de Alençon, y
por lo tanto, a lado del duque Juan II, compañero de armas de la doncella durante toda su
campaña militar.
Firma de Juana de Arco.
 
Otro rubro no menos importante es el epistolar. Existen más de cien cartas que
hablan de las hazañas de Juana, entre las cuales deben distinguirse una decena dictadas
por la doncella a distintos amanuenses (tres de ellas se conservan aún hoy con su firma),
y muchas otras de altos dignatarios que hablan sobre ella: el rey Carlos VII, el rey inglés
Enrique VI, su regente Bedford, el duque de Borgoña Felipe el Bueno, los Armagnacs,
etc.
Un documento importantísimo es el Breviarium historiale[11], texto redactado
pocos meses después de la liberación de Orléans -en el verano de 1429- por el dominico
11
Jean Dupuy, luego obispo de Cahors, quien debió informar a Roma sobre los
acontecimientos de la guerra, pues el propio papa Martín V quiso, a pesar de las
dificultades que lo apremiaban, seguir de cerca los avances franceses apoyando la
legitimidad del Delfín.
No podemos dejar de citar la última obra de uno de los más importantes teólogos
de la época y primer doctor francés de la Inmaculada Concepción, Jean Gerson, quien
escribió en mayo de 1429, De mirabili victoria, consagrado a la milagrosa victoria
militar de Juana frente a Orléans; y los dos tratados De Adventu Johanne y Tractatus de
Puella, escritos por el arzobispo de Embrun y consejero real, Jacques Gélu, quien, si
bien al principio desconfió de la misión providencial de Juana, luego, convencido, se
propuso demostrar que la joven era verdaderamente un instrumento de Dios.
Sobre la coronación de Carlos VII en Reims tenemos una maravillosa Carta de
tres pajes angevinos escrita el mismo día, 17 de julio de 1429, y dirigida a la reina Marie
d’Anjou, quien lamentablemente no pudo estar presente en la ceremonia de la
coronación de su esposo, enviando en cambio, tres emisarios en su representación que le
relataron detalladamente lo vivido.
A principio de agosto de 1429 el secretario del rey Carlos VII, Alain Chartier
escribió una carta con todas las proezas militares de la doncella, dirigida a un “ilustre
príncipe” que se piensa era el emperador de Alemania, Segismundo, o tal vez el duque
de Milán, Visconti; para el caso, lo más importante es su contenido histórico.
En fin, la lista de fuentes es interminable y podríamos seguir varias páginas más,
con referencias no sólo al ámbito francés o inglés, sino también de toda Europa, ya que
existen crónicas alemanas, italianas, flamencas, romanas, etc.[12]. Es decir, fuentes de
primer nivel y de renombrados personajes de la Cristiandad ya que, a decir verdad, el
Occidente conocido se interesó por el misterioso caso de una doncella de 17 años que
dio vuelta la historia de Francia y de Inglaterra.
Todo lo cual hace concluir a Mons. Touchet, promotor de la causa de
canonización de la Pucelle: “Aquí no hay lugar para leyendas (…) Juana es observada
muy de cerca, discutida minuciosamente, descripta por tal número de plumas -tan o más
agudas que las nuestras-que la hacen aparecer a plena luz de la historia. Sus laureles
de triunfo y sus palmas de dolor no tienen nada de mítico”[13]. Claro está, siempre que
hablemos de historiadores con buena fe y sin ánimo de llevar agua para su molino.
 
12
Un evangelio según Juana
 
Hemos visto ya que Juana no ha dejado nada escrito por sí misma y que lo único
que sabemos de fuente directa nos viene por sus declaraciones y por los testigos
oculares. En efecto, ella fue una campesina iletrada que no sabía ni leer ni escribir -sólo
recién al final de la campaña militar aprendió a firmar con su nombre-. Sin embargo,
destaquemos que la “ignorancia” en ese aspecto no implicaba que fuese ruda o inculta,
ya que la instrucción religiosa dada por su madre se conformaba perfectamente con el
cristianismo popular de su tiempo. A los 17 años, tenía formada una sólida vida interior;
su aparente “analfabetismo” le permitió afrontar con seguridad cualquier inconveniente
adverso y enfrentar sola a un tribunal de doctores y universitarios, como el Niño Jesús lo
hizo en el templo de Jerusalén.
Pero su “imitatio Christi” no se reduce solamente al punto discutible de su
“agrafía”, en el estricto sentido de que ni Juana ni Jesús dejaron algo escrito de su vida.
Por supuesto que Nuestro Señor sabía leer desde niño, como se muestra en el pasaje
evangélico de la sinagoga, y también escribir bien, como lo hizo misteriosamente en la
arena. Veremos que la imitación de Juana por su Maestro va mucho más allá, hasta
llegar a una perfecta “conformatio cum Christo” como pocos santos ha tenido en la
Historia de la Iglesia, y terminar en una victoriosa “transformatio in Christum”.
Veamos ahora la principal fuente que hemos nombrado, su proceso de
condenación, un extenso interrogatorio hecho paradójicamente por sus “enemigos
capitales” -al decir de la misma doncella- durante los cuatro últimos meses de su vida
(de febrero a mayo del 1431). Abarca todas las etapas más importantes de su breve
trayectoria: desde la irrupción que hacen en su vida las voces celestiales en Domrémy,
pasando por la liberación de Orléans y la coronación del rey Carlos VII en Reims, hasta
su captura en Compiègne como prisionera de guerra, llegando hasta la prisión y muerte
en la hoguera de Rouen.
Sin duda el preciado texto es la primera fuente “escrita” del via crucis joánico;
relatado por ella misma y sellado con su sangre, ya que sus declaraciones fueron
volcadas directamente a las actas del proceso por notarios de oficio. Éstos, sin darse
cuenta, hicieron las veces de amanuenses o “evangelistas”, dejándonos por escrito las
maravillosas hazañas de la doncella en documentos públicos, firmados y rubricados por
escribanos.
Desde el punto de vista literario, el texto del proceso es una obra de arte en sí
misma. No por nada, el gran poeta Robert Brasillach comienza así la introducción de su
libro: “La más emocionante y la obra maestra más pura de la lengua francesa no fue
escrita por un hombre de letras (…) Juana es la poeta más grande, la dramaturga más
hábil de todas las que han subido a escena. Sé bien que Juana no tuvo una pluma para
escribir un libro, como -recordémoslo- tampoco Cristo”[14].
Maurice Barrès, a propósito de Pierre Cauchon y su proceso ha dicho: “De un
13
galimatías pedante, hipócrita y nauseabundo, Juana hizo uno de los más bellos libros
franceses”[15].
Y Régine Pernoud concluye una de sus biografías consagradas a la santa con una
importante exhortación: “Todo el mundo debería haber leído al menos el proceso de
condenación, uno de los más bellos textos de nuestra lengua. Es inconcebible pensar
que en el momento actual, este texto no figure en ninguno de las antologías de la
literatura presentada a los alumnos de la escuela”[16].
Además, los estudios y discusiones en torno al texto, amén de las diferentes
“exégesis” que de allí se derivan, no se reducen al ámbito francés. Quizás la sorpresa
más grande por el interés que sobre ella se despierta a nivel mundial haya sido el hecho
de que las actas del proceso de condenación fueran traducidas a muchísimas lenguas,
incluidas el japonés, con el trabajo del profesor Kasuhiko Takayama, y el ruso, gracias a
dos especialistas en Juana, Anatole Levandovski y Vladimir Raytsès[17].
Ello sin omitir a otros eruditos joánicos de habla inglesa, como por ejemplo los
sacerdotes Walter Scott en Inglaterra y Daniel Rankin en EEUU -éste último se valió
para escribir de dos grandes bibliotecas consagradas a la Pucelle en Columbia y en
Boston. Otra célebre norte-americana que secundó a Rankin fue Claire Quintal, quien
publicó un estudio sobre las “Sisters of Saint Joan of Arc”, una orden religiosa fundada
en Estados Unidos bajo la espiritualidad de la santa antes de su canonización. Y otro
fenómeno similar surgió en Bélgica con las “Travailleuses Missionnaires” que proponen
la misma espiritualidad.
Además veremos que en el caso de la doncella, como en el de Cristo y los
fariseos, los jueces se convirtieron en una especie de enemigos necesarios que Dios
utilizó como medio para ilustrarnos gran parte de su doctrina, del mismo modo que el
Apóstol decía que era necesario que hubiese herejes (“oportet haereses esse”, 1 Cor. XI,
19) para que se manifieste la verdad… Preciso era, entonces, tenerlos como adversarios
para que gracias al proceso conozcamos el pensamiento más profundo de la pastorcita
francesa.
Aquí se cumple la famosa máxima de que Dios suele “escribir derecho sobre
renglones torcidos”, pues una de las principales fuentes históricas que sirvieron para su
controvertida canonización fue justamente ¡el texto del proceso de condenación por
cismática y hereje! Como bien ha escrito el historiador Pierre Champion: “No se piensa
en todo. Los jueces de Rouen, al querer condenarla y publicar los errores de su doctrina
y sus mentiras por todo el mundo, trabajaron muy bien para salvar su memoria…
Gracias a ellos, ahora nosotros podemos ser jueces. Es decir, jueces de sus jueces…”[18].
Al decir de François Bluche, “…el obispo Cauchon, los asesores de Rouen, sus
esbirros y cómplices, todos cayeron en su misma trampa deshonesta, pues los procesos
verbales de sus tristes audiencias de 1431 que no tenían otro fin que el de aplastar a la
Pucelle, a quien no se le perdonó ni la liberación de Orléans, ni la consagración de
Carlos VII en Reims, a quien no se le perdonó ni la frescura, ni su simplicidad, ni su
virtud, ni su rectitud, ni la transparencia de su fe…”[19], constituyeron la fuente principal
14
para demostrar su inocencia.
Por otro lado, también contamos con las minuciosas declaraciones del proceso
de rehabilitación (1455-1456) donde más de 120 testigos oculares, ya sean familiares,
campesinos, nobles, amigos, soldados o sacerdotes, y hasta su propio confesor, nos han
dejado de manera patente las inagotables dimensiones de su vida oculta, política, eclesial
y mística, testimoniando etapa por etapa la vida de la Pucelle, con el inapreciable valor
de haber tenido trato directo y cotidiano con ella.
Por eso las actas oficiales de los dos procesos constituyeron un material histórico
excepcional con todo el “pro y contra” que eso implique. Los textos están a nuestro
alcance con buenas traducciones que nos permiten hacer una exégesis a fondo,
mostrándonos una Juana de Arco más viva que nunca. Es allí donde podemos ver toda la
realidad exterior de su epopeya y la vida íntima de un alma pura, la delicadeza de su
conciencia y el sufrimiento personal. Ella está “ahí” hablando con sus voces,
comandando a sus soldados, defendiendo su virginidad y refutando al tribunal. “Ahí”
podemos verla y escuchara, leerla y releerla, sin jamás agotar la riqueza de su exquisita
personalidad.
Podríamos decir que en los interrogatorios su corazón está puesto al desnudo,
pues, sin quererlo, ella, sus compañeros y el tribunal nos develan la vida misteriosa de un
alma “elegida” por su simplicidad y pobreza para derrocar y confundir a los poderosos y
sabios del mundo, almas que agradan al Omnipotente y a quienes les está prometido ser
las primerasen el Reino de los Cielos.
 
15
Bajo las luces y sombras de sus procesos
 
Ambos procesos, el de condenación y rehabilitación, si se me permite la
expresión de Charles Péguy, son los “evangelios” de Juana: “es como si nosotros
tuviéramos el Evangelio de Jesucristo redactado por el secretario judicial de Caifás y
por el notario de las audiencias de Poncio Pilatos”[20].
Por eso existe una analogía entre nuestro conocimiento de Jesús por los
Evangelios y nuestro conocimiento de Juana por los procesos y también entre el estudio
histórico del Evangelio y el estudio histórico de los procesos, víctimas muchas veces de
la crítica histórica. Por supuesto, salvando las distancias que haya que salvar y siendo
conscientes de la abismal diferencia que ello implica, pues en la vida de los santos
siempre existe un paralelo entre Jesucristo y alguno de sus miembros.
Antes de seguir, habrá que advertir un detalle y es que los procesos de
condenación y de rehabilitación de la Pucelle fueron viciados seriamente… Y eso que,
desde el punto de vista humano, las actas oficiales eran casi “invulnerables”, por estar
autenticadas con tres notarios eclesiásticos que eran las máximas autoridades de la época
para fijar y dar fe pública a los documentos en cuestión.
Lamentablemente las respuestas de Juana fueron muchas veces -durante el
transcurso del proceso y, sobre todo, después de su muerte- alteradas, cambiadas,
falsificadas o directamente omitidas de mala fe, como surge del mismo texto y de las
quejas de la acusada al tribunal.
En el caso del proceso de Rouen no debemos olvidar el hecho de que quienes
tomaban nota de sus respuestas no eran santos evangelistas inspirados por el Espíritu
Santo, sino amanuenses de enemigos encarnizados que buscaban de cualquier modo que
fuese condenarla como bruja. Por supuesto que para llevar a cabo tal prevaricato, los
notarios tuvieron la venia del obispo, limitándose a cumplir servilmente sus órdenes.
Para la rehabilitación la situación de inferioridad de condiciones de la Pucelle no
había cambiado demasiado… Fueron también enemigos suyos quienes estuvieron a
cargo del proceso y lograron manipular arbitrariamente las declaraciones de los testigos
con el fin de salvar la reputación del obispo Pierre Cauchon y los demás jueces, al
mismo tiempo que manchaban con el dolo y la mentira la inocencia de la doncella.
Sin embargo y a pesar de la “fe de erratas” enemiga, Mons. Touchet, promotor de
la causa de canonización, nos dirá: “Nos resta algo en lo que podemos apoyarnos con
confianza en cuanto a las declaraciones atribuidas a Juana, y rubricadas por los
notarios oficiales…”[21] Y ese “algo” es mucho, muchísimo. Por eso, como abogada que
soy o, mejor dicho, como abogada del diablo que me gusta ser en estos casos, creo que
todo el material disponible de los procesos, testimonios, crónicas, cartas de la época, etc.
etc., nos permite tener una exacta idea de su persona y, lo más importante, de su misión
providencial.
 
16
La Juana de los enemigos
 
Como muchas veces suele suceder en la historia, no obstante todo el material
bibliográfico que hemos mencionado, hoy en día también contamos con una “versión
oficial” de los hechos de la doncella, reproducida por muchos de sus hagiógrafos y por
casi todas las películas. Una verdadera leyenda negra se ha impuesto como relato único
mostrando una Juana de Arco distinta a la verdadera.
Continuando con las analogías, el proceso de Juana sufrió algo parecido a lo que
los modernistas hicieron con el Nuevo Testamento al aplicar la exégesis bíblica de la
desmitificación empleada por el protestante Rudolf Bultmann y sus seguidores. Acá
también tendremos una “Juana histórica y una Juana de la Fe…” mejor dicho, una Juana
de los enemigos y una Juana de la historia.
Para poner un ejemplo, la película “Joan of Arc” que recomiendan algunos
franceses como “muy buena y fiel a su vida”, interpretada por la actriz Leelee
Sovieski[22], aun siendo respetuosa con la Pucelle, naturaliza hechos claves y tergiversa
su vida con tres leyendas negras: la doncella aparece mintiendo en las declaraciones del
proceso; es abusada por los soldados ingleses en la prisión; y abjura frente a todo el
mundo, arrepintiéndose de su misión divina. Por más que si uno lee las declaraciones de
Juana -sin las salvedades que el obispo Pierre Cauchon les hiciera- en ningún momento,
ni siquiera una sola vez, ella se desdice de sus afirmaciones y menos aún se contradice
con algo ya dicho.
Es más, estoy segura de que si se hubiese hecho un film fiel a las actas,
respetando palabra por palabra los dichos de la santa, con seguridad hubiese sido mucho
más maravilloso y apasionante. Mientras inventen y supriman, recorten y peguen sus
declaraciones, el cine siempre se quedará corto ya que, como suele ocurrir con la vida de
los santos, la realidad supera largamente a la ficción.
En el caso de Juana una gran infamia inventada post mortem fue el supuesto
“abuso” que la niña habría sufrido en la prisión por parte de los soldados ingleses, como
se atrevió a pregonar en el siglo XX el periodista de derecha, Robert Poulet[23] y varios
cineastas lo secundaron... Además, hoy en día, éstos creen que si no muestran una escena
sexual, nada tiene éxito. Por eso en una de las últimas versiones cinematográficas,
interpretada por la ucraniana Milla Jovovich[24], como si no fuera suficiente un abuso
perpetrado contra la doncella, inventaron otro por parte de los borgoñones a Catalina de
Arco, su hermana menor. Ése sería el móvil principal de todo el posterior actuar de
Juana: vengar el honor de su hermanita.
Pero la verdad es que ninguna de las dos violaciones ocurrió: aunque los ingleses
intentaron realmente sobrepasarse con la virgen guerrera, no lo lograron, pues ella
defendió virilmente su cuerpo de cualquier tipo de felonía, cual otra santa María Goretti
francesa haciendo mérito hasta el final al sobrenombre de “Pucelle” (virgencita) que le
habían dado sus voces.
17
Sí, a pesar de todo lo que se haya dicho y se continúe diciendo, la Iglesia la
canonizó como “virgen” por vivir su castidad en grado heroico. No obstante, como sus
enemigos no pudieron concretarlo en la tierra, lo debieron inventar para la ficción.
Quizás la causa inmediata que me impulsó a escribir el presente libro haya sido la
indignación al ver cómo las películas modernas habían manchado lo más íntimo de su
pureza virginal, haciendo que la mentira perdurase hasta nuestros días. Su voz desde el
cielo clamaba justicia y reparación por el ultraje cometido y por otro peor…
Pues la violación no es la única mancha que le han inventado sus enemigos: otra
leyenda más grave y terrible es su supuesta “abjuración”, perpetuada en la historia
oficial.
Para quien haya leído algo sobre ella o visto cualquiera de las películas, aún la
“más histórica” de Ingrid Bergman, siempre se encontrará una Juana que al final de sus
días “se quiebra” arrepintiéndose públicamente de su misión en la plaza del Viejo
Mercado de Rouen. Según dicen, aquel 24 de mayo de 1431 ella renegó de todo lo que
había dicho y hecho, y admitió frente al tribunal haber sido “engañada” por unas voces
que no provenían de Dios; así reconoció también haber engañado a todos los franceses
que la habían seguido...
Además, si bien su pedido de perdón parecería haber sido obtenido en un
momento de debilidad y miedo frente a las presiones externas (insultos, forcejeos,
amenazas de morir en la hoguera, etc.), su mea culpa público fue la prueba fundamental
que los jueces pergeñaron para condenarla, pues “a confesión de parte…” ¿qué otra cosa
podrían haber hecho Cauchon y los suyos si la misma jovencita se habría reconocido
como un instrumento del diablo?
Todos los historiadores, incluso los católicos favorables a la santa como R.
Pernoud, C. Beaune, P. O. Rioult, etc., tratan de justificar su “caída” como un error
humano en el que cualquiera podría haber tropezado si tenemos en cuenta todas las
circunstancias del caso. Además, de ser cierta esta falta menor, quedaría –dicen ellos-completamente lavada de inmediato ya que, a los pocos días -siempre siguiendo la
versión oficial- ella se habría arrepentido de la abjuración… pues sus voces celestes le
habrían reprochado semejante traición. No obstante toda la cadena de suposiciones y
arrepentimientos, el tribunal debía juzgar con los elementos que contaba al momento, es
decir: si Juana había “reconocido” el fraude, debía morir.
Ahora bien, refutar la gran mentira oficial de la abjuración y las consecuencias
que de ella se siguen, no fue nada fácil ni evidente… debieron pasar más de 500 años
hasta que aparezca la persona indicada: el coronel francés Charles Boulanger[25] quien, a
mitad del siglo pasado, publicó un revolucionario libro en respuesta categórica a la
catarata de falsedades sobre la Pucelle.
Boulanger, como verdadero “adelantado”, fue el primer historiador en demostrar
la inocencia absoluta de Juana y su constante indefectibilidad frente a las amenazas y
torturas, probando la falsedad de su abjuración con un rigor científico avasallador:
18
Juana de Arco jamás renegó ni se arrepintió de su misión, por el contrario, fue fiel a
sus voces y se mantuvo invicta hasta el final.
Adelantamos así parte de la conclusión, que desarrollaremos siguiendo su obra
que lleva el siguiente título enigmático: 7 Juillet 1456, enterrement de l’affaire Jeanne
d’Arc, ‘Triomphe de l’Université de París’[26]. Por razones que veremos más adelante, su
libro sufrió un boicot general en todo el mundo católico, un verdadero “castigo de
silencio” que perduró hasta 1989, cuando un sacerdote francés lo redescubrió contra-
revolucionariamente[27], y lo hizo llegar a nuestras manos.
 
19
La Pucelle encarnada
 
Para abordar la vida de cualquier santo o héroe siempre se lo debe “encarnar” en
su tiempo a fin de conocer acabadamente la situación histórica en la cual vivió. Y este
principio no tiene excepción, ni siquiera en el caso de que se aborde el estudio de una
religiosa de clausura que nunca haya salido del convento, como por ejemplo, santa
Teresita del Niño Jesús. ¡Cuánto más si se trata de Juana de Arco!, quien además de ser
una heroína fue una santa particularísima en quien el original camino de santidad
consistió en salvar su Patria.
Se suele decir que los grandes santos son el signo de contradicción en sus épocas,
especies de antítesis que contrastan con las circunstancias decadentes que los rodean.
Como bien lo ha expresado el padre François Bluchye: “Juana domina a sus jueces en
todos los aspectos. Frente al orgullo satisfecho de ellos, ella contrapone su simplicidad
evangélica; a su pedantería de clérigos, sus proverbios rústicos; a su teología
formalista, el cristal de su fe mística y natural; a sus giros hipócritas, la rectitud
espontánea de sus declaraciones; a su traición política, la fidelidad de su lealtad, a sus
cuestiones pérfidas, la nitidez de su inocencia en todas sus respuestas”[28].
Usando una acertada imagen del paganismo, podríamos decir junto a Sócrates
que los santos son el aguijón de un molesto tábano que no deja dormir tranquilo al
caballo -de hecho, el filósofo griego era conocido entre sus discípulos como “el aguijón
de Atenas”-. Pareciera que Dios los suscita expresamente a fin de que no nos durmamos
en los laureles y estemos obligados a tomar parte en la historia. Y en torno a Juana y a su
misión sucede lo mismo: no hay medias tintas, se estaba con Francia y con Juana o
contra ellas.
Por eso, para comprender mejor a nuestra santa debemos hacer un panorama
histórico de la época, comenzando por la situación europea, deteniéndonos
especialmente en la Iglesia y el papado, para luego bajar a Francia en particular. Ha
dicho acertadamente uno de sus historiadores, Gabriel Hanotaux: “A esta niña salida de
su aldea, la historia de su tiempo y la historia de los siglos le han hecho cortejo.
Francia, Inglaterra, Borgoña, Concilios, Papados, Reformas, Iglesias, Civilización (…)
es necesario hablar de todo esto cuando se intenta explicar lo que ella fue, lo que hizo y
por qué vino: es mucho para una pastorcita. Y el gran misterio está allí”[29].
 
Adentrémonos entonces en la “la historia más bella del mundo”[30], como le
gustaba decir al filósofo liberal Alain, aunque historias bellas existan muchas, como, por
ejemplo, las tragedias griegas de “Antígona” o “Ifigenia…”, ambas admirables, pero que
no dejan de ser una ficción teatral. Juana de Arco, por el contrario, ha existido y sufrido
realmente, al punto que el gran converso francés, Charles Péguy, no exageraba al ver en
la heroína francesa una perfecta imitación de la Virgen y sobre todo de Nuestro Señor,
especialmente en sus misterios dolorosos: “La pasión de Juana es una de las más
20
perfectas imitaciones de la Pasión de Jesús”[31]. Por eso, a lo largo del libro, nos será
fácil hacer un paralelo entre la santa y algunos pasajes de la vida de Nuestro Señor
Jesucristo y Su Santísima Madre, siendo su breve aparición por este Valle de Lágrimas,
una perfecta “imitatio Christi et imitatio Mariae”[32].
En efecto, su historia es la más bella del mundo.
Y además es verdadera.
 
 
 
 
21
Situación de Europa en el siglo XIV
 
22
De la Cristiandad a la decadencia
 
Para comprender y valorar con mejor perspectiva y justicia la figura histórica de
Juana de Arco debemos recordar que la Cristiandad europea, sobre todo durante su
esplendor en los siglos XI al XIII, había encarnado cabalmente la célebre doctrina
política de “las dos espadas”, desarrollada en su tiempo por San Bernardo y convertida
en Magisterio por la Bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII.
La mal llamada Edad Media[33] fue ese “tiempo en que la filosofía del Evangelio
gobernaba los Estados”. Entonces –enseña León XIII- “aquella energía propia de la
sabiduría cristiana, aquella su divina virtud había compenetrado las leyes, las
instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones
de la sociedad” porque “la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre
el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada
por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los
magistrados”[34].
Durante estos siglos áureos “el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí,
departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses”,
produciendo “bienes superiores a toda esperanza”[35] cuya memoria subsiste aún y de
cuyos bellos monumentos se nutre aún la Europa decadente -aunque más no sea por el
flujo incesante del turismo-.
El hecho de que Dios fuera reconocido como centro de la sociedad atemperó la
rudeza y la indefectible tendencia del poder político a la concentración, al aceptar no
sólo la superior jerarquía de la Ley divina sino también una verdadera y real división de
poderes, en la cual el Papado limitaba la autoridad de reyes y emperadores tanto por su
prestigio espiritual como por su soberanía temporal sobre Roma y los Estados
Pontificios.
Hasta fines del siglo XIII no se concebía la idea de naciones absolutamente
separadas tal como existen en nuestra época. Las jurisdicciones locales reconocían en
mayor o menor medida la autoridad del Imperio y, sobretodo, la del Vicario de Cristo en
la tierra, constituyendo así una verdadera Unión Europea -diríamos hoy- no renegada de
sus raíces ni sustentada sólo en variables intereses de mercado.
Lejos de ser meramente teórica, dicha unidad resplandeció en la respuesta que
tanto príncipes como vasallos dieron durante casi dos siglos a la convocatoria papal a las
Cruzadas. Frente al objetivo exterior y sagrado de reconquistar el Santo Sepulcro,
generaciones de emperadores y reyes, de santos y de héroes, nobles o no, prefirieron
dejar patrias, posesiones y familias, y en muchos casos hasta la propia vida, para
marchar unidos hacia la Tierra Santa por encima de cualquier interés temporal y
mundano.
El paulatino abandono de tan magnánima empresa no fue sino uno de los
síntomas más preocupantes de que la Europa cristiana resquebrajabasu unidad al apuntar
23
a metas más terrenas y egoístas. Efectivamente, el repliegue de los monarcas católicos
sobre su propio mundo dio pronto lugar a la aparición de luchas fratricidas entre las
mismas naciones cristianas, sin que el Papado quedara indemne. Dante Alighieri nos ha
dejado al respecto un cualificado testimonio de la fractura producida en la península
Itálica por las luchas entre güelfos y gibelinos, agravadas a su vez por la injerencia
francesa.
Pronto estallaría la guerra de los cien años y, ante el desangre de Europa, el Islam
arremetería cada vez con más fuerza.
Ante esta penosa circunstancia, y ya bien entrado siglo XIV, la gran doctora de la
Iglesia Santa Catalina de Siena no dudaba en redactar, de parte de Dios, cartas a papas y
emperadores para señalarles el remedio del cielo: volver a alzar las miras reuniéndose en
una cruzada común. Así, al “Dulce Cristo en la tierra” Gregorio XI le indicaba que
“quiere y os manda vuestro dulce Salvador que levantéis el estandarte de la santísima
Cruz contra los Infieles, y toda guerra aquí termine y allá se dirija contra ellos”[36]. Y
cuando los sarracenos se animaban a incursionar en la misma Italia, le insistía a la reina
Isabel de Hungría: “Reflexionad que si una de vuestras ciudades os hubiese sido
arrebatada, la reconquistaríais (...); pues bien, Vos sabéis bien que los Otomanos que
persiguen a los cristianos han arrancado a la Santa Iglesia vastos territorios”[37].
Por desgracia, y a pesar de la buena voluntad de algunos pontífices, los príncipes
cristianos no respondieron a los sucesivos llamados y la situación se agravó hasta tal
punto que, al promediar el Quattrocento, quien luego sería el papa Pío II describía así la
situación: “La Cristiandad ya no tiene una cabeza; ni el Papa, ni el emperador son
respetados ni obedecidos. Se los trata como mitos, cada estado quiere su príncipe, cada
príncipe defiende sus intereses”[38].
 
24
El flagelo divino
 
Como castigo a esta actitud indolente de las naciones católicas respecto de los
grandes objetivos y a otras notables faltas individuales y colectivas, la misma doctora -
que no necesitó de alfabetización- dio testimonio de que Dios había enviado a esa
Europa mundanizada la Peste Negra[39], epidemia que arrasó la Cristiandad a mediados
del siglo XIV, causando la muerte de un tercio de la población. Las estadísticas hablan
por sí solas: en el año 1300 había en Europa 73 millones de habitantes; apenas medio
siglo después la población había descendido a 50 millones.
 
 
La “Muerte Negra”, como se conoció a la famosa peste, se presentó casi al
comienzo de la Guerra de los 100 años, siendo según H. Belloc el segundo
acontecimiento después de la Reforma que incidiría notablemente en la decadencia y
transformación europea[40]. En la actualidad, la mayor parte de los científicos afirma que
la sorpresiva enfermedad se debió a un brote de peste bubónica causada por una bacteria
(la yersinia pestis), cuyo rápido contagio hacía que la muerte llegase en menos de una
semana. El ambiente de desnutrición a raíz de la guerra y las sequías, sumado a las casi
nulas defensas inmunológicas, hacían del virus una cuestión letal.
La enorme pérdida de población en tan poco tiempo trajo aparejados importantes
25
cambios económicos y una desorganización social inmediata: desplazamientos de los
campesinos sobrevivientes a las ciudades, que súbitamente pasaron a transformarse en
centros de aglomeración y mortandad sin tener suficiente trabajo para todos.
La isla de Inglaterra tampoco fue ajena a la catástrofe; el historiador H. Belloc
nos describe así la situación: “En Londres la tasa normal de mortalidad se multiplicó
por diez (…), aldeas enteras quedaron despobladas, Bristol perdió casi toda la fuerza de
la ciudad. El prior de la abadía de los benedictinos de Westminster y 37 monjas
murieron. En una casa de frailes agustinos tenemos el récord de sólo dos sobrevivientes;
en una comunidad de cistercienses murieron 23 de un total de 26 (…); en
Buckinghamshire desapareció alrededor de la mitad del clero; las casas monásticas se
vieron reducidas a la mitad o menos (…) Hay un sentido en el cual podemos decir que la
Europa medieval nunca se recuperó de la Muerte Negra, pues tras ella se produjo un
cambio y una declinación que se prolongaron hasta el colapso del siglo XVI”[41].
La realidad eclesiástica en Francia no fue distinta, como sigue narrando el mismo
autor, pues “el obispo de Marsella murió junto con todo su capítulo; la mitad de
Narbona fue destruida; solamente en el pequeño territorio papal de Aviñón murieron
150.000…” [42] A lo que añade el P. Rioult: “algunas regiones fueron devastadas entre
un 30% y un 50%. Una parroquia como Givry en la Borgoña perdió 649 fieles de un
total de 1500 en solo un año; en 1418 murieron alrededor de 50.000 personas en
París”[43].
 
26
Situación de la Iglesia
El papado exiliado.
 
A la peste negra debemos sumar el crítico momento que atravesaba el Papado a
causa del prolongado destierro de los pontífices en Aviñón durante casi 70 años (1309-
1377). Dicha situación redujo el poder papal a su mínima expresión convirtiendo la
cabeza de la Cristiandad en un príncipe más; a un primus inter pares con desmedro
incluso de su territorio pues, lejos y exiliado el papa, los estados pontificios quedaban
expuestos al saqueo generalizado.
 
 
Durante dicho destierro, el universalismo “católico” de Pedro comenzó a
“nacionalizarse”: franceses fueron los papas, franceses los cardenales, francesa la
sede..., lo que llevará con el tiempo a la futura herejía del galicanismo (una especie de
iglesia nacional francesa que puso el poder conciliar por encima de las decisiones
pontificias, según la cual el pontífice solo tenía la autoridad civil que le concedieran los
reyes y emperadores).
Luego de varios intentos fallidos, y gracias a la intervención milagrosa de la
misma santa Catalina, el 14 de enero de 1377 el papa Gregorio XI volvió a instalarse en
Roma, al mismo tiempo que seis cardenales franceses, quitándole el apoyo, se
mantuvieron en Aviñón para preparar un verdadero cisma.
La Ciudad Eterna recibió al sucesor de Pedro con más de 18.000 antorchas y en
medio de una alegría generalizada. Por desgracia, en 1378, cuando recién se estaba
afianzando la paz, el Papa murió repentinamente con sólo 47 años de edad. Eso sí,
habiendo logrado la vuelta definitiva al dulce hogar.
 
27
La Iglesia, tricéfala: no hay dos sin tres
 
El comienzo de la pacificación quedó truncado por una guerra interna aún más
grave. Todo comenzó cuando en el cónclave reunido ese mismo año el pueblo romano
presionó a los cardenales, incluso con amenazas de muerte, para que eligieran un papa
italiano. Si bien nunca se supo hasta qué punto dicha presión fue determinante, lo cierto
es que salió electo el obispo de Bari, asumiendo con el nombre de Urbano VI.
Poco tiempo después un grupo de trece cardenales, en su mayoría franceses,
argumentaron que tal elección había sido nula por falta de libertad y decidieron convocar
otro cónclave, para lo cual, separándose de Roma, eligieron a un antipapa que, con el
nombre de Clemente VII, quien decidió instalarse nuevamente en Aviñón.
Como era de esperar, la Iglesia cayó en un largo período de confusión de 1378 a
1417, dividiéndose entre los urbanistas y los clementinos, al extremo de hallarse
célebres santos apoyando a uno o al otro[44].
Para peor, en 1409, otro grupo de cardenales disconformes convocó a un tercer
cónclave en Pisa, justamente para “solucionar la cuestión del Cisma”. El papa de Roma
y el antipapa de Aviñón, se negaron a participar… ¡Peor para ellos y para la Iglesia!,
gritaron los purpurados rebeldes. Poco les importó su ausencia, y apoyándose en tesis
conciliaristas, argumentaron, a la vez democrática y heréticamente, que todos juntos
eran más que Pedro y podían por lo tanto tomar decisiones sin necesidad del
consentimiento papal[45]. Así fue como decretaron la deposición de los entonces papas,
Gregorio XII de Roma y Benedicto XIII deAviñón, “por cismáticos y heréticos” y a
continuación nombraron al obispo de Milán como nuevo antipapa: Alejandro V. En
efecto, en el año 1409 se llegó a un punto culmen en la crisis de la Iglesia con tres papas
al mismo tiempo.
A este período de cuarenta años se lo ha llamado “el gran Cisma de Occidente”.
Debemos aclarar sin embargo que esta escisión no fragmentó territorialmente la
cristiandad, como en el caso del Cisma de Oriente, ni proclamó herejías doctrinales,
como ocurrió con la revolución protestante. Simplemente la Iglesia se encontró con el
problema de saber quién era el pontífice que legítimamente ejercía el poder papal.
 
28
La solución sin fin
 
Fue necesario que interviniera alguien con suficiente poder político para llegar a
una solución: el emperador de Alemania, Segismundo de Luxemburgo que logró
convocar en Suiza, terreno neutral a los tres pontífices, el concilio General de Constanza
(1414-1418) para terminar de una vez con el cisma.
Para evitar la “democratización” y poder contrarrestar las mayorías francesas o
italianas[46], Segismundo dispuso que los votos de la elección del futuro papa se hicieran
por nación y no por cabeza. Los dos antipapas, como preveían su deposición se negaron
a participar, por lo que fueron depuestos ipso facto. Y el verdadero pontífice, Gregorio
XII, abdicó voluntariamente en pro del futuro arreglo.
Como resultado del cónclave, fue elegido Martín V (1418-1431) quien puso fin
al cisma y condenó la herejía conciliarista de Wycliff y Hüs, reafirmando que la Iglesia
tiene una organización monárquica cuya suprema jurisdicción pertenece al Soberano
Pontífice, como cabeza visible de la Iglesia, con un poder espiritual y temporal que está
por encima de las naciones[47].
Aunque la elección del nuevo papa restableció la unidad de la sede de Pedro, las
secuelas del cisma permanecieron larvadas en algunos cardenales y prelados, aflorando
un mes después de la muerte de Juana de Arco, en julio de 1431 durante el concilio de
Basilea, presidido entonces por el sucesor de Martín V, el papa Eugenio IV.
Muchos nombres para tan pocas líneas en escasos años, es verdad. Al menos
recordemos los tres últimos pontífices: Gregorio XII, Martín V y Eugenio IV por ser los
tres papas que se sucederán a lo largo de la breve epopeya joánica, y que debieron
resolver problemas mucho mayores que la acusación de herejía a una pastorcita francesa.
29
Situación de Francia
 
30
Guerra dinástica interminable
 
Además de tener en cuenta la situación de la Iglesia, especialmente del papado,
debemos retrotraernos unos siglos para comprender bajo qué circunstancias históricas
transcurre la misión de Juana de Arco a partir de 1429, desde cuándo y por qué los
ingleses habían invadido territorio galo, qué cuestiones dinásticas habían estado en
juego, qué intereses económicos se disputaban y cómo se había generado la guerra civil
en Francia en el contexto de lo que corrientemente los historiadores llaman “la Guerra
de los 100 años”[48], último acto de un conflicto dinástico de tres siglos: por un lado los
Capeto-Valois y por el otro los Plantagenet, casa anglo-francesa con señorío sobre parte
importante del territorio galo y vasalla del monarca. Comprimir tantos hechos y
personajes en pocas páginas es tan complicado como necesario. El lector interesado
podrá ampliarlo y aclararlo acudiendo a fuentes como las que citamos.
Los Capetos conformaron la más importante dinastía nacional francesa. Su rama
principal y laterales (Valois, Orleáns, Angulema y Borbón) reinaron desde 987 hasta
1848, con el interregno revolucionario-napoleónico. Gozó de prestigio y respetabilidad
durante casi nueve siglos, habiéndole dado la unidad a Francia. Su continuidad desde su
fundación por Hugo Capeto fue siempre por vía masculina y plasmó la identidad
francesa. El pueblo asignaba atributos sacramentales al soberano coronado en Reims, por
lo que sobre el rey “cristianísimo” se realizaba una consagración religiosa que veremos
detenidamente.
La dinastía franco-inglesa Plantagenet también tuvo su origen en Francia, en el
condado de Anjou, y nace con el casamiento de Godofredo V de Anjou con Matilde, hija
única del rey Enrique I de Inglaterra. En 1154, después de una guerra civil, el vástago de
la pareja, duque de Anjou, fue coronado como Enrique II de Inglaterra. Sus posesiones
eran inmensas a ambos lados del Canal de la Mancha, por lo que estuvo a punto de
concretar la formación de un nuevo imperio en el occidente cristiano, lo que influyó
largamente en Europa durante siglos. La monarquía inglesa procuró alcanzar el rango y
respeto que Enrique Plantagenet había tenido. No era descabellado el intento, ya que era
“un tipo de sociedad que hablaba la misma lengua, tenía la misma organización feudal,
cuyos jefes en gran parte estaban emparentados por matrimonio, y gobernaba desde las
montañas escocesas hasta el Levante. Se la encontraba en todas partes: era la
‘Caballería Franca’”[49].
 
 
31
Para facilitar la comprensión de las páginas que siguen, conviene recordar
algunas características políticas de la sociedad feudal. Los reinos no constituían naciones
en sentido moderno bajo el mando homogéneo y totalizador de un rey. Eran un conjunto
de territorios cuyos señores reconocían a un mismo soberano, pero que conservaban sus
propias instituciones y leyes, generalmente basadas en la costumbre, lo que garantizaba
el ejercicio de las libertades; una legislación uniforme para todo un reino era impensable.
Las relaciones estaban basadas en el vasallaje, es decir, el sometimiento jurídico al rey o
a otro señor, con la obligación de prestar ayuda militar y consejo político. A ello se
agregan los problemas jurídicos y patrimoniales derivados de los matrimonios de la
nobleza, merced a los cuales un rey o señor podía recibir por matrimonio o herencia una
región o territorio, y al mismo tiempo ser vasallo de otro rey. Por tales razones no eran
infrecuentes los conflictos sucesorios.
 
32
Causas inmediatas
 
El disparador de los hechos fue la muerte de Carlos IV de Francia en 1328,
fallecido sin sucesor directo, ni hijo ni hermano[50]. En ese momento, tres eran
pretendientes al trono: Eduardo III de Inglaterra[51], Felipe de Evreux[52] y Felipe de
Valois[53]. Los Estados Generales designaron a este último, francés, primo del difunto y
nieto de Felipe III el Atrevido, rechazando al inglés y al navarro[54].
 
 
Felipe VI, hijo de Carlos de Valois, fue consagrado en Reims ese mismo año,
pero Eduardo III no asistió, aunque era no sólo su sobrino segundo sino duque de
Aquitania y par de Francia. El rey inglés fue descartado del trono franco en virtud de la
ley sálica[55]. Como duque de Aquitania a su vez era vasallo del rey de Francia, a quien
en 1329 rindió el debido vasallaje pero su situación se volvió insostenible pues para los
ingleses no se trataba de una disputa entre un feudatario y su señor, sino entre un rey
legítimo contra un usurpador…
Eduardo III aparentó, en un primer momento, reconocer a Felipe como rey, pero
comenzó a preparar un numeroso ejército, eficaz y modernizado para la época, con
bombardas, arquería galesa de largo alcance y portando un escudo al que agregó flores
de lis sobre fondo azul a los leones rampantes de los Plantagenet, con el fin de
reivindicar para sí la corona de Francia[56]. Cuando lo tuvo listo, en 1337, cuestionó la
legitimidad[57] de Felipe VI y lo conminó, bajo la perspectiva de saquear a un país rico y
próspero, a cederle el trono de Francia, contando con el apoyo de Flandes[58]. El
historiador H. Pirenne afirma que, verdaderamente, no había motivos para comenzar la
guerra, ya que Francia no era amenaza ni estorbo para los ingleses ni para el resto de
Europa[59].
Los soldados de Eduardo III desembarcaron en Normandía y en tres días
saquearon las ricas pero indefensas ciudades de Calais, Caen, Saint-Lô y Louviers, entre
otras, asegurándose además el dominio del mar. La reacción no se hizo esperar, pero
Francia, en inferioridad naval, fue derrotada en la decisiva batallade la Esclusa, en 1340,
33
donde su flota fue prácticamente aniquilada por la armada inglesa. Este desastre militar,
equivalente al de Trafalgar según J. Bainville[60], marcó el inicio de la Guerra de los Cien
Años en el mismo momento en que Flandes, vacilante largo tiempo, se sustrajo de la
órbita francesa y selló alianza con los ingleses[61].
Pocos años después el desastre de Crécy (1346) implicó la destrucción del
ejército francés y la toma de Calais, con la consiguiente expulsión de sus moradores[62] y
la inmediata conquista de la Normandía. La culminación de tan amarga situación se dio
en 1350 con la ocupación del sur de Francia, en componenda con los navarros, y el
prendimiento del rey francés Juan II, quien fue llevado prisionero a Londres después de
la derrota de Poitiers.
El Delfín, futuro Carlos V de Francia, quedó en situación muy difícil pues a la
invasión territorial de los ingleses se le agregó que el cautiverio del rey acentuó la guerra
civil. Debió asumir la regencia con solo 18 años y enseguida huir de París para
refugiarse en la Champaña. Desde allí comenzó la resistencia y cerco de la capital hasta
recuperarla en 1358 y restablecer así su corona.
Eduardo III por su parte volvió a ocupar el territorio galo y obligó al regente
francés a firmar el vergonzoso tratado de Bretigny en 1360 por el cual cedía no sólo
Normandía sino casi todo el centro y sur desde el Loire, además de fijar una suma en
extremo onerosa a las arcas reales para el rescate del rey prisionero en Londres. A partir
de entonces, Inglaterra se convirtió en potencia continental.
El rey Juan el Bueno recién pudo volver a París en 1360 y vivió hasta 1364, año
en que el regente asumió como Carlos V. El nuevo rey, de sobrenombre el Prudente, se
propuso anular las cláusulas de Bretigny y formó un ejército a cargo de Bertrand
Duguesclin y una poderosa armada al mando de J. de Vienne para quitarle al enemigo el
dominio del mar. Supo esperar el momento oportuno y consiguió revertir la situación
gracias a una alianza con los castellanos que le permitió reconquistar parte de la región
normanda, dejándoles a los ingleses solamente Bayona, Burdeos y Calais.
Carlos V el Prudente hizo honor al mote popular. Tenía la clara convicción de
que el reino de Francia no podía subsistir mientras hubiera vasallos ingleses. Habiendo
asumido el reino bajo una revolución -en gran medida generada por los Estados
Generales-, a fuerza de habilidad y prudencia restauró la autoridad y el orden. “Su
reinado fue un oasis de razón en una Europa convulsionada”[63], en la que ya
prácticamente no existía el Papado como institución estabilizadora.
Pero este rey sensato murió en 1380 sin terminar su cometido con los ingleses, y
dejando como heredero al futuro Carlos VI, en minoría de edad y bajo la tutela de cuatro
regentes, sus tíos los duques de Borgoña, Anjou, Berry y Borbón, todos con intereses
personales y contrapuestos. En poco tiempo el regente borgoñón quebró la unidad del
reino separándose de Francia y aliándose con los ingleses[64], todo esto en medio del
cisma de Aviñón con dos papas desprestigiados y desobedecidos, con lo que la situación
política y geográfica se agravó aún más por largo tiempo.
34
 
35
Divide y reinarás
 
Para colmo de males, apenas alcanzada la mayoría de edad, Carlos VI, comenzó
a dar síntomas de una inquietante demencia. En un intervalo de lucidez en 1392 confió el
poder a su joven hermano Luis de Orléans. La dimisión del trono despertó los celos del
duque de Borgoña, Juan sin Miedo, quien dejó libre el camino a los ingleses[65] a cambio
de que le cedieran parte del territorio conquistado. Para asegurarse, mandó asesinar a
Luis de Orléans en 1407, y para bloquear al heredero, tomó prisionero a su hijo, Carlos
de Orléans, haciéndolo encerrar en Londres. Así por un tiempo, la esposa del rey loco,
Isabel de Baviera, quedó como regente en manos de los borgoñones, quienes manejaron
a la reina de acuerdo con sus mezquinos intereses.
Fue el primer paso de una interminable guerra entre dos ducados: el grupo
legitimista de Orléans, los “armagnacs”[66], que tomó como jefe militar al conde de
Armagnac; y el bando del duque de Borgoña, apoyado a su vez por los ingleses, ya que
éstos no podían mantenerse en el continente sin el sostén de los “borgoñones”.
Frente a esta situación, la capital parisina adhirió políticamente a los anglo-
borgoñones. La Sorbona, que justificó el asesinato cometido por Juan sin Miedo
argumentando legítimo tiranicidio, asumió un rol político y le ofreció el trono a éste,
pidiendo la intervención del parlamento. En este caso, confiaron la ejecución de su
revolución a la sangrienta “corporación de carniceros” -al decir de J. Bainville- “los
teólogos con los desolladores”[67] o cabochiens, por su jefe Simón Caboche[68]. La actitud
de Borgoña, que luego devendría en abierta traición, con estos socios y operadores no
podía sino generar más sangre.
París padeció revueltas revolucionarias, esta vez con Bastilla incluida, la que fue
sitiada en 1413 por el populacho, que luego intentó apoderarse de la familia real. En
presencia del Delfín fueron asesinados algunos de sus colaboradores. Todo esto
consentido por el duque de Borgoña, que cuando quiso imponer un poco de orden no
tuvo éxito y fue desbordado por los revolucionarios. Era el Terror.
Y nuevamente los burgueses y los intelectuales se asustaron de su engendro y
sobrevino la reacción en cabeza de los armagnacs, por lo que Juan sin Miedo esta vez no
hizo honor a su apodo y huyó rápidamente. Aunque volvería cinco años después.
Con el visto bueno de los borgoñones y aprovechando la caótica situación
interna, el rey de Inglaterra, Enrique V de Lancaster, invadió Francia en 1415,
desembarcando con su flota de 9000 hombres en Normandía y destrozando la caballería
francesa en la famosa batalla de Azincourt[69] que causó a los franceses una derrota moral
sin precedentes[70].
 
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Avance inglés gracias a la victoria de Azincourt (1415)
 
Tres años después sus tropas entraron victoriosas en París, para luego pasar a
tomar Rouen, Reims, Vincennes... Los triunfos fueron apoyados no solamente por los
franceses borgoñones al mando de Juan sin Miedo, sino también por un sector de la
Iglesia parisina, ya en decadencia desde el cisma de Occidente, en especial los miembros
de la Sorbona. Ante el invasor, los franceses se peleaban entre sí.
La presencia borgoñona en París provocó la revancha de los cabochiens, que
aprisionaron miles de personas y concretaron dos terribles matanzas en las cárceles a
cargo del partido de los desolladores o carniceros como los llama indistintamente J.
Bainville[71].
Juan sin Miedo intentó en vano poner orden en la capital. El gobierno no existía y
la situación era caótica: Por un lado, el duque de Borgoña tenía en su poder al rey loco y
hablaba en su nombre, y por el otro, el Delfín se vio obligado a retirarse con sus
partidarios al sur del Loira, representando la resistencia nacional. Y como los reproches a
Juan sin Miedo por su traición se intensificaban cada vez más, el jefe borgoñón quiso
negociar la paz con el Delfín Carlos, reuniéndose en dos oportunidades, pero en el
segundo encuentro el duque de Borgñoa fue asesinado (1419) de la misma manera en
que él había hecho matar al duque de Orleáns[72]; aunque “aún cuando el Delfín no
hubiera ordenado”[73].
Los acontecimientos se precipitaron y el hijo del duque de Borgoña, Felipe el
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Bueno, juró venganza aliándose abiertamente con los ingleses a cambio de obtener los
Países Bajos[74]. Así, los borgoñones pasaron a ser “colaboracionistas” del invasor.
 
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Traición materna
 
Entre tanto la regente Isabel comenzó con una política de componenda con el
ocupante victorioso a fin de lograr la paz a cualquier precio. En 1420 firmó el Tratado
de Troyes[75], instigada por un sacerdote llamado Pierre Cauchon, entonces “consejero”
de los ingleses, quien por sus servicios prestados fue nombrado obispo de Beauvais. En
el acuerdo anglo-francés Isabel reconocía al supuestoDelfín[76], el príncipe Carlos, como
ilegítimo y bastardo, declarando única heredera a su hija Catalina[77], a quien entregaba
como esposa a Enrique V, su nuevo aliado. El futuro hijo del matrimonio real sería
coronado como “Enrique VI, rey de Inglaterra y de Francia…”, hecho que acontecería
en 1431.
Dado que la firma de Carlos VI era nula por su enfermedad, el acuerdo fue
convalidado por los Estados Generales, sumándose la Universidad, el Parlamento y
todos los cuerpos constituidos de Francia.
En poco tiempo Enrique V fue aclamado en París y tomó posesión de la Bastilla,
del Louvre y de Vincennes. Desde esas fortalezas un rey extranjero gobernaría a los
parisinos. Eso era lo que las revoluciones le habían aportado a un reino envilecido.
“París no sólo había perdido el sentido nacional, sino la dignidad”[78]. La doctrina de la
doble monarquía, defendida por la Sorbona, era casi una realidad.
Pero de dos años de rápidas conquistas, el joven Enrique V murió
inesperadamente en la cúspide de su gloria, y como su hijo era pequeño, el reino se
repartió entre sus dos hermanos: el duque de Bedford que asumió como regente de
Francia, y el duque de Gloucester que quedó en Inglaterra. Días después, moriría
también Carlos VI, dejando a Francia en medio de una doble guerra.
De 1422 a 1429, el proscripto Delfín Carlos[79] privado de recursos, excluido de la
sucesión por su propia madre y con profundas dudas acerca de su legitimidad, andaba
errante por las comarcas del reino aún no ocupadas por los anglo-borgoñones. Solo lo
reconocía un pequeño grupo de fieles bastante temerosos y silenciados que guardaban un
profundo sentimiento nacional y monárquico; la fortaleza de Roberto de Baudricourt en
Vaucouleurs constituía un foco de resistencia importante contra el invasor y estaba
dispuesta a ayudar a Carlos, pero se encontraba totalmente aislada en medio del territorio
enemigo. Despectivamente se lo comenzó a conocer como el “Reyezuelo de Bourges”,
ciudad que eligió como residencia transitoria, pues su intención era refugiarse en alguna
de las dos naciones aliadas: Castilla o Escocia. También los Estados Pontificios lo
reconocieron como príncipe legítimo en momentos de plena confusión, siendo el papa
Martín V uno de los primeros en escribir al Delfín en apoyo de sus derechos a la corona.
Al mismo tiempo el príncipe Carlos se desposaba con Margarita, la hija del
duque de Anjou, e intentaba una reconciliación sin éxito con su primo, el duque de
Borgoña.
Francia se desangraba al paso acelerado del enemigo inglés, que avanzaba
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rápidamente: de Calais a Rouen, de Rouen a París y de París a Orléans. Hubo solo un
lugar, en el norte de Francia, que jamás pudo ser tomado por los ingleses: la famosa
abadía del Mont-Saint-Michel en Normandía; única iglesia-fortaleza que nunca se
entregó, seguramente por estar custodiada bajo la espada del Arcángel, protector de
Francia[80].
 
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Orléans entregada
 
El 12 de octubre de 1428, uno de los capitanes ingleses más famosos, Thomas
Montague, Conde de Salisbury y jefe del ejército, puso sitio a Orléans. La ciudad era un
punto clave que vigilaba el río Loire, amén de ser una puerta de entrada al sur de
Francia; estratégicamente hablando era un “puente” que servía para unir la zona ocupada
con la región occidental de la Guyenne, que los ingleses reclamaban como herencia. Con
el apoyo de 7000 hombres al mando de Sir John Fastolf, formaron un ejército de 28.000
guerreros distribuidos en doce campamentos alrededor de Orléans.
Para contrarrestarlos, el Delfín envió a La Hire[81] y Xaintrailles[82] al mando de
1.500 soldados, único apoyo que podía suministrar a una ciudad que solo contaba con
6000 hombres aptos para luchar con una moral baja y para quienes la rendición era ya un
hecho.
Poco y nada se podía hacer; todas las tentativas de los mejores jefes de guerra
para salvaguardar Orléans habían fracasado. A punto de sucumbir la ciudad, después de
una heroica y larga defensa de casi ocho meses, la causa del Delfín parecía perdida. El
jefe de la resistencia, el conde Dunois (también conocido como Jean, el Bastardo de
Orléans[83]), ya desgastado, ofreció entregarse con una sola condición: “si la rendición se
efectuaba al duque de Borgoña”[84] y no directamente a los ingleses. Pero el duque de
Bedford[85] rechazó la oferta, ya que los borgoñones no lo apoyaban con tropas
suficientes a raíz de una pelea interna entre éstos y el duque de Gloucester[86].
A pesar de todo, la resistencia de Orléans había logrado llamar la atención de
todo el país y, por fin, despertarlo. La ciudad, que había sufrido el asesinato de su duque
y la cautividad de su hijo, se volvió un símbolo y se convirtió en poco tiempo en la sede
del partido nacional fiel al rey legítimo.
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Sin embargo, humanamente, la causa del Delfín para su éxito no podía contar
más que con un prodigio extraordinario, “el milagro que reclamaba el rey y su pueblo,
era necesario. Pero también era preciso que todo fuese humanamente desesperado para
que apareciera más sorprendente e indiscutible la intervención del Cielo”[87]. Era la
mediación sobrenatural que la nación anhelaba... y no se hizo esperar:
“Hacía largo tiempo que Francia pedía la salvación, y el auxilio no llegaba.
Dios esperaba que el cáliz estuviera lleno de oraciones y de lágrimas, que todo el
pueblo culpable debía ofrecer para su redención. Entonces, un día, cayó una lágrima de
una niña, una gota de sangre de su corazón que colmó la medida, y la niña, que había
llorado y orado por Francia fue elegida para liberarla”[88].
 
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En el momento justo, a la hora señalada
 
Lo que vamos a relatar aquí es la respuesta divina que se plasmó en la doble
misión de Juana de Arco: “liberar a Orléans y consagrar al Delfín en Reims” y, a nivel
sobrenatural: “declarar a Jesucristo verdadero Rey y Señor de Francia, y a los reyes
franceses como sus lugartenientes”. Este era el objetivo real y superior por el que
combatió hasta dar su vida: restaurar el orden político poniendo a Jesucristo como
verdadero señor de Francia. Gloriosa epopeya que terminaría con el derramamiento de su
sangre, y que la volvió una adelantada en la lucha por el reinado social y político de
Cristo Rey, es decir, una verdadera “cristera francesa”.
Y con palabras más autorizadas: “Cuando Dios predestina una creatura para
una gran misión, Él le da, antes que todo, un alma y un corazón proporcionados a la
importancia de esta misión. La misión de Juana es capital para la Iglesia y para toda
Francia: ella debe restablecer al rey, salvar a Francia y a la Iglesia y ser el heraldo de
la Realeza Universal de Cristo”[89].
A través de nuestro libro veremos entonces cómo el sublime y providencial
episodio de la doncella guerrera, “entra armoniosamente en la historia de Francia,
continúa el pasado y prepara el porvenir”[90], confirmando no solo que “la historia –al
decir de Léon Gautier- es el resumen de las relaciones mutuas entre Dios y el hombre en
el pasado”[91], sino que no pueden entenderse verdaderamente sus sucesos si se niega a
priori el papel del Creador en la misma: “todo sistema histórico que hace abstracción
del orden sobrenatural en la exposición y apreciación de los hechos, es un sistema falso
que no explica nada”, al decir de Dom Guéranger[92].
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Recorrido de Juana de Arco a partir de 1429 y hasta su muerte en Rouen en 1431.
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DOMRÉMY
 
 
 
 
 
 
 
 
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Juana de Arco escucha la voz de San Miguel Arcángel.
Jules Eugène Lenepveu, 1886-1890.
 
 
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Su vida oculta
 
El 6 de enero de 1412 nacía Jeannette, Juanita, como la llamaban en su aldea. Era
el día de la Epifanía en el cual la Iglesia celebra la manifestación visible de Cristo Rey y
Mesías Divino en la adoración de los Reyes Magos, en su consagración por la teofanía
bautismal y en el ejercicio de su poder sobrenatural en el milagro de Caná, como lo
prueba la liturgia de ese día[93], aunque hoy cuente cada episodio con fiesta propia.
Destacamos esta festividad litúrgicapues será la prefiguración de su misión o, si se
quiere, su programa de vida: la consagración del rey. Pues toda la vocación de la
doncella está encerrada en un abanico de fechas y circunstancias providenciales que van
marcando su camino.
Esa noche, cuentan las crónicas, los gallos del pueblo se adelantaron a cantar
antes de hora “como heraldos de esta nueva alegría”[94], anunciando una buena nueva.
Según Mons. Debout, de inmediato una alegría inexplicable se apoderó de los habitantes
del pueblo, como en otro tiempo de los pastores de Belén: “después de haber asistido a
los oficios de la bella fiesta de la Epifanía, los pobladores de Domrémy sintieron de
repente, en cada hogar y sin que haya ningún motivo exterior, un soplo de alegría que
penetró en sus corazones; admirados, los buenos aldeanos, se preguntaron en vano
(…) sobre la causa del sentimiento de felicidad que experimentaban, pero nadie se lo
reveló”[95]. Comentando el maravilloso hecho, el Marquis de la Franquerie, nos dice:
“Dios quiso que en el nacimiento de Juana -como en el de su Divino Hijo- hasta la
tierra saltara de alegría por la venida de su libertadora”[96].
La niña fue la cuarta de cinco hijos[97]. Sus padres, Jacques d’Arc[98] e Isabelle
Romée[99], vivían en la pequeña y humilde aldea llamada Domrémy, en la región de
Lorena, que en aquel entonces contaba con alrededor de 40 hogares.
El nombre del pueblito es una contracción de dos palabras latinas: Dominus
Remigius, Señor (san) Remigio, es decir, que llevaba el nombre del obispo Rémy quien
bautizara en los albores de la Cristiandad al primer rey franco, Clodoveo, y que tendrá,
como veremos más tarde, un papel importante en la misión de Juana. Domrémy estaba
situada en el límite de las “dos Francias”, no lejos de las posiciones borgoñonas, y
excepcionalmente permanecía fiel al “Reyezuelo de Bourges” y no al poder inglés.
La pobre niña conoció desde pequeña el sufrimiento de la guerra, a pesar de lo
cual continuó viviendo con alegría en medio de las dificultades por las cuales atravesaba
su patria. Muy cerquita de allí, a tan sólo 2 km. de su casa, había escuchado el saqueo de
Maxey, aldea tomada por los borgoñones. Pronto también su poblado natal sería asolado,
como lo fue la Belén de los Santos Inocentes en tiempos de Herodes, debiendo huir con
su familia para salvar su vida.
En 1425, el bastardo de Saboya, Henri d’Orly, jefe de una banda de malvados
que arrasaba toda la región, se dirigió hacia Domrémy para pillar lo poco que allí había.
Advertidos los pobladores se exiliaron en el pueblo vecino de Neuf-Château, dejando
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expuestos sus bienes que perecieron víctimas de la invasión. Al volver, la protección
celeste se les hizo de nuevo patente al constatar que, a pesar de que todo el poblado
había sido saqueado y la iglesia quemada, una de las únicas casas que permanecía intacta
era de la familia de Arco[100].
El exilio forzado quedó grabado en la memoria de la pastorcita, quizás por ser la
única vez que Juana debió dejar su querido hogar, antes de irse definitivamente: “Por
miedo a los borgoñones, abandoné la casa de mi padre, y fui a la villa de Neuf-Château,
en Lorena, donde estuve en la casa de una mujer llamada La Rousse, parando alrededor
de quince días”[101].
Cuando durante el proceso sus jueces le preguntaron, si había borgoñones en
Domrémy o gente que simpatizara por ellos, Juana les respondió: “Sólo conocí un
borgoñón y hubiera deseado que tuviera la cabeza cortada, si eso hubiera complacido
a Dios”[102].
A pesar de la situación de guerra, los niños no dejaban de jugar y distraerse un
poco. Veamos el inocente comentario de nuestra campesina, que después servirá para
acusarla de brujería: “Muy cerquita de la villa de Domrémy, había un árbol conocido
como el árbol de las Señoras, y otro al cual llamaban el árbol de las Hadas, cerca del
cual había una fuente. Escuché decir que los enfermos con fiebre, bebían un poco del
agua de esta fuente para pedir la salud. Yo misma la vi, pero no sé si esta agua curaba o
no. Era un gran árbol llamado ‘haya’ (…) que pertenecía al caballero Pierre de
Bourlemont. Algunas veces fui a pasear con otras niñas allí y hacía en este árbol
guirnaldas con las mismas ramas, a veces las llevábamos, otras las dejábamos (…) No
recuerdo si cuando tuve la edad de la razón bailaba cerca de este árbol, pero allí yo he
bailado y cantado mucho”[103].
Como se puede ver Juanita menciona a este lugar como un sitio de juegos y
esparcimiento. Nada que atente contra la fe.
El párroco de allí, P. Rémy, haciendo honor a su nombre, cada año festejaba
solemnemente la conversión de la Francia al catolicismo, y no faltaban a sus prédicas la
historia del bautismo de Clodoveo y la intervención milagrosa de una paloma que
apareció en la iglesia con un crisma celestial destinado a ungir a todos los reyes francos.
Juana era una de las feligresas con asistencia perfecta.
 
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La mejor de todas
 
De su vida cotidiana, tenemos varios testimonios sumamente ilustrativos, como
el de su vecino Simonin Musnier: “Yo fui criado con Juana, la Pucelle, al lado de la
casa de su padre. Sé que ella era buena, simple, piadosa, temerosa de Dios. Iba
seguido y con gusto a la iglesia y a los lugares santos, cuidaba a los enfermos y daba
limosna a los pobres”[104].
El tío de la pastorcita, Durand Laxart, a quien veremos más adelante en un papel
importante en la vida de su sobrina, testimonia algo parecido: “Juana era parienta mía
por parte de mi esposa. Conocí bien a Jacques d’Arc y a Isabelle, padres de Juana la
Pucelle; eran católicos buenos y fieles, muy conocidos; creo que Juana nació en el
pueblo de Domrémy y que fue bautizada en las fuentes de Saint-Rémy en este mismo
pueblo. Juana tenía un comportamiento bueno, era devota y paciente, iba con gusto a la
iglesia, con gusto se confesaba y, cuando podía, daba limosna a los pobres. Yo la he
visto, tanto en Domrémy como en mi casa de Burey, donde Juana se hospedó durante
seis semanas; con gusto ella trabajaba, hilaba, cuidaba los animales y hacía otras
tareas propias de las mujeres”[105].
Isabelle Gérardin, amiga de la infancia, testimonia la generosidad heroica hacia
los más necesitados: “Ella acogía a los pobres y prefería dormir en la cocina, para que
se acostaran en su propia cama (…) trabajaba con gusto, hilaba, cultivaba la tierra con
su padre, hacía los trabajos domésticos, y algunas veces cuidaba los animales…”[106]
“Era muy generosa en sus limosnas -atestigua otra contemporánea- y con gusto
donaba a los indigentes y pobres, diciendo que ella había sido enviada para consuelo de
ellos…”[107].
¡Qué parecida a Nuestro Señor quien dijo de sí mismo: “He venido para
anunciar la Buena Nueva a los pobres”! (Lc. IV, 10).
Es de notar que la expresión “con gusto”, en francés “volontiers” (versión del
latín libenter), aparece muchísimas veces en las declaraciones de los campesinos de
Domrémy o los soldados que la acompañaban, por ejemplo: volontiers ella iba a la
iglesia y comulgaba, volontiers se confesaba y hacía limosnas, volontiers ayudaba a sus
padres y oraba, etc. De difícil traducción en una sola palabra, nos muestra que la niña
obraba el bien natural y sobrenatural con gusto, libremente, porque lo quiere y le place,
es decir que Juanita se revelaba trabajadora, voluntariosa, sana moralmente y piadosa,
así como alegre en lo cotidiano y, sobre todo, física y mentalmente equilibrada.
Su buen carácter era fuente de muchísimas amistades; en esto hay unanimidad en
todos los testimonios sobre ella. Jean Moreau nos revela que: “En Domrémy todo el
mundo la quería…”[108] Otra compañera de andanzas, Béatrice Estellin, va más allá,
afirmando: “Según me parece, no había nadie mejor que ella en los dos pueblos”[109].
Según opinión del párroco de Greux, el P. Guillaume Front, quien la confesara
varias veces, “Juana era una buena cristiana, que él jamás había conocido una mejor, y
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que no tenía una fiel igual en toda su parroquia”[110].
Cuando durante su proceso el obispo Cauchon le preguntó quién le había
enseñado

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