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LA GENERACION DEL DESIERTO Y EL JUICIO DE LAS NACIONES

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LA GENERACIÓN DEL DESIERTO Y EL JUICIO DE LAS NACIONES. 
por Pedro Abelló. 
Así habla el Señor: “Hijo de hombre, Yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando 
oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte. Cuando Yo diga al malvado: ‘Vas a 
morir’, si tú no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, el malvado morirá 
por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Si tú, en cambio, adviertes al malvado para 
que se convierta de su mala conducta, y él no se convierte, él morirá por su culpa, pero tú habrás 
salvado tu vida” 
Ezequiel, 33, 7-9 
Cometimos una locura. No os transmitimos lo que nos transmitieron nuestros padres, y habéis 
crecido, por causa nuestra, en la ignorancia de las cosas de Dios. Nos dejamos hechizar por lo que 
el mundo nos ofrecía y olvidamos el deber sagrado que une la cadena de las generaciones. Por eso 
la nuestra, la de los que nacimos en los 50 y los 60, es la generación del desierto, como la de 
aquellos israelitas del Éxodo que no fueron dignos de entrar en la Tierra Prometida por haber 
puesto a prueba a Dios. Tampoco nosotros somos dignos de entrar en aquella nueva Tierra 
Prometida que nos espera al final, a ese final al que se refiere María en Fátima cuando afirma: “Al 
final, mi Inmaculado Corazón triunfará”. 
Pero, ¿al final de qué? Al final del tiempo que nos ha tocado vivir, el momento más crítico que haya 
vivido nuestra humanidad en toda su historia. 
Vuestra ignorancia de las cosas divinas, de la que nuestra generación es culpable, os impide 
comprender cuanto viene de arriba y provoca en vosotros una reacción de rechazo ante el Misterio 
con mayúscula. Sin embargo, nuestra generación del desierto tiene la gravísima obligación y 
responsabilidad de tratar de reparar su culpa y, a pesar de vuestra incomprensión y de vuestro 
rechazo, intentar haceros comprender lo que puede llevaros a entrar en esa nueva Tierra 
Prometida de la que os hemos alejado. 
Por eso, y también por la severa advertencia de Ezequiel sobre la obligación de advertir a quien ha 
tomado un camino que aleja de Dios, bajo la pena de padecer las mismas consecuencias. La mayor 
caridad es exponer la verdad, afrontando rechazo e incomprensión, con la esperanza de que esa 
verdad pueda abrir con su resplandor los corazones más cerrados. 
Vivimos en el tiempo que las Escrituras llaman Juicio de las Naciones, Fin del Tiempo de las 
Naciones o Fin de los Tiempos, un tiempo que concluye con el Día de la Ira de Dios. No se trata del 
fin del mundo, sino del tiempo que Dios ha concedido a los gentiles, a los no judíos, para 
acogernos a Su Palabra. 
Dios eligió al pueblo de Israel, del que debía nacer su Ungido o Mesías, y firmó con él una Alianza, 
pero al llegar el Mesías, el pueblo elegido había ya olvidado que debía tratarse del varón de 
dolores de Isaías 53, del Cordero del Sacrificio Único que debía cargar con el peso terrible de todos 
nuestros pecados y ser degollado para salvarnos, y lo esperaba como un guerrero libertador venido 
para edificar el dominio de Israel sobre el resto de las naciones. Y no lo reconocieron, lo 
rechazaron y lo ejecutaron como a un criminal. Y la cortina del Santo de los Santos se rasgó de 
arriba abajo. La primera Alianza quedó rota. 
Dios estableció entonces su Nueva Alianza con los gentiles, con los pueblos no judíos que 
acogieron esa Palabra, a los que la Escritura llama “las naciones”, y dio a esas naciones un tiempo 
para vivir según esa Palabra, tiempo que concluye ahora. Por eso, al final de su tiempo, las 
naciones van a ser juzgadas. 
El hombre tiene un alma inmortal. Por eso su juicio no tiene lugar en esta vida, sino en la vida 
futura, tras la muerte, y ese juicio determina el destino eterno del hombre, dichoso o desdichado, 
según su proceder en esta vida de acuerdo o en desacuerdo con la Palabra. 
Pero las naciones no tienen alma. Son entidades abstractas que, pese a carecer de alma, tienen un 
comportamiento colectivo que debe ser objeto de juicio divino, y ese juicio tiene lugar en esta 
tierra, precisamente ahora. 
Las Escrituras reflejan con precisión las características de este tiempo, y las revelaciones privadas – 
reconocidas por la Iglesia – de los últimos 200 años ayudan a trazar su desarrollo. 
Es el tiempo caracterizado por una Gran Apostasía, por el rechazo generalizado de Dios y de Su Ley, 
por el hombre que se libera de Dios para hacer su propia voluntad autónoma y seguir su propia ley, 
la ley de sus deseos desordenados, tomando así el puesto de Dios y haciéndose dios a sí mismo. 
¿No es acaso éste el tiempo en que el hombre se hace dios a sí mismo y, con el orgullo de su 
autosuficiencia, pretende rehacer la Creación de Dios a su manera? Convirtiendo en multitud de 
sexos los dos únicos creados por Dios, haciéndolos, además, intercambiables; estableciendo la 
cultura de la muerte contra la cultura divina de la vida mediante la anticoncepción, el aborto, la 
eutanasia, la promoción de la homosexualidad, la esterilización; cerrando los ojos ante la 
explotación sexual infantil; modificando al hombre creado por Dios mediante las técnicas del 
transhumanismo para transformarlo en un “superhombre”, llegando incluso a pretender “crear” 
humanos de laboratorio, todo ello bajo el principio de que “todo lo que puede hacerse, debe 
hacerse”, sin reconocer límite alguno moral o ético; manipulando y sexualizando a los niños y a los 
jóvenes; ocultando sistemáticamente la verdad y la propia historia, sustituyéndola por una realidad 
inventada, y, en último término, recurriendo al miedo y a la coacción para erradicar la libertad de 
los individuos y encerrarlos en una cárcel tecnológica de dimensiones globales. 
Pero aquello que caracteriza definitivamente a este tiempo es algo todavía más funesto. Jesucristo 
creo la Iglesia y estableció los sacramentos como medio de salvación para las almas. Mediante el 
magisterio y la guía de la Iglesia y la participación en los sacramentos, los hombres caminan hacia 
su salvación eterna. Pero, ¿qué sucede si quien debe enseñar el camino recto se tuerce y enseña a 
los demás el camino torcido? 
Eso es lo más terrible de este tiempo: la apostasía en el propio seno de la Iglesia. Ya en 1965, en 
Garabandal, la Virgen anunciaba algo que, en aquel momento, resultaba un mensaje casi 
inconcebible, pero que, con el tiempo, se ha demostrado real: “Muchos sacerdotes, obispos y 
cardenales van por el camino de la perdición y arrastran con ellos a muchas almas”. 
Efectivamente, una parte de la jerarquía de la Iglesia está hoy contaminada por ideologías 
incompatibles con el cristianismo y acciones contrarias a la moral. El Enemigo sabe que la mejor 
forma de hacer que las almas se pierdan es perder la de los ministros, y en eso lleva mucho tiempo 
trabajando a fondo. La Iglesia experimenta hoy una profunda división y corre el riesgo cierto e 
inminente de partirse. Y con ello hará que se cumplan las palabras de su divino fundador 
Jesucristo: “No es el siervo más que su señor; si a mí me han perseguido, también a vosotros os 
perseguirán” (Juan 15). 
La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo y Cristo es su Cabeza. El cuerpo debe pasar por donde pasó 
la cabeza. Si Cristo pasó por el magisterio, la persecución, la pasión y la muerte para llegar a la 
resurrección, también la Iglesia recorrerá ese camino. Ha desarrollado su magisterio durante siglos, 
tal como su Maestro hizo durante tres años, y al igual que su Maestro tuvo persecución, pasión y 
muerte, también la Iglesia lo tendrá, sufrimiento y muerte (aunque no total) antes de su 
resurrección. Y esa división en su seno y la ruptura que provocará señalarán el momento de la 
persecución de los fieles a Cristo y de la muerte aparente de la Iglesia, todo lo cual sucederá en 
este tiempo, tal como las distintas mariofanías y revelaciones vienen advirtiendo sin descanso. 
Los poderes del mundo odian a Cristo y han contribuidopoderosamente a esta división de la 
Iglesia, infiltrándose en ella e inoculando su veneno en las mentes de muchos de sus ministros, 
que ahora los sirven. Los que permanezcan fieles a la Palabra de Dios serán perseguidos, tanto por 
los poderes públicos como por los de la falsa iglesia que surgirá de esa ruptura, y todo ello 
constituye el gran signo de este tiempo. 
Vivimos una auténtica batalla escatológica entre el bien y el mal que se desarrolla a través de los 
hombres, y ninguna de las dos fuerzas puede dar tregua. No puede haber neutralidad en esta 
batalla. Los campos sólo son dos: con Dios o contra Dios. Los poderes del mundo no sólo 
perseguirán a los fieles a Cristo, sino que, mediante el engaño o la coacción, exigirán de todos la 
apostasía, la negación de Dios y la adhesión a una religión universal en la que el hombre ocupa el 
lugar de Dios. Llegará un momento en que nadie podrá escapar de elegir un campo. Si, arrastrados 
por el engaño o forzados por la coacción, aceptamos negar a Dios, explícita o implícitamente, 
asumiendo las exigencias de la falsa religión, ponemos sobre nuestras almas la amenaza cierta de 
la condenación eterna. 
"Nos encontramos ante la mayor confrontación histórica que la humanidad haya experimentado. 
No creo que el gran círculo de la (…) comunidad cristiana se dé cuenta de ello completamente. Nos 
enfrentamos a la confrontación final entre la Iglesia y la anti-iglesia, entre el Evangelio y el anti-
evangelio, entre Cristo y el anticristo. El enfrentamiento se encuentra dentro de los planes de la 
Divina Providencia. Está, por lo tanto, en el plan de Dios, y debe ser un juicio que la Iglesia debe 
asumir y afrontar con valentía. Tenemos que estar preparados para someternos a grandes pruebas 
en un futuro no muy lejano. Pruebas que nos exigirán estar dispuestos a renunciar incluso a 
nuestras vidas y una entrega total a Cristo y para Cristo. A través de sus oraciones y las mías, es 
posible aliviar esta aflicción, pero ya no es posible evitar que suceda. ¡Cuántas veces la renovación 
de la Iglesia se ha realizado a través de la sangre! No va a ser diferente esta vez» (Cardenal Karol 
Wojtyla, futuro Papa Juan Pablo II, en el Congreso Eucarístico de Filadelfia, 1976) 
Pero todo este desorden desencadena también el Juicio de Dios sobre las naciones. Ese juicio tiene 
dos vertientes: por una parte es castigo y purificación; por otra parte es oportunidad de 
conversión. 
Los castigos de Dios consisten muchas veces simplemente en apartar de nosotros Su protección y 
dejarnos a merced de nuestros propios errores. Eso es en gran medida lo que sucede en este 
momento. Nosotros hemos permitido, por acción o por omisión, que se creen las condiciones del 
mundo en que vivimos, y esas condiciones llevan el camino de acabar con nosotros: corrupción, 
calamidades, guerras, pestes, muchas veces creadas por el propio hombre en sus laboratorios, 
carestía y hambre… Otras veces es la propia naturaleza la que se rebela contra la degradación del 
hombre y responde con terremotos, inundaciones, maremotos, erupciones volcánicas… 
La Escritura advierte que todo ello va a darse en este tiempo en una medida que supera la 
imaginación. Todo ello, obviamente, va a alterar poderosamente nuestra vida, pero eso tiene 
también una vertiente positiva. Mientras hemos podido ignorar tranquilamente todo esto porque 
no nos afectaba personalmente, nada ha exigido en nosotros una reacción. Pero cuando empiece a 
afectarnos personalmente, a nosotros y a nuestras familias, y ello de forma creciente, en un 
proceso exponencial, algo se deberá mover en nosotros para hacer que nos preguntemos por qué. 
Esa pregunta puede hacer que nos replanteemos muchas cosas, algo que probablemente no 
hubiéramos hecho en condiciones normales. Todo el proceso del Covid ha hecho que mucha gente 
se haga preguntas, algunas muy profundas, que nunca antes se había hecho. El exceso de 
tranquilidad impide el ejercicio de la inteligencia, y posiblemente, a partir de ahora, la tranquilidad 
será un recuerdo del pasado. 
Ese terremoto interno debería llevarnos a preguntarnos por el sentido de la vida y a buscar 
respuestas que el mundo difícilmente puede dar, abriendo procesos personales de reflexión. Y en 
ello radica la faceta de esta situación como oportunidad de abrir paso en nosotros a las preguntas 
fundamentales que pueden devolvernos al camino hacia Dios. 
El Juicio de las Naciones es un proceso de purificación en ambos sentidos: purificación del mal 
mediante su eliminación, incluso física, y purificación de nosotros mismos mediante un proceso 
personal de conversión. 
El resultado final dependerá del conjunto de todos esos procesos personales. En la medida en que 
los hombres vuelvan a Dios, la purificación habrá cumplido su objetivo y el aspecto destructivo, en 
consecuencia, se limitará, del mismo modo en que la penitencia de los ninivitas evitó la 
destrucción de su ciudad. Pero en la medida en que los hombres sigan rechazando a Dios, ese 
aspecto destructivo será dominante en la misma medida del rechazo, hasta llegar incluso, tal como 
reflejan las Escrituras, a un terrible evento final en el Día de la Ira de Dios: 
“Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre. Comían, bebían, se 
casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los 
destruyó a todos. Asimismo como sucedió en los días de Lot; comían, bebían, compraban, vendían, 
plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y los 
destruyó a todos. Así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste” (Lucas 17:26-30) 
En cualquier caso, lo que Dios espera de nosotros es nuestra conversión, un cambio radical de vida 
centrada en Él, y los instrumentos de ese cambio son la oración, el arrepentimiento por el mal 
realizado, la reparación de ese mal en lo posible, el sacrificio, la penitencia y el recurso a las partes 
sanas de la Iglesia, que son mayoría, para la recepción de los sacramentos. 
Sea lo que sea lo que suceda en el mundo y a nuestro alrededor, nuestra principal preocupación no 
puede ser otra que la salvación de nuestra alma y de la de aquellos que nos rodean. Por eso es 
necesario decir la verdad. Algunos la creerán, otros no, pero el tiempo es siempre lo que termina 
dando y quitando razones. Aunque en principio no creamos, en la medida en que los 
acontecimientos se vayan desarrollando, deberemos preguntarnos si responden o no a este cuadro 
y lo que ello supone. 
Y siempre debemos recordar las palabras de María en Fátima: “Al final, mi Inmaculado Corazón 
triunfará”. El cielo no engaña. Al final nos espera un triunfo, nos espera esa nueva Tierra Prometida 
del Reino Eucarístico de Dios en la tierra, y si ya no estamos aquí para celebrarlo, hay que procurar 
estar en condiciones de celebrarlo con gran alegría allí donde estemos. 
Pueblo de María 
CANAL PM (Telegram): 
https://t.me/pueblodemaria

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