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Prefacio I. El conflicto entre autoridad y autonomía El concepto de autoridad El concepto de autonomía El conflicto entre autoridad y autonomía II. La solución de la democracia clásica La democracia es la única solución factible La democracia directa unánime La democracia representativa Apéndice: Una propuesta de democracia directa instantánea La democracia mayoritaria Apéndice: La irracionalidad del gobierno de la mayoría III. Más allá del Estado legítimo La búsqueda del Estado legítimo Visiones utópicas de un mundo sin Estados Prefacio Este ensayo sobre los fundamentos de la autoridad del Estado marca una etapa en el desarrollo de mi preocupación por los problemas de la autoridad política y la autonomía moral. Cuando empecé a interesarme profundamente por el tema, es- taba bastante seguro de poder encontrar una justificación satis- factoria para la doctrina democrática tradicional a la que, más bien irreflexivamente, daba mi adhesión. De hecho, durante mi primer año como miembro del Departamento de Filosofía de la Universidad de Columbia, impartí un curso de filosofía política en el que anuncié audazmente que formularía y luego resolve- ría el problema fundamental de la filosofía política. No me costó nada formular el problema: a grandes rasgos, cómo se puede hacer compatible la autonomía moral del individuo con la autoridad legítima del Estado. Tampoco me costó refutar una serie de supuestas soluciones que habían planteado diversos teóricos del Estado democrático. Pero a mediados del semestre, me vi obligado a presentarme ante mi clase, cabizbajo y muy avergonzado, para anunciar que no había conseguido descubrir la gran solución. Al principio, mientras luchaba con este dilema, me aferraba a la convicción de que la solución estaba a la vuelta de la siguiente esquina conceptual. Cuando leía documentos sobre el tema en reuniones de varias universidades, me veía obligado una y otra vez a representarme a mí mismo como un buscador de una teo- ría que simplemente no podía encontrar. Poco a poco, empecé a cambiar el énfasis de mi exposición. Finalmente -ya sea por re- flexión filosófica o simplemente por disgusto- llegué a la con- clusión de que en realidad estaba defendiendo lo negativo en lugar de buscar lo positivo. Mi incapacidad para encontrar una justificación teórica para la autoridad del Estado me había con- vencido de que no había ninguna justificación. En resumen, me había convertido en un anarquista filosófico. El primer capítulo de este ensayo formula el problema tal y como me lo planteé originalmente hace más de cinco años. El segundo capítulo explora la solución democrática clásica al pro- blema y expone la insuficiencia del modelo mayoritario habi- tual del Estado democrático. El tercer capítulo esboza, de forma bastante impresionista y hegeliana, las razones de mi persis- tente esperanza de que se pueda encontrar una solución; con- cluye con algunas sugerencias breves y bastante utópicas sobre las formas en que podría funcionar realmente una sociedad anárquica. Dejando a un lado cualquier defecto que pueda acechar a los argumentos realmente presentados en estas páginas, este en- sayo adolece de dos grandes insuficiencias. Por el lado de la teoría pura, me he visto obligado a asumir una serie de propo- siciones muy importantes sobre la naturaleza, las fuentes y los límites de la obligación moral. Para decirlo sin rodeos, simple- mente he dado por sentada toda una teoría ética. En cuanto a la aplicación práctica, no he dicho casi nada sobre las condiciones materiales, sociales o psicológicas bajo las cuales el anarquismo podría ser un modo factible de organización social. Soy doloro- samente consciente de estos defectos, y espero publicar un tra- bajo completo en un futuro razonablemente cercano en el que se dirá mucho más sobre ambos temas. Si se me permite robar un título de Kant (y así tal vez envolverme en el manto de su le- gitimidad), este ensayo podría subtitularse de forma bastante grandilocuente Fundamentos de la metafísica del Estado. Nueva York, marzo de 1970 I. El conflicto entre autoridad y autonomía 1. El concepto de autoridad La política es el ejercicio del poder del Estado, o el intento de influir en ese ejercicio. La filosofía política es, por tanto, en sen- tido estricto, la filosofía del Estado. Si queremos determinar el contenido de la filosofía política, y si realmente existe, debemos empezar por el concepto de Estado. El Estado es un conjunto de personas que tienen y ejercen la au- toridad suprema en un territorio determinado. En sentido es- tricto, deberíamos decir que un Estado es un grupo de personas que tienen la autoridad suprema dentro de un territorio deter- minado o sobre una población determinada. Una tribu nómada puede exhibir la estructura de autoridad de un estado, siempre que sus súbditos no estén bajo la autoridad superior de un es- tado territorial. [1] El Estado puede incluir a todas las personas que caen bajo su autoridad, como hace el Estado democrático según sus teóricos; también puede consistir en un solo indivi- duo al que todos los demás están sometidos. Podemos dudar de que el Estado unipersonal haya existido alguna vez, aunque Luis XIV evidentemente lo pensó cuando anunció: «L’etat, c’est moi». La característica distintiva del Estado es la autoridad su- prema, o lo que los filósofos políticos solían llamar «soberanía». Así se habla de «soberanía popular», que es la doctrina de que el pueblo es el Estado, y por supuesto el uso de «soberano» para significar «rey» refleja la supuesta concentración de la au- toridad suprema en una monarquía. La autoridad es el derecho a mandar y, correlativamente, el de- recho a ser obedecido. Debe distinguirse del poder, que es la ca- pacidad de obligar a cumplir, ya sea mediante el uso o la ame- naza de la fuerza. Cuando entrego mi cartera a un ladrón que me apunta con una pistola, lo hago porque el destino con el que me amenaza es peor que la pérdida de dinero que me hace su- frir. Reconozco que tiene poder sobre mí, pero difícilmente su- pondría que tiene autoridad, es decir, que tiene derecho a exigir mi dinero y que yo tengo la obligación de dárselo. En cambio, cuando el gobierno me presenta una factura de impuestos, la pago (normalmente) aunque no quiera, e incluso si creo que puedo salirme con la mía. Al fin y al cabo, es el gobierno debi- damente constituido y, por tanto, tiene derecho a cobrarme im- puestos. Tiene autoridad sobre mí. A veces, por supuesto, en- gaño al gobierno, pero aun así, reconozco su autoridad, porque ¿quién hablaría de «engañar» a un ladrón? Reclamar autoridad es reclamar el derecho a ser obedecido. Te- ner autoridad es entonces -¿qué? Puede significar tener ese de- recho, o puede significar que la reclamación de uno sea recono- cida y aceptada por aquellos a los que se dirige. El término «au- toridad» es ambiguo, ya que tiene un sentido tanto descriptivo como normativo. Incluso el sentido descriptivo se refiere a nor- mas u obligaciones, por supuesto, pero lo hace describiendo lo que los hombres creen que deben hacer en lugar de afirmar que deben hacerlo. En correspondencia con los dos sentidos de la autoridad, exis- ten dos conceptos de Estado. Desde el punto de vista descrip- tivo, el Estado puede definirse como un grupo de personas a las que se les reconoce la autoridad suprema dentro de un territo- rio, es decir, reconocida por aquellos sobre los que se afirma la autoridad. El estudio de las formas, las características, las insti- tuciones y el funcionamiento de los Estados de hecho, como po- demos llamarlos, es competencia de la ciencia política. Si toma- mos el término en su acepción prescriptiva, el Estado es un con- junto de personas que tienen derecho a ejercer la autoridad su- prema en un territorio. El descubrimiento, el análisis y la de- mostración de las formas y los principios de la autoridad legí- tima -del derecho a gobernar- se llama filosofía política. ¿Qué se entiende por autoridad suprema? Algunos filósofos po- líticos, hablandode la autoridad en sentido normativo, han sos- tenido que el verdadero Estado tiene la autoridad suprema so- bre todos los asuntos que ocurren en su ámbito. Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, afirmó que el contrato social por el que se forma una comunidad política justa «da al cuerpo político el mando absoluto sobre los miembros que lo componen; y es este poder, cuando es dirigido por la voluntad general, el que lleva… el nombre de ‘soberanía'». John Locke, por su parte, sos- tuvo que la autoridad suprema del Estado justo se extiende sólo a aquellos asuntos que es propio de un Estado controlar. El Es- tado es, sin duda, la máxima autoridad, pero su derecho a man- dar es menos que absoluto. Una de las cuestiones a las que debe responder la filosofía política es si existe algún límite en el ám- bito de los asuntos sobre los que un Estado justo tiene autoridad. También hay que distinguir una orden autorizada de un argu- mento persuasivo. Cuando se me ordena hacer algo, puedo op- tar por cumplirlo aunque no se me amenace, porque se me hace creer que es algo que debo hacer. En ese caso, no estoy obede- ciendo estrictamente una orden, sino reconociendo la fuerza de un argumento o la firmeza de una prescripción. La persona que emite la «orden» funciona meramente como la ocasión para que yo tome conciencia de mi deber, y su papel podría ser ocupado en otros casos por un amigo que me amoneste, o incluso por mi propia conciencia. Podría decir, por extensión del término, que la prescripción tiene autoridad sobre mí, lo que significa sim- plemente que debo actuar de acuerdo con ella. Pero la persona en sí misma no tiene autoridad -o, para ser más precisos, mi cumplimiento de su mandato no constituye un reconocimiento por mi parte de tal autoridad. Por tanto, la autoridad reside en las personas; la poseen -si es que la poseen- en virtud de lo que son y no de lo que mandan. Mi deber de obedecer es un deber para con ellos, no para con la ley moral o para con los beneficia- rios de las acciones que se me ordenen. Hay, por supuesto, muchas razones por las que los hombres re- conocen realmente las pretensiones de autoridad. La más co- mún, teniendo en cuenta toda la historia de la humanidad, es simplemente la fuerza prescriptiva de la tradición. El hecho de que algo se haya hecho siempre de una manera determinada le parece a la mayoría de los hombres una razón perfectamente adecuada para volver a hacerlo así. ¿Por qué debemos someter- nos a un rey? Porque siempre nos hemos sometido a los reyes. Pero, ¿por qué el hijo mayor del rey debe convertirse en rey a su vez? Porque los hijos mayores siempre han sido herederos del trono. La fuerza de lo tradicional está grabada tan profun- damente en la mente de los hombres que ni siquiera el estudio de los orígenes violentos y azarosos de una familia gobernante debilitará su autoridad a los ojos de sus súbditos. Algunos hombres adquieren el aura de autoridad en virtud de sus propias características extraordinarias, ya sea como grandes líderes militares, como hombres de carácter santo o como per- sonalidades contundentes. Tales hombres reúnen a su alrede- dor a seguidores y discípulos que obedecen de buen grado sin tener en cuenta sus intereses personales o incluso en contra de sus dictados. Los seguidores creen que el líder tiene derecho a mandar, es decir, autoridad. Lo más habitual hoy en día, en un mundo de ejércitos burocrá- ticos y religiones institucionalizadas, cuando los reyes son po- cos y la línea de profetas se ha agotado, es que la autoridad se otorgue a quienes ocupan cargos oficiales. Como ha señalado Weber, estas posiciones parecen autoritarias en las mentes de la mayoría de los hombres porque están denegadas por ciertos ti- pos de regulaciones burocráticas que tienen las virtudes de la publicidad, la generalidad, la previsibilidad, etc. Nos condicio- namos a responder a los signos visibles de la oficialidad, como los formularios impresos y las insignias. A veces podemos tener en mente claramente la justificación de una pretensión legalista de autoridad, como cuando cumplimos una orden porque su autor es un funcionario elegido. Más a menudo, la mera visión de un uniforme es suficiente para hacernos sentir que el hom- bre que lo lleva tiene derecho a ser obedecido. Es evidente que los hombres acceden a las pretensiones de la autoridad suprema. Que los hombres deben acceder a las de- mandas de autoridad suprema no es tan obvio. Por lo tanto, nuestra primera pregunta debe ser: ¿En qué condiciones y por qué razones un hombre tiene autoridad suprema sobre otro? La misma pregunta puede replantearse: ¿Bajo qué condiciones puede existir un estado (entendido normativamente)? Kant nos ha dado un título conveniente para este tipo de inves- tigación. Lo llamó «deducción», entendiendo por ello no una prueba de una proposición a partir de otra, sino una demostra- ción de la legitimidad de un concepto. Cuando un concepto es empírico, su deducción se lleva a cabo simplemente señalando instancias de sus objetos. Por ejemplo, la deducción del con- cepto de caballo consiste en exhibir un caballo. Puesto que hay caballos, debe ser legítimo emplear el concepto. Del mismo modo, la deducción del concepto descriptivo de Estado consiste simplemente en señalar los innumerables ejemplos de comuni- dades humanas en las que algunos hombres reclaman la autori- dad suprema sobre el resto y son obedecidos. Pero cuando el concepto en cuestión es no empírico, su deducción debe proce- der de manera diferente. Todos los conceptos normativos son no empíricos, pues se refieren a lo que debe ser y no a lo que es. Por lo tanto, no podemos justificar el uso del concepto de auto- ridad suprema (normativa) mediante la presentación de instan- cias. [Debemos demostrar mediante un argumento a priori que pueden existir formas de comunidad humana en las que algu- nos hombres tienen el derecho moral de gobernar. En resumen, la tarea fundamental de la filosofía política es proporcionar una deducción del concepto de Estado. Para completar esta deducción, no basta con mostrar que hay circunstancias en las que los hombres tienen la obligación de hacer lo que las autoridades de facto ordenan. Incluso bajo el más injusto de los gobiernos hay frecuentemente buenas razo- nes para obedecer en lugar de desafiar. Puede ser que el go- bierno haya ordenado a sus súbditos hacer lo que de hecho ya tienen una obligación independiente de hacer; o puede ser que las malas consecuencias de la rebeldía superen con creces la in- dignidad de la sumisión. Las órdenes de un gobierno pueden prometer efectos benéficos, ya sea intencionadamente o no. Por estas razones, y también por razones de prudencia, un hombre puede tener razón al cumplir con las órdenes del gobierno bajo cuya autoridad de facto se encuentra. Pero nada de esto re- suelve la cuestión de la autoridad legítima. Esa es una cuestión de derecho a mandar, y de la obligación correlativa de obedecer a la persona que emite la orden. Nunca se insistirá demasiado en el punto del último párrafo. La obediencia no es una cuestión de hacer lo que alguien te dice que hagas. Es una cuestión de hacer lo que te dice que hagas porque te dice que lo hagas. La autoridad legítima, o de jure, se refiere, pues, a los fundamentos y fuentes de la obligación moral. Dado que es indiscutible que hay hombres que creen que otros tienen autoridad sobre ellos, podría pensarse que podríamos utilizar ese hecho para demostrar que en algún lugar, en algún momento, debe haber habido hombres que realmente poseían autoridad legítima. Podríamos pensar, es decir, que aunque al- gunas afirmaciones de autoridad podrían ser erróneas, no po- dría ser que todas esas afirmaciones fueran erróneas, ya que en- tonces nunca habríamos tenido el concepto de autoridad legí- tima en absoluto. Con un argumento similar, algunos filósofos han intentado demostrar que no todas nuestras experiencias son sueños, o más generalmente que en la experiencia no todo es mera apariencia y no realidad. La cuestiónes que términos como «sueño» y «apariencia» se definen por contraste con «ex- periencia de vigilia» o «realidad». Por tanto, sólo podríamos haber desarrollado un uso para ellos si se nos presentaran si- tuaciones en las que algunas experiencias fueran sueños y otras no, o algunas cosas fueran mera apariencia y otras realidad. Cualquiera que sea la fuerza de ese argumento en general, no puede aplicarse al caso de la autoridad de facto frente a la de jure, porque el componente clave de ambos conceptos, a saber, el «derecho», se importa a la discusión desde el ámbito de la fi- losofía moral en general. En la medida en que nos ocupamos de la posibilidad de un estado justo, asumimos que el discurso moral tiene sentido y que se han dado deducciones adecuadas de conceptos como «derecho», «deber» y «obligación». [3] Lo que puede deducirse de la existencia de estados de hecho es que los hombres creen en la existencia de una autoridad legí- tima, pues, por supuesto, un estado de hecho es simplemente un estado cuyos súbditos creen que es legítimo (es decir, que tiene realmente la autoridad que reclama para sí). Pueden estar equivocados. De hecho, todas las creencias en la autoridad pue- den estar equivocadas: puede que no haya un solo Estado en la historia de la humanidad que tenga ahora o haya tenido alguna vez derecho a ser obedecido. Puede que incluso sea imposible que tal estado exista; esa es la cuestión que debemos tratar de resolver. Pero mientras los hombres crean en la autoridad de los estados, podemos concluir que poseen el concepto de auto- ridad de jure. [4] El concepto normativo de Estado como comunidad humana que posee la autoridad de derecho dentro de un territorio de- fine así el objeto de la filosofía política propiamente dicha. Sin embargo, incluso si resulta imposible presentar una deducción del concepto -si, es decir, no puede haber un estado de jure- to- davía se pueden plantear un gran número de cuestiones mora- les sobre la relación del individuo con los estados de facto. Po- demos preguntarnos, por ejemplo, si existen principios morales que deban guiar al Estado en la elaboración de sus leyes, como el principio del utilitarismo, y en qué condiciones es correcto que el individuo obedezca las leyes. Podemos explorar los idea- les sociales de igualdad y logro, o los principios de castigo, o las justificaciones de la guerra. Todas estas investigaciones son esencialmente aplicaciones de principios morales generales a los fenómenos particulares de la política (de hecho). Por lo tanto, sería apropiado recuperar una palabra que ha caído en desgracia, y llamar a esa rama del estudio de la política política casuística. Puesto que hay hombres que reconocen pretensiones de autoridad, hay estados de facto. Suponiendo que el discurso moral en general sea legítimo, debe haber cuestiones morales que se planteen en relación con esos estados. Por lo tanto, la po- lítica casuística como rama de la ética existe. Queda por decidir si existe la filosofía política propiamente dicha. 2. El concepto de autonomía El supuesto fundamental de la filosofía moral es que los hom- bres son responsables de sus actos. De este supuesto se deduce necesariamente, como señaló Kant, que los hombres son metafí- sicamente libres, es decir, que en algún sentido son capaces de elegir cómo actuar. Ser capaz de elegir cómo actuar hace que un hombre sea responsable, pero el mero hecho de elegir no es su- ficiente en sí mismo para constituir la asunción de responsabili- dad por los propios actos. Asumir la responsabilidad implica intentar determinar lo que se debe hacer, y eso, como han reco- nocido los filósofos desde Aristóteles, impone la carga adicional de adquirir conocimientos, reflexionar sobre los motivos, pre- decir los resultados, criticar los principios, etc. La obligación de asumir la responsabilidad de los propios actos no se deriva únicamente de la libertad de voluntad del hombre, ya que para asumir la responsabilidad se requiere algo más que la libertad de elección. Sólo porque el hombre tiene la capaci- dad de razonar sobre sus elecciones puede decirse que tiene una obligación permanente de asumir la responsabilidad por ellas. Es muy apropiado que los filósofos morales agrupen a los niños y a los locos como seres que no son plenamente responsa- bles de sus actos, ya que, al igual que se piensa que los locos ca- recen de libertad de elección, los niños no poseen todavía el po- der de la razón en una forma desarrollada. Incluso es justo que asignemos un mayor grado de responsabilidad a los niños, ya que los locos, en virtud de su falta de libre albedrío, carecen completamente de responsabilidad, mientras que los niños, en la medida en que poseen la razón en una forma parcialmente desarrollada, pueden ser considerados responsables (es decir, se les puede exigir responsabilidad) en un grado correspondiente. Todo hombre que posee tanto el libre albedrío como la razón tiene la obligación de asumir la responsabilidad de sus actos, aunque no esté activamente comprometido en un proceso con- tinuo de reflexión, investigación y deliberación sobre cómo debe actuar. A veces, un hombre anuncia su voluntad de res- ponsabilizarse de las consecuencias de sus actos, aunque no haya deliberado sobre ellos o no tenga intención de hacerlo en el futuro. Tal declaración es, por supuesto, un avance sobre la negativa a asumir la responsabilidad; al menos reconoce la exis- tencia de la obligación. Pero no exime al hombre del deber de emprender el proceso de reflexión que hasta ahora ha evitado. Ni que decir tiene que un hombre puede asumir la responsabi- lidad de sus actos y, sin embargo, actuar de forma equivocada. Cuando describimos a alguien como un individuo responsable, no implicamos que siempre haga lo correcto, sino sólo que no descuida el deber de intentar averiguar lo que es correcto. El hombre responsable no es caprichoso ni anárquico, ya que se reconoce sujeto a limitaciones morales. Pero insiste en que sólo él es el juez de esas limitaciones. Puede escuchar el consejo de otros, pero lo hace suyo determinando por sí mismo si es un buen consejo. Puede aprender de otros sobre sus obligaciones morales, pero sólo en el sentido en que un matemático aprende de otros matemáticos, es decir, escuchando de ellos argumentos cuya validez reconoce aunque no los haya pensado él mismo. No aprende en el sentido en que uno aprende de un explora- dor, aceptando como verdaderos sus relatos de cosas que uno no puede ver por sí mismo. Dado que el hombre responsable llega a decisiones morales que se expresa a sí mismo en forma de imperativos, podemos decir que se da leyes a sí mismo, o que se autolegisla. En resumen, es autónomo. Como sostenía Kant, la autonomía moral es una combinación de libertad y responsabilidad; es una sumisión a las leyes que uno se ha hecho a sí mismo. El hombre autónomo, en la medida en que es autónomo, no está sometido a la volun- tad de otro. Puede hacer lo que otro le diga, pero no porque le hayan dicho que lo haga. Por lo tanto, es libre en el sentido po- lítico de la palabra. Dado que la responsabilidad del hombre por sus actos es una consecuencia de su capacidad de elección, no puede renunciar a ella ni dejarla de lado. Sin embargo, puede negarse a recono- cerla, ya sea deliberadamente o simplemente por no reconocer y p p su condición moral. Todos los hombres se niegan a asumir la responsabilidad de sus actos en algún momento de su vida, y algunos eluden su deber de forma tan constante que presentan más la apariencia de niños crecidos que de adultos. En la me- dida en que la autonomía moral es simplemente la condición de asumir la plena responsabilidad de los propios actos, se deduce que los hombres pueden renunciar a su autonomía a voluntad. Es decir, un hombre puede decidir obedecer los mandatos de otro sin hacer ningún intento de determinar por sí mismo si lo que se le ordena es bueno o sabio. Este es un punto importante, y no debe confundirse con la falsa afirmación de que un hombre puede renunciara la responsabi- lidad de sus actos. Incluso después de haberse sometido a la voluntad de otro, un individuo sigue siendo responsable de lo que hace. Pero al negarse a la deliberación moral, al aceptar como definitivos los mandatos de los demás, pierde su autono- mía. Por lo tanto, Rousseau tiene razón cuando dice que un hombre no puede convertirse en esclavo ni siquiera por su pro- pia elección, si quiere decir que incluso los esclavos son moral- mente responsables de sus actos. Pero se equivoca si quiere de- cir que los hombres no pueden colocarse voluntariamente en una posición de servidumbre y obediencia sin sentido. Hay muchas formas y grados de renuncia a la autonomía. Un hombre puede renunciar a su independencia de juicio con res- pecto a una sola cuestión, o con respecto a un solo tipo de cues- tión. Por ejemplo, cuando me pongo en manos de mi médico, me comprometo a seguir cualquier tratamiento que me pres- criba, pero sólo en lo que respecta a mi salud. No le convierto también en mi asesor jurídico. Un hombre puede renunciar a su autonomía en algunas o todas las cuestiones durante un pe- riodo de tiempo determinado, o durante toda su vida. Puede someterse a todas las órdenes, sean las que sean, excepto a al- gunos actos específicos (como matar) que se niega a realizar. A partir del ejemplo del médico, es evidente que hay al menos al- gunas situaciones en las que es razonable renunciar a la propia autonomía. De hecho, podemos preguntarnos si, en un mundo complejo de conocimientos técnicos, ¡alguna vez es razonable no hacerlo! Dado que el concepto de asunción de responsabilidades y de renuncia a las mismas es fundamental para el debate que sigue, merece la pena dedicar un poco más de espacio a aclararlo. Asumir la responsabilidad de los propios actos significa tomar las decisiones finales sobre lo que se debe hacer. Para el hombre autónomo, no existe, estrictamente hablando, una orden. Si al- guien de mi entorno emite lo que se entiende como órdenes, y si él u otros esperan que esas órdenes sean obedecidas, ese he- cho se tendrá en cuenta en mis deliberaciones. Puedo decidir que debo hacer lo que esa persona me ordena, e incluso puede ser que el hecho de que emita la orden sea el factor de la situa- ción que hace que sea deseable que lo haga. Por ejemplo, si es- toy en un barco que se hunde y el capitán da órdenes para tri- pular los botes salvavidas, y si todos los demás obedecen al ca- pitán porque es el capitán, puedo decidir que, dadas las cir- cunstancias, es mejor que haga lo que él dice, ya que la confu- sión causada por desobedecerle sería generalmente perjudicial. Pero en la medida en que tomo esa decisión, no estoy obede- ciendo su mandato; es decir, no le estoy reconociendo que tiene autoridad sobre mí. Tomaría la misma decisión, exactamente por las mismas razones, si uno de los pasajeros hubiera empe- zado a dar «órdenes» y, en la confusión, hubiera llegado a ser obedecido. En la política, como en la vida en general, los hombres pierden con frecuencia su autonomía. Hay varias causas de este hecho, y también varios argumentos que se han ofrecido para justifi- carlo. La mayoría de los hombres, como ya hemos señalado, sienten tan fuertemente la fuerza de la tradición o de la buro- cracia que aceptan irreflexivamente las pretensiones de autori- dad que hacen sus gobernantes nominales. Es raro el individuo en la historia de la raza que se eleva incluso al nivel de cuestio- nar el derecho de sus amos a mandar y el deber de sí mismo y de sus compañeros a obedecer. Sin embargo, una vez iniciada la peligrosa cuestión, se pueden esgrimir diversos argumentos para demostrar la autoridad de los gobernantes. Entre los más antiguos se encuentra la afirmación de Platón de que los hom- bres deben someterse a la autoridad de quienes tienen un cono- cimiento, una sabiduría o una perspicacia superiores. Una sofis- ticada versión moderna sostiene que la parte educada de una población democrática tiene más probabilidades de ser política- mente activa, y que es mejor que el segmento mal informado del electorado permanezca pasivo, ya que su entrada en la arena política sólo apoya los esfuerzos de demagogos y extre- mistas. Algunos politólogos estadounidenses han llegado a afir- mar que la apatía de las masas estadounidenses es una causa de estabilidad y, por tanto, algo bueno. La condición moral exige que reconozcamos la responsabilidad y logremos la autonomía siempre y cuando sea posible. A veces esto implica la deliberación y la reflexión moral; otras veces, la recopilación de información especial, incluso técnica. El ciuda- dano estadounidense contemporáneo, por ejemplo, tiene la obligación de dominar la ciencia moderna lo suficiente como para poder seguir los debates sobre la política nuclear y llegar a una conclusión independiente. [5] Hay grandes obstáculos, qui- zás insuperables, para el logro de una autonomía completa y racional en el mundo moderno. Sin embargo, mientras reconoz- camos la responsabilidad de nuestros actos, y reconozcamos el poder de la razón en nosotros, debemos reconocer también la obligación permanente de hacernos autores de los mandatos que podamos obedecer. La paradoja de la condición del hom- bre en el mundo moderno es que cuanto más plenamente reco- noce su derecho y su deber de ser su propio dueño, más com- pletamente se convierte en el objeto pasivo de una tecnología y una burocracia cuyas complejidades no puede esperar com- prender. Hace sólo varios cientos de años que un hombre razo- nablemente bien educado puede afirmar que entiende las prin- cipales cuestiones de gobierno tan bien como su rey o su parla- mento. Irónicamente, el graduado de la escuela secundaria de hoy en día, que no puede dominar las cuestiones de política ex- terior e interior sobre las que se le pide que vote, podría haber comprendido con bastante facilidad los problemas del arte de gobernar del siglo XVIII. 3. El conflicto entre autoridad y autonomía La marca que define al Estado es la autoridad, el derecho a go- bernar. La principal obligación del hombre es la autonomía, el rechazo a ser gobernado. Parece, pues, que no se puede resolver el conflicto entre la autonomía del individuo y la supuesta au- toridad del Estado. En la medida en que el hombre cumpla con su obligación de hacerse autor de sus decisiones, se resistirá a la pretensión del Estado de tener autoridad sobre él. Es decir, ne- gará que tenga el deber de obedecer las leyes del Estado sim- plemente porque son las leyes. En este sentido, parece que el anarquismo es la única doctrina política coherente con la virtud de la autonomía. Ahora, por supuesto, un anarquista puede conceder la necesi- dad de cumplir con la ley bajo ciertas circunstancias o por el momento. Incluso puede dudar de que haya alguna perspectiva real de eliminar el Estado como institución humana. Pero nunca verá los mandatos del Estado como legítimos, como si tuvieran una fuerza moral vinculante. En cierto sentido, podríamos ca- racterizar al anarquista como un hombre sin patria, ya que a pe- sar de los lazos que le unen a la tierra de su infancia, se encuen- tra precisamente en la misma relación moral con «su» gobierno que con el gobierno de cualquier otro país en el que pueda per- manecer durante un tiempo. Cuando me voy de vacaciones a Gran Bretaña, obedezco sus leyes, tanto por interés propio pru- dencial como por las obvias consideraciones morales relativas al valor del orden, las buenas consecuencias generales de pre- servar un sistema de propiedad, etc. A mi regreso a los Estados Unidos, tengo la sensación de volver a entrar en mi país, y si pienso en el asunto, me imagino en una relación diferente y más íntima con las leyes americanas. Han sido promulgadas por mi gobierno y, por tanto, tengo una obligación especial de obedecerlas. Pero el anarquista me dice que mi sentimiento es puramente sentimental y no tiene ninguna base moral objetiva. Toda autoridad es igualmente ilegítima, aunque, por supuesto, no por ello igualmente digna o indignade apoyo, y mi obedien- cia a las leyes americanas, si he de ser moralmente autónomo, debe proceder de las mismas consideraciones que me determi- nan en el extranjero. El dilema que hemos planteado puede expresarse sucintamente en términos del concepto de Estado de derecho. Si todos los hombres tienen la obligación permanente de alcanzar el mayor grado de autonomía posible, entonces parece que no hay nin- gún Estado cuyos súbditos tengan la obligación moral de obe- decer sus mandatos. Por lo tanto, el concepto de un estado legí- timo de jure parecería ser vacuo, y el anarquismo filosófico pa- recería ser la única creencia política razonable para un hombre ilustrado. II. La solución de la democracia clásica 1. La democracia es la única solu- ción factible No es necesario discutir extensamente los méritos de todos los diversos tipos de estado que, desde Platón, han sido la tarifa es- tándar de las filosofías políticas. Puede que a John Locke le me- reciera la pena dedicar un tratado entero a la defensa de los de- rechos hereditarios de los reyes por parte de Sir Robert Filmer, pero hoy en día la creencia en todas las formas de autoridad tradicional es tan débil como los argumentos que se pueden dar en su favor. Sólo hay una forma de comunidad política que ofrece alguna esperanza de resolver el conflicto entre autoridad y autonomía, y es la democracia. El argumento es el siguiente: los hombres no pueden ser libres mientras estén sometidos a la voluntad de otros, ya sea un hombre (un monarca) o varios (aristócratas). Pero si los hom- bres se gobiernan a sí mismos, si son a la vez legisladores y obe- dientes de la ley, entonces pueden combinar los beneficios del gobierno con las bendiciones de la libertad. El gobierno para el pueblo es simplemente una esclavitud benévola, pero el go- bierno del pueblo es la verdadera libertad. En la medida en que un hombre participa en los asuntos del Estado, es gobernante y gobernado. Su obligación de someterse a las leyes no proviene del derecho divino del monarca, ni de la autoridad hereditaria de una clase noble, sino del hecho de que él mismo es la fuente de las leyes que le rigen. Ahí radica el mérito peculiar y la pre- tensión moral de un estado democrático. La democracia intenta una extensión natural del deber de auto- nomía al ámbito de la acción colectiva. Así como el hombre ver- daderamente responsable se da leyes a sí mismo, y por lo tanto se vincula a lo que concibe como correcto, una sociedad de hombres responsables puede vincularse colectivamente a las le- yes elaboradas colectivamente, y por lo tanto se vinculan a lo que han juzgado juntos como correcto. El gobierno de un Es- tado democrático no es entonces, en sentido estricto, más que un servidor del pueblo en su conjunto, encargado de la ejecu- ción de las leyes que han sido acordadas en común. En palabras de Rousseau, «cada persona, al tiempo que se une a todos, … sólo se obedece a sí misma y sigue siendo tan libre como antes» (Contrato social, tomo I, capítulo 6). Analicemos más detenidamente esta propuesta. Comenzare- mos con la forma más simple de Estado democrático, que puede ser etiquetada como democracia directa unánime. 2. La democracia directa unánime Existe, en teoría, una solución al problema planteado, y este he- cho es en sí mismo bastante importante. Sin embargo, la solu- ción requiere la imposición de condiciones imposiblemente res- trictivas que la hacen aplicable sólo a una variedad bastante ex- traña de situaciones reales. La solución es una democracia di- recta -es decir, una comunidad política en la que cada persona vota sobre cada cuestión- regida por una regla de unanimidad. En la democracia directa por unanimidad, cada miembro de la sociedad quiere libremente cada ley que se aprueba. Por lo tanto, sólo se enfrenta como ciudadano a las leyes que ha con- sentido. Dado que un hombre que sólo está limitado por los dictados de su propia voluntad es autónomo, se deduce que bajo las directrices de la democracia directa unánime, los hom- bres pueden armonizar el deber de autonomía con los manda- tos de la autoridad. Podría argumentarse que incluso este caso límite no es genuino, ya que cada hombre se obedece a sí mismo, y por tanto no se somete a una autoridad legítima. Sin embargo, el caso es real- mente diferente del caso prepolítico (o extrapolítico) de la auto- determinación, pues la autoridad a la que se somete cada ciuda- dano no es la de él mismo simplemente, sino la de toda la co- munidad tomada colectivamente. Las leyes se dictan en nombre del soberano, es decir, de la población total de la comunidad. El poder que hace cumplir la ley (en caso de que haya algún ciu- dadano que, habiendo votado una ley, se resista ahora a su aplicación a sí mismo) es el poder de todos, reunido en el poder de policía del Estado. De este modo, el conflicto moral entre el deber y el interés que surge de vez en cuando dentro de cada hombre se exterioriza, y la voz del deber habla ahora con la au- toridad de la ley. Cada hombre, por así decirlo, se encuentra con su mejor yo en la forma del Estado, ya que sus dictados no son más que las leyes que él, tras la debida deliberación, ha querido que se promulguen. La democracia directa unánime sólo es posible mientras exista un acuerdo sustancial entre todos los miembros de una comu- nidad sobre los asuntos de mayor importancia. Dado que, se- gún la regla de la unanimidad, un solo voto negativo anula cualquier moción, el más mínimo desacuerdo sobre cuestiones importantes paralizará el funcionamiento de la sociedad. De- jará de funcionar como una comunidad política y caerá en una condición de anarquía (o al menos en una condición de no legi- timidad; un gobierno de facto puede, por supuesto, surgir y to- mar el control). Sin embargo, no debe pensarse que la democra- cia directa unánime requiere para su existencia una perfecta ar- monía de los intereses o deseos de los ciudadanos. Es perfecta- mente coherente con un sistema de este tipo que haya oposicio- nes agudas, incluso violentas, dentro de la comunidad, quizás de tipo económico. La única necesidad es que cuando los ciuda- danos se reúnan para deliberar sobre los medios para resolver tales conflictos, se pongan de acuerdo unánimemente sobre las leyes a adoptar. [6] Por ejemplo, una comunidad puede acordar por unanimidad unos principios de arbitraje obligatorio mediante los cuales se deben resolver los conflictos económicos. Un individuo que haya votado a favor de estos principios puede verse luego per- sonalmente perjudicado por su aplicación en un caso concreto. Al considerar que los principios son justos, y sabiendo que ha votado a favor de ellos, reconocerá (con suerte) su obligación moral de aceptar su aplicación, aunque le gustaría mucho no estar sujeto a ellos. Reconocerá los principios como suyos, al igual que cualquiera de nosotros que se haya comprometido con un principio moral, reconocerá, de forma incómoda, su fuerza vinculante para él incluso cuando le resulte incómodo. Más concretamente, este individuo tendrá la obligación moral de obedecer las órdenes de la junta de mediación o del consejo de arbitraje, sea cual sea su decisión, porque los principios que la guían emanan de su propia voluntad. Así, la junta tendrá au- toridad sobre él (es decir, un derecho a ser obedecido) mientras que él conserva su autonomía moral. ¿En qué circunstancias podría funcionar realmente una demo- cracia directa unánime durante un periodo de tiempo razona- ble sin llegar simplemente a una serie de decisiones negativas? La respuesta, creo, es que hay dos tipos de democracias directas unánimes prácticas. En primer lugar, una comunidad de perso- nas inspiradas por algún ideal religioso o secular absorbente podría estar tan completamente de acuerdo con los objetivos de la comunidad y los medios para alcanzarlos que las decisiones podrían tomarse en todas las cuestiones importantes mediante un método de consenso. Las comunidades utópicas del siglo XIX y algunos kibbu�im israelíes del sigloXX son ejemplos plausibles de esa unanimidad funcional. Con el tiempo, el con- senso se disuelve y aparecen facciones, pero en algunos casos la unanimidad se ha mantenido durante un periodo de muchos años. En segundo lugar, una comunidad de individuos racional- mente interesados puede descubrir que sólo puede cosechar los frutos de la cooperación manteniendo la unanimidad. Mientras cada miembro de la comunidad siga convencido de que los be- neficios que le reporta la cooperación -incluso en las condicio- nes de compromiso impuestas por la necesidad de unanimi- dad- superan los beneficios de romper su conexión con el resto, la comunidad seguirá funcionando. Por ejemplo, una economía clásica de laissez-faire regida por las leyes del mercado es su- puestamente respaldada por todos los participantes porque cada uno reconoce tanto que está mejor dentro del sistema que fuera de él como que cualquier relajación de la prohibición de los acuerdos de restricción del comercio acabaría perjudicán- dole más que beneficiándole. Mientras todos los empresarios crean estas dos proposiciones, habrá unanimidad sobre las le- yes del sistema a pesar de la competencia despiadada. [7] En cuanto surge un desacuerdo sobre cuestiones importantes, la unanimidad se destruye y el Estado debe dejar de ser de iure o bien descubrir algún medio para resolver las cuestiones con- trovertidas que no prive a ningún miembro de su autonomía. Además, cuando la sociedad crece demasiado para la conve- niencia de convocar asambleas regulares, hay que encontrar al- gún modo de dirigir los asuntos del Estado sin condenar a la mayoría de los ciudadanos a la condición de súbditos sin voz. Las soluciones tradicionales de la teoría democrática a estos problemas familiares son, por supuesto, la regla de la mayoría y la representación. Nuestra siguiente tarea, por lo tanto, es descubrir si la democracia mayoritaria representativa preserva la autonomía que los hombres logran bajo una democracia di- recta unánime. Dado que la democracia unánime sólo puede existir en condi- ciones tan limitadas, podría pensarse que no tiene mucho sen- tido hablar de ella. Sin embargo, la democracia directa unánime tiene una gran importancia teórica por dos razones. En primer lugar, es una solución genuina al problema de la autonomía y la autoridad y, como veremos, esto la hace bastante inusual. Más importante aún, la democracia directa por unanimidad es el ideal (a menudo no expresado) que subyace en gran parte de la teoría democrática clásica. Los dispositivos del mayorita- rismo y la representación se introducen para superar los obs- táculos que se interponen en el camino de la unanimidad y la democracia directa. La unanimidad se considera claramente el método de toma de decisiones más obviamente legítimo; las otras formas se presentan como compromisos con este ideal, y los argumentos a favor de ellas tratan de demostrar que la auto- ridad de una democracia unánime no se ve fatalmente debili- tada por la necesidad de utilizar la representación o la regla de la mayoría. Una prueba de la primacía teórica de la democracia directa unánime es el hecho de que en todas las teorías del con- trato social, la adopción colectiva original del contrato social es siempre una decisión unánime tomada por todos los que poste- riormente pueden rendir cuentas al nuevo estado. A continua- ción, se introducen los distintos dispositivos de compromiso como medidas prácticas, y su legitimidad se deriva de la legiti- midad del contrato original. La suposición de que la unanimi- dad crea un estado de iure no suele argumentarse siquiera con vigor; a la mayoría de los teóricos de la democracia les parece perfectamente obvia. 3. La democracia representativa Aunque el problema del desacuerdo es el más inmediato, tra- taré primero las dificultades de la asamblea que conducen -en la teoría democrática- al dispositivo de un parlamento repre- sentativo. [8] Hay dos problemas que se superan con la repre- sentación: primero, la ciudadanía total puede ser demasiado numerosa para reunirse en una cámara o en un campo abierto; y segundo, los asuntos del gobierno pueden requerir una aten- ción y aplicación continuas que sólo los ricos ociosos o los polí- ticos de carrera pueden permitirse dar. Podemos distinguir varios tipos de representación, que van desde la mera delegación del derecho de voto de un apoderado hasta el traspaso completo de todas las funciones decisorias. La cuestión a la que hay que responder es si alguna de estas for- mas de representación preserva adecuadamente la autonomía que los hombres ejercen a través de las decisiones tomadas por unanimidad por toda la comunidad. En definitiva, ¿debe un hombre responsable comprometerse a obedecer las leyes dicta- das por sus representantes? La forma más sencilla de representación es la agencia estricta. Si no puedo asistir a la asamblea en la que se vota, puedo entre- gar mi poder a un representante con instrucciones sobre cómo votar. En ese caso, es obvio que estoy tan obligado por las deci- siones de la asamblea como si hubiera estado físicamente pre- sente. Sin embargo, el papel de agente legal es demasiado estre- cho para servir de modelo adecuado para un representante ele- gido. En la práctica, es imposible que los representantes regre- sen a sus distritos antes de cada votación en la asamblea y ha- gan un sondeo entre sus electores. Los ciudadanos pueden, por supuesto, armar a su representante con una lista de sus prefe- rencias en futuras votaciones, pero muchas de las cuestiones que se presentan ante la asamblea pueden no haber sido plan- teadas en la comunidad en el momento en que se eligió al re- presentante. A menos que haya una elección de revocación con ocasión de cada deliberación imprevista, los ciudadanos se ve- rán obligados a elegir como representante a un hombre cuya «plataforma» general y tendencia política sugiera que, en el fu- turo, votará como ellos mismos imaginan que lo harían, en cuestiones que ni los ciudadanos ni el representante tienen to- davía en mente. Cuando los asuntos han alcanzado este grado de alejamiento de la democracia directa, podemos dudar seriamente de si se ha mantenido la legitimidad del acuerdo original. Tengo la obliga- ción de obedecer las leyes que yo mismo promulgo. También tengo la obligación de obedecer las leyes que son promulgadas por mi agente en estricto acuerdo con mis instrucciones. Pero, ¿en qué se basa para afirmar que tengo la obligación de obede- cer las leyes que se promulgan en mi nombre por un hombre que no tiene la obligación de votar como yo lo haría, que de he- cho no tiene ninguna forma efectiva de descubrir cuáles son mis preferencias sobre la medida que tiene ante sí? Incluso si el parlamento adopta por unanimidad alguna medida nueva, ese hecho sólo puede obligar a los diputados y no a la ciudadanía en general que se dice representada por ellos. Se puede responder que mi obligación se basa en mi promesa de obedecer, y eso puede ser cierto. Pero en la medida en que una promesa de este tipo es el único fundamento de mi obliga- ción de obedecer, ya no puede decirse que sea autónomo. He dejado de ser el autor de las leyes a las que me someto y me he convertido en el súbdito (voluntario) de otra persona. Precisa- mente la misma respuesta debe darse al argumento de que se producirán efectos buenos de algún tipo si obedezco al parla- mento debidamente elegido. La distinción moral del gobierno representativo, si es que hay alguna, no reside en el bien gene- ral que hace, ni en el hecho de que sus súbditos hayan consen- tido en ser gobernados por un parlamento. La realeza electiva benévola que ha existido en sociedades pasadas puede decir lo mismo. La legitimidad especial y la autoridad moral del go- bierno representativo se piensa que es el resultado de ser una expresión de la voluntad del pueblo al que gobierna. Se dice que la democracia representativa no es simplemente un go- bierno para el pueblo, sino también un gobierno (indirecto) por el pueblo. Deboobedecer lo que el parlamento promulga, sea lo que sea, porque su voluntad es mi voluntad, sus decisiones son mis decisiones y, por tanto, su autoridad no es más que la auto- ridad conjunta mía y de mis conciudadanos. Ahora bien, un parlamento cuyos diputados votan sin mandato específico de sus electores no es más la expresión de su voluntad que una dictadura que gobierna con intención bondadosa pero indepen- dientemente de sus súbditos. No importa que yo esté satisfecho con el resultado a posteriori, ni siquiera que mi representante haya votado como imagina que yo hubiera querido. Mientras no participe, en persona o a través de mi representante, en la promulgación de las leyes por las que me rigen, no puedo pre- tender con justicia ser autónomo. Por infundada que sea la pretensión del gobierno representa- tivo tradicional al manto de la legitimidad, parece impecable en comparación con las pretensiones de la forma de política «de- mocrática» que existe realmente en países como Estados Uni- dos hoy en día. Desde la Segunda Guerra Mundial, los gobier- nos se han distanciado cada vez más en su toma de decisiones de todo lo que podría llamarse la voluntad del pueblo. La com- plejidad de los temas, la necesidad de conocimientos técnicos y, lo que es más importante, el secretismo de todo lo que tiene que ver con la seguridad nacional, han conspirado para atenuar la función representativa de los funcionarios elegidos hasta llegar a un punto que podría llamarse administración política o, se- gún Platón, «tutela electiva». El Presidente de los Estados Uni- dos se limita a comprometerse a servir a los intereses no especi- ficados de sus electores de formas no especificadas. El derecho de este sistema al título de democracia suele defen- derse con tres argumentos: primero, los gobernantes son elegi- dos por el pueblo de una lista que incluye al menos dos candi- datos para cada cargo; segundo, se espera que los gobernantes actúen en lo que conciben como el interés del pueblo; y tercero, el pueblo tiene periódicamente la oportunidad de revocar a sus gobernantes y elegir a otros. En términos más generales, el sis- tema permite a los individuos tener cierta influencia mensura- ble en la élite gobernante si así lo desean. La genealogía del tér- mino «democracia» no necesita preocuparnos. Basta con seña- lar que el sistema de tutela electiva está tan lejos del ideal de autonomía y autogobierno que ni siquiera parece una desvia- ción lejana de éste. No se puede llamar a los hombres libres si sus representantes votan independientemente de sus deseos, o cuando se aprueban leyes relativas a cuestiones que ellos no son capaces de comprender. Tampoco se puede llamar libres a los hombres que están sujetos a decisiones secretas, basadas en datos secretos, que tienen consecuencias no anunciadas para su bienestar y sus propias vidas. Algún tiempo después del asesinato de John Kennedy, apare- cieron varias memorias en las que se relataba la historia interna de las decisiones de invadir Cuba en 1961 y de arriesgar una guerra nuclear con el bloqueo de Cuba en 1962. Más reciente- mente, con el advenimiento de la Administración Nixon, hemos empezado a saber algo de la forma en que el presidente John- son y sus asesores comprometieron a este país en una guerra te- rrestre masiva en Vietnam. Mientras se prepara este libro para su publicación, se están tomando nuevas decisiones en secreto que pueden implicar a Estados Unidos en la situación de Laos. En ninguno de estos casos de decisiones importantes existe la más mínima relación entre las verdaderas razones que determi- nan la política oficial y el razonamiento que se da para el con- sumo público. ¿En qué sentido, cabe preguntarse, están los es- tadounidenses en mejor situación que aquellos súbditos rusos a los que se les permitió, por decisión de Jruschov, conocer un poco de la verdad sobre Stalin? Incluso aquellas formas de gobierno representativo que se aproximan a una auténtica agencia sufren de un curioso y poco notorio defecto que priva a los electores de su libertad para de- terminar las leyes bajo las que deben vivir. El supuesto que sub- yace a la práctica de la representación es que el ciudadano indi- vidual tiene la oportunidad, a través de su voto, de dar a cono- cer su preferencia. Dejando de lado por el momento los proble- mas relacionados con la regla de la mayoría, e ignorando tam- bién las derogaciones de legitimidad que resultan cuando se votan cuestiones en el parlamento que no fueron debatidas du- rante la elección de los diputados, el ciudadano que hace uso de su voto está, por así decirlo, presente en la cámara a través de su representante. Pero esto supone que en el momento de la elección, cada hombre tuvo una verdadera oportunidad de vo- tar por un candidato que representara su punto de vista. Puede encontrarse en minoría, por supuesto; su candidato puede per- der. Pero, al menos, ha tenido la oportunidad de hacer valer sus preferencias en las urnas. Pero si el número de temas que se debaten durante la campaña es mayor que uno o dos, y si hay -como seguramente habrá- un número de posiciones plausibles que podrían adoptarse en cada tema, entonces las permutaciones de «plataformas» totales alternativas consistentes serán enormemente mayores que el número de candidatos. Supongamos, por ejemplo, que en unas elecciones estadounidenses hay cuatro cuestiones: una ley agrí- cola, la atención médica a los ancianos, la ampliación del servi- cio militar obligatorio y los derechos civiles. Simplificando con- siderablemente el mundo real, podemos suponer que hay tres alternativas de acción que se están considerando seriamente en la primera cuestión, cuatro en la segunda, dos en la tercera y tres en la última. Hay entonces 3 X 4 X 2 X 3 = 72 posiciones po- sibles que un hombre podría tomar en estas cuatro cuestiones. Por ejemplo, podría estar a favor de la paridad total, Kerr-Mills, la interrupción del reclutamiento, y ninguna ley de derechos ci- viles; o el mercado libre de productos agrícolas, ningún tipo de seguro médico, la extensión del reclutamiento, y una fuerte ley de derechos civiles; y así sucesivamente. Ahora bien, para ase- gurarse de que cada votante tenga la oportunidad de votar por lo que cree, tendría que haber 72 candidatos, cada uno de los cuales defendiera una de las posiciones lógicamente posibles. Si un ciudadano no puede ni siquiera encontrar un candidato cu- yas opiniones coincidan con las suyas, entonces no hay posibili- dad alguna de que envíe al parlamento a un verdadero repre- sentante. En la práctica, a los votantes se les ofrece un puñado de candidatos y deben comprometerse con sus creencias antes de llegar a las urnas. En estas circunstancias, es difícil ver qué contenido tiene la perogrullada de que las elecciones manifies- tan la voluntad del pueblo. El rechazo más mordaz a la democracia representativa se en- cuentra en el Contrato Social de Rousseau. En oposición a escri- tores como Locke, Rousseau escribe La soberanía no puede ser representada por la misma razón que no puede ser enajenada; su esencia es la voluntad general, y esa voluntad debe hablar por sí misma o no existe: o es ella misma o no es ella misma: no hay posibilidad intermedia. Los diputados del pueblo, por tanto, no son ni pueden ser sus re- presentantes; sólo pueden ser sus comisionados, y como tales no están capacitados para concluir nada definitivamente. Nin- gún acto suyo puede ser una ley, a menos que haya sido ratifi- cado por el pueblo en persona; y sin esa ratificación nada es una ley. El pueblo de Inglaterra se engaña a sí mismo cuando cree que es libre; lo es, de hecho, sólo durante la elección de los miembros del parlamento: porque, tan pronto como se elige uno nuevo, vuelve a estar encadenado y no es nada. Y así, por el uso que hacen de sus breves momentos de libertad, merecen perderla (Bk. Ill, Ch. 15). Apéndice: Una propuesta de demo- cracia directa instantánea La imposibilidad práctica de la democracia directa se da gene- ralmente porsentada en los debates contemporáneos sobre la teoría democrática, y se considera un aspecto desagradable- mente utópico de la filosofía de Rousseau, por ejemplo, que su- pone una comunidad en la que cada ciudadano puede votar di- rectamente sobre todas las leyes. En realidad, los obstáculos a la democracia directa son meramente técnicos, por lo que pode- mos suponer que en esta época de progreso tecnológico planifi- cado es posible resolverlos. La siguiente propuesta esboza una de esas soluciones. Su intención es mucho más que medio en serio, e insto a los lectores que son propensos a rechazarla de plano a que reflexionen sobre lo que esa reacción revela sobre su verdadera actitud hacia la democracia. Propongo que, para superar los obstáculos de la democracia di- recta, se establezca un sistema de máquinas de votación a do- micilio. En cada vivienda, se conectaría un dispositivo al televi- sor que registraría electrónicamente los votos y los transmitiría a un ordenador en Washington. (Los hogares que no dispongan de aparatos se abastecerían con una subvención federal. En la práctica, esto no sería muy costoso, ya que actualmente sólo los muy pobres y los muy inteligentes carecen de aparatos). Para evitar el voto fraudulento, el aparato podría ser manipulado para registrar las huellas dactilares. De este modo, cada per- sona sólo podría votar una vez, ya que el ordenador rechazaría automáticamente un voto duplicado. Cada noche, a la hora que ahora se dedica a los telediarios, habría un programa nacional de todas las emisoras dedicado a debatir los temas que tiene la nación. Los proyectos de ley que estuvieran «ante el Congreso» (como lo describiríamos ahora) serían debatidos por represen- tantes de puntos de vista alternativos. Habría sesiones informa- tivas sobre cuestiones técnicamente complejas, así como deba- tes formales, periodos de preguntas, etc. Se encargaría a comi- tés de expertos la recopilación de datos, la formulación de reco- mendaciones sobre nuevas medidas y el trabajo de redacción de la legislación. Se podría instituir el cargo de disidente público para garantizar que se escuchen los puntos de vista disidentes e inusuales. Cada viernes, tras una semana de debate y discusión, se celebraría una sesión de votación. Las medidas se presenta- rían al público, una por una, y la nación registraría su preferen- cia instantáneamente por medio de las máquinas. Puede que haya que tomar medidas especiales para quienes no puedan es- tar en sus platós durante la votación. (Tal vez sesiones de vota- ción en varios momentos durante el día y la noche anteriores). La regla de la mayoría simple prevalecería, como ocurre ahora en el Congreso. La propuesta no es perfecta, por supuesto, ya que hay una gran diferencia entre el papel pasivo de oyente en un debate y el pa- pel activo de participante. Sin embargo, debería ser obvio que una comunidad política que dirigiera sus asuntos por medio de la «democracia directa instantánea» estaría inconmensurable- mente más cerca de realizar el ideal de la democracia genuina de lo que estamos en cualquier país llamado democrático hoy en día. La principal objeción que se plantearía inmediatamente a la propuesta, especialmente por parte de los politólogos esta- dounidenses, es que sería demasiado democrática. ¡Qué caos se produciría! ¡Qué anarquía prevalecería! Las masas insensatas, llevadas de un lado a otro por los vientos de la opinión, reduci- rían rápidamente el gran, lento y estable gobierno de los Esta- dos Unidos a un caos desorganizado. Los proyectos de ley se aprobarían o dejarían de aprobarse con la misma irresponsabili- dad despreocupada que ahora rige la longitud de un dobladillo o la popularidad de una cerveza. Los argumentos meretrices engañarían a la gente sencilla, bienintencionada e ignorante para que votara por los regalos de la tarta; los asuntos exterio- res oscilarían entre el militarismo patriotero y el aislacionismo cobarde. La mano de la sabiduría, del conocimiento, de la tradi- ción y de la experiencia desaparecería. La probabilidad de respuestas de este tipo indica la superficiali- dad de la mayoría de las creencias modernas en la democracia. Es obvio que muy pocos individuos están realmente de acuerdo con el gobierno del pueblo, aunque por supuesto todos estamos dispuestos a destruirnos a nosotros mismos y a nuestros enemi- gos en su nombre. Sin embargo, los incrédulos están, en mi opi- nión, probablemente equivocados, además de no ser fieles a su fe profesada. La respuesta inicial a un sistema de democracia directa instantánea sería caótica, sin duda. Pero muy rápida- mente, los hombres aprenderían -lo que ahora manifiestamente no es cierto- que sus votos marcan una diferencia en el mundo, una diferencia inmediata y visible. No hay nada que genere un sentido de la responsabilidad tan rápido como esa conciencia. Estados Unidos vería un aumento inmediato y vigorizante del interés por la política. Apenas sería necesario lanzar costosas y frustrantes campañas para conseguir el voto. La política estaría en boca de todos los hombres, mujeres y niños, día tras día. Al aumentar el interés, se crearía una demanda de más y mejores fuentes de noticias. Incluso en el sistema actual, en el que muy pocos estadounidenses tienen la sensación de participar en la política, las noticias son tan populares que los programas de un cuarto de hora se amplían a media hora, y los especiales de no- ticias ocupan el horario de máxima audiencia de la televisión. ¿Puede alguien negar que la democracia directa instantánea ge- neraría un grado de interés y participación en los asuntos polí- ticos que ahora se considera imposible de alcanzar? En un sistema de auténtica democracia, las voces de muchos ahogarían las de unos pocos. Los pobres, los incultos, los asus- tados que hoy son atendidos por el Estado en ocasiones pero nunca incluidos en el proceso de gobierno pesarían, hombre por hombre, tanto como los ricos, los influyentes, los bien co- nectados. Muchas cosas que merecen la pena podrían peligrar con un sistema así, pero al menos la justicia social florecería como nunca antes lo ha hecho. Si estamos dispuestos a pensar con audacia, entonces, los obs- táculos prácticos de la democracia directa pueden ser supera- dos. Por el momento, no necesitamos discutir más sobre si que- remos superarlos; pero como nuestra investigación se refiere a la posibilidad de establecer un estado en el que la autonomía del individuo sea compatible con la autoridad del estado, creo que podemos considerar que las dificultades que en el pasado han llevado a formas insatisfactorias de democracia representa- tiva no constituyen un problema teórico serio. 4. La democracia mayoritaria La principal debilidad teórica de la democracia directa uná- nime es su exigencia de que las decisiones se tomen por unani- midad para que adquieran la autoridad de la ley. Como cues- p q q y tión práctica, por supuesto, este requisito limita en gran medida las situaciones reales en las que un Estado puede prosperar, pero quizá un fallo aún más grave de la democracia unánime es que no ofrece ninguna vía para que los hombres de buena vo- luntad resuelvan sus diferencias. Presumiblemente, para que el concepto de Estado justo tenga algo más que un interés ocioso, debe ser posible, al menos en teoría, que los conflictos se resuel- van sin pérdida de autonomía por parte de los ciudadanos ni de autoridad por parte del Estado. Los conflictos no tienen por qué estar motivados por un interés propio de división; pueden ser simplemente desacuerdos sobre la mejor manera de perse- guir el bien común. La solución que salta inmediatamente a la vista es, por su- puesto, la regla de la mayoría. Cuando el electorado está divi- dido, se hace una votación; se da a cada hombre un voto, y se deja que el grupo en su conjunto se comprometa por la prepon- derancia de las voces. La creencia en la regla de la mayoría está tan extendida que no hay una sola variante de la teoría demo- crática que no la invoque comomedio para componer las dife- rencias y llegar a las decisiones. Nuestra tarea es descubrir un argumento que demuestre que la autonomía de la democracia unánime se mantiene en una democracia que se guía por la re- gla de la mayoría. En otras palabras, debemos preguntar si los miembros de un sistema político democrático están moral- mente obligados a obedecer las decisiones de la mayoría y, en caso afirmativo, por qué. El problema, por supuesto, concierne a aquellos que se encuen- tran en minoría en cualquier cuestión. Los miembros de la ma- yoría tienen la misma relación con la ley que han aprobado que todos los ciudadanos en una democracia unánime. Puesto que la mayoría ha querido la ley, están obligados a cumplirla, y si- guen siendo autónomos al someterse a su autoridad. Un miem- bro de la minoría, sin embargo, ha votado en contra de la ley, y parece estar en la posición de un hombre que, deliberando so- bre una cuestión moral, rechaza una alternativa sólo para en- contrarla forzada por un poder superior. Su disposición a deli- berar, y a comprometerse con su decisión, manifiesta su deseo de ser autónomo; pero en la medida en que debe someterse a la voluntad de la mayoría, parece que su deseo se ve frustrado. Una justificación común del gobierno de la mayoría es que, por motivos prudenciales o de moral general, funciona mejor que cualquier otro sistema que se haya ideado. Por ejemplo, se dice que la política democrática es un sustituto del gobierno de las armas que prevalece en las sociedades sin ley. Dado que la ma- yoría es, militarmente hablando, probablemente el cuerpo su- perior, debe permitírsele gobernar por medio de las urnas, ya que de lo contrario recurrirá a la fuerza y volverá a sumir a la sociedad en el caos. O, de nuevo, la observación histórica puede revelar que el gobierno de la mayoría tiende a promover el bienestar general mejor que cualquier otro sistema de gobierno (como el gobierno de los sabios o de los poderosos), ya que, contrariamente a lo que Platón y otros han supuesto, el pueblo conoce mejor su propio interés. La democracia mayoritaria, se dice, es por tanto la salvaguarda más eficaz contra el gobierno de una élite hipócritamente interesada. Desde el punto de vista del individuo, se podría argumentar que la sumisión al go- bierno de la mayoría le ofrece la mejor oportunidad, a largo plazo, de promover sus propios intereses, ya que, en general, se encontrará en la mayoría tan a menudo como en la minoría, y el beneficio que fluye de la acción colectiva superará las pérdidas sufridas cuando su lado pierde. Todas estas defensas, y otras que podrían basarse en conside- raciones de interés o buenas consecuencias, son, sin embargo, estrictamente irrelevantes para nuestra investigación. Como justificaciones de la decisión autónoma de un individuo de cooperar con el Estado, pueden ser perfectamente adecuadas; pero como demostraciones de la autoridad del Estado -como pruebas, es decir, del derecho del Estado a ordenar al individuo y de su obligación de obedecer, sea lo que sea lo que se le or- dene- fracasan completamente. Si el individuo conserva su au- tonomía reservándose en cada caso la decisión final de coope- rar o no, niega así la autoridad del Estado; si, por el contrario, se somete al Estado y acepta su pretensión de autoridad, enton- ces, en la medida en que cualquiera de los argumentos anterio- res lo indique, pierde su autonomía. De hecho, las defensas prudenciales y casuísticas de la demo- cracia no logran distinguirla moralmente de cualquier otra forma de comunidad política. Un hombre puede encontrar que sus asuntos florecen en una dictadura o monarquía, e incluso que el bienestar del pueblo en su conjunto avanza efectiva- mente gracias a las políticas de tal estado. La democracia, por tanto, no podría pretender ser más que un tipo de gobierno de facto entre muchos otros, y sus virtudes, si las hubiera, serían puramente relativas. Tal vez, como dijo una vez Winston Chur- chill, la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás; pero si es así, los «ciudadanos» de Estados Unidos son tan súbditos de un poder extranjero como los españoles bajo el régimen de Franco o los rusos bajo el de Stalin. Simple- mente son más afortunados en sus gobernantes. Un argumento más serio a favor del gobierno de la mayoría puede fundarse en los términos del contrato por el que se cons- tituye el orden político. Según muchos teóricos de la democra- cia, la transición del gobierno unánime, ejemplificado por la adopción del contrato social, al gobierno de la mayoría, del que depende el funcionamiento posterior de la sociedad, está pre- vista por una cláusula del acuerdo original. Todo el mundo se compromete en lo sucesivo a acatar el gobierno de la mayoría, y siempre que un ciudadano se oponga a que se le exija obedecer leyes por las que no ha votado, se le puede recordar su pro- mesa. En ese pacto, se afirma, descansa la autoridad moral de un Estado mayoritario. [9] Pero este argumento no es mejor que el anterior. La promesa de acatar la voluntad de la mayoría crea una obligación, pero lo hace precisamente renunciando a la propia autonomía. Es per- fectamente posible renunciar a la autonomía, como ya hemos visto. Si es sabio, bueno o correcto hacerlo es, por supuesto, dis- cutible, pero que se puede hacer es obvio. Por lo tanto, si los ciudadanos contratan para gobernarse a sí mismos por la regla de la mayoría, se obligan a sí mismos de la misma manera que se obligarían por cualquier promesa. El Estado tiene entonces derecho a ordenarles, suponiendo que se guíe sólo por la mayo- ría. Pero los ciudadanos han creado un Estado legítimo al pre- cio de su propia autonomía. Se han obligado a obedecer leyes que no quieren, e incluso leyes que rechazan enérgicamente. En la medida en que la democracia se origina en tal promesa, no es más que una esclavitud voluntaria, y la caracterización que Rousseau hace de la forma de representación inglesa puede aplicarse también aquí. La fuerza de este punto es difícil de entender, porque estamos tan profundamente imbuidos de la ética del mayoritarismo que posee para nosotros la engañosa cualidad de la autoevidencia. En Estados Unidos, a los niños pequeños se les enseña a dejar que la mayoría gobierne casi antes de que tengan edad para contar los votos. Siempre que la fuerza o la riqueza amenazan con dominar una situación, se apela a la voz de la mayoría como la llamada superior de la moral y la razón. ¿No se go- bierna por la mayoría? Qué otra cosa hay, se quiere preguntar. Por lo tanto, tal vez sirva de ayuda reflexionar que la justifica- ción del gobierno de la mayoría apelando a una promesa origi- nal abre el camino a la justificación de prácticamente cualquier otro modo de toma de decisiones, ya que los ciudadanos con- tratantes podrían haber prometido igualmente acatar el go- bierno de la minoría, o la elección al azar, o el gobierno de un monarca, o el gobierno de los más educados, o el gobierno de los menos educados, o incluso el gobierno de un dictador diario elegido por sorteo. Si el único argumento a favor de la regla de la mayoría es su le- gitimación por el voto unánime en la convención fundacional, entonces presumiblemente cualquier método de toma de deci- siones al que se le diera esa sanción sería igualmente legítimo. Si sostenemos que la regla de la mayoría tiene alguna validez especial, entonces debe ser por el carácter de la regla de la ma- yoría en sí misma, y no por una promesa que se pueda pensar que hemos hecho de acatarla. Lo que se requiere, por lo tanto, es una justificación directa de la regla de la mayoría en sí misma, es decir, una demostración de que bajo la regla de la mayoría la minoría no pierde su autonomía al someterse a las decisiones de la colectividad. John Locke reconoce en cierto modo la necesidad de una prueba del principio del gobierno de la mayoría, y al principio de su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil ofrece lo siguiente: Cuando un número cualquiera de hombresha consentido en formar una comunidad o gobierno, se han constituido en un solo cuerpo político, en el que la mayoría tiene derecho a actuar y concluir el resto. Porque cuando un número cualquiera de hombres, con el consentimiento de todos los individuos, ha constituido una comunidad, ha hecho de esa comunidad un cuerpo, con el poder de actuar como un solo cuerpo, lo cual es sólo por la voluntad y determinación de la mayoría. Porque lo que actúa [es decir, activa] cualquier comunidad es sólo el con- sentimiento de los individuos de la misma, y siendo un cuerpo debe moverse en una dirección, es necesario que el cuerpo se mueva en esa dirección hacia donde la fuerza mayor lo lleva, que es el consentimiento de la mayoría; o de lo contrario es im- posible que actúe o continúe como un cuerpo, una comunidad, que el consentimiento de cada individuo que se unió a ella acordó que lo hiciera; y así cada uno está obligado por ese con- sentimiento a ser concluido por la mayoría (Cap. VIII). La clave del argumento es la afirmación de que el cuerpo polí- tico debe ser llevado «a donde la fuerza mayor lo lleve». Si esto significa que el Estado debe moverse de hecho en la dirección de la preponderancia del poder, o bien es una verdad trivial, ya que el poder se define por sus efectos, o bien no es trivial y es falsa, ya que con frecuencia una minoría puede dominar la con- ducción de los asuntos públicos aunque mande mucho menos que la preponderancia de la fuerza disponible en la sociedad. Por otro lado, si Locke quiere decir que el Estado debe moverse en la dirección de la mayor fuerza moral, entonces presumible- mente cree que la mayoría poseerá esa fuerza moral superior porque cada individuo cuenta por uno en el cálculo moral. Sin embargo, incluso si se puede dar sentido a la noción de fuerza moral, seguimos sin una razón por la que la minoría tiene la obligación de obedecer a la mayoría. Una posible línea de argumentación es fundar la regla de la ma- yoría en el principio superior de que cada persona en la socie- dad debe tener la misma oportunidad de hacer que sus prefe- rencias sean la ley. Suponiendo por el momento que el princi- pio de igualdad de oportunidades sea válido, ¿la regla de la mayoría logra esa igualdad? Es difícil decidirlo, ya que la noción de tener la misma oportu- nidad de convertir las preferencias propias en ley es ambigua. En un sentido, la regla de la mayoría garantiza a los miembros de la mayoría que su preferencia se convertirá en ley. Por lo tanto, si un hombre sabe que está en minoría, se dará cuenta de que no tiene ninguna posibilidad de hacer realidad su volun- tad. Esta es la característica de la democracia mayoritaria que lleva a las minorías permanentes a la rebelión, y permite lo que Mill llamó con toda justicia la tiranía de la mayoría. Por lo tanto, un sistema de legislación por sorteo podría ser más acorde con el principio de igualdad de oportunidades. Cada in- dividuo podría escribir su preferencia en un papel, y la ley ga- nadora podría extraerse de una cesta giratoria. Entonces, po- dríamos suponer, cada ciudadano podría tener exactamente la misma posibilidad de que su voluntad se convirtiera en ley. Pero la probabilidad es una ciencia complicada, y aquí también debemos detenernos a reconsiderar. Cada ciudadano, sin duda, tendría la misma oportunidad de que su papel fuera extraído de la cesta; pero presumiblemente lo que desea es simplemente que la ley que prefiere sea promulgada, no que la promulga- ción tenga lugar por medio de su papelito personal. En otras palabras, estaría igualmente satisfecho con un sorteo de cual- quier papel en el que estuviera escrita su preferencia. Ahora bien, si hay más papeletas con la alternativa A que con la alter- nativa B, la probabilidad de que se elija la alternativa A es, por supuesto, mayor. Por lo tanto, la legislación por sorteo ofrecería alguna oportunidad a la minoría, a diferencia del gobierno de la mayoría, pero no ofrecería a cada ciudadano la misma opor- tunidad de que se promulgue su preferencia. Sin embargo, pa- rece acercarse más al ideal de igualdad de oportunidades que el gobierno de la mayoría. Hemos citado el dispositivo de decisión por elección aleatoria principalmente como una forma de exponer las debilidades de cierta justificación de la regla de la mayoría, pero antes de pasar a otro argumento a favor del mayoritarismo, podría ser bueno considerar si la decisión aleatoria es un candidato digno de ser adoptado por derecho propio. ¿Es razonable resolver las dife- rencias de opinión mediante el azar? ¿Preserva el compromiso con tal dispositivo la autonomía del ciudadano individual, in- cluso cuando la suerte está echada en su contra? No debemos apresurarnos a rechazar la apelación al azar, pues al menos en algunas situaciones de elección parece ser el mé- todo adecuado. Por ejemplo, si me enfrento a una elección entre alternativas cuyos resultados probables no puedo estimar, en- tonces es perfectamente sensato dejar que el azar decida mi elección. Si estoy perdido en el bosque, sin tener la menor idea de qué dirección es la más prometedora, y si estoy convencido de que mi mejor oportunidad es elegir un camino y ceñirme a él, entonces podría dar vueltas con los ojos cerrados y partir en cualquier dirección. En general, es razonable elegir al azar entre alternativas igualmente prometedoras. [10] La decisión aleato- ria también es razonable en otro tipo de casos, cuando las re- compensas o las cargas deben distribuirse entre ciudadanos igualmente merecedores (o no merecedores), y la naturaleza del objeto a distribuir hace imposible dividirlo y repartirlo en par- tes iguales. Así, si las fuerzas armadas sólo necesitan la mitad de los hombres disponibles, y no pueden ajustar las cosas redu- ciendo a la mitad el tiempo de servicio y duplicando el recluta- miento, entonces el método justo de elegir a los reclutas es po- ner los nombres en un cuenco y sacarlos al azar. Dado que el deber de autonomía sólo dicta que utilice toda la información disponible al tomar mis decisiones, está claro que la aleatorización ante la ignorancia no es una derogación de la autonomía. Esto es igualmente cierto en el segundo caso, el de las retribuciones indivisibles, aunque en este caso estamos obli- gados a intentar superar la inevitable injusticia incorporando el asunto a un contexto más amplio y equilibrando las recompen- sas y las cargas futuras. De ello se deduce que el uso de disposi- tivos aleatorios en alguna decisión colectiva no violará la auno- mía, suponiendo por el momento que haya habido un acuerdo unánime sobre su adopción. Pero, ¿qué diremos de la decisión por sorteo en los casos en los que el obstáculo a la decisión es el simple desacuerdo entre los miembros de la asamblea, y no la ignorancia de los resultados futuros o la indivisibilidad de los pagos? ¿Es acaso una solución al problema del sometimiento de la minoría? En la toma de decisiones individuales, apelar al azar cuando se dispone de la información necesaria sería una renuncia volun- taria a la autonomía. ¿Podemos concluir entonces que lo mismo ocurre con la decisión colectiva? Se podría argumentar que no. Si se nos permite, sin pérdida de autonomía, someternos a las limitaciones de la ignorancia, o a la intratabilidad de la natura- leza, ¿por qué no podemos ajustarnos con igual justificación a las limitaciones de la toma de decisiones colectivas en contrapo- sición a las individuales? Cuando la asamblea del pueblo no puede llegar a una decisión unánime, la decisión por sorteo es la única forma de evitar los males gemelos de la inercia guber- namental y la tiranización de la minoría. Este argumento me parece erróneo, aunque mis razones para esta creencia sólo se expondrán con cierta amplitud en la última sección de este ensayo. Brevemente, hay una diferencia funda- mental entre los obstáculos a la decisión que están fuera de nuestro control, como la ignorancia, y los obstáculos que, al me- nos teóricamente, están bajo nuestro control, como el conflicto
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