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Josep Manuel Berenguer 22/06/2009
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http://www.sonoscop.net/jmb/
Espacio / Música
Un espacio existe en función de sus límites y es, por tanto, definible en virtud de las
variables que determinan las condiciones de existencia de objetos en su interior. De
manera casi recursiva, la propia existencia del espacio condiciona también sus límites,
porque los objetos del interior de un espacio son, ellos mismos, límites del espacio en
cuestión y, como tales, ejercen restricciones sobre las posibilidades de existencia de
otros objetos en su proximidad. 
Diré que es mental cualquier espacio donde la posibilidad de existencia de un objeto
equivalga a su significación en el contexto de alguna mente. En este sentido, existe un
espacio que recibe el nombre de música y en su interior, los objetos posibles, los
significantes, son las músicas. Si la música es un espacio, entonces es un conjunto. De
hecho, se trata de una subconjunto de la mente, que, a su vez, es otro espacio definible
en función de unos límites que condicionan la posibilidad de existencia en su interior.
Subconjunto de la mente, pues, la consciente y la inconsciente, la música puede,
además, ser pensada como un objeto posible de aquélla. En cualquier caso, siempre
tiene lugar vinculada a alguna actividad cerebral y si bien es cierto que la música existe
en virtud del sonido, directamente nada tiene que ver con él ni con sus propiedades
físicas. La música habría de ser considerada más cercana de las imágenes sonoras -los
objetos sonoros de Pierre Schaeffer-, pero ni todas las imágenes sonoras son objetos
musicales ni todos los objetos musicales pueden ser considerados imágenes sonoras. En
este sentido, a pesar de que no todas las sensaciones deben necesariamente ser, en
general, consideradas musicales, sostengo que casi todas pueden serlo en algún contexto
particular. E inversamente, dada una sensación cualquiera típicamente relacionada con
la experiencia musical, no habría de ser imposible encontrar algún contexto musical
donde no existiera o su musicalidad no fuera más que un efecto colateral sin
significación. 
Así pues, una aproximación a los límites musicales puede ser acotada en primera
instancia por los límites de la integración asociativa de las relaciones, las generadas en
áreas cerebrales de proyección primaria -en especial, las sonoras-, así como las que
proceden de zonas cerebrales dedicadas a aspectos más abstractos y sofisticados
relacionados con la experiencia estética. Sin embargo, la experiencia neurológica no es,
por ahora, suficientemente satisfactoria. Si lo será o no y hasta qué punto queda más
allá de mi alcance. A pesar de que la música es una actividad mental que generalmente
se manifiesta por la presencia de sonido, la musicalidad no se encuentra en los sonidos,
como tampoco en las sensaciones que emanan directamente de ellos, ni en el tiempo ni
en el espacio del espacio-tiempo, donde las muestras de esta forma de energía tienen
lugar. Debe ser situada a un nivel más recóndito de la mente, donde las sensaciones se
elaboran e interpretan y pasan, de no tener más significación que la de informaciónes de
los estados del mundo -la mente, incluida-, a devenir experiencias que nos a menudo
extrañamente nos complace caracterizar como complejas. La música, el espacio donde
sólo tienen sentido ciertas informaciones que llamamos música, está limitado por la
percepción del sonido en el tiempo y en el espacio subjetivos, pero también por la
percepción de la propia percepción, y así sucesivamente, en un bucle de apariencia
inacabable, quién sabe si infinito, quién sabe si equivalente a los puntos generables por
algún sistema iterado de funciones hiperbólicas, constructores de espacios de cualidades
geométricas bien conocidas : cerrados y acotados, compactos, homotécicos, se dice de
esos espacios que son fractales, porque sus dimensiones no son enteras, como las del
espacio euclídeo. Su representación gráfica ha sido ampliamente empleada en la
práctica artística. 
De la misma forma que las otras dimensiones, el tiempo de la música es mental y
subjetivo. El presente mental varía en función de la atención, tanto en música como en
cualquier otra realidad de la mente humana adulta, donde las sensaciones de
simultaneidad, secuenciación, velocidad, ubicación relativa, proximidad, inclusión, no
se corresponden linealmente con sus homólogos cuantificables en el espacio tiempo. La
música no es un objeto que exista en el espacio-tiempo. No existe ninguna razón por la
que el sonido o su percepción, canales de niveles distintos a través de los que la música
se transmite, hayan de ajustarse a una estructura determinada, sea temporal, dinámica,
melódica, tímbrica, o de cualquier otra naturaleza, como por ejemplo, física o psico
física. Nada puede decirse de la musicalidad de los sonidos en función de las
periodicidades o de las aperiodicidades que caracterizan a sus señales. Que un sonido
tenga un espectro aleatorio, bajo, pues, en información significante por lo que respecta
a la ordenación de las frecuencias parciales que lo integran o a la sucesión de
amplitudes instantáneas, no significa que su presencia en una música no pueda ser
resultado, a un nivel distinto y, sobretodo, alejado de la realidad física, de una
ordenación independiente, más o menos sofisticada, portadora de un alto grado de
significación musical. Tanto la música popular de casi todas las culturas como la música
del presente han probado ámpliamente este hecho en la práctica. He aquí una razón
más entre las muchas que justifican el abandono definitivo del concepto de ruido de los
discursos que lo emplean para explicar las particularidades estéticas del sonido y de la
música, terreno donde, desde mi punto de vista, todo depende de las definiciones
arbitrarias de las funciones culturales asignadas a los sonidos -también, a las secuencias
de sonidos- y de si esas funciones son posibles, es decir, si tienen significado en algún
rincón del espacio musical. Los signos musicales, como los lingüísticos, son de un alto
grado de arbitrariedad y la música tan sólo existe en un espacio cultural donde se
proyecta y que, a su vez, se proyecta en ella. Así es como el espacio mental de la
música trasciende las individualidades y deviene, mucho más que objeto o finalidad en
sí, síntoma de un proceso que me gusta denominar metabolismo de la información y que
parece particularmente desarrollado en la especie humana. 
Especialmente ahora que ya hace tiempo que en el dominio del reconocimiento de
formas se habla de distancia informática entre dos imágenes en términos del número de
operaciones que un programa invierte para la definición de una imagen a partir de otra,
tal vez sean lícitas las preguntas al respecto de su geometría y también sobre la
diferencia o distancia de un elemento de naturaleza musical a otro que que no la posee.
Toma así sentido una definición de subconjuntos de elementos propios del discurso
musical en función de la distancia entre ellos, de la ocupación de una cierta región del
espacio determinada por una bola alrededor de un cierto punto del espacio musical. Con
estas consideraciones de fondo, sin dejar de ser tan jocosa como siempre, se hace bien
comprensible y significativa la pregunta de John Cage acerca de si es más musical un
camión que pasa por delante de una fábrica que un camión que pasa por delante de una
escuela de música. 
Que la música pueda ser considerada como un espacio mental no es contradictorio con el
hecho de que la experiencia musical resulte muy afectada por la influencia de los
espacios físicos en las características espectrales de los sonidos que en su interior se
generan. Desde el punto de vista de la experiencia sonora, dos señales sonoras son
diferentes a pesar de que procedan de fuentes equivalentes si son generadas en espacios
de propiedades reflejantes distintas. De la misma forma que las cajas de resonancia de
los instrumentos modifican profundamente los sonidos producidos por el mecanismo
vibratorio, los espaciosde naturaleza mecánica, en virtud de sus límites y de sus
propiedades físicas, contribuyen en la naturaleza interna de las señales sonoras que
llegan al oído. Por eso, el oído es capaz de detectar las dimensiones y la factura de los
espacios. Así es como ha sido un instrumento particularmente útil para la supervivencia
de los individuos de las especies que lo poseen.
De todo lo anterior, pues, emerge la justificación de los discursos musicales acerca de la
espacialización -en su acepción corriente- como metáforas de la existencia paralela de
un espacio mental, el único, sin embargo, que nos ha sido dado conocer íntimamente,
porque el conocimiento del espacio físico, como otros aspectos de la realidad, nos está
velado, como diría Bernard Despagnat. De hecho, la poética musical es susceptible de
ser interpretada desde ese punto de vista, en conexión laxa con algunas orientaciones
de la ciencia cognitiva, sin tener en cuenta si se trata de la del canto gregoriano, que
suena particularmente bien en las iglesias, o la de la polifonía de los pigmeos, que
necesita de las reflexiones de los sonidos en los troncos de los bosques de palmeras, la
de las músicas también polifónicas de André y Giovani Gabrielli, especialmente
compuestas para la catedral de San Marco, en Venecia, la de la música para la esfera
sonora que Stockhausen quiso hacer construir en Osaka, llena de altavoces, o la
compuesta especialmente para los polítopos de Le Corbusier y Iannis Xenakis o las
cúpulas de Léo Kupper, la de la música electrónica que Luigi Nono compuso para el
Halaphone de Hans Peter Haller o también la de las músicas electroacústicas actuales,
concebidas en la soledad introspectiva del estudio para ser proyectadas en el mundo por
medio de sistemas de reproducción sonora sofisticados y complejos, que llenan el
espacio mecànico de altavoces emisores de fuentes sonoras diferenciadas, como son el
Cybernéphone del IMEB o el Acousmounioum del INA GRM. 
Con la irrupción de las telecomunicaciones en la creación artística, la imagen mental del
especio ha reventado. Tal vez así se acerque más a la interpretación que del espacio
real algunos físicos han dado en términos de holograma generado a partir de una
información desprovista de dimensión. Los eventos artísticos basados en las
telecomunicaciones han contribuido en la apariencia de fragmentación del espacio, que
justifica una imagen mental de espacio poco compacta y sometida a geometrías
variables. Por distintas razones de fondo. Una es la naturaleza discreta de las señales
que se transmiten. Otra, la dispersión geográfica, que hace que un único evento
artístico sea percibido de manera distina en función de la localización geográfica de
cada usuario. También es importante tener en cuenta las diferencias entre metodologías
generadoras de contenidos artísticos, propias de cada área de influencia cultural.
Finalmente, la velocidad de intercambio de información ha reducido el tamaño de la
imagen mental del mundo. Aunque no sea cierto, a veces puede parecer que el mundo
entero quepa entre una pantalla y unos altavoces. Sin embargo, desde que percibo las
actividades de las colectividades humanas, la vida, la música, las relaciones sociales, el
movimiento de los astros y sus interacciones, sus comportamientos, tan variados y, a
pesar de que me pregunto si no será una alucinación, tan complejos, como
particularidades emergentes de la reorganización constante de la materia en su
larguísimo recorrido evolutivo en la expansión conformadora del universo tal como ahora
lo conocemos, prefiero contemplar esa poética desde la superposición activa de los
niveles que intervienen en la construcción de la realidad, experiencia que acostumbro a
considerar como una especie de holograma, también yo, donde reina la homotecia, de
manera que, de nivel en nivel de complejidad, permanecen y se reproducen casi por
casualidad las características formales de las relaciones que entre sí han tejido y tejen
entidades que considero mis ancestros : estructuras culturales, mentales, biológicas,
orgánicas, moleculares, atómicas y subatómicas.

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