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Saber académico y sabiduría natural 
en las novelas de Miguel Delibes 
ISABEL VÁZQUEZ FERNÁNDEZ 
«He sido un novelista de personajes», epígrafe con el que titula Delibes un artículo de 
ABC, explica su clave novelística (Delibes 1993b). Esta confesión personal se repite a 
lo largo de su trayectoria vital y literaria; no faltan afirmaciones contundentes -«yo doy 
a los personajes un lugar preponderante entre todos los elementos que se conjugan en 
una novela» (Delibes 1972: 213)-, ni conferencias en que analiza y desentraña esta 
cualidad literaria1. En efecto, el personaje es el eje de la narración delibiana y transmite 
los puntos de vista o preocupaciones del autor. El análisis de su personalidad adquiere 
gran relevancia y, por tanto, los factores que intervienen en la constitución de su carácter 
y la percepción del mundo; este proceso formativo es fundamental y se convierte en 
tema narrativo recurrente. 
Básicamente, las novelas de Delibes plantean el aprendizaje y la adquisición de 
conocimientos conforme a dos directrices: el saber oficial institucionalizado y el saber 
natural basado en la observación del mundo natural. Ambas formas de conocimiento 
contribuyen notablemente a la orientación mental del personaje. La enseñanza que se 
imparte en la escuela -primer caso- responde al conocimiento académico, a través del 
colegio, el maestro y los libros; la sabiduría natural -segundo caso- es la que proporciona 
el contacto con la naturaleza y la adquirida a través de los mayores del lugar, 
depositarios del saber ancestral. La enseñanza reglada se sustenta en la memorización 
mecánica que no favorece la comprensión ni la interiorización de los conocimientos y, 
aunque el aprendizaje colectivo facilita la socialización, propicia el sentido competitivo. 
Para el autor la sabiduría adquirida en el contacto con el mundo natural discurre por 
otros cauces: basada en el sentido lógico y la observación, estimula el razonamiento y 
tiene carácter universal. Delibes subraya otras cualidades vinculadas a ambos tipos de 
saber: disciplina embridada frente a libertad y cultura dirigida frente a creatividad, en 
consonancia con los espacios donde se desarrollan -recinto cerrado en la escuela y 
amplitud de horizontes en la Naturaleza-. El binomio enseñanza reglada/saber natural, 
suele asociarse al ámbito urbano y rural respectivamente. No obstante, las novelas de 
Delibes presentan un abanico de situaciones complejas que desbordan la simplicidad 
dialéctica de este dualismo. 
Respecto a la enseñanza reglada, Delibes retrata la educación de muchos colegios en 
una determinada época de la vida española, las inmediaciones de la guerra civil, cuyo 
objetivo, además de la transmisión de conocimientos, perseguía inculcar ideas. El autor 
discrepa con su sistema de valores. Sin embargo, no reniega de la enseñanza reglada en 
 
1 No deja lugar a dudas su discurso inaugural del curso de verano celebrado en El Escorial sobre su obra y 
publicado bajo el título: El autor y su obra: Miguel Delibes (Delibes 1993a). Es también ilustrativo su 
análisis del personaje en el capítulo «El novelista y sus personajes» del libro España 1936-1950: muerte y 
resurrección de la novela (Delibes 2004). 
 
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sí misma -fue docente gran parte de su vida2-, ni de la importancia del libro; por el 
contrario, como escritor que es, apoya el fomento de la lectura3 y reconoce su deuda con 
el Manual de Derecho Mercantil de Garrigues, por haber contribuido al desarrollo de 
sus capacidades literarias: «por debajo de las aburridas teorías jurídicas, yo encontré en 
él la belleza, la gracia y la exactitud expresivas» (Delibes 2004: 159). Lo que denuncia 
Delibes es la mala práctica docente, tan extendida en España durante muchos años; en 
sus novelas, la enseñanza reglada suele ser fuente de conocimiento distorsionado y estar 
alejada de la vida real. 
La sombra del ciprés es alargada, Mi idolatrado hijo Sisí y Madera de héroe, 
plantean distintas variantes de enseñanza reglada que remiten a vivencias infantiles del 
autor; únicamente su última novela, El hereje, se remonta al siglo XV, momento en que 
la instrucción no estaba generalizada para la gran mayoría de la población española. 
La sombra del ciprés es alargada comienza con el relato de la infancia del 
protagonista -libro primero-. Pedro, huérfano de padres, es encomendado a la custodia 
de Don Mateo Lesmes, su maestro y tutor. La enseñanza reglada, basada en la repetición, 
y la monotonía de una existencia sin diversiones ni alicientes, van modelando el carácter 
triste de este niño; en paralelo, su instructor le inculca la austeridad como orientación 
vital: «tal vez el secreto [...] esté en quedarse en poco: lograrlo todo no da la felicidad, 
porque al tener siempre acompaña el temor a perderlo que proporciona un desasosiego 
semejante al de no poseer nada. […] No es lo mismo perder que no llegar» (Delibes 1948: 
58). Esa severidad como norma de vida, se trasfiere a la esfera de los sentimientos, 
generando en el personaje una negación afectiva (no amar ante el temor a perder al ser 
querido). Los inviernos gélidos de Ávila inciden también en esta frialdad educacional, lo 
mismo que el espacio cerrado de la vivienda-escuela, trasunto de la ciudad amurallada, 
propicia la cerrazón emocional que tanto va a condicionar el rumbo vital de Pedro. 
Contrario a este sentido de austeridad, Cecilio Rubes (Mi idolatrado hijo Sisí) inculca 
a su hijo Sisí el ideal materialista: la posesión de bienes como un privilegio a exhibir, 
propio de la clase media provinciana de los años treinta. La instrucción del niño corre a 
cargo de una profesora particular a domicilio, símbolo de distinción y de pertenecer a 
una clase social adinerada. Esta forma de educación, reservada a los privilegiados, pasa 
factura al muchacho cuando, ya adolescente, ha de cursar sus estudios ordinarios: 
habituado a todas las satisfacciones y a la falta de límites, es incapaz de someterse a 
disciplina del colegio. 
Sisí, desde su nacimiento, aparece condicionado por una desafortunada educación 
paterna. De hecho los pasajes que nos relatan la educación de Sisí desde sus primeros 
años hasta la adolescencia sirven más bien para caracterizar a Cecilio Rubes; éste 
consiente y satisface todos los caprichos del niño, porque considera que «la 
educación es para los pobres». A partir de estas premisas, es comprensible que Sisí 
abandone los estudios, se inicie antes de la pubertad en el abuso del alcohol, se 
enfrente violentamente a sus padres, o se vuelque en la satisfacción de sus apetitos 
sexuales de manera desordenada (Rey Álvarez 1975: 93-94). 
 
2 La falta de referencias a su experiencia en el aula -fue Catedrático de Derecho mercantil de la Escuela de 
Comercio- se contrapone a las abundantes manifestaciones respecto al ejercicio escritural, tanto periodístico 
(El Norte de Castilla) como novelístico, cuyas claves siempre ha estado dispuesto a desvelar (entre otros 
textos, véase la II parte, titulada «Sobre la novela», del libro España 1936-1950: muerte y resurrección de 
la novela). 
3 En el capítulo titulado «Libros baratos» en la recopilación titulada He dicho (Delibes 1996), el autor hace 
referencia expresa a las medidas necesarias para impulsar la lectura. 
 
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El exceso de tolerancia educativa ha convertido a Sisí en un joven caprichoso e 
indómito, conduciéndole a la frustración y al hastío. 
La formación que recibe Gervasio García de la Lastra (Madera de héroe) centra su 
objetivo en la difusión de las ideas político-religiosas propias de los centros escolares 
católicos de este momento -la II República y la gestación de la Guerra civil-. La 
enseñanza y sobre todo la educación religiosa, se cargan de fogosidad patriótica y 
entusiasmo castrense. La ideología que Gervasio recibe en el colegio -«sus profesores 
se convierten en activos propagandistas antirrepublicanos» (Delibes 1987: 200)- es 
prolongacióndel fanatismo de la ciudad y del delirante enardecimiento familiar: 
carlismo anacrónico del abuelo León, patrioterismo rancio de tío Felipe Neri y 
catolicismo pertinaz de su madre. La educación vinculada a una doctrina perturbada deja 
huella en la sensibilidad extrema del muchacho, incrementando su angustia e 
inseguridad ya gestadas en la primera infancia, de cuyo lastre solo se liberará 
posteriormente mediante una dramática catarsis. 
Ambos modelos de enseñanza doctrinal se registran, aunque con matices propios, en 
El hereje, novela que Delibes sitúa en el siglo XVI, como se ha anticipado 
anteriormente. Cipriano Salcedo, su protagonista, es víctima del rechazo del padre, que 
le culpa de la muerte de su madre -fallece en el parto-: «el pequeño parricida» es su 
manera de nombrarle; el niño crece con el temor al padre, a su severidad y reproches, a 
su mirada helada -«me da frío», dice (Delibes 1998: 139)-. Recibe la instrucción propia 
del momento: durante la primera infancia, la Doctrina y, como los hijos de familias 
adineradas, es impartida por una profesora a domicilio, símbolo de clase adinerada que 
su padre quiere exhibir. 
En esta etapa de la vida, Cipriano adquiere la formación intelectual y moral. La 
primera enseñanza que recibe es la instrucción de Doctrina, continuación de las 
enseñanzas de Minervina, aprendidas por ella del párroco de su pueblo. La huella 
que deja en él contrasta con el vacío en que han caído las lecciones de su preceptor. 
Esta diferencia indica la disposición receptiva como condición imprescindible para 
el aprendizaje. Delibes insiste una vez más en la ineficacia de los estudios teóricos, 
como ya lo había hecho en la primera novela (Vázquez Fernández 2007: 367-368). 
Sin embargo al llegar la adolescencia, y como represalia, éste envía al muchacho al 
internado del colegio de huérfanos, donde predomina el ambiente embrutecido 
(conductas animalizadas). Recibe la orientación religiosa habitual basada en rituales y 
prácticas litúrgicas pero, a partir de la celebración de «La Conferencia»4, comienza la 
polémica y Cipriano, adolescente razonador y reflexivo, toma conciencia implicándose 
personalmente en el aperturismo erasmista. La formación del personaje, víctima de la 
carencia afectiva familiar y de una educación contradictoria, es el detonante de una vida 
llena de elecciones erróneas. 
En segundo lugar y frente a la erudición académica, Delibes se pronuncia a favor de 
la sabiduría que proporciona el contacto con el mundo natural; manifiesta la necesidad 
que tiene el hombre de beber en sus propias fuentes, señalando la importancia de 
mantener su orden y los peligros de su destrucción. Con frecuencia, el autor deja 
constancia de su apego a la naturaleza y atribuye esta querencia a sus raíces familiares: 
 
4 Asamblea de prelados eclesiásticos convocada en torno a la polémica erasmista. 
 
782 
Sin duda el amor por la naturaleza y la proclividad al aire libre nos viene a los Delibes 
por línea paterna, tal vez de la Gascuña. Yo asumí esta inclinación para llenar mis 
ocios, pero mis hijos hicieron de ella medio de vida: cuatro biólogos y un arqueólogo 
salieron de una camada de siete hermanos (Delibes 1989: 37). 
La Naturaleza que figura en las novelas de Delibes no es otra que el campo castellano 
cercano al autor: «entre mi campo y yo, mi provincia y yo, ha existido una corriente de 
entendimiento, una especie de mutua fidelidad» (Delibes 1996: 206); sin embargo, 
trasciende al ámbito local y adquiere horizontes universales y cósmicos, como testifica 
el discurso de ingreso en la RAE5 y La tierra herida, libro escrito en colaboración con 
su hijo mayor y que pone fin a su recorrido literario. En las novelas de Delibes, la 
Naturaleza aparece como fuente inagotable de sabiduría. Retrata al campesino, 
empleando la terminología de Ramón Buckley, como «el hombre que se siente parte del 
cosmos», y «se comunica con el mundo animal y vegetal»; el mismo crítico ahonda en 
el significado de estos personajes al calificarles de «seres, en definitiva, que parece que 
no tengan “cultura”, pero que en realidad tienen esa “otra cultura”, una cultura que es el 
mejor antídoto contra la modernidad, pues nos enseña el camino de retorno a la 
naturaleza» (Buckley 2012: 208, 215, 228). 
Los protagonistas de El camino, Las ratas o Las guerras de nuestros antepasados 
adquieren sus conocimientos en su relación con el mundo natural; son hombres sin 
formación y se oponen, en mayor o menor medida, a la enseñanza reglada. El niño del 
campo se instruye en su entorno más directo y es donde adquiere la experiencia de la 
vida. El juicio de Antonio Vilanova a propósito de El camino podría generalizarse al 
pensamiento y toda la obra delibiana: 
Frente a los valores intelectuales y culturales que nos proporciona el estudio y el 
saber contenido en los libros, el protagonista de El camino, al igual que su creador, 
cree firmemente en la superioridad de los valores naturales, adquiridos mediante la 
observación y la experiencia y realmente válidos para la vida (Vilanova 1993: 35). 
No han faltado recriminaciones al autor, tildándole de reaccionario por la defensa del 
campo frente a la ciudad; muestra su fe en la sabiduría que otorga la naturaleza pero, 
lejos de dogmatismos o maniqueísmos, postula como deseable que pueda conciliarse 
con la educación cultural, como ha matizado en más de una ocasión: 
Yo lo que pretendo decir es que hay personas con vocación de ruralismo y no hay 
por qué oponerse a ello […] Lo que habría que conseguir, por lo que hay que luchar, 
es para que las condiciones de vida en el campo no sean míseras, sino humanas, que 
para disfrutar de un desarrollo cultural y un bienestar material no sea preciso marchar 
del campo (En Alonso de los Ríos 1993: 204-205). 
El personaje desarrolla el sentido lógico que le transmite el medio natural; valga 
como muestra la lógica simplista por la que se rige Pacífico (Las guerras de nuestros 
antepasados) y que expresa con un lenguaje preciso: «que uno mata un jabalí en enero 
y le dan un premio, pero le mata en julio y lo mismo pena por ello ¿comprende? Pues 
los hombres, parejo. Uno los mata en la guerra y una medalla, pero los mata en la paz y 
una temporada a la sombra» (Delibes 1974: 173). 
 
5 Discurso recogido en el libro S.O.S. (El sentido del progreso desde mi obra), consignado en la bibliografía 
como Delibes (1976). 
 
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Las ratas y, la ya citada, Las guerras de nuestros antepasados, son protagonizadas 
por personajes que representan la sabiduría. 
Las ratas es una novela que se desarrolla en la Castilla pobre y árida. Su protagonista, 
el Nini, es un niño singular. A pesar de su corta edad y lo adverso de su situación en el 
mundo, pues vive una cueva en compañía de su padre, arquetipo del hombre primitivo 
y salvaje, lo cual realza su categoría humana, mantiene una relación con la Naturaleza 
que le otorga la necesaria seguridad y capacidad para comprender las claves de la vida. 
Antonio Vilanova califica a este niño de «genuino exponente del hombre natural tal cual 
es», y de «sabio y generoso, que bien pudiera representar el espíritu de Castilla, rico y 
esperanzado, en dramático contraste con su miseria natural» (Vilanova 1993: 34, 36). 
Con autosuficiencia vital y espíritu independiente, conoce el comportamiento de los 
animales y las respuestas de la tierra, llegando incluso a comprender el mecanismo del 
cosmos (los astros y el proceso de las estaciones). La sabiduría de este niño le otorga el 
un carisma casi sobrehumano y un reconocimiento de los demás, como formula doña 
Resu: «digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios [...]. En los momentos de buen 
humor solía decir que viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo la recordaba a 
Jesús entre los doctores» (Delibes 1962: 16). 
La historia de Pacífico Pérez (Las guerras de nuestros antepasados) se desarrolla en 
un pueblo de la provinciade Burgos. El personaje, ya en la edad adulta, recuerda su 
niñez y juventud. Es un caso extremo de relación con la naturaleza, pues se integra en 
ella como si fuese un elemento más; como subraya Sanz Villanueva (1992: 97), «con el 
personaje de Pacífico Pérez, el protagonista de Las guerras, Delibes lleva a una de sus 
últimas consecuencias ese proceso de identificación entre hombre y naturaleza». En 
contraste con el delirante belicismo de su familia, aprecia el equilibrio y serenidad del 
mundo natural; sus vínculos con él son de tal grado que sufre dolores en los dedos 
cuando podan la higuera o experimenta opresión en el pecho y sensación de ahogo 
cuando ve a las truchas ensartadas. El personaje posee una hipersensibilidad y tales lazos 
de complicidad con la Naturaleza que, como sintetiza Buckley (2012: 256): «es capaz 
de integrarse en el mundo natural, de sentir la naturaleza no como algo externo a él, sino 
como una corriente a la que él se siente conectado»; el mismo crítico precisa la esencia 
de esta sintonía: «Delibes acaba de descubrir a su personaje ideal, al hombre a quién ya 
no le hace falta aprender o seguir a la naturaleza, por la sencilla razón de que se ha 
transformado en naturaleza misma, en parte integral y sensitiva del cosmos» (Buckley 
1982: 185-186). Desde la cárcel y en la segunda parte de su vida, Pacífico rememora el 
pueblo, ya lejos de él. La fuerza de su mente es tal y sus recuerdos tan auténticos, que 
las vivencias recobran visos de realidad, trasladándose físicamente al lugar de la 
evocación para visualizar el paisaje, somatizar olores o sonidos, e incluso el recorrido 
efectuado hasta sentir el cansancio de la caminata. 
Qué hacer si no recordarme, sí señor. Me recordaba del Crestón, y del Hibernizo, y 
de la Torca y del Embustes. Que me quedaba, es un decir, mirando para los robles 
de la cerviguera y me pensaba que andaba en mi pueblo, y era talmente como si 
estuviera allá, ¿comprende?, Pero talmente. Y otra tarde me decía, por un ejemplo, 
hoy voy a subir donde aquella peña. Y, con la imaginación pues eso, subía. Que me 
agarraba una trocha y dale que le das hasta llegar arriba. Sin nadie que me 
incomodase, ¿entiende? O sea, yo me paraba aquí o allá, con la imaginación, claro, 
a echar un trago, o a descabezar una siesta, o a escuchar las esquilas de las vacas, o 
a lo que fuera gustoso, tanto daba. Conque entre subir y bajar, doctor, demoraba dos 
o tres horas, que algunas tardes se me hacían las tantas. Y, al cabo, a la noche, a ver, 
tan despernado como si hubiera hecho el viaje de verdad (Delibes 1974: 201-202). 
 
784 
Tanto el Nini como Pacífico, desdeñan la enseñanza reglada: el primero, negando el 
saber oficial al que vincula con lo inauténtico y convenido -«de eso no sé señor Rosalino: 
eso es inventado» (Delibes 1962: 84)-; el segundo reniega de la experiencia escolar por 
fomentar lo competitivo. Ambos, en cambio, reciben con provecho las enseñanzas de 
sus mayores, depositarios del saber ancestral. El Nini escucha con atención las lecciones 
del Centenario, anciano competente y capaz, que conoce el mundo natural con 
proyección cósmica: de él «aprendió el Nini a relacionar el tiempo con el calendario, el 
campo con el santoral y a predecir los días de sol, la llegada de las golondrinas y las 
heladas tardías. Así aprendió el niño a acechar a los erizos y a los lagartos, y a distinguir 
un rabilargo de un azulejo, y una zurita de una torcaz» (Delibes 1962: 26). Pacífico 
también recibe con provecho las enseñanzas de su tío Paco, hombre autosuficiente que 
se comunica con el especial lenguaje de la Naturaleza. 
El niño enraizado del campo se resiste a abandonarlo y rechaza la educación 
académica, porque supone el ingreso en un mundo ajeno a él. Conocida es la 
problemática de El camino: Daniel lamenta que, por imposición paterna, deba marcharse 
de su amado pueblo para entrar en un internado de la ciudad; el rechazo del colegio es, 
en este caso, porque significa renunciar a su lugar. Igualmente, el niño del campo que 
es trasladado al colegio de la ciudad, se siente rechazado por un entorno adverso; valga 
como muestra esta confesión del Isi (Viejas historias de Castilla la Vieja): «el Topo, el 
profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar 
que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: “Siéntate, llevas el pueblo escrito 
en la cara”» (Delibes 1964: 12). Delibes aboga por la creación de escuelas en las zonas 
rurales, y evitar así que el niño deba apartarse de su medio para poder estudiar y tener 
acceso a la educación. 
La dicotomía saber académico/saber natural, se ha vinculado a la dualidad 
ciudad/campo respectivamente. La novela de Delibes, sin embargo, desborda esta 
dialéctica, por la diversidad de matices de las historias que narra y la complejidad que 
ofrecen sus personajes. Los contextos de ambos mundos se entrecruzan con frecuencia 
en una variada casuística de intercambio de valores y sabiduría mixta: 
- En ocasiones, el personaje urbano ilustrado profesa una fe incondicional en la 
sabiduría natural y en la vida saludable que proporciona la naturaleza; según Ignacio 
Elizalde, «en contraste con la ciudad, la naturaleza, el campo y los ambientes rurales 
aparecen como elemento regenerador y purificador, donde algunos de sus 
personajes se refugian cuando necesitan paz y tranquilidad» (Elizalde 1992: 286). 
En ciertos personajes se puede advertir esta alternancia de manera puntual: Mario 
(Cinco horas con Mario) catedrático y escritor, es defensor del aire libre -le gusta 
andar en bicicleta-. Papá Telmo (Madera de héroe) es una figura representativa; 
médico homeópata prestigioso, confía en la energía del sol y la tierra como fuentes 
de vida, según declaraba: «el sol es mi cocinero y mi despensa la tierra» (Delibes 
1987: 82). Su actitud -correteaba desnudo al sol por los pinares cercanos a la ciudad 
y era vegetariano-, aparece resaltada por la reacción familiar, irónicamente descrita 
por el autor; las palabras crípticas de tío Felipe Neri -«lo peor es que Telmo por este 
camino no puede desembocar más que en el panteísmo»-, concluyen con la 
explicación valorativa -«quiero decir que si Telmo continúa correteando desnudo 
entre los pinos acabará adorando a los pinos» (Delibes 1987: 85)-. En ocasiones, el 
personaje urbano busca en el campo una estancia alternativa a la ciudad donde 
refugiarse; es el caso de Eugenio Sanz Vecilla (Cartas de amor de un sexagenario 
voluptuoso), como precisa Sanz Villanueva (1992: 82): «lo rural también puede ser 
el acogedor dominio en el que (el hombre) halla refugio y al que escapa el personaje 
 
785 
en momentos de crisis […], y, desde luego, los pueblos representan la autenticidad 
frente a la maleada vida urbana». Por el contrario, el personaje arraigado al mundo 
natural es difícil que adopte la cultura urbana y que abrace su sistema de valores 
con todo lo que comporta. Un caso significativo es Teodomira (El hereje); cuando 
desde el sanatorio psiquiátrico pronuncia al morir sus últimas palabras, «La 
Manga», Cipriano se reprocha ser el causante de que esta mujer haya perdido la 
razón; no se perdona haberla arrancado del medio al que pertenece; comprende 
entonces el error de haber querido trasplantar a la ciudad a La reina del Páramo6, 
que no ha perdido nunca las esencias de su origen y se rige por las leyes del orden 
natural. 
- En ocasiones, el mundo natural actúa como redentor con personajes ajenos a él: Sisí 
(Mi idolatrado hijo Sisí) supera su vacío existencial con el hallazgo de los valores 
de la Naturaleza; en efecto, cuando el muchacho la descubre, encuentra en su orden 
y armonía el camino que da sentido a su propia vida. En El disputado voto del señor 
Cayo, Víctor, profesor universitario, se convierte en un hombre nuevo al descubrir, 
a través del señor Cayo, la auténtica sabiduría que se fundamenta en el 
conocimientode los recursos naturales, la experiencia y sentido común. Según 
Torres Nebrera (1992: 55), el señor Cayo «adquiere ciertos atisbos de personaje-
símbolo». La novela muestra dos mundos contrastados: la cultura academicista -
ámbito urbano- y la sabiduría natural -ámbito rural-. Según Antonio García Velasco 
(1992: 254), «el distinto registro idiomático de los personajes acentúa la diferencia 
entre los dos mundos que se encuentran». El anciano vive en armonía con su mundo, 
aunque esté solo en un pueblo abandonado; recibe de él todo lo que necesita, a la 
vez que colabora con él, porque conoce sus claves: trabaja la tierra con pericia o 
coopera con las abejas en la recogida de la miel. 
El señor Cayo puede ser un hombre solitario, pero nunca un ser alienado, porque 
toda su vida está íntimamente ligada a la naturaleza en el sentido de que la 
comprende -de que comprende cómo funciona-, de que participa en lo que Costa 
Morata llama «sabiduría del campo», de ese mundo rural que es el único capaz de 
engendrar viejos de sabiduría inconmensurable, hombres jóvenes capaces de todo, 
niños de imaginación y capacidades sin límites. (Buckley 2012: 228) 
A medida que Víctor va descubriendo la autenticidad del universo del señor Cayo, 
va también desenmascarando la falsedad de los valores culturales aprendidos. La 
transformación de su pensamiento es inesperada y paradójica: «hemos ido a redimir al 
redentor» (Delibes 1978: 174); de este modo confiesa su conversión: 
Nosotros, los listillos de la ciudad, hemos apeado a estos tíos del burro con el 
pretexto de que era un anacronismo y… y los hemos dejado a pie. Y ¿qué va a ocurrir 
aquí, Laly, me lo puedes decir, el día en que en todo este podrido mundo no quede 
un solo tío que sepa para qué sirve la flor del saúco? (Delibes 1978: 167-168) 
En el extremo opuesto, Delibes también señala la imposibilidad de redención, cuando 
dos culturas que se confrontan están separadas por un abismo irreconciliable. Los santos 
inocentes, enfrenta a dos bloques -señores y criados- en un mismo territorio, el cortijo. 
El espacio natural y sin mixtificar encierra valores que, paradójicamente, no aprecian 
 
6 «La Manga» y «La reina del Páramo», son los nombres de su aldea y su apodo local, respectivamente. 
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sus propietarios y que, en cambio, estiman quienes trabajan la tierra. La imposible 
conciliación obedece al contraste de conducta entre ambos bloques: autoritarismo, 
insensibilidad y baja condición ética (señores), frente a bondad y sensibilidad 
(servidumbre); la sabiduría académica de unos y la sabiduría natural de otros, se hace 
ostensible en la incomunicación lingüística. 
Incluso la propia Señora Marquesa, con objeto de erradicar el analfabetismo del 
cortijo, hizo venir durante tres veranos consecutivos a dos señoritos de la ciudad para 
que, al terminar las faenas cotidianas, les juntasen a todos en el porche de la corrala, 
a los pastores, a los porqueros, a los apaleadores, a los muleros, a los gañanes y a los 
guardas […] les enseñaban las letras y sus mil misteriosas combinaciones […] 
La C con la A, hace KA, y la C con la I hace ZI y la C con la E hace CE y la C con 
la O hace KO. 
Paco, el Bajo, […] preguntó, 
Señorito Lucas, y ¿a cuento de qué esos caprichos? 
Y el señorito Lucas rompió a reír y a reír con unas carcajadas rojas, incontroladas, 
y, al fin, cuando se calmó un poco, se limpió los ojos con el pañuelo y dijo: 
Es la gramática, oye, el porqué pregúntaselo a los académicos (Delibes 1981: 34-35). 
No falta el evidente sentido crítico del autor hacia aquellos que consideran la cultura 
como la acumulación memorística y se permiten la burla hacia aquellos que se rigen por 
el sentido común. 
Para concluir, Delibes muestra la divergencia entre los dos tipos de saber, objeto de 
este análisis; lejos de actitudes maniqueístas, es partidario de la postura conciliadora y 
aboga por que no sean excluyentes. «En Delibes no hay nunca negación de la cultura, 
que estima es la asignatura pendiente que puede redimir a ese perdido y abandonado 
pueblo español» (Elizalde 1992: 300). En efecto, para el autor sería deseable el 
intercambio enriquecedor entre las dos formas de sabiduría; valga como testimonio la 
precisión que hace respecto a El disputado voto del señor Cayo: 
Alguien ha afirmado que yo encarno en el señor Cayo mi ideal de vida. Esto es 
inexacto. El señor Cayo carece de formación intelectual. Sus visitantes desconocen 
su habilidad manual. Indirectamente yo proclamo la necesidad de una educación 
total, que permita al hombre (al campesino y al urbano) utilizar simultáneamente las 
manos y la cabeza (Apud Vilanova 1993: 37-38). 
En este sentido, el autor vallisoletano, artífice del lenguaje y amante de la Naturaleza, 
conjuga los dos patrones del saber aunque, con toda la humildad que le caracteriza y 
haciendo gala de su cualidad de hombre campestre, se haya autodefinido en múltiples 
ocasiones como «un cazador que escribe». 
 
787 
Bibliografía 
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