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1 Cine, pintura y alucinación Josep M. Català El propósito del arte es poner al descubierto las preguntas que han sido ocultadas por las respuestas James Baldwin El estreno de Avatar (James Cameron, 2009) en 3D parece un buen momento para replantearse la relaciones entre el cine y la pintura, puesto que este film no deja de constituir un salto cualitativo por lo que respecta a la visualidad cinematográfica, un salto que parece decantar el cine hacia la definitiva asunción de un paradigma pictórico al que se había ido acercado de forma inédita desde su confluencia con la imagen digital. El cine estableció con su presencia un modo de relación con los medios artísticos que le habían precedido distinto del que había regido hasta entonces el sistema de confluencias entre las diferentes artes. No anuló ese sistema tradicional, sino que impuso sobre el mismo sus propias reglas, aunque no de forma inmediata ni automática, sino a través de un proceso de asimilación profunda. En realidad, sólo ahora empezamos a vislumbrar cual es el verdadero horizonte de las relaciones entre cine y pintura, y es el último intento de Hollywood por imponer el cine en 3D lo que nos permite hacer estas consideraciones. Puede parecer que la nueva propuesta de cine en relieve no aporta nada esencialmente nuevo a los sistema anteriores y que se trata, una vez más, de la típica operación de Hollywood destinada a combatir la competencia de otros medios, en este caso, el aumento de tamaño y de la calidad de imagen de las 2 pantallas de televisión. Sin embargo, la película de Cameron, más allá del éxito de taquilla obtenido, supone la punta de laza de un sistema destinado a revolucionar, a un plazo más o menos corto, la estética cinematográfica y la relación del cine con el espectador desde el momento que sólo ahora empieza a conformarse el imaginario adecuado para desarrollar una estética ajustada al formato. Esto es algo que sólo puede comprenderse si tratamos de relacionar la ontología y la fenomenología de la actual imagen fílmica en 3D con sus correspondencias pictóricas, reconsideradas a la luz de lo que el propio fenómeno cinematográfico nos ha enseñado, a lo largo de los últimos cien años, sobre la imagen y su recepción. Es por ello que se puede afirmar que las relaciones entre el cine y la pintura no han sido nunca del todo comprendidas y que ahora tenemos la oportunidad de ahondar en las mismas con el fin de entender también las posibilidades de la nueva dramaturgia. La tarea de saber por qué podemos captar ahora las verdaderas relaciones entre el cine y la pintura y, por consiguiente, saber de qué tipo de relaciones se trata, no es simple. Para alcanzar este nivel de esclarecimiento, hay que recorrer además un largo camino del que aquí sólo podré establecer sus coordenadas generales. Se trata de un vía que debe iniciarse partiendo del panorama que abre otra innovación crucial socialmente asimilada cien años después del cinematógrafo. Me estoy refiriendo al ordenador. Entre la imagen cinematográfica y la imagen infográfica (antesala del proceso de digitalización generalizado actual) se establece un paréntesis durante el que las formas de representación visual experimentaron cambios insólitos que sólo ahora estamos en condiciones de asimilar en toda su amplitud. En este nuevo ámbito del ordenador, en el que prevalece el régimen de la imagen digital, se vislumbran relaciones entre los distintos medios y las distintas artes que van más allá de las clásicas pretensiones de la sinestesia, 3 que perseguía equiparar la pintura con la música, o de las tradicionales adaptaciones cinematográficas a través de las cuales el teatro y la literatura se trasladaban al cine. Detectamos ahora la posibilidad de nuevas alianzas entre medios artísticos y, a la vez, volvemos la vista atrás para reconsiderar la forma en que estos medios se habían relacionado entre sí o, mejor dicho, la forma en que hasta ahora habíamos considerado que se relacionaban. De ahí que el concepto contemporáneo de multimedia no se refiera sólo a una indiscriminada acumulación de medios, como hubiéramos podido creer hace unas décadas, sino a una articulación entre los mismos que implica nuevas formas de pensarlos y utilizarlos. Se ha convertido en un lugar común manifestar que el cine tiene la virtud de reunir las distintas artes en su forma de exposición (en lo que podríamos denominar su dramaturgia), pero esta acumulación se contempla regularmente de manera mecánica, sin considerar el hecho de que se trata de un fenómeno específico del medio cinematográfico, ligado por un lado a una inusitada incidencia de la tecnología en el mismo y relacionado, por el otro, con el contexto de su aparición, a finales del siglo XIX. No olvidemos que el concepto de obra de arte total (Gesamtkunstwerk) surge, con Wagner, a partir de mediados de ese siglo y que, más tarde, coincidiendo con la aparición del cine, lo retomaron los artistas de la llamada Secesión vienesa, cuando, especialmente a través de la arquitectura, cobraba forma la noción de una obra compuesta por distintos vectores estéticos y realizada en equipo. La innegable novedad del aparato cinematográfico no excluye el hecho de que el medio que el mismo destila se convierta en la cristalización de una idea que se iba gestando en el imaginario social desde décadas atrás y que, en realidad, sólo podía encarnarse plenamente a través del cine. 4 Cabe preguntarse, sin embargo, cómo se ha entendido esta condición de obra de arte total adjudicada al cine, si se ha ido más allá de considerar que en este medio intervienen, de forma imprecisa, la música (como acompañamiento emocional), el teatro (como forma de representación privilegiada), la pintura (en la composición fotográfica) y la literatura (a través del guión).1 Pero todo parece indicar que es precisamente así cómo se contempla la convergencia de las artes en el cine: como si se tratara de la concurrencia de distintos medios que funcionarían a modo de artes auxiliares cuyo potencial propio se diluiría al alcanzar la corriente principal y perder su condición de afluentes. El cine sería de esta manera, o bien un contenedor con facultades expresivas particulares que, sin embargo, recurriría por conveniencia a las realizaciones y capacidades de las otras formas artísticas que le habían precedido, las cuales no modificarían la sustancialidad del fenómeno cinematográfico; o bien un dispositivo que se afirmaría a costa de renunciar al poso que esas artes habrían dejado en su ontología. Jacques Aumont, en un estudio imprescindible,2 propone una innovadora perspectiva ontológica del problema de las relaciones entre cine y pintura. Recurriendo con frecuencia al puente entre ambos medios que constituye la fotografía, apunta al núcleo esencial de los mismos y descubre en él las formas, afines u opuestas, que estos tienen de tratar el tiempo y el espacio. Obviamente, el planteamiento significa una relectura de la clasificación clásica efectuada por Lessing en el célebre Laocoonte o los límites entre la pintura y la poesía que, con su división entre artes espaciales y artes temporales, ha sido desde el siglo XVIII, la Biblia de los que no creían en la posibilidad de las hibridaciones artísticas. Aumont salva brillantemente 1 Las comparaciones del director cinematográfico con el arquitecto, así como los abundantes estudios sobre el uso de la arquitectura en el cine, amplían el horizonte de estas relaciones. 2 Jacques Aumont, El ojo interminable. Cine y pintura, Barcelona, Paidós, 1997. 5 estas restricciones apelando, como hacía el mismo Lessing, a la experiencia del espectador. Se ha hablado mucho de la ruptura vanguardista que lideró la pintura a finales del siglo XIX, perotodo lo que realizaron las vanguardias de ahí en adelante no era nada más que el prolegómeno de lo que el cine tenía preparado en su seno para el futuro. La verdadera revolución del sistema representativo, de la mirada y del imaginario estaba contenida en el nuevo medio cinematográfico, aunque al principio sólo fuera de forma latente. La pintura, por el contrario, podía visualizar los resultados pero no podía avanzar a partir de ellos. El cine ha tenido que ir descubriendo paulatinamente este potencial renovador, y lo ha hecho a medida que iba germinando la semilla de las demás artes que albergaba en su seno y que significaba la posibilidad de transformación de esas artes y de sí mismo. Las verdaderas dimensiones que conlleva la relación entre la pintura y el cine pueden ser de dos tipos, ligados cada uno de ellos a dos modos de representación esenciales: la fragmentación modernista y la globalidad postmoderna. En realidad, estas dos formas no constituyen ahora dos vías paralelas o consecutivas, sino que pertenecen a dos facetas de una misma experiencia. El impulso demoledor de la modernidad que conlleva el nacimiento de una estética del fragmento, se ve trascendido, en la postmodernidad, por la necesidad de recomponer una nueva experiencia unitaria que da paso a la estética de un renovado realismo, el cual, lejos de desterrar las formas fragmentarias, las asimila y las transforma. El resultado podemos verlo plasmado claramente en el cine de Peter Greenaway. Sus propuestas de multipantalla y multimagen suponen la configuración de un nuevo espacio donde se asientan de forma unitaria los fragmentos anteriores: la sucesión de planos se transforma en una superposición o en una plasmación 6 contigua de los mismos. Greenaway, que antes que cineasta fue pintor, se encuentra especialmente situado para captar las posibles relaciones entre cine y pintura. Aprovechando las facilidades del montaje digital y siguiendo los pasos de Abel Gance en Napoleón (1927) y de los experimentos efectuados a finales del los cincuenta en películas como El caso de Thomas Crown (Norman Jewison, 1968) o El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), propone una superación del montaje y la visualidad clásicos a través del aprovechamiento de un espacio inexplorado por la casi totalidad del cine que le antecede, el de la propia superficie de la pantalla que, al materializarse como contenedor, adquiere la condición de tela pictórica. También Mike Figgis ha explorado las posibilidades de este espacio, de carácter claramente pictórico, en Timecode (2000) y Hotel (2001). Pero esta posibilidad de reconversión postmoderna del impulso fragmentador de la modernidad, a pesar de que conlleva el trascendental descubrimiento de un espacio genuinamente pictórico en la superficie de la pantalla cinematográfica, no nos sitúa frente a la verdadera transformación pictórica de la estética del cine. Esta ocurre mediante el desarrollo de un nuevo impulso realista que trasciende el realismo tradicional y que tiene en Avatar uno de sus más genuinos representantes. Esta tendencia hacia un nuevo realismo, que afecta a todas las artes, adquiere múltiples facetas, pero en el cine la transformación está presidida por las posibilidades del 3D, debido al carácter alucinatorio que tiene esta experiencia. El cine ha sido reiteradamente relacionado con lo onírico y en algunos casos incluso con lo hipnótico,3 pero no son a esas vertientes de la estética cinematográfica a las que me estoy refiriendo. El carácter alucinatorio del que hablo hay que entenderlo desde la pintura. La pintura ha fundamentado su 3 Cf. Jordi Ferrer i Fortuny, L’efecte hipnòtic en el cinema postmodern, tesis doctoral, UPF 2009. 7 ontología en la instauración de una presencia que pretende ser siempre real. Incluso cuando este carácter ilusorio queda en un segundo término y la pintura se convierte claramente en representación, el peso de la presencia sigue siendo determinante. Lo es porque el fenómeno forma parte de su ontología y de su propuesta de recepción: es parte del aparato pictórico de la misma. No cabe duda que la larga tradición que vincula la pintura con la experiencia religiosa contribuye a la pervivencia de ese trazo fundamental de lo pictórico.4 Por otro parte, es sabido que una de las características de la representación occidental que quería combatir el arte abstracto es precisamente esta condición alucinatoria de la misma, aunque entendida en este caso no tanto como alucinación, sino como ilusión. Pero el carácter alucinatorio de la pintura clásica no proviene sólo de una creencia, intensa por muy convencional que sea, en la realidad de las configuraciones visuales que el pintor pone ante los ojos del espectador. Arraiga también en el hecho, aparentemente contradictorio, de que esas configuraciones visuales quieren pertenecer a un mundo propio que participa sólo parcialmente del mundo en el que se halla ese espectador. Esta vía se registra ya en los mitos fundacionales de la pintura, desde las uvas de Zeuxis, tan realistas que los pájaros descendían para picotearlas, a la cortina pintada por Parrasios, tan perfecta que el propio Zeuxis la confundió con la tela que cubría el cuadro que éste le quería enseñar. No olvidemos tampoco el mito de Narciso, tan ligado a la imagen y la subjetividad desde tiempos antiguos a Lacan, así como la sempiterna labor de los pintores con ánimo de crear 4 Pueden consultarse al respecto los estudios de Hans Belting: Likeness and presence: a history of the image before the era of art, Chicago, University of Chicago Press, 1994; La vraie image: croire aux images, París, Gallimard, 2007. 8 trampantojos,5 una actividad que tiene sus raíces en la propia institución de la perspectiva pictórica como técnica fundamental de la representación desde el Renacimiento hasta nuestros días y que parece culminar con la Realidad Virtual.6 Una de los factores que contribuye a esta ambigüedad entre lo real y lo suprarreal (o surreal) en la pintura es la célebre ventana de Alberti. El mismo hecho de denominar ventana a un objeto abstracto como el marco, que se sitúa como frontera entre el interior y el exterior del cuadro, abunda en esta incertidumbre, puesto que las ventanas, además de ser reales y no abstractas, conectan las facetas interiores y exteriores, privadas y públicas, del mundo real. La ventana pictórica es, o debe ser, pues, como una ventana que se abre a un mundo que es otro pero está en éste. El cine clásico hereda todo esta fenomenología, pero en general la diluye en la instauración de una mirada humana, obtenida en gran parte de la fotografía, que se superpone a la condición alucinatoria proveniente de la pintura. Sólo en determinados momentos, cuando por ejemplo se amplían exageradamente las pantallas como ocurrió con el cinerama, podemos decir que la condición alucinatoria vuelve a la superficie. Pero en general, la planificación cinematográfica pretende reproducir más la visión humana que 5 Véase la bóveda de la iglesia de San Ignacio en Roma, pintada por Andrea Pozzo en 1685, con su abarrocada proliferación de cuerpos elevándose hacia lo alto, en lo que constituye una alucinante fuga visual análoga a las fugas musicales de las composiciones barrocas. 6 Esta condición, más que ilusoria, alucinatoria, de la pintura adquiere caracteres epistemológicos cuando la relacionamos con los modelos científicos o con las maquetas. El modelo es algo distinto del cuadro, constituye una superación del mismo pero no una negación. Las relaciones del espectador con los modelos o las miniaturas son distintas de las que se pueden tener con una pintura pero comparten con ella una misma fenomenologíabásica relacionada con la condición alucinatoria de unas imágenes que pretender representar un cosmos. Recuérdese al respecto la sensación que produce el mundo miniaturizado que aparece en la película Muñecos infernales (Tod Browning, 1936). También vale la pena mencionar, aunque sea de pasada, la técnica de miniaturizar paisajes enteros tan cara a las culturas orientales, desde China a Japón, pasando por Viet-Nam, y su correlato en las mandalas, entendidas precisamente como cosmologías. Puede verse en ello una razón antropológica destinada a plasmar la voluntad de crear mundos autónomos con el propósito de controlarlos. Se trataría de un vector demiúrgico que va más allá de los aspectos lúdicos del trampantojo y que confiere a las imágenes pictóricas una dimensión especial capaz de trascender las particularidades de cada obra. 9 la propia realidad u otra realidad como hace la pintura. Baste recordar las afirmaciones respecto a la altura de la cámara en los films de Howard Hawks o el discurso en torno al montaje basado en la mirada. Es la experiencia visual del cine clásico la que ha diluido el verdadero alcance de las propuestas pictóricas, especialmente las del realismo del siglo XIX que en muchos casos se presentaban como espectáculos sustitutorios de lo real, desde los cuadros de David o Ingres a los shows de los grandes panoramas o dioramas. El cine, a la vez que asimilaba esta espectacularidad, la secularizaba, le quitaba trascendencia, y convertía el impulso alucinatorio en simple ilusión ligada a la mimesis. Pero tampoco puede decirse que la pintura, en general, hubiera comprendido del todo su carácter esencialmente alucinador, sino que es el propio el que ahora le abre los ojos hacia esa vertiente que siempre estuvo allí pero que sólo aprovecharon algunos artistas. Entre ellos, paisajistas norteamericanos del XIX como Thomas Cole o el inglés John Martin, que confeccionó sus pinturas apocalípticas también a principios de ese siglo. Estas obras puede contemplarse como verdaderos antecedentes de la estética que representa Avatar en el cine, aparte de las filiaciones ya establecidas entre este film y otros artistas contemporáneos, más ligados a la ciencia ficción, como Richard Corben o Roger Dean. Pero la técnica del 3D no es tanto el punto de partida como la culminación de una serie de intuiciones sobre lo pictórico en el cine que ya habían sido adelantadas por otros cineastas, por ejemplo Andrei Tarkovski. El cine después de haber descubierto el nivel expresivo de lo teatral-fílmico, que no es el teatro filmado, y después de haber descubierto el nivel de lo novelístico-fílmico, que no es la literatura filmada, descubre el dispositivo estético a través del que el cine utiliza lo pictórico para aumentar el potencial de la expresión cinematográfica: lo pictórico no es la pintura filmada o la 10 imitación fílmica de un cuadro. En este sentido, hay un tipo de construcciones visuales en los films de Tarkovski que van más allá de la mirada humanista convocada por el dispositivo pictórico de la perspectiva en prácticamente todo el arte occidental desde el Renacimiento, excluidos los movimientos vanguardistas. El hecho de haber descubierto la posibilidad pictórica de lo fílmico ya implica haber alcanzado un punto en el que ese tipo de mirada está al borde de transformarse en otra cosa. Tarkovski intuye esta otra dimensión de la mirada y la transmite a través de formas como el largo plano secuencia final de Sacrificio (1986), o la imagen del océano rodeando la casa en Solaris (1972), así como el de la muchedumbre acudiendo a la iglesia para ayudar a confeccionar la campana en Andréi Rubliov (1966), etc. Todas ellas son miradas post-humanas, a las que a veces se las ha caracterizado de divinas, sin que esto quiera decir nada en concreto. En todo caso, son imágenes de un nuevo cuño, sin demasiados precedentes.7 Recordemos, en todo caso, el denostado plano secuencia de Expiación (Joe Wright, 2007), tan parecido, a su manera, a algunos cuadros de Brueghel en lo que al tenor de su mirada globalizadora se refiere. O a la criticada Agora (2009) en la que Alejandro Amenábar introduce planos cenitales de masas en movimiento semejantes a las obras figurativas de Canogar de los años sesenta, o a algunos grabados de Félix Vallotton. Parte de la obra documental de Werner Herzog coquetea también con construcciones de este tipo que sobrepasan los límites de la visión tradicional, especialmente en The white diamond (2004). Las imágenes de Avatar aparecen ante nuestros ojos como un mundo cerrado, como en miniatura, a pesar de sus enormes dimensiones relativas. El 7 Los habría en las anteriores proyecciones en 3D, así como podría considerarse que la experiencia de ver Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) en su momento tenía una calidad alucinatoria parecida a la que distingue las nuevas imágenes pictóricas del cinematógrafo. Pero también en la pintura podríamos ver algunos antecedentes de este tipo de mirada post-humana. Por ejemplo, en la serie de grabados que Giovanni Battista Piranesi agrupó bajo el título de Carceri d'Invenzione (1745-1750). 11 relieve le da a las imágenes de la película una forma esférica, como si estuvieran dentro de una bola de cristal. La pantalla ya no es una ventana, sino una esfera en la que se desarrolla un cosmos en miniatura. Tienen, por lo tanto, ese carácter de modelo que posee la imagen pictórica en general. Son imágenes holograma que nos obligarán a pensar en nuevas formas de dramaturgia. Es a partir de estos postulados que podemos detectar en los films de Tarkovski una nueva visión que no está ligada a la mirada humana, sin dejar por ello de ser visión. Salvando las distancias estéticas necesarias, podemos decir que el sistema en 3D apunta hacia la consolidación del mundo alucinatorio que promueve esa mirada. Las propuestas fílmicas de Tarkovski son, por supuesto, de mucho mayor calado que las que plantea el film de Cameron, pero en Avatar vemos aparecer, quizá por primera vez, la verdadera forma del cosmos al que pertenecen esas miradas que el director ruso esbozaba en alguno de sus films. Publicado en: Revista del Col.legi Oficial de Doctors i Llicenciats en Filosofia i Lletre i en Ciències de Catalunya, UAB-2542-A
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