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Derechos_humanos_o_derechos_post_humano

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INDIVIDUALIA –Revista Sin Ideas- 
¿Derechos humanos o derechos post-humanos? / Joaquín Jareño Alarcón 
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INDIVIDUALIA Revista Sin Ideas 
Nº 6 Invierno (2016) 
ISSN 2340-1834 
 
 
 
¿Derechos humanos o derechos post-humanos? 
Joaquín Jareño Alarcón 
 
Resumen 
Los avances en ciencias biomédicas, tanto como en tecnologías genéticas, han abierto 
un nuevo horizonte para la especulación sobre el futuro de la especie humana, hasta el 
punto de que han dado lugar a la reflexión sobre cómo van a incidir en nuestra propia 
condición. El debate se ha centrado en el concepto de lo “post-humano” como algo que 
puede llegar a ser contrario incluso a lo que ahora consideramos “humano”. En este 
sentido, se plantea la distinción entre “derechos humanos” y “derechos post-humanos” 
como ideas que se contraponen en la medida en que las modificaciones biológicas y 
genéticas, si son radicales, pueden traer consigo individuos con valores muy diferentes 
a los nuestros, lo que determinaría su concepción también diferente de la moral. 
Abstract 
Progress in Biomedical Sciences as well as in Genetic Engineering has opened a new 
discussion on the future of human species to the extent that it has promoted also 
reflexion on how such progress is going to influence (change, indeed) our human 
condition. The debate has focussed on the idea of “post-human” as something that can 
be opposite to what we currently consider “human”. It has also brought the distinction 
between “human rights” and “post-human rights” as ideas that oppose each other. If 
biological and genetic modifications are radical, they can result in individuals with 
values alien to ours, what surely would determine their also different conception of 
morality. 
Palabras clave: Naturaleza humana, ciencias biomédicas, ingeniería genética, 
derechos humanos, derechos post-humanos 
Key words: Human nature, Biomedical Sciences, Genetic Engineering, human rights, 
post-human rights 
 
En los últimos años ha surgido una discusión que, partiendo del entorno 
de los avances en el terreno de las ciencias biomédicas, ha calado hondo en el 
ámbito más estrictamente filosófico de la teoría moral. En términos generales, 
resulta bastante congruente que la filosofía se inmiscuya en los progresos del 
conocimiento humano, dado que se presenta como un “saber de segundo orden” 
que nos permite reflexionar con una visión más amplia de las cosas. En este 
sentido las implicaciones del debate sobre las perspectivas que nos ofrecen en la 
actualidad las ciencias biomédicas son tales que demandan con relativa urgencia 
el análisis típicamente humanista. 
 
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Por tal análisis quisiera referirme a la reflexión fundamentalmente moral 
–pero no sólo- que tiene por interés comprender cómo afecta el desarrollo de 
ciertas disciplinas a las expectativas relativas a la existencia humana en 
términos primariamente biológicos, pero también sociales e incluso políticos, 
así como al propio concepto de ser humano tal y como actualmente lo 
entendemos. 
Los avances de la ciencia contemporánea han abierto posibilidades que 
resultarían inimaginables a individuos distantes de nosotros tan sólo una o dos 
generaciones. Únicamente con ver las mejoras en la tecnología de las 
comunicaciones podemos ya advertir el cambio radical que han supuesto en los 
modos de relación, pero también en la transmisión y recepción de información 
que conocieron nuestros padres. Dichas novedades se pueden advertir incluso 
dentro de una generación. Y los avances en biología y medicina han coincidido a 
la par. Ciertamente, son muchas las cuestiones sanitarias que se mantienen en 
el terreno de la lucha continuada y sin expectativas a corto plazo. Pero 
precisamente la intensidad de dicho esfuerzo se justifica por la circunstancia de 
que podemos vislumbrar soluciones a largo e incluso a medio plazo. No 
solamente hablamos de novedosas terapias o fármacos que atacan con eficacia 
lo que en su ausencia resultaron auténticas pandemias. También estamos 
inmersos en la investigación de las estructuras fundamentales de la vida hasta el 
punto de comenzar a hablar con seriedad científica de la posibilidad de 
manipularla desde sus inicios. 
Las expectativas, pues, que se abren nos dan más elementos de juicio para 
poder hablar en términos utópicos del futuro de la especie humana. Solamente 
que ahora podemos pensar con rigor cómo construir dicha utopía partiendo 
desde la base de sus elementos constitutivos. Conformando ésta a partir tanto 
de nuestras habilidades como de nuestros intereses, tenemos ahora los medios 
para predecir su llegada en tiempos no tan lejanos. Si tuviéramos que recuperar 
una imagen mítica para ejemplificar aceptablemente este estadio de las 
aspiraciones humanas, escogeríamos sin dudar a Prometeo. El hijo de Japeto y 
Climene no solamente engañó con su astucia a Zeus, sino que robó a los dioses 
el fuego para dárselo a los hombres y hacerlos tanto diferentes a los animales 
como poderosos frente a la naturaleza. El afán prometeico de los nuevos 
tiempos, por tanto, parece que nos situaría en un terreno que hasta el presente 
había estado reservado únicamente para los dioses. 
Entendemos con todo ello que ahora resulte factible construir lo que en 
otros tiempos no fueron más que destellos ilusorios de lo que en el fondo era un 
lamento frustrado de la condición humana: la voluntad de divinidad. El célebre 
texto de Mary (Wollstonecraft) Shelley, Frankenstein o el nuevo Prometeo, 
reflejó magistralmente la incapacidad humana de subvertir el orden ontológico 
natural, mostrando lo falaz de las aspiraciones humanas por suplantar a la 
divinidad. Pero las modernas ciencias biomédicas han recuperado para la 
discusión escolar –pero también para el debate político- la ambición de 
construir un mundo auténticamente nuevo desde sus mismos fundamentos. 
El debate cotidiano, no obstante, no se pronuncia en términos tan 
grandilocuentes, y parte de premisas mucho más simples y de sentido común: 
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no podemos dejar en la irrelevancia cualquier transformación que suponga una 
mejora en nuestras vidas. Quizás una primera limitación del debate sea 
precisamente lo que signifique “mejor”, dado que esto queda en estricta 
conexión sobre lo que consideremos que hace nuestras vidas más fructíferas. Lo 
“mejor” se asocia a un criterio según el cual hay una linealidad que se dirige de 
un punto a otro en términos teleológicos, caracterizándose por una secuencia de 
etapas que siguen el orden que dicha teleología establece. Pero no resulta 
particularmente complicado señalar en qué consiste la “mejora” al hablar de 
seres humanos. Si partimos de nuestras disposiciones y habilidades actuales, 
seremos conscientes de que éstas nos permiten afrontar nuestra relación con el 
mundo que nos rodea en términos de mayor o menor éxito; algo que un 
darwiniano explicaría en función de la adquisición de más capacidades –o 
capacidades más complejas- para responder con mayor éxito adaptativo al 
medio al que nos enfrentamos. 
Todos defenderíamos aquellas opciones que nos permitieran ser más 
inteligentes, más robustos, más capaces de afrontar las dificultades, más 
longevos, o que limitaran progresivamente las circunstancias que producen 
algún tipo de sufrimiento. La medicina es claramente una ciencia que surgió 
para dar respuesta directa a las limitaciones humanas, y no vemos nada de 
particularmente malo en que no solamente nos defienda de los peligros que nos 
acechan en términos vitales, sino en que nos ayude a crear nuevas disposiciones 
biológicas o biotecnológicas para mejorar nuestra existencia. Imagínese, por un 
momento, no sólo los avances en el terreno de los antibióticos, sino también en 
el de las prótesis y artefactos de todo tipo que funcionana modo de partes 
nuevas en nuestro cuerpo que permiten que éste funcione tal y como sus 
condiciones biológicas exigen, mejorándolo incluso. 
Todo esto nos pone de manifiesto que los cambios que introducimos en 
nuestra fisiología no son nada extraños a intereses de claro sentido común. La 
historia de las ciencias biomédicas apunta con fuerza en esta línea, y vemos sus 
investigaciones y las aplicaciones de las mismas como claros logros de la razón 
humana por dignificar nuestra condición. Si nuestro cuerpo –y nuestra 
psicología- merece un respeto, bien está que trabajemos para su mejora, lo que 
permitirá que tengamos una vida más satisfactoria y por tanto, más feliz. Quizás 
resida en este particular asunto de la felicidad elementos para la controversia, 
toda vez que no resulta fácil encontrar un acuerdo consensuado sobre el modelo 
felicitario al que todos aspiraríamos. Pero sí encontramos puntos de encuentro 
en las cuestiones que demandan nuestra particular atención cuando reflejan 
limitaciones que todos estamos de acuerdo en superar. No hace mucho tiempo 
de la época en la que la medicina se dedicaba fundamentalmente a ayudar a los 
enfermos a morir, haciendo más llevadero dicho tránsito existencial. En 
nuestros tiempos, sin embargo, lo que abiertamente ya se plantea es justamente 
lo contrario: ayudar a no morir y no simplemente prolongar la existencia por un 
tiempo. La frontera última de la vida humana, pues, se plantea como un reto, 
ahora sí, afrontable. No obstante lo cual, esta carrera hacia la perfección –y no 
ya a la perfectibilidad- hace que surjan interrogantes que la reflexión 
humanística no puede soslayar. 
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¿A quién no le gustaría tener el CI de Einstein? Y, si le parece poco, ¿por 
qué no poseer la genialidad de Isaac Newton? Durante mucho tiempo se 
especuló que la barrera de los 10 segundos en los 100 metros lisos suponía un 
límite expreso a las capacidades humanas. Cuando el estadounidense Jim Hines 
recorrió dicha distancia en 9.95 segundos se hizo hincapié en que el récord 
mundial había sido posible gracias a la altitud de la ciudad en la que se estaban 
celebrando las Olimpiadas: México D. F. En la actualidad, un total de 116 atletas 
han sido capaces de rebajar una marca que fue considerada prácticamente 
inaccesible. Los 9.58 de Usain Bolt en el campeonato mundial de 2009 dejaron 
prácticamente boquiabierto a medio mundo, pero rompieron definitivamente 
tópicos sobre los límites de la fisiología humana. ¿Se imagina que en un futuro 
no muy lejano una velocidad tan impresionante esté al alcance de cualquier 
adolescente sano? Y, mucho más aún, ¿se imagina que el propio concepto de 
“sano” desaparezca, precisamente porque no tenga propiamente un antónimo 
con el que compararse? 
Logros como los que estamos comentando resuenan con particular 
atractivo para unos seres que todavía sufrimos numerosas carencias 
constitutivas, por lo que ayudan a espolear nuestra imaginación para seguir 
trabajando en las líneas que creemos son las oportunas. No obstante lo cual, a la 
par que se fortalecen dichos anhelos, también surgen los interrogantes que éstos 
nos obligan a afrontar con detenimiento. 
En términos relativos, toda mejora se aprecia siempre por comparación 
con el normotipo, establecido siempre en función de la regularidad que se 
manifiesta en la situación en la que vivimos en cada época. Cuando Jim Hines 
bajó oficialmente de 10 segundos en Ciudad de México allá por 1968, sorprendió 
enormemente a los entendidos no sólo por lo asombroso del registro, sino 
porque en comparación con los tiempos del momento era eso, asombroso. 
Cuando 116 atletas han bajado del tope mencionado, no resulta nada 
sorprendente que uno más lo haga. Si acaso, resultaría felizmente llamativo que 
un español rompiera la barrera. Algo que, no obstante, un corredor como Bruno 
Hortelano tiene actualmente en sus piernas. Pero precisamente valoramos lo 
que hace Bolt porque resulta único en su disciplina. Si todos tuviésemos el CI de 
Garry Kasparov –acreditado en 190- el célebre ajedrecista resultaría un perfecto 
desconocido y para nada sería un modelo a seguir o una meta a perseguir en el 
terreno del desarrollo de la inteligencia. Valoramos su condición porque la 
inmensa mayoría de los mortales estamos enormemente lejos de dicho nivel 
intelectual lo que, en última instancia, fortalece una idea subyacente que tiene 
connotaciones tanto éticas como políticas: la de igualdad. 
No se trata de que Kasparov o Bolt no sean iguales a nosotros. En una 
medida importante y significativa lo son, de modo que su trato en términos 
políticos o de derechos es similar al del resto de los mortales. No dejamos de 
considerarlos –a pesar de su singularidad- como unos más en la extensa familia 
humana. Quizás sea porque únicamente destacan en una habilidad específica o 
se diferencian por unas capacidades concretas, pero el caso es que no 
encontramos tanta distancia entre ellos y nosotros como para hablar en otros 
términos de los que ahora lo hacemos. Tampoco ellos, por mucha superioridad 
que manifiesten en sus respectivos campos, hacen alarde de una excelencia que 
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los trascienda. Bravuconadas de un tipo u otro aparte, son plenamente 
conscientes de que lo extraordinario de sus habilidades entra dentro del terreno 
de lo que denominamos “humano”. Cualquier otra apreciación que podamos 
hacer con respecto a un presunto carácter “supra-humano” no es más que 
expresión de nuestro regusto por los términos grandilocuentes o por nuestra 
tendencia a usar fórmulas exageradas para destacar algo o producir algún tipo 
de impacto en nuestros interlocutores. 
Desde clásicos de cine como Blade Runner estamos más o menos 
acostumbrados a hablar de réplicas de lo humano pero situadas en un nivel 
diferente, cuando no superior. De lo que ahora empezamos a tratar ya no es 
mera ficción, aunque las mejoras que poco a poco vamos consiguiendo no 
apuntan para nada a un cambio de terminología que diferencie en principio 
sustancialmente entre “humano” y “no-humano”, o post-humano, como 
veremos. El caso del atleta sudafricano Óscar Pistorius podría ser un buen 
ejemplo de lo que estamos diciendo. Dejando a un lado las polémicas más 
recientes, el corredor de Sandton (Johannesburgo) se hizo célebre por su pugna 
para participar en igualdad de condiciones que atletas considerados “normales” 
en pruebas oficiales de la IAAF. Pistorius sufrió de niño una doble amputación 
en sus piernas, lo que no mermó su afán por el atletismo y la competición. Con 
el tiempo, se hizo con prótesis transtibiales fabricadas con fibra de carbono, lo 
que le permitió mostrar sus habilidades físicas, aunque siempre en el terreno 
denominado paralímpico. De hecho, su mejor marca personal en 400 metros 
lisos es de 45.07, registro de muy elevada calidad incluso para atletas que no 
han sufrido modificación alguna de sus extremidades. 
El caso de Pistorius suscitó un interés particular por la polémica generada 
en torno a su participación frente a atletas que no competían con prótesis. Se 
consideró que éstas añadían una ventaja adicional de la que carecían sus 
contrincantes. La decisión sobre su inscripción en competiciones con otros 
corredores que no contaban con dichas ayudas artificiales hizo surgir una duda 
sobre cuánta ayuda y de qué tipo podían disponer los corredores o cualesquiera 
otros deportistas. Aunque en un principio Pistorius era un claro integrante del 
mundo denominado paralímpico, lo cierto es que planteó una problemática 
seria no solamente sobre la circunstancia de que sus prótesis le podían permitir 
tener una cierta ventaja, sino sobre la propia idea de lo que supone el deporte de 
competición, pero también como actividad que contribuye decisivamente a la 
mejora de la salud humana.No son pocas las voces que se han alzado para defender el uso de todo tipo 
de recursos para mejorar las prestaciones de los deportistas, acalladas 
generalmente con la reivindicación idealizada del “fair play” o “juego limpio”. 
Pero recordemos que ya en tiempos no muy lejanos hubo que renunciar a que 
los atletas olímpicos fueran amateurs, pues se desarrollaron numerosas 
fórmulas para subvertir dicha exigencia mediante ayudas económicas de muy 
diversos tipos, que dieron lugar al conocido como “amateurismo marrón” o 
profesionalismo encubierto. Con el paso del tiempo, en los últimos años hemos 
conocido también la enorme cantidad de trampas que se utilizaron con clara 
intencionalidad de propaganda política en los países del denominado telón de 
acero, modificando mediante sustancias dopantes y alteraciones hormonales las 
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capacidades de muchos de sus atletas. Todavía hoy, sorprenden enormemente 
algunos records que permanecen imbatidos desde hace más de 30 años (los 
47.60 de Marita Koch en 400 metros lisos –atleta de la extinta DDR- son un 
buen ejemplo1). 
Pero si lo que queremos es explorar y ampliar los límites humanos, parece 
que mostrar severas reticencias sobre las “ayudas” externas para mejorarlos no 
es sino hacer gala de una moral que a algunos les parece trasnochada. El 
profesor Julian Savulescu –del prestigioso Uehiro Centre for Practical Ethics, en 
la Universidad de Oxford- ha destacado en algunos de sus artículos que el uso 
de sustancias que oficialmente son reconocidas como “ilegales” suele ser 
bastante habitual entre deportistas. Y lo cierto es que razones no le faltan para 
llevar a cabo esta afirmación. No son pocos los incluso muy recientes casos de 
escándalos que han conmocionado el deporte en general a pesar de los cada vez 
más restrictivos controles. Savulescu cita a Kjetil Haugen para mostrar que 
“cuando el riesgo de ser descubierto es cero, los atletas elegirán hacer trampas”2. 
¿Resulta, entonces, imposible, “limpiar” el deporte? Savulescu señala que si 
dejásemos que las drogas fuesen legales y de libre acceso, seguramente 
acabarían las trampas3. Pero eso, añadiríamos, parece que va contra el espíritu 
del deporte, pero obviamente también depende de cómo entendamos el deporte, 
dice Savulescu. 
De partida, en el deporte se ven beneficiados aquellos que en la “lotería 
natural” poseen una mejor dotación genética que los demás. Así, “al permitir 
que todos tomen drogas que mejoran el rendimiento, nivelamos el campo de 
juego. Eliminamos los efectos de la desigualdad genética. Lejos de ser injusto, 
permitir las drogas que mejoran el rendimiento promueve la igualdad”4. Y 
Savulescu continúa: “Más vale que nos olvidemos del antiguo ideal romántico 
griego. Las Olimpiadas son un negocio”5, de modo que no estaría tan mal abogar 
por drogas que fueran “seguras”. 
Vistas las cosas así, y si consideramos el deporte de competición como un 
escenario en el que afrontamos los límites humanos buscando su progresión y 
 
1 Las hermanas ucranianas Tamara e Irina Press, que representaban a la URSS, eran conocidas 
por la prensa a sus espaldas como “los hermanos Press”, y se rumoreaba que en sus bolsos 
llevaban siempre maquinillas de afeitar para rasurarse diariamente la barba. Posiblemente, les 
fueron inyectadas hormonas masculinas que les permitían competir con mayor fuerza que sus 
contrincantes. Cuando se incluyeron los controles cromosómicos en los Campeonatos Europeos 
de 1966, ninguna de las hermanas participó a pesar de que Irina era la campeona de pentatlón 
en ese momento. Heidi Krieger, titular europea de peso en 1986 en Stuttgart representando a 
Alemania Oriental, se retiró en 1990, a los 24 años, y en 1997 se sometió a cirugía de 
reasignación sexual, dada la enorme cantidad de esteroides anabolizantes que le habían 
suministrado para mejorar su rendimiento (actualmente su nombre es Andreas Krieger). El caso 
de Stanislawa Walasiewicz es diferente. Al final de su vida se supo que “Stella Walsh” –su 
nombre de americana- tenía genitales masculinos, siendo un caso de hermafroditismo. Los 
10.49 de Florence Griffith-Joyner en 1988 –atleta americana que murió en 1998 con sólo 38 
años de edad- siguen estando –como la propia atleta- bajo sospecha. 
2 ¿Decisiones peligrosas? Una bioética desafiante. Tecnos, Madrid 2012, p.109. El artículo 
original de K. K. Haugen es: “The Performance-enhancing Drug Game”; en: Journal of Sports 
Economics, vol.5 (2004), pp.67-87. 
3 Aunque, en realidad, lo que prácticamente desaparecería sería el propio concepto de trampa. 
4 Op. cit., p.117. 
5 Ibíd., p.118. 
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una efectiva mejora en nuestros rendimientos básicos, no deberíamos poner 
trabas a las modificaciones químicas, biológicas e incluso tecnológicas, que 
incrementaran dichos rendimientos. Teniendo asegurada la salud de los atletas: 
La mejora del rendimiento no va en contra del espíritu del deporte: es el espíritu 
del deporte. Elegir ser mejor es ser humano. Se les debería dar esta opción a los 
deportistas. Su bienestar sería la consideración suprema. Pero tomar drogas no supone 
necesariamente hacer trampas. La legislación de las drogas en el deporte puede ser más 
justa y más segura6 
¿Qué queda, entonces, del denominado “espíritu olímpico”? A la luz de 
estas palabras, no sólo parece que se mostraría como algo trasnochado, sino que 
impediría la “auténtica” finalidad del esfuerzo deportivo a la hora de mostrar de 
lo que es capaz el impulso humano por alcanzar nuevas metas o ponérselas cada 
vez más exigentes. Si los duros entrenamientos, la saludable alimentación –que 
responde de modo concreto a aspectos también muy concretos del desarrollo 
biológico y el metabolismo-, el material que se usa, etc., están al servicio de 
dichas mejoras, ¿por qué no implementar otros instrumentos que dispararían 
exponencialmente los logros posibles para el animal humano? 
Pero lo que se demanda en el terreno deportivo, también tiene su 
expresión en muchos otros campos. ¿Por qué, pues, no plantear cambios 
radicales que amplíen sustancialmente todas las capacidades humanas? En 
principio, parece que no tendría justificación límite moral alguno si de lo que 
estamos hablando es de “mejorar” nuestra condición, y hacerlo sin 
constreñimientos. Es decir, no poner reparos que dificulten los logros que nos 
permitirían ser aquello a lo que aspiramos… sólo que multiplicado 
exponencialmente. 
La tecnología contemporánea puede perfectamente garantizar en una 
buena medida que dichas aspiraciones no son quiméricas, aunque todavía esté 
el proceso en ciernes. Las prótesis que se nos aplican, o los fármacos que 
corrigen ya no enfermedades otrora incurables, sino estados mentales o 
emocionales incluso, presentan algunas de las realizaciones que muestran la 
capacidad y tipo de los alcances que la moderna ciencia –y la tecnociencia- nos 
permiten desarrollar. De esta forma es como podemos figurarnos un futuro sin 
especulaciones infructuosas, sino plagado de certezas en lo relativo a los 
cambios que nuestra propia naturaleza puede experimentar. El trabajo en el 
terreno de la genética abre expectativas incluso muy superiores al mostrarnos 
que el/los cambio/s pueden gestionarse desde el propio inicio de la vida, que 
comienza a poder ser manipulada efectivamente. De una manera que a la vez es 
asombrosa y simpática pero también siniestra, Savulescu señala: 
“No hay razón para que no podamos crear hoy en día humanos fosforescentes. 
Los conocimientos necesarios son bastante sencillos. De hecho, en principio no hay 
razón para que no podamos crear humanos con la visión de un halcón, el oído y el 
olfato de un perro, el sonar de un murciélago, el equilibrio y la gracia de un gato, la 
velocidad de unguepardo e incluso la capacidad de generar energía mediante la 
fotosíntesis a partir de la luz del sol. No hay razón, en principio, por la que los 
“poshumanos” no puedan beneficiarse de los genes del reino de los seres vivos. Para 
 
6 Ibíd., p.130. 
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concluir, la mejora genética es posible hoy […] Los poshumanos podrían tener, en 
principio, poderes o capacidades que ningún humano, animal o vegetal ha tenido 
antes.”7 
Suena sugerente la reflexión de Savulescu, pero también posee ecos que 
nos hacen replantearnos el fondo de la cuestión. ¿En qué consiste la “mejora” de 
lo humano? ¿Cuál puede ser su alcance? ¿Cómo debería comprenderse éste? 
¿Qué consecuencias tiene tanto para la propia idea de naturaleza humana como 
para el universo de los derechos? 
La primera alerta que salta a la vista es el uso –que, en realidad no es 
novedoso- del término “posthumano”. En su obra ya clásica El fin del hombre. 
Consecuencias de la revolución biotecnológica8, el politólogo Francis 
Fukuyama aborda el asunto también precisamente en la perspectiva de los 
nuevo usos del lenguaje que inevitablemente tienen que afectar a la deriva que 
implican las modificaciones y novedades en el terreno de la biotecnología. 
“Post-humano” o “trans-humano” son vocablos con una sonoridad harto 
provocativa y que no pueden estar exentos de polémica. Implican –ya de suyo- 
una superación de lo humano. ¿Cómo podemos –en qué términos- comprender 
esto? 
En realidad, los términos pueden resultar incluso equívocos, aunque a 
primera vista contengan un sentido específico y bastante claro. ¿Cómo 
podríamos los humanos “conocer” lo que no es humano, o va más allá de lo 
humano? Podemos hablar en perspectiva de la diferencia entre Cromañón y 
Neanderthal, pero es más que dudoso que los miembros de esta última especie 
pudieran “reconocer” a los cromañones desde la perspectiva de sus rasgos 
propios. Si hablamos de “post-humano” lo estamos haciendo en un sentido 
relativo, a partir del conocimiento de lo que actualmente somos y figurando 
cambios sustanciales en características que, hoy por hoy, nos resultan propias. 
Es en este sentido como quisiera comentar los asuntos que guían desde el 
inicio este artículo. Para ello, utilicemos como términos fundamentales los de 
“mejora progresiva” (MP), “mejora sustancial” (MS) y “mejora radical” (MR), 
equivalentes a las expresiones inglesas “Progressive Enhancement”, 
“Substantial Enhancement” y “Radical Enhancement”. Sólo esta última 
manifestaría ciertamente un estado post-humano, si entendemos que –como 
señala el propio término- estamos hablando de un cambio “de raíz”. En la 
actualidad, digamos, a lo que asistimos de modo cotidiano es a MP pero, tal y 
como hemos señalado en el artículo, se han abierto las puertas para que se 
pueda pensar con coherencia y lógica nada ilusa de MR. Pero tanto MR como 
MS arrojan interrogantes de particular interés que deben ser abordados por la 
reflexión humanística. 
Nicholas Agar ha planteado análisis semejantes9 en un intento de destacar 
que MR (o RE) únicamente traería consigo problemas en las diferentes 
variantes en las que se tratara el asunto. Lo cierto, no obstante, es que entre MP, 
 
7 Ibíd., p.263. 
8 Ediciones B, Barcelona 2002. 
9 Humanity’s End. Why We Should Reject Radical Enhancement. The MIT Press, Cambridge 
Mss., 2010. 
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MS y MR no debería haber en principio una distinción muy clara. Tomados 
como conceptos separados entre sí aluden, sin embargo, a instancias bastante 
diferentes, al menos en principio. MP expresa lo que cotidianamente vemos en 
el terreno de los avances médicos, farmacológicos e incluso de infraestructuras, 
o también de dieta, por ejemplo. Entendemos que dichos avances se producen 
en una perspectiva de claro control del proceso al que se deben: mejorar las 
condiciones de vida de los humanos. Este tipo de avances tienen su 
contrapartida en la aparición de derechos generalizables, dado que expresan 
mejoras a las que por su propia condición humana todo individuo ha de tener 
derecho. Es cierto que el terreno por recorrer en el ámbito social y político es 
muy amplio todavía, pero los fundamentos están claros y la consecución del 
beneficio generalizado de los avances es un asunto de discusión pública. 
Si hablamos de MS las cosas toman –al menos en principio- otro cariz. 
Una “mejora” –o modificación- sustancial responde a cambios de una magnitud 
notable que permiten hablar de una distancia evolutiva clara –en algún aspecto- 
de determinado individuo o individuos en relación con el resto. Lo más 
comprensible es que una modificación así fuera inducida, pero también lo más 
lógico es que se produjese únicamente en una habilidad o capacidad específica, 
de manera que siguiéramos reconociendo al individuo “portador” como 
miembro de nuestra especie. Savulescu ha mencionado algunas de estas 
posibilidades pero, en realidad, quedan todavía algo lejanas del trabajo 
cotidiano de los investigadores. De todos modos, la cuestión ética de fondo es la 
que nos interesa. Si los individuos afectados destacaran sobremanera del resto, 
podrían justificadamente demandar un trato distintivo en función de sus súper-
habilidades, al modo como Wilt Chamberlain –el célebre jugador de baloncesto- 
parece que llegó a exigir que se aumentara el precio de las entradas para ver sus 
partidos, y que dicho aumento fuera lógicamente a parar a él, dado que mucha 
gente acudía a ver específicamente su juego. 
Pero una distancia así no tiene por qué modificar estructuralmente las 
relaciones sociales tal y como las conocemos. Si los individuos en cuestión 
realmente representaran un cambio cualitativo de consecuencias claramente 
ventajosas –tanto en el plano personal como social-, lo exigible sería que tales 
modificaciones se ampliaran antes o después al resto de la población. Pero si 
cuando decimos “sustancial” nos referimos a un despegue que pueda asociarse a 
algo enormemente distintivo, comenzamos a hablar de asuntos más delicados. 
Si se trata de una transición intraespecífica –por llamarla de alguna manera-, el 
trato político también debería variar. Posiblemente, habría que hablar de 
nuevos derechos, exigibles por los portadores de las mutaciones, o de la 
circunstancia de que ellos nos reconocieran ciertos derechos en función de la 
percepción que tuvieran de nosotros. Su diferente situación les podría colocar 
también en una perspectiva diferente de la concepción de las libertades, lo que 
posiblemente plantearía de inicio una división en los mismos. ¿Qué intereses 
habría que promover prioritariamente? 
La realidad actual del asunto nos presenta una situación que –al menos en 
principio- no es tan comprometida, aunque es bien cierto que el debate debe 
plantearse en este sentido. Pero los cambios que experimentamos siguen una 
línea de progresión que, en términos generales, queda bajo nuestro análisis y 
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nos permite especular con precisión y solvencia sobre la implantación de dichos 
cambios y la fórmula más adecuada para generalizarlos en la medida en que los 
convertimos en derechos. La carrera, pues, por la mejora sigue una linealidad en 
gran medida previsible, armónica y, ciertamente, somos testigos 
contemporáneos de tales cambios. Es decir, en cualquier caso, advertimos la 
gradualidad en los mismos y los incluimos dentro del relato del progreso en la 
condición humana. En absoluto se dan cambios que nos obliguen a plantear 
cuestiones tan espinosas como la anterior. 
Pero esto no es exactamente así. Al menos en la teoría tenemos que 
plantearnos la posibilidadde que las cosas se presenten de una manera tan 
desafiante como la que señalaba Savulescu. Se trata de circunstancias que no 
son ajenas a nosotros, y existe la opción de que el desarrollo de las ciencias 
biomédicas y de la ingeniería genética nos traslade ciertamente a escenarios 
imprevistos, o previstos únicamente a medias. Si MS ya nos interpela sobre 
cómo entender el espinoso asunto de los derechos, MR nos lo arroja 
directamente al tablero de la reflexión sin oportunidad de orillar el debate. Allan 
Buchanan lo ha puesto de la siguiente manera: 
“Una vez que hemos abandonado la idea pre-darwiniana de que las especies 
tienen esencias fijas y pensamos en los rasgos que asociamos con la naturaleza humana 
como productos históricos que persisten durante un tiempo y son reemplazados por 
otros nuevos, no podemos descartar la posibilidad de que cambios similares puedan 
ocurrir de nuevo, por un diseño humano deliberado o a través de una combinación de 
la evolución “natural” y el diseño deliberado. Tampoco podemos descartar la 
posibilidad de que en un determinado punto los efectos acumulativos de tales cambios 
pudieran hacer razonable concluir que haya emergido un nuevo tipo de ser, un ser con 
una naturaleza diferente de la nuestra. Si esto ocurriese, los posthumanos podrían 
coexistir con los humanos (como los Neandertales lo hicieron durante algún tiempo con 
nuestros ancestros). Además, no podemos asumir que la coexistencia persistiría; la 
emergencia de los posthumanos podría eventualmente tener como resultado la 
extinción de los seres humanos.”10 
Palabras como éstas suenan con halo siniestro que inevitablemente nos 
hace ponernos en guardia. No obstante, como hemos señalado, la consciencia 
que tomamos de los cambios y el trabajo a través del cual los alentamos, no 
pueden hacer sino hablar de dichas modificaciones en términos de “humanas”. 
Digamos entonces que seguramente “lo” humano no se ha perdido en ningún 
momento. Y el escenario de coexistencia y competencia entre “humanos” y 
“post-humanos” es poco plausible. Esto no quita para que tengamos que tratar 
el tema como una posibilidad que, en caso de que alguna vez ocurriera como tal, 
tendría implicaciones que en absoluto son baladíes. Una mutación que da 
ventaja en el proceso adaptativo beneficia en el recorrido que éste presente a 
unos individuos sobre otros. Si la “lucha por la supervivencia” se mantiene como 
elemento nuclear de la evolución, no cabe duda de que los “más aptos” 
determinarían de alguna manera el destino de los “menos” a partir de las 
ventajas adquiridas. Podríamos cuestionar esta idea al argumentar que la 
evolución es en la actualidad más “cultural” que propiamente biológica, de 
manera que la distinción entre más y menos aptos se ha vuelto en cierta medida 
 
10 Beyond Humanity? Oxford University Press, Oxford 2013, p.120. 
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¿Derechos humanos o derechos post-humanos? / Joaquín Jareño Alarcón 
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–subrayo esto- relativa. Pero en el propio debate político –y cultural- si las cosas 
son como algunos expertos predicen, también acabarían prevaleciendo las 
ventajas de los –llamémoslos así- “más aventajados”, que impondrían de un 
modo u otro sus criterios tanto en el terreno social como en el político. No hace 
falta dar muchas vueltas para ver cómo hemos ido efectuando una “selección” 
de los individuos más “aptos” desde el propio vientre materno, caracterizando la 
discriminación para los más defectuosos en términos incluso de derechos. Hoy 
tenemos el “derecho” a impedir que sobrevivan. 
El escenario de lo propiamente post-humano en un sentido fuerte (MR) se 
nos antoja entonces algo difícil de imaginar en términos abiertamente realistas. 
Pero si las ventajas sustanciales de algunos sujetos manifestasen con claridad la 
distancia de la que hemos estado hablando, se podría dar dicho escenario. 
Imaginemos que sucede así. Que los denominados “experimentos-quimera”, por 
ejemplo, tienen el éxito adecuado, y logramos producir la mezcla apropiada de 
animal y humano, de modo que éste adquiere una morfología y unas habilidades 
que le distancian del resto de los seres que hasta ese momento se consideraban 
de su especie. Aunque las investigaciones son en el presente bastante modestas, 
el futuro próximo podrá deparar novedades que plantean serios interrogantes 
éticos, dado que podemos dar lugar a “monstruos”. Pero la calificación de tales 
habría de hacerse con criterios de ahora, esto es, “humanos”. Criterios que no 
servirían para aquellos que se beneficiasen de las mejoras que la hibridación 
suponga. Más aún, si los desarrollos de los que hablábamos dieran lugar a 
transformaciones tan definitivas como las que mencionamos anteriormente, 
estaríamos tratando con “trans-humanos” o “post-humanos” en el sentido 
propio de los términos, y habríamos llegado ciertamente a MR. 
Pero es de justicia pensar que los individuos “post-humanos” tendrían –ya 
hemos señalado algo de ello- valores diferentes en la medida en que fueran 
auténticamente “post”. Nicholas Agar ha expresado con acierto las dificultades 
que se pueden derivar de esto. Señala que la Declaración Universal de 1948 
destacaba que todos los seres humanos nacemos libres e iguales en libertad y 
derechos. Es conocido que dicha Declaración, a pesar de su carácter abierto e 
incluyente, ha recibido curiosamente numerosas críticas por haber sido 
considerada un invento del Occidente individualista y cristiano. Ahora habría 
que estimar una dificultad añadida: el código moral que se impondría en una 
sociedad post-humana o que camina hacia su post-humanización. No hay 
razones para pensar que los post-humanos tolerasen plenamente a los 
humanos, precisamente por su diferente apreciación de los valores. Lo que 
inevitablemente podría devolver a la situación de una jerarquización en clases, 
algo que nos ha costado a los “humanos” enormemente erradicar. Agar lo 
expone de una manera un tanto dramática: 
“Las cosas empezarán malamente para los miembros humanos de una sociedad 
dirigida por posthumanos, e incluso empeorarán. Si Kurzweil está en lo cierto, los 
posthumanos continuarán incrementando sus poderes mientras los nuestros 
permanecerán sustancialmente estáticos. Esto quiere decir que el valor de nuestras 
contribuciones disminuirá en relación con el valor de las suyas. Los teóricos del 
contrato social posthumano pueden razonar que nuestro estatus moral se rebajará a la 
vez que lo hace el valor de nuestras contribuciones. Finalmente la brecha puede ser tan 
grande que puede que no tengamos nada que ofrecer. No tendremos poder para hacer 
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demandas morales a los posthumanos y los teóricos del contrato social posthumano 
pueden concluir, correctamente, que los humanos no tendremos en absoluto valor 
moral.”11 
Pero esta circunstancia se plasmaría inevitablemente en un nuevo discurso 
sobre los derechos, dado que entonces habría que hablar en un tono diferente 
acerca de los mismos. Al modo como podemos hacer nosotros con los animales, 
el discurso acerca de los “derechos humanos” sería, en el mejor de los casos, 
algo secundario y en relación con los “derechos post-humanos”, derivado en la 
medida en que dichos “post” quisieran hacer extensible su concepción de lo 
moral a seres que –en principio- les semejan sólo muy lejanamente, o incluso 
pueden llegar a estar absolutamente alejados y, con ello, resultar irreconocibles. 
Si esto fuera así, los humanos nos veríamos en una seria y peligrosa desventaja, 
puesto que el estatuto de los “derechos post-humanos” nos condenaría 
irremisiblemente antes unos seres que no tienen por qué sentir compasión, que 
es algo muy “humano”. 
Referencias 
 AGAR, Nicholas: Humanity’s End. Why We Should Reject Radical 
Enhancement. MIT Press. Cambridge Mss. 2010. 
 ANDORNO, Roberto: Bioéticay dignidad de la persona. Tecnos, Madrid 1998. 
 BAILEY, Ronald: Liberation Biology. The Scientific and Moral Case for the 
Biotech Revolution. Prometheus Books, Amherst 2005. 
 BUCHANAN, Allen: Beyond Humanity? Oxford University Press, Oxford 2013. 
 DE GREY, Aubrey; RAE, Michael: Ending Aging: The Rejuvenation 
Breakthroughs That Could Reverse Human Aging in our Lifetime. St. Martin’s 
Press, Nueva York 2007. 
 FUKUYAMA, Francis: El fin del hombre. Consecuencias de la revolución 
biotecnológica. Ediciones B, Barcelona 2002. 
 HAUGEN, K. K.: “The Performance-enhancing Drug Game”; en: Journal of 
Sports Economics, vol.5 (2004), pp.67-87 
 PERSSON, Ingmar; SAVULESCU, Julian: Unfit for the Future. The Need for 
Moral Enhancement. Oxford University Press, Oxford 2012. 
 SÁDABA, Javier; VELÁZQUEZ, José Luis: Hombres a la carta. Los dilemas de 
la Bioética. Temas de Hoy, Barcelona 1998. 
 SANDEL, Michael J.: The Case Against Perfection. Ethics in the Age of Genetic 
Engineering. Harvard University Press Cambridge Mss. 2009. 
 SAVULESCU, Julian: ¿Decisiones peligrosas? Una Bioética desafiante. Tecnos, 
Madrid 2012. 
 STOCK, Gregory: Redesigning Humans: Our Inevitable Genetic Future. 
Houghton Mifflin, Boston 2002. 
 
 
 
11 Op. cit., p.163.

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