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Prefacio
I. El conflicto entre autoridad y autonomía
El concepto de autoridad
El concepto de autonomía
El conflicto entre autoridad y autonomía
II. La solución de la democracia clásica
La democracia es la única solución factible
La democracia directa unánime
La democracia representativa
Apéndice: Una propuesta de democracia directa
instantánea
La democracia mayoritaria
Apéndice: La irracionalidad del gobierno de la
mayoría
III. Más allá del Estado legítimo
La búsqueda del Estado legítimo
Visiones utópicas de un mundo sin Estados
Prefacio
Este ensayo sobre los fundamentos de la autoridad del Estado
marca una etapa en el desarrollo de mi preocupación por los
problemas de la autoridad política y la autonomía moral.
Cuando empecé a interesarme profundamente por el tema, es-
taba bastante seguro de poder encontrar una justificación satis-
factoria para la doctrina democrática tradicional a la que, más
bien irreflexivamente, daba mi adhesión. De hecho, durante mi
primer año como miembro del Departamento de Filosofía de la
Universidad de Columbia, impartí un curso de filosofía política
en el que anuncié audazmente que formularía y luego resolve-
ría el problema fundamental de la filosofía política. No me
costó nada formular el problema: a grandes rasgos, cómo se
puede hacer compatible la autonomía moral del individuo con
la autoridad legítima del Estado. Tampoco me costó refutar una
serie de supuestas soluciones que habían planteado diversos
teóricos del Estado democrático. Pero a mediados del semestre,
me vi obligado a presentarme ante mi clase, cabizbajo y muy
avergonzado, para anunciar que no había conseguido descubrir
la gran solución.
Al principio, mientras luchaba con este dilema, me aferraba a la
convicción de que la solución estaba a la vuelta de la siguiente
esquina conceptual. Cuando leía documentos sobre el tema en
reuniones de varias universidades, me veía obligado una y otra
vez a representarme a mí mismo como un buscador de una teo-
ría que simplemente no podía encontrar. Poco a poco, empecé a
cambiar el énfasis de mi exposición. Finalmente -ya sea por re-
flexión filosófica o simplemente por disgusto- llegué a la con-
clusión de que en realidad estaba defendiendo lo negativo en
lugar de buscar lo positivo. Mi incapacidad para encontrar una
justificación teórica para la autoridad del Estado me había con-
vencido de que no había ninguna justificación. En resumen, me
había convertido en un anarquista filosófico.
El primer capítulo de este ensayo formula el problema tal y
como me lo planteé originalmente hace más de cinco años. El
segundo capítulo explora la solución democrática clásica al pro-
blema y expone la insuficiencia del modelo mayoritario habi-
tual del Estado democrático. El tercer capítulo esboza, de forma
bastante impresionista y hegeliana, las razones de mi persis-
tente esperanza de que se pueda encontrar una solución; con-
cluye con algunas sugerencias breves y bastante utópicas sobre
las formas en que podría funcionar realmente una sociedad
anárquica.
Dejando a un lado cualquier defecto que pueda acechar a los
argumentos realmente presentados en estas páginas, este en-
sayo adolece de dos grandes insuficiencias. Por el lado de la
teoría pura, me he visto obligado a asumir una serie de propo-
siciones muy importantes sobre la naturaleza, las fuentes y los
límites de la obligación moral. Para decirlo sin rodeos, simple-
mente he dado por sentada toda una teoría ética. En cuanto a la
aplicación práctica, no he dicho casi nada sobre las condiciones
materiales, sociales o psicológicas bajo las cuales el anarquismo
podría ser un modo factible de organización social. Soy doloro-
samente consciente de estos defectos, y espero publicar un tra-
bajo completo en un futuro razonablemente cercano en el que
se dirá mucho más sobre ambos temas. Si se me permite robar
un título de Kant (y así tal vez envolverme en el manto de su le-
gitimidad), este ensayo podría subtitularse de forma bastante
grandilocuente Fundamentos de la metafísica del Estado.
Nueva York, marzo de 1970
I. El conflicto entre autoridad y
autonomía
1. El concepto de autoridad
La política es el ejercicio del poder del Estado, o el intento de
influir en ese ejercicio. La filosofía política es, por tanto, en sen-
tido estricto, la filosofía del Estado. Si queremos determinar el
contenido de la filosofía política, y si realmente existe, debemos
empezar por el concepto de Estado.
El Estado es un conjunto de personas que tienen y ejercen la au-
toridad suprema en un territorio determinado. En sentido es-
tricto, deberíamos decir que un Estado es un grupo de personas
que tienen la autoridad suprema dentro de un territorio deter-
minado o sobre una población determinada. Una tribu nómada
puede exhibir la estructura de autoridad de un estado, siempre
que sus súbditos no estén bajo la autoridad superior de un es-
tado territorial. [1] El Estado puede incluir a todas las personas
que caen bajo su autoridad, como hace el Estado democrático
según sus teóricos; también puede consistir en un solo indivi-
duo al que todos los demás están sometidos. Podemos dudar
de que el Estado unipersonal haya existido alguna vez, aunque
Luis XIV evidentemente lo pensó cuando anunció: «L’etat, c’est
moi». La característica distintiva del Estado es la autoridad su-
prema, o lo que los filósofos políticos solían llamar «soberanía».
Así se habla de «soberanía popular», que es la doctrina de que
el pueblo es el Estado, y por supuesto el uso de «soberano»
para significar «rey» refleja la supuesta concentración de la au-
toridad suprema en una monarquía.
La autoridad es el derecho a mandar y, correlativamente, el de-
recho a ser obedecido. Debe distinguirse del poder, que es la ca-
pacidad de obligar a cumplir, ya sea mediante el uso o la ame-
naza de la fuerza. Cuando entrego mi cartera a un ladrón que
me apunta con una pistola, lo hago porque el destino con el que
me amenaza es peor que la pérdida de dinero que me hace su-
frir. Reconozco que tiene poder sobre mí, pero difícilmente su-
pondría que tiene autoridad, es decir, que tiene derecho a exigir
mi dinero y que yo tengo la obligación de dárselo. En cambio,
cuando el gobierno me presenta una factura de impuestos, la
pago (normalmente) aunque no quiera, e incluso si creo que
puedo salirme con la mía. Al fin y al cabo, es el gobierno debi-
damente constituido y, por tanto, tiene derecho a cobrarme im-
puestos. Tiene autoridad sobre mí. A veces, por supuesto, en-
gaño al gobierno, pero aun así, reconozco su autoridad, porque
¿quién hablaría de «engañar» a un ladrón?
Reclamar autoridad es reclamar el derecho a ser obedecido. Te-
ner autoridad es entonces -¿qué? Puede significar tener ese de-
recho, o puede significar que la reclamación de uno sea recono-
cida y aceptada por aquellos a los que se dirige. El término «au-
toridad» es ambiguo, ya que tiene un sentido tanto descriptivo
como normativo. Incluso el sentido descriptivo se refiere a nor-
mas u obligaciones, por supuesto, pero lo hace describiendo lo
que los hombres creen que deben hacer en lugar de afirmar que
deben hacerlo.
En correspondencia con los dos sentidos de la autoridad, exis-
ten dos conceptos de Estado. Desde el punto de vista descrip-
tivo, el Estado puede definirse como un grupo de personas a las
que se les reconoce la autoridad suprema dentro de un territo-
rio, es decir, reconocida por aquellos sobre los que se afirma la
autoridad. El estudio de las formas, las características, las insti-
tuciones y el funcionamiento de los Estados de hecho, como po-
demos llamarlos, es competencia de la ciencia política. Si toma-
mos el término en su acepción prescriptiva, el Estado es un con-
junto de personas que tienen derecho a ejercer la autoridad su-
prema en un territorio. El descubrimiento, el análisis y la de-
mostración de las formas y los principios de la autoridad legí-
tima -del derecho a gobernar- se llama filosofía política.
¿Qué se entiende por autoridad suprema? Algunos filósofos po-
líticos, hablandode la autoridad en sentido normativo, han sos-
tenido que el verdadero Estado tiene la autoridad suprema so-
bre todos los asuntos que ocurren en su ámbito. Jean-Jacques
Rousseau, por ejemplo, afirmó que el contrato social por el que
se forma una comunidad política justa «da al cuerpo político el
mando absoluto sobre los miembros que lo componen; y es este
poder, cuando es dirigido por la voluntad general, el que
lleva… el nombre de ‘soberanía'». John Locke, por su parte, sos-
tuvo que la autoridad suprema del Estado justo se extiende sólo
a aquellos asuntos que es propio de un Estado controlar. El Es-
tado es, sin duda, la máxima autoridad, pero su derecho a man-
dar es menos que absoluto. Una de las cuestiones a las que debe
responder la filosofía política es si existe algún límite en el ám-
bito de los asuntos sobre los que un Estado justo tiene
autoridad. 
También hay que distinguir una orden autorizada de un argu-
mento persuasivo. Cuando se me ordena hacer algo, puedo op-
tar por cumplirlo aunque no se me amenace, porque se me hace
creer que es algo que debo hacer. En ese caso, no estoy obede-
ciendo estrictamente una orden, sino reconociendo la fuerza de
un argumento o la firmeza de una prescripción. La persona que
emite la «orden» funciona meramente como la ocasión para que
yo tome conciencia de mi deber, y su papel podría ser ocupado
en otros casos por un amigo que me amoneste, o incluso por mi
propia conciencia. Podría decir, por extensión del término, que
la prescripción tiene autoridad sobre mí, lo que significa sim-
plemente que debo actuar de acuerdo con ella. Pero la persona
en sí misma no tiene autoridad -o, para ser más precisos, mi
cumplimiento de su mandato no constituye un reconocimiento
por mi parte de tal autoridad. Por tanto, la autoridad reside en
las personas; la poseen -si es que la poseen- en virtud de lo que
son y no de lo que mandan. Mi deber de obedecer es un deber
para con ellos, no para con la ley moral o para con los beneficia-
rios de las acciones que se me ordenen.
Hay, por supuesto, muchas razones por las que los hombres re-
conocen realmente las pretensiones de autoridad. La más co-
mún, teniendo en cuenta toda la historia de la humanidad, es
simplemente la fuerza prescriptiva de la tradición. El hecho de
que algo se haya hecho siempre de una manera determinada le
parece a la mayoría de los hombres una razón perfectamente
adecuada para volver a hacerlo así. ¿Por qué debemos someter-
nos a un rey? Porque siempre nos hemos sometido a los reyes.
Pero, ¿por qué el hijo mayor del rey debe convertirse en rey a
su vez? Porque los hijos mayores siempre han sido herederos
del trono. La fuerza de lo tradicional está grabada tan profun-
damente en la mente de los hombres que ni siquiera el estudio
de los orígenes violentos y azarosos de una familia gobernante
debilitará su autoridad a los ojos de sus súbditos.
Algunos hombres adquieren el aura de autoridad en virtud de
sus propias características extraordinarias, ya sea como grandes
líderes militares, como hombres de carácter santo o como per-
sonalidades contundentes. Tales hombres reúnen a su alrede-
dor a seguidores y discípulos que obedecen de buen grado sin
tener en cuenta sus intereses personales o incluso en contra de
sus dictados. Los seguidores creen que el líder tiene derecho a
mandar, es decir, autoridad.
Lo más habitual hoy en día, en un mundo de ejércitos burocrá-
ticos y religiones institucionalizadas, cuando los reyes son po-
cos y la línea de profetas se ha agotado, es que la autoridad se
otorgue a quienes ocupan cargos oficiales. Como ha señalado
Weber, estas posiciones parecen autoritarias en las mentes de la
mayoría de los hombres porque están denegadas por ciertos ti-
pos de regulaciones burocráticas que tienen las virtudes de la
publicidad, la generalidad, la previsibilidad, etc. Nos condicio-
namos a responder a los signos visibles de la oficialidad, como
los formularios impresos y las insignias. A veces podemos tener
en mente claramente la justificación de una pretensión legalista
de autoridad, como cuando cumplimos una orden porque su
autor es un funcionario elegido. Más a menudo, la mera visión
de un uniforme es suficiente para hacernos sentir que el hom-
bre que lo lleva tiene derecho a ser obedecido.
Es evidente que los hombres acceden a las pretensiones de la
autoridad suprema. Que los hombres deben acceder a las de-
mandas de autoridad suprema no es tan obvio. Por lo tanto,
nuestra primera pregunta debe ser: ¿En qué condiciones y por
qué razones un hombre tiene autoridad suprema sobre otro? La
misma pregunta puede replantearse: ¿Bajo qué condiciones
puede existir un estado (entendido normativamente)?
Kant nos ha dado un título conveniente para este tipo de inves-
tigación. Lo llamó «deducción», entendiendo por ello no una
prueba de una proposición a partir de otra, sino una demostra-
ción de la legitimidad de un concepto. Cuando un concepto es
empírico, su deducción se lleva a cabo simplemente señalando
instancias de sus objetos. Por ejemplo, la deducción del con-
cepto de caballo consiste en exhibir un caballo. Puesto que hay
caballos, debe ser legítimo emplear el concepto. Del mismo
modo, la deducción del concepto descriptivo de Estado consiste
simplemente en señalar los innumerables ejemplos de comuni-
dades humanas en las que algunos hombres reclaman la autori-
dad suprema sobre el resto y son obedecidos. Pero cuando el
concepto en cuestión es no empírico, su deducción debe proce-
der de manera diferente. Todos los conceptos normativos son
no empíricos, pues se refieren a lo que debe ser y no a lo que es.
Por lo tanto, no podemos justificar el uso del concepto de auto-
ridad suprema (normativa) mediante la presentación de instan-
cias. [Debemos demostrar mediante un argumento a priori que
pueden existir formas de comunidad humana en las que algu-
nos hombres tienen el derecho moral de gobernar. En resumen,
la tarea fundamental de la filosofía política es proporcionar una
deducción del concepto de Estado.
Para completar esta deducción, no basta con mostrar que hay
circunstancias en las que los hombres tienen la obligación de
hacer lo que las autoridades de facto ordenan. Incluso bajo el
más injusto de los gobiernos hay frecuentemente buenas razo-
nes para obedecer en lugar de desafiar. Puede ser que el go-
bierno haya ordenado a sus súbditos hacer lo que de hecho ya
tienen una obligación independiente de hacer; o puede ser que
las malas consecuencias de la rebeldía superen con creces la in-
dignidad de la sumisión. Las órdenes de un gobierno pueden
prometer efectos benéficos, ya sea intencionadamente o no. Por
estas razones, y también por razones de prudencia, un hombre
puede tener razón al cumplir con las órdenes del gobierno bajo
cuya autoridad de facto se encuentra. Pero nada de esto re-
suelve la cuestión de la autoridad legítima. Esa es una cuestión
de derecho a mandar, y de la obligación correlativa de obedecer
a la persona que emite la orden.
Nunca se insistirá demasiado en el punto del último párrafo. La
obediencia no es una cuestión de hacer lo que alguien te dice
que hagas. Es una cuestión de hacer lo que te dice que hagas
porque te dice que lo hagas. La autoridad legítima, o de jure, se
refiere, pues, a los fundamentos y fuentes de la obligación
moral.
Dado que es indiscutible que hay hombres que creen que otros
tienen autoridad sobre ellos, podría pensarse que podríamos
utilizar ese hecho para demostrar que en algún lugar, en algún
momento, debe haber habido hombres que realmente poseían
autoridad legítima. Podríamos pensar, es decir, que aunque al-
gunas afirmaciones de autoridad podrían ser erróneas, no po-
dría ser que todas esas afirmaciones fueran erróneas, ya que en-
tonces nunca habríamos tenido el concepto de autoridad legí-
tima en absoluto. Con un argumento similar, algunos filósofos
han intentado demostrar que no todas nuestras experiencias
son sueños, o más generalmente que en la experiencia no todo
es mera apariencia y no realidad. La cuestiónes que términos
como «sueño» y «apariencia» se definen por contraste con «ex-
periencia de vigilia» o «realidad». Por tanto, sólo podríamos
haber desarrollado un uso para ellos si se nos presentaran si-
tuaciones en las que algunas experiencias fueran sueños y otras
no, o algunas cosas fueran mera apariencia y otras realidad.
Cualquiera que sea la fuerza de ese argumento en general, no
puede aplicarse al caso de la autoridad de facto frente a la de
jure, porque el componente clave de ambos conceptos, a saber,
el «derecho», se importa a la discusión desde el ámbito de la fi-
losofía moral en general. En la medida en que nos ocupamos de
la posibilidad de un estado justo, asumimos que el discurso
moral tiene sentido y que se han dado deducciones adecuadas
de conceptos como «derecho», «deber» y «obligación». [3]
Lo que puede deducirse de la existencia de estados de hecho es
que los hombres creen en la existencia de una autoridad legí-
tima, pues, por supuesto, un estado de hecho es simplemente
un estado cuyos súbditos creen que es legítimo (es decir, que
tiene realmente la autoridad que reclama para sí). Pueden estar
equivocados. De hecho, todas las creencias en la autoridad pue-
den estar equivocadas: puede que no haya un solo Estado en la
historia de la humanidad que tenga ahora o haya tenido alguna
vez derecho a ser obedecido. Puede que incluso sea imposible
que tal estado exista; esa es la cuestión que debemos tratar de
resolver. Pero mientras los hombres crean en la autoridad de
los estados, podemos concluir que poseen el concepto de auto-
ridad de jure. [4]
El concepto normativo de Estado como comunidad humana
que posee la autoridad de derecho dentro de un territorio de-
fine así el objeto de la filosofía política propiamente dicha. Sin
embargo, incluso si resulta imposible presentar una deducción
del concepto -si, es decir, no puede haber un estado de jure- to-
davía se pueden plantear un gran número de cuestiones mora-
les sobre la relación del individuo con los estados de facto. Po-
demos preguntarnos, por ejemplo, si existen principios morales
que deban guiar al Estado en la elaboración de sus leyes, como
el principio del utilitarismo, y en qué condiciones es correcto
que el individuo obedezca las leyes. Podemos explorar los idea-
les sociales de igualdad y logro, o los principios de castigo, o las
justificaciones de la guerra. Todas estas investigaciones son
esencialmente aplicaciones de principios morales generales a
los fenómenos particulares de la política (de hecho). Por lo
tanto, sería apropiado recuperar una palabra que ha caído en
desgracia, y llamar a esa rama del estudio de la política política
casuística. Puesto que hay hombres que reconocen pretensiones
de autoridad, hay estados de facto. Suponiendo que el discurso
moral en general sea legítimo, debe haber cuestiones morales
que se planteen en relación con esos estados. Por lo tanto, la po-
lítica casuística como rama de la ética existe. Queda por decidir
si existe la filosofía política propiamente dicha.
2. El concepto de autonomía
El supuesto fundamental de la filosofía moral es que los hom-
bres son responsables de sus actos. De este supuesto se deduce
necesariamente, como señaló Kant, que los hombres son metafí-
sicamente libres, es decir, que en algún sentido son capaces de
elegir cómo actuar. Ser capaz de elegir cómo actuar hace que un
hombre sea responsable, pero el mero hecho de elegir no es su-
ficiente en sí mismo para constituir la asunción de responsabili-
dad por los propios actos. Asumir la responsabilidad implica
intentar determinar lo que se debe hacer, y eso, como han reco-
nocido los filósofos desde Aristóteles, impone la carga adicional
de adquirir conocimientos, reflexionar sobre los motivos, pre-
decir los resultados, criticar los principios, etc.
La obligación de asumir la responsabilidad de los propios actos
no se deriva únicamente de la libertad de voluntad del hombre,
ya que para asumir la responsabilidad se requiere algo más que
la libertad de elección. Sólo porque el hombre tiene la capaci-
dad de razonar sobre sus elecciones puede decirse que tiene
una obligación permanente de asumir la responsabilidad por
ellas. Es muy apropiado que los filósofos morales agrupen a los
niños y a los locos como seres que no son plenamente responsa-
bles de sus actos, ya que, al igual que se piensa que los locos ca-
recen de libertad de elección, los niños no poseen todavía el po-
der de la razón en una forma desarrollada. Incluso es justo que
asignemos un mayor grado de responsabilidad a los niños, ya
que los locos, en virtud de su falta de libre albedrío, carecen
completamente de responsabilidad, mientras que los niños, en
la medida en que poseen la razón en una forma parcialmente
desarrollada, pueden ser considerados responsables (es decir,
se les puede exigir responsabilidad) en un grado
correspondiente.
Todo hombre que posee tanto el libre albedrío como la razón
tiene la obligación de asumir la responsabilidad de sus actos,
aunque no esté activamente comprometido en un proceso con-
tinuo de reflexión, investigación y deliberación sobre cómo
debe actuar. A veces, un hombre anuncia su voluntad de res-
ponsabilizarse de las consecuencias de sus actos, aunque no
haya deliberado sobre ellos o no tenga intención de hacerlo en
el futuro. Tal declaración es, por supuesto, un avance sobre la
negativa a asumir la responsabilidad; al menos reconoce la exis-
tencia de la obligación. Pero no exime al hombre del deber de
emprender el proceso de reflexión que hasta ahora ha evitado.
Ni que decir tiene que un hombre puede asumir la responsabi-
lidad de sus actos y, sin embargo, actuar de forma equivocada.
Cuando describimos a alguien como un individuo responsable,
no implicamos que siempre haga lo correcto, sino sólo que no
descuida el deber de intentar averiguar lo que es correcto.
El hombre responsable no es caprichoso ni anárquico, ya que se
reconoce sujeto a limitaciones morales. Pero insiste en que sólo
él es el juez de esas limitaciones. Puede escuchar el consejo de
otros, pero lo hace suyo determinando por sí mismo si es un
buen consejo. Puede aprender de otros sobre sus obligaciones
morales, pero sólo en el sentido en que un matemático aprende
de otros matemáticos, es decir, escuchando de ellos argumentos
cuya validez reconoce aunque no los haya pensado él mismo.
No aprende en el sentido en que uno aprende de un explora-
dor, aceptando como verdaderos sus relatos de cosas que uno
no puede ver por sí mismo.
Dado que el hombre responsable llega a decisiones morales que
se expresa a sí mismo en forma de imperativos, podemos decir
que se da leyes a sí mismo, o que se autolegisla. En resumen, es
autónomo. Como sostenía Kant, la autonomía moral es una
combinación de libertad y responsabilidad; es una sumisión a
las leyes que uno se ha hecho a sí mismo. El hombre autónomo,
en la medida en que es autónomo, no está sometido a la volun-
tad de otro. Puede hacer lo que otro le diga, pero no porque le
hayan dicho que lo haga. Por lo tanto, es libre en el sentido po-
lítico de la palabra.
Dado que la responsabilidad del hombre por sus actos es una
consecuencia de su capacidad de elección, no puede renunciar
a ella ni dejarla de lado. Sin embargo, puede negarse a recono-
cerla, ya sea deliberadamente o simplemente por no reconocer
y p p
su condición moral. Todos los hombres se niegan a asumir la
responsabilidad de sus actos en algún momento de su vida, y
algunos eluden su deber de forma tan constante que presentan
más la apariencia de niños crecidos que de adultos. En la me-
dida en que la autonomía moral es simplemente la condición de
asumir la plena responsabilidad de los propios actos, se deduce
que los hombres pueden renunciar a su autonomía a voluntad.
Es decir, un hombre puede decidir obedecer los mandatos de
otro sin hacer ningún intento de determinar por sí mismo si lo
que se le ordena es bueno o sabio.
Este es un punto importante, y no debe confundirse con la falsa
afirmación de que un hombre puede renunciara la responsabi-
lidad de sus actos. Incluso después de haberse sometido a la
voluntad de otro, un individuo sigue siendo responsable de lo
que hace. Pero al negarse a la deliberación moral, al aceptar
como definitivos los mandatos de los demás, pierde su autono-
mía. Por lo tanto, Rousseau tiene razón cuando dice que un
hombre no puede convertirse en esclavo ni siquiera por su pro-
pia elección, si quiere decir que incluso los esclavos son moral-
mente responsables de sus actos. Pero se equivoca si quiere de-
cir que los hombres no pueden colocarse voluntariamente en
una posición de servidumbre y obediencia sin sentido.
Hay muchas formas y grados de renuncia a la autonomía. Un
hombre puede renunciar a su independencia de juicio con res-
pecto a una sola cuestión, o con respecto a un solo tipo de cues-
tión. Por ejemplo, cuando me pongo en manos de mi médico,
me comprometo a seguir cualquier tratamiento que me pres-
criba, pero sólo en lo que respecta a mi salud. No le convierto
también en mi asesor jurídico. Un hombre puede renunciar a su
autonomía en algunas o todas las cuestiones durante un pe-
riodo de tiempo determinado, o durante toda su vida. Puede
someterse a todas las órdenes, sean las que sean, excepto a al-
gunos actos específicos (como matar) que se niega a realizar. A
partir del ejemplo del médico, es evidente que hay al menos al-
gunas situaciones en las que es razonable renunciar a la propia
autonomía. De hecho, podemos preguntarnos si, en un mundo
complejo de conocimientos técnicos, ¡alguna vez es razonable
no hacerlo!
Dado que el concepto de asunción de responsabilidades y de
renuncia a las mismas es fundamental para el debate que sigue,
merece la pena dedicar un poco más de espacio a aclararlo.
Asumir la responsabilidad de los propios actos significa tomar
las decisiones finales sobre lo que se debe hacer. Para el hombre
autónomo, no existe, estrictamente hablando, una orden. Si al-
guien de mi entorno emite lo que se entiende como órdenes, y
si él u otros esperan que esas órdenes sean obedecidas, ese he-
cho se tendrá en cuenta en mis deliberaciones. Puedo decidir
que debo hacer lo que esa persona me ordena, e incluso puede
ser que el hecho de que emita la orden sea el factor de la situa-
ción que hace que sea deseable que lo haga. Por ejemplo, si es-
toy en un barco que se hunde y el capitán da órdenes para tri-
pular los botes salvavidas, y si todos los demás obedecen al ca-
pitán porque es el capitán, puedo decidir que, dadas las cir-
cunstancias, es mejor que haga lo que él dice, ya que la confu-
sión causada por desobedecerle sería generalmente perjudicial.
Pero en la medida en que tomo esa decisión, no estoy obede-
ciendo su mandato; es decir, no le estoy reconociendo que tiene
autoridad sobre mí. Tomaría la misma decisión, exactamente
por las mismas razones, si uno de los pasajeros hubiera empe-
zado a dar «órdenes» y, en la confusión, hubiera llegado a ser
obedecido. 
En la política, como en la vida en general, los hombres pierden
con frecuencia su autonomía. Hay varias causas de este hecho,
y también varios argumentos que se han ofrecido para justifi-
carlo. La mayoría de los hombres, como ya hemos señalado,
sienten tan fuertemente la fuerza de la tradición o de la buro-
cracia que aceptan irreflexivamente las pretensiones de autori-
dad que hacen sus gobernantes nominales. Es raro el individuo
en la historia de la raza que se eleva incluso al nivel de cuestio-
nar el derecho de sus amos a mandar y el deber de sí mismo y
de sus compañeros a obedecer. Sin embargo, una vez iniciada la
peligrosa cuestión, se pueden esgrimir diversos argumentos
para demostrar la autoridad de los gobernantes. Entre los más
antiguos se encuentra la afirmación de Platón de que los hom-
bres deben someterse a la autoridad de quienes tienen un cono-
cimiento, una sabiduría o una perspicacia superiores. Una sofis-
ticada versión moderna sostiene que la parte educada de una
población democrática tiene más probabilidades de ser política-
mente activa, y que es mejor que el segmento mal informado
del electorado permanezca pasivo, ya que su entrada en la
arena política sólo apoya los esfuerzos de demagogos y extre-
mistas. Algunos politólogos estadounidenses han llegado a afir-
mar que la apatía de las masas estadounidenses es una causa de
estabilidad y, por tanto, algo bueno.
La condición moral exige que reconozcamos la responsabilidad
y logremos la autonomía siempre y cuando sea posible. A veces
esto implica la deliberación y la reflexión moral; otras veces, la
recopilación de información especial, incluso técnica. El ciuda-
dano estadounidense contemporáneo, por ejemplo, tiene la
obligación de dominar la ciencia moderna lo suficiente como
para poder seguir los debates sobre la política nuclear y llegar a
una conclusión independiente. [5] Hay grandes obstáculos, qui-
zás insuperables, para el logro de una autonomía completa y
racional en el mundo moderno. Sin embargo, mientras reconoz-
camos la responsabilidad de nuestros actos, y reconozcamos el
poder de la razón en nosotros, debemos reconocer también la
obligación permanente de hacernos autores de los mandatos
que podamos obedecer. La paradoja de la condición del hom-
bre en el mundo moderno es que cuanto más plenamente reco-
noce su derecho y su deber de ser su propio dueño, más com-
pletamente se convierte en el objeto pasivo de una tecnología y
una burocracia cuyas complejidades no puede esperar com-
prender. Hace sólo varios cientos de años que un hombre razo-
nablemente bien educado puede afirmar que entiende las prin-
cipales cuestiones de gobierno tan bien como su rey o su parla-
mento. Irónicamente, el graduado de la escuela secundaria de
hoy en día, que no puede dominar las cuestiones de política ex-
terior e interior sobre las que se le pide que vote, podría haber
comprendido con bastante facilidad los problemas del arte de
gobernar del siglo XVIII.
3. El conflicto entre autoridad y
autonomía
La marca que define al Estado es la autoridad, el derecho a go-
bernar. La principal obligación del hombre es la autonomía, el
rechazo a ser gobernado. Parece, pues, que no se puede resolver
el conflicto entre la autonomía del individuo y la supuesta au-
toridad del Estado. En la medida en que el hombre cumpla con
su obligación de hacerse autor de sus decisiones, se resistirá a la
pretensión del Estado de tener autoridad sobre él. Es decir, ne-
gará que tenga el deber de obedecer las leyes del Estado sim-
plemente porque son las leyes. En este sentido, parece que el
anarquismo es la única doctrina política coherente con la virtud
de la autonomía.
Ahora, por supuesto, un anarquista puede conceder la necesi-
dad de cumplir con la ley bajo ciertas circunstancias o por el
momento. Incluso puede dudar de que haya alguna perspectiva
real de eliminar el Estado como institución humana. Pero nunca
verá los mandatos del Estado como legítimos, como si tuvieran
una fuerza moral vinculante. En cierto sentido, podríamos ca-
racterizar al anarquista como un hombre sin patria, ya que a pe-
sar de los lazos que le unen a la tierra de su infancia, se encuen-
tra precisamente en la misma relación moral con «su» gobierno
que con el gobierno de cualquier otro país en el que pueda per-
manecer durante un tiempo. Cuando me voy de vacaciones a
Gran Bretaña, obedezco sus leyes, tanto por interés propio pru-
dencial como por las obvias consideraciones morales relativas
al valor del orden, las buenas consecuencias generales de pre-
servar un sistema de propiedad, etc. A mi regreso a los Estados
Unidos, tengo la sensación de volver a entrar en mi país, y si
pienso en el asunto, me imagino en una relación diferente y
más íntima con las leyes americanas. Han sido promulgadas
por mi gobierno y, por tanto, tengo una obligación especial de
obedecerlas. Pero el anarquista me dice que mi sentimiento es
puramente sentimental y no tiene ninguna base moral objetiva.
Toda autoridad es igualmente ilegítima, aunque, por supuesto,
no por ello igualmente digna o indignade apoyo, y mi obedien-
cia a las leyes americanas, si he de ser moralmente autónomo,
debe proceder de las mismas consideraciones que me determi-
nan en el extranjero.
El dilema que hemos planteado puede expresarse sucintamente
en términos del concepto de Estado de derecho. Si todos los
hombres tienen la obligación permanente de alcanzar el mayor
grado de autonomía posible, entonces parece que no hay nin-
gún Estado cuyos súbditos tengan la obligación moral de obe-
decer sus mandatos. Por lo tanto, el concepto de un estado legí-
timo de jure parecería ser vacuo, y el anarquismo filosófico pa-
recería ser la única creencia política razonable para un hombre
ilustrado.
II. La solución de la democracia
clásica
1. La democracia es la única solu-
ción factible
No es necesario discutir extensamente los méritos de todos los
diversos tipos de estado que, desde Platón, han sido la tarifa es-
tándar de las filosofías políticas. Puede que a John Locke le me-
reciera la pena dedicar un tratado entero a la defensa de los de-
rechos hereditarios de los reyes por parte de Sir Robert Filmer,
pero hoy en día la creencia en todas las formas de autoridad
tradicional es tan débil como los argumentos que se pueden dar
en su favor. Sólo hay una forma de comunidad política que
ofrece alguna esperanza de resolver el conflicto entre autoridad
y autonomía, y es la democracia.
El argumento es el siguiente: los hombres no pueden ser libres
mientras estén sometidos a la voluntad de otros, ya sea un
hombre (un monarca) o varios (aristócratas). Pero si los hom-
bres se gobiernan a sí mismos, si son a la vez legisladores y obe-
dientes de la ley, entonces pueden combinar los beneficios del
gobierno con las bendiciones de la libertad. El gobierno para el
pueblo es simplemente una esclavitud benévola, pero el go-
bierno del pueblo es la verdadera libertad. En la medida en que
un hombre participa en los asuntos del Estado, es gobernante y
gobernado. Su obligación de someterse a las leyes no proviene
del derecho divino del monarca, ni de la autoridad hereditaria
de una clase noble, sino del hecho de que él mismo es la fuente
de las leyes que le rigen. Ahí radica el mérito peculiar y la pre-
tensión moral de un estado democrático.
La democracia intenta una extensión natural del deber de auto-
nomía al ámbito de la acción colectiva. Así como el hombre ver-
daderamente responsable se da leyes a sí mismo, y por lo tanto
se vincula a lo que concibe como correcto, una sociedad de
hombres responsables puede vincularse colectivamente a las le-
yes elaboradas colectivamente, y por lo tanto se vinculan a lo
que han juzgado juntos como correcto. El gobierno de un Es-
tado democrático no es entonces, en sentido estricto, más que
un servidor del pueblo en su conjunto, encargado de la ejecu-
ción de las leyes que han sido acordadas en común. En palabras
de Rousseau, «cada persona, al tiempo que se une a todos, …
sólo se obedece a sí misma y sigue siendo tan libre como antes»
(Contrato social, tomo I, capítulo 6).
Analicemos más detenidamente esta propuesta. Comenzare-
mos con la forma más simple de Estado democrático, que
puede ser etiquetada como democracia directa unánime.
2. La democracia directa unánime
Existe, en teoría, una solución al problema planteado, y este he-
cho es en sí mismo bastante importante. Sin embargo, la solu-
ción requiere la imposición de condiciones imposiblemente res-
trictivas que la hacen aplicable sólo a una variedad bastante ex-
traña de situaciones reales. La solución es una democracia di-
recta -es decir, una comunidad política en la que cada persona
vota sobre cada cuestión- regida por una regla de unanimidad.
En la democracia directa por unanimidad, cada miembro de la
sociedad quiere libremente cada ley que se aprueba. Por lo
tanto, sólo se enfrenta como ciudadano a las leyes que ha con-
sentido. Dado que un hombre que sólo está limitado por los
dictados de su propia voluntad es autónomo, se deduce que
bajo las directrices de la democracia directa unánime, los hom-
bres pueden armonizar el deber de autonomía con los manda-
tos de la autoridad.
Podría argumentarse que incluso este caso límite no es genuino,
ya que cada hombre se obedece a sí mismo, y por tanto no se
somete a una autoridad legítima. Sin embargo, el caso es real-
mente diferente del caso prepolítico (o extrapolítico) de la auto-
determinación, pues la autoridad a la que se somete cada ciuda-
dano no es la de él mismo simplemente, sino la de toda la co-
munidad tomada colectivamente. Las leyes se dictan en nombre
del soberano, es decir, de la población total de la comunidad. El
poder que hace cumplir la ley (en caso de que haya algún ciu-
dadano que, habiendo votado una ley, se resista ahora a su
aplicación a sí mismo) es el poder de todos, reunido en el poder
de policía del Estado. De este modo, el conflicto moral entre el
deber y el interés que surge de vez en cuando dentro de cada
hombre se exterioriza, y la voz del deber habla ahora con la au-
toridad de la ley. Cada hombre, por así decirlo, se encuentra
con su mejor yo en la forma del Estado, ya que sus dictados no
son más que las leyes que él, tras la debida deliberación, ha
querido que se promulguen.
La democracia directa unánime sólo es posible mientras exista
un acuerdo sustancial entre todos los miembros de una comu-
nidad sobre los asuntos de mayor importancia. Dado que, se-
gún la regla de la unanimidad, un solo voto negativo anula
cualquier moción, el más mínimo desacuerdo sobre cuestiones
importantes paralizará el funcionamiento de la sociedad. De-
jará de funcionar como una comunidad política y caerá en una
condición de anarquía (o al menos en una condición de no legi-
timidad; un gobierno de facto puede, por supuesto, surgir y to-
mar el control). Sin embargo, no debe pensarse que la democra-
cia directa unánime requiere para su existencia una perfecta ar-
monía de los intereses o deseos de los ciudadanos. Es perfecta-
mente coherente con un sistema de este tipo que haya oposicio-
nes agudas, incluso violentas, dentro de la comunidad, quizás
de tipo económico. La única necesidad es que cuando los ciuda-
danos se reúnan para deliberar sobre los medios para resolver
tales conflictos, se pongan de acuerdo unánimemente sobre las
leyes a adoptar. [6]
Por ejemplo, una comunidad puede acordar por unanimidad
unos principios de arbitraje obligatorio mediante los cuales se
deben resolver los conflictos económicos. Un individuo que
haya votado a favor de estos principios puede verse luego per-
sonalmente perjudicado por su aplicación en un caso concreto.
Al considerar que los principios son justos, y sabiendo que ha
votado a favor de ellos, reconocerá (con suerte) su obligación
moral de aceptar su aplicación, aunque le gustaría mucho no
estar sujeto a ellos. Reconocerá los principios como suyos, al
igual que cualquiera de nosotros que se haya comprometido
con un principio moral, reconocerá, de forma incómoda, su
fuerza vinculante para él incluso cuando le resulte incómodo.
Más concretamente, este individuo tendrá la obligación moral
de obedecer las órdenes de la junta de mediación o del consejo
de arbitraje, sea cual sea su decisión, porque los principios que
la guían emanan de su propia voluntad. Así, la junta tendrá au-
toridad sobre él (es decir, un derecho a ser obedecido) mientras
que él conserva su autonomía moral.
¿En qué circunstancias podría funcionar realmente una demo-
cracia directa unánime durante un periodo de tiempo razona-
ble sin llegar simplemente a una serie de decisiones negativas?
La respuesta, creo, es que hay dos tipos de democracias directas
unánimes prácticas. En primer lugar, una comunidad de perso-
nas inspiradas por algún ideal religioso o secular absorbente
podría estar tan completamente de acuerdo con los objetivos de
la comunidad y los medios para alcanzarlos que las decisiones
podrían tomarse en todas las cuestiones importantes mediante
un método de consenso. Las comunidades utópicas del siglo
XIX y algunos kibbu�im israelíes del sigloXX son ejemplos
plausibles de esa unanimidad funcional. Con el tiempo, el con-
senso se disuelve y aparecen facciones, pero en algunos casos la
unanimidad se ha mantenido durante un periodo de muchos
años.
En segundo lugar, una comunidad de individuos racional-
mente interesados puede descubrir que sólo puede cosechar los
frutos de la cooperación manteniendo la unanimidad. Mientras
cada miembro de la comunidad siga convencido de que los be-
neficios que le reporta la cooperación -incluso en las condicio-
nes de compromiso impuestas por la necesidad de unanimi-
dad- superan los beneficios de romper su conexión con el resto,
la comunidad seguirá funcionando. Por ejemplo, una economía
clásica de laissez-faire regida por las leyes del mercado es su-
puestamente respaldada por todos los participantes porque
cada uno reconoce tanto que está mejor dentro del sistema que
fuera de él como que cualquier relajación de la prohibición de
los acuerdos de restricción del comercio acabaría perjudicán-
dole más que beneficiándole. Mientras todos los empresarios
crean estas dos proposiciones, habrá unanimidad sobre las le-
yes del sistema a pesar de la competencia despiadada. [7]
En cuanto surge un desacuerdo sobre cuestiones importantes,
la unanimidad se destruye y el Estado debe dejar de ser de iure
o bien descubrir algún medio para resolver las cuestiones con-
trovertidas que no prive a ningún miembro de su autonomía.
Además, cuando la sociedad crece demasiado para la conve-
niencia de convocar asambleas regulares, hay que encontrar al-
gún modo de dirigir los asuntos del Estado sin condenar a la
mayoría de los ciudadanos a la condición de súbditos sin voz.
Las soluciones tradicionales de la teoría democrática a estos
problemas familiares son, por supuesto, la regla de la mayoría
y la representación. Nuestra siguiente tarea, por lo tanto, es
descubrir si la democracia mayoritaria representativa preserva
la autonomía que los hombres logran bajo una democracia di-
recta unánime.
Dado que la democracia unánime sólo puede existir en condi-
ciones tan limitadas, podría pensarse que no tiene mucho sen-
tido hablar de ella. Sin embargo, la democracia directa unánime
tiene una gran importancia teórica por dos razones. En primer
lugar, es una solución genuina al problema de la autonomía y
la autoridad y, como veremos, esto la hace bastante inusual.
Más importante aún, la democracia directa por unanimidad es
el ideal (a menudo no expresado) que subyace en gran parte de
la teoría democrática clásica. Los dispositivos del mayorita-
rismo y la representación se introducen para superar los obs-
táculos que se interponen en el camino de la unanimidad y la
democracia directa. La unanimidad se considera claramente el
método de toma de decisiones más obviamente legítimo; las
otras formas se presentan como compromisos con este ideal, y
los argumentos a favor de ellas tratan de demostrar que la auto-
ridad de una democracia unánime no se ve fatalmente debili-
tada por la necesidad de utilizar la representación o la regla de
la mayoría. Una prueba de la primacía teórica de la democracia
directa unánime es el hecho de que en todas las teorías del con-
trato social, la adopción colectiva original del contrato social es
siempre una decisión unánime tomada por todos los que poste-
riormente pueden rendir cuentas al nuevo estado. A continua-
ción, se introducen los distintos dispositivos de compromiso
como medidas prácticas, y su legitimidad se deriva de la legiti-
midad del contrato original. La suposición de que la unanimi-
dad crea un estado de iure no suele argumentarse siquiera con
vigor; a la mayoría de los teóricos de la democracia les parece
perfectamente obvia.
3. La democracia representativa
Aunque el problema del desacuerdo es el más inmediato, tra-
taré primero las dificultades de la asamblea que conducen -en
la teoría democrática- al dispositivo de un parlamento repre-
sentativo. [8] Hay dos problemas que se superan con la repre-
sentación: primero, la ciudadanía total puede ser demasiado
numerosa para reunirse en una cámara o en un campo abierto;
y segundo, los asuntos del gobierno pueden requerir una aten-
ción y aplicación continuas que sólo los ricos ociosos o los polí-
ticos de carrera pueden permitirse dar. 
Podemos distinguir varios tipos de representación, que van
desde la mera delegación del derecho de voto de un apoderado
hasta el traspaso completo de todas las funciones decisorias. La
cuestión a la que hay que responder es si alguna de estas for-
mas de representación preserva adecuadamente la autonomía
que los hombres ejercen a través de las decisiones tomadas por
unanimidad por toda la comunidad. En definitiva, ¿debe un
hombre responsable comprometerse a obedecer las leyes dicta-
das por sus representantes?
La forma más sencilla de representación es la agencia estricta.
Si no puedo asistir a la asamblea en la que se vota, puedo entre-
gar mi poder a un representante con instrucciones sobre cómo
votar. En ese caso, es obvio que estoy tan obligado por las deci-
siones de la asamblea como si hubiera estado físicamente pre-
sente. Sin embargo, el papel de agente legal es demasiado estre-
cho para servir de modelo adecuado para un representante ele-
gido. En la práctica, es imposible que los representantes regre-
sen a sus distritos antes de cada votación en la asamblea y ha-
gan un sondeo entre sus electores. Los ciudadanos pueden, por
supuesto, armar a su representante con una lista de sus prefe-
rencias en futuras votaciones, pero muchas de las cuestiones
que se presentan ante la asamblea pueden no haber sido plan-
teadas en la comunidad en el momento en que se eligió al re-
presentante. A menos que haya una elección de revocación con
ocasión de cada deliberación imprevista, los ciudadanos se ve-
rán obligados a elegir como representante a un hombre cuya
«plataforma» general y tendencia política sugiera que, en el fu-
turo, votará como ellos mismos imaginan que lo harían, en
cuestiones que ni los ciudadanos ni el representante tienen to-
davía en mente.
Cuando los asuntos han alcanzado este grado de alejamiento de
la democracia directa, podemos dudar seriamente de si se ha
mantenido la legitimidad del acuerdo original. Tengo la obliga-
ción de obedecer las leyes que yo mismo promulgo. También
tengo la obligación de obedecer las leyes que son promulgadas
por mi agente en estricto acuerdo con mis instrucciones. Pero,
¿en qué se basa para afirmar que tengo la obligación de obede-
cer las leyes que se promulgan en mi nombre por un hombre
que no tiene la obligación de votar como yo lo haría, que de he-
cho no tiene ninguna forma efectiva de descubrir cuáles son
mis preferencias sobre la medida que tiene ante sí? Incluso si el
parlamento adopta por unanimidad alguna medida nueva, ese
hecho sólo puede obligar a los diputados y no a la ciudadanía
en general que se dice representada por ellos.
Se puede responder que mi obligación se basa en mi promesa
de obedecer, y eso puede ser cierto. Pero en la medida en que
una promesa de este tipo es el único fundamento de mi obliga-
ción de obedecer, ya no puede decirse que sea autónomo. He
dejado de ser el autor de las leyes a las que me someto y me he
convertido en el súbdito (voluntario) de otra persona. Precisa-
mente la misma respuesta debe darse al argumento de que se
producirán efectos buenos de algún tipo si obedezco al parla-
mento debidamente elegido. La distinción moral del gobierno
representativo, si es que hay alguna, no reside en el bien gene-
ral que hace, ni en el hecho de que sus súbditos hayan consen-
tido en ser gobernados por un parlamento. La realeza electiva
benévola que ha existido en sociedades pasadas puede decir lo
mismo. La legitimidad especial y la autoridad moral del go-
bierno representativo se piensa que es el resultado de ser una
expresión de la voluntad del pueblo al que gobierna. Se dice
que la democracia representativa no es simplemente un go-
bierno para el pueblo, sino también un gobierno (indirecto) por
el pueblo. Deboobedecer lo que el parlamento promulga, sea lo
que sea, porque su voluntad es mi voluntad, sus decisiones son
mis decisiones y, por tanto, su autoridad no es más que la auto-
ridad conjunta mía y de mis conciudadanos. Ahora bien, un
parlamento cuyos diputados votan sin mandato específico de
sus electores no es más la expresión de su voluntad que una
dictadura que gobierna con intención bondadosa pero indepen-
dientemente de sus súbditos. No importa que yo esté satisfecho
con el resultado a posteriori, ni siquiera que mi representante
haya votado como imagina que yo hubiera querido. Mientras
no participe, en persona o a través de mi representante, en la
promulgación de las leyes por las que me rigen, no puedo pre-
tender con justicia ser autónomo.
Por infundada que sea la pretensión del gobierno representa-
tivo tradicional al manto de la legitimidad, parece impecable en
comparación con las pretensiones de la forma de política «de-
mocrática» que existe realmente en países como Estados Uni-
dos hoy en día. Desde la Segunda Guerra Mundial, los gobier-
nos se han distanciado cada vez más en su toma de decisiones
de todo lo que podría llamarse la voluntad del pueblo. La com-
plejidad de los temas, la necesidad de conocimientos técnicos y,
lo que es más importante, el secretismo de todo lo que tiene que
ver con la seguridad nacional, han conspirado para atenuar la
función representativa de los funcionarios elegidos hasta llegar
a un punto que podría llamarse administración política o, se-
gún Platón, «tutela electiva». El Presidente de los Estados Uni-
dos se limita a comprometerse a servir a los intereses no especi-
ficados de sus electores de formas no especificadas.
El derecho de este sistema al título de democracia suele defen-
derse con tres argumentos: primero, los gobernantes son elegi-
dos por el pueblo de una lista que incluye al menos dos candi-
datos para cada cargo; segundo, se espera que los gobernantes
actúen en lo que conciben como el interés del pueblo; y tercero,
el pueblo tiene periódicamente la oportunidad de revocar a sus
gobernantes y elegir a otros. En términos más generales, el sis-
tema permite a los individuos tener cierta influencia mensura-
ble en la élite gobernante si así lo desean. La genealogía del tér-
mino «democracia» no necesita preocuparnos. Basta con seña-
lar que el sistema de tutela electiva está tan lejos del ideal de
autonomía y autogobierno que ni siquiera parece una desvia-
ción lejana de éste. No se puede llamar a los hombres libres si
sus representantes votan independientemente de sus deseos, o
cuando se aprueban leyes relativas a cuestiones que ellos no
son capaces de comprender. Tampoco se puede llamar libres a
los hombres que están sujetos a decisiones secretas, basadas en
datos secretos, que tienen consecuencias no anunciadas para su
bienestar y sus propias vidas.
Algún tiempo después del asesinato de John Kennedy, apare-
cieron varias memorias en las que se relataba la historia interna
de las decisiones de invadir Cuba en 1961 y de arriesgar una
guerra nuclear con el bloqueo de Cuba en 1962. Más reciente-
mente, con el advenimiento de la Administración Nixon, hemos
empezado a saber algo de la forma en que el presidente John-
son y sus asesores comprometieron a este país en una guerra te-
rrestre masiva en Vietnam. Mientras se prepara este libro para
su publicación, se están tomando nuevas decisiones en secreto
que pueden implicar a Estados Unidos en la situación de Laos.
En ninguno de estos casos de decisiones importantes existe la
más mínima relación entre las verdaderas razones que determi-
nan la política oficial y el razonamiento que se da para el con-
sumo público. ¿En qué sentido, cabe preguntarse, están los es-
tadounidenses en mejor situación que aquellos súbditos rusos a
los que se les permitió, por decisión de Jruschov, conocer un
poco de la verdad sobre Stalin?
Incluso aquellas formas de gobierno representativo que se
aproximan a una auténtica agencia sufren de un curioso y poco
notorio defecto que priva a los electores de su libertad para de-
terminar las leyes bajo las que deben vivir. El supuesto que sub-
yace a la práctica de la representación es que el ciudadano indi-
vidual tiene la oportunidad, a través de su voto, de dar a cono-
cer su preferencia. Dejando de lado por el momento los proble-
mas relacionados con la regla de la mayoría, e ignorando tam-
bién las derogaciones de legitimidad que resultan cuando se
votan cuestiones en el parlamento que no fueron debatidas du-
rante la elección de los diputados, el ciudadano que hace uso
de su voto está, por así decirlo, presente en la cámara a través
de su representante. Pero esto supone que en el momento de la
elección, cada hombre tuvo una verdadera oportunidad de vo-
tar por un candidato que representara su punto de vista. Puede
encontrarse en minoría, por supuesto; su candidato puede per-
der. Pero, al menos, ha tenido la oportunidad de hacer valer sus
preferencias en las urnas.
Pero si el número de temas que se debaten durante la campaña
es mayor que uno o dos, y si hay -como seguramente habrá- un
número de posiciones plausibles que podrían adoptarse en
cada tema, entonces las permutaciones de «plataformas» totales
alternativas consistentes serán enormemente mayores que el
número de candidatos. Supongamos, por ejemplo, que en unas
elecciones estadounidenses hay cuatro cuestiones: una ley agrí-
cola, la atención médica a los ancianos, la ampliación del servi-
cio militar obligatorio y los derechos civiles. Simplificando con-
siderablemente el mundo real, podemos suponer que hay tres
alternativas de acción que se están considerando seriamente en
la primera cuestión, cuatro en la segunda, dos en la tercera y
tres en la última. Hay entonces 3 X 4 X 2 X 3 = 72 posiciones po-
sibles que un hombre podría tomar en estas cuatro cuestiones.
Por ejemplo, podría estar a favor de la paridad total, Kerr-Mills,
la interrupción del reclutamiento, y ninguna ley de derechos ci-
viles; o el mercado libre de productos agrícolas, ningún tipo de
seguro médico, la extensión del reclutamiento, y una fuerte ley
de derechos civiles; y así sucesivamente. Ahora bien, para ase-
gurarse de que cada votante tenga la oportunidad de votar por
lo que cree, tendría que haber 72 candidatos, cada uno de los
cuales defendiera una de las posiciones lógicamente posibles. Si
un ciudadano no puede ni siquiera encontrar un candidato cu-
yas opiniones coincidan con las suyas, entonces no hay posibili-
dad alguna de que envíe al parlamento a un verdadero repre-
sentante. En la práctica, a los votantes se les ofrece un puñado
de candidatos y deben comprometerse con sus creencias antes
de llegar a las urnas. En estas circunstancias, es difícil ver qué
contenido tiene la perogrullada de que las elecciones manifies-
tan la voluntad del pueblo.
El rechazo más mordaz a la democracia representativa se en-
cuentra en el Contrato Social de Rousseau. En oposición a escri-
tores como Locke, Rousseau escribe
La soberanía no puede ser representada por la misma razón
que no puede ser enajenada; su esencia es la voluntad general,
y esa voluntad debe hablar por sí misma o no existe: o es ella
misma o no es ella misma: no hay posibilidad intermedia. Los
diputados del pueblo, por tanto, no son ni pueden ser sus re-
presentantes; sólo pueden ser sus comisionados, y como tales
no están capacitados para concluir nada definitivamente. Nin-
gún acto suyo puede ser una ley, a menos que haya sido ratifi-
cado por el pueblo en persona; y sin esa ratificación nada es
una ley. El pueblo de Inglaterra se engaña a sí mismo cuando
cree que es libre; lo es, de hecho, sólo durante la elección de los
miembros del parlamento: porque, tan pronto como se elige
uno nuevo, vuelve a estar encadenado y no es nada. Y así, por
el uso que hacen de sus breves momentos de libertad, merecen
perderla (Bk. Ill, Ch. 15).
Apéndice: Una propuesta de demo-
cracia directa instantánea
La imposibilidad práctica de la democracia directa se da gene-
ralmente porsentada en los debates contemporáneos sobre la
teoría democrática, y se considera un aspecto desagradable-
mente utópico de la filosofía de Rousseau, por ejemplo, que su-
pone una comunidad en la que cada ciudadano puede votar di-
rectamente sobre todas las leyes. En realidad, los obstáculos a la
democracia directa son meramente técnicos, por lo que pode-
mos suponer que en esta época de progreso tecnológico planifi-
cado es posible resolverlos. La siguiente propuesta esboza una
de esas soluciones. Su intención es mucho más que medio en
serio, e insto a los lectores que son propensos a rechazarla de
plano a que reflexionen sobre lo que esa reacción revela sobre
su verdadera actitud hacia la democracia.
Propongo que, para superar los obstáculos de la democracia di-
recta, se establezca un sistema de máquinas de votación a do-
micilio. En cada vivienda, se conectaría un dispositivo al televi-
sor que registraría electrónicamente los votos y los transmitiría
a un ordenador en Washington. (Los hogares que no dispongan
de aparatos se abastecerían con una subvención federal. En la
práctica, esto no sería muy costoso, ya que actualmente sólo los
muy pobres y los muy inteligentes carecen de aparatos). Para
evitar el voto fraudulento, el aparato podría ser manipulado
para registrar las huellas dactilares. De este modo, cada per-
sona sólo podría votar una vez, ya que el ordenador rechazaría
automáticamente un voto duplicado. Cada noche, a la hora que
ahora se dedica a los telediarios, habría un programa nacional
de todas las emisoras dedicado a debatir los temas que tiene la
nación. Los proyectos de ley que estuvieran «ante el Congreso»
(como lo describiríamos ahora) serían debatidos por represen-
tantes de puntos de vista alternativos. Habría sesiones informa-
tivas sobre cuestiones técnicamente complejas, así como deba-
tes formales, periodos de preguntas, etc. Se encargaría a comi-
tés de expertos la recopilación de datos, la formulación de reco-
mendaciones sobre nuevas medidas y el trabajo de redacción de
la legislación. Se podría instituir el cargo de disidente público
para garantizar que se escuchen los puntos de vista disidentes e
inusuales. Cada viernes, tras una semana de debate y discusión,
se celebraría una sesión de votación. Las medidas se presenta-
rían al público, una por una, y la nación registraría su preferen-
cia instantáneamente por medio de las máquinas. Puede que
haya que tomar medidas especiales para quienes no puedan es-
tar en sus platós durante la votación. (Tal vez sesiones de vota-
ción en varios momentos durante el día y la noche anteriores).
La regla de la mayoría simple prevalecería, como ocurre ahora
en el Congreso.
La propuesta no es perfecta, por supuesto, ya que hay una gran
diferencia entre el papel pasivo de oyente en un debate y el pa-
pel activo de participante. Sin embargo, debería ser obvio que
una comunidad política que dirigiera sus asuntos por medio de
la «democracia directa instantánea» estaría inconmensurable-
mente más cerca de realizar el ideal de la democracia genuina
de lo que estamos en cualquier país llamado democrático hoy
en día. La principal objeción que se plantearía inmediatamente
a la propuesta, especialmente por parte de los politólogos esta-
dounidenses, es que sería demasiado democrática. ¡Qué caos se
produciría! ¡Qué anarquía prevalecería! Las masas insensatas,
llevadas de un lado a otro por los vientos de la opinión, reduci-
rían rápidamente el gran, lento y estable gobierno de los Esta-
dos Unidos a un caos desorganizado. Los proyectos de ley se
aprobarían o dejarían de aprobarse con la misma irresponsabili-
dad despreocupada que ahora rige la longitud de un dobladillo
o la popularidad de una cerveza. Los argumentos meretrices
engañarían a la gente sencilla, bienintencionada e ignorante
para que votara por los regalos de la tarta; los asuntos exterio-
res oscilarían entre el militarismo patriotero y el aislacionismo
cobarde. La mano de la sabiduría, del conocimiento, de la tradi-
ción y de la experiencia desaparecería.
La probabilidad de respuestas de este tipo indica la superficiali-
dad de la mayoría de las creencias modernas en la democracia.
Es obvio que muy pocos individuos están realmente de acuerdo
con el gobierno del pueblo, aunque por supuesto todos estamos
dispuestos a destruirnos a nosotros mismos y a nuestros enemi-
gos en su nombre. Sin embargo, los incrédulos están, en mi opi-
nión, probablemente equivocados, además de no ser fieles a su
fe profesada. La respuesta inicial a un sistema de democracia
directa instantánea sería caótica, sin duda. Pero muy rápida-
mente, los hombres aprenderían -lo que ahora manifiestamente
no es cierto- que sus votos marcan una diferencia en el mundo,
una diferencia inmediata y visible. No hay nada que genere un
sentido de la responsabilidad tan rápido como esa conciencia.
Estados Unidos vería un aumento inmediato y vigorizante del
interés por la política. Apenas sería necesario lanzar costosas y
frustrantes campañas para conseguir el voto. La política estaría
en boca de todos los hombres, mujeres y niños, día tras día. Al
aumentar el interés, se crearía una demanda de más y mejores
fuentes de noticias. Incluso en el sistema actual, en el que muy
pocos estadounidenses tienen la sensación de participar en la
política, las noticias son tan populares que los programas de un
cuarto de hora se amplían a media hora, y los especiales de no-
ticias ocupan el horario de máxima audiencia de la televisión.
¿Puede alguien negar que la democracia directa instantánea ge-
neraría un grado de interés y participación en los asuntos polí-
ticos que ahora se considera imposible de alcanzar?
En un sistema de auténtica democracia, las voces de muchos
ahogarían las de unos pocos. Los pobres, los incultos, los asus-
tados que hoy son atendidos por el Estado en ocasiones pero
nunca incluidos en el proceso de gobierno pesarían, hombre
por hombre, tanto como los ricos, los influyentes, los bien co-
nectados. Muchas cosas que merecen la pena podrían peligrar
con un sistema así, pero al menos la justicia social florecería
como nunca antes lo ha hecho.
 Si estamos dispuestos a pensar con audacia, entonces, los obs-
táculos prácticos de la democracia directa pueden ser supera-
dos. Por el momento, no necesitamos discutir más sobre si que-
remos superarlos; pero como nuestra investigación se refiere a
la posibilidad de establecer un estado en el que la autonomía
del individuo sea compatible con la autoridad del estado, creo
que podemos considerar que las dificultades que en el pasado
han llevado a formas insatisfactorias de democracia representa-
tiva no constituyen un problema teórico serio.
 4. La democracia mayoritaria
 La principal debilidad teórica de la democracia directa uná-
nime es su exigencia de que las decisiones se tomen por unani-
midad para que adquieran la autoridad de la ley. Como cues-
p q q y
tión práctica, por supuesto, este requisito limita en gran medida
las situaciones reales en las que un Estado puede prosperar,
pero quizá un fallo aún más grave de la democracia unánime es
que no ofrece ninguna vía para que los hombres de buena vo-
luntad resuelvan sus diferencias. Presumiblemente, para que el
concepto de Estado justo tenga algo más que un interés ocioso,
debe ser posible, al menos en teoría, que los conflictos se resuel-
van sin pérdida de autonomía por parte de los ciudadanos ni
de autoridad por parte del Estado. Los conflictos no tienen por
qué estar motivados por un interés propio de división; pueden
ser simplemente desacuerdos sobre la mejor manera de perse-
guir el bien común.
 La solución que salta inmediatamente a la vista es, por su-
puesto, la regla de la mayoría. Cuando el electorado está divi-
dido, se hace una votación; se da a cada hombre un voto, y se
deja que el grupo en su conjunto se comprometa por la prepon-
derancia de las voces. La creencia en la regla de la mayoría está
tan extendida que no hay una sola variante de la teoría demo-
crática que no la invoque comomedio para componer las dife-
rencias y llegar a las decisiones. Nuestra tarea es descubrir un
argumento que demuestre que la autonomía de la democracia
unánime se mantiene en una democracia que se guía por la re-
gla de la mayoría. En otras palabras, debemos preguntar si los
miembros de un sistema político democrático están moral-
mente obligados a obedecer las decisiones de la mayoría y, en
caso afirmativo, por qué.
 El problema, por supuesto, concierne a aquellos que se encuen-
tran en minoría en cualquier cuestión. Los miembros de la ma-
yoría tienen la misma relación con la ley que han aprobado que
todos los ciudadanos en una democracia unánime. Puesto que
la mayoría ha querido la ley, están obligados a cumplirla, y si-
guen siendo autónomos al someterse a su autoridad. Un miem-
bro de la minoría, sin embargo, ha votado en contra de la ley, y
parece estar en la posición de un hombre que, deliberando so-
bre una cuestión moral, rechaza una alternativa sólo para en-
contrarla forzada por un poder superior. Su disposición a deli-
berar, y a comprometerse con su decisión, manifiesta su deseo
de ser autónomo; pero en la medida en que debe someterse a la
voluntad de la mayoría, parece que su deseo se ve frustrado.
 Una justificación común del gobierno de la mayoría es que, por
motivos prudenciales o de moral general, funciona mejor que
cualquier otro sistema que se haya ideado. Por ejemplo, se dice
que la política democrática es un sustituto del gobierno de las
armas que prevalece en las sociedades sin ley. Dado que la ma-
yoría es, militarmente hablando, probablemente el cuerpo su-
perior, debe permitírsele gobernar por medio de las urnas, ya
que de lo contrario recurrirá a la fuerza y volverá a sumir a la
sociedad en el caos. O, de nuevo, la observación histórica puede
revelar que el gobierno de la mayoría tiende a promover el
bienestar general mejor que cualquier otro sistema de gobierno
(como el gobierno de los sabios o de los poderosos), ya que,
contrariamente a lo que Platón y otros han supuesto, el pueblo
conoce mejor su propio interés. La democracia mayoritaria, se
dice, es por tanto la salvaguarda más eficaz contra el gobierno
de una élite hipócritamente interesada. Desde el punto de vista
del individuo, se podría argumentar que la sumisión al go-
bierno de la mayoría le ofrece la mejor oportunidad, a largo
plazo, de promover sus propios intereses, ya que, en general, se
encontrará en la mayoría tan a menudo como en la minoría, y el
beneficio que fluye de la acción colectiva superará las pérdidas
sufridas cuando su lado pierde.
 Todas estas defensas, y otras que podrían basarse en conside-
raciones de interés o buenas consecuencias, son, sin embargo,
estrictamente irrelevantes para nuestra investigación. Como
justificaciones de la decisión autónoma de un individuo de
cooperar con el Estado, pueden ser perfectamente adecuadas;
pero como demostraciones de la autoridad del Estado -como
pruebas, es decir, del derecho del Estado a ordenar al individuo
y de su obligación de obedecer, sea lo que sea lo que se le or-
dene- fracasan completamente. Si el individuo conserva su au-
tonomía reservándose en cada caso la decisión final de coope-
rar o no, niega así la autoridad del Estado; si, por el contrario,
se somete al Estado y acepta su pretensión de autoridad, enton-
ces, en la medida en que cualquiera de los argumentos anterio-
res lo indique, pierde su autonomía.
De hecho, las defensas prudenciales y casuísticas de la demo-
cracia no logran distinguirla moralmente de cualquier otra
forma de comunidad política. Un hombre puede encontrar que
sus asuntos florecen en una dictadura o monarquía, e incluso
que el bienestar del pueblo en su conjunto avanza efectiva-
mente gracias a las políticas de tal estado. La democracia, por
tanto, no podría pretender ser más que un tipo de gobierno de
facto entre muchos otros, y sus virtudes, si las hubiera, serían
puramente relativas. Tal vez, como dijo una vez Winston Chur-
chill, la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas
las demás; pero si es así, los «ciudadanos» de Estados Unidos
son tan súbditos de un poder extranjero como los españoles
bajo el régimen de Franco o los rusos bajo el de Stalin. Simple-
mente son más afortunados en sus gobernantes.
Un argumento más serio a favor del gobierno de la mayoría
puede fundarse en los términos del contrato por el que se cons-
tituye el orden político. Según muchos teóricos de la democra-
cia, la transición del gobierno unánime, ejemplificado por la
adopción del contrato social, al gobierno de la mayoría, del que
depende el funcionamiento posterior de la sociedad, está pre-
vista por una cláusula del acuerdo original. Todo el mundo se
compromete en lo sucesivo a acatar el gobierno de la mayoría, y
siempre que un ciudadano se oponga a que se le exija obedecer
leyes por las que no ha votado, se le puede recordar su pro-
mesa. En ese pacto, se afirma, descansa la autoridad moral de
un Estado mayoritario. [9]
Pero este argumento no es mejor que el anterior. La promesa de
acatar la voluntad de la mayoría crea una obligación, pero lo
hace precisamente renunciando a la propia autonomía. Es per-
fectamente posible renunciar a la autonomía, como ya hemos
visto. Si es sabio, bueno o correcto hacerlo es, por supuesto, dis-
cutible, pero que se puede hacer es obvio. Por lo tanto, si los
ciudadanos contratan para gobernarse a sí mismos por la regla
de la mayoría, se obligan a sí mismos de la misma manera que
se obligarían por cualquier promesa. El Estado tiene entonces
derecho a ordenarles, suponiendo que se guíe sólo por la mayo-
ría. Pero los ciudadanos han creado un Estado legítimo al pre-
cio de su propia autonomía. Se han obligado a obedecer leyes
que no quieren, e incluso leyes que rechazan enérgicamente. En
la medida en que la democracia se origina en tal promesa, no es
más que una esclavitud voluntaria, y la caracterización que
Rousseau hace de la forma de representación inglesa puede
aplicarse también aquí.
La fuerza de este punto es difícil de entender, porque estamos
tan profundamente imbuidos de la ética del mayoritarismo que
posee para nosotros la engañosa cualidad de la autoevidencia.
En Estados Unidos, a los niños pequeños se les enseña a dejar
que la mayoría gobierne casi antes de que tengan edad para
contar los votos. Siempre que la fuerza o la riqueza amenazan
con dominar una situación, se apela a la voz de la mayoría
como la llamada superior de la moral y la razón. ¿No se go-
bierna por la mayoría? Qué otra cosa hay, se quiere preguntar.
Por lo tanto, tal vez sirva de ayuda reflexionar que la justifica-
ción del gobierno de la mayoría apelando a una promesa origi-
nal abre el camino a la justificación de prácticamente cualquier
otro modo de toma de decisiones, ya que los ciudadanos con-
tratantes podrían haber prometido igualmente acatar el go-
bierno de la minoría, o la elección al azar, o el gobierno de un
monarca, o el gobierno de los más educados, o el gobierno de
los menos educados, o incluso el gobierno de un dictador diario
elegido por sorteo.
Si el único argumento a favor de la regla de la mayoría es su le-
gitimación por el voto unánime en la convención fundacional,
entonces presumiblemente cualquier método de toma de deci-
siones al que se le diera esa sanción sería igualmente legítimo.
Si sostenemos que la regla de la mayoría tiene alguna validez
especial, entonces debe ser por el carácter de la regla de la ma-
yoría en sí misma, y no por una promesa que se pueda pensar
que hemos hecho de acatarla. Lo que se requiere, por lo tanto,
es una justificación directa de la regla de la mayoría en sí
misma, es decir, una demostración de que bajo la regla de la
mayoría la minoría no pierde su autonomía al someterse a las
decisiones de la colectividad.
John Locke reconoce en cierto modo la necesidad de una
prueba del principio del gobierno de la mayoría, y al principio
de su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil ofrece lo
siguiente: 
Cuando un número cualquiera de hombresha consentido en
formar una comunidad o gobierno, se han constituido en un
solo cuerpo político, en el que la mayoría tiene derecho a actuar
y concluir el resto. Porque cuando un número cualquiera de
hombres, con el consentimiento de todos los individuos, ha
constituido una comunidad, ha hecho de esa comunidad un
cuerpo, con el poder de actuar como un solo cuerpo, lo cual es
sólo por la voluntad y determinación de la mayoría. Porque lo
que actúa [es decir, activa] cualquier comunidad es sólo el con-
sentimiento de los individuos de la misma, y siendo un cuerpo
debe moverse en una dirección, es necesario que el cuerpo se
mueva en esa dirección hacia donde la fuerza mayor lo lleva,
que es el consentimiento de la mayoría; o de lo contrario es im-
posible que actúe o continúe como un cuerpo, una comunidad,
que el consentimiento de cada individuo que se unió a ella
acordó que lo hiciera; y así cada uno está obligado por ese con-
sentimiento a ser concluido por la mayoría (Cap. VIII).
La clave del argumento es la afirmación de que el cuerpo polí-
tico debe ser llevado «a donde la fuerza mayor lo lleve». Si esto
significa que el Estado debe moverse de hecho en la dirección
de la preponderancia del poder, o bien es una verdad trivial, ya
que el poder se define por sus efectos, o bien no es trivial y es
falsa, ya que con frecuencia una minoría puede dominar la con-
ducción de los asuntos públicos aunque mande mucho menos
que la preponderancia de la fuerza disponible en la sociedad.
Por otro lado, si Locke quiere decir que el Estado debe moverse
en la dirección de la mayor fuerza moral, entonces presumible-
mente cree que la mayoría poseerá esa fuerza moral superior
porque cada individuo cuenta por uno en el cálculo moral. Sin
embargo, incluso si se puede dar sentido a la noción de fuerza
moral, seguimos sin una razón por la que la minoría tiene la
obligación de obedecer a la mayoría.
Una posible línea de argumentación es fundar la regla de la ma-
yoría en el principio superior de que cada persona en la socie-
dad debe tener la misma oportunidad de hacer que sus prefe-
rencias sean la ley. Suponiendo por el momento que el princi-
pio de igualdad de oportunidades sea válido, ¿la regla de la
mayoría logra esa igualdad?
Es difícil decidirlo, ya que la noción de tener la misma oportu-
nidad de convertir las preferencias propias en ley es ambigua.
En un sentido, la regla de la mayoría garantiza a los miembros
de la mayoría que su preferencia se convertirá en ley. Por lo
tanto, si un hombre sabe que está en minoría, se dará cuenta de
que no tiene ninguna posibilidad de hacer realidad su volun-
tad. Esta es la característica de la democracia mayoritaria que
lleva a las minorías permanentes a la rebelión, y permite lo que
Mill llamó con toda justicia la tiranía de la mayoría. Por lo
tanto, un sistema de legislación por sorteo podría ser más
acorde con el principio de igualdad de oportunidades. Cada in-
dividuo podría escribir su preferencia en un papel, y la ley ga-
nadora podría extraerse de una cesta giratoria. Entonces, po-
dríamos suponer, cada ciudadano podría tener exactamente la
misma posibilidad de que su voluntad se convirtiera en ley.
Pero la probabilidad es una ciencia complicada, y aquí también
debemos detenernos a reconsiderar. Cada ciudadano, sin duda,
tendría la misma oportunidad de que su papel fuera extraído
de la cesta; pero presumiblemente lo que desea es simplemente
que la ley que prefiere sea promulgada, no que la promulga-
ción tenga lugar por medio de su papelito personal. En otras
palabras, estaría igualmente satisfecho con un sorteo de cual-
quier papel en el que estuviera escrita su preferencia. Ahora
bien, si hay más papeletas con la alternativa A que con la alter-
nativa B, la probabilidad de que se elija la alternativa A es, por
supuesto, mayor. Por lo tanto, la legislación por sorteo ofrecería
alguna oportunidad a la minoría, a diferencia del gobierno de
la mayoría, pero no ofrecería a cada ciudadano la misma opor-
tunidad de que se promulgue su preferencia. Sin embargo, pa-
rece acercarse más al ideal de igualdad de oportunidades que el
gobierno de la mayoría.
Hemos citado el dispositivo de decisión por elección aleatoria
principalmente como una forma de exponer las debilidades de
cierta justificación de la regla de la mayoría, pero antes de pasar
a otro argumento a favor del mayoritarismo, podría ser bueno
considerar si la decisión aleatoria es un candidato digno de ser
adoptado por derecho propio. ¿Es razonable resolver las dife-
rencias de opinión mediante el azar? ¿Preserva el compromiso
con tal dispositivo la autonomía del ciudadano individual, in-
cluso cuando la suerte está echada en su contra? 
No debemos apresurarnos a rechazar la apelación al azar, pues
al menos en algunas situaciones de elección parece ser el mé-
todo adecuado. Por ejemplo, si me enfrento a una elección entre
alternativas cuyos resultados probables no puedo estimar, en-
tonces es perfectamente sensato dejar que el azar decida mi
elección. Si estoy perdido en el bosque, sin tener la menor idea
de qué dirección es la más prometedora, y si estoy convencido
de que mi mejor oportunidad es elegir un camino y ceñirme a
él, entonces podría dar vueltas con los ojos cerrados y partir en
cualquier dirección. En general, es razonable elegir al azar entre
alternativas igualmente prometedoras. [10] La decisión aleato-
ria también es razonable en otro tipo de casos, cuando las re-
compensas o las cargas deben distribuirse entre ciudadanos
igualmente merecedores (o no merecedores), y la naturaleza del
objeto a distribuir hace imposible dividirlo y repartirlo en par-
tes iguales. Así, si las fuerzas armadas sólo necesitan la mitad
de los hombres disponibles, y no pueden ajustar las cosas redu-
ciendo a la mitad el tiempo de servicio y duplicando el recluta-
miento, entonces el método justo de elegir a los reclutas es po-
ner los nombres en un cuenco y sacarlos al azar.
Dado que el deber de autonomía sólo dicta que utilice toda la
información disponible al tomar mis decisiones, está claro que
la aleatorización ante la ignorancia no es una derogación de la
autonomía. Esto es igualmente cierto en el segundo caso, el de
las retribuciones indivisibles, aunque en este caso estamos obli-
gados a intentar superar la inevitable injusticia incorporando el
asunto a un contexto más amplio y equilibrando las recompen-
sas y las cargas futuras. De ello se deduce que el uso de disposi-
tivos aleatorios en alguna decisión colectiva no violará la auno-
mía, suponiendo por el momento que haya habido un acuerdo
unánime sobre su adopción. Pero, ¿qué diremos de la decisión
por sorteo en los casos en los que el obstáculo a la decisión es el
simple desacuerdo entre los miembros de la asamblea, y no la
ignorancia de los resultados futuros o la indivisibilidad de los
pagos? ¿Es acaso una solución al problema del sometimiento de
la minoría?
En la toma de decisiones individuales, apelar al azar cuando se
dispone de la información necesaria sería una renuncia volun-
taria a la autonomía. ¿Podemos concluir entonces que lo mismo
ocurre con la decisión colectiva? Se podría argumentar que no.
Si se nos permite, sin pérdida de autonomía, someternos a las
limitaciones de la ignorancia, o a la intratabilidad de la natura-
leza, ¿por qué no podemos ajustarnos con igual justificación a
las limitaciones de la toma de decisiones colectivas en contrapo-
sición a las individuales? Cuando la asamblea del pueblo no
puede llegar a una decisión unánime, la decisión por sorteo es
la única forma de evitar los males gemelos de la inercia guber-
namental y la tiranización de la minoría.
Este argumento me parece erróneo, aunque mis razones para
esta creencia sólo se expondrán con cierta amplitud en la última
sección de este ensayo. Brevemente, hay una diferencia funda-
mental entre los obstáculos a la decisión que están fuera de
nuestro control, como la ignorancia, y los obstáculos que, al me-
nos teóricamente, están bajo nuestro control, como el conflicto

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