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LA MEMORIA DEL HUMOR 
Juan A. Ríos Carratalá 
Publicado en: Ríos Carratalá, Juan Antonio. La memoria del humor. Alicante: Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2005. ISBN 978-84-7908-819-2, pp. 11-92
 
ÍNDICE 
 
 
 
I. INTRODUCCIÓN 
 
II. UN CONCEPTO DEL HUMOR 
 
III. UNA MANERA DE SER 
 
IV. LA COTIDIANIDAD 
 
V. LOS ANTIHÉROES 
 
VI. LAS PEQUEÑAS COSAS 
 
VII. EL LENGUAJE COMO JUEGO 
 
VIII. EL HUMOR COMO REFUGIO 
 
IX. EL HUMOR Y LA TOLERANCIA 
 
X. EL HUMOR Y EL DESEO SATISFECHO 
 
XI. EL ABSURDO, EL DISPARATE Y LA TONTERÍA 
 
XII. EL «ERUCTO» 
 
XIII. EL HUMOR, EL OPTIMISMO Y LA MELANCOLÍA 
 
XIV. EL HUMOR, EL SEXO Y EL AMOR 
 
XV. EL HUMOR COMO TERAPIA 
 
XVI. CONSIDERACIONES FINALES 
 
XVII. BIBLIOGRAFÍA 
 
 
 
 
 
 
Nosotros no hemos de incurrir nunca en el error de tomarnos 
demasiado en serio. Porque ¿con qué derecho someteríamos lo 
humano y lo divino a la más aguda crítica, si al mismo tiempo 
declarásemos intangible nuestra personalidad de hombrecitos 
docentes? Que nadie entre en nuestra escuela que no se atreva a 
despreciar en sí mismo tantas cosas cuantas desprecia en su vecino, 
o que sea incapaz de proyectar su propia personalidad en la pantalla 
del ridículo. 
 
(Juan de Mairena en la Escuela Superior de Sabiduría Popular) 
 
 
I. INTRODUCCIÓN. 
 
 La memoria es selectiva. Si no fuera así, el peso del recuerdo nos abrumaría 
y el pasado se convertiría en una losa. O «un vaciadero de basuras», como le 
ocurría al memorioso Funes, de Jorge Luis Borges (Ficciones, 1944). Desconozco 
los mecanismos que determinan la selección por parte del individuo de aquello que 
constituye un bagaje necesario para afrontar el presente desde la experiencia del 
pasado. Intuyo que el factor esencial es el interés, como en tantas ocasiones y en 
su más amplio sentido. Recordamos lo que nos interesa y olvidamos el resto, 
aunque cueste reconocerlo por lo que a veces revela de nosotros mismos. El 
problema reside en averiguar el porqué y el origen de un interés que, en lo 
fundamental, compartimos con otros individuos. 
La ficción literaria y cinematográfica ha mostrado numerosos ejemplos de 
moribundos que durante su agonía recuerdan algo insólito, una sensación, un 
detalle sin aparente importancia que nos sorprende o desconcierta. No cabe 
preocuparse: se impone la trascendencia. De manera más o menos sutil, los 
creadores tienden a dar las claves para una lectura simbólica o metafórica de ese 
recuerdo. Ni siquiera ante la muerte, cuando el individuo disfruta de una fugaz 
libertad al margen de las conveniencias, se le otorga la posibilidad de rememorar 
guiado por un interés estrictamente personal. Una posibilidad que puede ser 
alentada por psiquiatras y psicólogos, pero con un fin instrumental y durante un 
período pactado. No es casual que los creadores utilicen el lecho del moribundo o 
el diván del paciente para dar cuenta del mundo íntimo de un personaje que, en 
otras circunstancias, no es previsible que manifieste sus recuerdos de manera libre. 
Un ejemplo es la enigmática Rosebud, palabra pronunciada por el 
moribundo Kane mientras cae un pisapapeles con un trineo en su interior. Orson 
Welles evoca y justifica así una serie de imágenes cuyo significado iremos 
desentrañando de su mano a lo largo de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). La 
consiguiente investigación muestra la dualidad de un personaje público poderoso 
y otro íntimo marcado por la carencia de amor o la necesidad de ser amado. El 
vulgar objeto, en tanto que desempeña las funciones indicadas, se convierte para 
él en lo único importante ante el trance de la muerte. 
Un ejemplo similar, aunque sin la genialidad de la obra maestra, lo 
encontramos en Esquilache (1988), de Josefina Molina. Esta adaptación 
cinematográfica de Un soñador para un pueblo (1958), de Buero Vallejo, cuenta 
con un guion de la directora, Joaquín Oristrell y José Sámano. El mismo parte de 
un protagonista moribundo que, tras haber acaparado el poder en la España de 
Carlos III hasta su destierro, se encuentra en el lecho de muerte rodeado por su 
familia. El hijo lee una y otra vez en voz alta la supuesta carta remitida por el rey, 
que no ha olvidado al fiel servidor. Le habla de la Ilustración, así como de un futuro 
que soñaron y ya es pasado. Esquilache escucha con dignidad y orgullo. Mientras 
tanto, su recuerdo le lleva al «sabor de la felicidad», al chocolate preparado por 
Fernandita con el mimo de una criada que avivó su rescoldo sentimental. Frente a 
la abstracción de las palabras del rey, el sabor de un tazón. 
Tanto en la obra de Buero Vallejo como en su adaptación cinematográfica, 
ese chocolate y quien lo prepara revelan una dimensión simbólica propia del 
mundo de la ficción. Son recordados por un moribundo al margen de las 
conveniencias sociales, libre a la hora de identificar sus motivos de interés y capaz 
de desconcertar a una familia que le acompaña en un marco ritual. No obstante, la 
evocación está sometida a las pautas de una ficción donde, salvo excepciones, 
poco o nada debe ser en apariencia gratuito, inmotivado, aleatorio... como el juego 
de la memoria, cuyas caprichosas reglas nos resistimos a reconocer. 
Al margen de esta hipotética anarquía, aprendemos a seleccionar nuestros 
recuerdos, al menos aquellos que deseamos compartir con quienes nos rodean. 
Tal vez quepa hablar de una imposición social y cultural, aunque aceptada por la 
mayoría. Podemos conservar una memoria íntima, personal, gozosa; incluso útil 
en la medida que se guía por un interés individual. Pero la pública se ajusta a un 
canon conscientemente asumido, sobre todo cuando desborda el ámbito de la 
amistad y alimenta entrevistas, memorias, obras de ficción... 
 Esta reflexión, casi una obviedad, es una consecuencia de mi experiencia 
personal y académica relacionada con el humor. Cuando rememoro, a menudo 
evoco momentos y circunstancias donde la sonrisa estuvo presente. O la risa, 
incluso la carcajada, puesto que resulta difícil deslindarlas. Tampoco es fácil 
separar lo cómico del humor, salvo que seleccionemos ejemplos de manual o 
compartamos los restrictivos planteamientos de autores como Lipps o Pirandello.. 
La evocación de ese pasado, fragmentario por definición, resulta gozosa. Y 
necesaria, sobre todo en la medida que el humor relativiza la realidad, 
insoportablemente monolítica y estática si no es observada desde un prisma donde 
el mismo, tan ligado al escepticismo, esté presente. 
 Los malos recuerdos necesitan aliviaderos para permanecer en la memoria. 
Algunas experiencias desgraciadas, donde la tensión y el dramatismo fueron 
relevantes, las rememoramos gracias al sentido del humor. El paso del tiempo, y 
de la consiguiente amenaza que supusieron, nos permite recrearlas a través de la 
anécdota donde lo cómico estuvo presente. De manera espontánea e involuntaria 
como corresponde a su condición, apenas percibida en su momento, pero que 
captamos y hasta engrandecemos mediante la recreación de una memoria 
condicionada por nuestro sentido del humor. 
La realidad es heterogénea, y a veces caótica. La mezcla dificulta la 
clarificación. El consiguiente desconcierto se relaciona con la imposibilidad de 
encontrar algo absolutamente trágico o dramático en nuestro entorno. Ni siquiera 
en la ficción, si somos capaces de recrear los referentes de los que parte, al margen 
de la manipulación efectuada por el autor en aras de una homogeneidad coherente 
con el modelo seleccionado. Ante algunas realidades históricas o experiencias 
personales imaginamos que ese absoluto existe. La suposición o ilusión clarifica y 
consuela, al modo de los géneros literarios clásicos, que recurren a una estilización, 
hasta cierto punto una falsificación, de la realidad cuando pretenden la uniformidad 
en lo trágico o lo cómico. Sin embargo, la vida es poliédrica, aunque alguna de sus 
caras resulte imperceptible por la abrumadora presencia de lasdemás. Esa 
pequeña cara puede agrandarse en la memoria y hacer soportable un recuerdo 
que de otra manera eliminaríamos o nos agobiaría. Falsificamos así lo evocado. 
Resulta inevitable. A nadie se le escapa que el ejercicio de la memoria es, en 
esencia, una actividad creativa, una «lectura» de nuestro pasado. «La vida no es 
la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». Así 
encabeza Gabriel García Márquez sus memorias, Vivir para contarla (2002), un 
paradigma de creatividad a partir del recuerdo. 
 Los momentos donde lo cómico estuvo presente u otros que somos capaces 
de evocar gracias al humor forman parte de nuestra memoria, de ese bagaje 
seleccionado para el uso y disfrute. ¿Sucede igual, o en la misma medida, cuando 
lo ponemos en común con los demás? No cabe una respuesta categórica, pues 
depende de unas circunstancias que determinan la pertinencia de esa posibilidad. 
Si recordamos mientras tomamos unas cervezas en compañía de un amigo, es 
probable que aflore lo cómico de algún detalle o circunstancia. Su conocimiento 
refuerza la complicidad entre quienes lo evocan. Gracias, tal vez, a compartir un 
parecido humor que posibilita el sentido lúdico de la amistad. Si la evocación tiene 
lugar en una reunión formal, ese mismo recuerdo resultaría irrelevante, inoportuno 
e incluso de mal gusto. La autocensura se impone en este caso, aunque la 
ignoremos gracias al parapeto del decoro. Mientras medimos las palabras para 
evitar la nota discordante, ese detalle cómico lo eliminamos de una memoria que, 
en sus manifestaciones públicas, se ajusta a un canon al modo de los géneros 
literarios. No debe sorprendernos. Forma parte de las reglas de la sociabilidad. Su 
ausencia haría más problemática la convivencia. No obstante, las reglas, una vez 
conocidas, conviene relativizarlas. Y transgredirlas, sin recurrir a lo gratuito o 
inoportuno. De lo contrario, caeríamos en el aburrimiento de lo previsible o retórico, 
alejado de un humor donde el rasgo insólito, incongruente y espontáneo es 
fundamental. 
 Resulta difícil, pues, equiparar en este sentido la memoria personal con la 
manifestada en público. También la histórica está mediatizada por unos intereses 
ideológicos, políticos o culturales. La diferencia es que los mismos son, hasta cierto 
punto, explicables mediante un debate tan necesario como obviado a menudo. Sin 
embargo, aquello que en determinadas circunstancias nos impide aflorar una 
memoria asociada al humor tiene una justificación que no es tal. Al menos, se nos 
escapa a la hora de explicarla. 
Las oposiciones binarias representan el ideal de quienes pretendemos 
explicar lo complejo con criterio docente. El problema es su dudosa 
correspondencia con la realidad. Se podría pensar en la dualidad 
conveniencia/inconveniencia, presente en un humor que en esencia es subjetivo, 
frente a la relativa objetividad de lo cómico. Lo que a unos individuos provoca la 
sonrisa a otros les resulta desagradable o inconveniente en una determinada 
circunstancia. Al igual que la ironía, la plasmación del humor pasa por compartir 
información, actitudes y valores con quienes nos rodean, hasta el punto de que 
ambos conceptos pueden convertirse en la piedra de toque de la empatía y la 
comunión interpersonal. El destinatario del humor, para apreciarlo positivamente, 
debe convertirse en cómplice del hablante en un marco de interacción lúdica. De 
ahí que necesitemos un grado de complicidad para ironizar y hacer uso del humor 
o poner en común recuerdos desde un prisma humorístico. 
Esa misma subjetividad que no compartimos con cualquiera, salvo que 
asumamos el riesgo de lo inoportuno, también nos lleva a pensar que lo marcado 
por el humor es irrelevante, intrascendente o, en el mejor de los casos, un aliviadero 
para quienes profesionalmente tenemos la obligación de expresarnos con cierto 
rigor. 
Nadie duda de la eficacia de salpicar con humor una intervención pública: 
un discurso, una conferencia, una clase, un artículo... La recomendación está 
presente en los tratados clásicos de retórica y oratoria (Aristóteles, Cicerón, 
Quintiliano…), aunque tal vez resulte innecesaria. Sabemos que «funciona»; al 
menos cuando se utiliza con pertinencia y moderación un recurso que requiere una 
técnica compatible con la aparente espontaneidad. Sin embargo, pocos estarían 
dispuestos a basar esa misma intervención en el humor, salvo que sean 
considerados como profesionales del mismo y, en realidad, actúen como tales. 
También hay excepciones. Ramón Gómez de la Serna fue capaz de dar una 
conferencia en una pista de circo. No cundió el ejemplo, propio de su omnipresente 
concepción de un humor que se solapa con la vida. Lo utilizado como condimento 
no puede ser, al mismo tiempo, la base del alimento. No debe extrañarnos, pues, 
que al humor se le otorgue escasa sustancia. Y que, más allá de las reuniones 
familiares o amistosas, tendamos a reprimir o modular lo que nos calificaría como 
«persona poco seria», equívoco concepto que tantas desgracias ha causado. 
 Dados estos presupuestos, empezamos a comprender la escasa atención 
que en el ámbito académico se ha prestado a los géneros literarios, teatrales y 
cinematográficos donde lo cómico o lo humorístico están presentes. Hay notables 
excepciones y no comparto la rotundidad de Enrique Jardiel Poncela cuando, con 
sentido reivindicativo y hasta provocador, afirma que «El frecuente desdén hacia lo 
cómico obedece siempre a un cien por cien de incultura» (2000:149). El problema 
no es la misma, sino unos prejuicios implícitos, nunca reconocidos como tales, que 
actúan con eficacia en sujetos de indudable cultura. 
La indiferencia social y la irrelevancia económica han flexibilizado los 
objetivos de los estudios humanísticos. A estas alturas, ningún investigador 
universitario es descalificado por analizar la obra de un humorista o una 
manifestación cómica. Sin embargo, pocos se atreven a hacerlo de manera 
constante, hasta el punto de constituir el eje de sus trabajos. Nadie se sorprende 
ante una trayectoria académica dedicada exclusivamente al estudio de Azorín, 
ejemplo de seriedad sólo contrapunteada en pasajes tan aislados como sutiles. Sin 
embargo, llamaría la atención que un investigador hiciera lo mismo con un 
humorista. Más todavía si fuera definido como un cómico. Peor resultaría en el caso 
de ser coetáneo o cercano en el tiempo. La aceptación académica de la sonrisa sin 
la pátina de lo clásico todavía es problemática. 
El estudio de la comicidad de Lope de Rueda o Luis Quiñones de 
Benavente, por ejemplo, no reviste problemas de este tipo. Otros se relacionan con 
una arqueología de lo cómico donde cualquier hipótesis suele ser tan osada como 
incontestable. Una intuición, para entendernos. Las posibles dificultades se allanan 
si nos centramos en el contrapuesto sentido del humor de clásicos como Quevedo, 
Cervantes o Leopoldo Alas, tan valorados por otras facetas y siempre susceptibles 
de integración en «la cultura de la seriedad» (Beltrán Almería, 200). También están 
bien considerados los trabajos sobre literatos más cercanos en el tiempo, incluso 
de las primeras décadas del siglo XX. La reciente bibliografía ha sido decisiva en 
este sentido. Se percibe un cambio de mentalidad capaz de incorporar al ámbito 
académico a quienes todavía nos resultan próximos. Sin embargo, apenas se ha 
traspasado una frontera cuyo trazo es anónimo: la posibilidad de estudiar a un 
humorista de nuestros días, sobre todo si es un intérprete cuya faceta como autor 
resulta secundaria. 
Tal vez la causa de esta desatención sea que no se les respeta. Como le 
ocurre, según un monólogo del actor Enrique San Francisco, al cine español, cuyo 
«gran problema es que todas las películas se entienden. Y, claro, la gente acaba 
perdiéndole el respeto». Suponemos que entendemos con facilidad a los 
humoristas contemporáneos,disfrutamos con su cercanía y apenas les prestamos 
atención a la hora de reflexionar sobre un fenómeno que no requiere la noción de 
prestigio para hacerse presente y, sobre todo, para resultar efectivo. Un fenómeno, 
además, tribal en cuanto que cada uno tiende a reír de aquello que conoce mejor, 
de lo directamente relacionado con el grupo al que pertenece. 
 Esta falta de voluntad analítica se extiende a nuestros recuerdos presididos 
por el humor. Aunque formen parte de lo más gozoso de la memoria, las dudas 
surgen cuando consideramos la conveniencia de comentarlos públicamente. La 
sonrisa o la carcajada se circunscriben a un momento fugaz, pero también pueden 
quedar albergadas en los recuerdos junto con la evocación de aquello que las 
provocó. Y permanecen durante mucho tiempo, sin que sepamos el porqué, sin 
plantearnos la causa que nos hace sonreír cuando evocamos un viejo chiste, un 
gag o un episodio cómico del que fuimos protagonistas o espectadores. Los vamos 
transformando cada vez que son rememorados o compartidos con alguien. 
Añadimos o quitamos detalles para revitalizarlos. Los ajustamos a un presente 
cambiante. No obstante, en esencia, permanecen como momentos felices, 
divertidos, gozosos... Forman parte de una memoria que, sin duda, deseamos 
conservar porque la necesitamos. Lo cómico pierde así su fugacidad y se 
transforma en humor. 
 Esa necesidad no siempre se convierte en confianza a la hora de manifestar 
en público los motivos de nuestra risa. Es lógico cuando el recuerdo se relaciona 
con un episodio estrictamente personal, cuyas claves apenas pueden ser 
compartidas. Existe un humor íntimo, fragmentado en detalles, experiencias o 
situaciones. Suele provocar una sonrisa que sería inútil tratar de compartir con 
quienes permanecen ajenos a nuestra intimidad. Tampoco tendría sentido 
intentarlo. Sin embargo, hay un humor creado con la intención de ser público. Su 
recuerdo constituye un elemento de comunicación y hasta de identificación 
colectiva. De la misma manera que nos reímos más y mejor en compañía de otros, 
aquello que se posa en nuestra memoria también nos permite una evocación 
compartida. Esta posibilidad es propia de un fenómeno definido como tribal, pues 
sólo en la tribu, en un colectivo que comparte referentes, encuentra su caldo de 
cultivo el «microbio» del humor, según la definición de Enrique Jardiel Poncela. 
 La libertad de la memoria es una quimera. Solemos aceptar restricciones a 
la hora de evocar junto con otros. A veces, son tan lógicas como las derivadas de 
una incapacidad para dar cuenta de las claves de un episodio cómico. Algo sencillo 
en apariencia, pero difícil de llevar a la práctica. Hay individuos que, además de 
evocar, crean mientras recuerdan, más allá de la inevitable simultaneidad de 
ambos procesos. Lo comprobamos, por ejemplo, cuando nos cuentan a su manera 
un gag de una película que ya hemos visto. Volvemos a reír gracias, en parte, a lo 
añadido por quien hace un uso creativo de la memoria, convertida en un punto de 
partida. Nuestro interlocutor utiliza sus dotes para esa recreación y una comicidad 
innata que ha perfeccionado con la práctica comunicativa. Otros debemos optar 
por el silencio o la sutileza de la referencia indirecta, rumiando un humor que no 
sabemos transmitir a los demás, al menos mediante la recreación de episodios o 
historias. 
 La lógica de ese silencio desaparece cuando el recuerdo no pretende la 
creación de una nueva manifestación cómica, propia de la comunicación 
establecida entre amigos o en ambientes lúdicos. También podemos utilizar 
nuestra memoria vinculada al humor con un sentido analítico, reivindicativo y 
polémico. No sólo albergamos esos recuerdos gozosos teñidos de sonrisas, sino 
que cabe la posibilidad de comprender a quienes los provocaron y sus objetivos. 
Por un elemental agradecimiento o curiosidad, pero también porque detrás de esas 
sonrisas -de por sí valiosas- suele haber algo más: una manera de ser y estar, de 
afrontar la realidad. O muchas maneras, pues se trata de un fenómeno tan 
universal por antropológico como heterogéneo por histórico e individual. 
Nos definimos por nuestro sentido del humor. O por la ausencia del mismo, 
algo improbable en términos absolutos. Edgar Neville afirmó que «Hay personas 
con sentido del humor y personas que no lo tienen, y éstas son las dos grandes 
castas sociales del momento, mucho más diferenciadoras que la antigua de ricos 
y pobres» (1969:739). No conviene confundir el deseo con la realidad. Sin caer en 
esta exageración polémica, desde Aristóteles numerosos autores han abordado lo 
específicamente humano de un elemento que nos diferencia de los demás seres 
vivos. No obstante, pocas veces utilizamos este dato en su concreción personal, 
vinculado a unos referentes precisos que perfilan nuestra identidad. 
Cuando en un ámbito culto o académico se nos pregunta por las obras y 
autores favoritos, raro es quien cita a un humorista ajeno a los clásicos. Tal vez 
porque ninguno interese especialmente o porque seamos incapaces de 
individualizar en torno a una o varias figuras aquello que nos hace reír. Sin 
embargo, en esa reiterada ausencia también cabe vislumbrar una autocensura. 
Con lo cómico se pasa un buen rato, un estallido de risa diluido en la fugacidad que 
es inherente a unas manifestaciones que sólo rescatamos y hasta conceptuamos 
mediante una memoria asociada al humor. Este último permanece como rasgo de 
nuestra personalidad. Así se acepta e incluso se señala de manera destacada a la 
hora de definir a determinados individuos. Pero, si no es depurado de acuerdo con 
un canon más discutible que estrecho, en algunos ámbitos carece del necesario 
prestigio social y cultural para su reivindicación como seña de identidad. 
Esta circunstancia apenas se da en los ambientes populares, donde dichas 
restricciones culturales serían absurdas, al margen de la improbable voluntad de 
reflexionar acerca del fenómeno que nos ocupa. Lo cómico se asocia con lo 
popular. El humor no; incluso todo lo contrario. Sin embargo, en la medida que 
resulta difícil un deslinde a veces improcedente, esa asociación acaba 
extendiéndose a un humor que tampoco nos atrevemos a reivindicar abiertamente. 
Podemos manifestar preferencia por algún humorista con un aguzado sentido 
crítico o creativo, alejado de la comicidad popular. Si, a pesar de tales rasgos, ha 
triunfado, suele convertirse en alguien con quien disfrutamos, pero apenas le 
citamos en determinados ámbitos y situaciones donde la noción de prestigio 
cultural es decisiva. Hay excepciones, pero son pocas. 
 Esta circunstancia justifica, en parte, la relativa escasez de estudios 
académicos sobre el humor contemporáneo que triunfa en el cine, la televisión, el 
teatro y la literatura. Los profesores no somos necesariamente aburridos, aunque 
pretendamos ser serios. No estamos obligados a mostrarnos «trascendentes». Y, 
con los lógicos matices individuales, gozamos de un sentido del humor similar al 
de cualquiera. Sin embargo, parece haber una barrera que nos impide abordar el 
análisis del contemporáneo, carente del prestigio académico que se concede a 
modelos remotos. A pesar, incluso, de los clásicos estudios sobre el concepto del 
humor desde una perspectiva filosófica, psicológica, lingüística, antropológica, 
semiótica..., tan necesarios para los historiadores y críticos como alejados de los 
modelos vivos con los que podemos contrastar su validez. Suele faltar, pues, esa 
perspectiva personal y coetánea que es frecuente en otros ámbitos, mientras que 
apenas despunta en la bibliografía académica. 
La citada barrera no ha sido improvisada, puesto que se basa en una 
tradición perceptible para quienes conocen nuestra historia cultural. No somos 
distintos o peculiares en este sentido, sino el fruto de un canon que ha relegado el 
humor al ostracismo. Peor suerte ha correspondidoa lo cómico, si aceptamos la 
separación entre ambos conceptos. Y no hace falta ser el Umberto Eco de El 
nombre de la rosa (1980) para recrear un tema que puede ser abordado desde 
diferentes perspectivas. Las «tradiciones indiscutibles» suelen tener los pies de 
barro, ya que ocultan alternativas a la espera de un desarrollo. En algunos aspectos 
apenas resisten una argumentación lógica, pues se basan en prejuicios. Se 
mantienen, además, gracias a un tácito y cómodo silencio, que nos libra de 
situarnos al margen de las corrientes hegemónicas en nuestro propio colectivo. 
 Las reivindicaciones conviene dejarlas para los temas con aires de 
trascendencia. No pretendo defender la presencia del humor contemporáneo en 
los estudios académicos. El planteamiento es más sencillo: nada lo impide y, por 
lo tanto, sólo un tácito acuerdo, basado en no se sabe bien qué, permite 
comprender la relativa escasez de tales análisis. No comparto esta generalizada 
actitud, puesto que nadie la ha justificado. Y, de la misma manera que hago uso 
público de una memoria vinculada con el humor, incluso con manifestaciones 
cómicas alejadas del ámbito culto, también quisiera que esa memoria fuera la base 
del presente ensayo. 
 Algunos jalones de nuestra trayectoria académica acaban resultándonos 
extraños. Apenas recuerdo, por ejemplo, las tragedias dieciochescas que he 
analizado. El interés desde una perspectiva historicista nunca se ha convertido en 
un disfrute como lector a la hora de abordar distintos géneros: la comedia 
sentimental, el drama romántico o la novela histórica, que como docente tengo la 
obligación, asumida sin problemas, de conocer. Tampoco es necesario sentir 
emoción, interés, pasión... para valorar una obra, incluso puede ser 
contraproducente. Llegado a un punto en que tal vez haya evidenciado rigor 
académico al abordar géneros que no me interesan como lector o espectador, 
considero necesario un encuentro con manifestaciones que me hacen disfrutar. Y 
el humor contemporáneo ocupa un lugar destacado en este sentido, junto con otros 
modelos que por ser clásicos se incorporan a mi presente. 
 El objetivo se establece al margen de cualquier canon o jerarquía; no por un 
afán innovador o iconoclasta, sino porque hablo de mi memoria, donde dichas 
manifestaciones se acumulan en un aparente caos. Asumo los riesgos de mezclar 
a Cervantes con series de dibujos animados, por ejemplo. La posibilidad genera 
dudas, pero mentiría si, a la hora de trazar una memoria personal del humor basado 
en la ficción, estableciera distinciones imprescindibles en otros trabajos. Tal vez si 
pretendiera ejemplificar los aspectos fundamentales de un concepto resbaladizo 
como es el humor, me bastaría con acudir a los grandes autores, a las más 
destacadas obras que, en conjunto, resumen lo esencial de dicho concepto. Pero 
hablo de una memoria formada sin la sistematización del análisis académico, a 
base de sonrisas relacionadas con la ficción humorística. A partir de la misma, 
plantearé reflexiones con la seguridad de que sus conclusiones no serán 
estrictamente individuales. En vez de publicar el enésimo libro sobre la risa y el 
humor, prefiero explicar mi «caso». La experiencia intelectual del humor es 
personal, a diferencia del carácter grupal de la risa (Bergson). Ya Lázaro de Tormes 
nos mostró que esa perspectiva permite relativizar, y así comprender, una realidad 
enmascarada mediante conceptos solemnes, como los utilizados a menudo por 
quienes han teorizado sin partir de una reflexión no improvisada, sino alojada en la 
memoria. Se trata, en definitiva, de una opción basada en una experiencia personal 
contrastada con el pertinente sustento teórico y que trataré de poner en común con 
el lector. 
 Las preguntas deben estar abiertas a cualquier respuesta, incluso las menos 
decorosas o brillantes. Me planteo a menudo por qué he mantenido esa relación 
con el humor o, más en concreto, con la ficción humorística. La respuesta es 
sencilla. Esa invitación a la sonrisa resulta gratificante, entretenida, divertida, 
sana... «Me lo he pasado bien», expresión coloquial que sintetiza la argumentación 
del presente ensayo. El agradecimiento por el bien recibido apenas precisa de 
razones profundas y recovecos para los matices. 
Los autores que se han ocupado del humor suelen subrayar su necesidad 
para quienes manifiestan inconformismo en su relación con la realidad. La sonrisa 
es capaz de reconciliar lo imaginario con lo real, lo deseado con lo posible. Al 
menos, las distancias entre estos conceptos son soportables con buenas dosis de 
humor. Esta afirmación ha quedado reflejada en proverbios de distintas lenguas. 
Sería absurdo rebatirla, pero la conclusión también nos sirve para hablar de la 
ficción en general, tanto desde el punto de vista del autor como del receptor. La 
supuesta reconciliación con la realidad resulta, pues, poco específica para justificar 
una identificación personal con el humor. 
Tampoco nos ayuda demasiado la siempre agradecida sencillez expositiva 
de Pío Baroja: «El personaje que encaja perfectamente en la casilla que le 
corresponde en el medio social no es fácil que tenga sentido humorista. El humor 
viene en parte de la desarmonía y de la inadaptación» (1986:156). El personaje 
bien «encajado» apenas necesita de la ficción más allá del mero entretenimiento 
y, por supuesto, no se plantea el origen de sus preferencias por determinados 
géneros o manifestaciones creativas. Cualquier opción crítica implica un mínimo 
de desarmonía, inadaptación o insatisfacción. Quienes desconocen, en la práctica, 
tales conceptos no escriben ensayos porque optan por vivir su presente, sin 
complicaciones teóricas. Esta identificación les impide ser «espectadores», una 
condición que implica distanciamiento y resulta imprescindible para la perspectiva 
humorística. 
 Por lo tanto, conviene ahondar y buscar otras justificaciones relacionadas 
con el sentido del humor de cada uno. Intentaré ponerlas de manifiesto a lo largo 
del ensayo, pero ahora apuntaré una imprescindible en mi caso: la perplejidad. El 
humor me ha rescatado a veces de la misma y en otras me ha permitido soportarla. 
Tal vez sea motivo suficiente para situarlo en el centro de una experiencia como 
lector o espectador. Gracias en parte a ella he aprendido a ser escéptico, pero con 
la moderación de un concepto que debe tender al equilibrio. Los escépticos 
corremos el riesgo de caer en el nihilismo. Esta actitud goza de prestigio cultural, 
aunque la supongo poco soportable como horizonte vital. En cualquier caso, la 
amenaza de diluirse en la inoperancia apenas cuenta frente a las de quienes 
abogan por la solemnidad de los dogmas; es decir, una violencia donde también 
suele haber risas. Mi opción se decanta por otras menos crueles y nada sardónicas; 
ligadas al conocimiento contrastado con la memoria. 
 Esta perspectiva implica haber alcanzado una cierta edad. Hablemos de la 
madurez para evitar otros términos con carga peyorativa. Por lo tanto, superada la 
barrera de los cincuenta me encuentro en sazón para abordar estas materias 
cuando tantos se hacen partícipes del cliché periodístico y trastocan el lenguaje 
con la ilusión de una eterna juventud. Son los «jóvenes» de cuarenta años, 
demasiado agobiados por su presente como para sentarse a reflexionar gracias a 
una sonrisa. Hubo un tiempo donde la sabiduría se asociaba a la ancianidad, al 
menos en la ficción de los cuentos. Incluso algunos autores, como los 
costumbristas del siglo XIX, aparentaban mayor edad para reforzar la validez de su 
observación del entorno. Este ardid resultaría patético y contraproducente en la 
actualidad, pero reivindico la citada madurez. El término no provoca rechazos y 
deja margen para unas cifras siempre relativas cuando conllevan una valoración. 
Wenceslao Fernández Flórez vivió en una época donde la juventud no era 
sinónimode excelencia y se atrevió a escribir una obviedad: «El poeta lírico, el 
dramaturgo, el escritor festivo pueden ser precoces. El humorista, no». También 
afirmó que el humorismo es «patrimonio de razas viejas y de literaturas muy 
cocidas al fuego lento de la Historia» (1979:48). Su admirado Eça de Queiroz había 
hablado de la decadencia de la risa en una humanidad entristecida por su 
«inmensa civilización». Ambas opiniones parecen contradictorias, pero comparten 
una concepción del humor como superación de la risa. Al margen de la retórica del 
autor gallego («razas viejas»), descubrimos en sus palabras la prueba de un humor 
vinculado a un poso de vivencias, de los individuos o los colectivos sociales que lo 
disfrutan. No hace falta asumir el restrictivo concepto que del mismo defiende para 
comprender la dificultad de valorarlo antes de llegar a una etapa de madurez. La 
historia de la literatura aporta reiterados ejemplos relacionados con los autores. La 
experiencia nos indica que algo similar sucede con algunos destinatarios de esas 
obras, aquellos que, llegados a una cierta etapa vital, pueden transformar la risa de 
lo cómico en algo distinto. No mejor, tampoco excluyente, pero capaz de alojarse 
en una memoria donde lo fugaz, externo y objetivo de lo cómico conviven con lo 
permanente, interno y modulador de la sensibilidad individual que representa el 
humor. Al margen de las cifras, creo haber llegado a esa etapa vital con la suficiente 
madurez. Me atrevo, pues, a trazar un itinerario de lector y espectador en torno a 
un concepto que convendría rescatar de quienes lo aplican a tantos sucedáneos 
(caricatos, autores festivos, graciosos, chistosos...). 
 El rescate es difícil por razones metodológicas y, sobre todo, por las 
consecuencias que de cara a la conservación y documentación ha tenido la losa 
cultural que padece el humor. Más allá del literario, encontraremos dificultades para 
conocer la aportación de los creadores que han trabajado en el teatro, el cine, la 
televisión y la radio. Especialmente grave es el caso de las dos últimas, ausentes 
de los centros de documentación o bibliotecas y condenadas a una investigación 
con escasas posibilidades de acceso directo a las fuentes. Así sucede en términos 
generales, pero más todavía cuando se trata de productos culturales que, por su 
carácter humorístico, parecen condenados a la fugacidad de la sonrisa. La 
experiencia indica que no merece la pena lamentarse por una carencia que no es 
sentida como tal, al menos por los responsables del patrimonio cultural. En 
cualquier caso, conste mi protesta como habitual entre «los abajo firmantes». 
 También es penoso constatar la calidad editorial de las publicaciones 
relacionadas con el humor. Por razones que explicaré, huyo de las especializadas 
en aquello que no debe ser el resultado de una especialización, a menudo 
restrictiva y hasta contraproducente. Me aburren por previsibles las obras de 
autores festivos. Son las editadas por empresas que, con burdas técnicas de 
publicidad, las asocian con un libro barato, oportunista y dirigido a un lector poco 
exigente. La carencia de rigor profesional es una constante en este ámbito. Hay 
excepciones, gracias al auge del humor que ha propiciado éxitos editoriales con 
una adecuada presentación. Son escasas y se circunscriben a lo formal, pues 
todavía permanece esa imagen generalizada que perjudica a unas obras que, no 
por humorísticas, dejan de necesitar un tratamiento editorial digno. 
 A la imposibilidad de consultar algunas fuentes, la lamentable presentación 
de otras y la desaparición de un tercer grupo, se añade el desinterés manifestado 
por algunos creadores. Pienso en los vinculados al humorismo en la doble faceta 
de autores e intérpretes, incapaces a menudo de conservar su obra y facilitar su 
conocimiento una vez desaparecida la rentabilidad económica. Si ellos mismos no 
se toman en serio la conservación de la memoria del humor, nos encontramos ante 
un negro panorama. Las lamentaciones son inútiles. Conviene aceptarlo buscando 
soluciones prácticas y asumiendo los riesgos de una tarea donde lo exhaustivo en 
la consulta de las fuentes suele ser una quimera. 
Esta circunstancia es menos grave en un ensayo que parte de una memoria 
personal del humor en diálogo con quienes han reflexionado sobre tan 
controvertido concepto. Una memoria contrastada, que acude tanto al recuerdo 
como a la fuente en el caso de que se haya conservado, pero que goza de la 
libertad de una perspectiva subjetiva. No creo que en realidad lo sea tanto, pero 
pido disculpas por ausencias injustificables o presencias que para algunos lectores 
sean inoportunas. En cualquier caso, queda la posibilidad de que cada uno 
complete esta memoria del humor con sus propios referentes dentro de una ficción 
siempre en diálogo con la realidad y, por eso mismo, abierta a la presencia del 
escurridizo concepto. 
 
 
 
II. UN CONCEPTO DEL HUMOR. 
 
«Del humorismo se ha hablado tanto que ya es hasta 
cursi el saber lo que es. Pero el no saberlo es mucho 
más cursi» 
Leopoldo Alas, Madrid Cómico 
 
«¿Qué es el humor? Eso que nos preguntan siempre 
y que nunca sabemos explicar» 
Antonio de Lara, Tono 
 
 
 El lenguaje a menudo es equívoco. Hablamos de tener o no sentido del 
humor, como si el mismo fuera homogéneo y permanente. Sin embargo, pocos 
conceptos admiten más variantes. Blanco y negro, fino o grueso... son adjetivos 
que acompañan a un sustantivo que los necesita para perfilarse en el marco de un 
conjunto de posibilidades. El periodista y crítico teatral Luis Marsillach afirma que 
«O el humorismo es muchas cosas a la vez, o los que han definido el humorismo 
se han equivocado todos, menos uno». No cabe hablar de equivocación, sino de 
dificultad para definirlo: «Son tantas las definiciones distintas que se han formulado 
del término humor que [debemos] admitir que es indefinible, o por lo menos, que 
es de naturaleza tan compleja y volátil que resulta imposible atraparlo en los 
estrechos límites de unas pocas palabras» (Martín Casamitjana, 1996:23). Robert 
Escarpit, cuyo primer capítulo de su libro dedicado al tema se titula «Pourquoi nous 
ne pouvons défenir l’humour», argumenta una postura lógica frente a una 
pretensión quimérica. Sobre todo cuando comprobamos los múltiples usos de lo 
definido. Para los psicólogos el humor ayuda a recobrar el equilibrio mental. Según 
los médicos, robustece la salud y procura defensas. Los filósofos hablan de sus 
cualidades cognoscitivas, los retóricos de su capacidad de persuasión en géneros 
como la oratoria, los lingüistas de su empleo en la pragmática de la comunicación... 
Resulta difícil establecer lo específico de aquello que sirve para tan diversos 
objetivos y evita la «melancolía». Tal vez lo importante no sea su entidad propia, la 
supuesta respuesta que permitiría aclarar qué es y completar así una definición de 
su esencia, sino la capacidad del humor para impregnar cualquier acto 
protagonizado por quien lo tiene y cultiva. 
No ocurre igual con lo cómico, aunque también la risa diste de ser un 
fenómeno cuyo origen y finalidad compartimos con todos los demás. Nos reímos 
más y mejor cuando estamos acompañados -«Nuestra risa es siempre la risa de 
un grupo» (Díaz Bild, 2000:138)-, pero no siempre de lo mismo y de manera similar. 
Una situación puede ser risible o patética, regocijante o insultante..., según el 
momento y la persona. O provocar distintos tipos de risa dentro de una clasificación 
elaborada por los especialistas. A pesar de que se percibe una continuidad en lo 
esencial de lo cómico, observamos cambios significativos que nos remiten a la 
mentalidad y el contexto de quienes lo protagonizan o contemplan. 
El humor, que forma parte de nuestra personalidad y cuyo sentido es «la 
madurez de la personalidad» (Garantó, 1983:81), tiende a individualizarnos, 
siempre en el marcode una identidad colectiva. Un mismo hecho objetivo, exterior 
a nosotros como un gag visual, puede provocar la risa espontánea y casi unánime. 
La sonrisa del humor resulta menos espontánea y uniforme. El gozo que refleja 
procede de nuestro mundo interior. El proceso que la genera es complejo y 
personal. De ahí que hablemos de diferentes sentidos del humor. No tantos como 
individuos, a pesar de lo manifestado por Pío Baroja: «Hay tantas formas de humor 
como humoristas han existido». Nadie se aferra a la literalidad de este tipo de 
afirmaciones. Comprendemos la necesidad de resaltar un componente individual 
difícil de englobar en un concepto cuya definición parece imposible. Igual sucede 
con la risa, escurridiza como cualquier estado psicológico. Luigi Pirandello, en este 
sentido, señala que 
Todos los que han hablado de[l humorismo] están solamente de acuerdo en 
una cosa, en declarar que es dificilísimo decir lo que es verdaderamente, 
porque el humorismo tiene infinitas variedades y tantas características que, 
al querer describirlo en general, se corre siempre el riesgo de olvidarse de 
alguna (1968:154). 
 
El dramaturgo italiano no constituye una excepción por su escepticismo. 
Otros autores nos han recordado la dificultad que implica la definición del humor. 
Son tantos como las definiciones del mismo que podríamos citar. El objetivo del 
presente ensayo no es aportar una nueva con la absurda pretensión de identificar 
su esencia, sino contrastar las difundidas por la bibliografía con una experiencia 
personal como espectador o lector, reflexionar acerca de nuestra heterogénea 
memoria del humor a partir de un debate iniciado por los clásicos que abarca 
distintos frentes. 
Esta diversidad de definiciones, no tan radical como aparenta, se complica 
con la aparición de epígrafes nacionales, étnicos, de género o de época que 
suponen una generalización excluyente. Así sucede, por ejemplo, con un Pío 
Baroja dispuesto a afirmar que las mujeres no sienten el humor, al igual que los 
meridionales y los judíos (1986:91). Prefiero no rebatir lo que convendría 
considerar como un rasgo humorístico de don Pío, heredero de una corriente de 
opinión que, en lo referente a las mujeres y los meridionales, ha contado con 
múltiples partidarios, hasta el punto de considerar la falta de humor como la actitud 
propia y apropiada de la feminidad (Lampert y Ervin-Tripp, 2006). El antisemitismo 
del vasco, igualmente compartido por entonces, explica la aparición de un tercer 
colectivo ajeno al humor donde otros, por el contrario, han visto un semillero de 
humoristas. 
 Muchos ingleses no muestran ni el más mínimo atisbo del humor «inglés», 
a veces considerado como un paradigma por parte de tratadistas dispuestos a 
establecer modelos y jerarquías. Son también quienes hablan de una risa 
decorosa; es decir, un reír elegante y mesurado basado en la agudeza y el ingenio, 
que ni es mordaz, ni soez ni hiriente. Un modelo que, en lo esencial, lo encontramos 
en tratados sobre la risa cortesana publicados en tiempos de los Austrias, por 
ejemplo, o en dramaturgos como el Jacinto Benavente más alejado de los dramas 
rurales y menos moralizador. Y en multitud de autores clásicos. No importa; 
mediante un mecanismo tan exitoso como discutible, parece asociarse con algún 
matiz peculiar al humor inglés. O al celta, cuya imprecisión permite una elasticidad 
sorprendente. Apenas tiene, además, quien lo rebata. Nadie aboga por una risa 
desmesurada, soez e hiriente, salvo que la asociemos con la tradición 
carnavalesca. Existe, pero sin un apoyo teórico al margen de manifestaciones 
concebidas como provocaciones de un mundo al revés; en Inglaterra, como en 
cualquier otra parte. No obstante, los sorprendentes vericuetos del lugar común 
nos han llevado a una conclusión: el decoro en el reír es «inglés». Y los chistes, 
cuando son alemanes, según el DRAE, no producen risa. El prejuicio y la 
generalización determinan unas acepciones apenas sostenibles. 
Tampoco todos los andaluces están dispuestos a ser fieles a un estereotipo 
basado en determinados rasgos del humor. Suelen aparecer contrapuestos y en 
competencia con los asociados a los gallegos, supuestos herederos de un espíritu 
celta que, según los metafísicos preocupados por una identidad colectiva más 
creada que buscada, resulta propicio para el disfrute del humor. Hay aragoneses 
que se olvidan del acento baturro para recrear una situación cómica, madrileños 
nada castizos, valencianos que no son «de alegría» a pesar de la clasificación de 
un Miguel Hernández en sus horas bajas... Y así un largo etcétera que desmiente 
a cada momento unas generalizaciones. Como tales han fundamentado el 
trasnochado idealismo de interpretaciones y metodologías presentes en estudios 
sobre el humor español como el de Wermer Beinhauer (1973). O recopilaciones de 
discutible criterio como la de José García Mercadal (1964), dispuesto a agrupar 
bajo un mismo epígrafe desde Marcial, «el primer humorista español», hasta 
Mingote. Estos trabajos cuentan con una base histórica. Sus ejemplos hasta cierto 
punto son paradigmáticos. El criterio, sin embargo, apenas es un prejuicio incapaz 
de soportar el contraste con la realidad de cada época. El resultado pone de relieve 
la fragilidad de lo convertido en un lugar común, aunque perdurable y hasta exitoso. 
 Piérre Daninos, en los años cincuenta, veía justificado convocar a autores 
de diferentes nacionalidades para hablar del humor francés, italiano, alemán... El 
clima de la posguerra propiciaba este ecumenismo de la sonrisa. El balance revela 
mejores intenciones que resultados, dudosos por razones metodológicas y 
coincidentes a menudo más allá de las apariencias. No obstante, en el imaginario 
popular permanecen algunas de estas diferencias nacionales, con el correlato de 
una homogeneidad discutible. Y, sobre todo, en plena globalización siguen 
dándose sonrisas incapaces de traspasar las fronteras. Resulta difícil ser un 
humorista internacional, creador de «la risa esperanto» de la que hablaba Jean 
Cocteau al referirse a un Charles Chaplin ajeno al galimatías de la Torre de Babel. 
Aparte de los genios indiscutibles, los «humoristas sin fronteras» no siempre 
se muestran brillantes gracias a su rechazo de lo local. Incluso muestran una cierta 
tendencia a la banalidad. Otros creadores circunscritos a su contexto, 
incomprensibles al margen de lo peculiar del mismo, pueden ser igual de 
interesantes. Si el humor es la distancia más corta entre dos personas, es lógico 
que disfrutemos mejor con quienes ya tenemos cerca; en un sentido no sólo 
geográfico. La cercanía favorece la complicidad, de cuya necesidad ningún 
humorista duda. 
Los efectos de la globalización también se pueden observar en los motivos 
de las sonrisas. El humor no podía ser una excepción. Si los viajeros cada vez 
encuentran más dificultades para descubrir algo nuevo o distinto, resulta 
anacrónico mantener un sentido del humor nacional netamente diferenciado de los 
demás. Aparte de la arbitrariedad en la selección de sus rasgos y que, al final, los 
mismos constituyen un tópico que nadie se ve en la obligación de demostrar, en la 
cultura occidental se tiende a una uniformidad que también afecta al humor. 
Frente a esta tendencia empobrecedora y el anacronismo de quienes en 
nombre de un concepto nacional convierten el tópico en dogma, cabe reivindicar lo 
peculiar de cada sentido del humor y vincularlo con la memoria personal. No se 
trata de mantener a ultranza un afán diferenciador, absurdo e innecesario en 
factores de sociabilidad como son la comicidad y el humorismo. La cuestión no es 
ser diferente, sino uno mismo en el disfrute de una interacción lúdica cuyo recuerdo 
se integra en nuestra personalidad más íntima. Este objetivo nos obliga a 
perseverar en una actitud crítica. Se facilita así la oposición a unas 
generalizaciones querefuerzan lo gregario de quienes necesitan sentirse 
identificados con grandes colectivos. Gracias a este filtro, podemos abrirnos a 
numerosas y heterogéneas manifestaciones del humor. O identificarnos con 
algunas de las más próximas en el tiempo y el espacio. Lo importante es la libertad 
para configurar un sentido del humor en torno a unas señas de identidad que 
pueden ser colectivas o generalizadas, pero que ante todo deben ser propias y 
vinculadas a nuestra memoria personal. 
 ¿Cuál es mi sentido del humor? Pocos se plantearán así una cuestión cuya 
respuesta no suele ser fácil y unívoca. Parece más sencillo hacer, gracias a la 
memoria, un recorrido por las manifestaciones, cómicas o no, que somos capaces 
de rememorar con el deleite del humor y su componente reflexivo. El resultado 
puede ser heterogéneo, incluso caótico. En parte porque nada nos obliga a 
mantener un uniforme o coherente sentido del humor, basado en el equilibrio y la 
discreción o en la más aparatosa ruptura del decoro. También porque, aunque la 
perspectiva de la memoria tienda a uniformar el pasado desde el presente, hemos 
ido cambiando a lo largo de nuestra trayectoria. Por eso desechamos lo que nos 
hizo reír en un momento determinado y, al contrario, escogemos las experiencias 
cuyo sentido humorístico recreamos a pesar del tiempo transcurrido y los cambios 
que conlleva. 
 Hagamos la prueba con la ayuda de la reflexión. Y, sobre todo, busquemos 
el hilo conductor capaz de justificar la presencia de recuerdos en apariencia 
divergentes. Tal vez apenas sea perceptible, pero habrá un denominador común. 
Nuestro sentido del humor se puede activar ante experiencias contrapuestas y, 
probablemente, nos olvidamos de que en las mismas hay coincidencias. Unas más 
reconocibles son subrayadas por dicho sentido y otras obviadas, incluso ignoradas 
por requerir un análisis complejo. De manera que, al final, acabamos sonriendo de 
lo mismo, en lo esencial, aunque se encuentre en distintos contextos. 
Si nos centramos en el humor de la vida real, llamémosla así, esta prueba 
se situaría preferentemente en el campo de la psicología. Nos remitiría a nuestro 
carácter como individuos, así como a una mentalidad que tanto influye en la 
recepción de las manifestaciones del humor procedentes de la ficción. Mi objetivo 
se centra en este último: en la memoria, no de las situaciones y experiencias vividas 
como protagonista activo o involuntario, sino de las que como lector o espectador 
he disfrutado. 
 Los autores que abordan el humor desde diferentes perspectivas obviando 
esta distinción son numerosos. Ni siquiera la plantean. Mezclan la ficción con la 
realidad de manera sorprendente, pues prescinden de los mecanismos específicos 
de la primera. No observo una distinción tajante en este sentido. Menos todavía en 
los tiempos actuales, cuando tan difícil resulta trazar unas fronteras cuyos límites 
resultan permeables hasta el punto de hacernos dudar. Incluso podemos 
establecer una estrecha relación, puesto que la ficción configura nuestra 
personalidad y ésta nos lleva a seleccionar unas determinadas manifestaciones de 
aquélla. Sin embargo, aceptar este vínculo como campo de estudio me llevaría por 
vericuetos propios de la autobiografía o las memorias, basadas en la dudosa 
relevancia de un caso individual. Prefiero delimitar el objetivo, circunscribirlo a una 
ficción compartida con muchos y ampararme en mi experiencia académica para su 
análisis. Desde este punto de partida, buscaré las huellas de una memoria personal 
vinculada al humor de numerosos creadores, que a la postre se convierten en 
amigos íntimos y cómplices, aquellos que te permiten vivir momentos felices 
presididos por las sonrisas o las carcajadas. 
 Esas huellas muestran rasgos heterogéneos; también sus consecuencias. 
Desde la risa capaz de contagiar a un patio de butacas hasta el enfado rumiado a 
la espera de que termine la función, pasando por el humorismo que, a modo de 
golpes de ingenio, salpica algunas obras y provoca una sonrisa cómplice. Igual me 
ha ocurrido como espectador de cine. Y, en menor medida, como lector, pues 
resulta difícil la primera reacción citada por la soledad del acto de leer y el diferente 
tipo de comunicación establecido. Más adelante comentaré algunos ejemplos, pero 
la conclusión es obvia: no todo lo presentado como ficción humorística me interesa 
y, en consecuencia, considero absurda cualquier reivindicación o análisis de la 
misma que no parta de una selección basada en criterios de diferente índole. 
* * * 
No comparto las posturas que diferencian de manera radical el humor y lo 
cómico y menos todavía las de quienes, como Antonio Espina, consideraban 
necesario «subir un tramo de la jerarquía estética para arribar al concepto de 
humorismo desde la comicidad». Esa jerarquía no pasa por un único e inequívoco 
camino de perfección. Los tramos se encuentran en diferentes escaleras y también 
la de incendios, por vulgar que sea su imagen, resulta útil. Argumentaré para rebatir 
este planteamiento que, sin embargo, tiene una razón de ser. Sobre todo, cuando 
después de leer a Lipps o Pirandello observamos algunas manifestaciones 
cómicas elementales y presentes en nuestra experiencia cotidiana, tanto como 
individuos como espectadores. 
Edgar Neville afirmó que «el humor no puede ser forzado. El profesional del 
humor, el que pretende que todo lo que dice tenga gracia, suele ser insoportable» 
(1969: 739). Como espectador, comparto este rechazo de la profesionalización de 
aquello que siempre debe resultar imprevisible y natural. Me aburren, por lo tanto, 
los chistosos y los graciosos; por razones cuantitativas y cualitativas relacionadas 
con el sentido de la oportunidad, tanto en la ficción como en la experiencia 
cotidiana. Antonio Machado, a través de su Juan de Mairena, afirma que «Nada 
hay tan desgraciado como aquello que nos obliga a ser graciosos» y previene 
contra «los profesionales de la gracia». Baltasar Gracián, en El discreto (1646), 
escribió que «No hay mayor desaire que el continuo donaire» y recomendaba 
moderar el uso de las «sales», de acuerdo con un sentido del equilibrio reiterado 
por otros muchos autores. El mismo Baltasar Gracián señala que «La mayor 
satisfacción pierde por cotidiana, y los hartazgos de ella enfadan la estimación, 
empalagan el aprecio». Conviene seguir unos consejos que favorecen la 
eutrapelia. Este ideal es viable si nos aburren quienes hacen de sus «gracias y 
donaires» el rasgo fundamental de su caracterización, tanto en la vida real como 
en espectáculos concebidos desde la homogeneidad de lo previsible. 
Al margen de su rotundidad, comparto la definición de Ramón Gómez de la 
Serna, para quien el chiste era «el humorismo que se arrastra» (1988:210). Camilo 
José Cela afirmó que «El chiste es el antihumor» (apud. Vilas, 1968:181). Ambos, 
tan distintos entre sí, en sus textos fueron coherentes con estas opiniones. Para el 
primero, el humor es una mezcla de desdén y rebeldía que debía impregnar su 
obra creativa sin quedar reducido a un chiste puesto en la boca de un «gracioso». 
En cuanto al autor del «tremendismo» de los Apuntes carpetovetónicos (1949-
1958), revela su peculiar humor en una mirada inmisericorde volcada sobre la 
España de posguerra. Releídos ahora percibo una entrega a la bufonada, un 
«carnaval portátil» (Ridao, 2003) de la miseria y el sufrimiento ajenos. Son trazos 
de un marco que agrupa los retratos rápidos, expresionistas, de quienes habitan 
una «colmena». La irrupción de un chiste habría roto la coherencia de unas obras 
que, entre otros objetivos, aspiran a recrear un humor basado en la perspectiva del 
autor y presente en la globalidad de su creación. Se justifica así el rechazo a un 
recurso, válido en ocasiones, como el chiste, que se asocia a las manifestaciones 
convencionales de géneros cómicos como el sainete y el astracán, porejemplo. 
Sin necesidad de caer en el menosprecio, pues no comparto posturas como la de 
Wenceslao Fernández Flórez: el chiste es algo propio de «gente aberrada» (1961: 
XII). La supuesta finura crítica a veces deriva en el exabrupto. 
Nunca recuerdo los chascarrillos. Más que un problema de memoria, se 
trata de un criterio selectivo por parte de la misma. No olvido una réplica ocurrente 
y divertida, bien insertada en un diálogo y relacionada con un momento concreto 
de la ficción, pero tiendo a eliminar un chiste poco después de escucharlo. Sobre 
todo si forma parte de un programa televisivo o radiofónico donde parece obligada 
su inserción. En el primer caso se acumulan hasta indiferenciarse en el marco de 
un guión cuyo único objetivo es la risa y en el segundo ocurre lo contrario, se aíslan 
y empequeñecen al encuadrarse en una ficción de dudosa consistencia. 
Ya de adolescente me aburrían tipos como Torrebruno, patético en su 
empeño de contar chistes a sabiendas de su escasa gracia, la misma que él 
utilizaba como coartada para ganarse la compasión más que la simpatía de los 
espectadores. Cassen, tan alejado en sus espectáculos del papel que interpretara 
en Plácido (1961), inventó los «chistes rápidos». Utilizaba una frase comodín, «¡Es 
broma!», y los contaba a una velocidad de vértigo. Tanto, que no permitía valorar 
su falta de sustancia. El torrente era un castigo, aunque fuera peor el infligido por 
Bigote Arrocet o Chicho Gordillo. Otros similares aparecieron después en la 
televisión, cuya tendencia al mimetismo provocó que durante una época varias 
cadenas emitieran programas de chistosos, entre los que no faltaba algún andaluz. 
Incluso había concursos con la participación del público. La pesadilla todavía 
continúa gracias a su capacidad de metamorfosis. El balance es comparable al 
deparado por la longevidad de dúos cómicos como los Hermanos Calatrava. De 
esta manifestación alejada del humor, sólo rescataría el recuerdo de algunos 
profesionales capaces de ir más allá del chiste aportándole su personalidad, 
aunque sea la de ficción. El impasible Eugenio lo consiguió, pero pronto quedó 
agotada su creatividad, sometida al corto vuelo de una modalidad humorística 
interesante en pequeñas dosis. Su reiteración en un espectáculo funciona de cara 
a un público dispuesto a valorar más la saturación que el ingenio, pero se 
atragantan por su fugacidad incapaz de incorporarse a la memoria. 
Algo similar sucede con las anécdotas, no siempre relacionadas con el 
humor y habitualmente consideradas ajenas a la ficción. Apenas interesa ahora el 
estatuto teórico de este «relato breve de un hecho curioso que se hace como 
ilustración, ejemplo o entretenimiento» (DRAE). Es probable que en su primera 
versión el «hecho curioso» conserve una realidad sustantiva, pero todos 
conocemos lo dúctil de un relato que en su transmisión adopta mil formas. Al final, 
la base real se diluye y queda la pertinencia de una ficción narrativa que cumple 
los objetivos arriba indicados utilizando a menudo el humor. La clave está en el 
interés específico de la anécdota y en su adecuada inserción en un marco 
dialogístico o narrativo. Cuando ambas circunstancias se dan sonreímos y, al 
mismo tiempo, nos ilustramos. 
En mi memoria han quedado alojadas anécdotas, pocas de las cuales se 
relacionan con experiencias propias. Y las mejores no lo son por el «hecho 
curioso», sino por la ficción aportada por creadores anónimos. También por autores 
con nombres y apellidos, como el añorado Luis Carandell, cuyo humor se basaba 
en un arsenal de anécdotas que contaba con pertinencia y sabiduría. Un 
equilibrado sentido de la construcción narrativa, naturalidad y sorpresa final que 
sintetiza lo expuesto y sugiere analogías suelen ser los recursos de quienes elevan 
la anécdota a un arte, tan presente en la conversación como en la ficción. 
Recordemos el ejemplo del citado periodista que las utilizaba con moderada y 
pedagógica ironía en sus escritos e intervenciones televisivas, incluso en las 
entrevistas que concedía o en las tertulias que enriquecía con unas anécdotas 
capaces de sintetizar la palabrería de otros contertulios. 
La síntesis significativa es un rasgo básico que justifica el interés de un 
guionista como Rafael Azcona por la anécdota. Sus entrevistas, sus 
conversaciones editadas y otras intervenciones en ámbitos ajenos a la ficción están 
plagadas de anécdotas. Como, en cierta medida, los guiones donde proyectó su 
personalidad creativa. Numerosos «hechos curiosos» encontramos en estas 
películas alejadas de la abstracción, basadas en lo concreto y particular de un 
anecdotario que, en sus manos, sintetiza y deja abierta al espectador la posibilidad 
de reflexión. El humor juega en estos casos un papel decisivo: el derivado del 
hecho curioso seleccionado por un observador de la realidad y el aportado por 
quien lo narra o dramatiza con una perspectiva humorística, donde quedan unos 
puntos suspensivos que evitan la dispersión de lo anecdótico e insertan estas 
pequeñas piezas narrativas en un discurso coherente. 
Los casos de Luis Carandell y Rafael Azcona se diferencian de otros 
muchos que abusan de las anécdotas. De nuevo volvemos a lo cuantitativo. 
Cuando se encadenan, al modo de los refranes de Sancho Panza, me desintereso 
por unos relatos que pierden su gracia. Así sucede en los anecdotarios publicados 
por algunas editoriales: una aberración similar a una receta elaborada 
exclusivamente a base de sal. La anécdota salpica la realidad o la ficción, la 
condimenta mediante el subrayado y la síntesis. Cualquier utilización ajena a esta 
medida y su correspondiente pertinencia es abusiva y, en el campo del humor, 
aburrida, aunque no parecen entenderlo así quienes publican y leen libros que 
recopilan las mil mejores anécdotas sobre el teatro, los toreros, la política... El 
propio Luis Carandell fue uno de ellos; incluso Fernando Fernán-Gómez. 
Presionados tal vez por unas editoriales que, cuando descubren una veta, la 
pretenden convertir en un filón. Igual que sucede con los humoristas pronto 
reducidos a la condición de autores festivos. 
O con tantos otros en los que el humor es, fundamentalmente, ingenio. 
Tienden a ser conocidos por sus aforismos, «máximas mínimas» y otras variantes 
de una modalidad de frases lapidarias que con humor resultan más sugestivas. 
Brevedad e ingenio son rasgos de un género aristocrático que no discute ni explica, 
afirma. Como tal apenas me satisface, a pesar de la brillantez de algunos ejemplos 
propios de la creatividad de Oscar Wilde o Enrique Jardiel Poncela. Insertos en sus 
obras cobran sentido, citados aisladamente aderezan una conversación o un texto 
con un rasgo de humor o ingenio, pero recopilados se convierten en una indigesta 
lectura. Prefiero leerlos en las hojas de un calendario, en ese conjunto de frases 
célebres donde todo parece situado al margen de la discusión, incluso el lugar 
común. Mucho del mismo suele haber en los aforismos de autores cuyos textos 
deben ser interpretados con el sentido lúdico de un ingenio donde lo brillante se 
impone a lo verdadero. El problema viene con su acumulación en una comedia, 
una novela... O con algunos editores dispuestos a entresacar aforismos para 
recopilarlos. Sus libros son un flaco favor a un género que, a la brevedad, debería 
añadir la medida para eludir sus limitaciones y carencias. 
Las limitaciones de los chistes, las anécdotas o los aforismos las podemos 
observar en los gags cinematográficos y las réplicas humorísticas del teatro. El 
sentido de la medida, la oportunidad y el equilibrio es difícil de calibrar, pero cuando 
los creadores convierten un recurso en el objetivo de sus obras el humor deriva en 
una rutina. Tanto disparan que a veces aciertan. Sonrío en alguna ocasión, cuando 
capto el ingenio y la frescura de una réplica arnichesca o una astracanada de 
Muñoz Seca, porejemplo. No obstante, salvo contadas excepciones, la obra o la 
película se diluyen pronto en mi memoria. Resulta lógico, pues están concebidas 
para un consumo fugaz, propio de un espectador que acude a ver «una de risa», 
expresión incompatible con el sentido del humor defendido en estas páginas. 
Lo cómico no es necesariamente un plato exquisito, pero conviene que no 
resulte excesivo. Quienes se han ocupado del mismo desde un punto de vista 
teórico han subrayado su fugacidad -«El reino de lo cómico es lo breve, lo fugaz, 
lo instantáneo» (Victoria, 1940:14)-, la ruptura momentánea e imprevista de un 
orden que supone. Manuel de la Revilla habla de «un desequilibrio, una 
desproporción, manifestada por lo general bajo la forma del contraste, que altera 
el orden natural y constante de las cosas» (1883:188). De ahí que el carácter de lo 
cómico sea accidental y transitorio, aparte de que no se pueda entender fuera de 
su relación con lo serio: no sólo necesita lo serio como alter ego, sino que exige 
contenerlo para que pueda darse el impacto cómico. En cualquier caso, no 
permanece en quienes lo manifiestan y no constituye, por lo tanto, lo que llamamos 
una cualidad: 
Lo cómico es por su naturaleza accidental, relativo y transitorio, nunca 
permanente; no es una propiedad del ser, sino un simple estado, una 
posición concreta, producida por pasajeras y determinadas circunstancias, 
que no afecta a la totalidad del ser en que aparece (Revilla, 1883:191). 
 
Esta circunstancia resulta alterada en la ficción cuyo objetivo básico es la 
risa. Lo pasajero se convierte en permanente, al menos en el marco de la ficción. 
Lo cómico deja de asociarse a la ruptura, el contraste, el imprevisto..., pues estos 
rasgos son omnipresentes en unas obras tan homogéneas en la risa como, en 
definitiva, previsibles. Y por eso mismo poco compatibles con el sentido del humor 
que pretendo justificar. 
Recordemos, por ejemplo, las comedias cinematográficas basadas en una 
indigesta sucesión de gags. Desde los años ochenta, las norteamericanas han 
creado escuela en su afán de satisfacer a unos espectadores descerebrados, 
aunque menos que sus protagonistas. La acumulación de motivos cómicos es el 
resultado de unas expectativas previas creadas en torno a un género flexible hasta 
la desvertebración y definido a partir de la comicidad. Otra posible opción frustraría 
a los espectadores: adolescentes predispuestos a reír a toda costa mientras 
consumen bidones de palomitas. La misma desmesura está presente en ambos 
actos y no es fruto de una casualidad. Sin embargo, siempre cabe plantearse el 
equilibrio, la medida, en la utilización de una comicidad cuyos excesos anulan ese 
sentido de la ruptura que agradecemos cuando, de repente, reímos ante algo 
imprevisto. 
Otros ejemplos negativos son los libros expuestos en las secciones de 
humor de las grandes superficies y las cadenas de librerías. Han proliferado en un 
panorama bibliográfico dominado por el entretenimiento. Donde han desaparecido 
las dedicadas al teatro y la poesía, encontramos la sección de humor, como si se 
tratara de un género. En realidad, un subgénero de obras escritas en aluvión, 
publicadas por editoriales de escaso prestigio y que buscan a un lector capaz de 
entretenerse con una sucesión de chistes, anécdotas y chascarrillos. Hay 
excepciones relacionadas con algunos humoristas que encuentran en el libro, junto 
con un DVD, el complemento que les permite ampliar su original campo de trabajo. 
Pierden mucho en este formato amenazado por la competencia de portales como 
You Tube, pero algo conservan para sus seguidores. En cualquier caso, el 
resultado supera al de libros de presentación similar a los de autoayuda, donde se 
recopilan los mil mejores chistes, las contestaciones más absurdas escritas por los 
escolares, las anécdotas más divertidas de la Historia universal... o la última obra 
de Alfonso Ussía, tan prolífico como su admirado y familiar Pedro Muñoz Seca. 
Pura indigestión, que me lleva a buscar la ficción humorística en cualquier sitio 
menos en estas secciones. Tal vez porque la sonrisa sea más gozosa y sustancial 
cuando es el resultado de una búsqueda personal, surge donde no se espera y 
está ligada a una ficción no tan unívoca como la de los supuestos libros de humor. 
Mucho se ha hablado del ritmo del gag, la economía del lenguaje en el 
chiste, la síntesis semántica de las buenas réplicas humorísticas... Todo nos lleva 
a una valoración de la medida, tanto para la elaboración como para el resultado 
final de la ficción humorística. Un axioma fundamental siempre; especialmente en 
el campo que nos ocupa, pues como afirma Pío Baroja, «El humorismo constante 
llega a cansar, da la impresión de inhumanidad y de viva la bagatela» (1986:204). 
Es decir, de artificio, propio de una retórica incompatible con dicho concepto. 
Esa medida debe aplicarse a la «cantidad» de humor que se presenta en 
una obra de ficción. Para quienes lo desligan de lo cómico es indudable que no 
estamos ante algo mensurable, sobre todo si se equipara a una perspectiva, una 
«mirada», que abarcaría la totalidad de la creación. Por otra parte, esa supuesta 
cantidad varía en función del género y el medio. Lo excesivo para una comedia es 
adecuado para espectáculos teatrales como los monólogos humorísticos, poco 
articulados en un sentido retórico más allá de unas normas básicas y moldeables 
ante la presión de quienes buscan una respuesta del público muy concreta. No es 
casual que numerosas películas cómicas sean ajenas a cualquier clasificación 
genérica, pues en esa indefinición encuentran facilidades para acumular aquello 
que las justifica de manera exclusiva. Algo similar sucede en los libros de las 
secciones de humor. Su definición supone un desafío para los colegas de teoría de 
la literatura. La justificación resulta obvia en un marco donde el entretenimiento 
abarca más allá de la ficción y alienta estrambóticas combinaciones, pero se 
contradice con la complejidad que plantean estas obras de cara a una clasificación. 
La dosificación es un enigma resuelto gracias a la intuición de la mayoría de 
los humoristas, aunque no sean quienes se definen como tales demasiado 
proclives a buscarla. En la creación teatral, la más regulada en este sentido, 
observamos normas o recomendaciones tan tradicionales como tácitas. La primera 
es no acumular, sino repartir. No de forma aleatoria o indiscriminada, claro está. Y 
combinar, no de un modo sistemático como en las telecomedias, sino de acuerdo 
con la lógica del desarrollo de la acción dramática. 
Un ejemplo paradigmático es el de las tragicomedias. Sus primeros actos 
suelen ser los más cómicos. La proporción se invierte en los desenlaces, donde el 
componente trágico se manifiesta al margen de una risa que, en el caso de volver 
a aparecer, anularía el efecto buscado por el autor. Dramaturgos tan distintos como 
Carlos Arniches y Alfonso Sastre, por ejemplo, han aportado modelos para esa 
dosificación y combinación. No los encontramos en el caso de los monólogos 
cómicos, tan elementales desde el punto de vista preceptivo. Sólo buscan una 
respuesta inmediata del público, al que se facilita breves descansos para reponerse 
de las risas y predisponerse a las siguientes. Una presentación sin preámbulos 
mediante la habitual pregunta retórica que enuncia un tema identificable, un golpe 
de efecto capaz de centrar la atención... y a continuar. Hasta llegar a una especie 
de traca final, a base de recursos retóricos e interpretativos que permiten un mutis 
entre carcajadas. 
 Los guionistas de la mayoría de las telecomedias están obligados a insertar 
un gag o, sobre todo, una réplica supuestamente divertida e ingeniosa cada cierto 
tiempo. Un período siempre corto para evitar el peligro de un impaciente 
espectador con mando a distancia. Esta necesidad ha encontrado respuesta en un 
género como elmonólogo cómico, tan a priori antitelevisivo como exitoso en 
España a raíz del programa El Club de la Comedia. Algunos guionistas han 
conseguido insertar en un breve espacio de tiempo una sucesión, a veces 
vertiginosa, de frases ocurrentes, sorprendentes y capaces de romper la lógica 
como mandan los cánones del humor. Y sin alterar la naturalidad, gracias a un 
formato como el del monólogo, tan libre como una palabra que se basta para 
construir la situación dramática. No sucede igual en las telecomedias, a pesar del 
convencionalismo de las situaciones que recrean. La necesidad de utilizar 
reiterados destellos de humor las distorsiona, obliga a sus guionistas a caer en 
excesos y, lo que es peor, se recurre a personajes chistosos y previsibles. Como 
tales, intercalan sus réplicas sin medida ni pertinencia, salvo que aceptemos el 
exceso, tan apreciado en una cultura audiovisual que desprecia lo sutil por falta de 
rentabilidad. No se permite saborear lo percibido como un buen momento de 
humor, tal vez porque acabaríamos siendo conscientes de su verdadera entidad. 
La comida basura se deglute deprisa para dar cuenta de generosas 
raciones. Al menos, aparece ante el consumidor con los envoltorios y adminículos 
necesarios para provocar esa impresión. Se presenta con una estética de la 
abundancia, de que «hay mucho», aunque sea mentira cuando pensamos en lo 
sustancial. Algo similar sucede con el humor de la mayoría de las telecomedias. 
Reconozco el ingenio de sus guionistas, el acierto de réplicas sólo estropeadas por 
el conductismo de las risas enlatadas y hasta la técnica para desenvolverse en 
unas coordenadas estrechas. Sin embargo, el resultado, desde el punto de vista 
del humor, suele ser una previsible acumulación. Los estómagos acostumbrados a 
las grandes cantidades la admiten, pero quienes los exhiben con cierta obscenidad 
apenas recuerdan algún plato en concreto. Son, de manera análoga, incapaces de 
incorporar a su memoria un rasgo de humor, algún gag, una réplica ingeniosa..., 
algo inesperado y repentino que, como indicaba el humanista Joan Lluís Vives en 
su Tratado del alma, «nos hace reír más pronto y durante mayor rato». Han 
devorado sin tiempo apenas para masticar. Y para recordar, primero hay que 
masticar. 
 En las telecomedias el humor suele andar reñido con la espontaneidad o, 
mejor dicho, la naturalidad; la difícil facilidad que caracteriza a unos autores 
capaces de justificar el concepto de clásico. La primera apenas es posible en una 
obra de ficción, pero la naturalidad resulta recomendable. No lo entienden así los 
responsables de estos programas. Intentan particularizarlos creando una 
expectativa en el espectador cuya comicidad fácilmente reconocible es el único 
rasgo. Se circunscriben al desequilibrio, la desproporción y el desorden como notas 
de lo cómico diferenciado, ahora sí, del humor. Se simplifica y se clarifica como 
producto que busca una mejor comercialización, pero también se anula la 
capacidad del humor para iluminar los recovecos de la realidad. Para formar parte 
intrínseca de ella; no ser algo desgajado y, como tal, artificioso. 
 Esta relación con la realidad provoca un humor desbordado por la misma, 
al menos por sus manifestaciones más superficiales. Se justifica que los humoristas 
jóvenes, los guionistas e intérpretes que empiezan, estén anclados en la 
actualidad. Sus circunstancias son la principal, y a veces única, fuente de 
inspiración. Lo negativo es su recurso a la fugacidad de un humor referencial, 
concebido a base de una complicidad con el espectador, que cuenta con las 
mismas referencias, a menudo genéricas para satisfacer a muchos. El objetivo es 
ponerlas en relación de manera ocurrente y sorprendente, con una técnica 
envidiable a veces. Pero sin añadir nada significativo y, sobre todo, renunciando a 
crear un humor propio, más transparente y liberado del peso de la realidad 
inmediata. 
Esta aspiración no sólo requiere un humorista maduro, sino un formato cuyo 
límite temporal no agobie. Cualquier creación, y las del humor pueden ser refinadas 
y complejas, necesita un tiempo propio. A veces, resulta incompatible con el 
restrictivo concepto de lo televisivo que impera, tan volcado a una referencialidad 
circunstancial e inmediata donde nada, aparentemente, permanece más allá de su 
período de consumo. Y no olvidemos que en este sentido el teatro y el cine han 
sido contagiados, aunque cuenten con barreras cada vez más vulnerables. 
 Lo artificioso se agrava en los programas de humor, más bien de risa, si por 
tales entendemos los protagonizados por cómicos, en un sentido restrictivo del 
término que cabría asociar al de caricatos, imitadores o similares. Me aburren. 
Incluso me indignan cuando recuerdo la galería de esperpentos reclutada en su 
día por José Luis Moreno para sus «galas». Esta reacción no la motivan tanto los 
protagonistas como sus excesos. La comicidad a cualquier precio es un prisma 
deformador caracterizado por su artificiosidad. La deformación caricaturesca o la 
exageración son consustanciales a lo cómico. Cuando se convierten en una 
constante mantenida al margen de la oportunidad, se allana el camino hacia lo 
vulgar, lo reiterativo y lo previsible. Tres conceptos presentes en numerosas 
manifestaciones cómicas, algunas dignas e insertas en nuestra tradición cultural, 
pero rechazados por los teóricos del humor o quienes, como creadores, se han 
interesado por la renovación del mismo. Apenas aparece esta posibilidad en los 
programas de chistosos o graciosos, obligados a hacernos reír durante un tiempo 
determinado. Este objetivo les aboca a encadenar chistes sin orden ni concierto, 
protagonizar episodios grotescos en el sentido peyorativo de la palabra o, algo 
peor, ser graciosos siempre y por definición. De ahí a la imbecilidad hay un paso. 
 Las excepciones suelen fundamentarse en la utilización de unos recursos, 
un lenguaje y una estructura cuyos orígenes se sitúan al margen de la televisión. 
Piénsese en algunas series protagonizadas por Tricicle. El cine mudo o el cómic 
están en la base de una comicidad abundante, pero dosificada, como enseñara 
Jacques Tati. Su presentación se estructura de manera que nunca resulta ajena a 
la naturalidad, tan deudora a menudo de un ingenio que, lejos de deformar la 
realidad, aprovecha lo paradójico y sorprendente de la misma en sus facetas 
cotidianas. También cabe citar algunos programas protagonizados por Faemino y 
Cansado en los años ochenta, donde la voluntad de situarse en un marco más 
teatral que televisivo era evidente desde la puesta en escena. El humor del dúo no 
es solamente la negación del chiste y los chistosos, sino que está basado en una 
lógica absurda. Paradójica también, pero capaz de dar un sustento argumental 
donde los golpes de humor dejan de ser tales porque forman parte de una realidad 
alternativa y sorprendente. 
 Estos casos son excepciones sin continuidad en un panorama televisivo 
donde la comicidad suele asociarse a lo excesivo. Lo mismo ha pasado en otros 
medios como el teatral, el cinematográfico o el literario. He dedicado, por ejemplo, 
varios trabajos a Carlos Arniches y siempre me molesta el afán por insertar humor 
verbal en cualquier momento de sus tragedias grotescas, incluso a costa del valor 
dramático de las mismas. No es un error, sino la consecuencia de unas 
expectativas creadas en su público. Como a otros autores, le obligaban a mostrarse 
fiel a un estereotipo donde el humor era un rasgo básico y excluyente. Tanto es así 
que colegas suyos como Pedro Muñoz Seca y Enrique García Álvarez se 
decantaron por el astracán, flexible molde que admitía la injustificada presencia de 
recursos cómicos. 
Algunos colegas han subrayado el valor del astracán por su libertad a la 
hora de convertir lo cómico en un juego, sin ligaduras con una realidad al margen 
de la escénica. Es cierto; tampoco negaré

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