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ALLEN FRANCES
¿ S o m o s
t o d o s
e n f e r m o s
m e n t a l e s?
Manifiesto contra los abusos de la Psiquiatría
«El psiquiatra más destacado del momento.» —D A N I E L G O L E M A N
Imagen de cubierta: © Ozgurdonmaz / iStockphoto
Fotografía del autor: © Donna Manning
Diseño de cubierta: Mauricio Restrepo
CMYK Lomo 18 mm 14,5 x 23 cm
Un libro que nos advierte
de las graves consecuencias de
la progresiva medicalización
de la normalidad. Un auténtico 
«Yo acuso» contra los excesos
del diagnóstico psiquiátrico.
«Tras décadas estudiando y diagnosticando enfermedades mentales, 
Frances carga contra su propio gremio con revelaciones
sorprendentes.» — S P I E G E L
«El autor alerta sobre el alarmante crecimiento de las drogas 
psicotrópicas y el diagnóstico de enfermedades mentales. Una obra 
polémica y reveladora sobre la obsesión por una supuesta normalidad
y bienestar mental.» — F R A N K FU RT E R A LLG E M E I N E Z E I T U N G
«El professor Frances ha descubierto una nueva y temible enfermedad,
el sobrediagnóstico psiquiátrico.» — LI B É R A T I O N
«El libro es, como el propio Frances confiesa, parte mea culpa,
parte ‘Yo acuso’, parte grito de alarma. Se adentra en la historia
de las enfermedades mentales y da argumentos claros
y concisos.» — N E W Y O R K T I M E S
«Allen Frances, profesor de psiquiatría y presidente del
comité del DSM IV, ataca la producción del nuevo manual 
considerándola hermética, cerrada y descuidada, y afirma
que incluye diagnósticos nuevos y umbrales más bajos para
los viejos, lo que amenaza con transformar la inflación
de los diagnósticos en hiperinflación.» — C L A R Í N
10037385PVP 21,90 e
ALLEN FR ANCES
Fue el presidente del grupo de trabajo
del DSM IV y parte del equipo directivo del 
DSM III. En la actualidad es catedrático 
emérito del departamento de Psiquiatría
y Ciencias del Comportamiento de la 
Universidad de Durham, Carolina del Norte. 
Es también un conferenciante habitual
y asiduo colaborador de las publicaciones
más prestigiosas de Estados Unidos.
Antes, una persona podía penar el duelo
de la pérdida de un ser querido durante
un largo tiempo y eso se entendía; en la 
actualidad, más de unas semanas ya se 
considera un trastorno depresivo, y qué
decir del síndrome de déficit de atención,
del síndrome del comedor compulsivo…
Todo el mundo conoce las preocupaciones,
las decepciones y los fracasos. Estos desafíos
están asociados con una vida «normal».
Sin embargo, la tendencia actual es 
considerarlos «trastornos mentales»
que requieren tratamiento médico.
¿Somos todos
enfermos mentales?,
se pregunta en este libro Allen Frances,
quien dirigió durante años el Manual 
Diagnóstico y Estadístico (DSM), biblia
de la psiquiatría mundial, en donde se
definen las enfermedades mentales,
se enumeran los síntomas y se hacen
los tratamientos específicos.
Ahora, alarmado ante la deriva que lleva el 
nuevo DSM, lanza un grito de advertencia, 
esta vez para todos, porque a todos nos afecta. 
La psiquiatría está perdiendo de vista la 
diferencia entre lo normal y lo patológico. 
Bajo la presión de las empresas farmacéuticas 
en particular, no está lejos de considerarnos
a todos nosotros locos, buscando sanarnos a 
toda costa. Hay que reaccionar, nos dice, 
salvemos a la gente normal. 
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9 7 8 8 4 3 4 4 1 4 7 6 1
www.elboomeran.com
Allen Frances
¿Somos todos enfermos mentales?
Manifiesto contra los abusos de la Psiquiatría
Traducción de Jorge Paredes
Índice
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Primera parte
LA NORMALIDAD ASEDIADA 
1. ¿Qué es normal y qué no lo es? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
2. Del chamán al loquero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
3. La inflación diagnóstica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Segunda parte
LAS MODAS PSIQuIáTRICAS SON PERJuDICIALES 
PARA LA SALuD 
4. Modas del pasado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147
5. Modas del presente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
6. Modas del futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205
Tercera parte
VOLVER A LA NORMALIDAD
7. Controlar la inflación diagnóstica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
8. El consumidor inteligente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
9. Lo peor y lo mejor de la psiquiatría . . . . . . . . . . . . . . . . . . 281
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 329
Índice temático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351
23
1
¿Qué es normal y qué no lo es?
El estanque de la normalidad se está reduciendo 
a un pequeño charco.
Til Wykes
Antes de empezar a salvar a las personas normales, tene-
mos que determinar qué es normal. «Normal» puede parecer 
una palabra asequible, confiada en su popularidad, segura de 
su preponderancia sobre lo que es anormal. Definir normal de-
bería ser fácil y ser normal debería ser una ambición modesta. 
No es así. La normalidad ha sido asediada terriblemente y se 
ha visto tristemente reducida. Los diccionarios no pueden ofre-
cernos una definición satisfactoria; los filósofos discuten sobre 
su significado; los estadísticos y los psicólogos la miden sin 
cesar, pero no logran captar su esencia; los sociólogos dudan 
de su universalidad; los psicoanalistas dudan de su existencia; 
y los médicos del cuerpo y de la mente se afanan en encontrar 
sus límites. El concepto de normal está perdiendo todo sen-
tido; basta con fijarse lo suficiente para que, al final, todo el 
mundo esté más o menos enfermo. Mi tarea en este libro será 
intentar frenar este abuso constante e inexorable y ayudar a 
salvar la normalidad.
24
¿Cómo define normal el diccionario?
La palabra «normal» se encuentra en muchos terrenos dis-
tintos. Inició su vida en latín como una escuadra de carpintero 
y sigue utilizándose en geometría para describir ángulos rectos y 
perpendiculares. No es de extrañar que la palabra adquiriese 
una serie de connotaciones sensatas que denotaban lo habitual, 
estándar, usual, rutinario, típico, promedio, corriente, espera-
do, acostumbrado, común, adecuado, convencional, correcto o 
tradicional. A partir de aquí, un pequeño salto llevó el término 
a describir el buen funcionamiento biológico y psicológico: no 
enfermo físicamente y no enfermo mentalmente.1
Todas las definiciones de normal del diccionario son ab-
soluta y cautivadoramente tautológicas. Para saber qué es nor-
mal hay que saber qué es anormal. Y adivina cómo se define 
anormal en los diccionarios: aquello que no es normal o habi-
tual o natural o típico o usual o adecuado. Es como la pescadilla 
que se muerde la cola; cada término se define exclusivamente 
como el contrario del otro, no hay una auténtica definición de 
ninguno de los dos y no hay ninguna línea definitoria significa-
tiva entre ellos.
Los términos dicotómicos «normal» y «anormal» inspiran 
una sensación de reconocimiento y falsa familiaridad. Intuimos 
instintivamente lo que significan en general, pero nos resultan 
intrínsecamente difíciles de precisar específicamente. No existe 
una definición universal y trascendental que sirva para resolver 
problemas del mundo real.
¿Qué dice la filosofía?
Curiosamente muy poco. La filosofía se ha esforzado sin 
cesar por entender los significados más profundos de los grandes 
conceptos como realidad e ilusión, cómo conocemos las cosas, 
la naturaleza humana, la verdad, la moral, la justicia, el deber, el 
amor, la belleza, la grandeza, la bondad, el mal, la mortalidad, 
la inmortalidad, el derecho natural, etc. Por lo general, lo nor-
malse pierde en la confusión filosófica; tal vez se trata de algo 
25
demasiado ordinario y poco interesante como para merecer ser 
objeto de profundos pensamientos filosóficos.
Esta falta de atención acabó por fin con el intento de la 
Ilustración de aplicar la filosofía a los problemas mundanos de 
la vida de cada día. El utilitarismo proporcionó la primera y 
única orientación filosófica práctica sobre cómo y dónde trazar 
el límite entre «normalidad» y «trastorno mental». El principio 
rector es que «normal» no tiene un significado universal y no 
puede nunca definirse con precisión por las ruedas de la deduc-
ción filosófica; depende en gran medida de los ojos del que mira 
y cambia según el momento, el lugar y la cultura. De aquí se 
desprende que la frontera que separa «normalidad» de «trastor-
no mental» no debería basarse en un razonamiento abstracto, 
sino más bien en el equilibrio entre las consecuencias positivas 
y negativas que otorgan las diferentes elecciones. Busca siempre 
el «máximo beneficio para el mayor número».2 Toma decisiones 
en función de lo que funcione mejor.
No obstante, hay también incertidumbres innegables para 
los utilitaristas prácticos y, lo que es peor, minas peligrosas. «El 
máximo beneficio para el mayor número» queda de maravilla 
sobre el papel, pero ¿cómo decidir cuál es el beneficio? No es 
casualidad que el utilitarismo no sea actualmente nada popular 
en Alemania, donde Hitler le dio ese nombre tan imperecedero. 
Durante la segunda guerra mundial, era estadísticamente nor-
mal que la población alemana actuase de formas brutales que 
antes y después habrían sido calificadas como anormales, justifi-
cadas todas ellas como necesarias para lograr el máximo benefi-
cio para la raza superior. Lo estadísticamente «normal» (basado 
en la frecuencia) superaba a lo «normal» por mandato judicial 
(el mundo como debería ser o había sido habitualmente).
De manera que, en manos inadecuadas, el utilitarismo pue-
de ser ciego a los valores positivos y quedar distorsionado por 
los negativos, pero sigue siendo la mejor o la única guía filosófica 
a la hora de embarcarnos en la difícil tarea de trazar los límites 
entre lo que es mentalmente «normal» y lo que es mentalmente 
«anormal». Éste es el enfoque que seguimos en el DSM IV.
26
¿Puede la estadística determinar qué es normal?
Tras haber confundido a la lingüística y a la filosofía, lo 
normal ha derrotado a la estadística. Esto puede parecer sor-
prendente. La estadística parecería perfectamente dispuesta a 
definir qué es normal cambiando el método de análisis; pasando 
de jugar con las palabras a jugar con los números. La respuesta 
podría estar en la forma bellamente simétrica de una campana 
de Gauss. Cuando se miden cosas nunca hay una respuesta co-
rrecta perfecta y reproducible. Siempre hay cierto error de me-
dición que nos impide reproducir la misma respuesta cada vez, 
por mucho que nos esforcemos y por muy maravillosa que sea la 
vara de medir. Nos resulta intrínsecamente imposible precisar la 
naturaleza de algo con exactitud absoluta. Sin embargo, si nos 
tomamos la molestia de realizar suficientes mediciones, sucede 
algo verdaderamente sorprendente. Aunque ninguna lectura es 
perfectamente adecuada o predecible, el conjunto de todas las 
lecturas da como resultado la curva más predecible y perfecta. 
En el pico de la curva se sitúa la medida más popular y, a con-
tinuación, las menos probables van bajando por ambos lados a 
medida que nos alejamos del número áureo.
La campana de Gauss dice mucho de cómo funciona la 
vida; la mayoría de las cosas de la naturaleza y de las personas 
adoptan su forma y se desvían predeciblemente alrededor de la 
media. Las distribuciones de todas las características imagina-
bles del universo han sido medidas en enormes y minuciosas 
series de datos. Milagrosamente, la misma y maravillosa «curva 
normal» surge de lo que parece un embrollo de números. La 
curva tiene un extraordinario poder predictivo sobre práctica-
mente todo lo que afecta a nuestra especie y al mundo.
Los seres humanos tenemos características físicas, emocio-
nales, intelectuales, actitudinales y conductuales distintas, pero 
nuestra diversidad no es en absoluto aleatoria. Estamos distri-
buidos «normalmente» en una curva gaussiana en función de 
cualquier característica que se dé en nuestra población. El coefi-
ciente intelectual, la estatura, el peso y todos los rasgos de la 
personalidad se agrupan alrededor de un número áureo, con los 
valores atípicos situados ordenadamente a ambos lados.
27
La mejor manera de resumir esto desde un punto de vista 
económico y sistemático es la desviación estándar (DE), un 
término técnico utilizado en estadística para describir la for-
ma en que las mediciones se organizan con fiable regularidad 
alrededor de la media. Estar dentro de una DE de la estatura 
media (1,78 metros para los hombres en EE.uu. con una DE 
de 7,6 centímetros) te sitúa en un territorio muy popular jun-
to al 68 % de la población; el 34 % será algo más alto que el 
hombre medio (hasta 1,85 metros) y el 34 % algo más bajo 
(hasta 1,70 metros). Cuanto más alto o más bajo seas más 
bicho raro te volverás; se está muy solo en cualquiera de los 
extremos de la curva. Sólo el 5 % de la población se aleja más 
de dos DE. En esa remota región hay un 2,5 % de hombres 
verdaderamente altos (más de 1,93 metros) y un 2,5 % de bajos 
(menos de 1,62 metros). Es la zona de los extremos derecho 
e izquierdo, lejos del número áureo. Supongamos que vamos 
más allá, hasta tres DE; nos adentramos en un territorio real-
mente enrarecido donde están los poquísimos hombres que 
miden más de 2 metros y menos de 1,54.3
Esto nos lleva a plantearnos la pregunta decisiva: ¿pode-
mos utilizar la estadística de manera simple y precisa para de-
finir la normalidad mental? ¿Puede la campana de Gauss servir 
de guía científica para decidir quién es mentalmente normal y 
quién no? Conceptualmente, la respuesta es «¿por qué no?», 
pero en la práctica es «¡diablos, no!» En teoría, podríamos deci-
dir de manera arbitraria que las personas más atribuladas (el 
5 %, el 10 %, el 30 % o el porcentaje que sea) fuesen calificadas 
de enfermas mentales, mientras que el resto serían normales. 
A continuación, podríamos desarrollar instrumentos de evalua-
ción, puntuar a todo el mundo, dibujar las curvas, trazar la línea 
divisoria y así catalogar a los enfermos. Pero, en la práctica, no 
funciona así. Hay demasiados juicios estadísticos, contextuales 
y de valor, que complican una solución estadística sencilla.
Para empezar, las personas situadas en los lados opuestos 
inmediatos de cualquier límite parecerán casi idénticas; resulta 
estúpido llamar a uno enfermo y a otro sano. Las personas que 
miden 1,93 son altas, y las que miden 1,90 metros también lo 
son. ¿Qué porcentaje elegir? Si en un país en vías de desarrollo 
28
sólo hay unos pocos médicos especialistas en salud mental, úni-
camente los individuos más gravemente perturbados aparecerán 
como mentalmente trastornados, de manera que tal vez se trace 
una línea divisoria que determine que sólo el 1 % no son nor-
males. En una Nueva York saturada de terapeutas, el nivel re-
querido para que exista un trastorno será radicalmente inferior, 
por lo que es posible que la línea divisoria se sitúe en el 30 % o 
más. Es algo totalmente arbitrario y la bonita curva no puede 
decirnos dónde trazar la línea.
Tenemos que aceptar el hecho de que no existe un criterio 
sencillo para determinar cuántos de nosotros somos anormales. 
La curva normal dice mucho acerca de la distribución de todo, 
desde los quarks a los koalas, pero no nos indica dónde acaba 
lo normal y empieza lo anormal. un psicótico vociferante se ale-
jará tanto del medio que hasta tu tía Tilly lo identificaría como 
enfermo, pero ¿cómo decidir cuándo la ansiedad o la tristeza co-
tidianas son lo bastante graves para que se las pueda considerar 
un trastorno mental? una cosa parece meridianamente clara.Desde el punto de vista de la estadística, es ridículo estirar los 
trastornos de tal manera que las personas próximas a la media 
puedan ser consideradas trastornadas. ¿Acaso la mayoría de la 
gente no debería ser normal?
¿Qué dice el médico de la normalidad?
Hasta finales de la década de 1800, la medicina estaba regi-
da por el dogma de que la salud y la enfermedad estaban deter-
minadas por las cantidades relativas de los cuatro humores cor-
porales: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Actualmente, 
parece una teoría excéntrica y boba, pero fue una de las ideas 
más duraderas de la humanidad (mucho más que el dogma de 
que el Sol se movía alrededor de la Tierra). La teoría de los 
humores era una creencia asumida por cientos de generaciones 
de las personas más sabias del mundo y rigió la práctica de la 
medicina durante cuatro milenios. El billete a la normalidad se 
conseguía logrando un equilibrio y una armonía perfectos de los 
fluidos corporales, sin ningún exceso y sin ninguna carencia. 
29
Sólo a finales del siglo xix, los espectaculares avances en fisio-
logía, patología y neurociencia relegaron por fin la teoría de 
los humores al polvoriento armario de las curiosidades médicas 
atávicas.4
Sin embargo, a pesar de sus evidentes maravillas, la ciencia 
médica moderna no ha aportado nunca una definición eficaz de 
«salud» o de «enfermedad», tanto en el campo físico como en 
el mental. Muchos lo han intentado, pero todos han fracasado. 
Tomemos, por ejemplo, la definición de la Organización Mun-
dial de la Salud:5 «La salud es un estado de completo bienestar 
físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones 
o enfermedades». ¿Quién de nosotros se atrevería a afirmar te-
ner salud si ésta requiere cumplir esos requisitos imposibles? 
El concepto de salud pierde valor cuando es tan inalcanzable 
que todo el mundo está enfermo al menos en parte. La defini-
ción también irradia juicios de valor culturales y contextuales. 
¿Quién puede definir qué es el «completo» bienestar físico, men-
tal y social? ¿Está enfermo alguien por tener el cuerpo dolorido 
tras un trabajo duro, por estar triste tras una decepción, o por 
enfadarse con su familia? ¿Están los pobres intrínsecamente más 
enfermos por el hecho de disponer de menos recursos para lo-
grar el completo bienestar exigido para tener «salud»?
Otras definiciones de salud más modernas y realistas no se 
centran en la perfectibilidad de la vida, sino en la ausencia de 
una dolencia definible. Es un avance, pero no hay una definición 
nítida de enfermedad física y, sobre todo, ninguna que sea apli-
cable independientemente del momento, el lugar y la cultura. 
¿Cómo decidimos qué es normal en situaciones continuas como 
la tensión arterial, el colesterol, el azúcar en sangre o la densi-
dad ósea? ¿Es mejor diagnosticar y tratar agresivamente como 
enfermedad un cáncer de próstata que se desarrolla lentamente 
en una persona mayor, o es mejor no tocarlo porque no hacer 
nada puede ser mucho menos peligroso que el tratamiento? ¿La 
falta de memoria normal en los ancianos es demencia senil, o se 
trata de la inevitable degeneración de un cerebro que envejece? 
¿un niño muy bajo es simplemente bajo, o necesita inyecciones 
de hormona del crecimiento?6
30
¿Por qué en psiquiatría no hay pruebas de laboratorio 
para definir qué es normal?
El cerebro humano es, con mucha diferencia, la cosa más 
complicada del universo conocido. El cerebro tiene cien mil mi-
llones de neuronas, cada una de las cuales está conectada con 
otras mil, lo cual hace un total de cien billones de conexiones 
sinápticas. Cada segundo, una media de mil señales atraviesa 
cada una de esas sinapsis; cada señal está modulada por una o 
varias docenas de neurotransmisores.7 El desarrollo del cerebro 
es todavía más inverosímil, una milagrosa e intrincada coreo-
grafía de migraciones secuenciales de células nerviosas. Cada 
nervio tiene que encontrar de algún modo su sitio y realizar 
exactamente las conexiones adecuadas. Dados los muchos pa-
sos implicados y todas las cosas que pueden salir mal, puede 
que fuese preferible apostar por la ley de Murphy o la teoría 
del caos; parece que todo está amañado en contra del funcio-
namiento normal del cerebro. Lo extraño y maravilloso es que 
funcionemos tan bien como funcionamos; es el resultado ines-
perado de un trabajo de ingeniería del ADN que tiene que dar 
billones y billones de pasos. Sin embargo, cualquier sistema ex-
tremadamente complicado presenta ocasionalmente problemas 
técnicos caóticos. Las cosas pueden salir mal –y efectivamente 
lo hacen– de diferentes formas para provocar cada enfermedad, lo 
cual dificulta que la ciencia médica dé pasos de gigante. 
Los dos avances más apasionantes de la historia de la bio-
logía son haber desentrañado el funcionamiento del cerebro 
humano y haber descifrado el código genético. Nadie podía 
haber predicho que llegaríamos tan lejos tan rápido. No obs-
tante, también ha habido grandes decepciones. Aunque hemos 
aprendido mucho sobre el funcionamiento del cerebro, todavía 
no hemos descubierto la manera de trasladar la ciencia básica 
a la psiquiatría clínica. Las nuevas y poderosas herramientas de 
la biología molecular, la genética y las resonancias, todavía no 
han servido para crear pruebas de laboratorio para diagnosticar 
la demencia, la depresión, la esquizofrenia, el trastorno bipo-
lar, el trastorno obsesivo-compulsivo o cualquier otro trastorno 
mental. La esperanza de encontrar una explicación sencilla a 
31
cualquier trastorno mental, basada en genes, neurotransmisores 
o circuitos, ha resultado ingenua e ilusoria. 
Todavía no disponemos de ningún test de laboratorio en 
el campo de la psiquiatría. Dado que siempre hay más variabi-
lidad en los resultados dentro de la categoría de los trastornos 
mentales que entre ella y otros trastornos mentales, ninguno 
de los prometedores descubrimientos biológicos ha logrado 
jamás convertirse en un test de diagnóstico. El cerebro no nos 
ha dado una solución asequible, miles de estudios sobre cien-
tos de supuestos indicadores biológicos han resultado inútiles 
hasta la fecha. ¿Por qué es tan enorme la desconexión? ¿Por 
qué tanto conocimiento y tan poca utilidad práctica? Como dijo 
Roger Sperry en su discurso de aceptación del premio Nobel: 
«Cuanto más aprendemos, más admitimos la extrema comple-
jidad del intelecto, más clara es la conclusión de que la in-
dividualidad intrínseca de nuestras redes cerebrales hace que, 
comparadas con ella, la de las huellas dactilares o la de los ges-
tos faciales parezcan burdas y sencillas».8 Discernir los hetero-
géneos mecanismos subyacentes en el trastorno mental es una 
tarea que requerirá varias vidas. No habrá un solo camino a 
la esquizofrenia; puede haber docenas, tal vez cientos o miles. 
El cerebro revela sus secretos muy lentamente y en dosis 
muy pequeñas. Todo descubrimiento asombroso acaba siendo 
un bluf que no aporta respuestas sencillas, no se reproduce 
completamente en el siguiente estudio y revela más compleji-
dad heterogénea de la que explica. usando una analogía con 
el mundo del béisbol, no hay grandes bateos ni avances a pri-
mera base, tan sólo muchas eliminaciones por strike y alguna 
carrera ocasional. Y ésta será siempre corta y lenta, sin ningún 
gran avance. No dispondremos de indicadores biológicos para 
trazar la línea divisoria entre normalidad y trastorno mental 
hasta que entendamos los innumerables mecanismos que pro-
vocan las diferentes formas de psicopatología. Y no habrá un 
Newton, un Einstein o un Darwin que aporte una gran teoría 
biológica unificadora al respecto, sino sólo pacientes científi-
cos trabajando durante décadas para dilucidar una minúscula 
parte de un enorme rompecabezas de un billón de piezas. A 
medida que se vayan descubriendo, las causas del trastorno 
32
mental explicarán (como sucede con el cáncer de mama) úni-
camente un pequeño porcentaje de los casos. El primer paso 
real serán las pruebasde laboratorio de la enfermedad de Al-
zheimer, las cuales probablemente estarán listas en los próxi-
mos años.
La ausencia de pruebas biológicas es una enorme desven-
taja de la psiquiatría. Ello significa que actualmente todos nues-
tros diagnósticos se basan en juicios subjetivos intrínsecamente 
falibles y sometidos a cambios caprichosos. Es como tener que 
diagnosticar una neumonía sin disponer de pruebas sobre los 
virus o las bacterias que provocan los diferentes tipos de infec-
ciones pulmonares. 
¿Puede acudir la psicología al rescate? 
Lamentablemente no. Podemos realizar pruebas psicológi-
cas a las personas hasta que se caigan de sueño y estén agotadas 
de tanto hablar, sin avanzar demasiado en la tarea de trazar la 
línea divisoria entre lo que es normal y lo que no lo es. La li-
mitación de prácticamente todas las pruebas realizadas por los 
psicólogos es que la distribución de sus resultados sigue a nues-
tra vieja amiga, la campana de Gauss. La prueba puede decirnos 
con extraordinaria precisión dónde se sitúa exactamente una 
persona respecto al grupo, y saber la desviación estándar respec-
to a la media tiene a menudo un valor predictivo considerable. 
Sin embargo, las pruebas no nos dicen dónde situar los límites 
de lo que es normal. Eso lo determina el contexto, no el resulta-
do de las pruebas. 
Pensemos, por ejemplo, en los test de inteligencia. Dos des-
viaciones por debajo de la media de 100 te sitúan en un 70, lo 
cual predice dificultades en el colegio y en la vida. Dos desvia-
ciones por encima de la media te sitúan en 130, lo cual predice 
éxito académico y profesional. No obstante, no hay ninguna 
razón para pensar que tener un CI de 70 sea realmente distinto 
de tener uno de 71 o incluso de 75.9 El test tiene un margen de 
error de 5 puntos, pueden haber intervenido numerosos factores 
que interfieren con la óptima realización de la prueba, y, en la 
33
vida real, algunas personas actúan mucho mejor o peor de lo 
que cabría esperar a la luz de su coeficiente intelectual. 
Establecer en 70 el único límite que determina claramente 
problemas de incapacidad intelectual no es más que una con-
vención arbitraria sin más significación que el hecho de clasifi-
car al 2,5 % de la población. Estos individuos probablemente 
tengan derecho a servicios y exenciones especiales que se les 
niegan a sus vecinos casi idénticos. Pero el límite de dos des-
viaciones estándar en un CI de 70 no tiene nada de sagrado; 
no tiene un significado en el mundo real. Límites ligeramente 
más altos o ligeramente más bajos tendrían igual o más sentido 
dependiendo de la situación. Si se dispone de más recursos, 
los servicios deberían ofrecerse a quienes tienen un coeficiente 
intelectual superior a 70. En algunos entornos, a las personas 
con un CI de 70 les va razonablemente bien. Además, ¿quién 
dice que el límite tiene que estar en dos desviaciones estándar? 
¿Por qué no 1, o 3, o 1,5? La elección es siempre arbitraria y 
determinada por el contexto, no por la estadística.
Se pierde el sentido. un inquietante ejemplo es la reciente 
sentencia del Tribunal Supremo de EE.uu., que declara incons-
titucional la aplicación de la pena de muerte a personas que 
padecen un retraso mental. La vida y la muerte dependen ahora 
de la distinción estúpida y artificial que supone tener un CI de 
70 en lugar de 71.10 
¿Qué sucedería si aplicásemos el límite de dos desviaciones 
estándar (2,5 %) a la psiquiatría y de repente fuera necesario 
que las personas se alejasen esa distancia del número áureo de la 
salud mental para podérseles diagnosticar un trastorno mental? 
La mayoría de los psiquiatras y otros especialistas en salud men-
tal perderían su trabajo y tendrían que vivir de las prestaciones 
por desempleo. Hace cien años, la psiquiatría se limitaba a las 
personas gravemente enfermas internadas en hospitales y había 
muy poca gente empleada para cuidar de ellas. Desde entonces, 
hemos ido subiendo por la curva hasta acercarnos al promedio, 
de manera que actualmente se considera que entre un 20 % y 
un 25 % de las personas sufren trastornos mentales y hay más 
de medio millón de personas dedicadas a su cuidado. utilizando 
el paradigma del test psicológico, podemos comparar a las per-
34
sonas con mucha precisión, pero no hay forma de decidir si hay 
que trazar la línea entre la normalidad y la anormalidad en el 
2,5 % o el 25 % de la población. 
¿Tienen la respuesta los sociólogos o los antropólogos? 
Pues no. Las costumbres humanas varían demasiado drásti-
camente según el tiempo, el lugar y las culturas, para que pueda 
haber una respuesta fácil. Comparemos por ejemplo a un millón 
de personas dispuestas a morir de hambre durante el sitio de Le-
ningrado por no incumplir la norma contra ingerir proteínas 
procedentes de carne humana, con un habitante perfectamente 
normal de Nueva Guinea que hasta hace bastante poco tiempo 
no se lo pensaba dos veces a la hora de cocinar el cuerpo o comer-
se el cerebro de un enemigo muerto. Hace doscientos años, la edad 
normal para contraer matrimonio en todas partes del mundo se 
situaba alrededor de la pubertad (y en muchos lugares sigue sien-
do así), pero actualmente se considera delito en nuestra sociedad. 
Al haber una mayor esperanza de vida, ahora es normal casarse 
a una edad a la que, hasta hace poco, era probable haber muerto.
Los principios culturales son la excepción, con tan sólo 
unas cuantas normas unánimes (por ejemplo, no asesinar a 
miembros de la propia tribu, restricciones al incesto, o algún 
tipo de estructura familiar). Las culturas difieren enormemen-
te en su concepción de lo que es normal, porque tienen que 
hacer frente a diferentes retos de supervivencia. Para evitar la 
endogamia, los esquimales aislados geográficamente encontra-
ban normal ofrecer a sus mujeres a los extranjeros que estaban 
de paso. En cambio, los griegos clásicos y los árabes modernos 
han creado normas muy estrictas para impedir cualquier tipo 
de exposición de las mujeres a genes extraños para que la trans-
misión hereditaria de la propiedad siga exclusivamente la línea 
de sangre patriarcal. Para los aborígenes desesperadamente ne-
cesitados de proteínas, las hormigas son una fuente de alimento 
perfectamente normal, mientras que comerlas habitualmente en 
Los ángeles indicaría, según el DSM, que se padece el trastorno 
conocido como Pica. El contexto puede determinarlo todo: el 
35
asesinato es un acto heroico y normal cuando se comete contra 
enemigos extranjeros, pero es atroz y anormal si se comete den-
tro de la propia tribu.
Incluso en una época y lugar determinados hay normas con-
tradictorias. Durkheim11 creó la sociología hace más de un siglo, 
con estadísticas fascinantes que documentaban la predecible di-
vergencia entre lo normal desde un punto de vista moral y desde 
un punto de vista estadístico.
Todas las sociedades prohíben el crimen, pero los críme-
nes abundan por doquier. Desde un punto de vista estadístico 
es perfectamente normal, pero absolutamente anormal desde 
un punto de vista legal. Las sociedades acostumbran también a 
prohibir el suicidio, pero la tasa de suicidios en todos los países 
es considerablemente regular año tras año a pesar del hecho de 
que el suicidio es la decisión humana más personal. La impla-
cabilidad puede ser muy apreciada tanto entre los pandilleros 
como entre los dirigentes empresariales, pero adoptará formas 
muy diferentes y será recompensada y castigada de maneras muy 
distintas en cada caso.
Las tendencias normativas también varían según el géne-
ro. Los machos están más adaptados a luchar por el amor y la 
gloria, en consonancia con su lucha existencial para acceder a 
las hembras, su papel destacado en la guerra contra otras tribus 
y las necesidades de la caza. Las hembras suelen tener más ha-
bilidades innatas para la cría y la recolección de alimentos. Sin 
embargo, hay enormes diferencias individuales y culturales por 
lo que respecta a la conducta masculina o femenina.Así que, al menos de momento (hasta que Facebook logre 
homogeneizar el planeta en una enorme y aburrida red social), 
la normalidad es una quimera sociológica. No existe una norma 
que determine la normalidad.
¿Y Freud? 
Freud era un tipo muy listo que fue sobrevalorado cuando 
estaba vivo y ahora paga el precio al ser enormemente infrava-
lorado. Sus reflexiones acerca del funcionamiento de la mente 
36
se basan de algún modo en el azar, pero no cabe duda de que 
marcó un gol al darse cuenta del poderoso papel que juega el 
inconsciente a la hora de guiar las conductas cotidianas más 
elevadas y más mundanas. A Freud le encantaba revelar las 
similitudes subyacentes en los sueños, las obras de arte, los mi-
tos, y en los síntomas neuróticos y psicóticos de los pacientes 
psiquiátricos. utilizaba los sueños para descubrir el significado 
de los síntomas, los síntomas para descubrir el significado de 
los mitos y las fantasías de sus pacientes para interpretar a 
Hamlet y a Edipo. La literatura y los mitos podían utilizarse 
también para entender a sus pacientes y, de manera recíproca, 
las enfermedades de sus pacientes le ayudaban a explicar la 
literatura y los mitos. 
El modelo psicoanalítico tendía a abarcarlo todo, pero ha-
bía una importante excepción: no hay lugar para la normalidad. 
Freud hacía hincapié en que todos estamos en el mismo barco. 
No apreciaba una gran diferencia cualitativa entre el artista y 
el lunático, y ambos se parecen al resto de nosotros cada noche 
cuando sueñan. Todos debemos reprimir los impulsos prohibi-
dos que están siempre a punto para aparecer en nuestros sueños, 
síntomas u obras de arte; sólo somos diferentes en cuanto al 
equilibrio de fuerzas y sus medios de expresión. Para Freud, na-
die es completamente normal; todo el mundo es neurótico y po-
dría utilizar más su intelecto. Lo máximo a lo que puede aspirar 
un tratamiento exitoso es a convertir el sufrimiento neurótico 
en infelicidad humana cotidiana. No hay normalidad; ningún 
indicador de un límite que diga que es necesario un tratamiento 
o cuándo éste debería finalizar.12 La gran paradoja tácita del 
arduo proceso del psicoanálisis es que los mejores pacientes son 
aquellos que en realidad no lo necesitan.
Lo anormal también es difícil de definir 
Proteo era el dios griego del mar que adoptaba diferentes 
formas, allegado de las Moiras y conocedor de los secretos del 
pasado, del presente y del futuro. Sin embargo, Proteo era as-
tuto y se mostraba reticente a compartir su saber, a menos que 
37
alguien lo agarrara mientras dormía y resistiese mientras él eje-
cutaba una sucesión de cambios de forma rápidos, terroríficos y 
difíciles de soportar. No resultaba fácil agarrar firmemente a un 
león rugidor que podía transformarse de repente en agua, en 
un toro embistiendo, o en cualquier otra cosa imaginable. Pro-
teo es la personificación de las cosas líquidas, inasibles, indefi-
nidas y mutables; las cosas que no admiten una definición clara. 
«Trastorno mental» y «normalidad» son conceptos extre-
madamente proteicos, tan amorfos, heterogéneos y cambiantes 
que resulta imposible establecer límites fijos entre ambos. Ge-
neralmente, las definiciones de trastorno mental requieren la 
presencia de desconsuelo, discapacidad, disfunción, descontrol 
y/o desventaja. Esto suena mejor como aliteración de lo que fun-
ciona como guía operativa. ¿Cuánto desconsuelo, discapacidad, 
disfunción, descontrol y desventaja tiene que haber y de qué 
tipo?13 He revisado docenas de definiciones de trastorno mental 
(y yo mismo he escrito una en el DSM IV), pero no he encon-
trado ninguna que sea mínimamente útil para determinar qué 
condiciones deberían considerarse trastornos mentales y cuáles 
no, o para decidir quién está enfermo y quién no.14-18
No disponer de una definición útil de trastorno mental crea 
una enorme brecha en el centro de la clasificación psiquiátrica 
que da como resultado dos interrogantes sin respuesta: cómo de-
cidir qué trastornos hay que incluir en el manual de diagnóstico 
y cómo decidir si un individuo determinado padece un trastorno 
mental. Comer compulsivamente se consideraba en su día un 
pecado; ¿debería ahora considerarse un trastorno psiquiátrico? 
¿La pérdida de memoria que tiene lugar en la vejez es una enfer-
medad o simplemente vejez? ¿Tener relaciones sexuales con un 
menor es únicamente un delito o también un signo de locura? 
Al evaluar a una persona determinada, carecemos de una 
definición general de trastorno mental que nos ayude a decidir 
si es normal o no; si está loca o es mala.19,20
Los trastornos mentales incluidos en el DSM 5 no han ad-
quirido su estatus oficial tras un proceso racional de elimina-
ción. Se han incorporado al sistema y han sobrevivido gracias a 
necesidades prácticas, accidentes históricos, adiciones gradua-
les, precedentes e inercia, no gracias a haber cumplido una serie 
38
de criterios definidores independientes, abstractos y universa-
les.21,22 Por tanto, no resulta sorprendente que los trastornos 
del DSM sean una especie de batiburrillo sin coherencia inter-
na y no mutuamente excluyentes. Algunos trastornos mentales 
describen estados de poca duración, otros, rasgos permanentes 
de la personalidad; algunos reflejan sufrimiento interior, otros 
mala conducta; algunos representan problemas que nunca o casi 
nunca se dan en personas normales, mientras que otros no son 
más que leves agudizaciones de los problemas cotidianos; algu-
nos reflejan demasiado poco autocontrol, y otros demasiado; 
algunos son intrínsecos a la persona, otros vienen determinados 
por la cultura; algunos se inician a edad temprana, otros surgen 
únicamente en la edad adulta; algunos afectan al pensamiento, 
otros a las emociones, a los comportamientos o a las relacio-
nes interpersonales; algunos parecen más biológicos, otros más 
psicológicos o sociales; algunos están respaldados por miles de 
estudios de investigación, otros por apenas unos cuantos; algu-
nos está claro que tienen cabida en el DSM, otros podrían haber 
quedado fuera y tal vez deberían ser eliminados; algunos están 
definidos claramente, otros no; y hay permutaciones complejas 
de todas estas posibles diferencias. 
A veces bromeo diciendo que la única forma de definir un 
trastorno mental es como «aquel que los especialistas tratan, 
los investigadores investigan, los educadores enseñan, y por el 
que pagan las compañías de seguros». Desgraciadamente, esta 
«definición» práctica es flexible, tautológica y potencialmente 
interesada, y se centra en hábitos prácticos en lugar de guiarlos. 
Cuanto mayor sea el número de especialistas en salud mental, 
mayor será el número de condiciones vitales que se abran paso 
hasta ser calificadas como trastornos. A mediados del siglo xix, 
sólo se enumeraban seis trastornos en el censo inicial de pacien-
tes mentales; actualmente son cerca de doscientos. Al parecer, 
la sociedad tiene una capacidad insaciable (incluso un ansia) 
de aceptar y aprobar nuevos trastornos mentales que ayuden 
a definir y encontrar una nueva explicación convincente a sus 
nuevas inquietudes.
39
¿Los trastornos mentales son enfermedades, mitos u otra cosa?
Algunos críticos radicales con la psiquiatría se han aferra-
do a las ambigüedades de sus definiciones para argumentar que 
dicha profesión no debería existir. Alegan la dificultad de encon-
trar una clara definición de trastorno mental como prueba de que 
el concepto carece de significado útil; si los trastornos mentales 
no son enfermedades médicas definidas anatómicamente, deben 
de ser «mitos» y no hay una verdadera necesidad de molestarse 
en diagnosticarlos. Esta postura es del agrado sobre todo de 
los libertarios preocupados por proteger la libertad de elección 
del paciente de lo que consideran trampas esclavizadoras de la 
psiquiatría. Llevan la idea de «salvar a las personas normales» 
hasta el extremo; se trata de la postura tremendamente ilógica 
de que todo el mundo es normal.
Este dogma sólo puedeser asumido por teóricos de salón 
sin ninguna experiencia real en enfermedades mentales. Por muy 
difícil que sea de definir, el trastorno psiquiátrico es una realidad 
demasiado dolorosa para quienes la sufren y para quienes los 
atienden.23 Salvar a las personas normales, en el sentido en que 
utilizo dicha expresión, no pretende negar el valor del diagnós-
tico y tratamiento psiquiátricos. Más bien se trata de un intento 
de hacer que la psiquiatría continúe haciendo lo que sabe hacer 
dentro de sus propios límites. Cualquiera de los extremos es 
igual de peligroso: un concepto expansivo de trastorno mental 
que elimine la normalidad o un concepto expansivo de normali-
dad que elimine el trastorno mental.
La mejor manera de entender la esencia del trastorno men-
tal –lo que es y lo que no es– es comparar las bolas y los strikes 
señalados por tres árbitros diferentes. La mayor parte de la epis-
temología se reduce a sus opiniones opuestas sobre cómo pode-
mos percibir la realidad.
Primer árbitro: «Hay bolas y hay strikes y los señalo como son».
Segundo árbitro: «Hay bolas y hay strikes y los señalo como 
los veo».
Tercer árbitro: «No hay bolas ni strikes hasta que yo los señale».
40
El árbitro 1 cree que los trastornos mentales son auténti-
cas «enfermedades»; el árbitro 3 que son «mitos» fantasiosos; 
el árbitro 2 que son algo intermedio: conceptos útiles que no 
proporcionan nada más (ni nada menos) que la mejor hipótesis 
para solucionar los desórdenes psiquiátricos.
El árbitro 1 confía en nuestra capacidad para detectar la 
verdadera esencia de las cosas. Para él, el trastorno mental re-
velará pronto sus secretos a través del estudio científico. Este 
optimismo era compartido por la mayoría de los psiquiatras bio-
lógicos hasta hace unos quince años, pero, a excepción de unos 
pocos irreductibles, se está desvaneciendo rápidamente. Miles de 
millones de dólares en investigación no han conseguido aportar 
pruebas convincentes de que cualquier trastorno mental sea una 
dolencia diferenciada con una causa unitaria.24,25,26 Se han «en-
contrado» docenas de genes candidatos diferentes, pero, según 
estudios posteriores, han resultado ser un fiasco. Los trastornos 
mentales son demasiado heterogéneos en cuanto a su presen-
tación y a su causalidad como para ser considerados simples 
dolencias; en cambio, cada uno de los trastornos definidos aca-
bará resultando en muchas enfermedades diferentes. Al menos 
de momento, el árbitro ha señalado strikes.27,28,29
El árbitro 3 presenta exactamente la visión opuesta, la duda 
escéptica y solipsista de que el hombre pueda llegar a aprehender 
la proteica realidad y apreciar las cosas como realmente son. Sos-
tiene que los trastornos mentales no son más que «mitos» arbi-
trarios y a veces perniciosos que limitan injustamente la libertad 
de elección de los pacientes psiquiátricos. Le preocupa la resba-
ladiza pendiente que podría llegar a extenderse a otros grupos 
vulnerables.30 De hecho, hay motivos para esta preocupación; 
actualmente se abusa de los diagnósticos psiquiátricos para 
encarcelar a violadores en EE.uu. y a los campesinos que 
protestan por la corrupción en China, y antes sirvieron de excusa 
para hospitalizar a los disidentes políticos en la unión Soviética.
Por supuesto, es indispensable evitar el abuso de la psiquia-
tría al servicio de intereses legales o políticos, pero el árbitro 3 
exagera sus argumentos. Los trastornos mentales no son mi-
tos. A pesar de no tratarse de una enfermedad definida (por 
ejemplo un tumor cerebral o un derrame), la esquizofrenia pro-
41
voca una dolencia profunda y prolongada; es decir, angustia e 
incapacidad. Los patrones en que se presenta son claramente 
reconocibles, pueden diagnosticarse de manera fiable, se dan en 
familias, tienen correlación en los escáneres cerebrales, un curso 
predecible, y responden a tratamientos específicos. Para quienes 
la sufren y sus allegados, la esquizofrenia es claramente real y no 
se trata de una invención psiquiátrica.
El árbitro 2 es el que más se aferra a la esquiva realidad, 
lo cual resulta paradójico, ya que entiende y acepta que sólo 
podemos conocerla de manera parcial. Desde luego, la realidad 
es «proteica», cambia constantemente y es difícil de aprehender. 
Sin duda, hay una brecha enorme entre cómo son las cosas real-
mente y cómo las percibimos, y no sólo en psiquiatría. Solamen-
te el 4 % del universo conocido puede detectarse directamente 
por nuestros sentidos; el resto es energía y materia «oscura». El 
mundo cuántico es tan fantásticamente discordante del nuestro 
que ni siquiera los físicos que pueden predecir matemáticamen-
te cada característica del mismo son capaces de encontrar una 
manera intuitiva de relacionarse con él. ¿Cómo es posible que la 
luz sea una onda que de repente se transforma en una partícula 
justo cuando decidimos mirarla de una manera determinada?
La esquiva realidad no desanima al árbitro 2. No tenemos 
que percibir o comprender plenamente la naturaleza subyacente 
de nuestro mundo para gestionarlo bien. Nuestros sentidos y 
nuestra capacidad de razonamiento han evolucionado como lo 
han hecho porque funcionan bien en el asunto cotidiano y no fi-
losófico de la supervivencia. Los conceptos mentales de realidad 
son imperfectos pero indispensables, son formas de organizar 
los desconcertantes fenómenos del mundo.
El árbitro 2 «los señala como los ve». Los trastornos men-
tales no son enfermedades reales como le gustaría al árbitro 1, 
pero tampoco son los peligrosos mitos que teme el árbitro 3. En 
cambio, sigue un tipo realista de pragmatismo utilitarista. Su 
mirada de árbitro se fija en lo que funciona mejor; no le distrae 
el reduccionismo biológico ni la duda racionalista. Acepta que 
constantemente elaboramos percepciones y encontramos signi-
ficados temporales útiles pero nunca exactos del todo. Nuestra 
clasificación de trastornos mentales no es más que una reco-
42
pilación de conceptos falibles y limitados que tratan sin éxito 
de encontrar la verdad, pero actualmente sigue siendo la mejor 
manera de expresar, tratar e investigar los trastornos mentales.
La esquizofrenia es un concepto útil, no un mito ni una 
dolencia. Es la descripción de una serie determinada de proble-
mas psiquiátricos, no una explicación de sus causas. Algún día 
tendremos un conocimiento mucho más exacto y formas más 
precisas de describir estos mismos problemas. Pero, por ahora, 
la esquizofrenia es muy valiosa en nuestro trabajo cotidiano. Lo 
mismo sucede con el resto de los trastornos del DSM. Está bien 
conocer y utilizar las definiciones del DSM, pero no cosificarlas 
o venerarlas.31,32
La definición de trastorno en el mundo
¿Qué sucede con la potencialmente distorsionadora lente de 
la cultura? ¿Se presentan del mismo modo los trastornos men-
tales en todas partes, o cada cultura necesita su propio sistema 
de diagnóstico? La respuesta parece ser que, normalmente, uno 
solo se ajusta a casi todas. Aunque el comportamiento «normal» 
varía según la cultura, los trastornos mentales concretos son bas-
tante uniformes. La demencia, la psicosis, la manía, la depresión, 
los ataques de pánico, la ansiedad, el trastorno obsesivo-compul-
sivo y los trastornos de personalidad han sido descritos en todas 
las épocas y en todas partes, y actualmente aparecen en estudios 
epidemiológicos de todo el mundo. Cuando los índices de los 
trastornos difieren (por ejemplo cuando en EE.uu. se diagnosti-
ca esquizofrenia a más personas de raza negra), ello se debe a la 
parcialidad o a puntos ciegos culturales por parte de los evalua-
dores, no a auténticas diferencias en los pacientes evaluados.33
Actualmente, en el mundo se utilizan dos sistemas de diag-
nóstico que se solapan: el DSM IV (traducido a 22 lenguas) y la 
CIE 10, desarrollada por la Organización Mundial de la Salud 
(traducida a 42 lenguas).34 El DSM 5 y la CIE 10 son en reali-
dad muy parecidos; no es extraño, ya que son parientes muy 
cercanos. Ambos no son másque pequeñas modificaciones del 
mismo predecesor, el DSM III, y fueron elaborados al mismo 
43
tiempo, tratando de lograr la armonía. Como sucede con los 
hermanos, hay rivalidad entre los sistemas. Hasta ahora, el del 
DSM ha sido más influyente, pero tendrán que pasar varios años 
para poder juzgar si el DSM 5 o la CIE 11 (cuya publicación 
está prevista para alrededor de 2016) ganan la siguiente ronda 
de la competición. De momento, los méritos relativos del DSM 
y la CIE son bastante evidentes: el DSM se utiliza mucho más 
a menudo en investigación; en cuanto al trabajo clínico en los 
países desarrollados son más o menos iguales; y la CIE es más 
adecuada para los países en vías de desarrollo que necesitan un 
sistema más sencillo.35
La pregunta más fascinante es por qué ambos sistemas de 
diagnóstico han logrado tal grado de aplicabilidad entre todas 
las razas y culturas del mundo. Está claro que los humanos te-
nemos más similitudes que diferencias, y nos parecemos mucho 
a la hora de definir normalidad y trastorno mental.
En los trastornos mentales no hay diferencias raciales de 
origen genético. ¿Cómo es posible tal uniformidad? Compa-
rados con otras especies, los humanos tenemos un patrimonio 
genético considerablemente homogéneo. Pruebas genéticas y 
geológicas coinciden en la teoría de que hace unos 70.000 años 
hubo una enorme mortalidad provocada por la gigantesca erup-
ción de un volcán en la zona que correspondería a la actual In-
donesia.36 Nuestra especie casi desapareció a causa del prolon-
gado cambio climático, y ahora todos somos descendientes de 
las pocas miles de parejas que sobrevivieron. A pesar de todos 
los problemas que originan, las diferencias raciales son literal-
mente superficiales, recientes, y presentan relativamente pocas 
diferencias en lo tocante a cómo se manifiestan los problemas 
médicos y mentales.
La cultura tiene un papel mucho más importante, pero so-
lamente influye en las manifestaciones superficiales. Los trastor-
nos psicóticos breves y las manifestaciones de síntomas físicos 
son mucho más comunes en las zonas más pobres del mundo, 
mientras que la anorexia nerviosa y el déficit de atención lo son 
en las más ricas. A la hora de diagnosticar y tratar es indis-
pensable ser consciente de las diferencias culturales, pero éstas 
no son tan grandes como para requerir sistemas de diagnósti-
44
co diferentes en las distintas partes del mundo. En general, los 
humanos son bastante parecidos genética y culturalmente, de 
manera que un único sistema de diagnóstico (ya sea el DSM o 
la CIE) es lo suficientemente flexible para dar cabida a todas las 
posibilidades.
La definición de los trastornos mentales individualmente
La mala noticia de que no podemos desarrollar una defi-
nición útil del concepto general de «trastorno mental» queda 
contrarrestada por la excelente noticia de que podemos definir 
con bastante facilidad cada uno de los trastornos mentales es-
pecíficos. El método, introducido por el DSM III en 1980, es 
sencillo y eficaz. La descripción de cada trastorno recogido en el 
DSM va acompañada de una serie de criterios que enumeran en 
términos bastante precisos los síntomas que lo definen, cuántos 
tienen que estar presentes y qué duración deben tener. Por ejem-
plo, un episodio depresivo grave viene definido por la presencia 
de cinco o más de los síntomas siguientes durante más de dos 
semanas, provocando malestar o incapacidad clínicamente sig-
nificativos: estado de ánimo depresivo, pérdida de interés, dis-
minución del apetito, alteraciones del sueño, fatiga, agitación, 
culpa, confusión mental y tendencias suicidas. Los especialistas 
clínicos de todo el mundo han utilizado esta definición consen-
suadamente durante más de treinta años. Si se dan sólo cuatro en 
lugar de cinco de estos síntomas, no se diagnostica depresión, y 
lo mismo sucede si se manifiestan durante una semana en lugar 
de dos, o si la discapacidad que provocan no es para tanto. Hay 
alrededor de 200 series de criterios en el DSM; una por trastor-
no. Establecen los límites que separan los trastornos mentales 
de la normalidad y entre sí. Cada serie de criterios recoge los 
síntomas que definen ese trastorno concreto (pánico, ansiedad 
generalizada, trastorno obsesivo-compulsivo, déficit de aten-
ción, autismo, etc.) y el umbral requerido. Cuando los clínicos 
siguen los criterios, logran un acuerdo considerable. Sin ellos no 
hay acuerdo. Cada clínico dicta sus propias reglas y el resulta-
do es una confusa torre de Babel de opiniones contrapuestas e 
45
idiosincrásicas. La psiquiatría depende enormemente de series 
de criterios para lograr un acuerdo en cuanto a sus diagnósticos.
Pero hay una trampa. Las líneas divisorias que delimitan 
los diferentes trastornos son siempre mucho más borrosas en la 
vida real que sobre el papel. Realmente, no hay nada mágico ni 
predeterminado en ninguno de los umbrales del DSM; entre los 
límites aparentemente blancos y negros hay una amplia gama 
de grises. El hecho de requerir la presencia de cinco síntomas 
durante dos semanas para poder diagnosticar un trastorno de-
presivo mayor deriva de una decisión bastante arbitraria, no de 
una necesidad científica. Por la misma regla de tres, los requisi-
tos podrían haber sido superiores, exigiendo, por ejemplo, seis 
síntomas durante cuatro semanas. Con un umbral más exigente 
perderíamos «sensibilidad» (quedarían fuera personas enfermas 
necesitadas de diagnóstico), pero ganaríamos «especificidad» 
(diagnosticando a menos personas normales de manera erró-
nea). Sensibilidad y especificidad están entrelazadas recíproca-
mente, no se puede favorecer a una sin perjudicar a la otra. 
Hay una inevitable interdependencia entre ambas que exige un 
equilibrio adecuado de los riesgos y beneficios del exceso y el de-
fecto de diagnósticos. La decisión final acerca de dónde situar el 
listón es siempre subjetiva; la investigación nunca proporciona 
una respuesta clara y convincente que determine la elección de 
un umbral concreto frente a otras posibilidades.
una vez establecida una serie de criterios, debería haber 
una buena razón para cambiarla; de lo contrario, el sistema no 
sólo sería arbitrario, sino también incoherente y confuso. No 
obstante, esto nos plantea un problema. Muchas de las cate-
gorías y umbrales actuales fueron creadas hace treinta y cinco 
años, cuando la sensibilidad era el objetivo primordial, ya que 
demasiada gente necesitada de diagnóstico quedaba fuera. Aho-
ra, las circunstancias han cambiado drásticamente y la falta de 
especificidad es el problema principal. Antes del DSM III ha-
bía demasiado pocos diagnósticos; ahora, debido a la inflación 
diagnóstica, hay demasiados. Elevar los umbrales de gravedad 
y duración contribuiría a «salvar a las personas normales» y 
evitar los excesos, pero crearía inestabilidad y reduciría la sensi-
bilidad. No se puede tener todo.

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