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- 2 - John Briley Grita Libertad. Digitalizado por lety quagliaro y kamparina para Biblioteca-irc en Junio de 2.004 Edición actual: Biblioteca Omegalfa Maquetación: Demófilo Noviembre, 2018 Edición realizada para su libre difusión, sin valor comercial ni ánimo de lucro. ____________________________________________ n Biblioteca Libre OMEGALFA 2018 Ω http://www.omegalfa.es/ http://www.omegalfa.es/ http://www.omegalfa.es/ http://www.omegalfa.es/ - 3 - Grita libertad John Briley Traducción de Francisco Martín - 4 - A Mary y a Shaun, que vivieron conmigo gran parte de esta historia - 5 - Prólogo Una novela —como una película— tiene vida propia. En la pantalla se logra tanto con un gesto, una mirada, la manera de vestir de una persona, que sutilmente se pueden insinuar doce detalles con el simple modo en que un personaje entre en una habitación..., y no sólo proyecciones respecto al carácter de esa persona, sino también a propósito de otros personajes con arreglo a cómo ellos reaccio- nan ante su entrada, al ver su forma de vestir o advertir su estado de humor. Este «realismo», en el caso de Grita libertad, puede crear (y yo creo que lo consigue) una inmediatez eléctrica y, cuando esto se compar- te con otros en un cine lleno, emociones muy poderosas. Pero la novela también tiene sus ventajas, puesto que su ritmo es el ritmo del lector, y su «realidad» no depende de la interpretación, la música o la realización. Esa realidad se forja en la cabeza del lec- tor. Esta novela se basa en el guión de Grita libertad, que a su vez pro- cede de dos obras de Donald Woods, Biko y Asking for trouble. No es una transcripción literal de estos libros ni del guión del film, ya que en muchas ocasiones se resuelve con arreglo a su propia vida, pero yo espero que arrastre en su andadura al lector con esas mis- mas emociones. El guión de Grita libertad ofrecía un esquema a seguir por otro tipo de narradores (director, actores, editor), mientras que esta novela pretende coger de la mano al lector y decirle «sígame» dentro de ese cinematógrafo de la imaginación —el más grande y el más mi- núsculo— que todos llevamos en nuestros recovecos mentales. - 6 - 1 La jornada comenzaba antes de que apareciera el sol. Siempre. Si trabajaba uno en Ciudad del Cabo, el boas te esperaba a las siete o a las ocho. Sin excusas posibles. Había que estar allí. Y si no estabas, sobraba gente para reemplazarte. Por eso la neblina de humo sobre las rudimentarias chozas de hoja- lata y madera de cajones era ya espesa cuando la inmensa mole de Table Mountain comenzó a surgir en la oscuridad del gris frío del amanecer. Aquella masa oscura se veía igual desde las blancas y tranquilas calles de Ciudad del Cabo a varias millas, que desde las sucias callejas hormigueantes de la ciudad ilegal de chabolas de negros de Crossroads. La plomiza actividad matutina de aquella población encubría su precaria existencia. Por todas partes, en sus retorcidas y caóticas callejas, se veían viejas cepillando su dentadura en un vaso a la puerta de las chabolas, niños descalzos adormilados llenando con restos de madera el fogón de la cocina, figuras provectas femeninas removiendo gachas de maíz, quinceañeras arropadas en telas de algodón bostezando y saliendo de alguna letrina, amorosas madres amamantando plácidamente a sus retoños, niñas encendiendo cuida- dosamente lámparas de queroseno sobre la rudimentaria mesa de cocina, hombres afeitándose dificultosamente ante espejos rotos y mujeres metiendo bajo las desvencijadas camas el orinal limpio. El único signo de la ilegalidad de aquel poblado de Crossroads era un adolescente sentado sobre la plataforma de una torre de perfora- ción abandonada, el punto más elevado de aquel laberinto misera- ble. Arropado con una manta astrosa, el jovencillo estaba recostado contra un soporte roto, cabeceando intermitentemente. Colgando de su cuello tenía un gran silbato brillante... De vez en cuando miraba con ojos adormecidos hacia la larga carretera que discurría hasta Ciudad del Cabo. Aquel cometido de centinela formaba parte del molesto juego enta- blado entre el gobierno y los miserables residentes de Crossroads. - 7 - La región de El Cabo siempre había sido la más independiente, la menos sumisa de todas las zonas negras de Sudáfrica. Las ciudades portuarias siempre tienen sus lacras, y en Ciudad del Cabo éstas eran principalmente la falta de trabajo y la obligada mano de obra barata. Los negros llegaban a la ciudad forzados por motivos tan elementales como el hambre y la sed, y allí los patrones daban tra- bajo aunque no se contara con el debido permiso. Además, si sabían eludir a la policía durante el viaje, la familia del trabajador podía infiltrarse en la zona, construirse un chamizo en Crossroads y so- brevivir con el trabajo de otro, el suyo propio, o el de la mujer, el de la hija. La policía medio hacía la vista gorda porque no podían echarlos a todos, dado que el baas tenía necesidad de ellos, y, a su vez, sabía que podía pagar menos y hacerlos trabajar más si no tenían permiso de trabajo. Por eso le interesaba que hubiera mano de obra disponi- ble. Aunque a nadie le interesaba que aquella gente se instalara ni que pensara que tenía ningún derecho a estar allí y... En el creciente ajetreo matinal, se abrió de pronto paso en la distan- cia un ruido, y el adolescente del silbato se puso alerta como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría. De pie, oteaba a lo lejos sobre el gris oscuro de la serpenteante carretera... Y los vio casi en el mismo instante en que comenzó a percibirse el sonido sordo y potente de los motores en la atmósfera húmeda de la mañana. Una fila de gigantes grises: «hipopótamos» del ejército, monstruos de acero capaces de transportar cincuenta soldados cruzando barricadas de piedras y hasta disparos de pistola; y tras ellos, un largo rosario de vehículos de policía con los faros apagados, aproximándose a toda velocidad al poblado de barracas, dejando tras sí una nube de polvo cada vez más visible conforme el amanecer iluminaba el cielo gris ceniza. El silbato sonó hiriente en la atmósfera y su chillido fue repetido casi al unísono por otros doce silbatos, mientras la somnolienta po- blación temblaba como un caballo espantado. Las mujeres cogieron a los niños y se escondieron; los hombres se abalanzaron a proteger los enseres valiosos, un reloj, una cartera, una radio; los jóvenes corrían por los caminos de tierra, saltando entre charcos, dando la alerta y animando a otros con bravatas, no sin lanzarse por encima - 8 - del hombro miradas de temor conforme aumentaba el rugido de los vehículos militares. Sin embargo, aquel día el ataque del «Sistema» hacía inútiles todos los esfuerzos por esconderse y resguardarse. Los Land Rover de la policía irrumpieron violentamente por tres lados del poblado, con enormes lanzagranadas de gases lacrimógenos montados en la parte trasera, roncos dispositivos monstruosos, semejantes a motores a reacción primitivos, que escupían copiosas cantidades del ardiente gas lacrimógeno. Todos los Land Rover evolucionaron por las pol- vorientas callejas, arremetiendo contra la población y dejando tras ellos nubes de gas asfixiante. Con la rapidez adquirida por la experiencia, muchos negros logra- ban taparse la boca con trapos, pero era imposible impedir que el gas irritase los ojos, y, si eso no bastaba para obligarlos a salir a descubierto, tras los Land Rover marchaba la policía protegida con máscaras antigás, irrumpiendo en las chabolas y haciendo salir a todo el mundo con látigos y porras, destrozándolo todoa su paso. Las callejas se transformaron de pronto en un caos de gente corrien- do en todas direcciones, tosiendo, esquivando los latigazos, tratando de proteger a los niños, y los gritos de dolor y pánico destacaban por encima del zumbido estridente de las lanzadoras de gas, los silbatos de la policía y las órdenes en afrikaan vociferadas a través de los megáfonos. Conforme el humo se fue disipando, la policía con perros irrumpió en el poblado. Esta vez su propósito era claro: arremetían y carga- ban contra los hombres, sin titubear en aporrear a cualquier mujer díscola que se interpusiera, pero economizando su furor para los varones, jóvenes y ancianos. Ni siquiera los más ligeros de piernas tenían escape, y poco a poco todos fueron apaleados y cercados en un reducto en el que aguardaban los autobuses militares, con venta- nas cegadas, para llevarse a los que por un motivo u otro desagrada- ban a los agresores. Mujeres y niños, muchos de ellos llevándose todavía al rostro trapos húmedos, con ojos aún inflamados por efecto del gas lacrimógeno, contemplaban impotentes cómo la policía destrozaba sus «casas» de cajas y cartones, de cuerdas, hojalata y lona. Los bulldozer derriba- - 9 - ban las estructuras, aplastaban aquellos muebles grotescos, abatían los tabiques, destrozaban los hornillos, las camas, las ropas... Los niños, con ojos muy abiertos, miraban aterrados y fascinados. La mayoría de las mujeres seguía allí de pie, aferradas a sus más valio- sas pertenencias, aguantando la agresión con estoica resignación. Sólo algunas gritaban desafiantes. Al quedar al descubierto el interior de las viviendas, en muchas se vieron carteles de Nelson Mándela, algunos tenían escrito descara- damente su nombre con las iniciales ANC, en otras aparecieron re- tratos de Robert Sobukwe, el líder panafricano... Pero en algunas chabolas lo que se vio fue el retrato de alguien más joven. Un rostro agraciado y serio, de ojos graves penetrantes. En casi todos ellos ponía «Steve Biko», pero en algunos en gruesos caracteres debajo del nombre se leía «Conciencia negra». Los bulldozer pasaron una y otra vez sobre aquellos habitáculos reduciéndolos a añicos. - 10 - 2 A unos mil trescientos kilómetros de allí, una joven despertaba en una pequeña habitación limpia. Acababa de amanecer y sólo oía los ruidos que le eran familiares. La joven estiró sus flexibles miembros y se dirigió a una mesita donde echó agua en una palangana y se desperezó dejando que el agua corriera por las mejillas y el cuello. Tenía ojos almendrados, grandes, una boca sensual, pero aun en la tranquila languidez matutina su bello rostro difundía inteligencia y era espejo de un cerebro pocas veces inactivo. Se secó con una toalla y cogió un objeto caro de su modesta estan- cia: una radio ultramoderna con doble antena de acero. Salvo un florero, el único adorno de la habitación era un cartel con el retrato de Steve Biko, uno exactamente igual a los destrozados en Cross- roads. Mamphela Ramphele era médica. Unos años antes Steve Biko era estudiante de medicina, igual que ella, pero Steve había pasado de la medicina a la política, la política de la condición negra en Sudáfrica. Y ahora la doctora Mamphela Ramphele era la única médica de una pequeña clínica para negros para la que Steve había logrado reunir los fondos, a pesar de haber sido «desterrado» por el gobierno sud- africano, con prohibición expresa de reunirse con más de una perso- na, escribir o hablar en público. Al igual que Steve, Mamphela era de color claro, y, según las enre- vesadas leyes racistas de Sudáfrica, se le podría haber aplicado la catalogación de «color» en lugar de «negra». Los «de color» eran descendientes de mezcla de razas, negros y holandeses, negros e ingleses o negros y portugueses. El gobierno sudafricano los prefe- ría porque eran aún menos numerosos que los sudafricanos blancos, y otorgándoles ciertos privilegios, que negaban a los negros, los utilizaban como pararrayos contra la ira negra. Los negros, sintiendo envidia de los sueldos y los trabajos algo mejor pagados de los «de color«, dejaban así de pensar tanto en sus justas reivindicaciones por lo que les hacía el gobierno. - 11 - Con todo, igual que Steve, Mamphela era demasiado inteligente para no ver el torvo propósito de aquella clasificación, demasiado ética para querer «ventajas» que sirvieran para dividir a los sudafri- canos en facciones rivales. Por eso en su cartilla seguía constando la identificación racial de «negra». Mientras se quitaba su camisón gris para lavarse, Mamphela se que- dó de pronto paralizada. La voz profunda del locutor de los informa- tivos tras dar las noticias de la mañana y puntualizar el cambio del dólar y el rand, los últimos acontecimientos en Oriente medio, el Mercado Común y el conflicto Este—Oeste, comenzó morosamente a hacer el resumen de una redada de la policía en un poblado ilegal de las afueras de Ciudad del Cabo aquella misma mañana. «Entre los detenidos se hallaban algunos sin permiso de trabajo que han sido devueltos a sus respectivos lugares de origen. La acción poli- cial no halló resistencia y muchos de los ilegales se presentaron vo- luntariamente a las autoridades policiales y militares —concluyó el locutor imperturbable, añadiendo con palpable entusiasmo—: El Springboks consiguió ayer sobre el equipo visitante argentino una brillante victoria de 33—10. El equipo de rugby...» Mamphela alargó la mano y desconectó la radio y su mirada se posó lentamente en el cartel de Steve. Mientras tanto en Crossroads el último vehículo militar abandonaba el poblado. Era un gigantesco «hipopótamo» repleto de policías sudorosos que hablaban entre carcajadas, y que cruzando la llanura se dirigió hacia Ciudad del Cabo, dejando una nube de polvo a su paso. Tras su estela, las mujeres y los hombres que quedaban lo siguieron con la vista un instante con mudo estoicismo, y después, uno tras otro, comenzaron a recoger lo que quedaba de sus perte- nencias. Sobre la zona planeaba aún un sudario de polvo y humo, pero con paciencia y tesón poco a poco los tabiques destrozados fueron repa- rados y levantados. No era nada nuevo y volvería a suceder, quizá dentro de un mes, una semana, tres meses, a lo mejor con menos virulencia, o quizá más. Era el precio que se pagaba por trabajar, por ser negro. El único signo de que la incursión había suscitado las semillas del encono era una mano que aquí y allá colocaba enfureci- - 12 - da una foto de Mándela en un trozo de hojalata o de cartón destina- do a servir de nuevo como tabique de «sala de estar». En la clínica —llamada Zanempilo o «Lugar de Curación»— Mamphela efectuaba las visitas rutinarias matinales. Vestía una bata quirúrgica, tan limpia y sencilla como la propia sala, cuyos pacien- tes eran niños, la mayoría víctimas de enfermedades que no habrían padecido de haber tenido acceso a agua potable y a condiciones hi- giénicas normales. Pero el agua y las condiciones sanitarias norma- les no estaban al alcance de la mayoría de sudafricanos y el índice de mortalidad infantil era uno de los principales cargos contra el gobierno blanco de Sudáfrica. En el extremo de la sala había una pequeña pieza que albergaba a los enfermos graves. La enfermera de noche había sido Tenjy Mtsintso, quien, al entrar Mamphela, estaba tomando la temperatura a una niña afectada por una grave infección que le tapaba parte de un ojo y discurría hacia abajo por la cara y el hombro. Tenjy, una guapa muchacha menuda de veinte años, que parecía más joven y frágil de lo que realmente era, levantó angustiada la vista hacia Mamphela, pero ésta se dirigió sin más al pequeño escritorio junto a la puerta y comenzó a repasar los infor- mes nocturnos. Tenjy sacó el termómetro de la boca de la niña,anotó la temperatura y comenzó a cambiarle los pañales. Mamphela se le acercó. —Le ha bajado la fiebre —dijo Tenjy—, pero sigue sin retener ali- mento. Mamphela se inclinó sobre la niña y le tomó el pulso; luego la aus- cultó, sin que Tenjy le quitase ojo. Finalmente ésta, sin poder conte- nerse, le preguntó pausadamente: —¿Has oído esta mañana las noticias? Mamphela continuó exami- nando a la niña. —Si le hubieran cogido —dijo sin inmutarse—, lo sabríamos. Lo habrían anunciado. Su determinación sorprendió a Tenjy pero sin convencerla. Más tarde, durante el desayuno en la reducida cocina, otros miem- bros de la clínica discutieron sobre lo mismo. Mapetla Mohapi, un robusto y honrado colega de Steve que prestaba su ayuda en la clíni- - 13 - ca, estaba convencido como Mamphela de que si a Steve le hubieran detenido se sabría. —Si la policía le hubiera encontrado (a lo mejor con carteles en el coche), ¿creéis que no sería la primera noticia del informativo? — gritó mientras se dirigía al patio a coger leña para la estufa. —¡No! —vociferó Tenjy—. ¡Primero tratarían de hacerle confesar algo! Porque si la gente sabe que está en poder de la policía, ten- drían que tratarle con más cuidado. Como de costumbre, Mamphela leía conforme comía, pero estaba atenta a la discusión. Dio un golpecito a Tenjy en el hombro y seña- ló hacia la ventana. —Creen que está aquí —dijo, indicando el Land Rover de la policía aparcado en el camino de tierra que conducía hacia la clínica. En su interior se veía a los dos policías que seguían a diario los pasos de Biko. Los dos agentes estaban repantigados, como de costumbre, con los ojos medio cerrados mirándolo todo, seguros de que cual- quiera que entrase o saliera tenía que pasar ante ellos. —Si la policía de Ciudad del Cabo le hubiera cogido, seguro que esos dos lo sabrían —prosiguió Mamphela—, y no estarían ahí fue- ra. Ntsiki Biko, la guapa esposa de Biko, de generoso busto, estaba dedicada a sacar medicamentos de una caja de embalaje, colocándo- los cuidadosamente ordenados en el refrigerador, comprobándolos en el albarán. Ella también había escuchado la discusión, llena de angustia, pero tratando de sopesar los pros y los contras dentro de su corazón. —Creo que está escondido —dijo con mayor convencimiento del que sentía—. Estuvo aquí con Peter Jones y Peter tiene permiso de trabajo. Si a Steve le hubiesen detenido, Peter me habría llamado. Ante sus palabras todos callaron un instante. Incluso Tenjy renunció a tener razón para no aumentar la angustia que todos detectaron en la voz de Ntsiki. Tabby, un niño de diez años, que estaba sentado en una ventana vigilando a los policías mientras daba cuenta de su desayuno, rom- pió finalmente el silencio. - 14 - —Ya llegan —dijo. Mamphela levantó la vista del libro. Por el camino avanzaban ya los pacientes hacia la clínica. Sabía que algunos habrían estado andando toda la noche y otros incluso días. —Bien: acabemos y abramos la sala de consultas —dijo cerrando el libro y dejándolo a un lado en la mesa—. Steve está bien, ¿sabes? —dijo, mirando a Ntsiki antes de salir. —Claro que sí —replicó Ntsiki con sonrisa forzada. Mamphela le tocó cariñosamente el brazo y salió con premura a iniciar su jornada. - 15 - 3 East London es una ciudad portuaria en el océano índico, a unos mil doscientos kilómetros de Ciudad del Cabo. Es una ciudad provin- ciana, no una gran metrópoli, pero ha adquirido cierta notoriedad porque Donald Woods, editor de su diario Daily Dispatch, ha mos- trado una valentía poco corriente al llamar a capítulo al gobierno por algunos de los principales aspectos absurdos de las leyes racistas. Woods era un sudafricano de sexta generación que creía, como casi todos los blancos del país, que Sudáfrica es tanto de ellos como de los negros, pero había estudiado derecho y tenía suficiente imagina- ción para superar las barreras educativas y culturales y darse cuenta de que el gobierno no actuaba ética ni humanamente con su tiranía sobre los negros sin derecho a voto. No opinaba que a los negros debiera concedérseles pleno derecho al voto, y, desde luego, no creía que fuesen capaces de participar en el gobierno, ni siquiera tener un papel relevante en la administración, pero sí creía en la justicia a su manera, y creía que todos los seres humanos tienen ciertos derechos inalienables. Al sorprender al go- bierno violando esos principios éticos básicos, Woods lo atacó con pluma tan acerada y precisa, que su periódico fue citado de un ex- tremo a otro de África. Al mismo tiempo, tanto el periódico como él fueron objeto de varias querellas judiciales por parte del gobierno. Pero sus conocimientos legales, y el paradójico respeto guberna- mental a la independencia de la judicatura, le valieron para librarse repetidas veces de multas que habrían podido hundir el periódico y, en ocasiones, haberle llevado a la cárcel. Una de las cosas que con más vehemencia atacó fue la costumbre de aquellas incursiones policiales a municipios negros, tanto legales como ilegales. Él se había criado en el marco de las leyes que obli- gaban a negros y blancos a vivir separados, y a que los negros vivie- sen en comunidades aparte de las ciudades de los blancos, pero que esos negros estuvieran sujetos a un acoso arbitrario —y cosas peo- res— a manos de quienes tenían que defender la ley, le sublevaba como ser humano y como abogado. - 16 - Cierto que los negros que vivían en poblados ilegales violaban los decretos de residencia, pero si el gobierno quería atajar tales viola- ciones debía llevar casos concretos ante los tribunales y no someter a innumerables hombres, mujeres y niños a caprichosos ataques y violencias. Pero Woods sabía, como todos los habitantes de Sudáfri- ca, que los poblados negros eran tolerados porque los empresarios blancos se beneficiaban de la barata mano de obra que representa- ban, por lo que consideraba aquellos ataques hipócritas e inmorales. Aquel día de noviembre de 1975, había escuchado la noticia del asalto a Crossroads y decidido escribir un editorial. Llamó al res- ponsable de la primera plana, Tony Morris, y juntos comenzaron a compaginar los artículos de la maqueta de la primera página. Lo que antes era el artículo principal sobre el perdón de Ford en el Waterga- te de Nixon pasaría a la izquierda de la página, y la negativa del gobierno a la nueva apelación para la libertad de Nelson Mándela iría en el centro, en yuxtaposición al artículo sobre Crossroads. El artículo sobre la posibilidad de construcción en Durban de una fá- brica japonesa de montaje de automóviles quedaría en última pági- na. Estaba abismado en la tarea, encerrando en círculo con su lápiz azul los titulares e indicando los posibles cuerpos de letras, cuando Ken Robertson, uno de sus periodistas más prudentes pero más producti- vo, entró en el despacho pasando como una tromba ante el viejo servidor negro del té, Alee. —Jefe —se limitó a decir Ken, lanzando un montón de fotos sobre el escritorio. Mientras Woods se volvía para examinarlas, Ken cogió con toda familiaridad un cigarrillo del paquete del escritorio del director y lo encendió. Eran fotos del ataque a Crossroads, algunas movidas, pero todas impresionantes. Una mujer llorosa sujetando a un niño en brazos y mirando desconsolada su choza destrozada, dos soldados apaleando a un niño, un anciano mudo y aturdido sentado en un sillón astroso en un habitáculo de tabiques destrozados, un policía echando a una niña a latigazos, un bulldozer en el momento de aplastar una misé- rrima cocina. - 17 - Woods levantó incrédulo la vista hacia Ken, quien sonrió. Era un hombre algo regordete, algo más irreverente y sin la formación ni inteligencia de su jefe, pero «conocía la calle», tenía olfato para losconflictos y sabía que Woods le consideraba su protegido. —¿Cómo las has conseguido? —inquirió Woods, desafiante. —Las conseguí —replicó Ken, expulsando humo y sonriendo—. ¿Nos atrevemos a publicarlas? Woods volvió a examinar las imágenes. Era un hombre que se abismaba en su trabajo; sus gafas y su espeso pelo gris le hacían parecer algo más viejo de cuarenta y dos años, pero era de movi- mientos armónicos y juveniles. Un hombre en la flor de la edad. Su rostro se contrajo de pronto en una mueca. —En éstas me arriesgo —dijo con decisión—. Incluso te dejo que las firmes. —Eres regio —replicó Ken—. Si me detienen, el primer nombre que daré será el tuyo. Los dos sabían que la «libertad» de prensa en Sudáfrica era un labe- rinto de contradicciones, estructurado por docenas de leyes y orde- nanzas, y que la publicación de fotografías de la policía apaleando a negros podía provocar reacción oficial y «oficiosa». Pero lo paradó- jico era que si uno tenía una buena cantidad de fotos y eran lo bas- tante malas, a veces el gobierno pensaba que era mejor dejarlo co- rrer que mantener el contencioso ante la opinión pública. Era la cla- se de cuerda floja que a Woods y a Ken les gustaba recorrer. Ken recogió las fotos para escribir los pies, con el rostro aún surca- do por una mueca de autocomplacencia. —Vamos, dímelo. ¿Cómo conseguiste sacarlas y regresar aquí? — inquirió Woods. —Estamos en el siglo veinte, jefe. Espera a ver mi nota de gastos. —¿Y quién te avisó? —El mismo que las hizo. Mira: siempre me estás acusando de beber por gusto, pero en realidad es la peor parte de mi trabajo. Si bebes mucho, estás predispuesto a encontrarte con un policía que ha leído tus editoriales, jefe, y de vez en cuando con uno que, además, está - 18 - de acuerdo con ellos —dijo Ken sonriendo con picardía y levantan- do una de las fotos en cuyo segundo plano se veía una pared ador- nada con carteles de Biko—. ¿Y el señor Biko? —añadió—. ¿Lo menciono en el artículo? Mi hombre me ha dicho que se veía la foto por todas partes. Aquello hizo cambiar el tono del diálogo. —¿Crees que había una reunión o algo? —inquirió Woods. —Por lo que me dijo, creo que debió de haberla —contestó Ken—. Biko no podía estar allí, pero sí alguno de los suyos hablando de la Conciencia Negra; yo diría que eso casi seguro. Woods reflexionó un instante y luego movió la cabeza negativamen- te. —No, no lo mezcles. Sólo quiero reprochar a las autoridades el ata- que; ya me ocuparé yo de Biko en un editorial. Con un puñado de locos afirmando que la supremacía blanca todo lo justifica, sólo nos faltaba un chalado negro diciendo que la supremacía negra salvará al mundo. Ken asintió en señal de aprobación y salió del despacho. Woods se volvió hacia Tony Morris y la maqueta de la primera pla- na. —De acuerdo, pondremos una de estas fotos en la parte superior central —dijo, marcando la zona con el lápiz azul. La edición provocó la explosión que Woods había previsto. Las fotos aparecieron reimpresas en otros periódicos del país y Woods recibió la habitual serie de llamadas telefónicas; amenazas veladas de la policía, el Ministerio de Asuntos Bantúes (negros), el Ministe- rio de Información, violentas amenazas anónimas de muerte, de hombres y mujeres, y algunas felicitaciones de otros directores de periódicos. Lo que en definitiva le libró, al parecer, de procesamiento fue el editorial que escribió sobre Biko. Se titulaba «EL bantú stephen biko. la fea amenaza del racismo negro» y fue aprobado hasta por los peores enemigos del periódico. - 19 - Y eso fue lo que motivó la visita de Mamphela al Daily Dispatch. Se presentó vestida con vaqueros y un suéter blanco. Estaba sensa- cional. Cruzó el largo pasillo hasta el despacho de Woods con una altivez que llamó la atención tanto como sus atributos físicos. Los negros no andaban de aquel modo en una ciudad de provincias africana. Al llegar ante el escritorio de la recepcionista Ann Hobart, lanzó un ejemplar del periódico sobre la carpeta de la firma. —Quisiera saber quién es el responsable de esto —dijo. Ann, sorprendida por los modales y la pregunta, dirigió la vista al diario, doblado por el editorial de Woods sobre Biko. Volvió a alzar la vista, pero antes de que tuviera tiempo de decir una palabra, Mamphela depositó una tarjeta sobre el periódico. —Soy la doctora Mamphela Ramphele —dijo con aplomo—. Y si no me recibe, más vale que llame a la policía, porque no pienso marcharme de aquí hasta que salga él. Ann dudaba, todavía impresionada por la irrupción de Mamphela, ya comenzaba a recuperarse y a sentirse molesta por el desparpajo de aquella mujer negra, pero optó por coger el teléfono. —El doctor Ramphele desea hablar con usted, señor Woods —dijo fríamente. Woods estaba acostumbrado a la reacción de Ann ante los negros, en particular ante los negros pretenciosos, y supuso que «el» doctor Ramphele sería un viejo teólogo con alguna historia que contar. —Dígale que pase, por favor —dijo imperturbable y volvió a con- centrarse en lo que estaba redactando para la edición de aquel día. Ann abrió la puerta. —Doctor Ramphele —anunció con voz agria. Woods mantuvo la vista en su trabajo durante un segundo y luego se dio la vuelta y se encontró con aquella Atenea negra que avanzaba airada hacia él. Lo primero que advirtió fue su enfado, pero inme- diatamente seguido de la evidencia de que aquel cuerpo no pertene- cía a ninguno de los teólogos que él conocía. - 20 - Lanzó una mirada de perplejidad a Ann, quien interpretó lo que que- ría decir, hizo una rápida reverencia y salió del despacho. Mamphela situó el editorial ante Woods. —Hace tiempo que leo este periódico y sé que no es usted de los peores —le espetó, mordaz—, por lo que resulta aún más descon- certante que intente hacer creer esa mentira infame cual si fuera algo razonado. Woods se había recuperado de su sorpresa inicial para reaccionar como lo habría hecho cualquier escritor decente. —Mire, doctora... —empezó, mirando el nombre que había anotado al llamarle la secretaria— Ramphele, tiene razón. Me he tomado la molestia de oponerme al prejuicio blanco, pero si cree usted que por ello voy a ceder ante ningún agitador que proponga el prejuicio ne- gro, se equivoca completamente. Era la clase de ataque resuelto que a casi todos los antagonistas in- fundía cierto respeto al menos, pero en Mamphela no causó tal efec- to. —¡Prejuicio negro! —exclamó—. Eso nada tiene que ver con Steve. ¿Es que nunca verifica los hechos antes de publicar algo? —Ese señor Biko está levantando una barrera de odio negro en Su- dáfrica —replicó Woods—, y me opondré a él mientras esté sentado en este sillón. —¡Lo que usted hace en ese sillón es poner palabras en boca de Biko y bien sabe usted que no puede replicar por estar desterrado! Si... —Creo que entiendo perfectamente lo que pretende el «señor Biko» —interrumpió Woods, acalorado—, y no pienso... —¡Pues lo entiende mal! —intervino ella, tajante—. Y él no puede venir a verle. ¡Si es usted un periodista tan honrado como dice, de- bería ir a verle! —Escuche —replicó Woods, enfurecido, pero inmediatamente se dominó. ¿Qué hacía él entablando una discusión a voces con una mujer..., y además negra? Volvió a mirarla. Hermosa, no cabía duda - 21 - de que inteligente, y altiva como una millonaria blanca—. ¿De dón- de es usted? —inquirió finalmente. Mamphela se limitó a bajar un poco la voz. —Sudafricana —contestó sarcástica—, pero soy una de las dos de mi tribu a quien se le concedió una beca para estudiar en la facultad de medicina de Natal. Soy un ejemplo de la preocupación paterna- lista blanca por los nativos del país. Era una puya, y por un instante Woods estuvo tentado de caer en la trampa y responder al sarcasmo con el sarcasmo, pero se contuvo; lanzó un suspiro, se recostó enel sillón y tiró el lápiz en la mesa. —Me alegra que nuestro dinero no cayera en saco roto. Mamphela esbozó una sonrisa. Si había algo capaz de desarmarla era el humor. Se apartó del escritorio y se repantigó en una silla, sin dejar de mirarle, calibrándole como ser humano y no como el sim- ple autor de un artículo que consideraba equivocado y malévolo. Woods no rompió el silencio; no le cabía duda de que estaba anali- zándole. Sólo que no sabía cuál sería su juicio definitivo. Finalmen- te fue ella quien habló y esta vez sin despecho: —Señor Woods, si no es usted tonto, está mal informado. Steve Biko es uno de los pocos que aún puede salvar Sudáfrica. Ahora está en King Williams Town, que es su zona de destierro. Debería usted verle... Aquella tranquila sinceridad impresionó tan profundamente a Woods como su cólera altanera. - 22 - 4 King Williams Town estaba a sesenta escasos kilómetros al norte de East London y era una de tantas pequeñas ciudades encantadoras de Sudáfrica. Naturalmente, con casco urbano estrictamente reservado a los blancos, porque los negros vivían en un poblado a unos ocho kilómetros del centro. En él las casuchas tenían el mismo aspecto miserable de otros poblados, pero el paisaje era bonito y acogedor y no parecía tan penoso verse obligado a vivir en aquel lugar. Woods conducía su Mercedes blanco. Primero cruzó el poblado pensando en la dirección que le había dado Mamphela; una direc- ción en la propia ciudad. A los negros se les permitía comprar y trabajar en ella durante el día, pero se le antojaba raro hallar en ella a una persona desterrada. Al llegar a la calle en cuestión, resultó ser una ancha avenida tran- quila bordeada de árboles. Woods comprobó la dirección, cada vez más sorprendido por el lugar del encuentro. Aminoró la marcha al aproximarse al número y entonces lo vio: era una vieja iglesia, casi derruida, medio oculta por los arbustos y rodeada de los restos de una valla. Paró frente a ella en la otra acera y la contempló un ins- tante antes de apearse. En aquel momento advirtió la presencia de dos policías aparcados junto a un árbol un poco detrás de él. Eran sin duda los «cuidadores» de Biko. Sonrió y les dirigió un saludo con la mano. No es que él estuviera muy de acuerdo con los decre- tos de destierro, pero si habla un negro en el país a quien él conside- rase que había que vigilar, ése era Biko. Una de las ironías promete- doras de Sudáfrica era que, por mucha razón que tuvieran, los ne- gros en su mayoría no mostraban prejuicios hacia los blancos, y si alguna vez se llegaba a una solución pacífica en el problema racial del país, aquello era algo positivo que había que conservar. Ésa era una de las razones que le inducía a ser tan implacable en sus conde- nas al gobierno por abuso de autoridad en los poblados. Y de pronto, ahí estaba esa figura del mundillo estudiantil negro que había acu- ñado el malévolo «principio» de la Conciencia Negra. - 23 - Ellos no querían saber nada con los blancos liberales. De hecho los liberales eran su principal diana porque «creaban un falso sentido de progreso». Ellos querían construir organizaciones negras, política negra, y Woods sabía perfectamente que lo que se necesitaba eran organizaciones sudafricanas, blancas y negras; política sudafricana, blanca y negra. De hecho, uno de sus mejores logros era haber con- seguido que se admitiese a los negros en el club local de ajedrez, e incluso consiguió que en el equipo nacional que viajó a Suiza figu- rase un «reserva» negro. Por eso pensaba que si había necesidad de desterrar a alguien, ese alguien era precisamente Steve Biko. Conforme cruzaba la calle camino a la vieja iglesia, vio a dos negros que arreglaban una ventana en un lateral del edificio. Uno de ellos le había visto y dio unos golpes en la ventana en el momento en que Woods llegaba a la puerta. Pulsó el oxidado timbre y la puerta se abrió inmediatamente. —¿El señor Donald Woods? —dijo sonriente Ntsiki en el tono for- mal y gracioso que hacía que la gente se sintiese bienvenida e im- portante al mismo tiempo. Era un don de la mujer negra y Woods no pudo menos que ceder en su animosidad. —Sí, soy Donald Woods —contestó. Llegó un niño corriendo que se agarró a la falda de la mujer y se quedó mirando tímidamente al hombre blanco. Su ingenuo encanto y la sonrisa de Ntsiki trajeron a Woods el recuerdo de su infancia, cuando su padre tenía un economato en la metrópoli y mujeres co- mo Ntsiki y niños como aquél eran clientes habituales. En esta oca- sión deseaba mantener alejados aquellos recuerdos. —He venido a ver a Steve Biko —dijo con la mayor firmeza de que fue capaz. —Soy la esposa de Steve —contestó Ntsiki—. Le está esperando — añadió, abriendo la puerta e invitándole a pasar. Se dice que puede juzgarse a un hombre por su esposa, y Woods quedó bastante sorprendido, porque Ntsiki era maternal, acogedora y en apariencia muy sencilla; muy distinta a como él habría espera- do. - 24 - El interior de la iglesia constituyó otra sorpresa. Habían hecho con tablas un pasillo de un extremo a otro y hombres y mujeres estaban pintando las paredes y colocando tabiques divisorios, pues todo el espacio había sido transformado en zonas reducidas, cada una de ellas pensada para una actividad concreta. En una, unas muchachas aprendían costura; en otra estaban montando el cañón de chimenea de un horno de cerámica; en otra había ya un joven torneando barro; otra era una pequeña biblioteca de libros usados y revistas; había un diminuto taller en el que dos viejos hacían juguetes, y el sitio del altar había sido convertido en escenario. Ntsiki se detuvo cada vez que Woods mostraba interés, dejándole que observase. —Nos la dio el padre Russell —dijo a modo de explicación—. Que- remos hacer una especie de centro donde los negros puedan reunirse durante el día y quizá dar clases; organizar, quizás, una junta de trabajo, para que la gente sepa dónde puede encontrar empleo. Woods había oído hablar de Russell, un joven pastor anglicano que se exponía mucho por los negros. Asintió con la cabeza, muy impre- sionado por lo que veía. Acarició el pelo del niñito que seguía aga- rrado a la falda de Ntsiki y que no dejaba de mirarle sonriente con los ojos muy abiertos. El pequeño eludió la caricia de Woods y se escondió entre la falda de Ntsiki, pero aún más sonriente. —¿Y éste quién es? —preguntó Woods. —¡Ah, Nkosinathi! Un bribón como su padre —contestó Ntsiki, dándole una afectuosa palmada en la espalda—. Y a veces, peor. A pesar del evidente cariño, Woods detectó cierto tono de sufri- miento que indicaba que quizá padre e hijo fuesen un poco excesi- vos para la franca naturaleza de Ntsiki. Condujo a Woods hacia una puerta lateral junto al altar y la abrió, volviéndose hacia él. —Le está esperando. Ha sido un placer, señor Woods —añadió con otra sonrisa, indicándole el patio fuera de la iglesia. Al salir Woods, la puerta se cerró inmediatamente a su espalda. Mi- ró en derredor y no vio a nadie. El ruido de charla de la iglesia había sido sustituido por un silencio sólo roto por el viento. El patio estaba - 25 - lleno de malas hierbas y había un viejo árbol gigantesco en el centro que dejaba caer al suelo sus verdes zarcillos. Detrás de él, en un rincón, Woods vio una pequeña edificación, pero no se veía a nadie. Bajó del escalón y comenzó a andar por el patio, observando. El viento movía el follaje del árbol, llenando el patio de sol y sombra que dificultaba la visión, pero allí no había nadie. Woods se dio la vuelta, confuso, y volvió a sentirse molesto, y en aquel momento algo junto al árbol llamó su atención. Observó con atención a través del follaje y en el claroscuro intermitente, quieto como el tronco del árbol, vio a un negro alto que tenía los ojos clavados en él y quele contemplaba impasible, como debía de haberlo estado haciendo desde que había salido al patio. —¿Biko? ¿Es usted Steve Biko? —dijo Woods. El hombre no contestó, pero tras una pausa, se dirigió hacia la pe- queña edificación haciendo un ademán a Woods para que le siguie- ra. —Venga conmigo. Esto molestó más aún a Woods por tratarse de un negro. Lanzó un profundo suspiro y murmuró algo a propósito de aquella absurda visita y se abrió paso con cuidado entre las matas de hierbajos, con sus caros zapatos y traje. El negro entró en el pequeño edificio. ¿Sería Biko o alguien que le llevaba ante su presencia? Al cruzar la puerta, Woods se detuvo y miró al interior. Vio una figura tras un escritorio en penumbra en lo que parecía un pequeño despacho, pero aún no distinguía bien el rostro para saber si era el mismo que había visto en los carteles. Aguardó un instante a la espera de alguna palabra de acogida o sa- ludo, pero no se produjo. Sólo veía dos grandes ojos escrutándole con enorme paciencia y distanciamiento, le pareció a Woods. ¿Qué querría? —¿Puedo pasar? —dijo finalmente Woods con la mayor ironía de que fue capaz. La figura asintió con la cabeza y Woods, lanzando otro suspiro, pasó al despacho—. No dispongo de todo el día para andar jugando, y... - 26 - —Le habría recibido en la iglesia, pero como imaginará sólo puedo ser una persona a la vez y el «Sistema» está en la acera de enfrente. Woods ya estaba junto al escritorio y vio que era Biko, y sabía que lo del «Sistema» era el modo negro de referirse a las autoridades blancas: la policía, el ejército, el casero. Los policías de enfrente de la iglesia sólo esperaban cualquier infracción para arrestar a Biko. Pero ahora que estaban frente a frente, fue Woods quien se puso a mirarle. Vio que parecía más joven y guapo que en las fotos, porque no tenía arrugas y sus ojos oscuros profundos bullían de vida y eran espejo de una mente compleja y sensible. Biko sonrió de pronto malévolo y Woods detectó el «bribón» a que había aludido Ntsiki. —Aunque, naturalmente, usted aprobará mi destierro —añadió Bi- ko, sarcástico. Woods estuvo a punto de decir «¡Exactamente!», pero se contuvo. Al fin y al cabo le habían convencido a que fuese para oír lo que aquel hombre tenía que decir. —Creo que sus ideas son peligrosas, pero no apruebo el destierro. —Un auténtico «liberal» —arguyó Biko con cierto sarcasmo. —No me avergüenzo de esta etiqueta —replicó tajante Woods—, aunque por lo visto usted la juzga con cierto desprecio. Biko sonrió. Desde que habían comenzado a hablar había adoptado una actitud divertida que aumentó conforme Woods se iba mostran- do menos complaciente y más beligerante. —Vamos, no exagere —protestó Biko—. Sólo opino que un «libe- ral blanco» que aprovecha todas las ventajas de su mundo blanco, trabajo, estudios, vivienda, un Mercedes —Woods parpadeó invo- luntariamente ante la puya—, quizá no sea la persona «más adecua- da» para decir a los negros cómo deben comportarse frente al apart- heid. —Me pregunto qué clase de «liberal» me consideraría —replicó Woods asintiendo con la cabeza— si usted, señor Biko, fuese el que tuviera la casa, el trabajo y el Mercedes y los blancos viviesen en los poblados. La respuesta produjo una carcajada en Biko, por la inversión de situaciones y por la estimación de su propia personalidad, porque - 27 - era evidente que cierta fanfarronería y presunción masculina forma- ban parte fundamental de su personaje. —Eso es una buena idea —replicó—. Los blancos en los poblados y yo en un Mercedes. Ha sido muy amable en venir, señor Woods. Hace tiempo que deseaba conocerle —añadió con una sonrisa tan calurosa y franca como la de su esposa, alargándole la mano. Woods dudó un instante mientras analizaba aquel súbito cambio de humor, la inteligencia y la inesperada sinceridad de aquellos ojos y aquella sonrisa. Luego estrechó la mano que le ofrecían. Fue el principio. - 28 - 5 Horas después, aquella mañana se dirigían en coche a la clínica Za- nempilo. El centro se hallaba a unos veinticuatro kilómetros de King Williams Town, en una zona montañosa tan árida que nadie se to- maba la molestia de labrarla. Los seguían los dos policías, los «cui- dadores» de Biko, y conforme ascendían por la carretera en cuesta que llevaba a la clínica, Woods vio por el retrovisor el coche oficial envuelto en la estela de polvo que ellos levantaban y creando a su vez otra nube. —¿Le siguen a todas partes? —inquirió Woods. —Eso creen —contestó Biko, lanzando una mirada al retrovisor, al mismo tiempo que sacaba, sonriente, un brazo por la ventanilla para saludarlos. A Woods no acababa de convencerle aquel gesto, pero optó por mantener la boca cerrada y los ojos abiertos. Ya había tenido una sorpresa. La clínica estaba en lo alto de una colina y su edificación más visible era la capilla. Arquitectónicamente tenía el aspecto hete- róclito de «obra de voluntarios», pero su forma achaparrada con la cruz en lo alto le confería ese toque africano tan familiar a Woods y que Picasso había divulgado. Así que el rebelde Biko era cristiano, pensó. Bueno, Vorster y Kruger y todos los demás también lo eran, y eso no significaba nada; no obstante, era una sorpresa. Woods dio la vuelta al coche en un pequeño aparcamiento junto a la clínica. El coche policial se había detenido en su lugar habitual a cierta distancia en la carretera. Se apearon y Woods, sin soltar la portezuela, contempló el conjunto. Había tres edificios de madera, largos, de un solo piso, de aspecto parecido a un barracón militar; la iglesia y una gran dependencia anexa. Se veía una cola de negros aguardando cola junto al edificio más próximo: mujeres embaraza- das, mujeres con niños de pecho, niños y viejos. —Es aquí, ¿no? —preguntó Woods. —Eso es —replicó Biko—. No es muy grande, pero es una clínica para negros, con personal negro y con su médico negro. - 29 - Mamphela acababa de aparecer en la puerta principal para seleccio- nar pacientes de la cola. Vestía la bata blanca, de su cuello colgaba un estetoscopio y llevaba en la mano unos expedientes. Se detuvo al ver a Biko acompañado de Woods y se los quedó mirando. Aun con el pelo estirado hacia atrás y la bata suelta, resultaba una mujer que causaba impresión. Se los quedó mirando sin manifestar emoción alguna y a continuación saludó con una leve inclinación a Woods, lanzó una mirada a Biko y volvió a ocuparse de los pacientes. —¿De quién es la idea de la clínica? ¿De ella o de usted? —inquirió Woods a Biko por encima del techo del coche. Conociéndola, ima- ginaba que su intervención debía de ser notable. —Fue una idea «colectiva» —contestó Biko, respondiendo algo cortante al tono desafiante de Woods—, pero fue una suerte encon- trarla —añadió, volviendo a mirar a Mamphela. Woods reflexionaba a propósito de la inteligencia de la doctora y de la fama de Biko. Bueno, daba igual; la clínica era una especie de milagro, independientemente de quien fuese la idea. Se volvió de nuevo hacia Biko, moderando un tanto el tono desafiante. —¿Y un médico blanco «liberal» que hiciese el mismo trabajo no les convendría? —inquirió con ironía. —Cuando era estudiante —comenzó a decir Biko en un tono so- lemne nuevo para Woods— y me entrenaba para los trabajos que ustedes nos permiten, comprendí de pronto que no sólo los trabajos eran de los «blancos»; la historia que leemos está hecha por blan- cos, escrita por blancos... Los medicamentos, los coches —añadió, golpeando el techo del Mercedes—, la televisión, los aviones, todo es invento del hombre blanco, hasta el fútbol... —Hizo una pausa con pensativa tristeza y a Woods le impresionó aquella reacción amarga y el propio concepto—. En un mundo así — prosiguió Bi- ko— resulta difícil no pensar que unoes inferior por haber nacido negro. Sus palabras quedaron flotando en el aire mientras dirigía la vista a los dos policías que le observaban desde el coche. - 30 - —Llegué a pensar que ese sentimiento era para nosotros un proble- ma más importante que los afrikaners y el «Sistema» nos hacen. Me daba la impresión — continuó, volviéndose pausadamente hacia Woods— que, en primer lugar, el negro tenía que creer que tenía igual capacidad que el hombre blanco para ser médico..., líder. Hizo otra pausa y Woods por primera vez tuvo que darle la razón, asintiendo con la cabeza, impresionado por la idea y, finalmente, impresionado por el hombre autor de la misma. —Por eso nos propusimos montar esto —dijo Biko, lanzando una mirada a la clínica—. Mi error fue pasar por escrito algunas de esas ideas. —Y el gobierno le desterró. Biko asintió con la cabeza y clavó los ojos en él. —Y el «irreductible editor liberal» Donald Woods comenzó a ata- carme. —Yo le ataqué por ser racista —respondió Woods. —¿Cuántos años tiene, señor Woods? —replicó Biko, sonriente. Woods dudó un tanto irritado por el tono de la pregunta. —Cuarenta y dos —respondió—. ¿Eso qué más da? —Sudafricano blanco —dijo Biko burlón, inclinándose sobre el techo del coche—, periodista y cuarenta y dos años. ¿Ha vivido al- guna vez en un poblado negro? Woods se rebulló incómodo. Había pasado por algunos poblados, pero «vivir» en uno de ellos, era algo que ni se pensaba. —He... he estado en muchos —dijo tartamudeando mientras Biko sonreía más todavía. —Tranquilícese —indicó—. A excepción de la policía, supongo que ni un sudafricano entre diez mil los conoce. Pero Woods no estaba tan tranquilo y Biko dejó de sonreír al ver su desconcierto y el tono de su voz se volvió íntimo, como si hablase con un viejo amigo. —Mire usted: nosotros sabemos cómo viven —añadió pausadamen- te— porque les cortamos el césped, les hacemos la comida, limpia- mos su basura. ¿Le gustaría ver cómo vive el noventa por ciento de - 31 - sus paisanos que tiene que desaparecer de las calles de los blancos a las seis de la tarde? Y no lo decía en broma. Horas después aquella misma tarde Woods se daba en su piscina un ansiado baño refrescante, pero en casa estaban cuatro de sus cinco hijos y no fue verdaderamente relajante. Duncan y Dillon tenían nueve y diez años respectivamente, y eran ya lo suficiente mayorci- tos para darle guerra cuando la tomaban con él, cosa que hacían siempre que podían. Gavin, que tenía siete, solía unirse a ellos, pero muchas veces acababa poniéndose de su parte, lo que significaba que Woods tenía que defenderle al mismo tiempo que se defendía. Y la «pequeña» Mary, de cinco años, afortunadamente prefería en- señar a nadar a sus muñecas, en la parte menos honda, o ayudar a limpiar la casa a Evalina, la criada negra. Finalmente, Woods abandonó, dando un cariñoso coscorrón a los dos mayores, y nadando hacia el borde; echó a correr hacia la ducha y los vestuarios, anexos al cuarto de juego que bordeaba la piscina. Charlie, el pastor inglés, comenzó a ladrar y a perseguirle, querien- do entrar en el juego. —Voy a escribir al señor Evans para que os ponga más deberes — gritó ya bajo la ducha. Desde la piscina le llegó el abucheo y el rui- do de las salpicaduras, pero le dejaron ducharse en paz. Veía el jardín y el césped porque la puerta en celosía de la ducha le llegaba a la altura del hombro, y vio a Wendy y a Jane avanzar por el camino de coches que conducía a la casa. Wendy iba al volante del Volkswagen, cuyo asiento trasero iba lleno de paquetes de ul- tramarinos. Tras aquella jornada en la clínica, Woods tenía que ad- mitir que los blancos en Sudáfrica vivían muy bien. Sabía que en la mayor parte de los países tener una criada y un jardinero se conside- raba un lujo, mientras que en el país había pocos sudafricanos que no tuviesen como mínimo una criada. Aparte las tierras y las casas. Había oído comentarios de extranjeros asombrados de que una per- sona con un empleo normal tuviese una casa con dos o tres acres de terreno, cancha de tenis y piscina. Era un país rico, desde luego, bendecido por Dios con una tierra fértil, una inmensa riqueza mine- - 32 - ral y un clima que le alegraba a uno la vida... Pero estaban los ne- gros... ¿Cómo resolver lo de los negros? Wendy dejó las bolsas en el coche —ya las cogería después Evali- na— y se dirigió con Jane saltando a la pista. Wendy era cuatro años más joven que Donald y se mantenía también joven de cuerpo y espíritu. Era una excepcional pianista, mejor que Donald, y eso que muchos opinaban que él debía haberse hecho profesional. Y, a juz- gar por su esbelto cuerpo tan vital, nadie habría pensado que había traído cinco hijos al mundo. Jane era la mayor; tenía catorce años, era amiga de su madre y la preferida del padre. —Bueno, ¿y cómo era? —gritó Wendy, mientras se zafaba de los cariñosos embates de Charlie. Woods cerró la ducha, se puso un albornoz y salió secándose el pe- lo. —¡Dillon! —chilló Wendy. Dillon estaba echando agua a Duncan; ni siquiera miró a la madre, se zambulló y se dedicó a divertirse con otra cosa. Mary llegó corriendo hasta su madre para enseñarle cómo había vestido a la muñeca. Wendy le dio un abrazo, lanzó un ¡oh! ante la muñeca y miró a Woods impaciente—. Venga, Donald: suél- talo. ¿Cómo es? —añadió, estirándose en una tumbona. Woods se sentó en el borde de la mesa junto a ella. —Pues como en las fotos —contestó—. Es joven, unos veintiocho o treinta años, guapo, alto..., mirada dominante. —Yo no voy a salir con él, Donald. Lo que pregunto es cómo es, qué clase de persona. Aunque Wendy era políticamente mucho más liberal que Woods, su actitud frente a la Conciencia Negra era muy parecida, y no le ha- bría sorprendido que él le hubiese retratado a Biko como un joven Hitler. —Pues no lo sé —respondió Woods pensativo—, pero han cons- truido una clínica estupenda allá arriba. Todo es negro. Ella es la médica. Tendrías que haber visto a toda esa gente que acude desde kilómetros y kilómetros. —¿Y con qué dinero cuentan? —replicó Wendy, mirándole poco convencida. - 33 - —Por lo visto, algún dinero negro y mucho dinero de la iglesia de ultramar, y hasta las compañías mineras han dado algo. —¿Las mineras sudafricanas? —inquirió Wendy sorprendida. —Exacto —contestó Woods—. Por lo visto algún pez gordo le oyó en un discurso y quedó impresionado. Y te digo una cosa: es un hombre que impresiona. Evalina llegó con un vaso de zumo de naranja para Wendy. Lo dejó en el suelo, se inclinó a ver la muñeca de Mary y se dirigió al coche a descargar las bolsas. Wendy le dio las gracias distraídamente, con- centrada en la conversación con su marido. —No te habrá hablado de la Conciencia Negra, ¿no? —inquirió, malévola. —No —respondió Woods con muy poca convicción—, pero he convenido ir con él a un poblado negro. Wendy volvió a quedarse atónita. Donald no era una persona fácil de manipular, y menos por parte de un joven negro. —Pero si está desterrado, ¿cómo puede llevarte a ningún sitio? — inquirió pensativa. —No lo sé —respondió Woods, asintiendo con la cabeza—, pero quiero averiguarlo. Se puso las gafas, se inclinó y le dio un beso en la mejilla, sonriendo por su sorpresa, aunque, a decir verdad, él mismo se sentía más que sorprendido. - 34 - 6 El día acordado para la gira informativa de Woods al poblado se produjo unas tres semanas después de la primera entrevista. Biko quería llevarle a un poblado de las afueras de East London, lo que implicaba salir de su zona restringida de destierro; pero no era la primera vez que lo hacía, y pensó que a Woods le causaría un hondo impacto ver lo que había en la trastienda de su país. Estaba traba- jando con Mamphela en su despacho en una charla que tenía que dar la doctora,cuando llegó el momento de prepararse para recibir a Woods. Se puso unos zapatos gastados y un jersey viejo con ni reí- dos y rotos, y Mamphela le dio el viejo abrigo militar que estaba en el suelo. Era un «Dlamini» de los excedentes tic guerra, el largo e increíble gabán que llevaban todos los trabajadores negros. Biko se lo embutió y Mamphela le entregó una gorra de obrero. Por muy rara que le sentase la gorra, Mamphela le contempló muy seria mientras se la ponía. —¿Crees que realmente merece la pena arriesgarse? —inquirió con tono de reprobación. —La formación de un blanco «liberal» es un deber —contestó Biko con una mueca. Hila le lanzó, despechada, un pañuelo astroso. De- cididamente no le divertía. —Si te cogen fuera de la zona de confinamiento irás a la cárcel, y al señor Woods le bastará con escribir una carta explicativa al consejo de administración de su periódico. —Eso es lo que en Sudáfrica se llama justicia, ¿no lo sabes? — replicó Biko con sequedad. Mamphela sonrió ante aquellas palabras, pero optó por darle la es- palda y sentarse a la máquina de escribir. Él la miró en actitud triun- fante, pero era un presentimiento difícil de conjurar. —No quiero que te metan en la cárcel —dijo Mamphela con voz sombría. Biko hizo honor a su preocupación contestando gravemen- te: - 35 - —No nos cogerán. De pronto apareció Ntsiki en la puerta con una factura en la mano. —Tengo que pagar los portalámparas —apremió—. Está esperando. Mamphela se puso inmediatamente en pie y siguió hablando con Biko conforme salía del cuarto. —No os cogerán si no va algún confidente a la policía. En cuanto Mamphela salió del cobertizo, Ntsiki pudo entrar y se dirigió a una pequeña caja fuerte que había en el suelo frente al es- critorio de Biko. Le contempló en su atavío y le dirigió una sonrisa burlona. —Aún haremos de ti un trabajador, Steve Biko. Biko le respondió con una mueca y una pantomima de obrero que anda penosamente. Ntsiki cogió el dinero de la factura y se detuvo un momento antes de salir. —¿Cómo vas a hacerlo? —inquirió, refiriéndose a cómo pensaba escabullirse. Biko corrió la cortina de la ventanita. —Di a Thabo que venga y que se quede detrás del árbol hasta que salga yo. Encenderé la lámpara del escritorio y Mamphela irá a en- tretener un par de minutos al «Sistema». Yo salgo y Thabo entra y se sienta en mi puesto. Lo único que tiene que hacer es simular que lee hasta que yo vuelva. Ntsiki le miraba meneando la cabeza, medio sonriente. —Me alegra no ser tu madre —dijo antes de salir para volver a la iglesia. Woods se había vestido con ropas viejas, pero en comparación con las de Biko parecía un modelo de revista. Según el plan, tenía que aparcar el coche en un descampado a unos cinco kilómetros de la ciudad, y cuando John Qumza, que hacía de conductor, viese que no había moros en la costa, se acercaría a recoger a Woods y luego irían a otro punto a recoger a Biko. - 36 - Oficialmente ningún blanco podía entrar en un poblado negro; sin embargo, la transgresión era asunto baladí dentro del conglomerado de leyes racistas, y era muy improbable que a un blanco que fuera allí a mirar le llevaran ante los tribunales. Pero existía riesgo para cualquier negro que participase en una visita ilegal, y más en aquel viaje, porque un blanco entre negros llamaría necesariamente la atención de los «cachiporras» —la policía negra de los poblados— y, si hacían preguntas, dado que Biko había transgredido su confi- namiento, podían plantearse graves problemas. Por eso la operación había sido planeada como una expedición militar. Por muy pobremente que Woods pensara que iba vestido, John Qumza se estremeció al verle cuando se acercaron al coche. —¡Dios mío! —exclamó—. Creo que deberíamos pisotearle para ensuciarle un poco. John era amigo de Biko desde sus tiempos de la universidad y era uno de los fundadores de la organización estudiantil SASO, que había dirigido Biko. Estaba acostumbrado a las poco ortodoxas rela- ciones entre negros y blancos por parte de Biko, pero esta vez había ido demasiado lejos. John había sido seminarista y, como tantos otros negros con estudios, había ido a un colegio de misioneros blancos; se sentía tranquilo entre blancos y estaba convencido, en base a su experiencia, de que era posible y deseable una sociedad integrada. Además, mostraba una paciencia ante la intransigencia blanca que muchos de los que rodeaban a Biko —en particular Ma- petla— no tenían. Al detenerse el coche delante de Woods, Mapetla saltó del asiento trasero y mantuvo la portezuela abierta. —¡Maldita sea, suba! —gruñó, casi empujando a Woods al centro del asiento. Cosa nada fácil porque ya lo ocupaban tres. Woods pidió excusas varias veces mientras intentaba hacer sitio para sus piernas y su espalda, pero Mapetla montó tras él y lo lanzó sobre el regazo de un negro gordinflón que se echó a reír diciendo: —Encantado de conocerle. Yo soy Meja. Woods procuró hacer una inclinación de cabeza. —Dijo que vendría vestido con ropa vieja —gruñó Mapetla. - 37 - —¡Y eso he hecho! —protestó Woods. John ya pisaba el acelerador y miró angustiado por el retrovisor. —¡Dejad de discutir y que se siente en el centro! ¡Ahí encima le verán a la primera! Woods comenzó a rebullirse para cambiar de sitio, pero Mapetla y otro, que pronto supo que se llamaba Dye, le hundieron a la fuerza en medio del asiento y ambos se medio senta- ron cada uno en una de sus piernas. —Dale tu sombrero, Dye —ordenó Mapetla, y éste se quitó el trozo de media que llevaba por gorro en su sudado cráneo y lo encasquetó en la cabeza de Woods, quien no pudo mover los brazos para ajus- társelo. —Tápale bien la cabeza por atrás —gritó John desde delante miran- do por el retrovisor. —También podía apartármelo un poco de la frente —añadió Woods, mortificado. Todos lanzaron una carcajada y Woods se sin- tió un poquito más a gusto—. Y podría también apartarme el me- chón de los ojos —añadió mientras Mapetla le bajaba el gorro por el cogote y le subía el cuello del abrigo. El negro sonrió y le arregló el pelo. Después de todo, parecían acep- tarle. El «coche» en que viajaban era un taxi, un taxi para negros. Tam- bién en eso existían leyes. Había taxis para blancos y taxis para ne- gros. Los de los negros, que pasaban mucho tiempo en las carreteras de los poblados, se hallaban constantemente afectados por averías. Éste no era ni mejor ni peor que los demás, pero era un horror. Des- pués de dar unos botes en dos baches, en los que Woods pensó que saldría anatómicamente mal parado, se atrevió a hacer una discreta pregunta. —Vamos tan apiñados para así ocultarme mejor, ¿verdad? Otra car- cajada fue la respuesta. —Mire, señor Woods: volvemos al poblado al final de la jornada — contestó John, burlón—. Nosotros tenemos que hacer el viaje de ida y vuelta al trabajo de lunes a sábado, y no conozco a nadie que gane para pagarse él solo un taxi. - 38 - —Yo conozco predicadores que tienen dinero de sobra para taxis —arguyó uno de los negros, bromeando. —Teniendo en cuenta lo que tienen que hacer para salvar unas al- mas, está justificado, Zeke —replicó John. Dentro de aquel vehículo reinaba un ambiente lúdico de aventura. —Nuestros taxis van cargados —prosiguió John— y la gente está acostumbrada a verlos así. Casi siempre viajamos seis en el asiento de atrás, y a veces siete. Pero hemos decidido hacerle viajar lujosa- mente para que pueda echar un vistazo por el camino. —Muy previsor —murmuró Woods, amargado. El comentario suscitó otra carcajada y contribuyó a granjearle ma- yor confianza entre los negros. Tras varias curvas y varias sacudidas, el coche abandonó la carretera y se internó por un camino de tractor hacia una granja, donde se detuvo. Biko esperaba entre unos matorrales. Salió de ellos y montó en el asiento delantero.Tully, el más joven del grupo, se alzó y lue- go se acomodó sobre las rodillas de Biko y el otro pasajero. Iban cuatro delante y cinco atrás. John ya daba la vuelta al coche para volver a la carretera, cuando Biko se dio la vuelta y miró a Woods sin poder contener una sonrisa de oreja a oreja. —¿Va usted cómo- do? —inquirió, solícito. Nueva carcajada. —¡Qué demonio, tiene el mejor sitio! —comentó Mapetla. Entraron dando tumbos en la carretera y John pisó a fondo el acelerador, mientras Woods sufría los zarandeos y bandazos del coche y Biko seguía contemplándole sonriente. —Escuchen —indicó Woods, a la defensiva—: yo me he criado en un pueblo negro; no se crean que voy tan incómodo. —Lo sé —replicó Biko, muy serio—. Conduce ese Mercedes blan- co sólo por los vecinos. Como liberal que es, si pudiera iría por ahí en autobuses y taxis como nosotros. Los demás le miraron también y no tuvo más remedio que sonreír. Pero no se dio por vencido. —Pues a pesar de la evidencia contraria, como no paráis de decirme que los días de los blancos están contados, lo que hago es disfrutar- los mientras pueda. - 39 - La irónica alusión a las pretensiones negras suscitó otra carcajada. —Mire: puede que no tengamos solucionados todos los problemas de transporte de la revolución —replicó John—, pero no se crea que porque viajemos así no tenemos al «Sistema» en el punto de mira. Se oyeron varios «Amén». —Ja, ja! —dijo Woods, burlonamente bravucón. —¡Escúchele, hombre, escúchele! —exclamó Mapetla, animado. Cuando llegaron al poblado seguía reinando dentro del taxi un am- biente deportivo, pero enseguida se vieron en medio de una larga fila polvorienta de taxis y autobuses. Conforme se hacía de noche todo parecía volverse gris; los edificios se apiñaban junto a la dete- riorada carretera; los taxis rojinegros cubiertos de polvo parecían elementos móviles del terreno, y todo eran caras de personas apiña- das en vehículos, asomadas a las ventanillas de los autobuses, aguardando en los cruces a un amigo, al padre, al marido o a la es- posa. También en el taxi el humor se tornó grisáceo. Lo que más impre- sionó a Woods no fue aquella masa de gente apiñada moviéndose al unísono, espectáculo totalmente impensable en Sudáfrica, donde una de las mayores delicias era la gran disponibilidad de espacio, sino aquel cansancio que difundían todos los rostros. Jóvenes quin- ceañeras, musculosos jóvenes de veinte años y, naturalmente, los viejos y los de edad mediana que acababan así su jornada laboral año tras ano. En todos aquellos rostros se advertía un embotamiento, tan sólo interrumpido de vez en cuando por alguna sonrisa a un amigo o a un conocido, pero que inmediatamente recobraban la pe- sadez y el sopor habituales. Él había visto muchos negros cansados, sudorosos, trabajando en todo tipo de cosas, pero siempre había sonrisas y chistes, una aceptación y una vivacidad que muchas veces envidiaba. Pero eso durante el día, y hasta ahora no se le había ocu- rrido que para acudir a la ciudad por la mañana aquellos negros tu- viesen que hacer cola como la que en aquel momento había forma- da; y eso mucho antes de que amaneciese, y que cada noche tenían que regresar bien después de haber caído el sol. Día tras día, año tras año. Había vivido toda su vida entre negros, y ahí estaba, a una hora de su casa, captando miradas nuevas para él. - 40 - Fueron avanzando lentamente por las calles principales del poblado. Los taxis y autobuses sólo circulaban por algunas vías; las pequeñas callejas estaban llenas de gente que caminaba penosamente hacia sus casuchas del tamaño de cajas de cerillas. Había algunas tiendeci- llas y establecimientos parecidos a bares en las calles por las que discurría el tráfico y los clientes se apiñaban ante ellos como abejas, comprando verdura, fruta y pan. Las lámparas de aceite colgadas de postes formaban bolsas de luz amarillenta en la creciente oscuridad. Aquellos sobrios rostros negros que veía al pasar se le antojaban a Woods misteriosos y hasta amenazadores. Había en ellos una hos- quedad nueva para él. Hacía tiempo que había advertido que la gen- te puede tener una personalidad en su trabajo y otra muy distinta en casa o en el juego, pero esto era distinto. Era como si todo el mundo negro, que él pensaba conocer tan bien, tuviera una vida que él igno- raba totalmente. Y no era por los elementos externos —calles de tierra, autobuses y taxis abarrotados—, sino por los rostros, el can- sancio, la apatía taciturna de aquellos grandes ojos oscuros. Estuvieron dando vueltas en el taxi sin decir palabra hasta que la mayor parte de las calles quedaron vacías; había concluido la hora punta de la tarde y la gente ya estaba en sus casas. Todavía algunos se apresuraban por las oscuras callejas, pero aquella enorme masa hormigueante que tanto había impresionado a Woods en el atardecer ya se había fundido con las sombras. Por un silencio y el modo en que evitaban su mirada, supo que los demás eran en parte conscientes de su impresión. Biko no había vuelto la cabeza una sola vez y seguía sentado, con el mentón apo- yado en la mano, mirando por la ventanilla, como alguien que ha visto el espectáculo muchas veces, pero que en cada ocasión se sien- te afectado. —Vamos a estirar las piernas —repuso finalmente Biko. John detuvo el coche y todos bajaron. Les hacía buena falta y los gruñidos y gestos de relajamiento disiparon el ambiente de gravedad que los embargaba. —La próxima vez vendremos en su Mercedes —bromeó Dye dando saltos para desentumecerse las piernas. - 41 - —Cuando vayas al paraíso no te dejarán ir en Mercedes —apostilló Mapetla, burlón— No tienes categoría. —Tú qué sabes —replicó Dye—. Dame un puro y un buen traje y hasta los ángeles se pondrían firmes. —Huy, huy, huy, y eso que no has bebido —replicó Mapetla, rien- do. Biko había apoyado las manos en el guardabarros delantero para flexionar su ágil cuerpo, primero en cuclillas y luego con las piernas rígidas. Finalmente se incorporó y miró a Woods. Era el primer con- tacto desde la entrada en el poblado y le escrutaba con la mirada. Pareció encontrar lo que buscaba y lanzó una sonrisa forzada. —Vamos a dar una vuelta —dijo pausadamente. Condujo a Woods de la calle principal a las callejas laterales. John y Mapetla caminaban unos pasos detrás, vigilantes. Anduvieron entre las casas, algunas con luz eléctrica, otras con lámparas de quero- seno. Por las puertas salía una tenue nube de humo de los hornillos que comenzaba a planear sobre toda la zona. Vieron cómo prepara- ban la cena en cuartos atiborrados de gente, un hombre bañándose en una exigua bañera metálica, un par de prostitutas junto a una casa hablando con uno que vestía un mono asqueroso. Unos viejos calen- taban latas de sopa en un fuego entre unos ladrillos, fuera en la calle. De vez en cuando la carrocería de un viejo automóvil hacía las ve- ces de cobertizo. En dos ocasiones vieron pandillas de jovenzuelos merodeadores. Eran los tsotsis —pandillas de negros que vivían a costa de sus compatriotas negros—, tolerados por la policía para que causaran disturbios en los poblados. Woods nunca los había visto, pero conocía su existencia y sabía su método coercitivo: un radio de bicicleta clavado en la columna vertebral que te dejaba lisiado de por vida. En el umbral de algunas casas, golfos jóvenes —y de mediana edad— permanecían recostados, ociosos, mirando la calle y si- guiendo con la vista los perros que iban de casa en casa, cómo des- cargaban un carro y sobre todo el itinerario de Woods y Biko. Woods no se perdía detalle, del mismo modo que había observado la descarga de autobuses y taxis. Para él era un mundo nuevo. Como a los negros no se les permitía la entrada en las zonas residenciales - 42 - de los blancos al anochecer, tampoco era concebible que un blanco —conexcepción de la policía— anduviese por un poblado negro a aquella hora. Lo que más le sorprendía era los negros «bien vesti- dos». Pensó que serían algún tipo de oficinistas de ambos sexos. Es lo que se dijo cuando los había visto en sus trajes oscuros arrugados a veces pero siempre limpios, al oír su curioso inglés, su fluido afri- kaans; siempre había supuesto que vivían en casitas limpias, pobres quizá, pero, al igual que su ropa y su idioma, adecuado reflejo de la «vida blanca». Pero viendo aquellas casas sin agua corriente, sin luz eléctrica, todas con rudimentarias letrinas y cuartos minúsculos aba- rrotados de gente entregada a las más diversas actividades, com- prendió que formaban parte de aquella extraña población «desconocida», igual que los trabajadores, los golfos y los niños desperdigados. Doblaron una esquina en el momento en que un niño miraba furtivamente desde la puerta de una casa oteando si en la calle había peligro, alguna pandi- lla; su mirada se tropezó con Woods y Biko y echó a correr a toda velocidad hasta otra casa más alejada. —Corre, hijo, corre —dijo Biko por primera vez mientras veían alejarse al niño—. Es un milagro que los niños sobrevivan en este ambiente —añadió amargamente contemplando el panorama—. La mayoría de las mujeres que tienen permiso de trabajo son criadas y sólo pueden ver a sus hijos unas horas los domingos. Aquí hay tan- tos borrachos y malhechores tan desesperados que son capaces de dar una paliza mortal a un niño si sospechan que tiene cinco rands. Woods se volvió en la oscuridad de la calleja y se quedó mirando a Biko. —¿Era usted un crío como ése hace unos años? —inquirió. —Sí —contestó Biko, sonriendo—, aunque seguramente más asus- tado. —¿Se ha criado en un poblado? —La mayor parte del tiempo. Mi padre murió cuando yo era muy niño. Me llevaron a una escuela de misioneros alemanes y suizos. - 43 - Ahora lo entendía mejor Woods; iba a preguntarle a propósito de ello, pero Biko prosiguió en tono íntimo de confesión: —Pero un crío sabe correr, y si sobrevives te crías en estas calles, en estas casuchas; tus padres hacen lo que pueden, pero al final recibes la educación que te da el hombre blanco...; luego vas a su ciudad a trabajar o a comprar, ves sus casas, sus calles, sus coches... Y em- piezas a darte cuenta de que hay algo que «no está bien» respecto a ti, a tu condición humana. Algo que tiene que ver con tu negritud..., porque por muy tonto o listo que sea un niño blanco, ha nacido en tu mundo, mientras que un niño negro, tonto o listo, nace aquí..., y, tonto o listo, morirá aquí... Volvió la mirada a Woods, que ni pudo ni quiso ocultar el impacto que le causaban aquellas palabras. Caminaron en silencio durante un rato y luego Biko siguió hablan- do: —Incluso para tener derecho legal a vivir en un poblado como éste —añadió mordaz—, el patrón blanco tiene que firmarte el pase cada mes o pierdes el derecho de residencia. Y aún si es tan amable y lo firma, es el gobierno el que te dice la casa en que has de vivir, los que tienen que vivir contigo y el precio del alquiler. No tienes dere- cho a poseer tierras ni a que tus hijos hereden nada. La tierra perte- nece a los blancos..., y lo único que uno puede dejar a sus hijos es esto —concluyó pellizcándose suavemente un trozo de piel oscura del carrillo. Pese a su capacidad de imaginación, Woods nunca había compren- dido realmente el profundo abandono sin esperanza de la población negra. Aquella noche, las palabras de Biko se lo hicieron sentir a su alrededor..., como algo vivo. - 44 - 7 Siguieron caminando algunos minutos más. Era evidente que Biko le llevaba a algún sitio concreto, y por último llegaron a una casa, exactamente igual por fuera que las otras. Conforme se acercaban oyeron el ritmo enfático de la música pop africana. Unos negros, charlando y riendo, entraron untes de que Biko y Woods llegaran a la puerta. Woods miró a su alrededor y vio cuatro o cinco viejos automóviles aparcados por allí, y en uno de ellos unos hombres be- biendo de una botella. —¿Ha estado alguna vez en una taberna clandestina? —preguntó Biko. —No en una de negros —contestó Woods. —Si no es de negros, no es una taberna clandestina —replicó Biko con una mueca, adelantándose a la puerta y cediendo el paso a Woods—. Conozca una auténtica. Una vez dentro le presentaron a la Reina del lugar, quien se compor- tó cual si tener clientes blancos fuese cosa normal, en realidad, salvo la primera mirada de sorpresa, ninguno de los que llenaban el local se fijó en Woods. Peter y Mapetla se sentaron a una mesa en un rin- cón y Biko trajo unos litros de cerveza y luego salió a bailar con la Reina. A Woods le sorprendió la cantidad de gente que se apelotonaba en un local tan pequeño, que además estaba lleno de cosas. En todos los rincones había pertenencias amontonadas para hacer sitio para el negocio. El tocadiscos, que sonaba estridente, estaba situado sobre un montón de mantas, maletas de cartón, latas, cazuelas, abrigos, sombreros. Y aquél era el montón más pequeño. Era una clientela estrictamente masculina. Junto a la Reina solamen- te había dos jovencitas. Una de siete años, bailando con uno que parecía su abuelo, y otra algo mayor que a Woods le dijeron era la sobrina de la Reina y que servía cerveza. Algunos hombres bailaban, solos o sueltos pero en agradable com- pañía de otros. Un grupito fumaba hachís en un rincón en una bote- - 45 - lla con el cuello roto, dispositivo que potenciaba el efecto, según explicó Mapetla a Woods. Él sabía que el hachís circulaba hacía años entre la población negra, pero era la primera vez que lo veía fumar. Después de lo que había visto en la calle, la impresión más evidente de aquel local era la alegría. Los hombres bebían y reían, charlaban y reían, bailaban y reían, fumaban y reían. Y no parecía ser un desahogo neurótico del cansancio y el embotamiento que había visto antes. Parecía un placer auténtico, saludable. El propio Biko se había transformado: bailaba con la regordeta y alegre Reina con auténtica alegría. Era un bailarín ágil y experto y expresaba claramente el sentido del ritmo y la «presunción» mascu- lina de su carácter. Su pareja parecía en la gloria y, a pesar de su corpulencia, se movía con elasticidad y ponía en el baile algo que, pese a sus carnes, resultaba erótico. Woods se inclinó sobre la mesa para hacerse oír en medio de aquel estruendo. —Tengo oído que las reinas de estos sitios son confidentes. —Lo son —replicó Mapetla a gritos— porque la policía les cerraría el local si no lo fuesen. Woods frunció el ceño sin comprender por qué actuaban tan des- preocupadamente. —... Ésta informa de ciertas cosas —prosiguió Mapetla— y «le otras... —Hizo un gesto encogiéndose de hombros, sonriente—. Además, le gusta Steve. Él tiene eso con las mujeres. Woods volvió a dirigir la vista hacia Biko y comprobó que era cierto lo que Mapetla le decía. —Es muy desenvuelto —gritó a John—. ¿Cuánto tiempo estuvo con los curas suizos? —Siempre fue desenvuelto —contestó John riendo—. Con los curas suizos estuvo unos dos años. Su padre murió cuando él acababa de cumplir diecisiete años y ellos le recogieron. Woods asintió con la cabeza; se imaginaba a aquel adolescente en la edad en que habría podido convertirse en un rebelde violento, con la - 46 - imaginación y las energías contenidas por los curas de un modo que pocas respuestas podía darle, y quizá forzándole a convertirse en algo peor. La sobrina de la Reina se apartó de pronto de la mesa que servía y se acercó a la puerta de un segundo cuartito. Estaba justo detrás de Woods y, al entrar, la dejó abierta. Woods aprovecho para mirar. Allí dentro había montones de cajas He cerveza y más objetos, ropa, leña para la estufa, una alacena llena de cosas, pero la
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