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Introversão e Extroversão

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El	 carácter,	 que	 determina	 en	 gran	 medida	 nuestra	 trayectoria	 personal	 y
profesional,	 transita	 entre	 dos	 polos	 opuestos	 y	 complementarios:	 la
introversión	y	 la	extroversión.	Todos	nosotros	nos	situamos	en	algún	punto
entre	esos	dos	conceptos.	La	clave	para	maximizar	nuestros	talentos	está	en
emplazarnos	 en	 la	 zona	 de	 estimulación	 más	 adecuada	 a	 nuestra
personalidad.	Así,	los	introvertidos	se	sentirán	más	vivos,	más	activos	y	más
capaces	en	ambientes	tranquilos,	mientras	que	los	extrovertidos	ansiarán	la
estimulación.
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Susan	Cain
El	poder	de	los	introvertidos
en	un	mundo	incapaz	de	callarse
ePub	r1.0
Titivillus	22.03.15
www.lectulandia.com	-	Página	3
Título	original:	Quiet.	The	Power	of	Introverts	in	a	World	That	Can’t	Stop	Talking
Susan	Cain,	2012
Traducción:	David	León	Gómez
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r1.2
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Una	especie	en	la	que	todos	fuésemos	el	general	Patton	no	prosperaría	jamás,	como
tampoco	una	en	la	que	todos	fuéramos	Vincent	Van	Gogh.	Uno	prefiere	pensar	que	el
planeta	 necesita	 atletas,	 filósofos,	 símbolos	 sexuales,	 pintores,	 científicos…;	gentes
cariñosas,	duras	de	corazón,	insensibles,	pusilánimes…	Necesita	quien	sea	capaz	de
consagrar	 su	vida	 a	 estudiar	 cuántas	 gotitas	 segregan	 las	 glándulas	 salivares	 de	 los
perros	 en	 circunstancias	 determinadas	 y	 quien	 capture	 la	 fugaz	 impresión	 de	 los
cerezos	en	flor	en	verso	alejandrino	o	dedique	veinticinco	páginas	a	la	disección	de	lo
que	siente	un	niño	pequeño	mientras	espera	en	la	cama	el	beso	de	buenas	noches	de
su	madre.	 De	 hecho,	 la	 presencia	 de	 virtudes	 destacadas	 en	 unas	 áreas	 de	 la	 vida
presupone	la	privación	de	la	energía	necesaria	en	otras.
ALLEN	SHAWN
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NOTA	DE	LA	AUTORA
Aunque	oficialmente	llevo	trabajando	en	él	desde	2005,	podría	decirse	con	razón	que
este	 libro	es	 fruto	de	 toda	mi	vida	adulta.	He	 tratado,	de	palabra	y	por	escrito,	con
cientos	—o	 quizá	miles—	 de	 personas	 acerca	 de	 los	 temas	 que	 se	 abordan	 en	 las
páginas	 que	 siguen,	 además	 de	 leer	 un	 número	 comparable	 de	 libros,	 artículos
académicos	 y	 periodísticos,	 debates	 entablados	 en	 la	 Red	 y	 entradas	 de	 diarios
digitales.	Algunos	de	ellos	se	mencionan	en	el	presente	volumen,	aunque	entre	todos
han	dado	forma	a	casi	la	totalidad	de	las	oraciones	que	lo	integran.	Son	muchos	los
pilares	sobre	los	que	se	sustenta	El	poder	de	los	introvertidos,	y	entre	ellos	destacan,
de	manera	especial,	los	académicos	e	investigadores	cuya	obra	tanto	me	ha	enseñado.
En	un	mundo	ideal,	no	habría	omitido	mencionar	una	sola	de	mis	fuentes,	a	un	solo
mentor	 ni	 a	 ningún	 entrevistado,	 y,	 sin	 embargo,	me	 he	 tenido	 que	 conformar	 con
recoger	algunos	de	sus	nombres	solo	en	las	notas	o	en	la	sección	de	agradecimientos
a	fin	de	hacer	legible	el	texto.
Por	motivos	semejantes,	en	lugar	de	usar	corchetes	o	puntos	de	elisión	en	algunas
citas,	me	he	asegurado	de	que	las	palabras	sustraídas	o	añadidas	guardasen	fidelidad	a
la	intención	original	de	sus	autores.	Quien	desee	recogerlas	con	su	forma	original	en
otro	escrito	hallará	la	referencia	bibliográfica	en	las	notas.
He	 cambiado	 los	 nombres	 y	 otros	 detalles	 identificadores	 de	 algunas	 de	 las
personas	cuya	experiencia	se	presenta	en	estas	páginas,	así	como	algunos	pormenores
de	las	anécdotas	sacadas	del	ejercicio	de	mi	profesión	de	abogada	y	consultora.	A	fin
de	proteger	el	anonimato	de	cuantos	participaron	en	el	taller	de	oratoria	de	Charles	di
Cagno,	 quienes	 no	 tenían	 intención	 alguna	 de	 acabar	 en	 las	 páginas	 de	 un	 libro
cuando	 se	matricularon	 en	 él,	 he	 combinado	 diferentes	 sesiones	 en	 el	 relato	 de	 la
primera	tarde	que	pasé	con	ellos	en	el	aula,	y	otro	tanto	cabe	decir	de	la	historia	de
Greg	 y	 Emily,	 fundada	 en	 un	 número	 considerable	 de	 entrevistas	 mantenidas	 con
parejas	 similares.	 El	 resto	 de	 relatos	 se	 narra	 tal	 como	 ocurrió	 o	 como	 me	 lo
refirieron,	 en	 la	 medida	 en	 que	 permiten	 tal	 cosa	 las	 limitaciones	 de	 la	 memoria.
Aunque	no	me	he	detenido	 a	 comprobar	 lo	que	me	han	 contado	de	 sí	mismos	mis
interlocutores,	solo	incluyo	lo	que	he	considerado	cierto.
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INTRODUCCIÓN
EL	NORTE	Y	EL	SUR	DEL	TEMPERAMENTO
Montgomery	(Alabama),	atardecer	del	1	de	diciembre	de	1955.	Un	autobús	de	la	red
de	 transporte	público	se	detiene	en	una	de	sus	paradas	y	deja	 subir	a	una	mujer	de
atavío	discreto	que	ya	ha	cumplido	los	cuarenta.	Tiene	el	porte	erguido	pese	a	haber
pasado	 el	 día	 encorvada	 frente	 a	 una	 tabla	 de	 planchar	 en	 una	 sastrería	 lóbrega
situada	en	el	sótano	de	los	almacenes	Montgomery	Fair.	Tiene	los	pies	hinchados	y	le
duelen	 los	 hombros.	 Se	 sienta	 en	 la	 primera	 fila	 de	 la	 sección	 destinada	 a	 los
pasajeros	negros	y	observa	en	silencio	mientras	se	 llena	el	vehículo…;	hasta	que	el
conductor	le	ordena	que	ceda	su	asiento	a	un	usuario	blanco.
La	mujer	 pronuncia	 una	 sola	 palabra,	 y	 prende	 con	 ella	 la	 llama	 de	 una	 de	 las
protestas	por	los	derechos	civiles	más	relevantes	del	siglo	XX,	que,	además,	ayudará	a
la	nación	estadounidense	a	encontrar	lo	mejor	de	sí	misma:
—No.
El	conductor	la	amenaza	entonces	con	mandar	que	la	arresten.
—Hágalo	—responde	Rosa	Parks.
Se	presenta	 a	 continuación	un	oficial	 de	policía,	 que	 enseguida	 le	 pregunta	 por
qué	no	quiere	moverse.
—¿Y	por	qué	no	dejan	ustedes	de	mangonearnos?	—responde	ella	sin	más.
—No	lo	sé	—contesta	él—;	pero	la	ley	es	así,	y	queda	usted	arrestada.
La	 tarde	 en	 que	 la	 juzgan	 y	 la	 condenan	 por	 alteración	 del	 orden	 público,	 la
Asociación	para	la	Mejora	de	Montgomery	(MIA,	por	sus	siglas	inglesas)	celebra,	en
la	iglesia	baptista	de	la	calle	Holt,	sita	en	el	sector	más	pobre	de	la	ciudad,	un	acto	en
el	que	se	congregan	cinco	mil	personas	a	fin	de	apoyar	su	solitaria	manifestación	de
coraje.	Se	apiñan	en	el	interior	del	templo,	cuyos	bancos	ya	no	pueden	dar	asiento	a
nadie	 más.	 A	 los	 demás	 asistentes	 no	 les	 queda	 más	 remedio	 que	 aguardar
pacientemente	en	el	exterior	y	escuchar	lo	que	se	dice	por	los	altavoces.	El	reverendo
Martin	Luther	King	hijo	se	dirige	a	aquel	gentío	en	estos	términos:	«Se	acerca	el	día
en	que	nos	cansaremos	de	que	nos	pisen	con	el	pie	férreo	de	la	opresión.	Se	acerca	el
día	en	que	nos	cansaremos	de	que	nos	aparten	a	empujones	del	sol	reluciente	del	mes
de	julio	de	nuestras	vidas	para	dejarnos	en	medio	del	frío	penetrante	de	un	noviembre
alpestre».	Dicho	esto,	alaba	el	valor	de	Parks	y	la	abraza.	Ella	permanece	de	pie	y	en
silencio:	 su	 presencia	 basta	 para	 poner	 en	 marcha	 a	 la	 multitud.	 La	 asociación
promueve	 un	 boicot	 a	 los	 autobuses	 de	 toda	 la	 ciudad	 que	 dura	 381	 días.	 Los
participantes	 recorren	 varios	 kilómetros	 a	 pie	 o	 comparten	 el	 automóvil	 con
desconocidos	para	ir	a	trabajar,	y	así	cambian	el	curso	de	la	historia[1].
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Yo	 siempre	 había	 imaginado	 a	 Rosa	 Parks	 como	 una	 mujer	 imponente	 de
temperamento	 firme,	 muy	 capaz	 de	 plantar	 cara	 a	 todo	 un	 autobús	 de	 pasajeros
ceñudos.	Sin	embargo,	cuando	murió,	en	2005,	a	la	edad	de	noventa	y	dos	años,	los
numerosísimos	 obituarios	 que	 se	 publicaron	 en	 su	 honor	 hablaban	 de	 una	 señora
dulce	 de	 voz	 melosa	 y	 escasa	 estatura.	 Decían	 de	 ella	 que,	 pese	 a	 ser	 «tímida	 y
retraída»,	 poseía	 «el	 arrojo	 de	 un	 león».	 En	 todos	 ellos	 podían	 encontrarse
expresiones	 como	 «humildad	 radical»	 o	 «fortaleza	 callada».	 «¿Qué	 supone	 ser
callado	 y	 tener	 fortaleza?»,	 era	 la	 pregunta	 implícita	 que	 parecían	 formular	 esas
semblanzas.	¿Cómo	puede	ser	tímida	y	arrojada	una	persona?
La	propia	Parks	daba	la	impresión	de	no	pasar	por	alto	la	paradoja,	por	cuanto	dio
a	su	autobiografía	el	título	de	Quiet	strength	(«Fuerza	callada»),	antítesis	que	incita	a
poner	en	duda	lo	que	tenemos	por	cierto	y	a	plantearnos	por	qué	no	puede	ser	fuerte
elsilencioso	y	qué	más	cosas	que	no	se	le	suponen	es	capaz	de	hacer.
La	personalidad	da	forma	a	nuestras	vidas	de	un	modo	tan	marcado	como	el	sexo	o	la
raza,	y	su	aspecto	más	importante	—«el	norte	y	el	sur	del	temperamento»,	tal	como	lo
ha	expresado	cierto	científico—	es	el	punto	en	que	nos	encontramos	de	la	línea	que
va	 de	 lo	 introvertido	 a	 lo	 extrovertido[2].	 El	 lugar	 que	 ocupamos	 en	 este	 continuo
determina	en	gran	medida	nuestra	elección	de	amigos	y	compañeros,	y	el	modo	como
conversamos,	 resolvemos	 diferencias	 y	 demostramos	 nuestro	 afecto.	 Influye	 en	 la
trayectoria	 profesional	 que	decidimos	 seguir	 y	 en	 si	 la	 recorremos	 con	buen	o	mal
éxito.	Gobierna	las	probabilidades	de	que	hagamos	o	no	ejercicio[3],	cometamos	o	no
adulterio[4],	rindamos	o	no	bien	después	de	no	haber	dormido[5],	aprendamos	o	no	de
nuestros	errores[6],	 invirtamos	 o	 no	 sumas	 arriesgadas	 en	 el	mercado	 de	 valores[7],
seamos	 o	 no	 capaces	 de	 aguardar	 a	 fin	 de	 obtener	 una	 recompensa,	 estemos	 o	 no
dotados	 para	 dirigir	 a	 un	 grupo	 de	 gente[8],	 tengamos	 o	 no	 la	 capacidad	 para
conjeturar	 sobre	 las	 consecuencias	 de	 nuestras	 acciones,	 etc[9][1*].	 Se	 refleja	 en
nuestras	 vías	 cerebrales,	 en	 nuestros	 neurotransmisores	 y	 en	 rincones	 remotos	 de
nuestros	sistemas	nerviosos.	Hoy,	la	introversión	y	la	extroversión	constituyen	dos	de
los	 objetos	 de	 investigación	 que	 más	 atención	 acaparan	 en	 la	 psicología	 de	 la
personalidad	y	suscitan	la	curiosidad	de	centenares	de	científicos[10].
Estos	 investigadores	 han	 protagonizado	 descubrimientos	 emocionantes	 con	 la
ayuda	 de	 los	 avances	 tecnológicos	 más	 innovadores,	 aunque	 forman	 parte	 de	 una
tradición	tan	larga	como	reputada.	Los	poetas	y	los	filósofos	han	meditado	al	respecto
desde	que	 la	humanidad	posee	constancia	escrita.	Estos	dos	estilos	de	personalidad
aparecen	 en	 la	Biblia	 y	 en	 las	 obras	 de	 los	médicos	 griegos	 y	 romanos,	 y	 algunos
expertos	 en	 psicología	 evolutiva	 sostienen	 que	 pueden	 observarse	 en	 las	 demás
especies	del	reino	animal,	de	la	mosca	del	vinagre	al	pez	sol	o	al	macaco[11].	Como
ocurre	 con	 otras	 diadas	 complementarias	 —masculinidad	 y	 feminidad,	 Oriente	 y
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Occidente,	 liberalismo	y	conservadurismo…—,	 la	humanidad	 sería	 irreconocible,	 y
perdería	muchísimo,	si	no	existiesen	ambos.
Piénsese	en	el	equipo	formado	por	Rosa	Parks	y	Martin	Luther	King:	un	orador
formidable	 que	 se	 hubiera	 negado	 a	 ceder	 su	 asiento	 en	 un	 autobús	 segregado	 no
habría	logrado	el	mismo	efecto	que	una	mujer	modesta	que,	de	no	haberlo	exigido	la
situación,	habría	preferido,	sin	lugar	a	dudas,	permanecer	callada.	En	cambio,	a	Parks
le	habría	sido	imposible	estremecer	a	las	multitudes	si	hubiese	tratado	de	ponerse	en
pie	 para	 anunciar	 que	 tenía	 un	 sueño.	 Sin	 embargo,	 gracias	 a	 King,	 no	 tuvo	 tal
necesidad.
Aun	así,	hoy	damos	cabida	en	nuestra	concepción	de	estilos	de	personalidad	a	una
variedad	notablemente	escueta.	Nos	dicen	que	ser	grande	es	ser	audaz;	que	ser	feliz
es	ser	sociable.	Los	estadounidenses	nos	consideramos	una	nación	de	extrovertidos;
lo	 que	 quiere	 decir	 que	 hemos	 perdido	 de	 vista	 lo	 que	 somos	 de	 veras,	 pues,
dependiendo	del	estudio	que	consultemos,	es	introvertida	entre	una	tercera	parte	y	la
mitad	 de	 nuestra	 población[12].	 (Y	 dado	 que	 Estados	 Unidos	 se	 cuenta	 entre	 las
naciones	más	extrovertidas,	 la	proporción	no	debe	de	ser	menor	en	otras	partes	del
planeta.)[13]	 Si	 el	 lector	 no	 lo	 es,	 seguro	 que	 está	 criando	 a	 uno,	 lo	 tiene	 como
subordinado	o	está	casado	o	emparejado	con	alguno.
Y	si	estas	estadísticas	le	resultan	sorprendentes,	será	por	la	cantidad	tan	elevada
de	 personas	 que	 se	 hacen	 pasar	 por	 extrovertidos.	 Estos	 introvertidos	 camuflados
pasan	 inadvertidos	 en	 los	 patios	 de	 recreo,	 los	 vestuarios	 de	 los	 institutos	 de
secundaria	y	los	pasillos	de	las	compañías	estadounidenses.	Algunos	hasta	consiguen
engañarse	a	sí	mismos,	hasta	que	ocurre	algo	en	su	vida	—un	despido,	un	nido	vacío,
una	herencia	liberadora	que	les	permite	dedicar	el	tiempo	a	lo	que	deseen—	que	los
empuja	a	hacer	balance	de	ella	y	reparar	en	su	verdadera	naturaleza.	Haga	la	prueba:
bastará	 con	 que	 saque	 a	 colación	 el	 asunto	 del	 que	 trata	 este	 libro	 entre	 amigos	 y
conocidos	 para	 topar	 con	 que	 las	 personas	 más	 insospechadas	 se	 consideran
introvertidas.
No	es	de	extrañar	que	sean	tantos	quienes	ocultan	su	condición	aun	a	sí	mismos:
el	 sistema	de	valores	 imperante	es	el	de	 lo	que	yo	 llamo	«el	 ideal	extrovertido»,	 la
convicción	omnipresente	de	que	el	ser	modélico	es	un	individuo	social	y	dominante
que	se	encuentra	como	pez	en	el	agua	siendo	el	objeto	de	todas	las	miradas.	La	típica
persona	 extrovertida	 prefiere	 la	 acción	 a	 la	 contemplación,	 asumir	 riesgos	 a	 tomar
precauciones,	 la	 certidumbre	 a	 la	 duda.	 Se	 inclina	 por	 las	 decisiones	 rápidas,	 aun
cuando	puedan	llevarla	a	equivocarse.	Trabaja	bien	en	equipo,	y	se	desenvuelve	con
facilidad	en	grupo.	Nos	gusta	pensar	que	valoramos	la	individualidad	y,	sin	embargo,
admiramos	 con	 demasiada	 frecuencia	 una	 clase	 concreta	 de	 individuo:	 la	 del	 que
parece	dispuesto	a	comerse	el	mundo.	Por	supuesto,	consentimos	en	que	 los	genios
solitarios	 del	 ámbito	 tecnológico	 que	 erigen	 compañías	 desde	 la	 intimidad	 de	 un
garaje	 posean	 la	 personalidad	 que	 les	 venga	 en	 gana;	 pero	 ellos	 constituyen	 la
excepción	más	que	la	norma,	y	nuestra	tolerancia	se	aplica,	sobre	todo,	a	quienes	se
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hacen	ricos	hasta	lo	indecible	o	parecen	llevar	camino	de	lograrlo.
La	 introversión	 —junto	 con	 la	 sensibilidad,	 la	 seriedad	 y	 la	 timidez,	 primos
hermanos	suyos—	ha	pasado	a	ser	un	rasgo	de	personalidad	de	segunda	que	situamos
en	algún	punto	intermedio	entre	 lo	decepcionante	y	lo	patológico.	Los	introvertidos
que	viven	bajo	el	ideal	extrovertido	son	como	mujeres	en	un	mundo	de	hombres:	se
ven	menospreciados	por	un	rasgo	que	habita	en	la	médula	misma	de	lo	que	son.	La
extraversión,	 en	 cambio,	 constituye	 un	 estilo	 de	 personalidad	 atractivo	 en	 extremo
que,	no	obstante,	hemos	 trocado	en	norma	opresiva	a	 la	que	 los	más	pensamos	que
debemos	adaptarnos.
Aunque	son	muchos	 los	estudios	que	han	documentado	el	 ideal	extrovertido,	su
investigación	no	ha	llegado	a	agruparse	nunca	bajo	una	denominación	común.	A	los
habladores,	por	ejemplo,	se	les	considera	más	listos,	más	agraciados,	más	interesantes
y	más	deseables	en	calidad	de	amigos[14].	En	este	sentido,	cuenta	tanto	la	velocidad
del	discurso	como	el	volumen	que	se	emplea,	y	así,	tenemos	por	más	competentes	y
simpáticos	a	quienes	hablan	rápido	que	a	los	que	lo	hacen	con	más	lentitud[15].	Y	lo
mismo	 es	 aplicable	 a	 los	 grupos:	 los	 expertos	 han	 comprobado	 que	 los	 locuaces
adquieren	 más	 fama	 de	 inteligentes	 que	 los	 reservados,	 por	 más	 que	 no	 exista
correlación	alguna	entre	la	labia	y	las	buenas	ideas[16].	Hasta	el	término	introvertido
está	 desprestigiado:	 cierto	 estudio	 informal	 de	 la	 psicóloga	 Laurie	Helgoe	 puso	 de
relieve	que,	si	bien	quienes	poseen	tal	carácter	describían	su	propia	apariencia	física
con	 expresiones	 vividas	 («ojos	 de	 color	 verde	 azulado»,	 «exóticos»,	 «pómulos
prominentes»…),	al	tener	que	caracterizar	a	introvertidos	genéricos	hacían	un	retrato
insípido	 y	 aun	 poco	 agradable	 («desgarbados»,	 «colores	 neutros»,	 «problemas	 de
piel»…)[17].
Así	 y	 todo,	 incurrimos	 en	 un	 error	 grave	 al	 abrazar	 tan	 a	 la	 ligera	 el	 ideal
extrovertido,	puesto	que	debemos	una	parte	nada	desdeñable	de	las	ideas,	el	arte	y	las
invenciones	más	excelentes	de	que	disfrutamos	—de	la	 teoría	de	 la	evolución	o	 los
girasoles	 de	 Van	 Gogh	 hasta	 los	 ordenadores	 personales—	 a	 personas	 calladas	 y
cerebrales	 que	 sabían	 sintonizar	 sus	 mundos	 interiores	 y	 dar	 con	 los	 tesoros	 que
contenían.	Sin	introvertidos,	la	humanidadestaría	huérfana	de:
la	teoría	de	la	gravedad[18]
la	teoría	de	la	relatividad[19]
La	segunda	venida[20]
los	nocturnos	de	Chopin[21]
En	busca	del	tiempo	perdido[22]
Peter	Pan[23]
1984	y	Rebelión	en	la	granja[24]
el	gato	Garabato
Charlie	Brown[25]
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La	lista	de	Schindler,	ET	y	Encuentros	en	la	tercera	fase[26]
Google[27]
Harry	Potter[28]	[2*]
Tal	 como	 señala	 el	 periodista	 científico	 Winifred	 Gallagher:	 «La	 gloria	 del
temperamento	que	se	detiene	a	considerar	 los	estímulos	en	 lugar	de	correr	a	bregar
con	ellos	 es	 el	vínculo	que	ha	mantenido	de	 siempre	con	 los	 logros	 intelectuales	y
artísticos.	 Ni	 E	 =	 mc2	 ni	 El	 paraíso	 perdido	 son	 la	 obra	 atropellada	 de	 un
jaranero[29]».	Hasta	en	ocupaciones	que	se	dirían,	de	entrada,	menos	vinculadas	a	la
introversión,	como	las	finanzas,	la	política	o	el	activismo,	hay	entre	los	avances	más
relevantes	algunos	debidos	a	gentes	introvertidas.	En	el	presente	volumen	hablaremos
de	personajes	como	Eleanor	Roosevelt,	Al	Gore,	Warren	Buffett	o	Gandhi	—y	Rosa
Parks—,	 que	 alcanzaron	 sus	 logros	 no	 pese	 a	 su	 introversión,	 sino	 precisamente	 a
causa	de	ella.
Aun	así,	 tal	como	exploraremos	en	las	páginas	de	El	poder	de	los	introvertidos,
muchas	de	las	instituciones	más	importantes	de	la	vida	contemporánea	están	pensadas
para	 quienes	 disfrutan	 con	 los	 proyectos	 en	 equipo	 y	 un	 grado	 de	 estimulación
elevado.	Cuando	somos	pequeños,	en	clase,	disponen	en	grupo	nuestros	pupitres	cada
vez	con	más	frecuencia	con	la	 intención	de	fomentar	el	aprendizaje	colectivo,	y	 los
estudios	que	se	han	efectuado	al	respecto	dan	a	entender	que	la	inmensa	mayoría	de
profesores	cree	que	el	alumno	ideal	pertenece	a	la	categoría	de	los	extrovertidos[30].
Vemos	 series	 de	 televisión	 protagonizadas	 no	 por	 niños	 corrientes	 como	 la	 Cindy
Brady	 o	 el	 Beaver	 Cleaver	 de	 otros	 tiempos,	 sino	 por	 estrellas	 del	 rock	 o
presentadoras	de	Internet	con	personalidades	desbordantes	como	Hannah	Montana	y
la	Carly	Shay	que	da	nombre	a	iCarly.	Hasta	el	protagonista	de	Sid,	el	niño	científico,
programa	de	 la	PBS	concebido	como	modelo	digno	de	 imitación	para	preescolares,
empieza	 cada	 día	 de	 clase	 efectuando	 una	 serie	 de	movimientos	 de	 baile	mientras
presenta	a	sus	compañeros.	«¡Mira	cómo	me	muevo!	—exclama	uno	de	ellos—.	¡Soy
una	estrella	de	rock!».
De	adultos,	muchos	 trabajamos	en	organizaciones	que	 insisten	 en	que	hagamos
nuestro	cometido	en	equipos,	en	oficinas	sin	paredes	y	para	supervisores	que	valoran
por	 encima	 de	 todo	 las	 habilidades	 sociales.	 Si	 queremos	 avanzar	 en	 nuestra
profesión,	 se	espera	de	nosotros	que	hagamos	publicidad	desvergonzada	de	nuestra
propia	persona.	Los	científicos	que	reciben	financiación	poseen	a	menudo	un	carácter
confiado,	 a	 veces	 en	 grado	 excesivo;	 los	 artistas	 cuya	 obra	 ocupa	 las	 salas	 de	 los
museos	 contemporáneos	 despliegan	 no	 poco	 efectismo	 en	 las	 inauguraciones
organizadas	por	las	galerías,	y	los	escritores	que	ven	publicados	sus	libros	—y	que	en
otro	 tiempo	se	aceptaron	como	una	casta	amante	de	 la	 soledad—	se	ven	sometidos
por	 los	 publicistas	 a	 investigaciones	 destinadas	 a	 garantizar	 que	 están	 dispuestos	 a
participar	en	programas	de	entrevistas.	De	hecho,	el	lector	no	tendría	ahora	este	libro
en	 las	manos	 si	 la	 autora	de	 estas	 líneas	no	hubiese	 convencido	a	 su	 editor	de	que
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podía	pasar	por	extrovertida	a	la	hora	de	hacer	publicidad	de	él.
Si	 es	 usted	 introvertido,	 sabrá	 también	 que	 los	 prejuicios	 contra	 los	 callados
pueden	 causar	 un	 hondo	 dolor	 psíquico.	 Habrá	 oído,	 en	 su	 infancia,	 a	 sus	 padres
disculparse	 por	 su	 timidez	 («¿Por	 qué	 no	 puedes	 ser	más	 como	 los	Kennedy?»,	 le
preguntaban	 siempre	 a	 uno	 de	 mis	 entrevistados	 sus	 padres,	 obsesionados	 con	 la
presidencia	 de	 JFK),	 y	 en	 la	 escuela	 le	 habrán	 instado	 a	 «salir	 del	 caparazón»,
expresión	por	demás	nociva	que	pasa	por	 alto	 la	 existencia	de	 animales	que	 llevan
consigo	 esa	 cubierta	 de	 forma	 natural	 allá	 adonde	 van,	 igual	 que	 algunos	 seres
humanos.	«Todavía	me	resuenan	en	la	cabeza	los	comentarios	que	tuve	que	aguantar
de	niño:	que	si	era	un	vago,	que	si	estúpido,	que	si	lento,	que	si	aburrido…	—escribe
uno	de	los	integrantes	de	cierto	foro	cibernético	llamado	Introvert	Retreat—.	Cuando
alcancé	la	edad	suficiente	para	suponer	que	era	introvertido	y	punto,	ya	era	tarde	para
desprenderse	del	convencimiento	de	que	había	algo	consustancial	a	mi	persona	que
no	iba	bien.	Ojalá	pudiese	encontrar	el	lugar	en	que	duerme	ese	vestigio	de	duda	para
eliminarlo».
De	adulto,	quizás	haya	sentido	cierta	punzada	de	culpa	al	declinar	una	invitación
para	 cenar	 en	 favor	 de	 un	 buen	 libro;	 o	 tal	 vez	 disfrute	 comiendo	 solo	 en	 los
restaurantes	 sin	 tener	 que	 soportar	 las	 miradas	 de	 conmiseración	 del	 resto	 de	 la
clientela.	También	es	probable	que	le	hayan	dicho	muchas	veces	que	está	«demasiado
ensimismado»,	expresión	que	se	aplica	a	menudo	a	quienes	son	callados	y	cerebrales,
aunque	también,	claro	está,	existe	para	ellos	el	término	pensador.
He	tenido	ocasión	de	comprobar	en	persona	lo	difícil	que	resulta	a	los	introvertidos
tomar	conciencia	de	sus	propios	dones,	y	 lo	 sensacional	que	se	vuelve	cuando,	por
fin,	 lo	 logran.	He	estado	más	de	diez	años	 instruyendo	a	gentes	de	 toda	clase	en	el
arte	de	la	negociación:	de	abogados	de	grandes	empresas	a	alumnos	universitarios,	y
de	gestores	de	fondos	de	inversión	libre	a	matrimonios.	Claro	está	que	tratábamos	de
lo	 fundamental:	 cómo	 prepararse	 para	 entablar	 una	 negociación,	 cuándo	 es
conveniente	presentar	la	primera	oferta	o	qué	hacer	cuando	la	otra	persona	nos	pone
en	la	situación	de	tomar	o	dejar	lo	que	se	nos	propone;	pero	también	ayudaba	a	mis
clientes	 a	 desentrañar	 su	 verdadera	 personalidad	 y	 a	 sacar	 de	 ella	 el	 máximo
rendimiento.
El	primero	de	todos	fue	una	joven	llamada	Laura.	Aunque	trabajaba	de	abogada
en	Wall	Street,	era	una	persona	callada	y	dada	a	la	fantasía	que	tenía	pavor	a	ser	el
centro	 de	 atención	 y	 no	 sentía	 ninguna	 atracción	 por	 el	 perfil	 típico	 del	 ejecutivo
dinámico.	A	duras	penas,	había	logrado	superar	el	crisol	de	la	Facultad	de	Derecho	de
Harvard,	en	donde	 las	clases	 se	 imparten	en	aulas	gigantescas	que	más	parecen	 los
anfiteatros	en	que	se	enfrentaban	los	gladiadores	—y	en	donde,	en	cierta	ocasión,	se
puso	 tan	 nerviosa	 que	 vomitó	 de	 camino	 a	 su	 clase—.	Una	 vez	 culminada	 aquella
etapa,	de	 regreso	al	mundo	real,	no	estaba	segura	de	ser	capaz	de	 representar	a	sus
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clientes	con	la	contundencia	que	estos	esperaban	de	ella.
Los	 tres	 primeros	 años,	 el	 puesto	 que	ocupaba	 en	 calidad	de	 principiante	 no	 la
obligó	a	poner	a	prueba	tal	duda;	pero	cierto	día,	el	abogado	con	el	que	había	estado
trabajando	se	fue	de	vacaciones	y	la	dejó	al	cargo	de	una	negociación	importante.	Los
clientes	eran	una	compañía	manufacturera	sudamericana	que	estaba	a	punto	de	caer
en	el	impago	de	cierto	préstamo	bancario	y	deseaba	pactar	condiciones	nuevas,	de	un
lado,	y	del	otro,	el	grupo	de	banqueros	que	la	había	financiado.
Aunque	Laura	habría	preferido	esconderse	bajo	la	mesa	de	negociaciones,	estaba
acostumbrada	a	hacer	frente	a	tales	impulsos.	Por	lo	tanto,	venció	su	nerviosismo	con
no	pocas	dosis	de	determinación	y	tomó	asiento	entre	los	compromisarios:	el	director
del	Departamento	 Jurídico	 y	 la	 directora	 de	 Finanzas.	Acertaron	 a	 ser	 sus	mejores
clientes:	gentes	correctas	de	voz	suave,	muy	distintas	de	los	modelos	de	arrogancia	a
los	 que	 solía	 representar	 su	 bufete.	 En	 el	 pasado,	 había	 llevado	 al	 primero	 a	 un
partido	 de	 los	 Yanquis,	 y	 a	 la	 segunda,	 a	 comprar	 un	 bolso	 para	 su	 hermana.	 Sin
embargo,	aquellas	gratas	salidas	—precisamente	el	género	de	relación	social	con	que
disfrutaba	ella—	se	le	hacían,	en	aquel	instante,	cosa	de	otro	mundo.	Ante	sí	tenía	a
nueveejecutivos	 de	 banca	 de	 inversión	 descontentos	 vestidos	 con	 trajes	 hechos	 a
medida	 y	 zapatos	 caros	 a	 los	 que	 acompañaba	 su	 abogada.	 Esta,	 mujer	 de	modos
cordiales	y	mandíbula	cuadrada,	no	era,	claro,	de	la	clase	de	personas	que	dudan	de	sí
mismas,	y	enseguida	se	sumergió	en	un	discurso	impresionante	para	poner	de	relieve
que	los	clientes	de	Laura	deberían	sentirse	afortunados	por	aceptar	las	condiciones	de
los	banqueros,	pues,	en	su	opinión,	constituían	una	oferta	muy	magnánima.
Todos	esperaban	una	réplica	por	su	parte,	pero	ella,	sin	saber	qué	decir,	no	pudo
hacer	otra	cosa	que	permanecer	sentada	y	parpadear.	Tenían	clavada	en	ella	la	mirada,
y	sus	clientes	se	removían	con	intranquilidad	en	sus	asientos	mientras	en	la	cabeza	de
ella	se	repetía	una	secuencia	que	conocía	ya	de	sobra:	«Soy	demasiado	callada	para
esta	clase	de	 situaciones;	demasiado	modesta;	demasiado	cerebral».	 Imaginaba	a	 la
persona	 ideal	 para	 salvar	 la	 situación:	 atrevida,	 engatusadora	 y	 dispuesta	 a	 hacerse
valer.	Alguien	así,	tan	distinto	de	Laura,	habría	recibido	en	el	instituto	el	calificativo
de	sociable,	el	mayor	elogio	que	conocían	sus	compañeros	de	aquellos	tiempos,	por
encima	 incluso	 del	 de	mona,	 para	 las	 chicas,	 o	 el	 de	 atlético,	 para	 los	 chicos.	 Se
prometió	que,	si	lograba	superar	aquel	día,	buscaría	otro	empleo	al	siguiente.
Entonces	recordó	 lo	que	 le	había	repetido	yo	hasta	 la	saciedad:	era	una	persona
introvertida	y,	como	tal,	poseía	cualidades	singulares	en	el	terreno	de	la	negociación,
quizá	menos	obvias,	 aunque	no	por	ello	menos	 formidables.	Lo	más	 seguro	es	que
estuviera	más	preparada	que	cualquier	otra	persona.	Hablando	se	mostraba	sosegada,
pero	 firme,	y	 raras	veces	abría	 la	boca	sin	pensar.	Pese	a	 ser	una	persona	apacible,
podía	adoptar	posturas	resueltas	y	aun	enérgicas	sin	dejar	de	ofrecer	la	impresión	de
ser	 perfectamente	 razonable.	 Además,	 solía	 plantear	 preguntas	 —muchas—	 y
escuchar,	de	hecho,	las	respuestas,	algo	que,	sea	cual	sea	la	personalidad	de	quien	las
formule,	resulta	de	una	importancia	crucial	a	la	hora	de	negociar	con	buen	éxito.
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En	 consecuencia,	 Laura	 comenzó,	 al	 fin,	 a	 hacer	 lo	 que	 salía	 de	 ella	 de	 forma
natural.	«Volvamos	un	paso	atrás.	¿En	qué	se	basan	sus	números?»,	quiso	saber.	Y	a
eso	 añadió	 otras	muchas	 preguntas:	 «¿Y	 si	 estructuramos	 así	 el	 préstamo?	 ¿Creen
ustedes	 que	 podría	 funcionar?».	 «¿Así?».	 «¿Se	 les	 ocurre	 otra	 manera?».	 Las
planteaba	de	un	modo	tímido	en	un	primer	momento,	pero	a	medida	que	las	hacía	fue
cobrando	arrojo,	 las	 formulaba	con	más	determinación	y	dejando	claro	que	 llevaba
bien	hechos	 los	deberes	de	casa	y	no	pensaba	ceder.	A	un	 tiempo,	 sin	 embargo,	 se
mantuvo	fiel	a	su	estilo,	sin	alzar	la	voz	en	ningún	instante	ni	perder	la	compostura:
cada	vez	que	los	banqueros	hacían	una	aseveración	que	parecía	incontestable,	trataba
de	ser	constructiva.	«¿Me	están	diciendo	que	es	la	única	vía	que	podemos	tomar?	—
inquiría	 entonces—.	 ¿Y	 si	 adoptamos	 un	 enfoque	 diferente?».	 Estos	 sencillos
interrogantes	 acabaron	por	 transformar	 la	 atmósfera	 que	 imperaba	 en	 la	 sala	 de	 un
modo	 idéntico	 a	 como	 indican	 los	 manuales	 sobre	 negociación.	 Los	 banqueros
abandonaron	 su	 actitud	 de	 disertador	 perdonavidas,	 ante	 la	 cual	 sentía	 que	 poco	 o
nada	podía	hacer	ella,	y	comenzaron	a	conversar	de	veras.
La	discusión	prosiguió	sin	que	se	llegara	a	un	acuerdo,	y	uno	de	los	prestamistas
volvió	a	encenderse	y,	arrojando	los	documentos	que	tenía	ante	sí,	salió	de	allí	hecho
una	 furia.	 Laura	 hizo	 caso	 omiso	 de	 semejante	 exhibición,	 en	 gran	medida	 por	 no
saber	qué	otra	cosa	podía	hacer.	Más	tarde,	alguien	le	reveló	que	en	aquel	momento
decisivo	había	hecho	un	despliegue	magistral	de	 lo	que	se	conoce	como	«jujitsu	de
negociación»,	aunque	ella	era	consciente	de	que	 lo	único	que	estaba	haciendo	es	 lo
que	aprende	a	hacer	de	forma	natural	una	persona	callada	en	un	mundo	de	bocazas.
Las	dos	partes	alcanzaron	al	 final	un	acuerdo.	Los	 financieros	salieron	del	edificio,
los	clientes	favoritos	de	Laura	se	encaminaron	al	aeropuerto	y	ella	volvió	a	casa,	se
puso	cómoda	con	un	libro	y	se	dispuso	a	olvidar	las	tensiones	de	aquel	día.
Con	todo,	a	la	mañana	siguiente,	la	llamó	la	abogada	de	los	banqueros	—la	mujer
de	porte	vigoroso	y	mandíbula	cuadrada—	para	ofrecerle	trabajo.	«Es	la	primera	vez
que	veo	a	una	persona	tan	encantadora	e	inflexible	a	un	tiempo»,	le	aseguró.	Un	día
más	 tarde,	 se	 puso	 en	 contacto	 con	 ella	 el	 superior	 de	 aquellos,	 a	 fin	 de	 ver	 si	 el
bufete	 de	 ella	 estaba	 dispuesto	 a	 representar	 en	 el	 futuro	 a	 su	 compañía.
«Necesitamos	a	alguien	que	sea	capaz	de	ayudarnos	a	promover	acuerdos	sin	dejar
que	 se	 entrometa	 su	 ego»,	 le	 dijo.	Al	 ser	 fiel	 a	 su	modo	 suave	 de	 hacer	 las	 cosas,
Laura	había	encontrado	un	cliente	para	su	despacho	y	una	oferta	de	trabajo	para	ella
misma.	No	le	hizo	falta	alzar	la	voz	ni	adoptar	una	postura	enérgica.
Hoy	Laura	ha	asumido	que	su	introversión	forma	parte	esencial	de	su	identidad,	y
ha	aceptado	su	natural	 reflexivo.	El	mecanismo	de	su	cabeza	que	 la	acusaba	de	ser
demasiado	 callada	 y	 sin	 pretensiones	 se	 pone	 en	 marcha	 con	 mucha	 menos
frecuencia:	Laura	sabe	que	puede	defenderse	cuando	es	necesario.
¿Qué	quiero	decir	exactamente	cuando	afirmo	que	Laura	es	introvertida?	Al	empezar
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a	 escribir	 este	 libro,	 lo	 primero	 que	 quise	 averiguar	 fue	 precisamente	 eso:	 cómo
definen	 los	 investigadores	 la	 introversión	 y	 la	 extroversión.	 Sabía	 que	 el	 reputado
psicólogo	Carl	Jung	había	publicado,	en	1921,	un	libro	revolucionario	titulado	Tipos
psicológicos	 en	 el	 que	 popularizaba	 ambos	 conceptos	 en	 cuanto	 componentes
fundamentales	 de	 la	 personalidad[31].	 A	 su	 decir,	 los	 introvertidos	 se	 sienten
cautivados	 por	 el	 mundo	 interior	 del	 pensamiento	 y	 los	 sentimientos,	 y	 los
extrovertidos,	por	la	vida	exterior,	poblada	de	personas	y	actividades.	Los	primeros	se
centran	en	el	significado	que	otorgan	a	los	acontecimientos	que	se	desenvuelven	a	su
alrededor,	en	tanto	que	los	segundos	se	lanzan	de	cabeza	a	ellos.	Si	aquellos	recargan
las	pilas	cuando	están	en	soledad,	estos	sienten	que	necesitan	repostar	combustible	si
no	mantienen	su	vida	social.	A	quien	se	haya	sometido	a	un	test	de	personalidad	de
Myers-Briggs,	basado	en	el	pensamiento	junguiano	y	empleado	por	la	mayoría	de	las
universidades	y	 las	compañías	que	figuran	entre	 las	cien	más	ricas	de	 las	 listas	que
publica	la	revista	Fortune,	no	le	resultarán	desconocidas	estas	ideas[32].
Pero	¿qué	tienen	que	decir	al	respecto	los	estudiosos	de	nuestros	días?	No	tardé
en	 darme	 cuenta	 de	 que	 no	 existe	 definición	 alguna	 de	 estos	 caracteres	 que	 pueda
aplicarse	 en	 todos	 los	 ámbitos:	 no	 son	 categorías	 unitarias	 como	 pueden	 serlo	 el
hecho	de	tener	el	pelo	rizado	o	dieciséis	años,	en	las	que	es	fácil	estar	de	acuerdo	en
quién	puede	o	no	incluirse.	Así,	por	ejemplo,	los	adeptos	a	la	escuela	de	«los	cinco
grandes»,	 que	 defienden	 la	 posibilidad	 de	 reducir	 a	 tal	 número	 los	 rasgos	 de
personalidad	fundamentales	del	ser	humano,	no	hablan	de	riqueza	de	la	vida	interior	a
la	hora	de	explicar	la	introversión,	sino	de	una	falta	de	cualidades	como	la	afirmación
o	el	don	de	gentes.	Existen	casi	tantas	definiciones	de	esta	y	de	la	extroversión	como
psicólogos	 del	 carácter,	 quienes,	 de	 hecho,	 consagran	 buena	 parte	 de	 su	 tiempo	 a
discutir	 sobre	 cuál	 es	más	 precisa.	 Si	 hay	 quien	 considera	 anticuadas	 las	 ideas	 de
Jung,	no	faltan	quienes	mantengan	que	es	el	único	que	acertó.
Aun	 así,	 los	 especialistas	 de	 nuestro	 tiempo	 suelen	 coincidir	 en	 varios	 puntos
importantes,	como,	por	ejemplo,	el	de	que	introvertidos	y	extrovertidos	difieren	en	el
grado	de	estimulación	del	exterior	que	necesitan	para	rendir.	Los	primeros	se	sienten
bien	con	estímulos	menores,	 como	el	beber	vinocon	un	amigo	 íntimo,	 resolver	un
crucigrama	 o	 leer	 un	 libro,	 y	 los	 segundos	 disfrutan	 con	 el	 incentivo	 añadido	 que
suponen	 actividades	 como	 la	 de	 conocer	 gente	 nueva,	 esquiar	 por	 pendientes
resbaladizas	o	subir	el	volumen	de	la	música.	«El	contacto	con	otras	personas	es	un
aluvión	de	estímulos	—afirma	David	Winter,	psicólogo	de	la	personalidad,	al	explicar
por	qué	el	introvertido	típico	prefiere	pasar	sus	vacaciones	leyendo	en	la	playa	a	estar
de	fiesta	en	un	crucero—,	pues	suscita	amenaza,	miedo,	deseos	de	huida	y	amor.	Cien
personas	resultan	más	provocadoras	que	cien	libros	o	cien	granos	de	arena».
Muchos	 expertos	 coincidirán	 también	 en	 que	 los	 representantes	 de	 ambos	 tipos
trabajan	de	manera	distinta.	Los	extrovertidos	suelen	abordar	con	rapidez	 las	 tareas
que	se	les	asignan;	toman	decisiones	ágiles	—a	veces	precipitadas—	y	se	encuentran
a	 gusto	 haciendo	 varias	 cosas	 a	 la	 vez	 y	 asumiendo	 riesgos.	 Les	 encanta	 salir	 en
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busca	 de	 recompensas	 expresadas	 en	 forma	 de	 dinero	 o	 posición	 social.	 Los
introvertidos,	 en	 cambio,	 actúan,	 con	 frecuencia,	 de	 forma	más	 lenta	 y	 deliberada;
prefieren	centrarse	en	una	sola	tarea,	y	son	relativamente	inmunes	a	los	encantos	de	la
riqueza	y	la	fama.
Nuestra	 personalidad	 determina	 también	 nuestro	 estilo	 de	 relación	 social.	 Los
extrovertidos	 son	 los	 mejores	 para	 animar	 una	 cena	 y	 reirán	 de	 buena	 gana	 todas
nuestras	 gracias.	 Acostumbran	 ser	 enérgicos	 y	 dominantes,	 y	 necesitan	 estar
acompañados.	Piensan	en	voz	alta	y	sin	detenerse;	prefieren	hablar	a	escuchar;	raras
veces	 se	 quedan	 sin	 palabras,	 y	 de	 cuando	 en	 cuando	 dejan	 escapar	 cosas	 que	 no
querían	decir.	No	les	incomoda	el	conflicto,	aunque	sí	la	soledad.	Los	introvertidos,
en	cambio,	pueden	tener	bien	desarrolladas	las	habilidades	sociales	y	saber	disfrutar
de	las	fiestas	y	las	reuniones	de	trabajo,	aunque	tras	un	rato	están	deseando	estar	en
casita	con	el	pijama	puesto.	Prefieren	dedicar	su	energía	a	 los	amigos	más	 íntimos,
los	colegas	y	la	familia.	Escuchan	más	que	hablan,	piensan	antes	de	abrir	la	boca	y	a
menudo	 sienten	 que	 se	 expresan	 mejor	 por	 escrito	 que	 en	 una	 conversación.	 No
gustan	 de	 los	 conflictos,	 y	 si	 bien	 muchos	 pueden	 profesar	 horror	 a	 las	 charlas
intrascendentes,	se	deleitan	con	los	diálogos	reflexivos[33].
Hay,	 eso	 sí,	 conceptos	que	deben	desterrarse	 acerca	del	 introvertido.	En	primer
lugar,	no	es	sinónimo	de	ermitaño	o	de	misántropo[34].	Aunque	algunos	puedan	serlo,
en	su	mayoría	son	amigables	como	el	que	más.	La	de	«¡Solo	quiero	conectar!»,	una
de	 las	expresiones	más	humanas	que	se	hayan	escrito	en	 lengua	 inglesa,	salió	de	 la
pluma	 a	 E.	 M.	 Forster,	 escritor	 de	 personalidad	 claramente	 introvertida	 que	 la
introdujo	en	una	novela	que	exploraba	la	cuestión	de	cómo	alcanzar	«lo	más	excelso
del	amor	humano[35]».	Tampoco	tiene	que	ser	tímido	de	manera	necesaria.	La	timidez
es	el	miedo	a	la	desaprobación	social	o	a	la	humillación,	en	tanto	que	la	introversión
consiste	 en	 la	 preferencia	 de	 entornos	 que	 no	 estén	 excesivamente	 cargados	 de
estímulos[36].	 Esta	 no	 es,	 como	 aquella,	 dolorosa	 de	 manera	 inherente.	 Ambos
conceptos	se	presentan	solapados	en	ocasiones	—aunque	 los	psicólogos	difieren	en
cuanto	a	 la	medida	en	que	 lo	hacen—,	y	ese	es	el	motivo	por	el	que	hay	quien	 los
confunde[37].	Hay	especialistas	que	representan	las	dos	tendencias	en	ejes	cartesianos,
de	tal	modo	que	el	grado	de	introversión	o	extroversión	ocupa	el	de	abscisas,	y	el	de
inquietud	y	estabilidad,	el	de	ordenadas.	Esta	disposición	ofrece	cuatro	cuadrantes	de
tipos	 de	 personalidad:	 extrovertidos	 tranquilos,	 extrovertidos	 nerviosos	 —o
impulsivos—,	introvertidos	tranquilos	e	introvertidos	nerviosos.	Dicho	de	otro	modo:
cabe	 ser	 extrovertido	 y	 tímido,	 como	 Barbra	 Streisand,	 en	 quien	 se	 conjugan	 una
personalidad	arrolladora	y	un	miedo	escénico	paralizador,	o	 introvertido	y	 resuelto,
como	 Bill	 Gates,	 quien	 guarda	 siempre	 las	 distancias	 y,	 sin	 embargo,	 se	 muestra
indiferente	a	la	opinión	de	los	demás.
También	puede	uno	ser,	claro	está,	tímido	e	introvertido	a	un	tiempo,	tal	como	le
ocurrió	a	T.	S.	Eliot,	autor	de	proverbial	alma	solitaria	que	escribió	en	Tierra	baldía:
«Te	mostraré	 el	miedo	 en	 un	 puñado	de	 polvo».	Son	muchos	 los	 cohibidos	 que	 se
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recogen	en	sí	mismos,	en	parte	por	buscar	un	lugar	en	que	refugiarse	del	trato	social
que	tanta	inquietud	les	provoca,	y	muchos	los	introvertidos	que	manifiestan	timidez,
no	 solo	 como	 resultado	de	 entender	 que	 su	 inclinación	 a	 la	 reflexión	 tiene	 algo	 de
reprochable,	 sino	 también	 porque	 su	 psicología	 los	 lleva,	 tal	 como	 veremos,	 a
mantenerse	alejados	de	entornos	cargados	de	estímulos.
Sin	 embargo,	 pese	 a	 todas	 las	 diferencias	 que	 las	 separan,	 la	 timidez	 y	 la
introversión	 tienen	 en	 común	 un	 rasgo	 relevante.	 Aunque	 el	 estado	 mental	 de	 un
extrovertido	tímido	que	asiste	en	silencio	a	una	reunión	de	negocios	puede	ser	muy
distinto	del	de	un	introvertido	sosegado	—pues	en	tanto	que	el	primero	teme	hablar
en	voz	alta,	el	segundo	está	recibiendo,	sin	más,	una	cantidad	excesiva	de	estímulos
—,	 ambos	 presentan	 la	misma	 imagen	 a	 quien	 los	 observa	 desde	 fuera.	 Tal	 hecho
ofrece	 a	 los	 dos	 tipos	 un	 indicio	 nada	 desdeñable	 acerca	 del	 modo	 como	 la
veneración	 que	 profesamos	 al	 dominante	 hace	 que	 pasemos	 por	 alto	 cosas	 buenas,
inteligentes	 y	 sabias.	 Por	 motivos	 muy	 diversos,	 los	 tímidos	 y	 los	 introvertidos
podrían	optar	por	consagrar	su	 tiempo	a	proyectos	susceptibles	de	ser	desarrollados
fuera	de	 la	mirada	del	público,	como	 inventar,	 investigar,	 tender	 la	mano	a	quienes
sufren	 una	 enfermedad	 grave	 o	 aun	 asumir	 con	 callada	 competencia	 posiciones	 de
mando.	 Aun	 cuando	 no	 son	 papeles	 de	 protagonismo,	 quienes	 los	 representan	 no
dejan	de	ser	gentes	ejemplares.
Si	aún	no	está	seguro	el	lector	del	lugar	en	que	se	encuentra	en	la	línea	que	va	de	la
introversión	a	la	extroversión,	puede	tomarse	un	momento	para	evaluarse.	Responda
cada	pregunta	con	sí	o	no,	según	lo	que	proceda	con	más	frecuencia[3*]:
1.	 Prefiero	conversar	a	solas	con	otra	persona	a	participar	en	actividades	de	grupo.
2.	 Lo	normal	es	que	me	encuentre	más	a	gusto	expresándome	por	escrito.
3.	 Me	gusta	la	soledad.
4.	 Todo	apunta	a	que	me	preocupan	menos	que	a	los	que	me	rodean	la	riqueza,	la
fama	y	la	posición	social.
5.	 No	 me	 hace	 gracia	 la	 charla	 insustancial,	 aunque	 disfruto	 manteniendo
conversaciones	serias	sobre	asuntos	que	son	de	mi	interés.
6.	 Dicen	que	sé	escuchar.
7.	 No	soy	dado	a	arriesgar	mucho.
8.	 Me	gusta	la	clase	de	trabajo	que	me	permite	«sumergirme»	en	él	sin	demasiadas
interrupciones.
9.	 Prefiero	celebrar	mi	cumpleaños	de	forma	íntima,	con	uno	o	dos	amigos	o	con
familiares.
10.	 Los	demás	consideran	suaves	mi	voz	y	mi	conducta.
11.	 Prefiero	no	mostrar	mi	trabajo	a	otros	ni	hablar	de	él	antes	de	tenerlo	acabado.
12.	 Detesto	los	conflictos.
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13.	 Trabajo	mejor	solo.
14.	 Acostumbro	pensar	antes	de	hablar.
15.	 Me	encuentro	agotado	cuando	salgo,	aunque	disfrute	con	la	experiencia.
16.	 Muchas	veces	dejo	que	salte	el	contestador	de	mi	teléfono.
17.	 Si	tuviese	que	elegir,	preferiría	un	fin	de	semana	sin	nada	que	hacer	a	uno	con
demasiadas	actividades	programadas.
18.	 No	me	gusta	hacer	varias	cosas	a	la	vez.
19.	 Me	concentro	con	facilidad.
20.	 En	el	ámbito	académico,	prefiero	una	conferencia	a	un	seminario.
Cuantas	más	veces	haya	respondido	afirmativamente,	mayor	será,	quizá,	su	grado	de
introversión.	Si	 el	número	de	contestaciones	positivas	y	negativas	es	 semejante,	 tal
vez	sea	ambivertido	(sí,	sí:	la	palabra	existe).
Sin	embargo,	ni	siquiera	si	ha	contestado	como	introvertido	o	como	extrovertido
puede	 decirse	 que	 sea	 predecible	 su	 comportamiento	 en	 cualquiercircunstancia.
Afirmar	que	todo	introvertido	es	un	ratón	de	biblioteca	o	que	todo	extrovertido	lleva
lentejuelas	a	las	fiestas	sería	como	asegurar	que	todas	las	mujeres	son,	por	naturaleza,
conciliadoras	y	a	todos	los	hombres	les	encantan	los	deportes	de	contacto	físico.	Tal
como	 lo	 expresó	 Jung	 de	 forma	 acertada:	 «No	 existen	 los	 extrovertidos	 ni	 los
introvertidos	puros.	De	darse	alguno,	sería	en	un	sanatorio	para	lunáticos[38]».	Esto	se
debe,	en	parte,	a	la	maravillosa	complejidad	que	nos	caracteriza	como	individuos,	y
también	 a	 la	 existencia	de	 tantos	géneros	distintos	de	 introvertidos	y	 extrovertidos.
Estos	dos	rasgos	interactúan	con	el	resto	de	los	que	conforman	nuestra	personalidad	y
con	nuestra	historia	personal	para	crear	clases	de	personas	diferentes	en	extremo;	y
así,	 un	 estadounidense	 de	 inclinaciones	 artísticas	 compelido	 por	 los	 deseos	 de	 su
padre	a	entrar	en	el	equipo	de	fútbol	americano	como	sus	rudos	hermanos	presentará
una	 introversión	 distinta,	 digamos,	 de	 la	 de	 una	 ejecutiva	 finesa	 hija	 de	 fareros.
(Finlandia	 tiene	 fama	 de	 nación	 introvertida,	 tal	 como	 ilustra	 el	 siguiente	 chiste
nativo:	¿Cuándo	sabes	que	le	gustas	a	un	finés?	Cuando	te	mira	a	los	zapatos	en	vez
de	mirar	los	suyos.)[39]
Muchos	introvertidos	son,	además,	personas	«hipersensibles»;	lo	que,	por	poético
que	 pueda	 parecer,	 no	 es,	 en	 realidad,	 sino	 una	 expresión	 técnica	 del	 ámbito	 de	 la
psicología[40].	 Si	 el	 lector	 es	 gente	 sensible,	 será	 más	 propenso	 que	 la	 media	 a
encontrarse	 gratamente	 abrumado	 por	 la	 sonata	Claro	 de	 luna	 de	 Beethoven,	 una
frase	bien	construida	o	un	gesto	extraordinario	de	humanidad.	Quizá	lo	repugnen	con
más	facilidad	que	a	otros	la	violencia	y	la	fealdad,	y	lo	más	seguro	es	que	posea	una
conciencia	muy	marcada.	De	pequeño	lo	tildaban	tal	vez	de	tímido,	y	siempre	se	ha
puesto	 nervioso	 al	 verse	 evaluado:	 al	 tener	 que	 hablar	 en	 público,	 por	 ejemplo,	 o
durante	una	primera	cita.	Más	 tarde	 tendremos	ocasión	de	abordar	el	motivo	por	el
que	 tiende	 a	 darse	 esta	 serie	 de	 atributos,	 en	 apariencia	 inconexos,	 en	 una	misma
persona	y	por	qué	esta	es,	a	menudo,	 introvertida	(aunque	nadie	sabe	con	exactitud
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cuántos	introvertidos	son	altamente	sensibles,	sí	podemos	decir	que	el	70	por	100	de
los	 sensibles	 son	 introvertidos,	 en	 tanto	 que	 el	 30	 por	 100	 restante	 suele	 asegurar
necesitar	una	cantidad	considerable	de	«tiempo	de	inactividad»).
Semejante	complejidad	hace	evidente	que	no	todo	lo	que	lea	en	El	poder	de	los
introvertidos	tiene	por	qué	ser	aplicable	al	lector,	aun	cuando	pueda	considerarse	un
introvertido	de	tomo	y	lomo.	Entre	otras	cosas,	vamos	a	dedicar	no	pocas	páginas	a	la
timidez	y	la	sensibilidad,	cuando	acaso	usted	no	posea	ninguno	de	estos	rasgos.	No
pasa	nada:	puede	quedarse	 con	 lo	que	 le	 ataña	y	emplear	 el	 resto	para	mejorar	 sus
relaciones	con	los	demás.
Dicho	todo	esto,	en	este	libro	vamos	a	esforzarnos	por	no	recurrir	en	exceso	a	las
definiciones.	 La	 exposición	 estricta	 del	 significado	 de	 un	 término	 reviste	 una
importancia	 vital	 para	 los	 investigadores	 cuyos	 estudios	 dependen	 de	 la
determinación	exacta	del	punto	en	que	se	pasa	de	la	introversión	a	otros	rasgos	como
la	timidez;	pero	en	el	presente	volumen	vamos	a	centrarnos,	más	bien,	en	el	fruto	de
esos	 trabajos.	 Los	 psicólogos	 de	 hoy	 han	 desvelado,	 con	 la	 ayuda	 de	 los
neurocientíficos	y	 las	 imágenes	del	cerebro	que	obtienen	por	 resonancia	magnética,
información	 esclarecedora	 que	 está	 cambiando	 la	 concepción	 que	 poseemos	 del
mundo…	 y	 también	 de	 nosotros	 mismos.	 Están	 brindando	 respuesta	 a	 preguntas
como:	 ¿por	 qué	 hay	 personas	 habladoras,	 en	 tanto	 que	 otras	 prefieren	 medir	 sus
palabras?;	 ¿por	 qué	unas	 hacen	 trinchera	 en	 su	 trabajo	 y	 otras	 organizan	 fiestas	 de
cumpleaños	 para	 sus	 compañeros	 de	 oficina?;	 ¿por	 qué	 hay	 quien	 se	 encuentra
cómodo	 en	 puestos	 de	 autoridad	 y	 quien	 prefiere	 no	 mandar	 ni	 que	 le	 manden?;
¿pueden	 erigirse	 en	 líderes	 los	 introvertidos?;	 la	 predilección	 cultural	 que
manifestamos	respecto	de	la	extroversión	¿es	natural	o	responde	a	motivos	sociales?
Desde	 el	 punto	 de	 vista	 evolutivo,	 la	 introversión	 debe	 de	 haber	 sobrevivido	 en
cuanto	 rasgo	 de	 personalidad	 por	 alguna	 razón;	 pero	 ¿cuál	 puede	 ser?	 ¿Debería
consagrar	sus	energías	el	introvertido	a	actividades	que	le	resulten	afines	de	manera
natural,	o	más	bien	obligarse	a	dar	más	de	sí,	como	hizo	Laura	aquel	día	ante	la	mesa
de	negociación?
Las	 respuestas	quizá	 le	 resulten	sorprendentes.	Aun	así,	 si	 tuviese	que	aprender
una	 sola	 cosa	 de	 este	 libro,	 espero	 que	 se	 trate	 del	 convencimiento	 de	 que	 tiene
derecho	a	no	renunciar	a	su	propia	personalidad.	Puedo	garantizar	personalmente	que
semejante	postura	puede	 cambiarle	 la	vida.	 ¿Recuerda	 el	 lector	 al	 primer	 cliente	 al
que	nos	hemos	referido,	y	al	que	hemos	llamado	Laura	por	proteger	su	identidad?	En
realidad,	le	estaba	hablando	de	mí,	precisamente	porque	fui	yo	mi	primer	cliente.
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PRIMERA	PARTE
EL	IDEAL	EXTROVERTIDO
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1
EL	NACIMIENTO	DEL	«TIPO	MÁS	AGRADABLE
DEL	MUNDO»
Cómo	se	convirtió	la	extroversión	en	el	ideal	cultural
Miradas	de	extraños,	penetrantes	y	críticas.
¿Se	atreve	a	sostenerlas	con	orgullo,	con	confianza	y	sin	miedo?
Anuncio	impreso	del	jabón	Woodbury	(1922)
Estamos	en	1902,	en	Harmony	Church,	una	localidad	diminuta	de	Misuri,	apenas	un
punto	minúsculo	en	el	mapa	situado	en	una	llanura	anegable	a	un	centenar	y	medio	de
kilómetros	 de	 Kansas	 City.	 Nuestro	 joven	 protagonista	 es	 un	 estudiante	 de
secundaria,	 simpático	 aunque	 inseguro,	 llamado	 Dale;	 un	 muchacho	 flaco,	 poco
atlético	 e	 inquieto,	 hijo	 de	 un	 granjero	 de	moral	 recta	 y	 perenne	 ruina	 económica
dedicado	a	la	cría	porcina.	Respeta	a	sus	padres,	pero	lo	repele	la	idea	de	seguir	sus
pasos	por	la	senda	de	la	pobreza.	También	lo	preocupan	otras	cosas:	los	rayos	y	los
truenos,	la	posibilidad	de	ir	al	infierno	y	la	tendencia	a	la	timidez	que	experimenta	en
momentos	decisivos.
Cierto	día	llega	a	la	ciudad	un	conferenciante	del	movimiento	Chautauqua.	Esta
organización,	creada	en	1873	y	con	sede	en	el	condado	del	que	tomó	el	nombre,	sito
en	 la	región	 interior	del	estado	de	Nueva	York,	envía	a	sus	oradores	más	dotados	a
lugares	 de	 todo	 el	 país	 para	 que	 hablen	 de	 literatura,	 ciencia	 y	 religión,	 y	 los
estadounidenses	rurales	los	tienen	en	alta	estima	por	el	aire	de	distinción	elegante	que
traen	 del	 mundo	 exterior,	 así	 como	 por	 el	 poder	 hipnótico	 que	 ejercen	 sobre	 su
auditorio.	 Este	 en	 particular	 logra	 cautivar	 al	 joven	 Dale	 con	 una	 historia	 de
ascensión	 a	 la	 riqueza	 desde	 los	 orígenes	más	 humildes	 imaginables,	 pues,	 en	 otro
tiempo,	él	había	sido	un	modesto	empleado	de	granja	de	futuro	poco	venturoso,	hasta
que	 desarrolló	 un	 estilo	 retórico	 cautivador	 y	 se	 hizo	 un	 hueco	 en	Chautauqua.	 El
muchacho	está	pendiente	de	cada	una	de	sus	palabras.
Unos	 años	 después,	 Dale	 tiene	 ocasión,	 una	 vez	 más,	 de	 quedar	 impresionado
nuevamente	 por	 el	 valor	 del	 arte	 de	 hablar	 en	 público.	 Su	 familia	 se	 muda	 a	 una
granja	de	Warrensburg,	también	en	Misuri,	a	fin	de	que	pueda	asistir	a	la	universidad
sin	 tener	 que	 pagar	 alojamiento	 y	manutención.	Dale	 observa	 que	 sus	 compañeros
erigen	 en	 cabecillas	 a	 los	 alumnos	 vencedores	 de	 los	 concursos	 de	 oratoria	 del
campus,	y	decide	ser	uno	de	ellos.	Se	inscribe	en	cuantos	se	convocan,	y	cada	noche
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vuelve	corriendo	a	casa	a	fin	de	practicar.	Sufre	una	derrota	tras	otra:	es	tenaz,	pero
no	 puede	 considerarse	 un	 orador	 sobresaliente.	 Sin	 embargo,	 al	 fin	 empieza	 a	 ver
recompensados	 sus	 empeños:	 triunfa	en	 los	 certámenes	y	 se	 convierte	 en	héroe	del
campus.	Entre	sus	compañeros,son	muchos	los	que	recurren	a	él	para	que	los	enseñe
a	hablar,	y	los	que	reciben	clases	suyas	también	comienzan	a	ganar.
Aunque	en	1908,	año	en	que	sale	de	la	facultad,	sus	padres	siguen	siendo	pobres,
el	 mundo	 empresarial	 está	 en	 pleno	 auge	 en	 Estados	 Unidos.	 Henry	 Ford	 está
vendiendo	su	Modelo	T	como	rosquillas	con	el	lema	publicitario	de:	«Para	placer	y
negocios»,	y	nadie	ignora	los	nombres	de	J.	C.	Penney,	Woolworth	y	Sears	Roebuck.
La	 electricidad	 ilumina	 los	 hogares	 de	 la	 clase	media,	 y	 la	 instalación	 de	 aparatos
sanitarios	dentro	de	las	casas	ahorra	no	pocas	salidas	a	medianoche	a	sus	ocupantes.
La	 nueva	 economía	 está	 pidiendo	 a	 gritos	 una	 clase	 nueva	 de	 hombre:	 un
representante,	 un	 operador	 social	 de	 sonrisa	 pronta	 y	 apretón	 de	manos	magistral,
capaz	de	llevarse	bien	con	sus	colegas	y	eclipsarlos	a	un	mismo	tiempo.	Dale	se	une	a
la	legión	creciente	de	vendedores	y	se	echa	a	la	carretera	sin	muchas	más	posesiones
que	su	pico	de	oro.
Se	apellida	Carnegie	 (Carnagey,	en	realidad,	aunque	cambiará	 la	ortografía	más
tarde,	 quizá	 para	 evocar	 a	 Andrew,	 el	 gran	 industrial).	 Después	 de	 varios	 años
agotadores	 vendiendo	 carne	 de	 vacuno	 para	 Armour	 and	 Company,	 acaba	 por
establecerse	como	profesor	de	oratoria.	Da	su	primera	clase	en	una	escuela	nocturna
de	la	Young	Men’s	Christian	Association	(YMCA)	sita	en	la	calle	Ciento	veinticinco
de	 Nueva	 York.	 Pide	 el	 salario	 de	 dos	 dólares	 por	 sesión	 que	 suelen	 percibir	 los
docentes	de	ese	tramo	horario,	y	el	director,	que	duda	que	la	materia	que	enseña	vaya
a	atraer	demasiado	interés,	se	lo	deniega.
Sin	embargo,	el	curso	conoce	un	éxito	espectacular	de	la	noche	a	la	mañana,	y	su
autor,	 a	 continuación,	 funda	 el	 Dale	 Carnegie	 Institute,	 dedicado	 a	 ayudar	 a	 los
ejecutivos	 a	 acabar	 con	 las	 mismas	 inseguridades	 que	 lo	 habían	 retenido	 a	 él	 de
joven.	 En	 1913	 publica	 su	 primer	 libro,	 titulado	 Cómo	 hablar	 bien	 en	 público	 e
influir	en	los	hombres	de	negocios.	«Si	en	los	tiempos	en	que	los	pianos	y	los	cuartos
de	baño	eran	artículos	de	lujo	—escribe—	los	hombres	consideraban	que	el	de	hablar
bien	en	público	era	un	don	peculiar	que	solo	necesitaban	los	abogados,	los	clérigos	o
los	 hombres	 de	 Estado,	 hoy	 nos	 damos	 cuenta	 de	 que	 constituye	 un	 arma
indispensable	para	quienes	avanzan	con	pasos	de	gigante	en	 la	 intensa	competición
de	los	negocios[1]».
La	 metamorfosis	 de	 granjero	 y	 viajante	 a	 ídolo	 de	 la	 oratoria	 que	 experimentó
Carnegie	es	también	la	historia	del	nacimiento	del	ideal	extrovertido.	La	trayectoria
que	siguió	fue	reflejo	de	la	evolución	cultural	que	tomó	forma	entre	finales	del	siglo
XIX	y	principios	del	XX,	y	que	cambió	para	siempre	nuestra	propia	identidad	y	la	de
las	personas	a	las	que	admiramos,	cómo	actuamos	en	una	entrevista	de	trabajo	y	qué
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buscamos	en	un	empleado;	cómo	cortejamos	a	nuestra	pareja	futura	y	cómo	criamos	a
nuestros	hijos.	Estados	Unidos	experimentó	el	cambio	de	una	«cultura	del	carácter»	a
una	 «cultura	 de	 la	 personalidad»,	 según	 la	 expresión	 empleada	 por	 el	 célebre
historiador	 social	 Warren	 Susman,	 e	 inauguró	 con	 ello	 un	 período	 de	 angustias
personales	del	que	quizá	no	lleguemos	nunca	a	recuperarnos[2].
El	ideal	de	la	cultura	del	carácter	era	una	persona	seria,	disciplinada	y	respetable.
En	 él	 no	 importaba	 tanto	 la	 impresión	 que	 pudiese	 dar	 uno	 en	 público	 como	 la
conducta	 que	 observara	 en	 privado.	 La	 palabra	 personality	 («personalidad»)	 no
existía	en	inglés	hasta	el	siglo	XVIII,	 la	 idea	de	«tener	una	gran	personalidad»	no	se
generalizó	 hasta	 el	 XX[3].	 Sin	 embargo,	 al	 adoptar	 esta	 segunda	 cultura,	 los
estadounidenses	comenzaron	a	centrar	su	atención	en	cómo	los	percibían	los	demás,	a
sentirse	cautivados	por	personajes	atrevidos	y	divertidos.	«El	papel	social	que	exigía
la	nueva	cultura	de	 la	personalidad	era	el	de	un	 intérprete	—al	decir	de	Susman—:
todo	estadounidense	debía	convertirse	en	actor».
El	auge	industrial	de	Estados	Unidos	fue	uno	de	los	motores	principales	de	esta
evolución	cultural.	La	nación	pasó	con	gran	rapidez	de	ser	una	sociedad	agrícola	de
casitas	 dispersas	 por	 la	 pradera	 a	 convertirse	 en	 una	 potencia	 urbanizada	 cuyo
negocio	eran	los	negocios	—conforme	a	 la	conocida	cita—.	Si	en	los	albores	de	su
historia	la	mayor	parte	de	sus	habitantes	vivía	como	la	familia	de	Dale	Carnegie,	en
granjas	 o	 en	 municipios	 pequeños,	 relacionándose	 con	 gentes	 a	 las	 que	 conocían
desde	la	infancia,	con	la	llegada	del	siglo	XX,	un	aluvión	colosal	de	grandes	empresas,
construcciones	e	inmigrantes	trasladó	a	la	población	a	las	ciudades.
En	1790,	la	proporción	de	estadounidenses	que	habitaban	estas	representaba	solo
el	3	por	100,	y	en	1840	no	superaba	el	8	por	100;	pero	llegado	1920,	más	de	un	tercio
del	 país	 tenía	 su	 residencia	 en	 áreas	 urbanas[4].	 «Todos	 no	 podemos	 vivir	 en	 las
ciudades	—escribió	en	1867	Horace	Greeley,	director	del	New	York	Tribune—,	y	sin
embargo,	casi	todos	parecen	resueltos	a	hacerlo[5]».
Los	estadounidenses	se	encontraron	con	que	ya	no	 trabajaban	con	vecinos,	sino
con	extraños.	El	«ciudadano»	dejó	de	serlo	para	convertirse	en	«empleado»	y	hubo	de
enfrentarse	a	la	cuestión	de	cómo	causar	una	buena	impresión	a	personas	con	las	que
no	mantenía	vínculo	cívico	ni	 familiar	alguno.	«Los	motivos	por	 los	que	conseguía
un	 ascenso	 un	 hombre	 o	 sufría	 rechazo	 social	 una	 mujer	—escribe	 el	 historiador
Roland	Marchand—	habían	dejado	de	deberse	en	gran	medida	a	un	antiguo	trato	de
favor	 o	 a	 viejas	 rencillas	 familiares.	 En	 las	 relaciones	 laborales	 y	 sociales	 del
momento,	cada	vez	más	anónimas,	es	de	sospechar	que	cualquier	cosa	(incluida	una
primera	 impresión)	 podía	 inclinar	 la	 balanza	 de	 forma	 decisiva[6]».	 (Los
estadounidenses	 respondieron	 a	 semejantes	 presiones	 tratando	 de	 convertirse	 en
agentes	 comerciales	 capaces	 de	 vender	 no	 ya	 el	 último	 cachivache	 de	 su	 empresa,
sino	también	su	propia	persona).
Uno	de	los	representantes	más	claros	de	la	transformación	que	llevó	al	carácter	a
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convertirse	en	personalidad	es	la	tradición	de	autoayuda	en	la	que	representó	un	papel
tan	descollante	el	mismísimo	Dale	Carnegie.	Los	libros	dedicados	a	tal	actividad	han
tenido	 siempre	 un	 peso	 considerable	 en	 la	 psique	 estadounidense.	 Muchas	 de	 las
primeras	guías	de	conducta	eran	parábolas	religiosas,	como	es	el	caso	de	El	progreso
del	 peregrino,	 novela	 inglesa	 de	 1678	 que	 exhortaba	 al	 lector	 a	 llevar	 una	 vida
comedida	si	quería	alcanzar	el	reino	de	los	cielos[7].	Las	obras	edificativas	del	siglo
XIX,	 menos	 devotas,	 seguían	 predicando	 el	 valor	 de	 un	 carácter	 noble.	 Recogían
ejemplos	de	héroes	de	la	historia	como	Abraham	Lincoln,	venerado	no	solo	por	sus
dotes	de	comunicación,	 sino	 también	por	 la	modestia	que	 lo	 llevaba	a	«no	agraviar
con	su	superioridad»,	tal	como	lo	expresó	Ralph	Waldo	Emerson[8].	También	rendían
homenaje	 a	 los	 ciudadanos	 de	 a	 pie	 que	 llevaban	 una	 vida	moralmente	 loable.	Un
manual	muy	popular	de	1899,	titulado	Character:	The	Grandest	Thing	in	the	World
(«El	carácter:	lo	más	grandioso	del	mundo»),	refería	la	historia	de	la	empleada	de	un
comercio	 que	 entrega	 su	magro	 salario	 a	 un	 vagabundo	 que	 tirita	 de	 frío	 y	 echa	 a
correr	antes	de	que	nadie	pueda	reparar	en	lo	que	ha	hecho.	El	lector	entendía	que	su
virtud	no	procedía	solo	de	su	generosidad,	sino	también	de	su	deseo	de	anonimato[9].
Sin	embargo,	llegado	1920,	las	guías	de	autoayuda	habían	mudado	su	atención	de
la	 integridad	 interior	 al	 encanto	 exterior;	 al	 «saber	 qué	 decir	 y	 cómo	 decirlo»,
conforme	 a	 la	 expresión	 empleada	 por	 uno	 de	 esos	 manuales.	 «Crear	 una
personalidad	 es	 tener	 poder»,	 afirmaba	 otro,	 en	 tanto	 que	 un	 tercero	 recomendaba:
«Trate	por	todos	los	medios	de	dominar	su	porte	de	tal	modo	que	piensen	los	demás:
“Esel	 tipo	más	 agradable	 del	mundo”.	Así	 empezará	 a	 ganarse	 una	 reputación	 de
hombre	 con	 personalidad[10]».	 La	 revista	 Success	 y	 The	 Saturday	 Evening	 Post
introdujeron	 secciones	 en	 las	 que	 se	 instruía	 a	 los	 lectores	 en	 el	 arte	 de	 la
conversación[11].	 Orison	 Swett	 Marden,	 el	 autor	 que	 había	 escrito	 el	 citado
Character:	 The	Grandest	 Thing	 in	 the	World	 cuando	 tocaba	 a	 su	 fin	 el	 siglo	 XIX,
publicó	 en	 1921	 otro	 título	 de	 gran	 éxito.	 Se	 llamaba	 Masterful	 Personality
(«Personalidad	arrolladora»,	traducido	al	español	como	El	dueño	de	sí	mismo).
Aunque	muchos	de	estos	libros	estaban	destinados	a	los	hombres	de	negocios,	a
las	mujeres	 también	 se	 les	 recomendaba	 que	 promoviesen	 una	 cualidad	misteriosa
llamada	fascinación[12].	La	de	alcanzar	la	mayoría	de	edad	en	la	década	de	los	veinte
constituía	una	empresa	tan	competitiva	en	comparación	con	lo	que	habían	conocido
sus	abuelas,	según	advertía	cierta	guía	de	belleza,	que	estaban	obligadas	a	desplegar
un	atractivo	ostensible.	«Quienes	se	cruzan	con	nosotras	por	la	calle	—aseveraba—
no	pueden	 adivinar	 que	 somos	 inteligentes	 y	 encantadoras	 si	 no	 lo	 parecemos[13]».
Semejante	consejo,	con	el	que	se	pretendía,	al	parecer,	mejorar	 la	vida	del	público,
debía	 de	 resultar	 perturbador	 aun	 a	 los	 lectores	 que	 poseyeran	 una	 confianza
razonable	en	sí	mismos.	Susman	elaboró	una	relación	de	las	palabras	que	aparecían
con	 más	 frecuencia	 en	 los	 manuales	 de	 principios	 del	 siglo	 XX	 centrados	 en	 la
personalidad	para	compararlos	con	las	guías	decimonónicas	que	ponían	el	acento	en
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el	carácter.	Pudo	comprobar	así	que,	en	tanto	que	estas	hacían	hincapié	en	atributos
que	podía	tratar	de	mejorar	cualquier	persona	y	que	se	describían	con	términos	como:
civismo,
deber,
trabajo,
actos	de	nobleza,
honor,
reputación,
moral,
maneras	o
integridad,
las	nuevas	ponderaban	cualidades	mucho	más	difíciles	de	adquirir.	Por	más	que	Dale
Carnegie	 pudiera	 hacer	 que	 pareciese	 lo	 contrario,	 se	 trataba	 de	 facultades	 que	 se
tenían	o	no	se	tenían,	como	el	ser:
magnético,
fascinador,
impresionante,
atractivo,
fervoroso,
dominador,
enérgico,
activo…
No	es	fruto	de	la	coincidencia	el	que	los	estadounidenses	comenzaran	a	obsesionarse
con	 las	estrellas	de	cine	entre	 la	década	de	 los	veinte	y	 la	de	 los	 treinta[14].	¿Quién
puede	 erigirse	 en	 modelo	 del	 magnetismo	 personal	 mejor	 que	 un	 ídolo	 de	 las
multitudes?
También	 recibieron	 consejo	 acerca	 de	 cómo	 presentarse	 a	 sí	mismos	—fuese	 o	 no
esta	su	voluntad—	por	parte	de	la	industria	publicitaria.	Si	bien	los	primeros	anuncios
escritos	se	limitaban	a	destacar	las	bondades	del	producto	(«Eaton’s	Highland	Linen:
el	 papel	 de	 escritura	más	 terso	 y	más	 limpio»),	 los	 reclamos	 que	 poblaban	 aquella
época	 nueva,	 gobernada	 por	 la	 personalidad,	 hacían	 del	 consumidor	 intérpretes
aquejados	 de	 un	 miedo	 escénico	 del	 que	 solo	 podía	 escapar	 el	 artículo	 del
anunciante[15].	 Se	 centraban,	 de	 forma	 obsesiva,	 en	 las	 miradas	 hostiles	 de	 los
ambientes	públicos.	«Las	personas	que	lo	rodean	lo	juzgan	en	silencio»,	advertía	un
anuncio	del	jabón	Woodbury	en	1922,	mientras	que	Williams,	la	empresa	de	crema	de
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afeitar,	 avisaba	 de	 lo	 siguiente:	 «En	 este	 momento,	 hay	 más	 de	 un	 ojo	 crítico
evaluándote[16]».
Los	publicistas	de	la	avenida	Madison	de	Nueva	York	se	dirigían	sin	ambages	a
las	inquietudes	de	los	representantes	comerciales	varones	y	los	mandos	intermedios.
En	un	 anuncio	 de	 cepillos	 de	 dientes	Dr.	West’s	 se	 veía	 a	 un	 individuo	de	 aspecto
próspero	sentado	tras	un	escritorio	que,	con	el	brazo	apoyado	en	una	cadera	con	gesto
confiado,	pregunta	al	 lector:	«¿Ha	tratado	alguna	vez	de	venderse	usted	mismo	a	sí
mismo?	Una	 primera	 impresión	 favorable	 es	 lo	 que	más	 importa	 si	 busca	 el	 éxito
empresarial	 o	 social[17]».	Otro	 de	Williams	mostraba	 a	 un	hombre	 con	bigote	 y	 un
peinado	impecable	que	recomienda	al	espectador:	«¡Haga	que	se	refleje	en	su	rostro
la	 confianza	 y	 no	 la	 turbación!	 Las	 más	 de	 las	 veces	 lo	 juzgarán	 solo	 por	 su
aspecto[18]».
Otros	recordaban	al	público	femenino	que	la	fortuna	que	les	pudiese	deparar	una
cita	dependía	no	solo	de	su	apariencia,	sino	también	de	su	personalidad.	En	1921	la
Woodbury	mostraba	a	una	joven	apenada	que	se	encontraba	sola	en	casa	tras	volver
de	 una	 velada	 decepcionante.	 Había	 deseado	 ser	 una	 mujer	 «de	 éxito,	 festiva,
triunfal»,	 se	 compadecía	 el	 texto;	 pero	 sin	 la	 ayuda	 del	 jabón	 adecuado,	 se	 había
convertido	en	un	fracaso	social[19].
Diez	 años	 más	 tarde,	 el	 detergente	 para	 ropa	 Lux	 se	 anunciaba	 con	 una	 carta
lastimera	 dirigida	 a	 Dorothy	 Dix,	 protagonista	 de	 cierto	 consultorio	 periodístico.
«Estimada	señorita	Dix	—decía—:	¿Qué	puedo	hacer	para	aumentar	mi	popularidad?
Belleza	no	me	falta	y	no	soy	tonta,	aunque	sí	muy	tímida	y	cohibida	en	mi	trato	con
los	demás.	Siempre	temo	no	gustar.	[…]	Joan	G».	La	respuesta	no	se	andaba	por	las
ramas:	 el	 único	 modo	 que	 tenía	 Joan	 de	 adquirir	 el	 «convencimiento	 hondo	 e
indiscutible	de	 estar	 resultando	 encantadora»	 consistía	 en	 emplear	Lux	 al	 lavar	 sus
prendas	interiores,	sus	cortinas	y	los	cojines	de	su	sofá[20].
Esta	 representación	 del	 cortejo	 como	 una	 apuesta	 en	 la	 que	 había	 que	 ponerlo
todo	en	juego	reflejaba	lo	que	tenía	de	audaz	la	nueva	cultura	de	la	personalidad.	La
restricción	—aun	represión,	en	algunos	casos—	propia	de	los	códigos	sociales	de	la
del	 carácter	 llevaba	 a	 ambos	 sexos	 a	 dar	 muestras	 de	 reserva	 en	 el	 momento	 del
galanteo.	Las	mujeres	demasiado	 llamativas	o	que	cruzaban	 la	mirada	con	 la	de	un
extraño	de	manera	inapropiada	se	tenían	por	descaradas.
Aunque	a	las	de	clase	alta	se	 les	permitía	hablar	con	más	libertad	que	a	 las	que
ocupaban	escalones	más	bajos	de	la	escala	social,	y	de	hecho,	se	las	juzgaba,	en	parte,
por	el	 talento	que	desplegasen	a	 la	hora	de	elaborar	 respuestas	agudas,	 también	 iba
para	 ellas	 la	 recomendación	de	 afectar	 sonrojo	y	bajar	 la	mirada.	Los	manuales	de
conducta	advertían	que	«la	más	fría	de	las	reservas»	resultaba	«más	admirable	en	una
mujer	 a	 la	 que	 un	 hombre	 dese[as]e	 hacer	 su	 esposa	 que	 el	 menor	 asomo	 de
familiaridad	 indebida».	 Los	 varones	 podían	 adoptar	 una	 actitud	 callada	 a	 fin	 de
demostrar	dominio	de	sí	mismos	y	un	poderío	que	no	necesitaba	exhibición	alguna,	y
aunque	la	timidez	resultaba	inaceptable	en	sí	misma,	la	reserva	se	consideraba	aval	de
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buena	cuna.
Sin	embargo,	con	 la	 llegada	de	 la	cultura	de	 la	personalidad	comenzó	a	venirse
abajo	el	valor	de	este	género	de	corrección,	tanto	en	el	caso	de	la	mujer	como	en	el
del	 hombre.	 De	 este	 no	 se	 esperaba	 ya	 que	 hiciese	 a	 aquella	 llamadas	 rituales	 ni
declaraciones	serias	de	intenciones,	sino	que	se	lanzara	a	conquistarla	con	elaborados
coqueteos	verbales	a	modo	de	«cuerda»	tendida	para	que	ella	la	asiera.	El	que	callaba
incurría	 en	peligro	de	 ser	 tenido	por	 afeminado,	 pues	 tal	 como	advertía	 cierta	 guía
sexual	 de	 gran	 popularidad	 publicada	 en	 1926:	 «Los	 homosexuales	 son	 siempre
tímidos,	apocados,	retraídos».	También	de	ella	se	esperaba	que	hiciese	equilibrios	en
la	 línea	 tenue	que	separaba	el	decoro	del	atrevimiento.	Si	 respondía	con	demasiado
encogimiento	a	las	insinuaciones	románticas	podía	ser	acusada	de	frigidez[21].
El	 terreno	 de	 la	 psicología	 también	 comenzó	 a	 hacer	 frente	 a	 este	 afán	 por
expresar	confianza	y	la	presión	que	llevaba	aparejada.	Gordon	Allport,	especialista	de
notable	 reputación,	 ideó	 en	 la	 década	 de	 los	 veinte	 una	 prueba	 diagnóstica	 de
«dominio	 y	 sumisión»	 con	 la	 que	medir	 el	 ascendiente	 social.	 «La	 civilización	 de
nuestros	 días	—escribió	 este	 investigador	 de	 natural	 tímido	 y	 reservado—	 parece
valorar	en	grado	sumo	a	la	persona	impetuosa,al	ambicioso[22]».	En	1921,	Carl	Jung
subrayó	la	situación	precaria	que	había	alcanzado	la	introversión.	Él	entendía	que	los
introvertidos	eran	«educadores	y	promotores	de	cultura»	que	mostraban	el	valor	de
«la	 vida	 interior	 que	 tanto	 necesita	 nuestra	 civilización»,	 si	 bien	 reconocía	 que	 su
«reserva	y	embarazo	en	apariencia	sin	fundamento	despiertan	de	forma	natural	todos
los	prejuicios	que	existen	hoy	en	su	contra[23]».
Sin	embargo,	donde	más	patente	se	hizo	 la	necesidad	de	aparentar	seguridad	en
uno	mismo	fue	en	la	aparición	de	un	concepto	nuevo	en	el	ámbito	de	la	psicología,
llamado	complejo	de	inferioridad,	al	que	la	prensa	popular	no	tardó	a	referirse	por	sus
siglas.	Fue	 el	 especialista	vienés	Alfred	Adler	quien	desarrolló	 esta	 idea	durante	 la
década	 de	 los	 veinte	 a	 fin	 de	 describir	 el	 sentimiento	 de	 ineptitud	 y	 sus
consecuencias.	 «¿Se	 siente	 inseguro?	—preguntaba	 la	 cubierta	 de	 la	 traducción	 al
inglés	 de	 su	 éxito	 de	 ventas	 Conocimiento	 del	 hombre—.	 ¿Es	 usted	 un	 ser
pusilánime,	sumiso?».	En	él,	explicaba	que	todos	los	niños	se	sienten	inferiores	por
vivir	en	un	mundo	de	adultos	y	hermanos	mayores,	y	durante	el	proceso	normal	de
crecimiento	 aprenden	 a	 orientar	 estos	 sentimientos	 hacia	 la	 consecución	 de	 sus
objetivos.	 Sin	 embargo,	 si	 las	 cosas	 se	 tuercen	 durante	 el	 proceso	 de	maduración,
puede	ser	que	se	vean	obligados	a	cargar	con	este	temido	trastorno,	propensión	que
reviste	no	poca	seriedad	en	una	sociedad	cada	vez	más	competitiva.
La	 idea	 de	 embalar	 sus	 inquietudes	 sociales	 en	 el	 pulcro	 envoltorio	 de	 un
complejo	 psicológico	 revestía	 un	 gran	 atractivo	 para	 muchos	 estadounidenses.	 En
consecuencia,	 el	 de	 inferioridad	 se	 trocó	en	explicación	universal	de	 los	problemas
surgidos	en	no	pocas	áreas	de	la	existencia	humana,	desde	las	relaciones	amorosas	a
la	 educación	 de	 los	 hijos	 o	 la	 vida	 profesional.	 En	 1924,	 las	 páginas	 de	 la	 revista
Collier’s	recogieron	la	historia	de	una	mujer	que	temía	casarse	con	el	hombre	al	que
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amaba	por	miedo	a	provocar	en	él	un	complejo	de	inferioridad	que	le	 impidiera	ser
alguien.	Otra	publicación	popular	dio	 a	 la	 luz	un	artículo	 titulado	«Your	Child	 and
That	Fashionable	Complex».	 («Su	hijo	y	 ese	 complejo	 tan	de	moda»)	 en	 el	 que	 se
exponía	a	las	madres	qué	podía	originarlo	en	los	más	pequeños	y	cómo	prevenirlo	o
curarlo.	Todo	apuntaba	a	que	todo	el	mundo	lo	sufría.	Tanto	era	así,	que	para	algunos
se	 convirtió,	 por	 paradójico	 que	 resulte,	 en	 señal	 de	 distinción.	Lincoln,	Napoleón,
Theodore	Roosevelt,	Edison,	Shakespeare…:	todos	estaban	aquejados	de	él	al	decir
de	una	crónica	aparecida	en	Collier’s	en	1939.	«Así	que	—concluía—	si	tiene	usted
un	 complejo	 de	 inferioridad	 galopante	 arraigado	 en	 su	 interior,	 puede	 considerarse
una	 persona	 afortunadísima…,	 siempre	 que	 goce	 de	 la	 fortaleza	 de	 carácter
necesaria[24]».
Pese	al	tono	esperanzador	que	impregna	estas	líneas,	lo	cierto	es	que	los	expertos
en	 orientación	 infantil	 de	 la	 década	 de	 los	 veinte	 se	 propusieron	 ayudar	 a	 los	más
pequeños	 a	 desarrollar	 personalidades	 cautivadoras.	 Si	 hasta	 entonces	 estos
profesionales	se	habían	ocupado,	sobre	todo,	de	niñas	de	sexualidad	precoz	y	niños
delincuentes,	 desde	 aquel	momento,	 psicólogos,	 trabajadores	 sociales	 y	médicos	 se
centraron	 en	 sujetos	 normales	 con	 «desajustes	 de	 personalidad»,	 y	 en	 particular	 en
criaturas	tímidas,	pues	tal	condición	—advertían—	podía	acarrear	resultados	terribles,
desde	 alcoholismo	 hasta	 suicidio,	 en	 tanto	 que	 el	 temperamento	 expansivo	 estaba
llamado	 a	 propiciar	 el	 buen	 éxito	 social	 y	 financiero.	 Estos	 especialistas
recomendaban	a	los	padres	que	adaptasen	a	sus	hijos	al	medio,	y	a	las	escuelas,	que
hicieran	 hincapié	 no	 tanto	 en	 el	 aprendizaje	 de	 contenidos	 escritos	 como	 en	 «la
asistencia	y	orientación	de	su	personalidad	en	desarrollo».	Los	educadores	asumieron
esta	 función	 con	 tanto	 entusiasmo,	 que	 llegado	 1950,	 el	 lema	 del	 Congreso
Hemisecular	de	la	Casa	Blanca	sobre	la	Infancia	y	la	Juventud	no	fue	otro	que:	«Una
personalidad	sana	para	cada	niño[25]».
Los	padres	bienintencionados	de	mediados	del	siglo	XX	estaban	de	acuerdo	en	que
la	actitud	callada	era	inaceptable,	y	lo	ideal	para	los	niños	de	uno	y	otro	sexo	era	la
interacción	 social[26].	 Algunos	 disuadían	 a	 sus	 hijos	 de	 ocuparse	 en	 aficiones
solitarias	y	serias	—como	la	música	culta—	que	pudiesen	hacerlos	impopulares.	Los
mandaban	a	la	escuela	a	edades	cada	vez	más	tempranas	para	que	aprendiesen,	sobre
todo,	a	crear	lazos	con	la	colectividad[27].	Era	frecuente	que	a	los	niños	introvertidos
los	 señalasen	 como	 casos	 problemáticos	 (situación	 que	 resultará	 reconocible	 a
cualquiera	que	tenga	hoy	un	hijo	introvertido).
En	El	hombre	organización,	 libro	de	1956	que	gozó	de	un	gran	éxito	de	ventas,
William	Whyte	 describe	 la	 conspiración	 que	 urdieron	 padres	 y	 docentes	 a	 fin	 de
rectificar	la	personalidad	de	los	niños	callados.	«Johnny	no	estaba	obteniendo	buenos
resultados	en	la	escuela	—recordaba	que	le	había	confiado	una	madre—.	Su	profesor
me	dijo	que,	aunque	en	los	estudios	iba	bien,	su	adaptación	social	no	era	tan	buena
como	cabía	esperar.	Siempre	escogía,	a	lo	más,	uno	o	dos	amigos	a	la	hora	de	jugar,	y
a	veces	se	contentaba	con	estar	solo».	Los	progenitores	acogían	de	buen	grado	este
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género	de	intervenciones.	«Salvo	raras	excepciones	—señalaba	Whyte—,	agradecen
que	los	centros	escolares	se	afanen	por	corregir	la	tendencia	a	la	introversión	y	a	otras
anomalías	periféricas[28]».
Los	 padres	 que	 se	 veían	 atrapados	 en	 semejante	 sistema	 de	 valores	 no	 eran
crueles	 ni	 faltos	 de	 inteligencia:	 solo	 pretendían	 preparar	 a	 sus	 retoños	 para	 «el
mundo	 real».	 Cuando	 estos	 crecían	 y	 entraban	 en	 la	 universidad	 o	 en	 el	 mundo
laboral	topaban	con	los	mismos	cánones.	Los	encargados	de	evaluar	las	solicitudes	de
matrícula	en	grados	superiores	no	buscaban	a	los	candidatos	más	excepcionales,	sino
a	los	más	extrovertidos.	Paul	Buck,	rector	de	Harvard,	declaró	a	finales	de	la	década
de	los	cuarenta	que	su	institución	tenía	intención	de	rechazar	al	aspirante	«sensible,
neurótico»	 y	 «estimulado	 en	 exceso	 en	 lo	 intelectual»	 en	 favor	 de	 muchachos	 de
«sanas	tendencias	extrovertidas».	En	1950,	Alfred	Whitney	Griswold,	quien	ocupaba
el	mismo	cargo	en	Yale,	aseveró	que	su	universidad	pretendía	integrar	no	«al	erudito
fatuo	 y	 sumamente	 especializado,	 sino	 al	 hombre	 polifacético	 y	 equilibrado[29]».
Cierto	 decano	 comunicó	 a	 Whyte	 que,	 «llegado	 el	 momento	 de	 elegir	 entre	 las
solicitudes	recibidas	de	los	centros	de	educación	secundaria,	entendía	que	era	cosa	de
sentido	común	tener	en	cuenta	no	ya	lo	que	deseaba	su	facultad,	sino	también	lo	que
iban	 a	 querer	 quienes	 fueran	 a	 contratarlos	 para	 las	 empresas	 a	 la	 vuelta	 de	 cuatro
años.	 “Ellos	 buscan	 un	 tipo	 de	 persona	 sociable	 y	 activa	—afirmaba—,	 y	 por	 eso
pensamos	que	el	mejor	candidato	es	quien	ha	logrado	una	media	de	entre	80	y	85	en
el	 instituto	 y	 ha	 participado	 en	 numerosas	 actividades	 extraescolares.	No	 le	 vemos
gran	utilidad	al	introvertido	‘brillante’”[30]».
Este	 último	 administrador	 universitario	 había	 entendido	 a	 la	 perfección	 que	 el
empleado	 modelo	 de	 mediados	 del	 siglo	 XX	 —incluidos	 los	 científicos	 de	 los
laboratorios	farmacéuticos	y	otros	profesionales	cuya	ocupación	raras	veces	supusiera
tratar	 con	 el	 público—	no	 era	 el	 pensador	 sesudo,	 sino	 el	 extrovertido	 cordial	 con
alma	de	vendedor.	«Por	 lo	común,	cuando	se	 recurre	al	 término	brillante	—explica
Whyte—,	es	para	añadir	a	continuación	un	pero	(como	en	el	caso	de:	“Apoyamos	por
completo	 al	 individuo	 brillante,	 aunque…”)	 o	 unirlo	 a	 otros	 como	 imprevisible,
excéntrico,	introvertido,	chiflado,	etc.».	«Estos	tipos	van	a	estar	en	contacto	con	otrosintegrantes	de	la	organización	—decía	cierto	ejecutivo	de	la	década	de	los	cincuenta
al	referirse	a	los	desventurados	científicos	que	trabajaban	para	él—,	y	resulta	de	gran
ayuda	que	sean	capaces	de	dar	buena	impresión[31]».
El	trabajo	del	investigador	no	se	centraba	solo	en	el	desarrollo	del	producto,	sino
también,	 en	 parte,	 en	 su	 venta,	 y	 para	 ello	 se	 hacía	 necesaria	 una	 conducta
campechana	 y	 efusiva.	 En	 IBM,	 compañía	 que	 encarnaba	 el	 ideal	 del	 hombre	 de
empresa,	el	personal	de	ventas	se	reunía	cada	mañana	para	cantar	a	pleno	pulmón	el
himno	de	la	casa:	«Ever	Onward».	(«Siempre	adelante»),	y	entonar	el	«Selling	IBM».
(«Vendiendo	IBM»)	con	la	música	de	Singin’	in	the	Rain:
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Vendemos	IBM,	vendemos	IBM.
¡Menuda	gozada!
El	mundo	nos	quiere.
Cancioncilla	que	concluía	con	estos	conmovedores	versos:
Con	gran	distinción,
con	resolución,
vendemos,	sin	más,	IBM[32].
Acto	 seguido,	 salían	 a	 la	 calle	 a	 pregonar	 su	 mercancía	 y	 demostrar	 que	 quienes
escogían	las	solicitudes	que	llegaban	a	Harvard	y	a	Yale	estaban	quizás	en	lo	cierto,
pues	lo	más	probable	es	que	hubiera	solo	una	clase	de	persona	interesada	a	empezar
así	la	jornada	laboral.
El	resto	de	los	«hombres	organización»	debían	ingeniárselas	como	bien	les	fuera
posible.	 Si	 la	 historia	 del	 consumo	 farmacéutico	 puede	 servir	 de	 indicación,	 es
acertado	concluir	que	muchos	tuvieron	dificultades	para	soportar	tamañas	presiones.
En	1955,	 la	 compañía	Carter-Wallace	 sacó	 al	mercado	 el	 ansiolítico	 que	denominó
Miltown.	El	estado	de	angustia	que	debía	combatir	se	había	convertido	en	el	producto
natural	 de	 una	 sociedad	 despiadadamente	 competitiva	 y	 social.	 El	 medicamento,
destinado	al	público	masculino,	 logró	enseguida	un	número	de	ventas	 insólito	en	 la
historia	de	Estados	Unidos	al	decir	de	la	historiadora	social	Andrea	Tone.	Llegado	el
año	de	1956	lo	había	probado	uno	de	cada	veinte	habitantes	de	la	nación,	y	en	1960
representaba,	 junto	 con	 un	 fármaco	 similar	 llamado	 Equanil,	 una	 tercera	 parte	 de
todas	las	prescripciones	que	hacían	sus	médicos.	«La	ansiedad	y	la	tensión	están	a	la
orden	del	día	en	nuestro	tiempo»,	recordaba	un	anuncio	del	segundo[33].	En	la	década
de	los	sesenta,	se	sumó	a	ellos	el	tranquilizante	Serentil	con	una	campaña	que	ponía
de	relieve	de	un	modo	aún	más	directo	la	necesidad	de	mejorar	el	rendimiento	social:
«Para	la	ansiedad	que	produce	el	no	encajar[34]».
El	ideal	extrovertido	no	es,	por	descontado,	una	invención	moderna.	La	extroversión
se	 encuentra	 en	 nuestro	ADN,	 y	 según	 algunos	 psicólogos	 de	 forma	 literal.	 Se	 ha
descubierto	que	el	rasgo	prevalece	menos	en	Asia	y	África	que	en	Europa	y	América,
continente	cuya	población	desciende	en	gran	medida	de	emigrantes	de	otros	puntos
del	 planeta.	 Al	 decir	 de	 los	 investigadores,	 no	 carece	 de	 sentido	 el	 que	 quienes
viajaban	por	 el	mundo	 lo	 tuviesen	 en	mayor	grado	que	quienes	permanecían	 en	 su
tierra	de	origen,	y	 lo	 transfirieran	a	 sus	hijos	y	a	 los	hijos	de	estos.	«Dado	que	 los
rasgos	 de	 personalidad	 se	 transmiten	 de	 forma	 genética	 —escribe	 el	 psicólogo
Kenneth	Olson—,	cada	oleada	sucesiva	de	cuantos	emigraban	a	un	continente	nuevo
daría	 lugar,	 con	 el	 tiempo,	 a	 una	 población	 de	 individuos	 más	 integrados	 que	 los
residentes	del	territorio	de	partida[35]».
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También	 es	 posible	 seguir	 la	 pista	 a	 la	 admiración	 que	 profesamos	 a	 los
extrovertidos	hasta	llegar	a	los	antiguos	griegos,	que	tenían	el	de	la	oratoria	por	uno
de	los	dones	más	excelsos,	o	los	romanos,	para	los	cuales	no	había	castigo	peor	que	el
destierro	de	la	ciudad	y	su	bullente	vida	social[36].
Y	no	cabe	negar	que	los	padres	fundadores	de	Estados	Unidos	gozan	de	nuestra
admiración	 precisamente	 por	 la	 grandilocuencia	 que	 desplegaban	 al	 hablar	 de	 la
emancipación:	«¡O	me	dais	la	libertad,	o	me	dais	muerte!».	Hasta	el	cristianismo	del
primer	 renacimiento	 religioso	 de	 la	 nación,	 que	 data	 del	 Gran	 Despertar	 del	 siglo
XVIII,	dependía	del	histrionismo	de	clérigos	cuya	eficacia	se	medía	por	el	grado	en	el
que	lograban	hacer	llorar,	gritar	y	perder,	en	general,	el	decoro	a	gentes	por	lo	común
reservadas.	«Nada	me	produce	más	aflicción,	más	angustia,	que	ver	a	un	ministro	de
pie	 y	 casi	 inmóvil,	 avanzando	 lentamente	 como	 el	 matemático	 que	 calcula	 la
distancia	 a	 la	 que	 se	 encuentra	 la	 Luna	 de	 la	 Tierra»,	 se	 quejaba	 en	 1837	 el
colaborador	de	cierta	publicación	devota[37].
Tal	 como	 hace	 pensar	 este	 desdén,	 los	 primeros	 estadounidenses	 adoraban	 la
acción	 y	 recelaban	 del	 intelecto	 por	 asociar	 la	 vida	 cerebral	 con	 la	 aristocracia
europea	 lánguida	e	 ineficiente	que	habían	dejado	atrás[38].	La	campaña	presidencial
de	1828	enfrentó	 a	 John	Quincy	Adams,	 antiguo	profesor	de	Harvard,	y	 a	Andrew
Jackson,	 vigoroso	 héroe	 militar.	 Uno	 de	 los	 lemas	 publicitarios	 de	 este	 último
distinguía	 a	 los	 dos	 de	 un	modo	 elocuente:	 «Si	 John	Quincy	Adams	 sabe	 escribir,
Andrew	 Jackson	 sabe	 pelear[39]».	 ¿Que	 quién	 ganó?	 Pues,	 tal	 como	 lo	 expresa	 el
historiador	 cultural	Neal	Gabler,	 los	 puños	 derrotaron	 a	 la	 pluma	 (el	 perdedor,	 por
cierto,	 está	 considerado	 por	 los	 psicólogos	 políticos	 uno	 de	 los	 pocos	 personajes
introvertidos	de	la	historia	de	los	comicios	presidenciales	de	Estados	Unidos[40]).
No	obstante,	si	bien	no	la	creó,	la	aparición	de	la	cultura	de	la	personalidad	fue	a
intensificar	 esta	 predisposición,	 en	 relación	 no	 ya	 con	 los	 dirigentes	 políticos	 y
religiosos,	sino	también	con	el	común	de	las	personas.	Y	por	beneficiosa	que	pudiera
haber	 resultado	para	 los	 fabricantes	de	 jabón	 la	 importancia	concedida	de	pronto	al
encanto	y	el	carisma,	lo	cierto	es	que	aquella	tendencia	nueva	no	resultó	del	agrado
de	todos.	«El	respeto	a	la	personalidad	humana	individual	ha	alcanzado	su	punto	más
bajo	 entre	 nosotros	 —observaba	 cierto	 intelectual	 en	 1921—,	 y	 constituye	 una
paradoja	deliciosa	el	que	ninguna	nación	hable	de	personalidad	con	tanta	constancia
como	 la	 nuestra.	 Hasta	 tenemos	 escuelas	 destinadas	 a	 potenciar	 la	 expresión	 y	 el
desarrollo	de	la	propia	persona,	aunque	por	lo	común	dé	la	sensación	de	que	al	hablar
de	estos	estemos	pensando	en	los	de	un	agente	inmobiliario	de	éxito[41]».
Otro	 crítico	 se	 dolía	 del	 interés	 servil	 que	 estaban	 empezando	 a	 prestar	 los
estadounidenses	 a	 los	 histriones.	 «Asombra	 la	 atención	 que	 reciben	 hoy	 de	 las
revistas	lo	teatral	y	cuanto	tiene	que	ver	con	ello»,	 lamentaba.	Asuntos	como	estos,
que	 apenas	 veinte	 años	 antes	—en	 tiempos	 de	 la	 cultura	 del	 carácter—	 se	 habrían
tenido	por	poco	decorosos,	se	habían	transformado	en	«una	parte	tan	relevante	de	la
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vida	de	la	sociedad,	que	no	hay	clase	que	no	los	incluya	en	sus	conversaciones[42]».
Hasta	el	célebre	Prufrock,	poema	de	T.	S.	Eliot	publicado	en	1913	en	el	que	deplora
la	necesidad	de	«preparar	un	rostro	que	presentar	a	los	rostros	con	que	topo»,	parece
una	divisa	apasionada	contra	las	exigencias	de	aquella	necesidad	nueva	de	hacer	de
representante	de	uno	mismo.	Si	los	poetas	del	siglo	anterior	habían	errado	en	solitario
como	 nube	 que	 atraviesa	 los	 campos	 (como	 Wordsworth,	 en	 1802)	 o	 se	 habían
retirado	al	lago	de	Walden	(cosa	que	hizo	Thoreau	en	1845),	al	personaje	de	Eliot	lo
preocupa	que	 lo	miren	 los	«ojos	que	 lo	 clavan	 a	uno	a	una	 frase	hecha»	y	 lo	 fijan
convulso	en	la	pared[43].
Poco	menos	de	cien	años	después,	la	queja	de	Prufrock	se	encuentra	incluida	en	los
planes	de	estudios	de	los	institutos	de	educación	secundaria,	en	donde	la	memorizan
para	 olvidarla	 de	 inmediato	 adolescentes	 cada	 vez	 más	 doctos	 en	 la	 labor	 de	 dar
forma	a	sus	personajes	en	la	Red	y	fuera	de	ella;	estudiantes	que	habitan	un	mundo	en
el	 que	 la	 posición,	 los	 ingresos	 y	 la	 autoestima	 dependen	 más	 que	 nunca	 de	 la
capacidad	para

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