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EL ANARQUISMO ESPAÑOL COMO FORMA DE VIOLENCIA POLÍTICA
JAVIER POSADA MOREIRAS
JULIO DE 2013
C/ JUAN DE URBIRTA Nª 37 – 1º PTA. 4
MADRID 28007
TLF. 914. 341. 638
javier@moreiras.e.telefonica.net
introducción
El anarquismo ha venido siendo considerado por historiadores, politólogos y filósofos del pensamiento, como el paradigma y uno de los ejemplos más acabados de violencia política por antonomasia. Además fue una de las corrientes políticas que dieron origen al terrorismo político contemporáneo, lo cual se podría aplicar perfectamente al anarquismo español, uno de los más activos del mundo en el ejercicio de la violencia para alcanzar el poder. Para apoyar lo dicho, se pueden citar varios ejemplos de autores, de entre los cuales dos bastante destacados serían José Álvarez Junco y su estudio La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Madrid, Siglo Veintiuno, 1991; o bien Eduardo González Calleja y su La razón de la fuerza. Orden público, subversión y violencia política en la España de la Restauración (1874-1917), Madrid, CSIC, 1998.
Pese a todo lo anterior, si se analiza el pensamiento anarquista desde sus orígenes (especialmente, a Mijail Bakunin, pionero de la filosofía anarquista y uno de los fundadores de la A.I.T. en 1864 y de especial relevancia para el anarquismo español), se puede concluir que su doctrina inicial no era en absoluto violenta, pues se basaba en los siguientes principios[footnoteRef:1]: en primer lugar, la armonía natural del universo, con raíces en corrientes progresistas e ilustradas, de tendencia utópica y filantrópica. En segundo lugar, un acusado optimismo filantrópico, que implicaba confianza genérica en el ser humano. Y por último, convencimiento de la necesidad de que no existan estructuras estatales ni, por consiguiente, sus aparatos de coacción (ejército, fuerzas de seguridad). [1: Ver Álvarez, 1992, 261-271.] 
De todo lo expuesto, podría deducirse que el anarquismo adolece, al menos en cuanto a su ideario básico, de una cierta ingenuidad y de un pensamiento difuso, que lo podría hacer peligrosamente manipulable. De hecho, las tácticas políticas lógicas que se deducirían de esta especie de idealismo pacifista, proclamado inicialmente por este anarquismo originario, consistirían en hacer proselitismo a través de la formación y de la educación (convencer en lugar de vencer), la defensa de la no violencia, y actuar siempre buscando convertirse en un referente moral, constituyendo un claro ejemplo ético. Todo ello, muy en la línea de filosofías utópicas socialistas –tipo Proudhon, de las que recibió claras influencias en sus comienzos–[footnoteRef:2]. Ya se verá que, con el tiempo, y no sólo en España, no fue así, si no bien al contrario. [2: Ibídem, 258.261.] 
Esta filosofía pacifista y utópica del anarquismo pretendía plasmarse en una futura sociedad anarquista, que debería estar basada en el dominio de la razón, la convicción, la educación y la ciencia, y no en la coacción de la fuerza, que era la ejercida por las oligarquías tradicionales (tal como pensaban los creadores del anarquismo –el propio Bakunin, Kropotkin– que sucedía al crearse esta doctrina, a mediados del xix). Esto les llevó a plantearse la manera en que podría implantarse la revolución anarquista, sin recurrir a la violencia. En este sentido, sería interesante analizar las especificidades del pensamiento anarquista español. 
el pensamiento anarquista español
En España, entre 1868 y 1910, se configuró un pensamiento anarquista español que podría definirse como una corriente doctrinal ecléctica, polifacética, variada y dispersa[footnoteRef:3]. Ahora bien, se trataría de una síntesis de corrientes muy diversas y a veces opuestas, pero con unos pocos principios básicos, simples y genéricos: la negación del Estado; la crítica universal al poder y los poderosos; el rechazo a considerar el anarquismo como un partido político, electoral; la afirmación de la ciencia y de la razón contra la religión; el amor libre (que no conllevaba necesariamente la asunción del feminismo), y el ideal de una sociedad sin clases y sin propiedad privada de los medios de producción, libre e igualitaria. [3: Tomado de la amplia descripción del doctrinarismo anarquista español (Termes, 2011, 174-181).] 
El anarquismo español sintetiza, divulga, hace suyo e incluye en su imaginario todo el conjunto de propuestas “progresistas” surgidas en Europa desde el siglo xviii. Entre ellas cabría destacar a los ilustrados (sobre todo Voltaire y el conde Volnay, con sus desmitificaciones de la religión establecida); el materialismo de Holbach; los principios de la Revolución Francesa; las corrientes de reforma política y social del siglo xix, empezando por utopismos como el del ya mencionado Proudhon; los evolucionistas –sobre todo, Darwin–; los individualistas, desde Stirner hasta Nietzsche (y su superhombre negador del cristianismo) y, años más tarde, los criminalistas y defensores del determinismo social, como Lombroso. A partir del neomalthusianismo, el doctrinarismo anarquista español asume ideas como el control de la natalidad, la higiene sexual, la condena de la prostitución (Robin o Marestan); el pacifismo, el antimilitarismo y la no violencia (Tolstói); la escuela libre, es decir, no confesional, y la pedagogía activa (que tanto predicamento alcanzará a comienzos del siglo xx con la Escuela Moderna de Ferrer Guardia y su pedagogía libertaria); la geografía, la etnografía, así como las ciencias naturales (Réclus); la literatura de “ideas”, desde Ibsen y el hombre y la mujer libres y superiores, hasta Panait Istrati; Gorki, con toda la literatura naturalista y realista –Zola era el más apreciado–, así como las interpretaciones de las corrientes vanguardistas sobre la literatura y el arte (con Brandes como intérprete).
En conjunto, se puede afirmar la escasa originalidad doctrinal del anarquismo español, y su dependencia de los clásicos rusos o franceses[footnoteRef:4]. En términos filosóficos, el anarquismo se apoya en la idea de la libertad absoluta, del individuo y de la colectividad natural; “siempre defenderá la libertad frente a la autoridad, sea de la religión o del poder, y la única autoridad reconocida será la de la ciencia” (Termes, 2011, 178 y 178). El individuo es libre dentro de la sociedad, que no puede ejercer ningún tipo de coacción contra él. El ser humano, individual, tiene un derecho imprescriptible a la vida, el placer, al trabajo; en suma, es el hombre sublevado contra Dios: por encima de él, no hay nada, y él pactará libremente con sus semejantes, principio que lo conduce filosóficamente al federalismo pactista de Pi y Margall. Para el ser humano, sólo cuentan los dictados de su propia conciencia y su voluntad. [4: De nuevo se sigue lo afirmado en el riguroso estudio de Álvarez, 1992, 261-271. ] 
En este sentido, y como consecuencia de llevar este ideario a sus últimas consecuencias y extremándolo, cierto tipo de anarquismo cae en el individualismo a ultranza (alejado también del mundo sindical por lo que éste tiene de gregario y coercitivo). Pero, en general, el concepto de humanitarismo y cooperación social corrige ese extremismo y, por lo tanto, el anarquismo es una compleja combinación de individualismo y de comunitarismo. Así, el anarquismo dominante distingue entre la sociedad como imprescindible marco donde se desarrollan las vidas individuales, y la sociedad como un conjunto de reglas escritas o tácitas, defendidas por instituciones dotadas de poder coercitivo, moral, espiritual o material. 
“El individuo consciente no se enfrenta necesariamente a la sociedad, sino a la Trinidad maligna (Dios, el Estado y el capital). En cierto sentido, muchos autores han visto el anarquismo como la doctrina extrema del liberalismo, del racionalismo y del antiestatismo, como una culminación de la teoría, más o menos rousseauniana, de los derechos naturales del hombre, que libre, logrará la armonía natural y universal” (Termes, 2011, 179). 
Así pues, según el anarquismo,el hombre se enfrenta a la Autoridad y, en última instancia, a la Divinidad Punitiva. Eso queda patente en la obra filosófica de los primeros bakuninistas. En ellas opone otras abstracciones: el Hombre, la Justicia, la Razón, la Naturaleza y la Ciencia[footnoteRef:5]. [5: Enunciación resumida de las bases filosóficas del anarquismo (Álvarez, 1992, 261-271).] 
Por último, dos serían las características más destacables del pensamiento anarquista español[footnoteRef:6]: la primera es que el anarquismo español reafirma como principio absoluto la bondad natural del ser humano, antes de que lo corrompieran las leyes, las religiones y el fanatismo. Este “buenismo” choca a menudo con el determinismo social, y con el mismo evolucionismo. Además, esa bondad natural se identifica con la bondad de la naturaleza, de lo natural, lo cual plantea problemas interpretativos al comprobar por la experiencia cotidiana cómo existe la maldad (natural), el desorden, el caos y la injusticia cósmica. Pero, en definitiva, para los anarquistas españoles hay unas leyes naturales, eternas y de validez universal, científica y moral, cuya perturbación es el origen de todos los conflictos. La libertad eliminará todas las trabas que se oponen al desarrollo natural de la humanidad. [6: Síntesis del doctrinarismo anarquista español y sus características teóricas fundamentales (Termes, 2011, 178-181).] 
La otra característica es la fe extremada en la razón, la ciencia, la educación y la cultura, que puede considerarse como un racionalismo omnipresente. Se ve el anarquismo como el reino de la razón, el imperio de la ciencia y la realización plena del ideal racional. Su concepción optimista ve en el avance de la ciencia y la razón la causa de la liberación indefectible del ser humano. 
anarquismo español y violencia política
Las asociaciones españolas de carácter anarquista habían pasado a la clandestinidad desde los primeros años de la Restauración. Sin embargo, la popularidad de esta ideología entre los trabajadores hispanos, junto con las nuevas vías abiertas tras la llegada de los liberales al poder, hicieron que en los años ochenta el anarquismo cobrase fuerza en España[footnoteRef:7]. En 1881 se fundó en Barcelona la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), que de acuerdo con los tiempos, tenía una nueva vocación sindicalista y se extendió rápidamente por Andalucía, Cataluña y Valencia, fundamentalmente entre campesinos y obreros del sector textil, llegando a tener cerca de 60.000 afiliados, 274 federaciones locales y 757 secciones. [7: Según la introducción a la historia del anarquismo español (Avilés et al., 2002, 87-89).] 
Pronto se distinguieron dos tendencias fundamentales, por una parte la andaluza, y por otra la catalana, con necesidades y problemas distintos. La división geográfica y sociológica –jornaleros del campo, artesanos y obreros en la ciudad– pronto les hizo decantarse por estrategias diferentes: las aspiraciones radicales, más utópicas, de un proletariado agrícola numeroso y sobreexplotado se inclinaron hacia la insurrección, frente a las reivindicaciones laborales de un proletariado industrial, numéricamente más débil pero bien organizado, que se declaró partidario de la lucha sindical.
A la vez, y especialmente a partir de los años que transcurren de 1890 a 1897, se va a producir una eclosión del individualismo anarquista, en detrimento del anarquismo comunitario (representado entonces, sobre todo, por el anarcosindicalismo). Al referirse a esta etapa del anarquismo español, se suele hablar del periodo del terrorismo individualista[footnoteRef:8], caracterizado por los grandes atentados, desde magnicidios frustrados o consumados (atentados contra Martínez Campos en 1893 o Cánovas del Castillo en 1897), hasta las bombas contra las clases acomodadas y su representación simbólica – como la del Gran Teatro del Liceo de Barcelona en 1893–, pasando por los ataques contra la Iglesia católica y la religión en general, en una de sus manifestaciones solemnes (la fiesta del Corpus del primer jueves de mayo de 1896 en Barcelona). [8: Siguiendo la teoría de la primacía en España del anarquismo individualista y su protagonismo en la etapa de los grandes atentados (Termes, 2011, 136-145).] 
Además, no se puede olvidar otro elemento corrosivo igualmente significativo y determinante: el petardismo, es decir, las bombas de menor potencia que se ponían en las puertas de las fábricas o de locales determinados, o las agresiones físicas a empresarios y contramaestres , encargados de fábricas y esquiroles. Hubo muchos en Cataluña, sobre todo en Barcelona. También hubo violencia social, y de gran magnitud, en la Andalucía agraria: sabotajes, secuestros, quemas de edificios y cosechas, envenenamiento del ganado, y agresiones de todo tipo. 
El fracaso de huelgas de hambre y de las iniciativas de conflictividad laboral (por ejemplo, la huelga general del Primero de Mayo de 1890, de carácter milenarista y que el anarquismo español pensaba, erróneamente, que se produciría a escala mundial, y que acabaría poniendo fin al sistema capitalista), provocó el derrumbe de los proyectos y expectativas societarias, sindicales y de acción obrera. Todo ello, sumado a la violencia y subsiguiente represión, impulsaron más aún los actos violentos minoritarios, individualistas y de carácter vengativo. Era lo que se conocería, en los círculos anarquistas más extremistas y partidarios de la acción, como “la propaganda por el hecho”.
Todo ello lleva a la conclusión de que, desde el nacimiento de la idea de una revolución social que, según la utopía anarquista, pondría fin a la sociedad capitalista y burguesa para crear otra libre e igualitaria, sin propiedad privada ni clases sociales, y cuyos proyectos para establecerla fueron dirigidos por una amplia minoría obrera (entre la que pronto destacó la élite intelectual anarquista)[footnoteRef:9], tuvieron una doble y diferente alma: una evolutiva y confiada en la fuerza de la cultura y la educación (que en el ideario anarquista siempre desempeñó un papel clave como elemento emancipador de la clase obrera), así como en la organización de un potente movimiento obrero; y otra exaltada e inmediatista, que es la que terminó empleando la acción violenta como medio de conseguir la mencionada revolución, y que sería la que acapararía el protagonismo fundamental dentro del mundo libertario y anarquista español. [9: Ibídem, 161-162.] 
Así pues, como se ha demostrado, violencia política y anarquismo (no todo el anarquismo, evidentemente) aparecen profundamente imbricados desde el origen del anarquismo en España, y culminan, a partir de finales del siglo xix, en lo que se ha denominado como terrorismo individualista –en el fondo, una mala interpretación del concepto bakuniniano de la acción directa–. El anarquismo terrorista practicará diversas formas de violencia política[footnoteRef:10], como el ilegalismo (destrucción de cosechas, secuestros y robos a bancos); también realizó magnicidios, en forma de atentados contra altos representantes del poder: líderes políticos, mandos militares o policiales; ataques contra la clase social dominante, tanto en su vertiente económica –contra fábricas y domicilios de grandes empresarios– como en la representativa –Liceo, cafés y otros lugares de recreo–, así como contra los símbolos del poder ( Congreso de los Diputados, iglesias y procesiones). [10: Principales manifestaciones de la violencia política en el anarquismo individualista español (Ibídem, 162).] 
Sin embargo, todo este conjunto de actividades violentas no produjo la revolución social pretendida, pero sí dio lugar a una dura, y a veces ciega, represión por parte de las autoridades responsables del orden público. Ante estas consecuencias, cabría preguntarse: ¿Creó esta violencia una mayor conciencia social entre la clase trabajadora? ¿Favoreció algún tipo de mejora concreta de los obreros y campesinos? Lo cierto es que resulta difícil responder taxativamente a estos interrogantes,pero analizando la historia política, económica y social de la España de entonces (la Restauración), cabría afirmar que, en última instancia, supuso más bien un freno que un avance. 
Aparte de la constatación fehaciente de que la mayoría de las víctimas de este terrorismo individualista anarquista nada tenían que ver con las clases dirigentes, y de la consideración ética que hace absolutamente reprobable las muertes violentas, especialmente las de inocentes. En este sentido, parece bastante diferente la posible valoración histórica que se pueda hacer de un magnicidio “limpio” como el de Pallás (el 24 de septiembre de 1893 en Barcelona contra Martínez Campos, ejemplo prototípico de la acción violenta o nihilista, dirigida contra personalidades de especial relevancia política, económica o institucional, y contra entidades religiosas o políticas significativas), quien además no huye y se convierte en mártir del anarquismo, que la que corresponde a atentados “ciegos” e indiscriminados, como los del Liceo o la calle Canvis Nous –al paso de la procesión del Corpus en Barcelona, el 6 de junio d e1896–, en los que se produjeron decenas de víctimas inocentes, entre ellas un buen número de ancianos, mujeres y niños.
Por tanto, sintetizando y siguiendo lo expuesto en la obra del profesor Álvarez Junco, citada en la introducción, el anarquismo comenzó a recurrir a la violencia política en España a partir de finales del siglo xix, con un momento álgido entre 1892 y 1897, básicamente debido a tres motivos: en primer lugar, por la cultura política española heredada, que incluía una tradición muy violenta de pronunciamientos, rebeliones, insurrecciones, golpes militares y la intromisión frecuente del ejército y de otros grupos armados en la vida política. En segundo lugar, por la irrupción del bakuninismo en el otrora pacifista y utópico ideario anarquista, con todo su culto a la insurrección violenta, las barricadas, las expropiaciones, las comunas libertarias y su lucha armada. Finalmente, comienza a registrarse la influencia de los “populistas rusos” y su nihilismo ciego, autores de los primeros atentados terroristas de la historia del anarquismo internacional, cometidos por extremistas izquierdistas rusos, furibundamente antizaristas, con diversos atentados contra la dinastía Romanov, como por ejemplo el asesinato del zar Alejandro ii en San Petersburgo en 1881.
Todo ello acabará teniendo su profunda influencia en el futuro devenir del anarquismo español. Con la llegada del siglo xx, concretamente entre los años 1918 y 1923, se produce el periodo conocido con el bien significativo nombre de “los años del pistolerismo” (periodo de lucha callejera y de incidentes violentos entre activistas de la CNT y del Sindicato Libre, especialmente en Barcelona, y en la más pura tradición gansteril norteamericana), lo que unido al activo tráfico de armas propiciado por la Primera Guerra Mundial, acabará degenerando en un clima social irrespirable, de sangrientos tiroteos entre pistoleros anarquistas y sus homólogos de la patronal, con duros enfrentamientos entre bandas organizadas de unos y de otros.
La Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) conseguirá poner fin a este periodo de gran agitación laboral y violencia política generalizada en las calles –de hecho, fue una de las causas que se aducen, históricamente, para justificar el advenimiento de esta dictadura, junto a la sangría provocada por la guerra de Marruecos–. A esta pacificación también contribuirá la creación en 1910 de la C.N.T, organización anarcosindicalista con fuerte implantación entre los trabajadores, especialmente en las ciudades, y que intentará en sus inicios canalizar las reivindicaciones del anarquismo por medio de medios menos violentos (huelgas, propaganda política, expropiaciones, ocupaciones de tierras). 
Pero, posteriormente, caerá bajo el control de la rama insurreccionalista del anarquismo, de tan triste protagonismo durante la II República, y que acabará siendo nefasto para ésta. Luego, durante la Guerra Civil de 1936-1939, y de modo harto incoherente, los anarquistas acabarán defendiendo al Estado republicano, constituyendo milicias que actuaron con métodos bastante radicales y violentos. 
 Como corolario, cabría apuntar que la teoría de la violencia política del terrorismo anarquista español no pretendió ser arbitraria ni discrecional, ajustándose al menos hipotéticamente a una serie de principios de actuación: diferenciar claramente entre la teoría política anarquista (que se sigue considerando a sí misma pacifista) y la obligada “praxis” de imposición de esa política, que requiere, frente a la violencia y coacción de los aparatos represores del Estado, del uso de esas mismas armas, pero por pura y legítima defensa. También se caracterizó por una ambigüedad calculada, a la hora de no condenar sino “relativizar y contextualizar” los ataques violentos contra el sistema represor burgués y capitalista (ejército y policía, iglesia, capital). Además, y en la línea señalada anteriormente de valerse de la ciencia y de la técnica en provecho propio, los anarquistas interpretaron que utilizar los numerosos avances científicos que inundaron este periodo (por ejemplo, la dinamita) era una manera de asimilar la revolución científica como un apoyo y una oportunidad para los oprimidos, y por tanto había que aprovecharlos.
Doctrinalmente, el anarquismo manifestó siempre una confusión y unas contradicciones evidentes entre su doctrina pacifista y una práctica política bastante violenta, llegando al terrorismo indiscriminado. Además, había en el anarquismo una palmaria carencia de una teoría del poder revolucionario, pues una vez alcanzado éste, ¿qué soluciones concretas de gobierno se ofrecían? Nunca hubo una respuesta clara a éste interrogante, entre otros. 
conclusiones
Para concluir, y a modo de reflexiones personales de todo lo expuesto hasta ahora, cabe afirmar que, en esencia, la historia del anarquismo español y su especial conexión con la violencia política, es la crónica de un movimiento obrero, de carácter básicamente individualista y urbano (también con alguna presencia en ciertas zonas deprimidas de Andalucía, de una conflictividad agraria que demandaba tierras o mejores condiciones de vida). Pero el gran desarrollo del anarquismo español –y por tanto, de sus manifestaciones violentas en la política– se produce sobre todo en la Cataluña industrial que, a finales del siglo xix y en la primera mitad del xx, es una de las regiones más industrializadas de la Europa occidental.
El anarquismo es aquí una respuesta obrera industrial, violenta, a la fuerte desigualdad social, si se quiere utópica o idealista en extremo, pero no menos lógica y racional que la que da a Europa el socialismo marxista coetáneo. Nada que ver con el milenarismo propio de sociedades rurales y agrarias atrasadas (tan propio, por ejemplo, del anarquismo nihilista ruso de finales del Ochocientos). 
Desde la perspectiva histórica de comienzos del siglo xxi, se puede afirmar que, en síntesis, el anarquismo español en un sentido estricto, formó parte de una utopia filosófica y política que cayó con frecuencia en el desorden y en la violencia. Se produjeron reacciones, en muchos casos casi inevitables, contra la injusticia y la enorme desigualdad social que imperaban entonces, tanto en Cataluña como en España. Sin embargo, a la postre, ayudó decididamente, y en mayor grado que ningún otro movimiento político y social, a crear una conciencia de los derechos de las clases trabajadoras y a darles un sentido de autoestima, de orgullo y de dignidad social.
Por otro lado, el anarquismo asentó de manera definitiva la idea de que la igualdad social no debía ser sólo económica o laboral, sino también y fundamentalmente debía incluir el derecho a la educación, el conocimiento y la cultura en general. Esto derivaría en un ser humano más integrado y completo.
Finalmente, conviene resaltar que el movimiento anarquista español protagonizó, desgraciadamente, algunos de los momentos mástrágicos y duros de la reciente historia española. Baste recordar, a título de ejemplo, que propició la etapa más encarnizada del terrorismo individualista de 1892 a 1897 (con el asesinato del primer ministro Antonio Cánovas del Castillo). Además, fue el artífice de las muertes de dos jefes de gobierno: José Canalejas en 1912, y Eduardo Dato en 1923. También estuvo detrás del conflicto socio-laboral más significativo de su época –la huelga de la Canadiense de 1919–, así como de uno de los periodos socio-policiales más turbulentos y dramáticos de la Historia de España (la etapa del pistolerismo en la Barcelona de 1919 a 1923), de la revolución política y social más sangrienta (la de Asturias de octubre de 1934) y de la Guerra Civil de 1936-1939, con la mayor repercusión internacional de todo el siglo xx. 
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bibliografía citada
Álvarez Junco, J. (1992), “La teoría política del anarquismo”. En F. Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política 4. Madrid: Alianza.
Avilés Farré, J. et al. (2002), “Historia de España: Historia política (1875-1939”. Madrid: Istmo
Termes Ardebol, J. (2011), Historia del anarquismo en España (1870-1980). Barcelona: RBA.
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