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Santa Juana de Arco. Reina, virgen y mártir Primer estudio documental en español a la luz de sus procesos Marie de la Sagesse Sequeiros, S.J.M. 2 La imagen de tapa es de Henri Pierre Hippolyte Dubois, Sainte Jeanne d’Arc, 1873. Diseño de tapa Rodrigo Álvarez. 3 “Dios me dio unos padres más dignos del cielo que de la tierra” Santa Teresita del Niño Jesús A Octavio Agustín Sequeiros y María Delia Buisel, quienes sembraron en mí desde pequeña, el amor y la admiración por la Pucelle. A mis hermanos el P. Víctor Agustín y Octavio Enrique; mi cuñada Beate Gloudemans y mi tío Néstor Sequeiros que me ayudaron incondicionalmente. Al Dr. Enrique Díaz Araujo, cercano modelo de amor apasionado por la verdad histórica. A Rogelio Alonso y a la Dra. Andrea Greco de Álvarez, por la paciencia para leer y corregir los avances de este libro. Y al P. Javier Olivera Ravasi que me intimó a dejar esto por escrito para que permanezca. 4 PROLOGO 5 ¿Otro libro de santa Juana de Arco en el siglo XXI? A propósito de la doncella de Orléans muchos historiadores afirman que de ella nunca se dirá lo suficiente, “de Ioanna nunquam satis”. Esto ya sería una buena razón para comenzar con un nuevo libro, ya que su figura es inagotable; sin embargo, valgan algunas razones personales que me han movido a escribirlo. Desde que tengo uso de razón recuerdo a mi madre contándome antes de ir a dormir, las proezas de la “Pucelle” hasta que mis ojos se cerraran para continuar en sueños el siguiente capítulo. Por entonces no podía distinguir mucho entre un cuento y la realidad, para mí toda su historia era algo extraordinario más del cielo que de la tierra, al punto que cuando mi madre terminaba, de inmediato le pedía que volviese a empezar, sin que me aburriera en absoluto el escuchar una y mil veces lo mismo. Pasó el tiempo y mi sueño se hizo realidad: con sólo 17 años peregriné a cada una de las ciudades por donde la heroína había pasado, pudiendo así seguir sus pasos de cerca en Domrémy, Vaucoulers, Chinon, Poitiers, Saint-Benoit-sur-Loire, Orléans, Patay, Auxerre, París, Reims y Rouen. Fue una gracia inmerecida que marcó profundamente mi juventud, de la cual Nuestro Señor supo sacar infinitos bienes para mi alma. Volví del viaje más interesada en ahondar sobre la vida de “sainte Jeanne” y comencé a leer algunas hagiografías; sin duda, la que más me cautivó fue una de las tantas escritas por la medievalista, Régine Pernoud[1]. También busqué sus películas, descubriendo la clásica en blanco y negro interpretada por Ingrid Bergman[2], que recreaba algo similar a lo escrito por la historiadora francesa posteriormente. Ya como religiosa, quise sellar la amistad espiritual que me unía a santa Juana de Arco haciendo grabar en mi anillo de votos perpetuos las mismas palabras que ella tenía en el suyo: “JHESUS-MARIA”. Creía haber pagado la deuda con la doncella cuando, después de diez años de vida religiosa, me destinaron a misionar en sus tierras. Fue así que llegué providencialmente a Francia a principios del 2012; justo en un año jubilar para los devotos de la Pucelle, pues se festejaban los 600 años de su nacimiento en Domrémy… con un verdadero y riquísimo renacimiento bibliográfico. A principios del año 2016 Francia tuvo una gracia inesperada: en pleno jubileo de Notre-Dame de Le Puy-en-Velay pudo finalmente pagar el rescate de la doncella con la compra a los ingleses de la única reliquia que nos ha quedado: ¡su anillo[3]! Sellando así la unión indisoluble que existe entre la heroína francesa y su amada patria. 6 ¿Mito o realidad? Las leyendas negras sobre Juana de Arco son infinitas y siguen perdurando y aumentando día a día debido a que su controvertida figura “da para todo”, y es cierto… Ella configura un abanico de riquísimas facetas sintetizadas en una simple campesina que encarnó virtudes y vocaciones aparentemente opuestas de una manera tan armoniosa como nadie lo ha hecho hasta el momento. Habiendo pasado su infancia en una desconocida aldea donde ayudaba tranquilamente a su padre en los quehaceres del campo, la niña inició de pronto -con unos pocos seguidores- la admirable misión que libertaría a su patria, salvando políticamente a Francia del yugo inglés en tan solo tres años de vida pública. Siendo una simple pastorcita de profunda y exquisita sensibilidad femenina, en el campo de batalla dio ejemplo de virilidad y de audacia como pocos soldados -siempre la primera en ir adelante en las ofensivas y la última en cubrir la retaguardia-, dejando admirados por su intrepidez única a los capitanes más experimentados de la época. Con solo 18 años se convirtió en capitana de un ejército de casi 10.000 hombres al que llevó de victoria en victoria gracias a su excelente estrategia militar. Forjó la paz luego de una guerra centenaria y consiguió la unidad política de una patria desangrada y dividida por interminables guerras civiles. Y no sólo sobresalió en el ámbito militar. Su humildad y sencillez de campesina analfabeta tampoco le fueron obstáculo para tratar de igual a igual con los nobles de la corte y hasta dirigirse al mismo rey de Francia como si desde niña hubiese sido educada por una institutriz de la nobleza. Su pureza virginal vivida en grado heroico contagió a todos los que la rodeaban casi sin que se dieran cuenta, logrando ablandar los corazones más duros y reacios, llevándolos hacia una profunda y sincera conversión. La doncella guerrera fue una verdadera mística en acción, con una insólita mezcla de vocación activa y contemplativa que le hacía, en pleno combate, retirarse a rezar en soledad y añorar volver a su hogar paterno a hilar junto a su madre; mas cuando terminaba sus oraciones, estaba dispuesta a seguir “a punta de espada” la obra que Dios le había encomendado. En el punto culminante de su misión la heroína fue traicionada por los suyos y vendida al enemigo para ser sometida a un juicio inicuo en el que se la calumnió y ultrajó miserablemente. Ella debió defenderse sola frente a un numeroso tribunal eclesiástico irregular que ya la había condenado a muerte de antemano. Finalmente, la Pucelle murió en la hoguera perdonando a sus enemigos y rogando por ellos. Así, entregó su espíritu como víctima inocente de manera cruentísima con tres cualidades concomitantes que pocas veces se han dado en la Historia de la Iglesia: virgen, reina y mártir. Todas estas aureolas se dieron unidas en una sola y misma 7 persona, en el lapso de diecinueve primaveras. No debe por ello extrañarnos que esa conjunción de facetas opuestas diera ocasión a que, a lo largo de historia, la doncella haya sido malinterpretada por distintas banderas según su mayor conveniencia: desde el nacionalismo galicano que la redujo a una figura meramente patriótica, hasta las peores hordas feministas que la enarbolan como vanguardia del lesbianismo. Y hasta con una mirada superficial y atrevida podría alegarse que la Iglesia “se equivocó” al canonizar a una bruja, dejándonos como ejemplo a imitar a una mujer que, disfrazada de varón, hizo la guerra para terminar sus días en una hoguera como la peor de las herejes. Como si fuera poco, fue la Inquisición quien la mandó al muere, y después de cinco siglos la misma Iglesia viene a declararla ¿¡santa!? Palabras más, palabras menos, es lo que cualquier desinformado podría plantear a la hora de escuchar el dulce nombre de “Jeanne d’Arc”. A pesar de que existe una innumerable y excelente bibliografía[4] francesa que desmiente mito por mito las calumnias historiográficas, lamentablemente poco y nada de este tesoro ha sido traducido al español. Por eso, al escribir de nuevo sobre ella, poco diré que no haya sido publicado en Francia, intentando poner al alcance de un lector hispanohablante las mejores obras de los historiadores galos que más ahondaron en su misterio. 8 Vayamos a las fuentes En cuanto a los documentos históricos, jugamos con mucha ventaja, pues, al decir deuna historiadora francesa, Colette Beaune, “el caso de Juana es fundamentalmente atípico. Es la mujer mejor documentada de toda la época medieval”[5]. Otro investigador alemán, Gerd Krumeich, que se deslumbró con la doncella de Orléans, afirmó: “Las fuentes que conciernen a la vida de Juana son abundantes, y su historia es tan fascinante, que es muy fácil identificarse con la Pucelle”[6]. El hecho ha sido también destacado por Philippe Contamine -“la importancia cuantitativa y cualitativa de las fuentes contemporáneas que están conservadas es enorme”[7]-, y por la ya citada especialista Régine Pernoud, quien subraya que “la historia de Juana es una de las mejor establecidas. Los documentos contemporáneos hacen de ella uno de los personajes sobre los cuales uno se encuentra actualmente con excelente información”[8]. En fin, la mayoría de los historiadores de buena fe que se han interesado por la vida y la misión de la pastorcita francesa está de acuerdo en admitir que de ningún otro personaje del siglo XV se está mejor informado que sobre Juana de Arco, pues las fuentes y documentos históricos de primera mano son abrumadores, lo que hace casi imposible tergiversar su vida, salvo para quien tenga un prejuicio o una posición ideológica tomada de antemano. A modo de enunciación nombremos algunos de los documentos oficiales más importantes con los cuales contamos para informarnos sobre ella directa o indirectamente. Para empezar, tenemos nada menos que cuatro procesos jurídicos: 1) El primero fue llevado a cabo en Poitiers (1429), cuando el Delfín[9] Carlos encomendó a un tribunal imparcial de clérigos que la interrogasen durante un mes y medio con el fin de saber si la niña estaba inspirada por Dios o por el diablo. Lamentablemente las actas completas de este proceso no se han encontrado aún, sólo tenemos la declaración de varios testigos que participaron y el “Resumen de las conclusiones” entregado al futuro rey con una sentencia totalmente favorable a la doncella. 2) Al poco tiempo, y ya prisionera de sus enemigos, se llevó a cabo el proceso de condenación en Rouen (1431), donde Juana fue sentenciada por el obispo francés Pierre Cauchon y más de sesenta canónigos a morir en la hoguera por “idólatra, herética, apóstata y relapsa”. El texto se conserva íntegro y es el más conocido e importante. Lo trataremos aparte. 3) A 20 años de su muerte, el rey Carlos VII comenzó en 1450 una investigación para rever el inicuo proceso llevado a cabo por sus enemigos, que terminaría con la apertura del proceso eclesiástico de rehabilitación o de nulidad de la condenación en París (1455-1456). En aquella inolvidable 9 ocasión, más de 120 testigos oculares prestaron declaración acerca de la joven. Este proceso resulta muy controvertido pues, como veremos, terminó rehabilitándola “a medias” con una sentencia parcial que si bien tiró abajo las acusaciones más graves de idólatra, herética y apóstata, dejó manchada la reputación de la doncella por mucho tiempo; pese a ello, es riquísimo en pruebas testimoniales. También le dedicaremos un estudio especial por las consecuencias graves que acarreó. 4) Justamente por no haber sido del todo clara la “rehabilitación” de 1456, tuvieron que pasar más de cuatro siglos hasta que Mons. Touchet, obispo de Orléans, luego de muchísimos inconvenientes llevó adelante el proceso de canonización en 1870, el cual terminó en Roma con la declaración de la santidad de Juana de Arco el 16 de mayo de 1920. A ello debemos sumar más de treinta crónicas contemporáneas de distinto signo, escritas por gente que conoció personalmente a la Pucelle. Por ejemplo, el Diario del Sitio de Orléans, compuesto por un orleanés entre el 12 de octubre de 1428 y fines de septiembre de 1429, día por día, sin que ningún detalle importante se le escapase[10]; o la Crónica de la Pucelle, escrita de manera sencilla por Guillaume Cousinot, también habitante de Orléans y pariente del tesorero de la ciudad, Jacques Boucher, donde Juanita se hospedó durante una semana. También es importante considerar las fuentes contrarias y enemigas, como el Diario de Clément de Fauquembergue, canónigo de Notre-Dame de París y notario del Parlamento en plena ocupación inglesa, quien dejó asentado en las actas las noticias de las victorias y derrotas de los anglo-borgoñones. Clément ha pasado a la historia como el único contemporáneo que la dibujó en vida, ya que el 10 de mayo de 1429, apenas dos días después de la famosa victoria, debió anunciar la increíble mala nueva: “Orléans ha sido liberada por una Pucelle”. Al margen bosquejó su misteriosa figura (prestar atención a los detalles del pelo suelto, la gran espada y el estandarte con las letras de JHS – Jhesus). 10 Registro del Parlamento de París escrito por el notario Clément de Fauquembergue (1429) La Crónica de Perceval de Cagny, escrita en francés por uno de los primeros cronistas de la guerra que pasó más de 40 años al servicio de la familia de Alençon, y por lo tanto, a lado del duque Juan II, compañero de armas de la doncella durante toda su campaña militar. Firma de Juana de Arco. Otro rubro no menos importante es el epistolar. Existen más de cien cartas que hablan de las hazañas de Juana, entre las cuales deben distinguirse una decena dictadas por la doncella a distintos amanuenses (tres de ellas se conservan aún hoy con su firma), y muchas otras de altos dignatarios que hablan sobre ella: el rey Carlos VII, el rey inglés Enrique VI, su regente Bedford, el duque de Borgoña Felipe el Bueno, los Armagnacs, etc. Un documento importantísimo es el Breviarium historiale[11], texto redactado pocos meses después de la liberación de Orléans -en el verano de 1429- por el dominico 11 Jean Dupuy, luego obispo de Cahors, quien debió informar a Roma sobre los acontecimientos de la guerra, pues el propio papa Martín V quiso, a pesar de las dificultades que lo apremiaban, seguir de cerca los avances franceses apoyando la legitimidad del Delfín. No podemos dejar de citar la última obra de uno de los más importantes teólogos de la época y primer doctor francés de la Inmaculada Concepción, Jean Gerson, quien escribió en mayo de 1429, De mirabili victoria, consagrado a la milagrosa victoria militar de Juana frente a Orléans; y los dos tratados De Adventu Johanne y Tractatus de Puella, escritos por el arzobispo de Embrun y consejero real, Jacques Gélu, quien, si bien al principio desconfió de la misión providencial de Juana, luego, convencido, se propuso demostrar que la joven era verdaderamente un instrumento de Dios. Sobre la coronación de Carlos VII en Reims tenemos una maravillosa Carta de tres pajes angevinos escrita el mismo día, 17 de julio de 1429, y dirigida a la reina Marie d’Anjou, quien lamentablemente no pudo estar presente en la ceremonia de la coronación de su esposo, enviando en cambio, tres emisarios en su representación que le relataron detalladamente lo vivido. A principio de agosto de 1429 el secretario del rey Carlos VII, Alain Chartier escribió una carta con todas las proezas militares de la doncella, dirigida a un “ilustre príncipe” que se piensa era el emperador de Alemania, Segismundo, o tal vez el duque de Milán, Visconti; para el caso, lo más importante es su contenido histórico. En fin, la lista de fuentes es interminable y podríamos seguir varias páginas más, con referencias no sólo al ámbito francés o inglés, sino también de toda Europa, ya que existen crónicas alemanas, italianas, flamencas, romanas, etc.[12]. Es decir, fuentes de primer nivel y de renombrados personajes de la Cristiandad ya que, a decir verdad, el Occidente conocido se interesó por el misterioso caso de una doncella de 17 años que dio vuelta la historia de Francia y de Inglaterra. Todo lo cual hace concluir a Mons. Touchet, promotor de la causa de canonización de la Pucelle: “Aquí no hay lugar para leyendas (…) Juana es observada muy de cerca, discutida minuciosamente, descripta por tal número de plumas -tan o más agudas que las nuestras-que la hacen aparecer a plena luz de la historia. Sus laureles de triunfo y sus palmas de dolor no tienen nada de mítico”[13]. Claro está, siempre que hablemos de historiadores con buena fe y sin ánimo de llevar agua para su molino. 12 Un evangelio según Juana Hemos visto ya que Juana no ha dejado nada escrito por sí misma y que lo único que sabemos de fuente directa nos viene por sus declaraciones y por los testigos oculares. En efecto, ella fue una campesina iletrada que no sabía ni leer ni escribir -sólo recién al final de la campaña militar aprendió a firmar con su nombre-. Sin embargo, destaquemos que la “ignorancia” en ese aspecto no implicaba que fuese ruda o inculta, ya que la instrucción religiosa dada por su madre se conformaba perfectamente con el cristianismo popular de su tiempo. A los 17 años, tenía formada una sólida vida interior; su aparente “analfabetismo” le permitió afrontar con seguridad cualquier inconveniente adverso y enfrentar sola a un tribunal de doctores y universitarios, como el Niño Jesús lo hizo en el templo de Jerusalén. Pero su “imitatio Christi” no se reduce solamente al punto discutible de su “agrafía”, en el estricto sentido de que ni Juana ni Jesús dejaron algo escrito de su vida. Por supuesto que Nuestro Señor sabía leer desde niño, como se muestra en el pasaje evangélico de la sinagoga, y también escribir bien, como lo hizo misteriosamente en la arena. Veremos que la imitación de Juana por su Maestro va mucho más allá, hasta llegar a una perfecta “conformatio cum Christo” como pocos santos ha tenido en la Historia de la Iglesia, y terminar en una victoriosa “transformatio in Christum”. Veamos ahora la principal fuente que hemos nombrado, su proceso de condenación, un extenso interrogatorio hecho paradójicamente por sus “enemigos capitales” -al decir de la misma doncella- durante los cuatro últimos meses de su vida (de febrero a mayo del 1431). Abarca todas las etapas más importantes de su breve trayectoria: desde la irrupción que hacen en su vida las voces celestiales en Domrémy, pasando por la liberación de Orléans y la coronación del rey Carlos VII en Reims, hasta su captura en Compiègne como prisionera de guerra, llegando hasta la prisión y muerte en la hoguera de Rouen. Sin duda el preciado texto es la primera fuente “escrita” del via crucis joánico; relatado por ella misma y sellado con su sangre, ya que sus declaraciones fueron volcadas directamente a las actas del proceso por notarios de oficio. Éstos, sin darse cuenta, hicieron las veces de amanuenses o “evangelistas”, dejándonos por escrito las maravillosas hazañas de la doncella en documentos públicos, firmados y rubricados por escribanos. Desde el punto de vista literario, el texto del proceso es una obra de arte en sí misma. No por nada, el gran poeta Robert Brasillach comienza así la introducción de su libro: “La más emocionante y la obra maestra más pura de la lengua francesa no fue escrita por un hombre de letras (…) Juana es la poeta más grande, la dramaturga más hábil de todas las que han subido a escena. Sé bien que Juana no tuvo una pluma para escribir un libro, como -recordémoslo- tampoco Cristo”[14]. Maurice Barrès, a propósito de Pierre Cauchon y su proceso ha dicho: “De un 13 galimatías pedante, hipócrita y nauseabundo, Juana hizo uno de los más bellos libros franceses”[15]. Y Régine Pernoud concluye una de sus biografías consagradas a la santa con una importante exhortación: “Todo el mundo debería haber leído al menos el proceso de condenación, uno de los más bellos textos de nuestra lengua. Es inconcebible pensar que en el momento actual, este texto no figure en ninguno de las antologías de la literatura presentada a los alumnos de la escuela”[16]. Además, los estudios y discusiones en torno al texto, amén de las diferentes “exégesis” que de allí se derivan, no se reducen al ámbito francés. Quizás la sorpresa más grande por el interés que sobre ella se despierta a nivel mundial haya sido el hecho de que las actas del proceso de condenación fueran traducidas a muchísimas lenguas, incluidas el japonés, con el trabajo del profesor Kasuhiko Takayama, y el ruso, gracias a dos especialistas en Juana, Anatole Levandovski y Vladimir Raytsès[17]. Ello sin omitir a otros eruditos joánicos de habla inglesa, como por ejemplo los sacerdotes Walter Scott en Inglaterra y Daniel Rankin en EEUU -éste último se valió para escribir de dos grandes bibliotecas consagradas a la Pucelle en Columbia y en Boston. Otra célebre norte-americana que secundó a Rankin fue Claire Quintal, quien publicó un estudio sobre las “Sisters of Saint Joan of Arc”, una orden religiosa fundada en Estados Unidos bajo la espiritualidad de la santa antes de su canonización. Y otro fenómeno similar surgió en Bélgica con las “Travailleuses Missionnaires” que proponen la misma espiritualidad. Además veremos que en el caso de la doncella, como en el de Cristo y los fariseos, los jueces se convirtieron en una especie de enemigos necesarios que Dios utilizó como medio para ilustrarnos gran parte de su doctrina, del mismo modo que el Apóstol decía que era necesario que hubiese herejes (“oportet haereses esse”, 1 Cor. XI, 19) para que se manifieste la verdad… Preciso era, entonces, tenerlos como adversarios para que gracias al proceso conozcamos el pensamiento más profundo de la pastorcita francesa. Aquí se cumple la famosa máxima de que Dios suele “escribir derecho sobre renglones torcidos”, pues una de las principales fuentes históricas que sirvieron para su controvertida canonización fue justamente ¡el texto del proceso de condenación por cismática y hereje! Como bien ha escrito el historiador Pierre Champion: “No se piensa en todo. Los jueces de Rouen, al querer condenarla y publicar los errores de su doctrina y sus mentiras por todo el mundo, trabajaron muy bien para salvar su memoria… Gracias a ellos, ahora nosotros podemos ser jueces. Es decir, jueces de sus jueces…”[18]. Al decir de François Bluche, “…el obispo Cauchon, los asesores de Rouen, sus esbirros y cómplices, todos cayeron en su misma trampa deshonesta, pues los procesos verbales de sus tristes audiencias de 1431 que no tenían otro fin que el de aplastar a la Pucelle, a quien no se le perdonó ni la liberación de Orléans, ni la consagración de Carlos VII en Reims, a quien no se le perdonó ni la frescura, ni su simplicidad, ni su virtud, ni su rectitud, ni la transparencia de su fe…”[19], constituyeron la fuente principal 14 para demostrar su inocencia. Por otro lado, también contamos con las minuciosas declaraciones del proceso de rehabilitación (1455-1456) donde más de 120 testigos oculares, ya sean familiares, campesinos, nobles, amigos, soldados o sacerdotes, y hasta su propio confesor, nos han dejado de manera patente las inagotables dimensiones de su vida oculta, política, eclesial y mística, testimoniando etapa por etapa la vida de la Pucelle, con el inapreciable valor de haber tenido trato directo y cotidiano con ella. Por eso las actas oficiales de los dos procesos constituyeron un material histórico excepcional con todo el “pro y contra” que eso implique. Los textos están a nuestro alcance con buenas traducciones que nos permiten hacer una exégesis a fondo, mostrándonos una Juana de Arco más viva que nunca. Es allí donde podemos ver toda la realidad exterior de su epopeya y la vida íntima de un alma pura, la delicadeza de su conciencia y el sufrimiento personal. Ella está “ahí” hablando con sus voces, comandando a sus soldados, defendiendo su virginidad y refutando al tribunal. “Ahí” podemos verla y escuchara, leerla y releerla, sin jamás agotar la riqueza de su exquisita personalidad. Podríamos decir que en los interrogatorios su corazón está puesto al desnudo, pues, sin quererlo, ella, sus compañeros y el tribunal nos develan la vida misteriosa de un alma “elegida” por su simplicidad y pobreza para derrocar y confundir a los poderosos y sabios del mundo, almas que agradan al Omnipotente y a quienes les está prometido ser las primerasen el Reino de los Cielos. 15 Bajo las luces y sombras de sus procesos Ambos procesos, el de condenación y rehabilitación, si se me permite la expresión de Charles Péguy, son los “evangelios” de Juana: “es como si nosotros tuviéramos el Evangelio de Jesucristo redactado por el secretario judicial de Caifás y por el notario de las audiencias de Poncio Pilatos”[20]. Por eso existe una analogía entre nuestro conocimiento de Jesús por los Evangelios y nuestro conocimiento de Juana por los procesos y también entre el estudio histórico del Evangelio y el estudio histórico de los procesos, víctimas muchas veces de la crítica histórica. Por supuesto, salvando las distancias que haya que salvar y siendo conscientes de la abismal diferencia que ello implica, pues en la vida de los santos siempre existe un paralelo entre Jesucristo y alguno de sus miembros. Antes de seguir, habrá que advertir un detalle y es que los procesos de condenación y de rehabilitación de la Pucelle fueron viciados seriamente… Y eso que, desde el punto de vista humano, las actas oficiales eran casi “invulnerables”, por estar autenticadas con tres notarios eclesiásticos que eran las máximas autoridades de la época para fijar y dar fe pública a los documentos en cuestión. Lamentablemente las respuestas de Juana fueron muchas veces -durante el transcurso del proceso y, sobre todo, después de su muerte- alteradas, cambiadas, falsificadas o directamente omitidas de mala fe, como surge del mismo texto y de las quejas de la acusada al tribunal. En el caso del proceso de Rouen no debemos olvidar el hecho de que quienes tomaban nota de sus respuestas no eran santos evangelistas inspirados por el Espíritu Santo, sino amanuenses de enemigos encarnizados que buscaban de cualquier modo que fuese condenarla como bruja. Por supuesto que para llevar a cabo tal prevaricato, los notarios tuvieron la venia del obispo, limitándose a cumplir servilmente sus órdenes. Para la rehabilitación la situación de inferioridad de condiciones de la Pucelle no había cambiado demasiado… Fueron también enemigos suyos quienes estuvieron a cargo del proceso y lograron manipular arbitrariamente las declaraciones de los testigos con el fin de salvar la reputación del obispo Pierre Cauchon y los demás jueces, al mismo tiempo que manchaban con el dolo y la mentira la inocencia de la doncella. Sin embargo y a pesar de la “fe de erratas” enemiga, Mons. Touchet, promotor de la causa de canonización, nos dirá: “Nos resta algo en lo que podemos apoyarnos con confianza en cuanto a las declaraciones atribuidas a Juana, y rubricadas por los notarios oficiales…”[21] Y ese “algo” es mucho, muchísimo. Por eso, como abogada que soy o, mejor dicho, como abogada del diablo que me gusta ser en estos casos, creo que todo el material disponible de los procesos, testimonios, crónicas, cartas de la época, etc. etc., nos permite tener una exacta idea de su persona y, lo más importante, de su misión providencial. 16 La Juana de los enemigos Como muchas veces suele suceder en la historia, no obstante todo el material bibliográfico que hemos mencionado, hoy en día también contamos con una “versión oficial” de los hechos de la doncella, reproducida por muchos de sus hagiógrafos y por casi todas las películas. Una verdadera leyenda negra se ha impuesto como relato único mostrando una Juana de Arco distinta a la verdadera. Continuando con las analogías, el proceso de Juana sufrió algo parecido a lo que los modernistas hicieron con el Nuevo Testamento al aplicar la exégesis bíblica de la desmitificación empleada por el protestante Rudolf Bultmann y sus seguidores. Acá también tendremos una “Juana histórica y una Juana de la Fe…” mejor dicho, una Juana de los enemigos y una Juana de la historia. Para poner un ejemplo, la película “Joan of Arc” que recomiendan algunos franceses como “muy buena y fiel a su vida”, interpretada por la actriz Leelee Sovieski[22], aun siendo respetuosa con la Pucelle, naturaliza hechos claves y tergiversa su vida con tres leyendas negras: la doncella aparece mintiendo en las declaraciones del proceso; es abusada por los soldados ingleses en la prisión; y abjura frente a todo el mundo, arrepintiéndose de su misión divina. Por más que si uno lee las declaraciones de Juana -sin las salvedades que el obispo Pierre Cauchon les hiciera- en ningún momento, ni siquiera una sola vez, ella se desdice de sus afirmaciones y menos aún se contradice con algo ya dicho. Es más, estoy segura de que si se hubiese hecho un film fiel a las actas, respetando palabra por palabra los dichos de la santa, con seguridad hubiese sido mucho más maravilloso y apasionante. Mientras inventen y supriman, recorten y peguen sus declaraciones, el cine siempre se quedará corto ya que, como suele ocurrir con la vida de los santos, la realidad supera largamente a la ficción. En el caso de Juana una gran infamia inventada post mortem fue el supuesto “abuso” que la niña habría sufrido en la prisión por parte de los soldados ingleses, como se atrevió a pregonar en el siglo XX el periodista de derecha, Robert Poulet[23] y varios cineastas lo secundaron... Además, hoy en día, éstos creen que si no muestran una escena sexual, nada tiene éxito. Por eso en una de las últimas versiones cinematográficas, interpretada por la ucraniana Milla Jovovich[24], como si no fuera suficiente un abuso perpetrado contra la doncella, inventaron otro por parte de los borgoñones a Catalina de Arco, su hermana menor. Ése sería el móvil principal de todo el posterior actuar de Juana: vengar el honor de su hermanita. Pero la verdad es que ninguna de las dos violaciones ocurrió: aunque los ingleses intentaron realmente sobrepasarse con la virgen guerrera, no lo lograron, pues ella defendió virilmente su cuerpo de cualquier tipo de felonía, cual otra santa María Goretti francesa haciendo mérito hasta el final al sobrenombre de “Pucelle” (virgencita) que le habían dado sus voces. 17 Sí, a pesar de todo lo que se haya dicho y se continúe diciendo, la Iglesia la canonizó como “virgen” por vivir su castidad en grado heroico. No obstante, como sus enemigos no pudieron concretarlo en la tierra, lo debieron inventar para la ficción. Quizás la causa inmediata que me impulsó a escribir el presente libro haya sido la indignación al ver cómo las películas modernas habían manchado lo más íntimo de su pureza virginal, haciendo que la mentira perdurase hasta nuestros días. Su voz desde el cielo clamaba justicia y reparación por el ultraje cometido y por otro peor… Pues la violación no es la única mancha que le han inventado sus enemigos: otra leyenda más grave y terrible es su supuesta “abjuración”, perpetuada en la historia oficial. Para quien haya leído algo sobre ella o visto cualquiera de las películas, aún la “más histórica” de Ingrid Bergman, siempre se encontrará una Juana que al final de sus días “se quiebra” arrepintiéndose públicamente de su misión en la plaza del Viejo Mercado de Rouen. Según dicen, aquel 24 de mayo de 1431 ella renegó de todo lo que había dicho y hecho, y admitió frente al tribunal haber sido “engañada” por unas voces que no provenían de Dios; así reconoció también haber engañado a todos los franceses que la habían seguido... Además, si bien su pedido de perdón parecería haber sido obtenido en un momento de debilidad y miedo frente a las presiones externas (insultos, forcejeos, amenazas de morir en la hoguera, etc.), su mea culpa público fue la prueba fundamental que los jueces pergeñaron para condenarla, pues “a confesión de parte…” ¿qué otra cosa podrían haber hecho Cauchon y los suyos si la misma jovencita se habría reconocido como un instrumento del diablo? Todos los historiadores, incluso los católicos favorables a la santa como R. Pernoud, C. Beaune, P. O. Rioult, etc., tratan de justificar su “caída” como un error humano en el que cualquiera podría haber tropezado si tenemos en cuenta todas las circunstancias del caso. Además, de ser cierta esta falta menor, quedaría –dicen ellos-completamente lavada de inmediato ya que, a los pocos días -siempre siguiendo la versión oficial- ella se habría arrepentido de la abjuración… pues sus voces celestes le habrían reprochado semejante traición. No obstante toda la cadena de suposiciones y arrepentimientos, el tribunal debía juzgar con los elementos que contaba al momento, es decir: si Juana había “reconocido” el fraude, debía morir. Ahora bien, refutar la gran mentira oficial de la abjuración y las consecuencias que de ella se siguen, no fue nada fácil ni evidente… debieron pasar más de 500 años hasta que aparezca la persona indicada: el coronel francés Charles Boulanger[25] quien, a mitad del siglo pasado, publicó un revolucionario libro en respuesta categórica a la catarata de falsedades sobre la Pucelle. Boulanger, como verdadero “adelantado”, fue el primer historiador en demostrar la inocencia absoluta de Juana y su constante indefectibilidad frente a las amenazas y torturas, probando la falsedad de su abjuración con un rigor científico avasallador: 18 Juana de Arco jamás renegó ni se arrepintió de su misión, por el contrario, fue fiel a sus voces y se mantuvo invicta hasta el final. Adelantamos así parte de la conclusión, que desarrollaremos siguiendo su obra que lleva el siguiente título enigmático: 7 Juillet 1456, enterrement de l’affaire Jeanne d’Arc, ‘Triomphe de l’Université de París’[26]. Por razones que veremos más adelante, su libro sufrió un boicot general en todo el mundo católico, un verdadero “castigo de silencio” que perduró hasta 1989, cuando un sacerdote francés lo redescubrió contra- revolucionariamente[27], y lo hizo llegar a nuestras manos. 19 La Pucelle encarnada Para abordar la vida de cualquier santo o héroe siempre se lo debe “encarnar” en su tiempo a fin de conocer acabadamente la situación histórica en la cual vivió. Y este principio no tiene excepción, ni siquiera en el caso de que se aborde el estudio de una religiosa de clausura que nunca haya salido del convento, como por ejemplo, santa Teresita del Niño Jesús. ¡Cuánto más si se trata de Juana de Arco!, quien además de ser una heroína fue una santa particularísima en quien el original camino de santidad consistió en salvar su Patria. Se suele decir que los grandes santos son el signo de contradicción en sus épocas, especies de antítesis que contrastan con las circunstancias decadentes que los rodean. Como bien lo ha expresado el padre François Bluchye: “Juana domina a sus jueces en todos los aspectos. Frente al orgullo satisfecho de ellos, ella contrapone su simplicidad evangélica; a su pedantería de clérigos, sus proverbios rústicos; a su teología formalista, el cristal de su fe mística y natural; a sus giros hipócritas, la rectitud espontánea de sus declaraciones; a su traición política, la fidelidad de su lealtad, a sus cuestiones pérfidas, la nitidez de su inocencia en todas sus respuestas”[28]. Usando una acertada imagen del paganismo, podríamos decir junto a Sócrates que los santos son el aguijón de un molesto tábano que no deja dormir tranquilo al caballo -de hecho, el filósofo griego era conocido entre sus discípulos como “el aguijón de Atenas”-. Pareciera que Dios los suscita expresamente a fin de que no nos durmamos en los laureles y estemos obligados a tomar parte en la historia. Y en torno a Juana y a su misión sucede lo mismo: no hay medias tintas, se estaba con Francia y con Juana o contra ellas. Por eso, para comprender mejor a nuestra santa debemos hacer un panorama histórico de la época, comenzando por la situación europea, deteniéndonos especialmente en la Iglesia y el papado, para luego bajar a Francia en particular. Ha dicho acertadamente uno de sus historiadores, Gabriel Hanotaux: “A esta niña salida de su aldea, la historia de su tiempo y la historia de los siglos le han hecho cortejo. Francia, Inglaterra, Borgoña, Concilios, Papados, Reformas, Iglesias, Civilización (…) es necesario hablar de todo esto cuando se intenta explicar lo que ella fue, lo que hizo y por qué vino: es mucho para una pastorcita. Y el gran misterio está allí”[29]. Adentrémonos entonces en la “la historia más bella del mundo”[30], como le gustaba decir al filósofo liberal Alain, aunque historias bellas existan muchas, como, por ejemplo, las tragedias griegas de “Antígona” o “Ifigenia…”, ambas admirables, pero que no dejan de ser una ficción teatral. Juana de Arco, por el contrario, ha existido y sufrido realmente, al punto que el gran converso francés, Charles Péguy, no exageraba al ver en la heroína francesa una perfecta imitación de la Virgen y sobre todo de Nuestro Señor, especialmente en sus misterios dolorosos: “La pasión de Juana es una de las más 20 perfectas imitaciones de la Pasión de Jesús”[31]. Por eso, a lo largo del libro, nos será fácil hacer un paralelo entre la santa y algunos pasajes de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y Su Santísima Madre, siendo su breve aparición por este Valle de Lágrimas, una perfecta “imitatio Christi et imitatio Mariae”[32]. En efecto, su historia es la más bella del mundo. Y además es verdadera. 21 Situación de Europa en el siglo XIV 22 De la Cristiandad a la decadencia Para comprender y valorar con mejor perspectiva y justicia la figura histórica de Juana de Arco debemos recordar que la Cristiandad europea, sobre todo durante su esplendor en los siglos XI al XIII, había encarnado cabalmente la célebre doctrina política de “las dos espadas”, desarrollada en su tiempo por San Bernardo y convertida en Magisterio por la Bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII. La mal llamada Edad Media[33] fue ese “tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Entonces –enseña León XIII- “aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad” porque “la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados”[34]. Durante estos siglos áureos “el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses”, produciendo “bienes superiores a toda esperanza”[35] cuya memoria subsiste aún y de cuyos bellos monumentos se nutre aún la Europa decadente -aunque más no sea por el flujo incesante del turismo-. El hecho de que Dios fuera reconocido como centro de la sociedad atemperó la rudeza y la indefectible tendencia del poder político a la concentración, al aceptar no sólo la superior jerarquía de la Ley divina sino también una verdadera y real división de poderes, en la cual el Papado limitaba la autoridad de reyes y emperadores tanto por su prestigio espiritual como por su soberanía temporal sobre Roma y los Estados Pontificios. Hasta fines del siglo XIII no se concebía la idea de naciones absolutamente separadas tal como existen en nuestra época. Las jurisdicciones locales reconocían en mayor o menor medida la autoridad del Imperio y, sobretodo, la del Vicario de Cristo en la tierra, constituyendo así una verdadera Unión Europea -diríamos hoy- no renegada de sus raíces ni sustentada sólo en variables intereses de mercado. Lejos de ser meramente teórica, dicha unidad resplandeció en la respuesta que tanto príncipes como vasallos dieron durante casi dos siglos a la convocatoria papal a las Cruzadas. Frente al objetivo exterior y sagrado de reconquistar el Santo Sepulcro, generaciones de emperadores y reyes, de santos y de héroes, nobles o no, prefirieron dejar patrias, posesiones y familias, y en muchos casos hasta la propia vida, para marchar unidos hacia la Tierra Santa por encima de cualquier interés temporal y mundano. El paulatino abandono de tan magnánima empresa no fue sino uno de los síntomas más preocupantes de que la Europa cristiana resquebrajabasu unidad al apuntar 23 a metas más terrenas y egoístas. Efectivamente, el repliegue de los monarcas católicos sobre su propio mundo dio pronto lugar a la aparición de luchas fratricidas entre las mismas naciones cristianas, sin que el Papado quedara indemne. Dante Alighieri nos ha dejado al respecto un cualificado testimonio de la fractura producida en la península Itálica por las luchas entre güelfos y gibelinos, agravadas a su vez por la injerencia francesa. Pronto estallaría la guerra de los cien años y, ante el desangre de Europa, el Islam arremetería cada vez con más fuerza. Ante esta penosa circunstancia, y ya bien entrado siglo XIV, la gran doctora de la Iglesia Santa Catalina de Siena no dudaba en redactar, de parte de Dios, cartas a papas y emperadores para señalarles el remedio del cielo: volver a alzar las miras reuniéndose en una cruzada común. Así, al “Dulce Cristo en la tierra” Gregorio XI le indicaba que “quiere y os manda vuestro dulce Salvador que levantéis el estandarte de la santísima Cruz contra los Infieles, y toda guerra aquí termine y allá se dirija contra ellos”[36]. Y cuando los sarracenos se animaban a incursionar en la misma Italia, le insistía a la reina Isabel de Hungría: “Reflexionad que si una de vuestras ciudades os hubiese sido arrebatada, la reconquistaríais (...); pues bien, Vos sabéis bien que los Otomanos que persiguen a los cristianos han arrancado a la Santa Iglesia vastos territorios”[37]. Por desgracia, y a pesar de la buena voluntad de algunos pontífices, los príncipes cristianos no respondieron a los sucesivos llamados y la situación se agravó hasta tal punto que, al promediar el Quattrocento, quien luego sería el papa Pío II describía así la situación: “La Cristiandad ya no tiene una cabeza; ni el Papa, ni el emperador son respetados ni obedecidos. Se los trata como mitos, cada estado quiere su príncipe, cada príncipe defiende sus intereses”[38]. 24 El flagelo divino Como castigo a esta actitud indolente de las naciones católicas respecto de los grandes objetivos y a otras notables faltas individuales y colectivas, la misma doctora - que no necesitó de alfabetización- dio testimonio de que Dios había enviado a esa Europa mundanizada la Peste Negra[39], epidemia que arrasó la Cristiandad a mediados del siglo XIV, causando la muerte de un tercio de la población. Las estadísticas hablan por sí solas: en el año 1300 había en Europa 73 millones de habitantes; apenas medio siglo después la población había descendido a 50 millones. La “Muerte Negra”, como se conoció a la famosa peste, se presentó casi al comienzo de la Guerra de los 100 años, siendo según H. Belloc el segundo acontecimiento después de la Reforma que incidiría notablemente en la decadencia y transformación europea[40]. En la actualidad, la mayor parte de los científicos afirma que la sorpresiva enfermedad se debió a un brote de peste bubónica causada por una bacteria (la yersinia pestis), cuyo rápido contagio hacía que la muerte llegase en menos de una semana. El ambiente de desnutrición a raíz de la guerra y las sequías, sumado a las casi nulas defensas inmunológicas, hacían del virus una cuestión letal. La enorme pérdida de población en tan poco tiempo trajo aparejados importantes 25 cambios económicos y una desorganización social inmediata: desplazamientos de los campesinos sobrevivientes a las ciudades, que súbitamente pasaron a transformarse en centros de aglomeración y mortandad sin tener suficiente trabajo para todos. La isla de Inglaterra tampoco fue ajena a la catástrofe; el historiador H. Belloc nos describe así la situación: “En Londres la tasa normal de mortalidad se multiplicó por diez (…), aldeas enteras quedaron despobladas, Bristol perdió casi toda la fuerza de la ciudad. El prior de la abadía de los benedictinos de Westminster y 37 monjas murieron. En una casa de frailes agustinos tenemos el récord de sólo dos sobrevivientes; en una comunidad de cistercienses murieron 23 de un total de 26 (…); en Buckinghamshire desapareció alrededor de la mitad del clero; las casas monásticas se vieron reducidas a la mitad o menos (…) Hay un sentido en el cual podemos decir que la Europa medieval nunca se recuperó de la Muerte Negra, pues tras ella se produjo un cambio y una declinación que se prolongaron hasta el colapso del siglo XVI”[41]. La realidad eclesiástica en Francia no fue distinta, como sigue narrando el mismo autor, pues “el obispo de Marsella murió junto con todo su capítulo; la mitad de Narbona fue destruida; solamente en el pequeño territorio papal de Aviñón murieron 150.000…” [42] A lo que añade el P. Rioult: “algunas regiones fueron devastadas entre un 30% y un 50%. Una parroquia como Givry en la Borgoña perdió 649 fieles de un total de 1500 en solo un año; en 1418 murieron alrededor de 50.000 personas en París”[43]. 26 Situación de la Iglesia El papado exiliado. A la peste negra debemos sumar el crítico momento que atravesaba el Papado a causa del prolongado destierro de los pontífices en Aviñón durante casi 70 años (1309- 1377). Dicha situación redujo el poder papal a su mínima expresión convirtiendo la cabeza de la Cristiandad en un príncipe más; a un primus inter pares con desmedro incluso de su territorio pues, lejos y exiliado el papa, los estados pontificios quedaban expuestos al saqueo generalizado. Durante dicho destierro, el universalismo “católico” de Pedro comenzó a “nacionalizarse”: franceses fueron los papas, franceses los cardenales, francesa la sede..., lo que llevará con el tiempo a la futura herejía del galicanismo (una especie de iglesia nacional francesa que puso el poder conciliar por encima de las decisiones pontificias, según la cual el pontífice solo tenía la autoridad civil que le concedieran los reyes y emperadores). Luego de varios intentos fallidos, y gracias a la intervención milagrosa de la misma santa Catalina, el 14 de enero de 1377 el papa Gregorio XI volvió a instalarse en Roma, al mismo tiempo que seis cardenales franceses, quitándole el apoyo, se mantuvieron en Aviñón para preparar un verdadero cisma. La Ciudad Eterna recibió al sucesor de Pedro con más de 18.000 antorchas y en medio de una alegría generalizada. Por desgracia, en 1378, cuando recién se estaba afianzando la paz, el Papa murió repentinamente con sólo 47 años de edad. Eso sí, habiendo logrado la vuelta definitiva al dulce hogar. 27 La Iglesia, tricéfala: no hay dos sin tres El comienzo de la pacificación quedó truncado por una guerra interna aún más grave. Todo comenzó cuando en el cónclave reunido ese mismo año el pueblo romano presionó a los cardenales, incluso con amenazas de muerte, para que eligieran un papa italiano. Si bien nunca se supo hasta qué punto dicha presión fue determinante, lo cierto es que salió electo el obispo de Bari, asumiendo con el nombre de Urbano VI. Poco tiempo después un grupo de trece cardenales, en su mayoría franceses, argumentaron que tal elección había sido nula por falta de libertad y decidieron convocar otro cónclave, para lo cual, separándose de Roma, eligieron a un antipapa que, con el nombre de Clemente VII, quien decidió instalarse nuevamente en Aviñón. Como era de esperar, la Iglesia cayó en un largo período de confusión de 1378 a 1417, dividiéndose entre los urbanistas y los clementinos, al extremo de hallarse célebres santos apoyando a uno o al otro[44]. Para peor, en 1409, otro grupo de cardenales disconformes convocó a un tercer cónclave en Pisa, justamente para “solucionar la cuestión del Cisma”. El papa de Roma y el antipapa de Aviñón, se negaron a participar… ¡Peor para ellos y para la Iglesia!, gritaron los purpurados rebeldes. Poco les importó su ausencia, y apoyándose en tesis conciliaristas, argumentaron, a la vez democrática y heréticamente, que todos juntos eran más que Pedro y podían por lo tanto tomar decisiones sin necesidad del consentimiento papal[45]. Así fue como decretaron la deposición de los entonces papas, Gregorio XII de Roma y Benedicto XIII deAviñón, “por cismáticos y heréticos” y a continuación nombraron al obispo de Milán como nuevo antipapa: Alejandro V. En efecto, en el año 1409 se llegó a un punto culmen en la crisis de la Iglesia con tres papas al mismo tiempo. A este período de cuarenta años se lo ha llamado “el gran Cisma de Occidente”. Debemos aclarar sin embargo que esta escisión no fragmentó territorialmente la cristiandad, como en el caso del Cisma de Oriente, ni proclamó herejías doctrinales, como ocurrió con la revolución protestante. Simplemente la Iglesia se encontró con el problema de saber quién era el pontífice que legítimamente ejercía el poder papal. 28 La solución sin fin Fue necesario que interviniera alguien con suficiente poder político para llegar a una solución: el emperador de Alemania, Segismundo de Luxemburgo que logró convocar en Suiza, terreno neutral a los tres pontífices, el concilio General de Constanza (1414-1418) para terminar de una vez con el cisma. Para evitar la “democratización” y poder contrarrestar las mayorías francesas o italianas[46], Segismundo dispuso que los votos de la elección del futuro papa se hicieran por nación y no por cabeza. Los dos antipapas, como preveían su deposición se negaron a participar, por lo que fueron depuestos ipso facto. Y el verdadero pontífice, Gregorio XII, abdicó voluntariamente en pro del futuro arreglo. Como resultado del cónclave, fue elegido Martín V (1418-1431) quien puso fin al cisma y condenó la herejía conciliarista de Wycliff y Hüs, reafirmando que la Iglesia tiene una organización monárquica cuya suprema jurisdicción pertenece al Soberano Pontífice, como cabeza visible de la Iglesia, con un poder espiritual y temporal que está por encima de las naciones[47]. Aunque la elección del nuevo papa restableció la unidad de la sede de Pedro, las secuelas del cisma permanecieron larvadas en algunos cardenales y prelados, aflorando un mes después de la muerte de Juana de Arco, en julio de 1431 durante el concilio de Basilea, presidido entonces por el sucesor de Martín V, el papa Eugenio IV. Muchos nombres para tan pocas líneas en escasos años, es verdad. Al menos recordemos los tres últimos pontífices: Gregorio XII, Martín V y Eugenio IV por ser los tres papas que se sucederán a lo largo de la breve epopeya joánica, y que debieron resolver problemas mucho mayores que la acusación de herejía a una pastorcita francesa. 29 Situación de Francia 30 Guerra dinástica interminable Además de tener en cuenta la situación de la Iglesia, especialmente del papado, debemos retrotraernos unos siglos para comprender bajo qué circunstancias históricas transcurre la misión de Juana de Arco a partir de 1429, desde cuándo y por qué los ingleses habían invadido territorio galo, qué cuestiones dinásticas habían estado en juego, qué intereses económicos se disputaban y cómo se había generado la guerra civil en Francia en el contexto de lo que corrientemente los historiadores llaman “la Guerra de los 100 años”[48], último acto de un conflicto dinástico de tres siglos: por un lado los Capeto-Valois y por el otro los Plantagenet, casa anglo-francesa con señorío sobre parte importante del territorio galo y vasalla del monarca. Comprimir tantos hechos y personajes en pocas páginas es tan complicado como necesario. El lector interesado podrá ampliarlo y aclararlo acudiendo a fuentes como las que citamos. Los Capetos conformaron la más importante dinastía nacional francesa. Su rama principal y laterales (Valois, Orleáns, Angulema y Borbón) reinaron desde 987 hasta 1848, con el interregno revolucionario-napoleónico. Gozó de prestigio y respetabilidad durante casi nueve siglos, habiéndole dado la unidad a Francia. Su continuidad desde su fundación por Hugo Capeto fue siempre por vía masculina y plasmó la identidad francesa. El pueblo asignaba atributos sacramentales al soberano coronado en Reims, por lo que sobre el rey “cristianísimo” se realizaba una consagración religiosa que veremos detenidamente. La dinastía franco-inglesa Plantagenet también tuvo su origen en Francia, en el condado de Anjou, y nace con el casamiento de Godofredo V de Anjou con Matilde, hija única del rey Enrique I de Inglaterra. En 1154, después de una guerra civil, el vástago de la pareja, duque de Anjou, fue coronado como Enrique II de Inglaterra. Sus posesiones eran inmensas a ambos lados del Canal de la Mancha, por lo que estuvo a punto de concretar la formación de un nuevo imperio en el occidente cristiano, lo que influyó largamente en Europa durante siglos. La monarquía inglesa procuró alcanzar el rango y respeto que Enrique Plantagenet había tenido. No era descabellado el intento, ya que era “un tipo de sociedad que hablaba la misma lengua, tenía la misma organización feudal, cuyos jefes en gran parte estaban emparentados por matrimonio, y gobernaba desde las montañas escocesas hasta el Levante. Se la encontraba en todas partes: era la ‘Caballería Franca’”[49]. 31 Para facilitar la comprensión de las páginas que siguen, conviene recordar algunas características políticas de la sociedad feudal. Los reinos no constituían naciones en sentido moderno bajo el mando homogéneo y totalizador de un rey. Eran un conjunto de territorios cuyos señores reconocían a un mismo soberano, pero que conservaban sus propias instituciones y leyes, generalmente basadas en la costumbre, lo que garantizaba el ejercicio de las libertades; una legislación uniforme para todo un reino era impensable. Las relaciones estaban basadas en el vasallaje, es decir, el sometimiento jurídico al rey o a otro señor, con la obligación de prestar ayuda militar y consejo político. A ello se agregan los problemas jurídicos y patrimoniales derivados de los matrimonios de la nobleza, merced a los cuales un rey o señor podía recibir por matrimonio o herencia una región o territorio, y al mismo tiempo ser vasallo de otro rey. Por tales razones no eran infrecuentes los conflictos sucesorios. 32 Causas inmediatas El disparador de los hechos fue la muerte de Carlos IV de Francia en 1328, fallecido sin sucesor directo, ni hijo ni hermano[50]. En ese momento, tres eran pretendientes al trono: Eduardo III de Inglaterra[51], Felipe de Evreux[52] y Felipe de Valois[53]. Los Estados Generales designaron a este último, francés, primo del difunto y nieto de Felipe III el Atrevido, rechazando al inglés y al navarro[54]. Felipe VI, hijo de Carlos de Valois, fue consagrado en Reims ese mismo año, pero Eduardo III no asistió, aunque era no sólo su sobrino segundo sino duque de Aquitania y par de Francia. El rey inglés fue descartado del trono franco en virtud de la ley sálica[55]. Como duque de Aquitania a su vez era vasallo del rey de Francia, a quien en 1329 rindió el debido vasallaje pero su situación se volvió insostenible pues para los ingleses no se trataba de una disputa entre un feudatario y su señor, sino entre un rey legítimo contra un usurpador… Eduardo III aparentó, en un primer momento, reconocer a Felipe como rey, pero comenzó a preparar un numeroso ejército, eficaz y modernizado para la época, con bombardas, arquería galesa de largo alcance y portando un escudo al que agregó flores de lis sobre fondo azul a los leones rampantes de los Plantagenet, con el fin de reivindicar para sí la corona de Francia[56]. Cuando lo tuvo listo, en 1337, cuestionó la legitimidad[57] de Felipe VI y lo conminó, bajo la perspectiva de saquear a un país rico y próspero, a cederle el trono de Francia, contando con el apoyo de Flandes[58]. El historiador H. Pirenne afirma que, verdaderamente, no había motivos para comenzar la guerra, ya que Francia no era amenaza ni estorbo para los ingleses ni para el resto de Europa[59]. Los soldados de Eduardo III desembarcaron en Normandía y en tres días saquearon las ricas pero indefensas ciudades de Calais, Caen, Saint-Lô y Louviers, entre otras, asegurándose además el dominio del mar. La reacción no se hizo esperar, pero Francia, en inferioridad naval, fue derrotada en la decisiva batallade la Esclusa, en 1340, 33 donde su flota fue prácticamente aniquilada por la armada inglesa. Este desastre militar, equivalente al de Trafalgar según J. Bainville[60], marcó el inicio de la Guerra de los Cien Años en el mismo momento en que Flandes, vacilante largo tiempo, se sustrajo de la órbita francesa y selló alianza con los ingleses[61]. Pocos años después el desastre de Crécy (1346) implicó la destrucción del ejército francés y la toma de Calais, con la consiguiente expulsión de sus moradores[62] y la inmediata conquista de la Normandía. La culminación de tan amarga situación se dio en 1350 con la ocupación del sur de Francia, en componenda con los navarros, y el prendimiento del rey francés Juan II, quien fue llevado prisionero a Londres después de la derrota de Poitiers. El Delfín, futuro Carlos V de Francia, quedó en situación muy difícil pues a la invasión territorial de los ingleses se le agregó que el cautiverio del rey acentuó la guerra civil. Debió asumir la regencia con solo 18 años y enseguida huir de París para refugiarse en la Champaña. Desde allí comenzó la resistencia y cerco de la capital hasta recuperarla en 1358 y restablecer así su corona. Eduardo III por su parte volvió a ocupar el territorio galo y obligó al regente francés a firmar el vergonzoso tratado de Bretigny en 1360 por el cual cedía no sólo Normandía sino casi todo el centro y sur desde el Loire, además de fijar una suma en extremo onerosa a las arcas reales para el rescate del rey prisionero en Londres. A partir de entonces, Inglaterra se convirtió en potencia continental. El rey Juan el Bueno recién pudo volver a París en 1360 y vivió hasta 1364, año en que el regente asumió como Carlos V. El nuevo rey, de sobrenombre el Prudente, se propuso anular las cláusulas de Bretigny y formó un ejército a cargo de Bertrand Duguesclin y una poderosa armada al mando de J. de Vienne para quitarle al enemigo el dominio del mar. Supo esperar el momento oportuno y consiguió revertir la situación gracias a una alianza con los castellanos que le permitió reconquistar parte de la región normanda, dejándoles a los ingleses solamente Bayona, Burdeos y Calais. Carlos V el Prudente hizo honor al mote popular. Tenía la clara convicción de que el reino de Francia no podía subsistir mientras hubiera vasallos ingleses. Habiendo asumido el reino bajo una revolución -en gran medida generada por los Estados Generales-, a fuerza de habilidad y prudencia restauró la autoridad y el orden. “Su reinado fue un oasis de razón en una Europa convulsionada”[63], en la que ya prácticamente no existía el Papado como institución estabilizadora. Pero este rey sensato murió en 1380 sin terminar su cometido con los ingleses, y dejando como heredero al futuro Carlos VI, en minoría de edad y bajo la tutela de cuatro regentes, sus tíos los duques de Borgoña, Anjou, Berry y Borbón, todos con intereses personales y contrapuestos. En poco tiempo el regente borgoñón quebró la unidad del reino separándose de Francia y aliándose con los ingleses[64], todo esto en medio del cisma de Aviñón con dos papas desprestigiados y desobedecidos, con lo que la situación política y geográfica se agravó aún más por largo tiempo. 34 35 Divide y reinarás Para colmo de males, apenas alcanzada la mayoría de edad, Carlos VI, comenzó a dar síntomas de una inquietante demencia. En un intervalo de lucidez en 1392 confió el poder a su joven hermano Luis de Orléans. La dimisión del trono despertó los celos del duque de Borgoña, Juan sin Miedo, quien dejó libre el camino a los ingleses[65] a cambio de que le cedieran parte del territorio conquistado. Para asegurarse, mandó asesinar a Luis de Orléans en 1407, y para bloquear al heredero, tomó prisionero a su hijo, Carlos de Orléans, haciéndolo encerrar en Londres. Así por un tiempo, la esposa del rey loco, Isabel de Baviera, quedó como regente en manos de los borgoñones, quienes manejaron a la reina de acuerdo con sus mezquinos intereses. Fue el primer paso de una interminable guerra entre dos ducados: el grupo legitimista de Orléans, los “armagnacs”[66], que tomó como jefe militar al conde de Armagnac; y el bando del duque de Borgoña, apoyado a su vez por los ingleses, ya que éstos no podían mantenerse en el continente sin el sostén de los “borgoñones”. Frente a esta situación, la capital parisina adhirió políticamente a los anglo- borgoñones. La Sorbona, que justificó el asesinato cometido por Juan sin Miedo argumentando legítimo tiranicidio, asumió un rol político y le ofreció el trono a éste, pidiendo la intervención del parlamento. En este caso, confiaron la ejecución de su revolución a la sangrienta “corporación de carniceros” -al decir de J. Bainville- “los teólogos con los desolladores”[67] o cabochiens, por su jefe Simón Caboche[68]. La actitud de Borgoña, que luego devendría en abierta traición, con estos socios y operadores no podía sino generar más sangre. París padeció revueltas revolucionarias, esta vez con Bastilla incluida, la que fue sitiada en 1413 por el populacho, que luego intentó apoderarse de la familia real. En presencia del Delfín fueron asesinados algunos de sus colaboradores. Todo esto consentido por el duque de Borgoña, que cuando quiso imponer un poco de orden no tuvo éxito y fue desbordado por los revolucionarios. Era el Terror. Y nuevamente los burgueses y los intelectuales se asustaron de su engendro y sobrevino la reacción en cabeza de los armagnacs, por lo que Juan sin Miedo esta vez no hizo honor a su apodo y huyó rápidamente. Aunque volvería cinco años después. Con el visto bueno de los borgoñones y aprovechando la caótica situación interna, el rey de Inglaterra, Enrique V de Lancaster, invadió Francia en 1415, desembarcando con su flota de 9000 hombres en Normandía y destrozando la caballería francesa en la famosa batalla de Azincourt[69] que causó a los franceses una derrota moral sin precedentes[70]. 36 Avance inglés gracias a la victoria de Azincourt (1415) Tres años después sus tropas entraron victoriosas en París, para luego pasar a tomar Rouen, Reims, Vincennes... Los triunfos fueron apoyados no solamente por los franceses borgoñones al mando de Juan sin Miedo, sino también por un sector de la Iglesia parisina, ya en decadencia desde el cisma de Occidente, en especial los miembros de la Sorbona. Ante el invasor, los franceses se peleaban entre sí. La presencia borgoñona en París provocó la revancha de los cabochiens, que aprisionaron miles de personas y concretaron dos terribles matanzas en las cárceles a cargo del partido de los desolladores o carniceros como los llama indistintamente J. Bainville[71]. Juan sin Miedo intentó en vano poner orden en la capital. El gobierno no existía y la situación era caótica: Por un lado, el duque de Borgoña tenía en su poder al rey loco y hablaba en su nombre, y por el otro, el Delfín se vio obligado a retirarse con sus partidarios al sur del Loira, representando la resistencia nacional. Y como los reproches a Juan sin Miedo por su traición se intensificaban cada vez más, el jefe borgoñón quiso negociar la paz con el Delfín Carlos, reuniéndose en dos oportunidades, pero en el segundo encuentro el duque de Borgñoa fue asesinado (1419) de la misma manera en que él había hecho matar al duque de Orleáns[72]; aunque “aún cuando el Delfín no hubiera ordenado”[73]. Los acontecimientos se precipitaron y el hijo del duque de Borgoña, Felipe el 37 Bueno, juró venganza aliándose abiertamente con los ingleses a cambio de obtener los Países Bajos[74]. Así, los borgoñones pasaron a ser “colaboracionistas” del invasor. 38 Traición materna Entre tanto la regente Isabel comenzó con una política de componenda con el ocupante victorioso a fin de lograr la paz a cualquier precio. En 1420 firmó el Tratado de Troyes[75], instigada por un sacerdote llamado Pierre Cauchon, entonces “consejero” de los ingleses, quien por sus servicios prestados fue nombrado obispo de Beauvais. En el acuerdo anglo-francés Isabel reconocía al supuestoDelfín[76], el príncipe Carlos, como ilegítimo y bastardo, declarando única heredera a su hija Catalina[77], a quien entregaba como esposa a Enrique V, su nuevo aliado. El futuro hijo del matrimonio real sería coronado como “Enrique VI, rey de Inglaterra y de Francia…”, hecho que acontecería en 1431. Dado que la firma de Carlos VI era nula por su enfermedad, el acuerdo fue convalidado por los Estados Generales, sumándose la Universidad, el Parlamento y todos los cuerpos constituidos de Francia. En poco tiempo Enrique V fue aclamado en París y tomó posesión de la Bastilla, del Louvre y de Vincennes. Desde esas fortalezas un rey extranjero gobernaría a los parisinos. Eso era lo que las revoluciones le habían aportado a un reino envilecido. “París no sólo había perdido el sentido nacional, sino la dignidad”[78]. La doctrina de la doble monarquía, defendida por la Sorbona, era casi una realidad. Pero de dos años de rápidas conquistas, el joven Enrique V murió inesperadamente en la cúspide de su gloria, y como su hijo era pequeño, el reino se repartió entre sus dos hermanos: el duque de Bedford que asumió como regente de Francia, y el duque de Gloucester que quedó en Inglaterra. Días después, moriría también Carlos VI, dejando a Francia en medio de una doble guerra. De 1422 a 1429, el proscripto Delfín Carlos[79] privado de recursos, excluido de la sucesión por su propia madre y con profundas dudas acerca de su legitimidad, andaba errante por las comarcas del reino aún no ocupadas por los anglo-borgoñones. Solo lo reconocía un pequeño grupo de fieles bastante temerosos y silenciados que guardaban un profundo sentimiento nacional y monárquico; la fortaleza de Roberto de Baudricourt en Vaucouleurs constituía un foco de resistencia importante contra el invasor y estaba dispuesta a ayudar a Carlos, pero se encontraba totalmente aislada en medio del territorio enemigo. Despectivamente se lo comenzó a conocer como el “Reyezuelo de Bourges”, ciudad que eligió como residencia transitoria, pues su intención era refugiarse en alguna de las dos naciones aliadas: Castilla o Escocia. También los Estados Pontificios lo reconocieron como príncipe legítimo en momentos de plena confusión, siendo el papa Martín V uno de los primeros en escribir al Delfín en apoyo de sus derechos a la corona. Al mismo tiempo el príncipe Carlos se desposaba con Margarita, la hija del duque de Anjou, e intentaba una reconciliación sin éxito con su primo, el duque de Borgoña. Francia se desangraba al paso acelerado del enemigo inglés, que avanzaba 39 rápidamente: de Calais a Rouen, de Rouen a París y de París a Orléans. Hubo solo un lugar, en el norte de Francia, que jamás pudo ser tomado por los ingleses: la famosa abadía del Mont-Saint-Michel en Normandía; única iglesia-fortaleza que nunca se entregó, seguramente por estar custodiada bajo la espada del Arcángel, protector de Francia[80]. 40 Orléans entregada El 12 de octubre de 1428, uno de los capitanes ingleses más famosos, Thomas Montague, Conde de Salisbury y jefe del ejército, puso sitio a Orléans. La ciudad era un punto clave que vigilaba el río Loire, amén de ser una puerta de entrada al sur de Francia; estratégicamente hablando era un “puente” que servía para unir la zona ocupada con la región occidental de la Guyenne, que los ingleses reclamaban como herencia. Con el apoyo de 7000 hombres al mando de Sir John Fastolf, formaron un ejército de 28.000 guerreros distribuidos en doce campamentos alrededor de Orléans. Para contrarrestarlos, el Delfín envió a La Hire[81] y Xaintrailles[82] al mando de 1.500 soldados, único apoyo que podía suministrar a una ciudad que solo contaba con 6000 hombres aptos para luchar con una moral baja y para quienes la rendición era ya un hecho. Poco y nada se podía hacer; todas las tentativas de los mejores jefes de guerra para salvaguardar Orléans habían fracasado. A punto de sucumbir la ciudad, después de una heroica y larga defensa de casi ocho meses, la causa del Delfín parecía perdida. El jefe de la resistencia, el conde Dunois (también conocido como Jean, el Bastardo de Orléans[83]), ya desgastado, ofreció entregarse con una sola condición: “si la rendición se efectuaba al duque de Borgoña”[84] y no directamente a los ingleses. Pero el duque de Bedford[85] rechazó la oferta, ya que los borgoñones no lo apoyaban con tropas suficientes a raíz de una pelea interna entre éstos y el duque de Gloucester[86]. A pesar de todo, la resistencia de Orléans había logrado llamar la atención de todo el país y, por fin, despertarlo. La ciudad, que había sufrido el asesinato de su duque y la cautividad de su hijo, se volvió un símbolo y se convirtió en poco tiempo en la sede del partido nacional fiel al rey legítimo. 41 Sin embargo, humanamente, la causa del Delfín para su éxito no podía contar más que con un prodigio extraordinario, “el milagro que reclamaba el rey y su pueblo, era necesario. Pero también era preciso que todo fuese humanamente desesperado para que apareciera más sorprendente e indiscutible la intervención del Cielo”[87]. Era la mediación sobrenatural que la nación anhelaba... y no se hizo esperar: “Hacía largo tiempo que Francia pedía la salvación, y el auxilio no llegaba. Dios esperaba que el cáliz estuviera lleno de oraciones y de lágrimas, que todo el pueblo culpable debía ofrecer para su redención. Entonces, un día, cayó una lágrima de una niña, una gota de sangre de su corazón que colmó la medida, y la niña, que había llorado y orado por Francia fue elegida para liberarla”[88]. 42 En el momento justo, a la hora señalada Lo que vamos a relatar aquí es la respuesta divina que se plasmó en la doble misión de Juana de Arco: “liberar a Orléans y consagrar al Delfín en Reims” y, a nivel sobrenatural: “declarar a Jesucristo verdadero Rey y Señor de Francia, y a los reyes franceses como sus lugartenientes”. Este era el objetivo real y superior por el que combatió hasta dar su vida: restaurar el orden político poniendo a Jesucristo como verdadero señor de Francia. Gloriosa epopeya que terminaría con el derramamiento de su sangre, y que la volvió una adelantada en la lucha por el reinado social y político de Cristo Rey, es decir, una verdadera “cristera francesa”. Y con palabras más autorizadas: “Cuando Dios predestina una creatura para una gran misión, Él le da, antes que todo, un alma y un corazón proporcionados a la importancia de esta misión. La misión de Juana es capital para la Iglesia y para toda Francia: ella debe restablecer al rey, salvar a Francia y a la Iglesia y ser el heraldo de la Realeza Universal de Cristo”[89]. A través de nuestro libro veremos entonces cómo el sublime y providencial episodio de la doncella guerrera, “entra armoniosamente en la historia de Francia, continúa el pasado y prepara el porvenir”[90], confirmando no solo que “la historia –al decir de Léon Gautier- es el resumen de las relaciones mutuas entre Dios y el hombre en el pasado”[91], sino que no pueden entenderse verdaderamente sus sucesos si se niega a priori el papel del Creador en la misma: “todo sistema histórico que hace abstracción del orden sobrenatural en la exposición y apreciación de los hechos, es un sistema falso que no explica nada”, al decir de Dom Guéranger[92]. 43 Recorrido de Juana de Arco a partir de 1429 y hasta su muerte en Rouen en 1431. 44 DOMRÉMY 45 Juana de Arco escucha la voz de San Miguel Arcángel. Jules Eugène Lenepveu, 1886-1890. 46 Su vida oculta El 6 de enero de 1412 nacía Jeannette, Juanita, como la llamaban en su aldea. Era el día de la Epifanía en el cual la Iglesia celebra la manifestación visible de Cristo Rey y Mesías Divino en la adoración de los Reyes Magos, en su consagración por la teofanía bautismal y en el ejercicio de su poder sobrenatural en el milagro de Caná, como lo prueba la liturgia de ese día[93], aunque hoy cuente cada episodio con fiesta propia. Destacamos esta festividad litúrgicapues será la prefiguración de su misión o, si se quiere, su programa de vida: la consagración del rey. Pues toda la vocación de la doncella está encerrada en un abanico de fechas y circunstancias providenciales que van marcando su camino. Esa noche, cuentan las crónicas, los gallos del pueblo se adelantaron a cantar antes de hora “como heraldos de esta nueva alegría”[94], anunciando una buena nueva. Según Mons. Debout, de inmediato una alegría inexplicable se apoderó de los habitantes del pueblo, como en otro tiempo de los pastores de Belén: “después de haber asistido a los oficios de la bella fiesta de la Epifanía, los pobladores de Domrémy sintieron de repente, en cada hogar y sin que haya ningún motivo exterior, un soplo de alegría que penetró en sus corazones; admirados, los buenos aldeanos, se preguntaron en vano (…) sobre la causa del sentimiento de felicidad que experimentaban, pero nadie se lo reveló”[95]. Comentando el maravilloso hecho, el Marquis de la Franquerie, nos dice: “Dios quiso que en el nacimiento de Juana -como en el de su Divino Hijo- hasta la tierra saltara de alegría por la venida de su libertadora”[96]. La niña fue la cuarta de cinco hijos[97]. Sus padres, Jacques d’Arc[98] e Isabelle Romée[99], vivían en la pequeña y humilde aldea llamada Domrémy, en la región de Lorena, que en aquel entonces contaba con alrededor de 40 hogares. El nombre del pueblito es una contracción de dos palabras latinas: Dominus Remigius, Señor (san) Remigio, es decir, que llevaba el nombre del obispo Rémy quien bautizara en los albores de la Cristiandad al primer rey franco, Clodoveo, y que tendrá, como veremos más tarde, un papel importante en la misión de Juana. Domrémy estaba situada en el límite de las “dos Francias”, no lejos de las posiciones borgoñonas, y excepcionalmente permanecía fiel al “Reyezuelo de Bourges” y no al poder inglés. La pobre niña conoció desde pequeña el sufrimiento de la guerra, a pesar de lo cual continuó viviendo con alegría en medio de las dificultades por las cuales atravesaba su patria. Muy cerquita de allí, a tan sólo 2 km. de su casa, había escuchado el saqueo de Maxey, aldea tomada por los borgoñones. Pronto también su poblado natal sería asolado, como lo fue la Belén de los Santos Inocentes en tiempos de Herodes, debiendo huir con su familia para salvar su vida. En 1425, el bastardo de Saboya, Henri d’Orly, jefe de una banda de malvados que arrasaba toda la región, se dirigió hacia Domrémy para pillar lo poco que allí había. Advertidos los pobladores se exiliaron en el pueblo vecino de Neuf-Château, dejando 47 expuestos sus bienes que perecieron víctimas de la invasión. Al volver, la protección celeste se les hizo de nuevo patente al constatar que, a pesar de que todo el poblado había sido saqueado y la iglesia quemada, una de las únicas casas que permanecía intacta era de la familia de Arco[100]. El exilio forzado quedó grabado en la memoria de la pastorcita, quizás por ser la única vez que Juana debió dejar su querido hogar, antes de irse definitivamente: “Por miedo a los borgoñones, abandoné la casa de mi padre, y fui a la villa de Neuf-Château, en Lorena, donde estuve en la casa de una mujer llamada La Rousse, parando alrededor de quince días”[101]. Cuando durante el proceso sus jueces le preguntaron, si había borgoñones en Domrémy o gente que simpatizara por ellos, Juana les respondió: “Sólo conocí un borgoñón y hubiera deseado que tuviera la cabeza cortada, si eso hubiera complacido a Dios”[102]. A pesar de la situación de guerra, los niños no dejaban de jugar y distraerse un poco. Veamos el inocente comentario de nuestra campesina, que después servirá para acusarla de brujería: “Muy cerquita de la villa de Domrémy, había un árbol conocido como el árbol de las Señoras, y otro al cual llamaban el árbol de las Hadas, cerca del cual había una fuente. Escuché decir que los enfermos con fiebre, bebían un poco del agua de esta fuente para pedir la salud. Yo misma la vi, pero no sé si esta agua curaba o no. Era un gran árbol llamado ‘haya’ (…) que pertenecía al caballero Pierre de Bourlemont. Algunas veces fui a pasear con otras niñas allí y hacía en este árbol guirnaldas con las mismas ramas, a veces las llevábamos, otras las dejábamos (…) No recuerdo si cuando tuve la edad de la razón bailaba cerca de este árbol, pero allí yo he bailado y cantado mucho”[103]. Como se puede ver Juanita menciona a este lugar como un sitio de juegos y esparcimiento. Nada que atente contra la fe. El párroco de allí, P. Rémy, haciendo honor a su nombre, cada año festejaba solemnemente la conversión de la Francia al catolicismo, y no faltaban a sus prédicas la historia del bautismo de Clodoveo y la intervención milagrosa de una paloma que apareció en la iglesia con un crisma celestial destinado a ungir a todos los reyes francos. Juana era una de las feligresas con asistencia perfecta. 48 La mejor de todas De su vida cotidiana, tenemos varios testimonios sumamente ilustrativos, como el de su vecino Simonin Musnier: “Yo fui criado con Juana, la Pucelle, al lado de la casa de su padre. Sé que ella era buena, simple, piadosa, temerosa de Dios. Iba seguido y con gusto a la iglesia y a los lugares santos, cuidaba a los enfermos y daba limosna a los pobres”[104]. El tío de la pastorcita, Durand Laxart, a quien veremos más adelante en un papel importante en la vida de su sobrina, testimonia algo parecido: “Juana era parienta mía por parte de mi esposa. Conocí bien a Jacques d’Arc y a Isabelle, padres de Juana la Pucelle; eran católicos buenos y fieles, muy conocidos; creo que Juana nació en el pueblo de Domrémy y que fue bautizada en las fuentes de Saint-Rémy en este mismo pueblo. Juana tenía un comportamiento bueno, era devota y paciente, iba con gusto a la iglesia, con gusto se confesaba y, cuando podía, daba limosna a los pobres. Yo la he visto, tanto en Domrémy como en mi casa de Burey, donde Juana se hospedó durante seis semanas; con gusto ella trabajaba, hilaba, cuidaba los animales y hacía otras tareas propias de las mujeres”[105]. Isabelle Gérardin, amiga de la infancia, testimonia la generosidad heroica hacia los más necesitados: “Ella acogía a los pobres y prefería dormir en la cocina, para que se acostaran en su propia cama (…) trabajaba con gusto, hilaba, cultivaba la tierra con su padre, hacía los trabajos domésticos, y algunas veces cuidaba los animales…”[106] “Era muy generosa en sus limosnas -atestigua otra contemporánea- y con gusto donaba a los indigentes y pobres, diciendo que ella había sido enviada para consuelo de ellos…”[107]. ¡Qué parecida a Nuestro Señor quien dijo de sí mismo: “He venido para anunciar la Buena Nueva a los pobres”! (Lc. IV, 10). Es de notar que la expresión “con gusto”, en francés “volontiers” (versión del latín libenter), aparece muchísimas veces en las declaraciones de los campesinos de Domrémy o los soldados que la acompañaban, por ejemplo: volontiers ella iba a la iglesia y comulgaba, volontiers se confesaba y hacía limosnas, volontiers ayudaba a sus padres y oraba, etc. De difícil traducción en una sola palabra, nos muestra que la niña obraba el bien natural y sobrenatural con gusto, libremente, porque lo quiere y le place, es decir que Juanita se revelaba trabajadora, voluntariosa, sana moralmente y piadosa, así como alegre en lo cotidiano y, sobre todo, física y mentalmente equilibrada. Su buen carácter era fuente de muchísimas amistades; en esto hay unanimidad en todos los testimonios sobre ella. Jean Moreau nos revela que: “En Domrémy todo el mundo la quería…”[108] Otra compañera de andanzas, Béatrice Estellin, va más allá, afirmando: “Según me parece, no había nadie mejor que ella en los dos pueblos”[109]. Según opinión del párroco de Greux, el P. Guillaume Front, quien la confesara varias veces, “Juana era una buena cristiana, que él jamás había conocido una mejor, y 49 que no tenía una fiel igual en toda su parroquia”[110]. Cuando durante su proceso el obispo Cauchon le preguntó quién le había enseñado
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