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John Briley 
Grita Libertad. 
 
Digitalizado por lety quagliaro y kamparina 
para Biblioteca-irc en Junio de 2.004 
 
 
Edición actual: 
Biblioteca Omegalfa 
 
Maquetación: Demófilo 
Noviembre, 2018 
 
Edición realizada para su libre difusión, 
sin valor comercial ni ánimo de lucro. 
 
____________________________________________ 
 
 
n 
 
 
 
 
 
 
Biblioteca Libre 
OMEGALFA 
2018 
Ω 
http://www.omegalfa.es/
http://www.omegalfa.es/
http://www.omegalfa.es/
http://www.omegalfa.es/
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Grita libertad 
 
John Briley 
 
 
Traducción de 
Francisco Martín 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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A Mary y a Shaun, 
que vivieron conmigo gran parte 
de esta historia 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Prólogo 
 
 
Una novela —como una película— tiene vida propia. En la pantalla 
se logra tanto con un gesto, una mirada, la manera de vestir de una 
persona, que sutilmente se pueden insinuar doce detalles con el 
simple modo en que un personaje entre en una habitación..., y no 
sólo proyecciones respecto al carácter de esa persona, sino también 
a propósito de otros personajes con arreglo a cómo ellos reaccio-
nan ante su entrada, al ver su forma de vestir o advertir su estado 
de humor. 
Este «realismo», en el caso de Grita libertad, puede crear (y yo creo 
que lo consigue) una inmediatez eléctrica y, cuando esto se compar-
te con otros en un cine lleno, emociones muy poderosas. 
Pero la novela también tiene sus ventajas, puesto que su ritmo es el 
ritmo del lector, y su «realidad» no depende de la interpretación, la 
música o la realización. Esa realidad se forja en la cabeza del lec-
tor. 
Esta novela se basa en el guión de Grita libertad, que a su vez pro-
cede de dos obras de Donald Woods, Biko y Asking for trouble. No 
es una transcripción literal de estos libros ni del guión del film, ya 
que en muchas ocasiones se resuelve con arreglo a su propia vida, 
pero yo espero que arrastre en su andadura al lector con esas mis-
mas emociones. 
El guión de Grita libertad ofrecía un esquema a seguir por otro tipo 
de narradores (director, actores, editor), mientras que esta novela 
pretende coger de la mano al lector y decirle «sígame» dentro de 
ese cinematógrafo de la imaginación —el más grande y el más mi-
núsculo— que todos llevamos en nuestros recovecos mentales. 
 
 
 
 
 
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La jornada comenzaba antes de que apareciera el sol. Siempre. Si 
trabajaba uno en Ciudad del Cabo, el boas te esperaba a las siete o a 
las ocho. Sin excusas posibles. Había que estar allí. Y si no estabas, 
sobraba gente para reemplazarte. 
Por eso la neblina de humo sobre las rudimentarias chozas de hoja-
lata y madera de cajones era ya espesa cuando la inmensa mole de 
Table Mountain comenzó a surgir en la oscuridad del gris frío del 
amanecer. Aquella masa oscura se veía igual desde las blancas y 
tranquilas calles de Ciudad del Cabo a varias millas, que desde las 
sucias callejas hormigueantes de la ciudad ilegal de chabolas de 
negros de Crossroads. 
La plomiza actividad matutina de aquella población encubría su 
precaria existencia. Por todas partes, en sus retorcidas y caóticas 
callejas, se veían viejas cepillando su dentadura en un vaso a la 
puerta de las chabolas, niños descalzos adormilados llenando con 
restos de madera el fogón de la cocina, figuras provectas femeninas 
removiendo gachas de maíz, quinceañeras arropadas en telas de 
algodón bostezando y saliendo de alguna letrina, amorosas madres 
amamantando plácidamente a sus retoños, niñas encendiendo cuida-
dosamente lámparas de queroseno sobre la rudimentaria mesa de 
cocina, hombres afeitándose dificultosamente ante espejos rotos y 
mujeres metiendo bajo las desvencijadas camas el orinal limpio. 
El único signo de la ilegalidad de aquel poblado de Crossroads era 
un adolescente sentado sobre la plataforma de una torre de perfora-
ción abandonada, el punto más elevado de aquel laberinto misera-
ble. Arropado con una manta astrosa, el jovencillo estaba recostado 
contra un soporte roto, cabeceando intermitentemente. Colgando de 
su cuello tenía un gran silbato brillante... De vez en cuando miraba 
con ojos adormecidos hacia la larga carretera que discurría hasta 
Ciudad del Cabo. 
Aquel cometido de centinela formaba parte del molesto juego enta-
blado entre el gobierno y los miserables residentes de Crossroads. 
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La región de El Cabo siempre había sido la más independiente, la 
menos sumisa de todas las zonas negras de Sudáfrica. Las ciudades 
portuarias siempre tienen sus lacras, y en Ciudad del Cabo éstas 
eran principalmente la falta de trabajo y la obligada mano de obra 
barata. Los negros llegaban a la ciudad forzados por motivos tan 
elementales como el hambre y la sed, y allí los patrones daban tra-
bajo aunque no se contara con el debido permiso. Además, si sabían 
eludir a la policía durante el viaje, la familia del trabajador podía 
infiltrarse en la zona, construirse un chamizo en Crossroads y so-
brevivir con el trabajo de otro, el suyo propio, o el de la mujer, el de 
la hija. 
La policía medio hacía la vista gorda porque no podían echarlos a 
todos, dado que el baas tenía necesidad de ellos, y, a su vez, sabía 
que podía pagar menos y hacerlos trabajar más si no tenían permiso 
de trabajo. Por eso le interesaba que hubiera mano de obra disponi-
ble. Aunque a nadie le interesaba que aquella gente se instalara ni 
que pensara que tenía ningún derecho a estar allí y... 
En el creciente ajetreo matinal, se abrió de pronto paso en la distan-
cia un ruido, y el adolescente del silbato se puso alerta como si le 
hubiesen arrojado un cubo de agua fría. De pie, oteaba a lo lejos 
sobre el gris oscuro de la serpenteante carretera... Y los vio casi en 
el mismo instante en que comenzó a percibirse el sonido sordo y 
potente de los motores en la atmósfera húmeda de la mañana. Una 
fila de gigantes grises: «hipopótamos» del ejército, monstruos de 
acero capaces de transportar cincuenta soldados cruzando barricadas 
de piedras y hasta disparos de pistola; y tras ellos, un largo rosario 
de vehículos de policía con los faros apagados, aproximándose a 
toda velocidad al poblado de barracas, dejando tras sí una nube de 
polvo cada vez más visible conforme el amanecer iluminaba el cielo 
gris ceniza. 
El silbato sonó hiriente en la atmósfera y su chillido fue repetido 
casi al unísono por otros doce silbatos, mientras la somnolienta po-
blación temblaba como un caballo espantado. Las mujeres cogieron 
a los niños y se escondieron; los hombres se abalanzaron a proteger 
los enseres valiosos, un reloj, una cartera, una radio; los jóvenes 
corrían por los caminos de tierra, saltando entre charcos, dando la 
alerta y animando a otros con bravatas, no sin lanzarse por encima 
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del hombro miradas de temor conforme aumentaba el rugido de los 
vehículos militares. 
Sin embargo, aquel día el ataque del «Sistema» hacía inútiles todos 
los esfuerzos por esconderse y resguardarse. Los Land Rover de la 
policía irrumpieron violentamente por tres lados del poblado, con 
enormes lanzagranadas de gases lacrimógenos montados en la parte 
trasera, roncos dispositivos monstruosos, semejantes a motores a 
reacción primitivos, que escupían copiosas cantidades del ardiente 
gas lacrimógeno. Todos los Land Rover evolucionaron por las pol-
vorientas callejas, arremetiendo contra la población y dejando tras 
ellos nubes de gas asfixiante. 
Con la rapidez adquirida por la experiencia, muchos negros logra-
ban taparse la boca con trapos, pero era imposible impedir que el 
gas irritase los ojos, y, si eso no bastaba para obligarlos a salir a 
descubierto, tras los Land Rover marchaba la policía protegida con 
máscaras antigás, irrumpiendo en las chabolas y haciendo salir a 
todo el mundo con látigos y porras, destrozándolo todoa su paso. 
Las callejas se transformaron de pronto en un caos de gente corrien-
do en todas direcciones, tosiendo, esquivando los latigazos, tratando 
de proteger a los niños, y los gritos de dolor y pánico destacaban por 
encima del zumbido estridente de las lanzadoras de gas, los silbatos 
de la policía y las órdenes en afrikaan vociferadas a través de los 
megáfonos. 
Conforme el humo se fue disipando, la policía con perros irrumpió 
en el poblado. Esta vez su propósito era claro: arremetían y carga-
ban contra los hombres, sin titubear en aporrear a cualquier mujer 
díscola que se interpusiera, pero economizando su furor para los 
varones, jóvenes y ancianos. Ni siquiera los más ligeros de piernas 
tenían escape, y poco a poco todos fueron apaleados y cercados en 
un reducto en el que aguardaban los autobuses militares, con venta-
nas cegadas, para llevarse a los que por un motivo u otro desagrada-
ban a los agresores. 
Mujeres y niños, muchos de ellos llevándose todavía al rostro trapos 
húmedos, con ojos aún inflamados por efecto del gas lacrimógeno, 
contemplaban impotentes cómo la policía destrozaba sus «casas» de 
cajas y cartones, de cuerdas, hojalata y lona. Los bulldozer derriba-
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ban las estructuras, aplastaban aquellos muebles grotescos, abatían 
los tabiques, destrozaban los hornillos, las camas, las ropas... Los 
niños, con ojos muy abiertos, miraban aterrados y fascinados. La 
mayoría de las mujeres seguía allí de pie, aferradas a sus más valio-
sas pertenencias, aguantando la agresión con estoica resignación. 
Sólo algunas gritaban desafiantes. 
Al quedar al descubierto el interior de las viviendas, en muchas se 
vieron carteles de Nelson Mándela, algunos tenían escrito descara-
damente su nombre con las iniciales ANC, en otras aparecieron re-
tratos de Robert Sobukwe, el líder panafricano... Pero en algunas 
chabolas lo que se vio fue el retrato de alguien más joven. Un rostro 
agraciado y serio, de ojos graves penetrantes. En casi todos ellos 
ponía «Steve Biko», pero en algunos en gruesos caracteres debajo 
del nombre se leía «Conciencia negra». Los bulldozer pasaron una y 
otra vez sobre aquellos habitáculos reduciéndolos a añicos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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A unos mil trescientos kilómetros de allí, una joven despertaba en 
una pequeña habitación limpia. Acababa de amanecer y sólo oía los 
ruidos que le eran familiares. La joven estiró sus flexibles miembros 
y se dirigió a una mesita donde echó agua en una palangana y se 
desperezó dejando que el agua corriera por las mejillas y el cuello. 
Tenía ojos almendrados, grandes, una boca sensual, pero aun en la 
tranquila languidez matutina su bello rostro difundía inteligencia y 
era espejo de un cerebro pocas veces inactivo. 
Se secó con una toalla y cogió un objeto caro de su modesta estan-
cia: una radio ultramoderna con doble antena de acero. Salvo un 
florero, el único adorno de la habitación era un cartel con el retrato 
de Steve Biko, uno exactamente igual a los destrozados en Cross-
roads. 
Mamphela Ramphele era médica. Unos años antes Steve Biko era 
estudiante de medicina, igual que ella, pero Steve había pasado de la 
medicina a la política, la política de la condición negra en Sudáfrica. 
Y ahora la doctora Mamphela Ramphele era la única médica de una 
pequeña clínica para negros para la que Steve había logrado reunir 
los fondos, a pesar de haber sido «desterrado» por el gobierno sud-
africano, con prohibición expresa de reunirse con más de una perso-
na, escribir o hablar en público. 
Al igual que Steve, Mamphela era de color claro, y, según las enre-
vesadas leyes racistas de Sudáfrica, se le podría haber aplicado la 
catalogación de «color» en lugar de «negra». Los «de color» eran 
descendientes de mezcla de razas, negros y holandeses, negros e 
ingleses o negros y portugueses. El gobierno sudafricano los prefe-
ría porque eran aún menos numerosos que los sudafricanos blancos, 
y otorgándoles ciertos privilegios, que negaban a los negros, los 
utilizaban como pararrayos contra la ira negra. Los negros, sintiendo 
envidia de los sueldos y los trabajos algo mejor pagados de los «de 
color«, dejaban así de pensar tanto en sus justas reivindicaciones por 
lo que les hacía el gobierno. 
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Con todo, igual que Steve, Mamphela era demasiado inteligente 
para no ver el torvo propósito de aquella clasificación, demasiado 
ética para querer «ventajas» que sirvieran para dividir a los sudafri-
canos en facciones rivales. Por eso en su cartilla seguía constando la 
identificación racial de «negra». 
Mientras se quitaba su camisón gris para lavarse, Mamphela se que-
dó de pronto paralizada. La voz profunda del locutor de los informa-
tivos tras dar las noticias de la mañana y puntualizar el cambio del 
dólar y el rand, los últimos acontecimientos en Oriente medio, el 
Mercado Común y el conflicto Este—Oeste, comenzó morosamente 
a hacer el resumen de una redada de la policía en un poblado ilegal 
de las afueras de Ciudad del Cabo aquella misma mañana. «Entre 
los detenidos se hallaban algunos sin permiso de trabajo que han 
sido devueltos a sus respectivos lugares de origen. La acción poli-
cial no halló resistencia y muchos de los ilegales se presentaron vo-
luntariamente a las autoridades policiales y militares —concluyó el 
locutor imperturbable, añadiendo con palpable entusiasmo—: El 
Springboks consiguió ayer sobre el equipo visitante argentino una 
brillante victoria de 33—10. El equipo de rugby...» 
Mamphela alargó la mano y desconectó la radio y su mirada se posó 
lentamente en el cartel de Steve. 
Mientras tanto en Crossroads el último vehículo militar abandonaba 
el poblado. Era un gigantesco «hipopótamo» repleto de policías 
sudorosos que hablaban entre carcajadas, y que cruzando la llanura 
se dirigió hacia Ciudad del Cabo, dejando una nube de polvo a su 
paso. Tras su estela, las mujeres y los hombres que quedaban lo 
siguieron con la vista un instante con mudo estoicismo, y después, 
uno tras otro, comenzaron a recoger lo que quedaba de sus perte-
nencias. 
Sobre la zona planeaba aún un sudario de polvo y humo, pero con 
paciencia y tesón poco a poco los tabiques destrozados fueron repa-
rados y levantados. No era nada nuevo y volvería a suceder, quizá 
dentro de un mes, una semana, tres meses, a lo mejor con menos 
virulencia, o quizá más. Era el precio que se pagaba por trabajar, por 
ser negro. El único signo de que la incursión había suscitado las 
semillas del encono era una mano que aquí y allá colocaba enfureci-
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da una foto de Mándela en un trozo de hojalata o de cartón destina-
do a servir de nuevo como tabique de «sala de estar». 
En la clínica —llamada Zanempilo o «Lugar de Curación»— 
Mamphela efectuaba las visitas rutinarias matinales. Vestía una bata 
quirúrgica, tan limpia y sencilla como la propia sala, cuyos pacien-
tes eran niños, la mayoría víctimas de enfermedades que no habrían 
padecido de haber tenido acceso a agua potable y a condiciones hi-
giénicas normales. Pero el agua y las condiciones sanitarias norma-
les no estaban al alcance de la mayoría de sudafricanos y el índice 
de mortalidad infantil era uno de los principales cargos contra el 
gobierno blanco de Sudáfrica. En el extremo de la sala había una 
pequeña pieza que albergaba a los enfermos graves. La enfermera 
de noche había sido Tenjy Mtsintso, quien, al entrar Mamphela, 
estaba tomando la temperatura a una niña afectada por una grave 
infección que le tapaba parte de un ojo y discurría hacia abajo por la 
cara y el hombro. Tenjy, una guapa muchacha menuda de veinte 
años, que parecía más joven y frágil de lo que realmente era, levantó 
angustiada la vista hacia Mamphela, pero ésta se dirigió sin más al 
pequeño escritorio junto a la puerta y comenzó a repasar los infor-
mes nocturnos. 
Tenjy sacó el termómetro de la boca de la niña,anotó la temperatura 
y comenzó a cambiarle los pañales. Mamphela se le acercó. 
—Le ha bajado la fiebre —dijo Tenjy—, pero sigue sin retener ali-
mento. 
Mamphela se inclinó sobre la niña y le tomó el pulso; luego la aus-
cultó, sin que Tenjy le quitase ojo. Finalmente ésta, sin poder conte-
nerse, le preguntó pausadamente: 
—¿Has oído esta mañana las noticias? Mamphela continuó exami-
nando a la niña. 
—Si le hubieran cogido —dijo sin inmutarse—, lo sabríamos. Lo 
habrían anunciado. 
Su determinación sorprendió a Tenjy pero sin convencerla. 
Más tarde, durante el desayuno en la reducida cocina, otros miem-
bros de la clínica discutieron sobre lo mismo. Mapetla Mohapi, un 
robusto y honrado colega de Steve que prestaba su ayuda en la clíni-
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ca, estaba convencido como Mamphela de que si a Steve le hubieran 
detenido se sabría. 
—Si la policía le hubiera encontrado (a lo mejor con carteles en el 
coche), ¿creéis que no sería la primera noticia del informativo? —
gritó mientras se dirigía al patio a coger leña para la estufa. 
—¡No! —vociferó Tenjy—. ¡Primero tratarían de hacerle confesar 
algo! Porque si la gente sabe que está en poder de la policía, ten-
drían que tratarle con más cuidado. 
Como de costumbre, Mamphela leía conforme comía, pero estaba 
atenta a la discusión. Dio un golpecito a Tenjy en el hombro y seña-
ló hacia la ventana. 
—Creen que está aquí —dijo, indicando el Land Rover de la policía 
aparcado en el camino de tierra que conducía hacia la clínica. En su 
interior se veía a los dos policías que seguían a diario los pasos de 
Biko. Los dos agentes estaban repantigados, como de costumbre, 
con los ojos medio cerrados mirándolo todo, seguros de que cual-
quiera que entrase o saliera tenía que pasar ante ellos. 
—Si la policía de Ciudad del Cabo le hubiera cogido, seguro que 
esos dos lo sabrían —prosiguió Mamphela—, y no estarían ahí fue-
ra. 
Ntsiki Biko, la guapa esposa de Biko, de generoso busto, estaba 
dedicada a sacar medicamentos de una caja de embalaje, colocándo-
los cuidadosamente ordenados en el refrigerador, comprobándolos 
en el albarán. Ella también había escuchado la discusión, llena de 
angustia, pero tratando de sopesar los pros y los contras dentro de su 
corazón. 
—Creo que está escondido —dijo con mayor convencimiento del 
que sentía—. Estuvo aquí con Peter Jones y Peter tiene permiso de 
trabajo. Si a Steve le hubiesen detenido, Peter me habría llamado. 
Ante sus palabras todos callaron un instante. Incluso Tenjy renunció 
a tener razón para no aumentar la angustia que todos detectaron en 
la voz de Ntsiki. 
Tabby, un niño de diez años, que estaba sentado en una ventana 
vigilando a los policías mientras daba cuenta de su desayuno, rom-
pió finalmente el silencio. 
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—Ya llegan —dijo. 
Mamphela levantó la vista del libro. Por el camino avanzaban ya los 
pacientes hacia la clínica. Sabía que algunos habrían estado andando 
toda la noche y otros incluso días. 
—Bien: acabemos y abramos la sala de consultas —dijo cerrando el 
libro y dejándolo a un lado en la mesa—. Steve está bien, ¿sabes? 
—dijo, mirando a Ntsiki antes de salir. 
—Claro que sí —replicó Ntsiki con sonrisa forzada. 
Mamphela le tocó cariñosamente el brazo y salió con premura a 
iniciar su jornada. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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3 
 
 
East London es una ciudad portuaria en el océano índico, a unos mil 
doscientos kilómetros de Ciudad del Cabo. Es una ciudad provin-
ciana, no una gran metrópoli, pero ha adquirido cierta notoriedad 
porque Donald Woods, editor de su diario Daily Dispatch, ha mos-
trado una valentía poco corriente al llamar a capítulo al gobierno por 
algunos de los principales aspectos absurdos de las leyes racistas. 
Woods era un sudafricano de sexta generación que creía, como casi 
todos los blancos del país, que Sudáfrica es tanto de ellos como de 
los negros, pero había estudiado derecho y tenía suficiente imagina-
ción para superar las barreras educativas y culturales y darse cuenta 
de que el gobierno no actuaba ética ni humanamente con su tiranía 
sobre los negros sin derecho a voto. 
No opinaba que a los negros debiera concedérseles pleno derecho al 
voto, y, desde luego, no creía que fuesen capaces de participar en el 
gobierno, ni siquiera tener un papel relevante en la administración, 
pero sí creía en la justicia a su manera, y creía que todos los seres 
humanos tienen ciertos derechos inalienables. Al sorprender al go-
bierno violando esos principios éticos básicos, Woods lo atacó con 
pluma tan acerada y precisa, que su periódico fue citado de un ex-
tremo a otro de África. Al mismo tiempo, tanto el periódico como él 
fueron objeto de varias querellas judiciales por parte del gobierno. 
Pero sus conocimientos legales, y el paradójico respeto guberna-
mental a la independencia de la judicatura, le valieron para librarse 
repetidas veces de multas que habrían podido hundir el periódico y, 
en ocasiones, haberle llevado a la cárcel. 
Una de las cosas que con más vehemencia atacó fue la costumbre de 
aquellas incursiones policiales a municipios negros, tanto legales 
como ilegales. Él se había criado en el marco de las leyes que obli-
gaban a negros y blancos a vivir separados, y a que los negros vivie-
sen en comunidades aparte de las ciudades de los blancos, pero que 
esos negros estuvieran sujetos a un acoso arbitrario —y cosas peo-
res— a manos de quienes tenían que defender la ley, le sublevaba 
como ser humano y como abogado. 
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Cierto que los negros que vivían en poblados ilegales violaban los 
decretos de residencia, pero si el gobierno quería atajar tales viola-
ciones debía llevar casos concretos ante los tribunales y no someter 
a innumerables hombres, mujeres y niños a caprichosos ataques y 
violencias. Pero Woods sabía, como todos los habitantes de Sudáfri-
ca, que los poblados negros eran tolerados porque los empresarios 
blancos se beneficiaban de la barata mano de obra que representa-
ban, por lo que consideraba aquellos ataques hipócritas e inmorales. 
Aquel día de noviembre de 1975, había escuchado la noticia del 
asalto a Crossroads y decidido escribir un editorial. Llamó al res-
ponsable de la primera plana, Tony Morris, y juntos comenzaron a 
compaginar los artículos de la maqueta de la primera página. Lo que 
antes era el artículo principal sobre el perdón de Ford en el Waterga-
te de Nixon pasaría a la izquierda de la página, y la negativa del 
gobierno a la nueva apelación para la libertad de Nelson Mándela 
iría en el centro, en yuxtaposición al artículo sobre Crossroads. El 
artículo sobre la posibilidad de construcción en Durban de una fá-
brica japonesa de montaje de automóviles quedaría en última pági-
na. 
Estaba abismado en la tarea, encerrando en círculo con su lápiz azul 
los titulares e indicando los posibles cuerpos de letras, cuando Ken 
Robertson, uno de sus periodistas más prudentes pero más producti-
vo, entró en el despacho pasando como una tromba ante el viejo 
servidor negro del té, Alee. 
—Jefe —se limitó a decir Ken, lanzando un montón de fotos sobre 
el escritorio. Mientras Woods se volvía para examinarlas, Ken cogió 
con toda familiaridad un cigarrillo del paquete del escritorio del 
director y lo encendió. 
Eran fotos del ataque a Crossroads, algunas movidas, pero todas 
impresionantes. Una mujer llorosa sujetando a un niño en brazos y 
mirando desconsolada su choza destrozada, dos soldados apaleando 
a un niño, un anciano mudo y aturdido sentado en un sillón astroso 
en un habitáculo de tabiques destrozados, un policía echando a una 
niña a latigazos, un bulldozer en el momento de aplastar una misé-
rrima cocina. 
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Woods levantó incrédulo la vista hacia Ken, quien sonrió. Era un 
hombre algo regordete, algo más irreverente y sin la formación ni 
inteligencia de su jefe, pero «conocía la calle», tenía olfato para losconflictos y sabía que Woods le consideraba su protegido. 
—¿Cómo las has conseguido? —inquirió Woods, desafiante. 
—Las conseguí —replicó Ken, expulsando humo y sonriendo—. 
¿Nos atrevemos a publicarlas? 
Woods volvió a examinar las imágenes. Era un hombre que se 
abismaba en su trabajo; sus gafas y su espeso pelo gris le hacían 
parecer algo más viejo de cuarenta y dos años, pero era de movi-
mientos armónicos y juveniles. Un hombre en la flor de la edad. Su 
rostro se contrajo de pronto en una mueca. 
—En éstas me arriesgo —dijo con decisión—. Incluso te dejo que 
las firmes. 
—Eres regio —replicó Ken—. Si me detienen, el primer nombre 
que daré será el tuyo. 
Los dos sabían que la «libertad» de prensa en Sudáfrica era un labe-
rinto de contradicciones, estructurado por docenas de leyes y orde-
nanzas, y que la publicación de fotografías de la policía apaleando a 
negros podía provocar reacción oficial y «oficiosa». Pero lo paradó-
jico era que si uno tenía una buena cantidad de fotos y eran lo bas-
tante malas, a veces el gobierno pensaba que era mejor dejarlo co-
rrer que mantener el contencioso ante la opinión pública. Era la cla-
se de cuerda floja que a Woods y a Ken les gustaba recorrer. 
Ken recogió las fotos para escribir los pies, con el rostro aún surca-
do por una mueca de autocomplacencia. 
—Vamos, dímelo. ¿Cómo conseguiste sacarlas y regresar aquí? —
inquirió Woods. 
—Estamos en el siglo veinte, jefe. Espera a ver mi nota de gastos. 
—¿Y quién te avisó? 
—El mismo que las hizo. Mira: siempre me estás acusando de beber 
por gusto, pero en realidad es la peor parte de mi trabajo. Si bebes 
mucho, estás predispuesto a encontrarte con un policía que ha leído 
tus editoriales, jefe, y de vez en cuando con uno que, además, está 
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de acuerdo con ellos —dijo Ken sonriendo con picardía y levantan-
do una de las fotos en cuyo segundo plano se veía una pared ador-
nada con carteles de Biko—. ¿Y el señor Biko? —añadió—. ¿Lo 
menciono en el artículo? Mi hombre me ha dicho que se veía la foto 
por todas partes. 
Aquello hizo cambiar el tono del diálogo. 
—¿Crees que había una reunión o algo? —inquirió Woods. 
—Por lo que me dijo, creo que debió de haberla —contestó Ken—. 
Biko no podía estar allí, pero sí alguno de los suyos hablando de la 
Conciencia Negra; yo diría que eso casi seguro. 
Woods reflexionó un instante y luego movió la cabeza negativamen-
te. 
—No, no lo mezcles. Sólo quiero reprochar a las autoridades el ata-
que; ya me ocuparé yo de Biko en un editorial. Con un puñado de 
locos afirmando que la supremacía blanca todo lo justifica, sólo nos 
faltaba un chalado negro diciendo que la supremacía negra salvará 
al mundo. 
Ken asintió en señal de aprobación y salió del despacho. 
Woods se volvió hacia Tony Morris y la maqueta de la primera pla-
na. 
—De acuerdo, pondremos una de estas fotos en la parte superior 
central —dijo, marcando la zona con el lápiz azul. 
La edición provocó la explosión que Woods había previsto. Las 
fotos aparecieron reimpresas en otros periódicos del país y Woods 
recibió la habitual serie de llamadas telefónicas; amenazas veladas 
de la policía, el Ministerio de Asuntos Bantúes (negros), el Ministe-
rio de Información, violentas amenazas anónimas de muerte, de 
hombres y mujeres, y algunas felicitaciones de otros directores de 
periódicos. 
Lo que en definitiva le libró, al parecer, de procesamiento fue el 
editorial que escribió sobre Biko. Se titulaba «EL bantú stephen 
biko. la fea amenaza del racismo negro» y fue aprobado hasta por 
los peores enemigos del periódico. 
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Y eso fue lo que motivó la visita de Mamphela al Daily Dispatch. 
Se presentó vestida con vaqueros y un suéter blanco. Estaba sensa-
cional. 
Cruzó el largo pasillo hasta el despacho de Woods con una altivez 
que llamó la atención tanto como sus atributos físicos. Los negros 
no andaban de aquel modo en una ciudad de provincias africana. Al 
llegar ante el escritorio de la recepcionista Ann Hobart, lanzó un 
ejemplar del periódico sobre la carpeta de la firma. 
—Quisiera saber quién es el responsable de esto —dijo. 
Ann, sorprendida por los modales y la pregunta, dirigió la vista al 
diario, doblado por el editorial de Woods sobre Biko. 
Volvió a alzar la vista, pero antes de que tuviera tiempo de decir una 
palabra, Mamphela depositó una tarjeta sobre el periódico. 
—Soy la doctora Mamphela Ramphele —dijo con aplomo—. Y si 
no me recibe, más vale que llame a la policía, porque no pienso 
marcharme de aquí hasta que salga él. 
Ann dudaba, todavía impresionada por la irrupción de Mamphela, 
ya comenzaba a recuperarse y a sentirse molesta por el desparpajo 
de aquella mujer negra, pero optó por coger el teléfono. 
—El doctor Ramphele desea hablar con usted, señor Woods —dijo 
fríamente. 
Woods estaba acostumbrado a la reacción de Ann ante los negros, 
en particular ante los negros pretenciosos, y supuso que «el» doctor 
Ramphele sería un viejo teólogo con alguna historia que contar. 
—Dígale que pase, por favor —dijo imperturbable y volvió a con-
centrarse en lo que estaba redactando para la edición de aquel día. 
Ann abrió la puerta. 
—Doctor Ramphele —anunció con voz agria. 
Woods mantuvo la vista en su trabajo durante un segundo y luego se 
dio la vuelta y se encontró con aquella Atenea negra que avanzaba 
airada hacia él. Lo primero que advirtió fue su enfado, pero inme-
diatamente seguido de la evidencia de que aquel cuerpo no pertene-
cía a ninguno de los teólogos que él conocía. 
- 20 - 
Lanzó una mirada de perplejidad a Ann, quien interpretó lo que que-
ría decir, hizo una rápida reverencia y salió del despacho. 
Mamphela situó el editorial ante Woods. 
—Hace tiempo que leo este periódico y sé que no es usted de los 
peores —le espetó, mordaz—, por lo que resulta aún más descon-
certante que intente hacer creer esa mentira infame cual si fuera algo 
razonado. 
Woods se había recuperado de su sorpresa inicial para reaccionar 
como lo habría hecho cualquier escritor decente. 
—Mire, doctora... —empezó, mirando el nombre que había anotado 
al llamarle la secretaria— Ramphele, tiene razón. Me he tomado la 
molestia de oponerme al prejuicio blanco, pero si cree usted que por 
ello voy a ceder ante ningún agitador que proponga el prejuicio ne-
gro, se equivoca completamente. 
Era la clase de ataque resuelto que a casi todos los antagonistas in-
fundía cierto respeto al menos, pero en Mamphela no causó tal efec-
to. 
—¡Prejuicio negro! —exclamó—. Eso nada tiene que ver con Steve. 
¿Es que nunca verifica los hechos antes de publicar algo? 
—Ese señor Biko está levantando una barrera de odio negro en Su-
dáfrica —replicó 
Woods—, y me opondré a él mientras esté sentado en este sillón. 
—¡Lo que usted hace en ese sillón es poner palabras en boca de 
Biko y bien sabe usted que no puede replicar por estar desterrado! 
Si... 
—Creo que entiendo perfectamente lo que pretende el «señor Biko» 
—interrumpió 
Woods, acalorado—, y no pienso... 
—¡Pues lo entiende mal! —intervino ella, tajante—. Y él no puede 
venir a verle. ¡Si es usted un periodista tan honrado como dice, de-
bería ir a verle! 
—Escuche —replicó Woods, enfurecido, pero inmediatamente se 
dominó. ¿Qué hacía él entablando una discusión a voces con una 
mujer..., y además negra? Volvió a mirarla. Hermosa, no cabía duda 
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de que inteligente, y altiva como una millonaria blanca—. ¿De dón-
de es usted? —inquirió finalmente. 
Mamphela se limitó a bajar un poco la voz. 
—Sudafricana —contestó sarcástica—, pero soy una de las dos de 
mi tribu a quien se le concedió una beca para estudiar en la facultad 
de medicina de Natal. Soy un ejemplo de la preocupación paterna-
lista blanca por los nativos del país. 
Era una puya, y por un instante Woods estuvo tentado de caer en la 
trampa y responder al sarcasmo con el sarcasmo, pero se contuvo; 
lanzó un suspiro, se recostó enel sillón y tiró el lápiz en la mesa. 
—Me alegra que nuestro dinero no cayera en saco roto. 
Mamphela esbozó una sonrisa. Si había algo capaz de desarmarla 
era el humor. Se apartó del escritorio y se repantigó en una silla, sin 
dejar de mirarle, calibrándole como ser humano y no como el sim-
ple autor de un artículo que consideraba equivocado y malévolo. 
Woods no rompió el silencio; no le cabía duda de que estaba anali-
zándole. Sólo que no sabía cuál sería su juicio definitivo. Finalmen-
te fue ella quien habló y esta vez sin despecho: 
—Señor Woods, si no es usted tonto, está mal informado. Steve 
Biko es uno de los pocos que aún puede salvar Sudáfrica. Ahora 
está en King Williams Town, que es su zona de destierro. Debería 
usted verle... 
Aquella tranquila sinceridad impresionó tan profundamente a 
Woods como su cólera altanera. 
 
 
 
 
 
 
 
 
- 22 - 
4 
 
 
King Williams Town estaba a sesenta escasos kilómetros al norte de 
East London y era una de tantas pequeñas ciudades encantadoras de 
Sudáfrica. Naturalmente, con casco urbano estrictamente reservado 
a los blancos, porque los negros vivían en un poblado a unos ocho 
kilómetros del centro. En él las casuchas tenían el mismo aspecto 
miserable de otros poblados, pero el paisaje era bonito y acogedor y 
no parecía tan penoso verse obligado a vivir en aquel lugar. 
Woods conducía su Mercedes blanco. Primero cruzó el poblado 
pensando en la dirección que le había dado Mamphela; una direc-
ción en la propia ciudad. A los negros se les permitía comprar y 
trabajar en ella durante el día, pero se le antojaba raro hallar en ella 
a una persona desterrada. 
Al llegar a la calle en cuestión, resultó ser una ancha avenida tran-
quila bordeada de árboles. Woods comprobó la dirección, cada vez 
más sorprendido por el lugar del encuentro. Aminoró la marcha al 
aproximarse al número y entonces lo vio: era una vieja iglesia, casi 
derruida, medio oculta por los arbustos y rodeada de los restos de 
una valla. Paró frente a ella en la otra acera y la contempló un ins-
tante antes de apearse. En aquel momento advirtió la presencia de 
dos policías aparcados junto a un árbol un poco detrás de él. Eran 
sin duda los «cuidadores» de Biko. Sonrió y les dirigió un saludo 
con la mano. No es que él estuviera muy de acuerdo con los decre-
tos de destierro, pero si habla un negro en el país a quien él conside-
rase que había que vigilar, ése era Biko. Una de las ironías promete-
doras de Sudáfrica era que, por mucha razón que tuvieran, los ne-
gros en su mayoría no mostraban prejuicios hacia los blancos, y si 
alguna vez se llegaba a una solución pacífica en el problema racial 
del país, aquello era algo positivo que había que conservar. Ésa era 
una de las razones que le inducía a ser tan implacable en sus conde-
nas al gobierno por abuso de autoridad en los poblados. Y de pronto, 
ahí estaba esa figura del mundillo estudiantil negro que había acu-
ñado el malévolo «principio» de la Conciencia Negra. 
- 23 - 
Ellos no querían saber nada con los blancos liberales. De hecho los 
liberales eran su principal diana porque «creaban un falso sentido de 
progreso». Ellos querían construir organizaciones negras, política 
negra, y Woods sabía perfectamente que lo que se necesitaba eran 
organizaciones sudafricanas, blancas y negras; política sudafricana, 
blanca y negra. De hecho, uno de sus mejores logros era haber con-
seguido que se admitiese a los negros en el club local de ajedrez, e 
incluso consiguió que en el equipo nacional que viajó a Suiza figu-
rase un «reserva» negro. Por eso pensaba que si había necesidad de 
desterrar a alguien, ese alguien era precisamente Steve Biko. 
Conforme cruzaba la calle camino a la vieja iglesia, vio a dos negros 
que arreglaban una ventana en un lateral del edificio. Uno de ellos le 
había visto y dio unos golpes en la ventana en el momento en que 
Woods llegaba a la puerta. 
Pulsó el oxidado timbre y la puerta se abrió inmediatamente. 
—¿El señor Donald Woods? —dijo sonriente Ntsiki en el tono for-
mal y gracioso que hacía que la gente se sintiese bienvenida e im-
portante al mismo tiempo. Era un don de la mujer negra y Woods no 
pudo menos que ceder en su animosidad. 
—Sí, soy Donald Woods —contestó. 
Llegó un niño corriendo que se agarró a la falda de la mujer y se 
quedó mirando tímidamente al hombre blanco. Su ingenuo encanto 
y la sonrisa de Ntsiki trajeron a Woods el recuerdo de su infancia, 
cuando su padre tenía un economato en la metrópoli y mujeres co-
mo Ntsiki y niños como aquél eran clientes habituales. En esta oca-
sión deseaba mantener alejados aquellos recuerdos. 
—He venido a ver a Steve Biko —dijo con la mayor firmeza de que 
fue capaz. 
—Soy la esposa de Steve —contestó Ntsiki—. Le está esperando —
añadió, abriendo la puerta e invitándole a pasar. 
Se dice que puede juzgarse a un hombre por su esposa, y Woods 
quedó bastante sorprendido, porque Ntsiki era maternal, acogedora 
y en apariencia muy sencilla; muy distinta a como él habría espera-
do. 
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El interior de la iglesia constituyó otra sorpresa. Habían hecho con 
tablas un pasillo de un extremo a otro y hombres y mujeres estaban 
pintando las paredes y colocando tabiques divisorios, pues todo el 
espacio había sido transformado en zonas reducidas, cada una de 
ellas pensada para una actividad concreta. En una, unas muchachas 
aprendían costura; en otra estaban montando el cañón de chimenea 
de un horno de cerámica; en otra había ya un joven torneando barro; 
otra era una pequeña biblioteca de libros usados y revistas; había un 
diminuto taller en el que dos viejos hacían juguetes, y el sitio del 
altar había sido convertido en escenario. 
Ntsiki se detuvo cada vez que Woods mostraba interés, dejándole 
que observase. 
—Nos la dio el padre Russell —dijo a modo de explicación—. Que-
remos hacer una especie de centro donde los negros puedan reunirse 
durante el día y quizá dar clases; organizar, quizás, una junta de 
trabajo, para que la gente sepa dónde puede encontrar empleo. 
Woods había oído hablar de Russell, un joven pastor anglicano que 
se exponía mucho por los negros. Asintió con la cabeza, muy impre-
sionado por lo que veía. Acarició el pelo del niñito que seguía aga-
rrado a la falda de Ntsiki y que no dejaba de mirarle sonriente con 
los ojos muy abiertos. El pequeño eludió la caricia de Woods y se 
escondió entre la falda de Ntsiki, pero aún más sonriente. 
—¿Y éste quién es? —preguntó Woods. 
—¡Ah, Nkosinathi! Un bribón como su padre —contestó Ntsiki, 
dándole una afectuosa palmada en la espalda—. Y a veces, peor. 
A pesar del evidente cariño, Woods detectó cierto tono de sufri-
miento que indicaba que quizá padre e hijo fuesen un poco excesi-
vos para la franca naturaleza de Ntsiki. 
Condujo a Woods hacia una puerta lateral junto al altar y la abrió, 
volviéndose hacia él. 
—Le está esperando. Ha sido un placer, señor Woods —añadió con 
otra sonrisa, indicándole el patio fuera de la iglesia. 
Al salir Woods, la puerta se cerró inmediatamente a su espalda. Mi-
ró en derredor y no vio a nadie. El ruido de charla de la iglesia había 
sido sustituido por un silencio sólo roto por el viento. El patio estaba 
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lleno de malas hierbas y había un viejo árbol gigantesco en el centro 
que dejaba caer al suelo sus verdes zarcillos. Detrás de él, en un 
rincón, Woods vio una pequeña edificación, pero no se veía a nadie. 
Bajó del escalón y comenzó a andar por el patio, observando. El 
viento movía el follaje del árbol, llenando el patio de sol y sombra 
que dificultaba la visión, pero allí no había nadie. Woods se dio la 
vuelta, confuso, y volvió a sentirse molesto, y en aquel momento 
algo junto al árbol llamó su atención. Observó con atención a través 
del follaje y en el claroscuro intermitente, quieto como el tronco del 
árbol, vio a un negro alto que tenía los ojos clavados en él y quele 
contemplaba impasible, como debía de haberlo estado haciendo 
desde que había salido al patio. 
—¿Biko? ¿Es usted Steve Biko? —dijo Woods. 
El hombre no contestó, pero tras una pausa, se dirigió hacia la pe-
queña edificación haciendo un ademán a Woods para que le siguie-
ra. 
—Venga conmigo. 
Esto molestó más aún a Woods por tratarse de un negro. Lanzó un 
profundo suspiro y murmuró algo a propósito de aquella absurda 
visita y se abrió paso con cuidado entre las matas de hierbajos, con 
sus caros zapatos y traje. 
El negro entró en el pequeño edificio. ¿Sería Biko o alguien que le 
llevaba ante su presencia? Al cruzar la puerta, Woods se detuvo y 
miró al interior. Vio una figura tras un escritorio en penumbra en lo 
que parecía un pequeño despacho, pero aún no distinguía bien el 
rostro para saber si era el mismo que había visto en los carteles. 
Aguardó un instante a la espera de alguna palabra de acogida o sa-
ludo, pero no se produjo. Sólo veía dos grandes ojos escrutándole 
con enorme paciencia y distanciamiento, le pareció a Woods. ¿Qué 
querría? 
—¿Puedo pasar? —dijo finalmente Woods con la mayor ironía de 
que fue capaz. La figura asintió con la cabeza y Woods, lanzando 
otro suspiro, pasó al despacho—. No dispongo de todo el día para 
andar jugando, y... 
- 26 - 
—Le habría recibido en la iglesia, pero como imaginará sólo puedo 
ser una persona a la vez y el «Sistema» está en la acera de enfrente. 
Woods ya estaba junto al escritorio y vio que era Biko, y sabía que 
lo del «Sistema» era el modo negro de referirse a las autoridades 
blancas: la policía, el ejército, el casero. Los policías de enfrente de 
la iglesia sólo esperaban cualquier infracción para arrestar a Biko. 
Pero ahora que estaban frente a frente, fue Woods quien se puso a 
mirarle. Vio que parecía más joven y guapo que en las fotos, porque 
no tenía arrugas y sus ojos oscuros profundos bullían de vida y eran 
espejo de una mente compleja y sensible. Biko sonrió de pronto 
malévolo y Woods detectó el «bribón» a que había aludido Ntsiki. 
—Aunque, naturalmente, usted aprobará mi destierro —añadió Bi-
ko, sarcástico. Woods estuvo a punto de decir «¡Exactamente!», 
pero se contuvo. Al fin y al cabo le habían convencido a que fuese 
para oír lo que aquel hombre tenía que decir. 
—Creo que sus ideas son peligrosas, pero no apruebo el destierro. 
—Un auténtico «liberal» —arguyó Biko con cierto sarcasmo. 
—No me avergüenzo de esta etiqueta —replicó tajante Woods—, 
aunque por lo visto usted la juzga con cierto desprecio. 
Biko sonrió. Desde que habían comenzado a hablar había adoptado 
una actitud divertida que aumentó conforme Woods se iba mostran-
do menos complaciente y más beligerante. 
—Vamos, no exagere —protestó Biko—. Sólo opino que un «libe-
ral blanco» que aprovecha todas las ventajas de su mundo blanco, 
trabajo, estudios, vivienda, un Mercedes —Woods parpadeó invo-
luntariamente ante la puya—, quizá no sea la persona «más adecua-
da» para decir a los negros cómo deben comportarse frente al apart-
heid. 
—Me pregunto qué clase de «liberal» me consideraría —replicó 
Woods asintiendo con la cabeza— si usted, señor Biko, fuese el que 
tuviera la casa, el trabajo y el Mercedes y los blancos viviesen en los 
poblados. 
La respuesta produjo una carcajada en Biko, por la inversión de 
situaciones y por la estimación de su propia personalidad, porque 
- 27 - 
era evidente que cierta fanfarronería y presunción masculina forma-
ban parte fundamental de su personaje. 
—Eso es una buena idea —replicó—. Los blancos en los poblados y 
yo en un Mercedes. Ha sido muy amable en venir, señor Woods. 
Hace tiempo que deseaba conocerle —añadió con una sonrisa tan 
calurosa y franca como la de su esposa, alargándole la mano. 
Woods dudó un instante mientras analizaba aquel súbito cambio de 
humor, la inteligencia y la inesperada sinceridad de aquellos ojos y 
aquella sonrisa. Luego estrechó la mano que le ofrecían. 
Fue el principio. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
- 28 - 
5 
 
 
Horas después, aquella mañana se dirigían en coche a la clínica Za-
nempilo. El centro se hallaba a unos veinticuatro kilómetros de King 
Williams Town, en una zona montañosa tan árida que nadie se to-
maba la molestia de labrarla. Los seguían los dos policías, los «cui-
dadores» de Biko, y conforme ascendían por la carretera en cuesta 
que llevaba a la clínica, Woods vio por el retrovisor el coche oficial 
envuelto en la estela de polvo que ellos levantaban y creando a su 
vez otra nube. 
—¿Le siguen a todas partes? —inquirió Woods. 
—Eso creen —contestó Biko, lanzando una mirada al retrovisor, al 
mismo tiempo que sacaba, sonriente, un brazo por la ventanilla para 
saludarlos. 
A Woods no acababa de convencerle aquel gesto, pero optó por 
mantener la boca cerrada y los ojos abiertos. Ya había tenido una 
sorpresa. La clínica estaba en lo alto de una colina y su edificación 
más visible era la capilla. Arquitectónicamente tenía el aspecto hete-
róclito de «obra de voluntarios», pero su forma achaparrada con la 
cruz en lo alto le confería ese toque africano tan familiar a Woods y 
que Picasso había divulgado. Así que el rebelde Biko era cristiano, 
pensó. Bueno, Vorster y Kruger y todos los demás también lo eran, 
y eso no significaba nada; no obstante, era una sorpresa. 
Woods dio la vuelta al coche en un pequeño aparcamiento junto a la 
clínica. El coche policial se había detenido en su lugar habitual a 
cierta distancia en la carretera. Se apearon y Woods, sin soltar la 
portezuela, contempló el conjunto. Había tres edificios de madera, 
largos, de un solo piso, de aspecto parecido a un barracón militar; la 
iglesia y una gran dependencia anexa. Se veía una cola de negros 
aguardando cola junto al edificio más próximo: mujeres embaraza-
das, mujeres con niños de pecho, niños y viejos. 
—Es aquí, ¿no? —preguntó Woods. 
—Eso es —replicó Biko—. No es muy grande, pero es una clínica 
para negros, con personal negro y con su médico negro. 
- 29 - 
Mamphela acababa de aparecer en la puerta principal para seleccio-
nar pacientes de la cola. Vestía la bata blanca, de su cuello colgaba 
un estetoscopio y llevaba en la mano unos expedientes. Se detuvo al 
ver a Biko acompañado de Woods y se los quedó mirando. Aun con 
el pelo estirado hacia atrás y la bata suelta, resultaba una mujer que 
causaba impresión. Se los quedó mirando sin manifestar emoción 
alguna y a continuación saludó con una leve inclinación a Woods, 
lanzó una mirada a Biko y volvió a ocuparse de los pacientes. 
—¿De quién es la idea de la clínica? ¿De ella o de usted? —inquirió 
Woods a Biko por encima del techo del coche. Conociéndola, ima-
ginaba que su intervención debía de ser notable. 
—Fue una idea «colectiva» —contestó Biko, respondiendo algo 
cortante al tono desafiante de Woods—, pero fue una suerte encon-
trarla —añadió, volviendo a mirar a Mamphela. 
Woods reflexionaba a propósito de la inteligencia de la doctora y de 
la fama de Biko. Bueno, daba igual; la clínica era una especie de 
milagro, independientemente de quien fuese la idea. Se volvió de 
nuevo hacia Biko, moderando un tanto el tono desafiante. 
—¿Y un médico blanco «liberal» que hiciese el mismo trabajo no 
les convendría? 
—inquirió con ironía. 
—Cuando era estudiante —comenzó a decir Biko en un tono so-
lemne nuevo para Woods— y me entrenaba para los trabajos que 
ustedes nos permiten, comprendí de pronto que no sólo los trabajos 
eran de los «blancos»; la historia que leemos está hecha por blan-
cos, escrita por blancos... Los medicamentos, los coches —añadió, 
golpeando el techo del Mercedes—, la televisión, los aviones, todo 
es invento del hombre blanco, hasta el fútbol... —Hizo una pausa 
con pensativa tristeza y a Woods le impresionó aquella reacción 
amarga y el propio concepto—. En un mundo así — prosiguió Bi-
ko— resulta difícil no pensar que unoes inferior por haber nacido 
negro. 
Sus palabras quedaron flotando en el aire mientras dirigía la vista a 
los dos policías que le observaban desde el coche. 
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—Llegué a pensar que ese sentimiento era para nosotros un proble-
ma más importante que los afrikaners y el «Sistema» nos hacen. Me 
daba la impresión — continuó, volviéndose pausadamente hacia 
Woods— que, en primer lugar, el negro tenía que creer que tenía 
igual capacidad que el hombre blanco para ser médico..., líder. 
Hizo otra pausa y Woods por primera vez tuvo que darle la razón, 
asintiendo con la cabeza, impresionado por la idea y, finalmente, 
impresionado por el hombre autor de la misma. 
—Por eso nos propusimos montar esto —dijo Biko, lanzando una 
mirada a la clínica—. Mi error fue pasar por escrito algunas de esas 
ideas. 
—Y el gobierno le desterró. 
Biko asintió con la cabeza y clavó los ojos en él. 
—Y el «irreductible editor liberal» Donald Woods comenzó a ata-
carme. 
—Yo le ataqué por ser racista —respondió Woods. 
—¿Cuántos años tiene, señor Woods? —replicó Biko, sonriente. 
Woods dudó un tanto irritado por el tono de la pregunta. 
—Cuarenta y dos —respondió—. ¿Eso qué más da? 
—Sudafricano blanco —dijo Biko burlón, inclinándose sobre el 
techo del coche—, periodista y cuarenta y dos años. ¿Ha vivido al-
guna vez en un poblado negro? 
Woods se rebulló incómodo. Había pasado por algunos poblados, 
pero «vivir» en uno de ellos, era algo que ni se pensaba. 
—He... he estado en muchos —dijo tartamudeando mientras Biko 
sonreía más todavía. 
—Tranquilícese —indicó—. A excepción de la policía, supongo que 
ni un sudafricano entre diez mil los conoce. 
Pero Woods no estaba tan tranquilo y Biko dejó de sonreír al ver su 
desconcierto y el tono de su voz se volvió íntimo, como si hablase 
con un viejo amigo. 
—Mire usted: nosotros sabemos cómo viven —añadió pausadamen-
te— porque les cortamos el césped, les hacemos la comida, limpia-
mos su basura. ¿Le gustaría ver cómo vive el noventa por ciento de 
- 31 - 
sus paisanos que tiene que desaparecer de las calles de los blancos a 
las seis de la tarde? 
Y no lo decía en broma. 
Horas después aquella misma tarde Woods se daba en su piscina un 
ansiado baño refrescante, pero en casa estaban cuatro de sus cinco 
hijos y no fue verdaderamente relajante. Duncan y Dillon tenían 
nueve y diez años respectivamente, y eran ya lo suficiente mayorci-
tos para darle guerra cuando la tomaban con él, cosa que hacían 
siempre que podían. Gavin, que tenía siete, solía unirse a ellos, pero 
muchas veces acababa poniéndose de su parte, lo que significaba 
que Woods tenía que defenderle al mismo tiempo que se defendía. 
Y la «pequeña» Mary, de cinco años, afortunadamente prefería en-
señar a nadar a sus muñecas, en la parte menos honda, o ayudar a 
limpiar la casa a Evalina, la criada negra. 
Finalmente, Woods abandonó, dando un cariñoso coscorrón a los 
dos mayores, y nadando hacia el borde; echó a correr hacia la ducha 
y los vestuarios, anexos al cuarto de juego que bordeaba la piscina. 
Charlie, el pastor inglés, comenzó a ladrar y a perseguirle, querien-
do entrar en el juego. 
—Voy a escribir al señor Evans para que os ponga más deberes —
gritó ya bajo la ducha. Desde la piscina le llegó el abucheo y el rui-
do de las salpicaduras, pero le dejaron ducharse en paz. 
Veía el jardín y el césped porque la puerta en celosía de la ducha le 
llegaba a la altura del hombro, y vio a Wendy y a Jane avanzar por 
el camino de coches que conducía a la casa. Wendy iba al volante 
del Volkswagen, cuyo asiento trasero iba lleno de paquetes de ul-
tramarinos. Tras aquella jornada en la clínica, Woods tenía que ad-
mitir que los blancos en Sudáfrica vivían muy bien. Sabía que en la 
mayor parte de los países tener una criada y un jardinero se conside-
raba un lujo, mientras que en el país había pocos sudafricanos que 
no tuviesen como mínimo una criada. Aparte las tierras y las casas. 
Había oído comentarios de extranjeros asombrados de que una per-
sona con un empleo normal tuviese una casa con dos o tres acres de 
terreno, cancha de tenis y piscina. Era un país rico, desde luego, 
bendecido por Dios con una tierra fértil, una inmensa riqueza mine-
- 32 - 
ral y un clima que le alegraba a uno la vida... Pero estaban los ne-
gros... ¿Cómo resolver lo de los negros? 
Wendy dejó las bolsas en el coche —ya las cogería después Evali-
na— y se dirigió con Jane saltando a la pista. Wendy era cuatro años 
más joven que Donald y se mantenía también joven de cuerpo y 
espíritu. Era una excepcional pianista, mejor que Donald, y eso que 
muchos opinaban que él debía haberse hecho profesional. Y, a juz-
gar por su esbelto cuerpo tan vital, nadie habría pensado que había 
traído cinco hijos al mundo. Jane era la mayor; tenía catorce años, 
era amiga de su madre y la preferida del padre. 
—Bueno, ¿y cómo era? —gritó Wendy, mientras se zafaba de los 
cariñosos embates de Charlie. 
Woods cerró la ducha, se puso un albornoz y salió secándose el pe-
lo. 
—¡Dillon! —chilló Wendy. Dillon estaba echando agua a Duncan; 
ni siquiera miró a la madre, se zambulló y se dedicó a divertirse con 
otra cosa. Mary llegó corriendo hasta su madre para enseñarle cómo 
había vestido a la muñeca. Wendy le dio un abrazo, lanzó un ¡oh! 
ante la muñeca y miró a Woods impaciente—. Venga, Donald: suél-
talo. ¿Cómo es? —añadió, estirándose en una tumbona. 
Woods se sentó en el borde de la mesa junto a ella. 
—Pues como en las fotos —contestó—. Es joven, unos veintiocho o 
treinta años, guapo, alto..., mirada dominante. 
—Yo no voy a salir con él, Donald. Lo que pregunto es cómo es, 
qué clase de persona. 
Aunque Wendy era políticamente mucho más liberal que Woods, su 
actitud frente a la Conciencia Negra era muy parecida, y no le ha-
bría sorprendido que él le hubiese retratado a Biko como un joven 
Hitler. 
—Pues no lo sé —respondió Woods pensativo—, pero han cons-
truido una clínica estupenda allá arriba. Todo es negro. Ella es la 
médica. Tendrías que haber visto a toda esa gente que acude desde 
kilómetros y kilómetros. 
—¿Y con qué dinero cuentan? —replicó Wendy, mirándole poco 
convencida. 
- 33 - 
—Por lo visto, algún dinero negro y mucho dinero de la iglesia de 
ultramar, y hasta las compañías mineras han dado algo. 
—¿Las mineras sudafricanas? —inquirió Wendy sorprendida. 
—Exacto —contestó Woods—. Por lo visto algún pez gordo le oyó 
en un discurso y quedó impresionado. Y te digo una cosa: es un 
hombre que impresiona. 
Evalina llegó con un vaso de zumo de naranja para Wendy. Lo dejó 
en el suelo, se inclinó a ver la muñeca de Mary y se dirigió al coche 
a descargar las bolsas. Wendy le dio las gracias distraídamente, con-
centrada en la conversación con su marido. 
—No te habrá hablado de la Conciencia Negra, ¿no? —inquirió, 
malévola. 
—No —respondió Woods con muy poca convicción—, pero he 
convenido ir con él a un poblado negro. 
Wendy volvió a quedarse atónita. Donald no era una persona fácil 
de manipular, y menos por parte de un joven negro. 
—Pero si está desterrado, ¿cómo puede llevarte a ningún sitio? —
inquirió pensativa. 
—No lo sé —respondió Woods, asintiendo con la cabeza—, pero 
quiero averiguarlo. 
Se puso las gafas, se inclinó y le dio un beso en la mejilla, sonriendo 
por su sorpresa, aunque, a decir verdad, él mismo se sentía más que 
sorprendido. 
 
 
 
 
 
 
 
 
- 34 - 
6 
 
 
El día acordado para la gira informativa de Woods al poblado se 
produjo unas tres semanas después de la primera entrevista. Biko 
quería llevarle a un poblado de las afueras de East London, lo que 
implicaba salir de su zona restringida de destierro; pero no era la 
primera vez que lo hacía, y pensó que a Woods le causaría un hondo 
impacto ver lo que había en la trastienda de su país. Estaba traba-
jando con Mamphela en su despacho en una charla que tenía que dar 
la doctora,cuando llegó el momento de prepararse para recibir a 
Woods. Se puso unos zapatos gastados y un jersey viejo con ni reí-
dos y rotos, y Mamphela le dio el viejo abrigo militar que estaba en 
el suelo. Era un «Dlamini» de los excedentes tic guerra, el largo e 
increíble gabán que llevaban todos los trabajadores negros. Biko se 
lo embutió y Mamphela le entregó una gorra de obrero. 
Por muy rara que le sentase la gorra, Mamphela le contempló muy 
seria mientras se la ponía. 
—¿Crees que realmente merece la pena arriesgarse? —inquirió con 
tono de reprobación. 
—La formación de un blanco «liberal» es un deber —contestó Biko 
con una mueca. Hila le lanzó, despechada, un pañuelo astroso. De-
cididamente no le divertía. 
—Si te cogen fuera de la zona de confinamiento irás a la cárcel, y al 
señor Woods le bastará con escribir una carta explicativa al consejo 
de administración de su periódico. 
—Eso es lo que en Sudáfrica se llama justicia, ¿no lo sabes? —
replicó Biko con sequedad. 
Mamphela sonrió ante aquellas palabras, pero optó por darle la es-
palda y sentarse a la máquina de escribir. Él la miró en actitud triun-
fante, pero era un presentimiento difícil de conjurar. 
—No quiero que te metan en la cárcel —dijo Mamphela con voz 
sombría. Biko hizo honor a su preocupación contestando gravemen-
te: 
- 35 - 
—No nos cogerán. 
De pronto apareció Ntsiki en la puerta con una factura en la mano. 
—Tengo que pagar los portalámparas —apremió—. Está esperando. 
Mamphela se puso inmediatamente en pie y siguió hablando con 
Biko conforme salía del cuarto. 
—No os cogerán si no va algún confidente a la policía. 
En cuanto Mamphela salió del cobertizo, Ntsiki pudo entrar y se 
dirigió a una pequeña caja fuerte que había en el suelo frente al es-
critorio de Biko. Le contempló en su atavío y le dirigió una sonrisa 
burlona. 
—Aún haremos de ti un trabajador, Steve Biko. 
Biko le respondió con una mueca y una pantomima de obrero que 
anda penosamente. 
Ntsiki cogió el dinero de la factura y se detuvo un momento antes de 
salir. 
—¿Cómo vas a hacerlo? —inquirió, refiriéndose a cómo pensaba 
escabullirse. Biko corrió la cortina de la ventanita. 
—Di a Thabo que venga y que se quede detrás del árbol hasta que 
salga yo. Encenderé la lámpara del escritorio y Mamphela irá a en-
tretener un par de minutos al 
«Sistema». 
Yo salgo y Thabo entra y se sienta en mi puesto. Lo único que tiene 
que hacer es simular que lee hasta que yo vuelva. 
Ntsiki le miraba meneando la cabeza, medio sonriente. 
—Me alegra no ser tu madre —dijo antes de salir para volver a la 
iglesia. 
Woods se había vestido con ropas viejas, pero en comparación con 
las de Biko parecía un modelo de revista. Según el plan, tenía que 
aparcar el coche en un descampado a unos cinco kilómetros de la 
ciudad, y cuando John Qumza, que hacía de conductor, viese que no 
había moros en la costa, se acercaría a recoger a Woods y luego 
irían a otro punto a recoger a Biko. 
- 36 - 
Oficialmente ningún blanco podía entrar en un poblado negro; sin 
embargo, la transgresión era asunto baladí dentro del conglomerado 
de leyes racistas, y era muy improbable que a un blanco que fuera 
allí a mirar le llevaran ante los tribunales. Pero existía riesgo para 
cualquier negro que participase en una visita ilegal, y más en aquel 
viaje, porque un blanco entre negros llamaría necesariamente la 
atención de los «cachiporras» —la policía negra de los poblados— 
y, si hacían preguntas, dado que Biko había transgredido su confi-
namiento, podían plantearse graves problemas. Por eso la operación 
había sido planeada como una expedición militar. 
Por muy pobremente que Woods pensara que iba vestido, John 
Qumza se estremeció al verle cuando se acercaron al coche. 
—¡Dios mío! —exclamó—. Creo que deberíamos pisotearle para 
ensuciarle un poco. 
John era amigo de Biko desde sus tiempos de la universidad y era 
uno de los fundadores de la organización estudiantil SASO, que 
había dirigido Biko. Estaba acostumbrado a las poco ortodoxas rela-
ciones entre negros y blancos por parte de Biko, pero esta vez había 
ido demasiado lejos. John había sido seminarista y, como tantos 
otros negros con estudios, había ido a un colegio de misioneros 
blancos; se sentía tranquilo entre blancos y estaba convencido, en 
base a su experiencia, de que era posible y deseable una sociedad 
integrada. Además, mostraba una paciencia ante la intransigencia 
blanca que muchos de los que rodeaban a Biko —en particular Ma-
petla— no tenían. 
Al detenerse el coche delante de Woods, Mapetla saltó del asiento 
trasero y mantuvo la portezuela abierta. 
—¡Maldita sea, suba! —gruñó, casi empujando a Woods al centro 
del asiento. Cosa nada fácil porque ya lo ocupaban tres. 
Woods pidió excusas varias veces mientras intentaba hacer sitio 
para sus piernas y su espalda, pero Mapetla montó tras él y lo lanzó 
sobre el regazo de un negro gordinflón que se echó a reír diciendo: 
—Encantado de conocerle. Yo soy Meja. 
Woods procuró hacer una inclinación de cabeza. 
—Dijo que vendría vestido con ropa vieja —gruñó Mapetla. 
- 37 - 
—¡Y eso he hecho! —protestó Woods. 
John ya pisaba el acelerador y miró angustiado por el retrovisor. 
—¡Dejad de discutir y que se siente en el centro! ¡Ahí encima le 
verán a la primera! Woods comenzó a rebullirse para cambiar de 
sitio, pero Mapetla y otro, que pronto supo que se llamaba Dye, le 
hundieron a la fuerza en medio del asiento y ambos se medio senta-
ron cada uno en una de sus piernas. 
—Dale tu sombrero, Dye —ordenó Mapetla, y éste se quitó el trozo 
de media que llevaba por gorro en su sudado cráneo y lo encasquetó 
en la cabeza de Woods, quien no pudo mover los brazos para ajus-
társelo. 
—Tápale bien la cabeza por atrás —gritó John desde delante miran-
do por el retrovisor. 
—También podía apartármelo un poco de la frente —añadió 
Woods, mortificado. Todos lanzaron una carcajada y Woods se sin-
tió un poquito más a gusto—. Y podría también apartarme el me-
chón de los ojos —añadió mientras Mapetla le bajaba el gorro por el 
cogote y le subía el cuello del abrigo. 
El negro sonrió y le arregló el pelo. Después de todo, parecían acep-
tarle. 
El «coche» en que viajaban era un taxi, un taxi para negros. Tam-
bién en eso existían leyes. Había taxis para blancos y taxis para ne-
gros. Los de los negros, que pasaban mucho tiempo en las carreteras 
de los poblados, se hallaban constantemente afectados por averías. 
Éste no era ni mejor ni peor que los demás, pero era un horror. Des-
pués de dar unos botes en dos baches, en los que Woods pensó que 
saldría anatómicamente mal parado, se atrevió a hacer una discreta 
pregunta. 
—Vamos tan apiñados para así ocultarme mejor, ¿verdad? Otra car-
cajada fue la respuesta. 
—Mire, señor Woods: volvemos al poblado al final de la jornada —
contestó John, burlón—. Nosotros tenemos que hacer el viaje de ida 
y vuelta al trabajo de lunes a sábado, y no conozco a nadie que gane 
para pagarse él solo un taxi. 
- 38 - 
—Yo conozco predicadores que tienen dinero de sobra para taxis 
—arguyó uno de los negros, bromeando. 
—Teniendo en cuenta lo que tienen que hacer para salvar unas al-
mas, está justificado, Zeke —replicó John. 
Dentro de aquel vehículo reinaba un ambiente lúdico de aventura. 
—Nuestros taxis van cargados —prosiguió John— y la gente está 
acostumbrada a verlos así. Casi siempre viajamos seis en el asiento 
de atrás, y a veces siete. Pero hemos decidido hacerle viajar lujosa-
mente para que pueda echar un vistazo por el camino. 
—Muy previsor —murmuró Woods, amargado. 
El comentario suscitó otra carcajada y contribuyó a granjearle ma-
yor confianza entre los negros. 
Tras varias curvas y varias sacudidas, el coche abandonó la carretera 
y se internó por un camino de tractor hacia una granja, donde se 
detuvo. Biko esperaba entre unos matorrales. Salió de ellos y montó 
en el asiento delantero.Tully, el más joven del grupo, se alzó y lue-
go se acomodó sobre las rodillas de Biko y el otro pasajero. Iban 
cuatro delante y cinco atrás. John ya daba la vuelta al coche para 
volver a la carretera, cuando Biko se dio la vuelta y miró a Woods 
sin poder contener una sonrisa de oreja a oreja. —¿Va usted cómo-
do? —inquirió, solícito. Nueva carcajada. 
—¡Qué demonio, tiene el mejor sitio! —comentó Mapetla. Entraron 
dando tumbos en la carretera y John pisó a fondo el acelerador, 
mientras Woods sufría los zarandeos y bandazos del coche y Biko 
seguía contemplándole sonriente. —Escuchen —indicó Woods, a la 
defensiva—: yo me he criado en un pueblo negro; no se crean que 
voy tan incómodo. 
—Lo sé —replicó Biko, muy serio—. Conduce ese Mercedes blan-
co sólo por los vecinos. Como liberal que es, si pudiera iría por ahí 
en autobuses y taxis como nosotros. 
Los demás le miraron también y no tuvo más remedio que sonreír. 
Pero no se dio por vencido. 
—Pues a pesar de la evidencia contraria, como no paráis de decirme 
que los días de los blancos están contados, lo que hago es disfrutar-
los mientras pueda. 
- 39 - 
La irónica alusión a las pretensiones negras suscitó otra carcajada. 
—Mire: puede que no tengamos solucionados todos los problemas 
de transporte de la revolución —replicó John—, pero no se crea que 
porque viajemos así no tenemos al «Sistema» en el punto de mira. 
Se oyeron varios «Amén». —Ja, ja! —dijo Woods, burlonamente 
bravucón. —¡Escúchele, hombre, escúchele! —exclamó Mapetla, 
animado. 
Cuando llegaron al poblado seguía reinando dentro del taxi un am-
biente deportivo, pero enseguida se vieron en medio de una larga 
fila polvorienta de taxis y autobuses. Conforme se hacía de noche 
todo parecía volverse gris; los edificios se apiñaban junto a la dete-
riorada carretera; los taxis rojinegros cubiertos de polvo parecían 
elementos móviles del terreno, y todo eran caras de personas apiña-
das en vehículos, asomadas a las ventanillas de los autobuses, 
aguardando en los cruces a un amigo, al padre, al marido o a la es-
posa. 
También en el taxi el humor se tornó grisáceo. Lo que más impre-
sionó a Woods no fue aquella masa de gente apiñada moviéndose al 
unísono, espectáculo totalmente impensable en Sudáfrica, donde 
una de las mayores delicias era la gran disponibilidad de espacio, 
sino aquel cansancio que difundían todos los rostros. Jóvenes quin-
ceañeras, musculosos jóvenes de veinte años y, naturalmente, los 
viejos y los de edad mediana que acababan así su jornada laboral 
año tras ano. En todos aquellos rostros se advertía un embotamiento, 
tan sólo interrumpido de vez en cuando por alguna sonrisa a un 
amigo o a un conocido, pero que inmediatamente recobraban la pe-
sadez y el sopor habituales. Él había visto muchos negros cansados, 
sudorosos, trabajando en todo tipo de cosas, pero siempre había 
sonrisas y chistes, una aceptación y una vivacidad que muchas veces 
envidiaba. Pero eso durante el día, y hasta ahora no se le había ocu-
rrido que para acudir a la ciudad por la mañana aquellos negros tu-
viesen que hacer cola como la que en aquel momento había forma-
da; y eso mucho antes de que amaneciese, y que cada noche tenían 
que regresar bien después de haber caído el sol. Día tras día, año tras 
año. Había vivido toda su vida entre negros, y ahí estaba, a una hora 
de su casa, captando miradas nuevas para él. 
- 40 - 
Fueron avanzando lentamente por las calles principales del poblado. 
Los taxis y autobuses sólo circulaban por algunas vías; las pequeñas 
callejas estaban llenas de gente que caminaba penosamente hacia 
sus casuchas del tamaño de cajas de cerillas. Había algunas tiendeci-
llas y establecimientos parecidos a bares en las calles por las que 
discurría el tráfico y los clientes se apiñaban ante ellos como abejas, 
comprando verdura, fruta y pan. Las lámparas de aceite colgadas de 
postes formaban bolsas de luz amarillenta en la creciente oscuridad. 
Aquellos sobrios rostros negros que veía al pasar se le antojaban a 
Woods misteriosos y hasta amenazadores. Había en ellos una hos-
quedad nueva para él. Hacía tiempo que había advertido que la gen-
te puede tener una personalidad en su trabajo y otra muy distinta en 
casa o en el juego, pero esto era distinto. Era como si todo el mundo 
negro, que él pensaba conocer tan bien, tuviera una vida que él igno-
raba totalmente. Y no era por los elementos externos —calles de 
tierra, autobuses y taxis abarrotados—, sino por los rostros, el can-
sancio, la apatía taciturna de aquellos grandes ojos oscuros. 
Estuvieron dando vueltas en el taxi sin decir palabra hasta que la 
mayor parte de las calles quedaron vacías; había concluido la hora 
punta de la tarde y la gente ya estaba en sus casas. Todavía algunos 
se apresuraban por las oscuras callejas, pero aquella enorme masa 
hormigueante que tanto había impresionado a Woods en el atardecer 
ya se había fundido con las sombras. 
Por un silencio y el modo en que evitaban su mirada, supo que los 
demás eran en parte conscientes de su impresión. Biko no había 
vuelto la cabeza una sola vez y seguía sentado, con el mentón apo-
yado en la mano, mirando por la ventanilla, como alguien que ha 
visto el espectáculo muchas veces, pero que en cada ocasión se sien-
te afectado. 
—Vamos a estirar las piernas —repuso finalmente Biko. 
John detuvo el coche y todos bajaron. Les hacía buena falta y los 
gruñidos y gestos de relajamiento disiparon el ambiente de gravedad 
que los embargaba. 
—La próxima vez vendremos en su Mercedes —bromeó Dye dando 
saltos para desentumecerse las piernas. 
- 41 - 
—Cuando vayas al paraíso no te dejarán ir en Mercedes —apostilló 
Mapetla, burlón— No tienes categoría. 
—Tú qué sabes —replicó Dye—. Dame un puro y un buen traje y 
hasta los ángeles se pondrían firmes. 
—Huy, huy, huy, y eso que no has bebido —replicó Mapetla, rien-
do. 
Biko había apoyado las manos en el guardabarros delantero para 
flexionar su ágil cuerpo, primero en cuclillas y luego con las piernas 
rígidas. Finalmente se incorporó y miró a Woods. Era el primer con-
tacto desde la entrada en el poblado y le escrutaba con la mirada. 
Pareció encontrar lo que buscaba y lanzó una sonrisa forzada. 
—Vamos a dar una vuelta —dijo pausadamente. 
Condujo a Woods de la calle principal a las callejas laterales. John y 
Mapetla caminaban unos pasos detrás, vigilantes. Anduvieron entre 
las casas, algunas con luz eléctrica, otras con lámparas de quero-
seno. Por las puertas salía una tenue nube de humo de los hornillos 
que comenzaba a planear sobre toda la zona. Vieron cómo prepara-
ban la cena en cuartos atiborrados de gente, un hombre bañándose 
en una exigua bañera metálica, un par de prostitutas junto a una casa 
hablando con uno que vestía un mono asqueroso. Unos viejos calen-
taban latas de sopa en un fuego entre unos ladrillos, fuera en la calle. 
De vez en cuando la carrocería de un viejo automóvil hacía las ve-
ces de cobertizo. En dos ocasiones vieron pandillas de jovenzuelos 
merodeadores. Eran los tsotsis —pandillas de negros que vivían a 
costa de sus compatriotas negros—, tolerados por la policía para que 
causaran disturbios en los poblados. Woods nunca los había visto, 
pero conocía su existencia y sabía su método coercitivo: un radio de 
bicicleta clavado en la columna vertebral que te dejaba lisiado de 
por vida. 
En el umbral de algunas casas, golfos jóvenes —y de mediana 
edad— permanecían recostados, ociosos, mirando la calle y si-
guiendo con la vista los perros que iban de casa en casa, cómo des-
cargaban un carro y sobre todo el itinerario de Woods y Biko. 
Woods no se perdía detalle, del mismo modo que había observado 
la descarga de autobuses y taxis. Para él era un mundo nuevo. Como 
a los negros no se les permitía la entrada en las zonas residenciales 
- 42 - 
de los blancos al anochecer, tampoco era concebible que un blanco 
—conexcepción de la policía— anduviese por un poblado negro a 
aquella hora. Lo que más le sorprendía era los negros «bien vesti-
dos». Pensó que serían algún tipo de oficinistas de ambos sexos. Es 
lo que se dijo cuando los había visto en sus trajes oscuros arrugados 
a veces pero siempre limpios, al oír su curioso inglés, su fluido afri-
kaans; siempre había supuesto que vivían en casitas limpias, pobres 
quizá, pero, al igual que su ropa y su idioma, adecuado reflejo de la 
«vida blanca». Pero viendo aquellas casas sin agua corriente, sin luz 
eléctrica, todas con rudimentarias letrinas y cuartos minúsculos aba-
rrotados de gente entregada a las más diversas actividades, com-
prendió que formaban parte de aquella extraña población 
«desconocida», igual que los trabajadores, los golfos y los niños 
desperdigados. Doblaron una esquina en el momento en que un niño 
miraba furtivamente desde la 
puerta de una casa oteando si en la calle había peligro, alguna pandi-
lla; su mirada se 
tropezó con Woods y Biko y echó a correr a toda velocidad hasta 
otra casa más alejada. 
—Corre, hijo, corre —dijo Biko por primera vez mientras veían 
alejarse al niño—. Es un milagro que los niños sobrevivan en este 
ambiente —añadió amargamente contemplando el panorama—. La 
mayoría de las mujeres que tienen permiso de trabajo son criadas y 
sólo pueden ver a sus hijos unas horas los domingos. Aquí hay tan-
tos borrachos y malhechores tan desesperados que son capaces de 
dar una paliza mortal a un niño si sospechan que tiene cinco rands. 
Woods se volvió en la oscuridad de la calleja y se quedó mirando a 
Biko. 
—¿Era usted un crío como ése hace unos años? —inquirió. 
—Sí —contestó Biko, sonriendo—, aunque seguramente más asus-
tado. 
—¿Se ha criado en un poblado? 
—La mayor parte del tiempo. Mi padre murió cuando yo era muy 
niño. Me llevaron a una escuela de misioneros alemanes y suizos. 
- 43 - 
Ahora lo entendía mejor Woods; iba a preguntarle a propósito de 
ello, pero Biko prosiguió en tono íntimo de confesión: 
—Pero un crío sabe correr, y si sobrevives te crías en estas calles, en 
estas casuchas; tus padres hacen lo que pueden, pero al final recibes 
la educación que te da el hombre blanco...; luego vas a su ciudad a 
trabajar o a comprar, ves sus casas, sus calles, sus coches... Y em-
piezas a darte cuenta de que hay algo que «no está bien» respecto a 
ti, a tu condición humana. Algo que tiene que ver con tu negritud..., 
porque por muy tonto o listo que sea un niño blanco, ha nacido en tu 
mundo, mientras que un niño negro, tonto o listo, nace aquí..., y, 
tonto o listo, morirá aquí... 
Volvió la mirada a Woods, que ni pudo ni quiso ocultar el impacto 
que le causaban aquellas palabras. 
Caminaron en silencio durante un rato y luego Biko siguió hablan-
do: 
—Incluso para tener derecho legal a vivir en un poblado como éste 
—añadió mordaz—, el patrón blanco tiene que firmarte el pase cada 
mes o pierdes el derecho de residencia. Y aún si es tan amable y lo 
firma, es el gobierno el que te dice la casa en que has de vivir, los 
que tienen que vivir contigo y el precio del alquiler. No tienes dere-
cho a poseer tierras ni a que tus hijos hereden nada. La tierra perte-
nece a los blancos..., y lo único que uno puede dejar a sus hijos es 
esto —concluyó pellizcándose suavemente un trozo de piel oscura 
del carrillo. 
Pese a su capacidad de imaginación, Woods nunca había compren-
dido realmente el profundo abandono sin esperanza de la población 
negra. Aquella noche, las palabras de Biko se lo hicieron sentir a su 
alrededor..., como algo vivo. 
 
 
 
 
 
 
- 44 - 
7 
 
 
Siguieron caminando algunos minutos más. Era evidente que Biko 
le llevaba a algún sitio concreto, y por último llegaron a una casa, 
exactamente igual por fuera que las otras. Conforme se acercaban 
oyeron el ritmo enfático de la música pop africana. Unos negros, 
charlando y riendo, entraron untes de que Biko y Woods llegaran a 
la puerta. Woods miró a su alrededor y vio cuatro o cinco viejos 
automóviles aparcados por allí, y en uno de ellos unos hombres be-
biendo de una botella. 
—¿Ha estado alguna vez en una taberna clandestina? —preguntó 
Biko. 
—No en una de negros —contestó Woods. 
—Si no es de negros, no es una taberna clandestina —replicó Biko 
con una mueca, adelantándose a la puerta y cediendo el paso a 
Woods—. Conozca una auténtica. 
Una vez dentro le presentaron a la Reina del lugar, quien se compor-
tó cual si tener clientes blancos fuese cosa normal, en realidad, salvo 
la primera mirada de sorpresa, ninguno de los que llenaban el local 
se fijó en Woods. Peter y Mapetla se sentaron a una mesa en un rin-
cón y Biko trajo unos litros de cerveza y luego salió a bailar con la 
Reina. 
A Woods le sorprendió la cantidad de gente que se apelotonaba en 
un local tan pequeño, que además estaba lleno de cosas. En todos 
los rincones había pertenencias amontonadas para hacer sitio para el 
negocio. El tocadiscos, que sonaba estridente, estaba situado sobre 
un montón de mantas, maletas de cartón, latas, cazuelas, abrigos, 
sombreros. Y aquél era el montón más pequeño. 
Era una clientela estrictamente masculina. Junto a la Reina solamen-
te había dos jovencitas. Una de siete años, bailando con uno que 
parecía su abuelo, y otra algo mayor que a Woods le dijeron era la 
sobrina de la Reina y que servía cerveza. 
Algunos hombres bailaban, solos o sueltos pero en agradable com-
pañía de otros. Un grupito fumaba hachís en un rincón en una bote-
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lla con el cuello roto, dispositivo que potenciaba el efecto, según 
explicó Mapetla a Woods. Él sabía que el hachís circulaba hacía 
años entre la población negra, pero era la primera vez que lo veía 
fumar. 
Después de lo que había visto en la calle, la impresión más evidente 
de aquel local era la alegría. Los hombres bebían y reían, charlaban 
y reían, bailaban y reían, fumaban y reían. Y no parecía ser un 
desahogo neurótico del cansancio y el embotamiento que había visto 
antes. Parecía un placer auténtico, saludable. 
El propio Biko se había transformado: bailaba con la regordeta y 
alegre Reina con auténtica alegría. Era un bailarín ágil y experto y 
expresaba claramente el sentido del ritmo y la «presunción» mascu-
lina de su carácter. Su pareja parecía en la gloria y, a pesar de su 
corpulencia, se movía con elasticidad y ponía en el baile algo que, 
pese a sus carnes, resultaba erótico. 
Woods se inclinó sobre la mesa para hacerse oír en medio de aquel 
estruendo. 
—Tengo oído que las reinas de estos sitios son confidentes. 
—Lo son —replicó Mapetla a gritos— porque la policía les cerraría 
el local si no lo fuesen. 
Woods frunció el ceño sin comprender por qué actuaban tan des-
preocupadamente. 
—... Ésta informa de ciertas cosas —prosiguió Mapetla— y «le 
otras... —Hizo un gesto encogiéndose de hombros, sonriente—. 
Además, le gusta Steve. Él tiene eso con las mujeres. 
Woods volvió a dirigir la vista hacia Biko y comprobó que era cierto 
lo que Mapetla le decía. 
—Es muy desenvuelto —gritó a John—. ¿Cuánto tiempo estuvo con 
los curas suizos? 
—Siempre fue desenvuelto —contestó John riendo—. Con los curas 
suizos estuvo unos dos años. Su padre murió cuando él acababa de 
cumplir diecisiete años y ellos le recogieron. 
Woods asintió con la cabeza; se imaginaba a aquel adolescente en la 
edad en que habría podido convertirse en un rebelde violento, con la 
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imaginación y las energías contenidas por los curas de un modo que 
pocas respuestas podía darle, y quizá forzándole a convertirse en 
algo peor. 
La sobrina de la Reina se apartó de pronto de la mesa que servía y 
se acercó a la puerta de un segundo cuartito. Estaba justo detrás de 
Woods y, al entrar, la dejó abierta. Woods aprovecho para mirar. 
Allí dentro había montones de cajas He cerveza y más objetos, ropa, 
leña para la estufa, una alacena llena de cosas, pero la

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