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La_selva_por_carcel

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La selva por cárcel 
 
Margarita Serje1 
mserje@uniandes.edu.co 
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia 
 
 Dios sabe que al componer mi libro no obedecía a otro móvil 
que el de buscar la redención de esos infelices que tienen a la selva por cárcel. 
Sin embargo, lejos de conseguirlo, les agravé la situación, 
pues solo he logrado hacer mitológicos sus padecimientos 
y novelescas las torturas que los aniquilan. 
José Eustasio Rivera2 
 
Cuando Roger Casement llega el 24 de septiembre de 1910 a La Chorrera, donde se 
ubicaban los barracones caucheros de una de las sedes de la Casa Arana en el Putumayo, 
cuenta en su diario que allí se respira “una atmósfera de crimen, sospecha, mentira y 
desconfianza abiertos, en cuya trasescena se mueven, ruines y repugnantes, los asesinos de 
los indios indefensos” (AJ: 125)3. La situación que denuncia Casement en su reporte sobre 
la explotación cauchera, conocido como “el libro azul del Putumayo”, reitera una serie de 
imágenes y narrativas que han sustentado la noción del “paraíso del diablo”: un paraíso en el 
que reina el terror y que se sitúa en la selva, el paisaje arquetípico del trópico. Se confunden 
allí, volviéndolos inseparables, el terror que la selva misma inspira en las conciencias 
occidentales y el terror inherente a la producción extractiva del caucho basado en un 
 
1 Doctora en Antropología Social y Etnología de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París, Francia. 
Profesora Asociada del Departamento de Antropologia de la Universidad de los Andes, Bogotá. 
2 Carta a Ricardo Sánchez, citada por Neale-Silva (1960: 306). 
3 Las iniciales AJ con un número de página hacen referencia al diario de viaje por el Putumayo de Roger 
Casement (1997 [1910]). La traducción de los apartes citados de este trabajo es mía. 
Para citar este artículo: 
Serje, Margarita 2014 La selva por cárcel en El paraíso del Diablo: Roger Casement y el informe del 
Putumayo, Steiner, C.; Páramo, C. y Rineda Camacho, R. (comp), Bogotá Ediciones Uniandes - Ediciones 
Universidad Nacional de Colombia, pp151-171 
“sistema” —como lo caracteriza Casement— que reproduce las relaciones carcelarias del 
trabajo esclavo. El manto de la selva que recubre estos hechos logra aquí, parafraseando a 
José Eustasio Rivera, “hacer mitológicos sus padecimientos y novelescas las torturas que los 
aniquilan”. Este trabajo busca explorar la genealogía de las ideas del “paraíso del diablo” que 
proyectan en la selva la experiencia carcelaria, convirtiéndola en espacio de encierro y 
tortura. Se propone aquí que la visión moderna de los bosques, mediante un proceso de 
imputación siniestra, posibilita que la selva se transforme en un espacio de excepción: en un 
“paraíso del diablo”. 
Driver y Martins (2005:6-7) proponen una distinción entre las “dos modalidades 
contrastantes a través de las cuales se ha retratado el trópico”: la vista “que surge en el 
contexto de la estética topográfica, en la que los paisajes se pintan a distancia” y la visión 
“que implica la imaginación y convierte al espectador en un participante activo de la escena”. 
La visión de la selva que se explora en este trabajo moviliza un conjunto de imágenes 
conspicuas —en las que la selva aparece como un paisaje de miedo— que nacen en el 
contexto de la Conquista y resuenan hasta hoy. Tras esa visión se oculta, sin embargo, más 
que el horror de la selva misma, la herencia del terror colonial. 
Esta visión se hizo evidente para mí cuando hace ya varios años llegué por primera 
vez a trabajar en un sitio arqueológico situado en plena selva. Sólo se llegaba por helicóptero, 
pues los extensos bosques tropicales de montaña que lo rodeaban hacían que la llegada por 
tierra, necesariamente a pie, fuera considerada, además de lenta y engorrosa, demasiado 
peligrosa. La impresión que tuve el primer año que viví allí fue la estar rodeada de una 
inmensidad verde, por la que yo me movía torpemente, dando, a duras penas, palos de ciego. 
No distinguía nada en la maraña de vegetación y me intimidaban los peligros que acechaban 
entre los árboles y la penumbra del bosque. De la fauna que habitaba esta maraña, sólo 
percibía sorprendentes y confusos sonidos que los vecinos locales interpretaban para mí: el 
rugido enorme de los monos aulladores, el silbido musical de los leones de montaña, la 
percusión constante de insectos y pájaros carpinteros que contribuían a encerrarme en un 
cerco de temor y extrañeza. 
Estaba entonces interesada en aprender las técnicas de construcción de nuestros 
vecinos indígenas. Uno de ellos se ofreció a enseñarme, pero me puso una condición. Tenía 
que aprender a identificar y reconocer, con sus nombres en lengua indígena (no en latín), 
cada una de las especies de las que se obtienen los materiales que se usan para construcción: 
los árboles y los distintos tipos de maderas finas que se pueden obtener de ellos, las palmas 
que son también fuente de maderas muy duras y apreciadas, así como hojas de distintos tipos 
para tejer cubiertas y cerramientos, los bejucos y lianas que según la especie tienen distintos 
diámetros y usos, desde los más finos, maleables y resistentes, con los que se anuda y se 
amarra, hasta los gruesos y pesados que se usan para moldear vigas redondas que amarran 
las casas, pues cuando se secan se convierten en enormes troncos de gran resistencia. Debía 
además aprender cómo se saca, se corta y se trata cada especie y, sobre todo, cómo se “paga” 
por cada árbol, palma o bejuco que se use. Estos “pagamentos” incluían siempre —además 
de una ceremonia— la recolección de semillas y de plántulas de cada especie para ser 
resembradas en ciertas huertas y claros del bosque. 
Para lograr este aprendizaje me dediqué a hacer largos recorridos con los vecinos 
indígenas, quienes pacientemente me enseñaron a ver en la selva: al cabo de un año tenía la 
impresión de que me habían, literalmente, quitado una venda de los ojos. Aprendí que la 
selva —contrariamente a mi primera impresión— no es una extensión homogénea y 
abigarrada de asociaciones de las mismas especies de flora y fauna. Está compuesta, por el 
contrario, por un mosaico de espacios diversos —claramente visibles para el ojo avezado— 
donde se encuentra una enorme multiplicidad de asociaciones de especies. Quizás lo que más 
me sorprendió fue darme cuenta de que mis anfitriones indígenas no sólo eran grandes 
conocedores de cada uno de estos espacios en el bosque sino que tenían además un papel 
creador en los mismos. A medida que íbamos caminando y recorriendo estos lugares, me los 
iban narrando e iban, al mismo tiempo, recogiendo y resembrando, trasplantando, limpiando, 
dando espacio a ciertas plántulas, reconociendo las manadas de monos, de gurres, de saínos... 
En estos recorridos me quedó claro que esta enorme extensión de bosques estaba lejos de ser 
un espacio salvaje: estábamos recorriendo un jardín descomunal donde no era fácil establecer 
un límite entre lo doméstico y lo salvaje. Es más, me quedó claro que estos bosques, sólo 
eran “selva” salvaje para mí y que lo eran en virtud de las ideas preconcebidas con las que 
había llegado. 
Esta experiencia me recordó la anécdota que cuenta la sorpresa de Magallanes y su 
gente, cuando después de estar varios días en la Tierra del Fuego se dieron cuenta que los 
aborígenes no habían visto los barcos, fondeados frente a sus ojos, en los que ellos habían 
llegado (Blair 1976 30). A mí me había pasado lo mismo con la selva: la imagen preconcebida 
que yo tenía, no sólo me impedía verla, sino que había puesto frente a mis ojos una cortina 
de humo —y de miedo— que nublaba mis sentidos. 
Esa visón borrosa de la selva es la que veo reaparecer constantemente, entrelazada 
con una multiplicidad de eventos disímiles y relatos infernales, en los que aparece convertida 
en una aterradora prisión. Algunos son pasados—como los que hace un siglo documentaba 
Casement—, otros son actuales —como las miradas de los secuestrados por las FARC, que 
durante casi dos décadas se asoman encadenados tras las rejas alambradas de la selva—. En 
ellos, la selva aparece invariablemente como elemento central de la economía del encierro: 
como parte de la tortura y de las cadenas que dejan impotentes a sus víctimas. 
La selva tiene una larga tradición como espacio carcelario. No sólo fue durante mucho 
tiempo considerada como una localidad idónea para construir prisiones y colonias penales: 
como la de Papillon en la Guayana, la de la Gorgona, o la de Araracuara. Ha sido también 
espacio de terror, abusos y torturas, haciendo eco a lo que fue denominado como 
“macabrismo” por el periódico El Caquetá, en 1916: “sin Dios ni ley, ni menos freno alguno 
que contuviera los instintos feroces que aún en el hombre civilizado suelen desarrollarse 
cuando habita las tierras salvajes, el macabrismo apenas era un detalle de poca significación 
en la vida de estas selvas” (cit. por Tovar 1995: 79). 
Mi interés aquí es poner la selva, no como el trasfondo o la trasescena de estos eventos 
atroces, sino como un dispositivo simbólico que moviliza explícitamente un conjunto de 
significados y sentidos que tienen una fuerza ilocutoria o performativa4 e inciden en la 
manera como la concebimos, en la forma en que leemos y situamos los hechos de la selva 
(tanto los históricos como los literarios) y, por lo tanto, en la manera como intervenimos los 
espacios y grupos que consideramos selváticos. Me interesa, pues, destacar que este 
dispositivo —que hace posible situar a Lope de Aguirre, a Arturo Cova y a Ingrid Betancourt; 
 
4 Es decir, se trata de enunciados en los que la acción que se profiere tiene lugar. 
a Casement, a Fitzcarraldo y al general Rafael Reyes en un mismo registro— se estructura a 
partir de la visión de la selva cultivada por Occidente, que al hacerla objeto de una imputación 
siniestra, la transforma un espacio de excepción donde “se despiertan los más bajos instintos 
de abuso y dominación” (Betancourt 2010: 34). 
Antes de discutir la idea de la “imputación siniestra” quisiera desglosar rápidamente 
los elementos que constituyen los hitos de esta visión, que como esquemas de mediación 
preparan y enfocan nuestra mirada y definen las formas que asume nuestra experiencia de la 
selva. Me interesa poner en evidencia los elementos centrales que constituyen la visión 
moderna de la selva: es decir, la que se forja en el contexto del desarrollo y la expansión del 
sistema mundial capitalista-moderno. Es a partir de esta visión moderna que surgen los tropos 
por medio de los cuales la selva ha sido descrita, narrada y pintada como lugar, como paisaje, 
e incluso como ecosistema. 
 
Selva y magia 
 
Para mí selva y magia se confunden. 
Es el ambiente de lo inesperado, de la traición, de lo inextricable, y sombrío. 
Bajo el techo vegetal sin fin se avanza en la penumbra de un mundo cuasi cavernario, 
sin frente ni espalda, sin derecha ni izquierda: 
inagotable sucesión de troncos, de bejucos, de intrincada maleza, de arroyos y pantanos, 
igual acá, igual allá, igual en todas las direcciones, 
hasta producir el vértigo de la indeterminación espacial y de la indefinición de los seres [...] 
la naturaleza es [en la selva] un conjunto de fuerzas enemigas, circundantes e invisibles, diabólicas: 
un mundo mágico al que es necesario contrarrestar o hacer propicio por medio de entes ocultos, 
el fetiche, el talismán, el rito misterioso o el rezo de la virtud arcana. 
Luis López de Mesa (1970 [1934]: 37-38) 
 
La visión moderna de la selva que se forja en la experiencia colonial americana surge 
de la conciencia de un grupo en particular. Nace con la que Ángel Rama (1984) ha llamado 
“ciudad letrada”. Los criollos, artífices del proyecto urbano-católico mediante el cual la 
América hispánica se articula con el sistema mundial moderno, fundan su poder en la palabra 
escrita y en la ley como principio institucional y teológico de la civilización (Subirats 2005), 
consolidando así su rol histórico como intermediarios en las relaciones comerciales y, sobre 
todo, como mediadores e intérpretes de la realidad americana (Von der Walde 2007). Este 
grupo, que ha tenido siempre un affaire complicado con la selva, recibe y recrea la visión 
que fue forjada por los conquistadores y colonizadores europeos, quienes proyectan en su 
descubrimiento del Nuevo Mundo las imágenes antiguas que tienen los bosques en la 
tradición europea. De esta forma, los criollos heredan una tradición particular —jurídica y 
literaria— que define su relación con las regiones salvajes. Las selvas tropicales de América 
recogen así, como referente, todo un universo simbólico que las llena de amazonas, 
cinocéfalos y caníbales, y, sobre todo, que les atribuye el carácter liminar que define la idea 
de misteriosa del bosque. 
Una característica central de esta idea, es que el bosque representa una inversión del 
orden social. En el mundo carnavalesco de los bosques —como en el País del Espejo que 
describe Lewis Carroll en la segunda parte de Alicia— se revierten los códigos y se hace 
posible y tolerable aquello que en el orden de lo “normal” resulta impensable: 
 
[…] en las religiones, mitologías y literaturas occidentales, el bosque se presenta como un lugar en 
el que las oposiciones lógicas se confunden con las categorías subjetivas, un lugar donde las 
percepciones se trastornan, revelando dimensiones encubiertas por el tiempo y la conciencia. En 
el bosque, súbitamente, lo inanimado se transforma en animado, los seres divinos se convierten en 
bestias, los que están por fuera de la ley defienden la justicia, Rosalinda aparece como un 
muchacho, el caballero virtuoso se ve rebajado al estado de hombre salvaje, la línea recta forma 
un círculo, lo familiar da lugar a lo fabuloso. (Harrison-Pogue 1992: 10) 
 
Este proceso de inversión se debe quizás a que el bosque se entiende, ante todo, como 
el paisaje originario y primordial: imaginamos las selvas como remanentes de otras eras, 
como retazos de la superficie terrestre que han seguido su propia evolución y se han 
mantenido al margen de lo humano desde eras prehistóricas: los bosques son por ello 
arquetipo de la naturaleza prístina, “desierta”, en el sentido de no humana. Así, en las culturas 
de la Antigüedad clásica, los bosques se oponen a la ciudad, el espacio humano por 
excelencia de acuerdo con esta tradición histórica. De hecho, los bosques se consideran desde 
entonces como lugares que no pertenecen a nadie (res nullius, locus neminis). En adelante, 
la oposición entre ciudad (civitas) y selva (silva) representa a la vez la oposición entre 
naturaleza y civilización, y más tarde, entre naturaleza y razón: la penumbra de la selva 
encarna la oscuridad de lo ininteligible frente a la claridad de la ciencia, la técnica y la 
agricultura; la anarquía y el caos frente al orden de la racionalidad (Harrison-Pogue 1992). 
Puesto que la selva se lee como el estado de naturaleza por excelencia, sus pobladores 
representan la situación primitiva de la infancia de la humanidad. Casement describe por 
medio de esta imagen a los indios del Putumayo, cuando señala que “si alguna vez hubo un 
pueblo indefenso en la faz de la tierra, son estos salvajes desnudos de la jungla, que son 
apenas como niños grandes” (AJ: 125). Los salvajes, que viven en un estado anterior a todo 
contrato social, encarnan a su vez la dualidad misma de la selva. Desde cierto ángulo, el buen 
salvaje puede aparecer como un caníbal sanguinario. Desde otro, su inocencia y su nobleza 
parecen reflejarse como bestialidad y lujuria. Si los grupos de salvajes representan a veces la 
posibilidad de una vida armoniosa en comunidad con la naturaleza, no contaminada por el 
artificio de la civilización y de suscortes, la “ley de la selva” representa la violencia inherente 
al estado primigenio de guerra de las hordas que anteceden la sociedad: la guerra entre todos, 
donde se impone la voluntad del más fuerte. 
Por lo demás, el bosque, como lugar de origen, es concebido también como lugar de 
encuentro con lo sobrenatural: con faunos y hadas, con dioses y demonios, y también en este 
sentido se oponen a la razón. Es allí donde moran los espíritus de la naturaleza, allí se 
esconden las fuerzas de los cultos y los espíritus de las antiguas tradiciones religiosas 
europeas: las de los celtas, los íberos, los galos, los germanos. Fueron lugar de recogimiento 
para ascetas y de aquelarre para brujas. Los bosques son, así, al mismo tiempo, lugares 
sagrados y profanos, sueño y pesadilla: son al mismo tiempo infierno y paraíso. 
La idea de la selva como lugar del paraíso tiene una larga continuidad en la América 
tropical. De hecho, Antonio de León Pinelo situó, ya desde el siglo XVI, el Paraíso bíblico 
en las selvas del alto Amazonas, cerca de Iquitos (Buarque de Holanda 1987). Pero la 
asociación de la selva con el paraíso se aclara en el viaje de Dante en la Divina Comedia. 
Cuando Dante inicia su descenso por los círculos infernales, se encuentra en una selva oscura. 
Harrison-Pogue señala que este bosque de la escena del prólogo de Dante representa el 
salvajismo del pecado y la bestialidad —el mundo material con todas sus falencias— al que 
opone la selva antica del paraíso terrenal, una selva redimida que ya no inspira miedo, sino 
encantamento. Para el momento en que alcanza el paraíso, una vez asciende de los círculos 
infernales, Dante ya domina las leyes de la selva (Harrison-Pogue 1992: 84 y ss). Y ésta es 
quizá una de las condiciones para poder alcanzarlo. En el viaje de Dante por los infiernos —
que es al mismo tiempo una travesía intelectual— se reproduce, tras la dualidad selva oscura-
infierno y selva antica-paraíso, la vieja oposición occidental entre lo domesticado y lo 
salvaje. 
La selva/salvaje se asocia pues al infierno. Allí, los desafortunados que descienden a 
sus profundidades tienen la impresión de internarse en un inframundo siniestro, en el 
“corazón de las tinieblas”, donde la gente queda “enterrada en vida”. Y el infierno, un espacio 
sin tiempo, de encierro y de tortura, es el arquetipo de la prisión. Allí caemos impotentes en 
las garras de un poder totalizante, compulsivo e irracional que transforma tanto a verdugos 
como a prisioneros. En aquel lugar, todo vale: la prisión es un ámbito que deshumaniza, 
imponiendo el terror y la mezquindad. De esta manera, “la ley de la selva se los traga a 
todos”: incluso al blanco civilizado, al “caballero virtuoso”, al visionario que al entrar en la 
selva cae preso de su irracionalidad y de las pesadilla febriles que la jungla misma suscita. 
El visitante se arriesga a perder la cabeza, pues se transforma también en salvaje. Así lo 
describe José Eustasio Rivera, en palabras de su personaje Clemente Silva en La vorágine, 
recordando el papel que tienen en ello las legendarias riquezas que allí se encierran: 
 
La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las 
almas como intrincado espino y la codicia quema como fiebre. El ansia de riquezas convalece al 
cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones. (Rivera, 1997 [1924]: 
141) 
 
Pues la promesa de los bosques está en los “aromas, bálsamos, maderas preciosas, 
palmeras diferentes, yerbas medicinales, flores desconocidas, aves vistosas, bandadas de 
saínos, familias numerosas de monos, anfibios diferentes, insectos útiles, reptiles venenosos” 
(Caldas, 1849: 10). Las riquezas que encierra la selva son el paraíso prometido: son la razón 
por la cual debe ser penetrada y abatida. 
La dualidad de la idea de la selva, que se evoca en este complejo juego de oposiciones, 
es apenas aparente, como ha sido señalado de manera reiterada (Todorov 1984, Bartra 1992, 
Bolaños 1994, Jahoda 1998, Ellingson 2001). Constituye una oposición ficticia, por cuanto 
cada una de las partes no sólo es complemento, sino condición de posibilidad de la otra. La 
imaginación colonial-moderna —y las intervenciones que ésta hace posibles y tolerables e 
incluso deseables— se estructura a partir de los efectos fetichizantes de este prisma, que 
proyecta las selvas y lo salvaje en un laberinto permanente de promesas y peligros, de 
infiernos y paraísos. Uno de estos efectos es el de la “imputación siniestra”. 
 
La “imputacion siniestra” 
 
La “imputación siniestra” es un fenómeno considerado en psicología como un delirio 
paranoico que atribuye a otro, aun en la ausencia de experiencias concretas que lo justifiquen, 
características e intenciones amenazantes, maléficas y malsanas (Kramer 1994). Este 
concepto se puede aplicar para el caso de las geografías imaginarias que constituyen los 
territorios salvajes. En el saber cotidiano, las selvas y los bosques tropicales son lugares 
peligrosos, llenos de amenazas que se ven reiteradas de manera permanente en los medios, 
el cine y la literatura, en los juegos de video: abundan allí las fieras y las plagas, el clima 
malsano consume la gente, sumiéndola en delirios febriles. Así lo narra Ingrid Betancourt, 
quien escribe en la crónica de su secuestro en la selva que cuando planeaba posibilidades de 
fuga, 
Imaginaba horrorizada el ataque de una anaconda en el agua, o el de un caimán gigante, como ese 
que había visto: los ojos rojos y brillantes, bajo el foco de la linterna de un guardia cuando 
bajábamos por el río. Me veía frenteando un tigre, pues los guardias me habían hecho de ellos una 
descripción feroz. Trataba de pensar en todo lo que podría producirme miedo, con el fin de 
prepararme psicológicamente (Betancourt 2010: 17). 
 
De manera semejante, cuando Arturo Cova llega a Yaguanarí, exclama: “¡Por primera 
vez, en todo su horror, se ensanchó ante mí la selva inhumana!” (Rivera 1997: 186). Ambos 
expresan cómo, mucho antes de llegar a ella —antes de conocerla y vivirla, antes de cualquier 
experiencia— ya saben lo que se van a encontrar en la selva, ya sienten su terror. Llegar a la 
selva es sumergirse en un entorno paranoico en el que se vive bajo el azote amenazante de 
plantas carnívoras y espinosas, insectos devoradores, fieras, microbios. Así lo expresa Arturo 
Cova, el narrador de La vorágine: 
 
Esa selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo […] bajo su poder, 
los nervios del hombre se convierten en haz de cuerdas, distendidas hacia el asalto, hacia la traición, 
hacia la acechanza. Los sentidos humanos equivocan sus facultades: el ojo siente, la espalda ve, la 
nariz explora, las piernas calculan y la sangre clama: ¡Huyamos! ¡Huyamos! (Rivera, 1997: 187) 
 
Así lo temían los caucheros del Putumayo, quienes por estar “enfermos de la 
imaginación veían por todas partes ataques de los indios, conjuraciones, traiciones, 
sublevaciones [y] para salvar estos cataclismos fantásticos, para defenderse y no sucumbir, 
mataban y mataban sin compasión”5. Reiterando y realizando de esta forma sus temibles 
pesadillas, pues irónicamente, las relaciones basadas en el “error de la imputación siniestra” 
terminan por realizar sus creencias y expectativas, volviendo realidad los falsos temores que 
se albergan. Lo que propongo aquí, es que este laberinto de imágenes que atribuimos a las 
selvas cumple una función semejante al ser factor de la realización de las varias formas de 
distopía que habitan las selvas modernas. Esto se debe a que el proceso de imputación 
siniestra —como cualquier proceso de fetichización— por un lado, encubre y oculta, y, por 
otro, produce y posibilita. 
 
La selva como prisión 
 
La permanente reiteración de las imágenes que constituyen la visión moderna de la 
selva (como paisaje primordial, prístino e infernal) produce unefecto de imputación siniestra, 
que es condición de posibilidad de una multiplicidad de prácticas de abuso y terror que la 
convierten, de hecho, en un espacio carcelario. En su Historia de la locura (1967) Foucault 
explora el afán en la sociedad moderna por segregar socioespacialmente la desviación, 
confinando y recluyendo los “anormales” en localidades aisladas de los centros urbanos. Esta 
tradición se materializa más tarde en el establecimiento de colonias penales —o bagnes, 
como se conocieron en Francia— como uno de los dispositivos para el proceso de expansión 
colonial. Las colonias penales son pues herederas de estos espacios de reclusión como los 
leprocomios y los pueblos confinados por la plaga, más que de la segmentación disciplinaria 
del panóptico. 
El uso de regiones remotas como lugares de aprisonamiento y de exilio constituyó la 
base de un sistema conocido entonces eufemísticamente como “el transporte”, que implicaba 
el desplazamiento físico de prisioneros lejos de los centros de una sociedad. Esta era una 
 
5 Citado por R. Pineda Camacho (2000: 114). 
forma de “regulación por exclusión” que fue usada en algún momento por todas las potencias 
europeas como alternativa a la pena de muerte (Gatrell 1994: 201). Mediante esta práctica se 
constituyeron verdaderos “márgenes penales”. Su aislamiento, la distancia física y simbólica 
que los separa de los espacios “centrales”, consolidaron barreras tan efectivas como los 
muros y las rejas de los asilos y de las penitenciarías para aislar y separar los anormales y los 
excluidos (Pallot 2005). Allí, la marginalidad social y la geográfica se refuerzan mutuamente, 
produciendo estos lugares no sólo como espacios de otredad, sino como espacios de exilio y 
punición que se reflejan de manera particular en las selvas. 
Es fundamental señalar que el sistema de “transporte” iba mucho más allá de la 
segregación y el castigo. Fue también instrumento de la apropiación colonial de nuevos 
territorios y del establecimiento de la geografía del capitalismo. Hizo parte de las vastas 
movilizaciones de población que se hicieron necesarias para poner en marcha los imperios 
coloniales sobre los que se fundó el sistema mundial moderno. En este proceso se trasladaron 
ejércitos completos a distintos lugares del globo, se movieron colonos de un continente a 
otro, millones de esclavos cruzaron los océanos, las poblaciones nativas fueron reasentadas 
en localidades definidas por las administraciones coloniales, y de estas movilizaciones 
hicieron parte, sin duda, las hordas de convictos que se “transportaron”, como mano de obra 
cautiva a las colonias. Rusche y Kircheimer (2003 [1968]), autores de un trabajo 
paradigmático sobre la economía política del sistema penal moderno, subrayaron el hecho de 
que los convictos constituyeron una fuente de trabajo sumiso y barato, del que se lucraron 
tanto los Estados imperiales como las empresas privadas. Así, para explorar a fondo el 
concepto de la selva como prisión resulta crucial poner en evidencia la conexión de estos 
lugares de exilio y detención con los objetivos de Estado relacionados con el desarrollo de la 
economía moderna y su necesidad de expansión y apropiación de nuevas “fronteras” de 
recursos. 
El montaje de la infraestructura necesaria para la apropiación colonial de nuevos 
territorios para el desarrollo de la economía capitalista (puertos, astilleros, carreteras y 
caminos, bodegas, plantaciones, trenes, carrileras, represas, etc., y la transformación de 
paisajes que conlleva) requirió cantidades inéditas de mano de obra disciplinada y, sobre 
todo, barata. Las diferentes formas de esclavitud fueron la solución. Las potencias 
metropolitanas utilizaron trabajo forzado en una escala gigantesca para apropiar y adecuar 
sus territorios imperiales, sus sistemas de comunicación y de transporte, para explotar 
recursos y poner a producir las plantaciones. El proceso de esclavización se dio en todas las 
esferas del mundo colonial: en Europa, a través de la condena a las galeras y mediante el 
sistema de “contratos de servidumbre” (indentured servitude); en América, mediante el 
sistema de la mita y la encomienda, y en el África, mediante la transformación directa de 
buena parte de su población en mercancía. Estas formas de trabajo fueron, no hay que 
olvidarlo, el motor de la economía colonial moderna (Drayton 2002). 
El sistema de colonias penales hizo parte de este conjunto de formas de esclavitud 
con las cuales se trataba de dar solución a dos problemas cruciales que enfrentaban los centros 
metropolitanos: el de la escasez de mano de obra en las nuevas tierras que se estaban 
anexando a la economía europea y el de qué hacer con los ejércitos de despojados y 
desplazados que inundaron las ciudades europeas como resultado de la expropiación, el 
cerramiento y desalojo de los comunes, y de los procesos de industrialización en Europa 
misma. Es decir, los grupos que Hannah Arendt (1962) ha caracterizado como “poblaciones 
superfluas”. Se decretó pues una serie de leyes destinadas a castigar la vagancia y el 
vagabundeo, la mendicidad y los delitos asociados al “rebusque” que estos grupos se vieron 
obligados a ejercer al verse privados de sus tierras y en general de todos sus recursos de 
subsistencia. Las casas correccionales y las colonias penales fueron dos de las fórmulas que 
se crearon para garantizar el trabajo forzado de estos ejércitos andrajosos (de “lumpen”, 
termino que viene de la palabra alemana para designar harapos). 
Mientras que en las casas correccionales situadas en las ciudades —como la Rasphuis 
en Ámsterdam o Bridewell en Londres, instituciones que se convirtieron en verdaderos 
prototipos (Beaudoin 2007: 53)— se internaba a los individuos que se consideraban más 
fácilmente disciplinables, los prisioneros más peligrosos se enviaban a las colonias. El 
Imperio británico estableció en Norteamérica diversos asentamientos desde donde se 
realizaban las intervenciones necesarias para la colonización, con base en el trabajo de los 
convictos (Linebaugh y Rediker, 2005). A finales del siglo XVIII, este sistema se exportó a 
Australia, donde se constituyeron “asentamientos penales” como los de la isla de Norfolk y 
el de Tasmania. 
Estos asentamientos penales evolucionan, y ya para el siglo XIX se generaliza la 
figura de las “colonias penales”, en particular después de la abolición de la esclavitud, a 
mediados del siglo, cuando la avidez por mano de obra abundante y barata consolidó este 
sistema como parte de nuevas formas de esclavitud, entre las que también se incluyó la 
importación masiva de trabajadores de Asia, especialmente de India y de China, mediante 
contratos de servidumbre. Se considera que el trabajo de los convictos fue crucial para la 
realización tanto de los proyectos de apropiación colonial como para el desarrollo de la 
Revolución Industrial y su infraestructura. El ferrocarril transiberiano, el canal de Suez y el 
de Panamá fueron construidos, en buena parte, con mano de obra de reclusos y trabajadores 
migrantes. 
Las colonias penales se situaron en lugares agrestes e inhóspitos y, sobre todo, de 
difícil acceso, de manera que no sólo se hiciera difícil el escape, sino que disuadiera los 
convictos de su regreso al mundo después de cumplida la sentencia. En estas colonias se 
forzaba el trabajo de los reos, que en muchos casos fue punta de lanza de la colonización de 
lugares selváticos donde era necesario doblegar también la exuberante naturaleza del trópico 
para hacer posible el orden colonial. El Imperio francés tuvo colonias penales en Luisiana 
(siglo XVIII) y en la famosa “Isla del Diablo”, en la Guayana Francesa (1852-1951). En 
América hispánica, las nuevas naciones replicaron y/o mantuvieron este esquema es sus 
territorios desde el siglo XIX. Entre muchos casos, se pueden destacar variascolonias penales 
que existieron hasta bien entrado el siglo XX, como la Isla de San Cristóbal, en el 
archipiélago de Galápagos (entre 1869 y 1904); la cárcel chilena en la isla Santa María (1944-
1980); la isla San Lucas, en Costa Rica (1873-1991); así como la colonia penal de Coiba, en 
Panamá (1919-2004). En Colombia cabe mencionar las de la isla de la Gorgona (1959-1984) 
y la de Araracuara (1938-1971), en la Amazonia, sobre el alto Caquetá. No sobra recordar 
que este tipo de establecimientos penales sigue vigente, como se evidencia en el caso de la 
colonia penal de Islas Marías, en México, y de cierta forma en el del campo de detención de 
la bahía de Guantánamo, que el Gobierno de Estados Unidos mantiene en la isla de Cuba. 
Si la eficacia de la penitenciaría se basa en el principio de la vigilancia continua que 
surge del modelo del panóptico, la de las colonias penales se fundamenta en la opacidad del 
asilamiento: en la cortina de humo (la alucinación de la selva) que recubre sus prácticas. Allí, 
como lo señala Toth, 
 
A diferencia del panóptico de Bentham, en donde la adopción de la vida monástica de la celda 
supuestamente lleva a la reflexión, el remordimiento y el arrepentimiento, los prisioneros en las 
colonias penales viven encadenados en barracones. Aunque el castigo físico no se consideraba 
parte [formalmente] del régimen penitenciario, los guardias recurrían frecuentemente a los golpes 
y la tortura para manejar los prisioneros, llegando incluso a implementar ejecuciones públicas de 
aquellos que se consideraban culpables de infracciones legales y disciplinarias mientras se 
encontraban a su cargo. Eran entonces los guardias y los administradores, y no la arquitectura, los 
agentes de la moralización. (Toth 2006: XV) 
 
Las colonias penales tienen en común varias características: aquí las selvas tropicales, 
los mosquitos y las fieras, así como las enfermedades tropicales, hacen parte del castigo. 
Todas son islas, pues aunque no estén necesariamente localizadas en terrenos insulares, están 
rodeadas por océanos de selva infestados de fiebres, plagas y fieras. Así lo advierte Rivera 
en La vorágine: 
 
Esclavo no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión: ignoráis la tortura da vagar 
sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por fosos ríos inmensos. ¡No 
sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol que ilumina la playa opuesta, a donde nunca 
logaremos ir! ¡La cadena que muerde vuestros tobillos es más piadosa que las sanguijuelas de estos 
pantanos; el carcelero que os atormenta no es tan adusto como estos árboles que nos vigilan sin 
hablar! (Rivera 1997: 180). 
 
Es interesante anotar que, no gratuitamente, a partir de las últimas décadas del siglo XX, la 
mayoría de los lugares donde se situaron estas colonias penales se han convertido en parques 
y reservas naturales. Esta transformación nos remite nuevamente al prisma de la noción 
moderna de la selva y lo selvático, en el que a veces se nos aparece como infierno y a veces 
como un verdadero jardín del edén. 
Sin embargo, la imputación siniestra oculta tras el fascinante horror de sus imágenes, 
que no es el carácter irracional y amenazante de la naturaleza salvaje el que da origen al poder 
carcelario de la jungla. Éste apenas lo naturaliza. Es el poder incuestionado del comercio y 
de la civilización el que se convierte en poder de coerción, de abuso y de humillación. Son 
las formas más caníbales del capitalismo las que convierten las selvas —y por lo demás, 
cualquier territorio salvaje— en espacios infernales. 
 
 
El barracón como sistema 
 
Es en el proceso de anexión al capitalismo y a los circuitos de la economía moderna 
cuando la selva se ve transformada en un “Infierno verde”, que es como Alberto Rangel, en 
su famosa novela de 1932, caracteriza la lucha de los caboclos contra la selva en la Amazonia. 
Es también así que Conrad, en su Corazón de la las tinieblas (1971 [1899]), nos muestra el 
infierno del terror colonial. Y las condiciones de los barracones del infierno colonial —que 
Casement describe brutalmente tanto en su informe sobre el Putumayo como en su diario del 
Congo— son herederas de los barcos y barracones de esclavos. 
Rediker (2007) señala que el barco negrero no fue únicamente el vehículo para “el 
transporte de diez millones de personas que dejaron atrás la belleza oscura de su continente 
materno para, en vez de dirigirse hacia El Dorado, recientemente encontrado al occidente, 
descender al infierno”6: El barco negrero funcionó a la vez como sistema de control carcelario 
de prisioneros, como mecanismo de trabajo forzado y como máquina de guerra, al tiempo 
que produjo raza y diferencia racial. El barracón cauchero se constituye en un dispositivo 
semejante de descenso al infierno, donde, al igual que en el trafico esclavista, los caucheros 
del Putumayo pusieron en marcha un sistema de producción de raza (el salvaje) y de riqueza 
(el látex) en el que el desprecio por las vidas indígenas era simplemente parte del negocio. 
El sistema del barracón cauchero anticipa las nuevas formas de trabajo esclavizado 
que van a estar asociadas, después de la abolición, con el desarrollo del capitalismo, y 
prefigura una forma de trabajo forzado que se va a ver generalizada en el mundo 
contemporáneo y que retiene a millones de trabajadores ilegales y de inmigrantes. Así como 
en el barracón cauchero, el nuevo esclavo está sujeto nominalmente por un sistema de 
endeude —donde debe pagar con su trabajo por tener un empleo, por las herramientas e 
incluso por su vida7— que lo convierte en un rehén encadenado con violencia y terror. Al 
 
6 En palabras de W. E. DuBois, en 1935, quien caracterizó el trafico esclavista como “el más magnífico drama 
que haya vivido la humanidad en 10.000 años”. Citado por Rediker (2007: 5). 
7 El sistema de endeude se basa en el trabajo que se realiza como pago de una deuda cuyos términos establece 
el prestamista, que crece indefinidamente, es hereditaria e involucra a toda la familia o grupo social y nunca se 
acaba de pagar. Por lo general este tipo de deudas se adquieren a partir de adelantos en especie de productos 
comerciales que no se consiguen en la región, cuyo precio lo establece de nuevo el prestamista. Estas deudas 
son tratadas como títulos de cambio, que se negocian y transfieren entre diferentes patrones. 
igual que los caucheros, los esclavistas del presente sacan todo lo que pueden del trabajo del 
esclavo y luego lo descartan. El poder desechar al esclavizado es lo que define la nueva 
esclavitud: incrementa la rentabilidad, reduce el tiempo de esclavización y hace irrelevante 
el problema de la propiedad del esclavizado8. 
Es este nuevo arreglo de trabajo el que se perfila en el “sistema” comercial que 
Casement documenta y denuncia. En su diario de viaje por la Amazonia, señala que “no había 
ni trabajadores, ni industria en el Putumayo, lo que había era simplemente un bosque salvaje, 
habitado por indios salvajes, que eran cazados como animales salvajes y obligados a traer 
caucho a las malas (by hook or by crook), y si no lo hacían, los azotaban y los mataban. Ése 
era el sistema” (AJ: 149). Y, precisamente, su descripción de este sistema que encarna la 
Casa Arana permite comprender el sentido de esta empresa: 
 
Las tribus en estado in-conquistado no le servían a nadie —no le servían al hombre blanco— por 
lo que antes de poder sacar nada de sus ríos éstos tenían que ser conquistados y puestos a trabajar. 
Para lograr sacar las exportaciones se requería dinero. El Gobierno peruano otorga una concesión 
de la región conquistada y fomenta de esta forma su colonización. Ésta es la única manera de 
someter la Montaña —la enorme zona selvática que, entretejida por numerosos ríos, se extiende 
desde los bosques de los Andes hasta la frontera brasilera—; toda esta regióntiene caucho, pero 
no mano de obra, excepto las tribus indígenas, y la única manera de comenzar labores es 
poniéndolos a trabajar. (AJ: 78) 
 
La lógica que está aquí en juego es la de un sistema que se considera como “la única 
manera de someter la Montaña”9. Los países de la América tropical son países de selvas. Sin 
embargo, desde que fueron anexados a los circuitos del sistema mundial moderno, se ha 
considerado que su modernización —su ascensión por la ruta de la civilización— tiene como 
requisito fundamental el exterminio de la selva, que como una plaga o como una enfermedad 
se entiende como el foco de todos los males, de la degeneración y el atraso. Las selvas, como 
lo imputa el “Sabio Caldas”, son el factor que “enferma la tierra”, pues allí el aire, cargado 
de humedad, “se carga también de las exhalaciones de las plantas vivas y de las que se 
corrompen a sus pies”, produciendo enfermedades e incomodidades a quienes allí viven: 
“fiebres intermitentes, las pútridas y las exaltaciones de la más vergonzosa de las 
 
8 Para un panorama amplio de las nuevas formas de esclavitud y sus mecanismos, ver Bales (2004). 
9 Expresiones como “la montaña”, o “el monte”, en el sentido de lo montuoso, hacen referencia en la América 
tropical a lo que está cubierto por una vegetación espesa (cf. Herrera, 2002: 51), y en general, a espacios salvajes. 
enfermedades. De aquí la prodigiosa propagación de insectos, y de tantos males que afligen 
a los desgraciados que habitan estos países” (1849: 10). 
La selva se enfrenta por ello con hacha y con machete: la lucha en su contra está 
casada. A este imperativo hace eco Rivera cuando clama: 
 
¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de seres que 
agonizaron en el abandono de tu majestad! ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te 
pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es 
imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! 
(Rivera 1997: 98) 
 
Para progresar se hace necesario pues penetrar, abatir y domesticar la selva, y por 
extensión, los paisajes silvestres tropicales: las diversas variedades de bosques tropicales, los 
manglares, las ciénagas, los páramos: todos conceptualizados como “monte” o como 
“montaña”. Ésta es la condición para ir anexando y explotando nuevos territorios para 
“abrirlos al comercio”. Y, puesto que estos territorios nunca han sido realmente ni salvajes, 
ni han estado desiertos, la piedra angular de este proceso ha sido la desposesión. Los autores 
de La hidra de la revolución, nos recuerdan que “dado que los pueblos del mundo se han 
aferrado siempre a la independencia económica implícita en la posesión de los propios 
medios de subsistencia, los capitalistas europeos tuvieron que expropiar por la fuerza sus 
territorios ancestrales, con el fin de que su fuerza laboral pudiera ser destacada en nuevos 
proyectos económicos y en nuevos escenarios geográficos” (Linebaugh y Rediker, 2005: 17). 
Durante su recorrido por el Putumayo, Casement indaga sobre esta cuestión: “Le pedí 
[a un informante] que me diera detalles de cómo se lograba en la práctica esta ‘conquista’. 
Estaba claro que los indios no iban a abandonar la libertad de su selva de manera voluntaria 
para venir alegremente a recoger caucho para estos señores que entraban ahora en su vastas 
selvas prístinas. ¿Cómo se están instaurando entonces los preparativos para organizar el 
trabajo y el comercio?”. Y la respuesta que recibe no es para nada sorprendente: “Esto implica 
una lucha, por supuesto. Ellos se resisten, y a veces se matan y se queman sus casas, pero al 
final son reducidos”. Casement insiste: “¿Y el Gobierno peruano ve esto con buenos ojos?”. 
“Por supuesto, es la única forma en que se puede civilizar esta tribus” (AJ: 79). 
En el afán histórico que han tenido los países de la América equinoccial por extirpar 
las selvas y “montes” y por erradicar las formas de vida de sus habitantes históricos, se ha 
privilegiado un mecanismo en el que se delega, a nombre de un gobierno, de un Estado, de 
una Corona, esta labor de conquista y civilización en corporaciones privadas, mediante 
concesiones. Si bien tuvo un antecedente hispánico —tal vez un poco burdo— en las 
instituciones de la encomienda y la hacienda, este “sistema” fue consolidado en Inglaterra en 
1600, con la constitución de la “Honorable Compañía de las Indias Orientales”, la East India 
Co. Y en la llamada era Imperial, se materializa en la figura de concesiones. 
El modelo de las concesiones inspirado en la Compañía de las Indias, no es del todo 
ajeno a la América Hispánica colonial. Llega aquí con las reformas borbónicas, cuando se 
dan numerosas concesiones privadas para “abrir y pacificar” territorios agrestes poblados de 
indios bravos, a cambio de rentables beneficios comerciales y de explotación de recursos. El 
área concedida a la Compañía Guipuzcoana de Caracas, cuyo territorio en buena parte 
prefigura el que abarca hoy la República de Venezuela, es un buen ejemplo de ello (Gárate-
Ojanguren 1990). Desde el primer siglo de vida republicana, las élites neogranadinas han 
buscado implementar este modelo de compañías comerciales, para abrir “las tierras salvajes 
al comercio”, como lo atestigua la historia épica de los “trabajadores de tierra caliente” que 
narra, en 1899, Medardo Rivas (1983 [1899]). 
La tristemente célebre Casa Arana, no casualmente, es heredera de este modelo en el 
que la empresa es el Estado, y en el que el Estado está al servicio de la empresa (y no de los 
ciudadanos; en este caso, los indígenas) para “mantener el orden”, amparada por un estado 
de sitio, “necesario para abrir estas tierras a la civilización”. De nuevo, las observaciones de 
Casement dan en el clavo: “El Putumayo es un ‘libro sellado’ hasta en Iquitos. Es 
sorprendente cómo todo el mundo o está asustado o está ‘en la movida’. Por ese río no 
transitan embarcaciones de ninguna clase, excepto las de la compañía o las del Gobierno, que 
son prácticamente la misma cosa” (AJ: 106). 
 
La selva como espacio de excepción 
 
La experiencia del Putumayo pone en evidencia que este “sistema” de apropiación y 
de administración sintetiza las políticas que han caracterizado históricamente la intervención 
metropolitana en las regiones selváticas (Serje 2005), para las que se moviliza la visión de la 
selva como un infierno, que de manera natural, legítima y tolerable, se transforma —en virtud 
de la imputación siniestra— en un espacio de excepción. Allí, como en las colonias penales, 
las autoridades y sus agentes, al amparo de una la ley marcial de carácter virtual, ejercen 
control total sobre los cuerpos y las vidas de los “nativos”. Allí, la brutalidad y la violencia 
de los guardias en las colonias penales, de los carceleros de secuestrados o de los capataces 
caucheros, están relacionadas con la liminaridad de su situación, que reproduce las 
características centrales del poder colonial, donde como dictadores militares amparados por 
el vacío de un estado de sitio, se ven inmersos en una situación de suspensión e incluso de 
inversión del orden cívico y social, haciendo eco a lo que la selva misma representa. 
Hannah Arendt, Walter Benjamin y Giorgio Agamben, entre otros, han señalado que 
la característica particular del poder soberano radica no tanto en su capacidad de definir lo 
legal y de establecer el orden, sino, y sobre todo, en que puede salirse de esa esfera a su 
conveniencia, definiendo ámbitos de excepcionalidad, donde puede ejercer su poder con 
relativa —e incluso con total— impunidad. Giorgio Agamben (1997), quien define el campo 
como un “espacio que se abre cuando el estado de excepción comienza a volverse la regla” 
(106), propone que el campo de concentración, lejos de ser una anomalía del pasado,constituye la “matriz oculta” y el nomos del espacio político en el que vivimos. Y, puesto 
que en el campo se materializa el estado de excepción, y constituye “un espacio donde tanto 
la vida nuda como la ley cruzan un portal de opacidad”, lo entiende como espacio de 
excepción. Señala que su paradoja constitutiva radica en que aunque el campo es una área 
que se ubica por fuera del orden normal, éste no es simplemente un espacio externo pues “lo 
que se excluye en el campo —al estar ubicado por fuera— se incluye a través de su misma 
exclusión” (109). Agamben apunta también que “nos encontramos frente a un campo cada 
vez que se crea una estructura de esta naturaleza, independiente de los tipos de crímenes que 
allí se cometan y de cualquiera que sea su denominación topográfica. [...] En todos estos 
casos, un espacio aparentemente inocuo [...] de hecho delimita un área donde el orden se ve 
suspendido de facto y donde el hecho de que se cometan o no atrocidades depende, no de la 
ley, sino de la deferencia y del sentido ético de la Policía que actúa temporalmente como 
[poder] soberano” (113). 
En la visión moderna, las selvas —mediante la imputación siniestra— aparecen 
“naturalmente” como espacios de excepción situados “entre el afuera y el adentro, entre la 
excepción y la norma, entre lo lícito y lo ilícito, donde los conceptos mismos de sujeto, de 
derecho, de protección jurídica, pierden todo su sentido” (Agamben, 1997: 110). Es así que 
la selva aparece como prisión, en dos sentidos: como espacio (al constituir un lugar idóneo 
de reclusión) y como condición (al aprisionar sus habitantes en el estado de salvajismo). No 
sólo se naturaliza allí el poder que despoja los seres humanos de todo derecho: indígenas 
esclavizados, prisioneros, secuestrados; se naturalizan también las formas más salvajes de 
enriquecimiento donde todo vale (que es finalmente el objetivo de su apropiación). 
La “imputación siniestra” que los transforma en “territorios salvajes” — en espacios 
que tienen que ser domados, penetrados y domesticados—, y que aparece como la condición 
de posibilidad y como la justificación moral de estas espacios de excepción para de 
explotación de los recursos y de los seres humanos, esconde de manera eficaz que éstas son 
en realidad las prácticas y los efectos inherentes al proyecto histórico de erradicar las selvas 
y sus habitantes, para garantizar la expansión de la civilización y del comercio (lícito o ilícito, 
precisamente, allí poco importa). 
Finalmente, la “imputación siniestra” nos oculta también que la selva no es un 
fragmento de naturaleza prístina que haya sobrevivido de las brumas de la prehistoria. La 
etnología y la arqueología han demostrado que la naturaleza de las selvas es social: 
constituyen hoy los paisajes culturales e históricos de numerosos grupos locales, tanto de las 
tierras bajas como de la zona andina. Más que por ser supervivientes del pleistoceno, las áreas 
de selva han sido posibles gracias a las formas de uso y de ocupación de un conjunto de 
sociedades que pueden ser categorizadas como “bosquesinas” (Echeverri y Gasché 2004). 
Estos grupos de selva, más que conservarla, de hecho la producen y reproducen a partir de 
sus prácticas productivas cotidianas. Dentro de éstas, es importante destacar la relación que 
se establece entre el cultivo y el bosque, en la que éstos se entienden, no como dos realidades 
opuestas, sino como un continuo productivo de asociaciones de especies vegetales y animales 
en el largo plazo. Cabe también destacar la forma de aprovechamiento de la luz solar 
perpendicular de la zona ecuatorial por medio de asociaciones vegetales que reproducen la 
estructura del bosque; el manejo específico de cada uno de los distintos espacios del bosque, 
así como la caza como una forma de domesticación10. Los bosques tropicales no son la 
expresión de un estadio de desarrollo anterior a la agricultura y la vida urbana, sino el 
producto de una evolución tecnológica compleja y de gran sofisticación que conlleva un 
patrón de asentamientos específico y una forma de organización territorial diferente al 
sistema de pueblos, villas y ciudades que requirió el proyecto hispano-católico moderno. La 
selva es pues un paisaje social, configurado por “jardines salvajes y bosques cultivados” 
(Rival 1998). Es una idea que Casement intuye cuando reconoce en la selva el espacio de 
libertad y felicidad para los indios (AJ: 144). 
No sobra, por último, mencionar la ironía implícita en la idea de la selva carcelaria, 
ya que es nuestra civilización —sometida a la lógica disciplinaria del capital— la que nos 
aprisiona y nos reduce a todos, como lo señala John Berger, a ser compañeros de cautiverio. 
Y aunque “para los prisioneros, el poder vislumbrar así sea un frágil destello de naturaleza, 
es un aliento encubierto de esperanza” (Berger 2008: 5), seguimos insistiendo a toda costa 
en obedecer el mandato, acorde con la fórmula de Moisés (quien ordena a su pueblo quemar 
los bosques sagrados que albergan los cultos paganos y deshacerse de los espíritus de la 
selva), que desde hace ya dos siglos nos impusiera “el Sabio” Caldas: 
 
Que se corten estos árboles enormes! Qué se despejen estos lugares sombríos para que los rayos 
del sol acaben con la humedad excesiva y entonces, como por encanto […] las fiebres, los insectos 
y los males huyan de estos lugares, y este país inhabitable se convierta en uno sereno, sano y feliz. 
(Caldas, 1849: 152) 
 
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10 La etnología y la arqueología han producido un extenso corpus que ilustra y explica estas prácticas. Ver como 
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