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Juízo de Gosto e Conhecimento

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Capítulo v Juicio de gusto y conocimiento
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Kant (CJ, § 1) dice: el juicio de gusto (para diferenciar si algo es 
bello o no) no es un juicio de conocimiento, no es lógico sino 
estético; pues mediante el mismo no se señala nada del objeto 
de la representación, sino cómo se siente afectado el sujeto por la 
representación. El sentimiento de placer y displacer, que funda 
una muy particular facultad de diferenciación y enjuiciamiento, 
no aporta nada al conocimiento. Esto es pues de todos modos 
correcto y la indagación del territorio completo de estas sensa-
ciones de placer y displacer recae exclusivamente en la estética. 
Pero el arte como tal no tiene nada que ver con el juicio de gusto, 
pues su tarea es precisamente el conocimiento de las cosas, la 
caracterización de aspectos muy determinados en el objeto de 
la representación, que justamente no se dejarían caracterizar por 
ningún otro medio1.
1. Sentido común estético y sentido común lógico
Como se ha visto en el capítulo anterior, Kant concibe el funda-
mento del juicio de gusto como un sentido común, entendido como 
una facultad natural y constitutiva del gusto. La postulación de tal 
facultad, por él llamada sentido común estético (sensus communis aes-
theticus) (CJ, nota, p. b 160), bien puede considerarse como herencia 
del sentido interno de la belleza hutchesoniano. Sin embargo, como he 
intentado demostrarlo en el capítulo anterior, la afirmación kantia-
na de la existencia de dicho sentido común es lógicamente circular, 
estéticamente dogmática, y pedagógicamente contraproducente 
para la formación del gusto. En consecuencia, para mantener la 
diferencia entre los juicios de gusto y los juicios sobre lo agradable, 
la única alternativa posible será fundarla en la afirmación radical 
de una noción distinta de sentido común, llamada por Kant sentido 
común lógico (sensus communis logicus). 
Desde el punto de vista de Kant, la postulación del sentido común 
lógico como fundamento de los juicios de gusto resultaría dispa-
ratada por cuanto que aquel no es más que una denominación 
impropia del sano entendimiento (der gesunde Verstand) humano, 
que se caracteriza por ejercitar las máximas anteriormente men-
cionadas cuando se aplica a ese inmenso campo de lo controversial 
1 Konrad Fiedler, Zur neueren Kunsttheorie, en Schriften zur Kunst, tomo ii,
Wilhelm Fink Verlag, 1991, p. 262.
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con que se enfrenta la experiencia humana, salvedad hecha del 
conocimiento científico, de los principios de la moral pura y de lo 
bello. El proceder del sano entendimiento humano es pues traí-
do a cuento por Kant tan sólo como ilustración de la amplitud y 
complejidad de una perspectiva que en todos los casos sería algo 
todavía por ganar, salvo en el gusto, donde está presupuesta como 
posesión a priori que justifica la pretensión de universalidad y ne-
cesidad del sentimiento de placer mentado en el juicio de gusto. 
A diferencia del sentido común lógico, que procede reflexionando y 
sopesando múltiples argumentaciones y puntos de vista, el sentido 
común estético no argumenta ni discurre, sino siente, y de ahí que 
para Kant el gusto sea el único que con propiedad pueda llamarse 
sentido2.
En un contexto tal, y teniendo presente que según mi propuesta 
interpretativa el único fundamento aducible para la legitimación 
–siempre provisional– del juicio de gusto reside en el ejercicio de 
las máximas, podría objetárseme que con ello desaparece la espe-
cificidad del juicio de gusto, no ya para diluirlo en un juicio sobre 
lo agradable, aunque sí en uno de conocimiento. Y en efecto, Kant 
ha afirmado de manera tajante y reiterada que
cuando se juzga objetos meramente según conceptos, entonces 
se pierde toda representación de la belleza. Por lo tanto, tam-
poco puede haber una regla según la cual alguien debiese ser 
forzado a reconocer algo como bello (CJ, § 8, b 25).
Como hemos visto, el alegato kantiano tiene un motivo poderoso 
y reiteradamente esgrimido: “de los conceptos no hay tránsito al 
sentimiento de placer o displacer” (CJ, § 6, b 18). En consecuencia, 
como bien lo afirma Kant, en materia de gusto no tiene sentido 
2 En cuanto a los títulos para merecer el nombre de sentido común, Kant ha 
concedido la prioridad a la facultad de juzgar estética por sobre la intelec-
tual, precisamente en virtud de que en la primera el sentido común se expre-
saría en el placer, sin la mediación de la reflexión conceptual, como principio 
constitutivo. Por el contrario, dado que la facultad de juzgar intelectual ha 
de tener en consideración conceptos, argumentos o puntos de vista, no pue-
de hablarse aquí de sentimiento y el nombre de sentido común es en este caso 
figurado, sirve como ilustración de las perspectivas ya contenidas a priori en 
el sentido común estético, y opera meramente como principio regulativo de 
la actividad reflexionante en casos distintos al del gusto (cfr. CJ, b 160). 
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alguno el disputar. Y aunque en principio sí queda abierta la posi-
bilidad de un discutir (cfr., CJ, § 56 y 57), creo no obstante haber de-
mostrado que dentro de su doctrina, tampoco éste tiene un campo 
de acción cabalmente asegurado.
Hume es el antecedente más próximo a Kant que ha vinculado 
procedimientos equivalentes a lo que éste denomina sentido común 
lógico con el gusto. Al respecto, Kant se mostró decididamente es-
céptico: un crítico ejercitado en las máximas del sentido común 
lógico no tendría más éxito que un cocinero que, mediante argu-
mentos, quisiera obtener nuestra aprobación para sus platos: 
Pues yo debo sentir inmediatamente placer ante la representación 
del [objeto], y este placer no me puede ser inculcado a través de 
ningún argumento. Así, pues, aunque los críticos, como Hume 
dice, puedan sutilizar más llamativamente que los cocineros, 
tienen sin embargo el mismo destino que éstos. El fundamento 
de determinación de su juicio no lo pueden esperar de la fuerza 
de los argumentos, sino sólo de la reflexión del sujeto sobre su 
propio estado (de placer o displacer), con exclusión de cualquier 
precepto o regla (CJ, § 34, b 143).
Así, pues, para los propósitos de mi argumentación en pro de una 
vinculación posible entre sentido común lógico y gusto importa 
examinar con más detalle la contraposición entre estos dos filó-
sofos. 
Siendo el gusto una cuestión de sentimiento, Hume encuentra 
que mal podría desconocerse toda plausibilidad al sentir común 
que escépticamente afirma la relatividad del gusto. Sin embargo, 
también ese mismo sentir común suele distinguir entre buen y 
mal gusto. Tal distinción supone, implícita o explícitamente, la 
existencia de un parámetro o norma, cuya naturaleza es preciso 
dilucidar. Para Hume, la norma del gusto consiste en un elaborado 
punto de vista, el de los críticos, que supone un complejo entre-
namiento, y que en mi opinión resulta plenamente equiparable al 
exigido por el sentido común lógico kantiano que, de ser aplicado al 
campo del gusto, no significaría otra cosa que las tareas propias de 
su formación. De esta manera, según Hume, ante todo es preciso 
desarrollar mediante prácticas continuadas, la agudeza y el refina-
miento de los sentidos, normalmente embotados en el común de 
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los hombres. Así mismo, un juicio certero acerca de una obra de 
arte implica la repetida consideración de la misma desde distintos 
ángulos, con el fin de superar el apresuramiento que suele acom-
pañar al primer acercamiento. También se impone el conocimiento 
y la comparación de distintas obras del mismo género artístico, 
incluso de las procedentes de distintas épocas y naciones. No me-
nos importante es el esfuerzo tendiente a liberarse en lo posible 
de los propios prejuicios, para lo cual Hume recomienda intentar 
ponerse en la perspectiva de la obra y de su creador. Y por último, 
aunque no menos importante,nunca sobraría tener una mínima 
práctica en el ejercicio del arte particular al que pertenece la obra 
que se juzga. 
El llamado “mal gusto”, o gusto no cultivado, carece del conjun-
to de conocimientos así adquirido, y que conforma la perspectiva 
del juez idóneo. Naturalmente que con tales requisitos, “son pocos 
los calificados para emitir un juicio sobre cualquier obra de arte 
o establecer su propio sentimiento como la norma de la belleza” 
(Hume, Of the standard, p. 241). Pero pese a su escaso número, re-
sulta previsible que tales críticos alcancen fácilmente un consenso, 
que, según Hume, ha de ser tenido por norma del gusto:
La generalidad de los hombres padece una u otra de estas im-
perfecciones; de ahí que, incluso en las épocas más refinadas, se 
considere al verdadero juez en las bellas artes como un carácter 
tan raro: un juicio sólido unido al sentimiento delicado, desarro-
llado por la práctica, perfeccionado por la comparación, limpio 
de todo prejuicio, es el único que puede garantizar a los críticos 
su preciado carácter. Y su veredicto unánime, dondequiera que 
ellos se encuentren, es la verdadera norma del gusto y la belleza 
(op. cit., p. 241).
Para el presente contexto, el problema que resulta realmente sig-
nificativo es el que plantean las discusiones en materia de gusto, 
no tanto las que ocurren entre cualquier tipo de opiniones, cuanto 
entre aquellas que, para emplear términos de Aristóteles, podamos 
considerar como opiniones reputadas (endoxa). Tal es el caso de las 
discusiones entre los críticos: gracias a su formación, en general 
esperaríamos entre ellos fáciles consensos. Sin embargo, suele 
suceder que tales opiniones reputadas se enfrenten duramente. En 
estos casos, es posible que una buena parte de las diferencias se 
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origine en el hecho de que cada juez esté juzgando aspectos diver-
sos del mismo objeto. Pero entonces, una vez aclarada la diferencia 
de perspectiva, la contradicción suele desaparecer3.
Según Hume, también es posible que el consenso entre los críticos 
adquiera la forma de principios artísticos más o menos genera-
les. Así, en caso de desavenencias en un asunto particular, si se 
demostrase la pertinencia del principio aceptado para tal caso en 
cuestión, el contradictor se vería forzado a rectificar su juicio: 
Pero cuando le mostramos un principio artístico reconocido; 
cuando ilustramos ese principio con ejemplos cuyo funcionami-
ento, según su propio gusto particular, él reconoce conforme con 
el principio; cuando probamos (prove) que el mismo principio 
puede ser aplicado al caso presente, en el que no percibió ni sin-
tió su influencia: tras todo ello, él debe concluir (he must conclude, 
upon the whole), que la falta está en sí mismo, y que carece de 
la delicadeza que es requerida para hacer de él sensible a toda 
belleza y toda imperfección en cualquier composición o discur-
so” (Hume, Of the standard of taste, p. 236; resaltados míos).
El desacuerdo de Kant con la anterior conclusión no se haría es-
perar: creo que él tiene razón al afirmar que el fundamento de de-
terminación del juicio de gusto no puede ser ningún argumento, 
precepto o regla, pues es obvio que el placer no puede ser forzado 
por ellos, ni tampoco la retractación de un juicio de gusto puede 
ser causada por esa especie de reducción al absurdo del juicio 
del adversario. Con todo, como veremos más adelante, no es de 
descartar que procedimientos argumentativos, incluso de este tipo 
“demostrativo”, pudieran tener como efecto suscitar en el juez una 
sospecha acerca de las posibles limitaciones que hayan determina-
do su propio juicio. 
Pero incluso en esta eventualidad, creo que el desacuerdo kantiano 
aduciría entonces que estaríamos frente a un asunto relativo a la 
formación de un gusto todavía inculto, tarea que para Kant queda 
3 Kant asume una posición similar con respecto a las desavenencias que 
pueden surgir entre quien juzga un objeto desde el punto de vista de la belle-
za libre, o de la adherente. Aclarada la diferencia de perspectiva, la desavenen-
cia puede disolverse (cfr. CJ, b 52).
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por fuera de los límites de una crítica del gusto en sentido tras-
cendental. De esta manera, al hecho de que las argumentaciones 
no son causa del placer del gusto, se añade su superfluidad, pues 
el gusto que es materia de la investigación kantiana se presupone 
como ya definitivamente formado, siendo por ello inapelables sus 
veredictos.
Ahora bien, empezando por la segunda objeción, razonablemente 
podría suponerse que un gusto cabalmente formado, como el que 
tiene en mente Kant, se adecúa bastante bien al del crítico humea-
no. Pero el conflicto se da justamente entre juicios emitidos por 
estos críticos. En este punto decisivo, la investigación de Kant se 
orienta hacia el descubrimiento de un sentido común estético, cuya 
posibilidad sólo puede ser concebida por quien no alberga la me-
nor duda acerca de la corrección de su juicio. Por el contrario, el 
procedimiento de Hume se encamina más bien por los senderos 
del sentido común lógico:
donde surjan dudas, los hombres no pueden hacer más que lo 
que hacen en otras cuestiones disputables cuando son sometidas 
al entendimiento: deben producir los mejores argumentos que 
su invención les sugiera; deben reconocer la existencia, en algu-
na parte, de un canon verdadero y decisivo, a saber, existencia 
real y cuestión de hecho; y deben tener indulgencia con quienes 
difieren de ellos en su invocación de esta norma (Hume, ibid.,
p. 242).
Si alguien se esfuerza en producir argumentos que sustenten su 
juicio de gusto en una controversia tal es porque considera al pro-
pio juicio como fundado. Así lo creen los críticos, y su esfuerzo 
resultaría absurdo si no presupusieran tanto la existencia, “en al-
guna parte”, de un canon verdadero, como que su juicio se adapta 
a él. De esta manera, tanto en Hume como en Kant está previsto 
como posible resultado último el de un conflicto sin solución. Pero 
tanto el proceso que antecede a dicho resultado, como el “tono” en 
que se lo formula, divergen en uno y otro. En efecto, para el prime-
ro de ellos, existe una discusión previa, gracias a la cual en muchas 
ocasiones podría disiparse el disenso. Pero incluso si esto no se 
lograra, la “indulgencia” recomendada frente a quienes difieren 
de la propia invocación de aquella norma alude al hecho de que, 
en este caso, no se puede hacer gala de la legítima intransigencia 
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propia de las disputas genuinamente demostrativas. Por lo demás, 
pese a que el propio juicio se considere como fundado, siempre 
queda abierta la posibilidad de que sus limitaciones hayan pa-
sado desapercibidas, lo que no significa otra cosa que, al menos 
en teoría, se acepta que el gusto propio siempre es susceptible de 
formación. Pero entonces, en este caso, la necesidad de invocar un 
sentido común estético como fundamento del propio juicio resulta 
inexistente, pues no obstante la convicción sobre su carácter fun-
dado, de allí no se deriva su estimación como veredicto inapelable. 
Por el contrario, la “necesidad” que Kant atribuye al juicio de gus-
to conduce a los contrincantes, desde el comienzo mismo de su 
confrontación, a una mutua intransigencia: “En todos los juicios a 
través de los que declaramos a algo bello, no permitimos a nadie 
ser de otra opinión” (CJ, b 67). 
Llegamos así a la que tal vez sea la más fuerte de las objeciones 
kantianas: “de los conceptos no hay tránsito al sentimiento de 
placer o displacer”. No obstante, hemos de recordar que la inme-
diatez del placer sentido frente a la representación del objeto que 
llamamos bello, no riñe con la formación del gusto, y antes bien 
la presupone. Así, pues, bien podríamos concebir a la argumen-
tación –y en ocasiones incluso a la de tipo demostrativo– como 
un elemento posible y también valiosoen la formación del gusto. 
Gracias a experiencias y procesos personales, dentro de los que 
cabe la confrontación argumentativa y eventualmente también in-
cluso algunos prejuicios, formamos nuestro gusto. De esta forma, 
podemos afirmar que aunque la discusión no tenga una causalidad 
directa e inmediata con respecto al sentimiento de placer que se 
expresa en el juicio de gusto, en muchas ocasiones sí puede tener 
influjo decisivo en la manera como el gusto se relaciona con sus 
objetos. Si Kant hubiese especificado que el tránsito por él negado 
fuese tan sólo uno directo o inmediato, su posición tendría que acep-
tarse. Pero la afirmación de que el gusto sea siempre susceptible de 
formación también significa que, gracias a la discusión, éste puede 
abrirse a objetos o perspectivas que antes excluía, de forma tal que, 
en virtud de tal apertura, éstos últimos también podrían consti-
tuirse en ocasión de placeres que estimaríamos como de validez 
no meramente privada.
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Pero postular al sentido común lógico, es decir a la discusión que 
implican sus tres máximas, como fundamento del juicio de gus-
to, nos permite además considerar una faceta hasta ahora no 
suficientemente atendida de nuestra experiencia estética, y que 
parece claramente diferenciable del gusto mismo. En efecto, in-
dependientemente del placer que la mera representación formal 
de un objeto pueda causarnos, es decir, concomitantemente con 
tal placer, o incluso sin él, dicha representación puede ser ocasión 
para ensanchar nuestra comprensión del mundo. Particularmente 
en el caso de la obra de arte, su naturaleza misma, es decir la inten-
cionalidad que ha precedido su creación y que se expresa en ella, 
parece exigir de esa consideración reflexiva propia de la discusión 
que considera, sopesa, acata y desecha argumentos, que a veces 
también se retracta, y todo ello con relativa independencia tanto 
del sentimiento de placer o displacer, como de las posibilidades 
de subsunción de la representación del objeto bajo determinados 
conceptos.
La teoría kantiana del gusto se muestra particularmente adecuada 
con respecto a la llamada belleza natural, en la medida en que para 
la consideración de la forma natural en tanto que eventualmente
bella resulta posible prescindir de toda consideración acerca de su 
conformidad-a-fin objetiva, es decir, de lo que haya de ser la cosa en 
virtud de la voluntad de quien la causó. Y aunque idéntica pers-
pectiva podría aplicarse a la consideración del objeto artístico, ella 
resulta ya limitante si atendemos a lo que en este caso el objeto 
mismo parece exigir. En efecto, a diferencia de la belleza natural,
la obra de arte es portadora de un valor expresivo y aunque en oca-
siones sea posible dejarlo de lado, por lo general tal abstracción 
resulta inadecuada. 
Kant ha visto con claridad lo anterior cuando afirma que el juicio 
de gusto sobre la belleza artística no puede ser puro: a diferencia 
de lo que ocurre con la belleza natural, en el juicio sobre la belleza 
artística se entremezclan las exigencias del gusto con las considera-
ciones acerca de lo que la voluntad creadora –genio– pudo haberse 
propuesto como fin al configurar su producto. Ahora bien, lo que 
resulta problemático en la teoría estética kantiana es la relación 
por ella propuesta entre la belleza y el arte. 
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El neoclasicismo contemporáneo a Kant establecía una vinculación 
indisoluble entre ambos términos. Así, por ejemplo, para Winc-
kelmann la “esencia del arte” no es otra que la belleza4, y su rea-
lización paradigmática había de encontrarse en las producciones 
de la Grecia clásica. Y aunque en pueblos distintos al griego –los 
egipcios, los etruscos o, incluso, los modernos– pueda encontrarse 
arte, su inferior calidad se explica como inhibición, interrupción o 
desviación de la tendencia hacia la belleza, que siempre se constitu-
ye como característica esencial del arte. En lo que a Kant se refiere, 
no es seguro que tal relación pueda afirmarse como necesaria. En 
tal sentido, llama la atención la precaución de sus referencias que 
siempre acompañan al sustantivo arte del calificativo bello, con 
lo que quizás podría estar dando a entender que él contemplaba 
la posibilidad de un arte no bello (que no tendría que ser necesa-
riamente arte feo). Con todo, y excepción hecha de lo sublime, su 
doctrina se limita con exclusividad al arte bello. 
Influido por la producción de la plástica y la pintura de finales del 
siglo xix –que en este respecto suele ser bastante explícita–, Kon-
rad Fiedler ha caracterizado los propósitos de la voluntad artística 
como conocimiento. En el epígrafe que encabeza el presente capítu-
lo, y como si se tratase de un contrapunto con la doctrina kantiana 
acerca de la belleza natural, establece no sólo una diferenciación 
sino la mutua exclusión entre los valores del gusto y las preten-
siones cognoscitivas que se expresarían en la obra de arte: “el arte 
como tal –afirma Fiedler– no tiene nada que ver con el juicio de 
gusto, pues su tarea es precisamente el conocimiento de las cosas, 
la caracterización de aspectos muy determinados en el objeto de 
la representación, que justamente no se dejarían caracterizar por 
ningún otro medio”. La declaración me resulta injustificadamente 
exagerada, y en esa medida incorrecta, no sólo por considerar que 
la perspectiva del gusto es necesariamente ajena a la naturaleza 
de la obra de arte, sino porque negaría el carácter de obra de arte 
para una gran cantidad de objetos que no obstante solemos califi-
car como artísticos y que fueron producidos precisamente para el 
gusto.
4 Cfr. J.J. Winckelmann, Geschichte der Kunst des Altertums, Parte i, Capítulo 
iv: “Von dem Wesentlichen der Kunst”, Verlag Lothar Borowsky, Múnich, 
p. 135 y ss.
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Pero debidamente matizada, de la declaración fiedleriana pode-
mos extraer interesante materia de reflexión. Fiedler afirma que la 
voluntad de expresión sin la cual no puede concebirse la obra de 
arte, ha de ser entendida como un tipo de conocimiento específico 
del mundo, no equiparable ni sustituible por ningún otro tipo de 
conocimiento. Ahora bien, que la obra de arte se pretenda como 
“conocimiento” sui géneris del mundo, o que la recepción de la mis-
ma también haya de serlo, constituyen asuntos que sobrepasan en 
mucho las pretensiones y posibilidades que ofrece un mero juicio 
de gusto. Pero así mismo, es posible que el sentido común lógico,
con su constitución argumentativa ampliada al máximo, resulte 
ser el instrumento más adecuado tanto para la valoración como 
para la lectura de un tal conocimiento, supuestamente expresado 
en la obra de arte.
Por su parte, pese a que Kant supo distinguir los valores expresivos 
(o del genio) de los valores estéticos (o del gusto), y pese a que siempre 
consideró que ambos deben combinarse en una obra de arte bello, 
también subordinó los primeros a los segundos. Al hacerlo era fiel 
a las exigencias del arte bello y con ello también quizás pensaba 
en salvaguardar la comunicabilidad propia del juicio de gusto. En 
efecto, una obra de arte puramente expresiva no apelaría, para su 
juicio, al sentido común estético que se supone como fundamento a
priori de su universal comunicabilidad. Pero si además en este caso 
presumiblemente tampoco se dan las relaciones entre intuiciones 
y concepto propias de los juicios de conocimiento, entonces tam-
poco se cumplirían aquí las condiciones para su comunicabilidad. 
Ahora bien, todo esto ocurre precisamente en el arte no bello.
Me propongo ahora abordar con algún detalle la problemática 
anterior. Para ello, en la exposición que sigue me serviré de tres 
ejes argumentativos: en primer lugar, me propongo mostrar que 
pese al ensanchamiento que supone la CJ en lo que a la concepción 
del conocimiento se refiere, en él no cabe el tipo de conocimiento 
que podría atribuirse a una obra de arte. En segundo lugar, quiero 
explorar las razonesque podrían haber llevado a Kant a intentar 
mantener unidos los valores estéticos y los valores teóricos en su 
noción de arte bello, lo que supone en él una clara conciencia acer-
ca de su diferencia. Creo que tres tipos de razones, casi siempre 
interrelacionadas, podrían dar cuenta de este empeño. Unas que 
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llamaré “plásticas”, y que se refieren a lo que Kant estima como 
requisitos técnicos indispensables para la configuración de la obra 
de arte. Otras son razones que podrían denominarse “estéticas”, y 
atienden a la preservación de la recepción de la obra como even-
to placentero. Finalmente, las razones “lógicas” en virtud de las 
cuales se garantizaría la universal comunicabilidad de los juicios 
estéticos sobre la obra de arte. Por último, con mi exposición quie-
ro mostrar que pese a las anteriores razones, en la obra de arte 
no sólo es posible desvincular los valores estéticos de los valores 
teóricos por Kant reconocidos, sino que estos últimos pueden ser 
estimados como un tipo específico de conocimiento. El propio 
Kant ofrece un buen ejemplo de ello con su teoría del símbolo, 
si bien para la comunicabilidad de este conocimiento es preciso 
abandonar definitivamente la noción de un sentido común estético
como fundamento de la misma, para reemplazarla por la noción 
del sentido común lógico.
2. Conocimiento determinante y conocimiento reflexionante
Hemos visto en la Crítica de la razón pura que la naturaleza en-
tera, como el compendio de todos los objetos de la experiencia, 
constituye un sistema según leyes trascendentales, a saber, 
aquellas que el entendimiento mismo da a priori (a saber para 
fenómenos, en cuanto que ellos, enlazados en una conciencia, 
deben constituir experiencia). Pero precisamente por ello, tam-
bién la experiencia, en tanto que sea posible considerarla en 
general como objetiva, debe constituir (en la idea) un sistema de 
conocimientos empíricos posibles, según leyes tanto universales 
como particulares (CJ, Primera Introducción, p. 13).
Resulta útil esbozar aunque sea de manera muy general la con-
cepción kantiana del conocimiento, con miras a contrastarla con el 
tipo de conocimiento a que puede aspirar una producción artística 
relativamente indiferente a las exigencias del gusto, es decir al 
valor de la belleza. En la anterior cita, Kant expone sucintamente 
su concepción del conocimiento. En ella establece un par de dis-
tinciones importantes: la primera, entre leyes trascendentales y leyes 
empíricas; la segunda, entre leyes universales y leyes particulares. Bajo 
esta última pueden caber tanto las leyes trascendentales como las 
empíricas; en efecto, con respecto a las leyes trascendentales, deriva-
das en último término de los conceptos puros del entendimiento, 
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dice Kant que han sido objeto de estudio en la Crítica de la razón 
pura. En principio, y en cuanto que condición de posibilidad de 
toda experiencia, ellas son universales; sin embargo, las “analogías 
de la experiencia” bien podrían significar una cierta “particulari-
zación” de dichas leyes trascendentales universales, con miras a 
su aplicación específica a la materia, aunque sin perder su carácter 
trascendental. Tal particularización es el objeto del tratado kan-
tiano que lleva por título Principios metafísicos de la ciencia de la 
naturaleza.
La noción de la naturaleza como un sistema se deriva de todas 
estas leyes trascendentales, sean universales o particulares. No 
obstante, ellas solas no bastan para dar cuenta cabal de la comple-
jidad de “la naturaleza entera”, y en consecuencia son insuficien-
tes para la plena constitución de ésta como sistema. En efecto, las 
leyes trascendentales dejan por fuera de su alcance una infinidad 
de formas y relaciones naturales, sin cuya inclusión mal podría 
pensarse la naturaleza como sistema. De allí se deriva la necesidad 
de una investigación que reduzca toda esa variedad a una unidad 
formulada tanto en leyes empíricas, como en un sistema de éstas. El 
establecimiento de las condiciones de posibilidad –también tras-
cendentales– tanto de las leyes empíricas, como del sistema de las 
mismas, constituye una de las innovaciones “lógicas” de la CJ con 
respecto a la Crítica de la razón pura5.
El vínculo entre las leyes trascendentales y las empíricas parece 
residir en que ambas son producto de la facultad de juzgar, que 
puede llevar a cabo su actividad ya sea de manera determinante –en 
cuyo caso la representación se subsume bajo un concepto dado–, 
ya reflexionante. La actividad propia de la reflexión consiste en 
“comparar y mantener representaciones dadas, sea con otras sea 
5 “Pero en su legislación trascendental de la naturaleza, el entendimiento 
hace abstracción de toda multiplicidad de las posibles leyes empíricas; en 
ella sólo trae a consideración las condiciones de la posibilidad de una experi-
encia en general, según su forma. En él no se puede encontrar entonces aquel 
principio de afinidad de las leyes naturales particulares. Sólo la facultad de 
juzgar, a la que corresponde someter las leyes particulares –también en lo 
que ellas tienen de diferente bajo las mismas leyes universales de la natu-
raleza– bajo leyes más altas si bien siempre empíricas, ha de poner por fun-
damento de su proceder un principio tal” (CJ, Primera Introducción, iv, p. 15).
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con su facultad de conocimiento, con relación a un concepto posible a 
través de ello” (Primera Introducción, v, p. 16; resaltado mío). Resulta-
dos de esta actividad podrían ser el establecimiento de conceptos 
genéricos, o también proposiciones de tipo inductivo. En el caso de 
las leyes trascendentales, la actividad del juicio es determinante, 
por cuanto que los principios y conceptos que se hallan en la base 
de tales leyes están dados a priori. En el ámbito de la investigación 
empírica resultan posibles ambas direcciones, aunque en el pre-
sente contexto es la reflexión la que más nos interesa. 
Según Kant, la actividad reflexionante requiere de un principio, 
o si se quiere, implica un presupuesto, a saber, “que para todas 
las cosas naturales pueden encontrarse determinados conceptos 
empíricos, lo cual quiere decir tanto como que siempre se puede 
presuponer en sus productos una forma que es posible según le-
yes generales, conocibles para nosotros” (Primera Introducción, v, p. 
17). En otras palabras, la reflexión sólo resulta posible si presupone 
una constitución de la naturaleza, en virtud de la cual la hetero-
geneidad que le es propia es reductible a la unidad de las leyes 
empíricas, con lo que dicha constitución –cuasi ontológica– sería 
idónea con respecto a las necesidades lógico-sistemáticas del cono-
cimiento humano:
La forma lógica de un sistema consiste simplemente en la di-
visión de conceptos universales dados (como lo es aquí el de 
una naturaleza en general), mediante lo cual se piensa, según 
un cierto principio, lo particular (aquí lo empírico) con su diver-
sidad, como contenido bajo lo universal. Para ello resulta perti-
nente, cuando se procede empíricamente y se asciende de lo par-
ticular a lo universal, una clasificación de lo diverso, es decir, una 
comparación de varias clases, cada una de las cuales está bajo un 
concepto determinado, y cuando ellas están completas según su 
característica común, su subsunción bajo clases superiores (gé-
neros) hasta llegar al concepto que contiene en sí al principio de 
toda clasificación (y que constituye el género supremo). Si por el 
contrario se empieza por el concepto universal para descender 
al particular mediante una división completa, entonces la acción 
se denomina especificación de lo diverso bajo un concepto dado, 
puesto que se avanza desde el género supremo hacia otros infe-
riores (subgéneros o especies) y desde especies a subespecies. Se 
expresa uno más correctamente si, en lugar de decir (comoen el 
• 252
uso común del lenguaje) que se tiene que especificar lo particu-
lar que está bajo algo universal, se dice, mejor, que se especifica el 
concepto universal, en cuanto se detalla lo diverso bajo él. Pues el 
género es (lógicamente considerado), por así decir, la materia o 
el sustrato bruto que la naturaleza, mediante numerosas deter-
minaciones, elabora en particulares especies y subespecies, y así 
puede decirse que la naturaleza se especifica a sí misma según un 
cierto principio (o según la idea de un sistema), por analogía con 
el uso de esta palabra entre los juristas, cuando hablan de la es-
pecificación de ciertas materias brutas (CJ, Primera Introducción,
v, p. 19 y s.).
Así, pues, la actividad lógica reflexionante, cuyo producto son las 
leyes y generalizaciones empíricas en general, ha de ser considera-
da como una clasificación que partiendo de la diversidad empírica 
dada, compara individuos y clases, buscando su reducción a clases 
o géneros comunes superiores. Pero para que esta actividad tenga 
un sentido, ha de presuponerse un principio –que es metafísico 
para la lógica tradicional, pero sólo trascendental para Kant– según 
el cual la naturaleza se especifica desde el género universal hacia la 
diversidad de especies e individuos. Dicho en otras palabras, en su 
actividad lógico cognoscitiva, el juicio reflexionante requiere del 
supuesto de una naturaleza conforme-a-fin, fin que aquí consiste en 
que gracias a su estructura de especificación, la naturaleza resulta 
apta para ser conocida –es decir, clasificada– según los procedi-
mientos de la lógica humana. 
Desde la perspectiva de Kant, la necesidad de una “lógica re-
flexionante” se impone dadas las insuficiencias del conocimiento 
determinante, en sus variantes trascendental y empírica. Si bien es 
cierto que las leyes trascendentales se constituyen en condición de 
posibilidad de toda experiencia en general, y particularmente del 
conocimiento físico-matemático, ellas dejan de lado una diversi-
dad empírica de la que la física matemática no puede dar cuenta. 
Tales leyes resultan inadecuadas, por ejemplo, para efectos de la 
clasificación de la diversidad propia de los fenómenos biológicos. 
Ahora bien, dentro de este panorama general, desde ya resulta cla-
ro que ni la determinación, ni la reflexión entendida en su acepción 
inductiva y/o clasificatoria, podrían ser modelos del conocimiento 
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pretendido por la obra de arte, ni tampoco resultarían adecuados 
para la recepción que ésta requiere. Así, pues, aunque aquella, 
como cualquier objeto físico, pueda y tenga que ser constituida 
como objeto y/o suceso de la experiencia en general, es claro que tal 
constitución no da cuenta de su especificidad. Y aunque también 
resulte necesario construir un concepto de obra de arte a partir del 
cual el objeto singular pueda ser reconocido como tal, ese mero 
reconocimiento resulta a todas luces insuficiente para dar cuenta 
de su naturaleza expresiva específica. Todavía más restrictivo e 
inadecuado sería creer que el conocimiento propio de la obra de 
arte consiste en su imitación de contenidos externos a ella.
3. Valores estéticos y significación teórica en la configuración 
plástica del objeto bello: la perfección
Para juzgar una belleza natural como tal no necesito tener antes 
un concepto de qué cosa deba ser el objeto; esto es, no preciso 
conocer la conformidad-a-fin material (el fin), sino que la mera 
forma, sin conocimiento del fin, place por sí misma en el enjui-
ciamiento. Pero cuando el objeto es dado como un producto del 
arte, y como tal debe ser declarado bello, entonces, en primer 
lugar, tiene que ponerse por fundamento un concepto de lo que 
la cosa debe ser, porque el arte supone siempre un fin en la causa 
(y en su causalidad). Y puesto que la concordancia de lo múltiple 
en una cosa con una determinación interna de la misma como fin 
es la perfección de la cosa, entonces, en el enjuiciamiento de la 
belleza artística, habrá que tener en cuenta al mismo tiempo la 
perfección de la cosa, lo que en absoluto viene al caso en el enjui-
ciamiento de una belleza natural (como tal) (CJ, § 48, b 188).
Además de la diferenciación entre belleza natural y belleza artís-
tica, la anterior declaración pone de presente la peculiar compleji-
dad de esta última. Por lo que a la belleza natural se refiere, puede 
afirmarse que sólo ella es objeto de juicios de gusto puros, pues sólo 
los objetos naturales pueden ser considerados desde una perspec-
tiva que atienda exclusivamente a los efectos puramente derivados 
de su forma, con independencia de cualquier consideración acerca 
de su posible conformidad a fin objetiva. En una palabra, sólo los 
juicios de gusto referidos a objetos naturales pueden prescindir de 
toda referencia a los propósitos que su eventual creador persiguió 
con ellos, y junto con ésta, a su eventual perfección. 
• 254
No obstante la anterior restricción, Kant propone como objetos po-
sibles de un juicio de gusto puro algunos que estrictamente no po-
drían ser considerados naturales. Aunque en el fundamento de su 
producción hay un concepto, en realidad éste consiste en su auto-
negación: “flores, dibujos libres, rasgos entrelazados sin propósito 
bajo el nombre de follajerías, no significan nada, no dependen de 
ningún concepto determinado y, sin embargo, placen” (CJ, § 4, b 11
y s.). A estos ejemplos añade Kant los dibujos à la greque, los pape-
les para tapizar, las composiciones musicales sin tema (fantasías), 
y aún toda la música sin texto: 
no significan nada en sí mismos: nada representan, ningún ob-
jeto bajo un concepto determinado, y son bellezas libres. […] En 
el enjuiciamiento de una belleza libre (según la mera forma), el 
juicio de gusto es puro. No se presupone concepto alguno de 
ningún tipo de fin para el que deba servirle lo diverso al objeto 
dado, y que éste debiera entonces representar; y por el cual [ese 
concepto] la libertad de la imaginación, que, por así decirlo, jue-
ga en la observación de la figura, sólo sería restringida (CJ, § 16,
b 50 y s.).
Es pues en virtud de su carencia de significación, que de facto los 
asimila a objetos naturales, que los anteriores objetos no naturales 
se hacen aptos para el juicio de gusto puro. Se confirma así el que 
la concepción kantiana del juicio de gusto se muestra particular-
mente adecuada con respecto a la belleza natural, puesto que sólo 
en ella es posible prescindir por completo de toda referencia cog-
noscitiva. Como ya se ha dicho anteriormente, la fórmula “este x 
es bello” como equivalente al juicio de gusto nos revela un sentido 
más fundamental, según el cual no se trata simplemente de que 
la variable “x” pueda ser reemplazada por objetos concretos –esta 
rosa, pero también este edificio, esta pintura, etc.–, sino de que, 
estrictamente, en un juicio de gusto puro su sujeto siempre debería 
permanecer como una “x” que no requiere ser reemplazada por el 
nombre de ningún referente concreto. Es cierto que cuando emi-
timos juicios de gusto no solemos decir que “este x es bello” sino 
que “esta rosa”, o “este edificio” son bellos. Pero al proceder así, es 
decir con el sólo hecho de dar un nombre al objeto, presuponemos 
ya un conocimiento de lo que el objeto es, o sea que hemos podido 
subsumir al objeto particular bajo un concepto de lo que éste debe 
ser. Sin embargo, tal subsunción no es la causa de que afirmemos 
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que ese objeto es bello. Así, pues, aunque usualmente simultáneas, 
la primera operación no es necesaria para la segunda, y en con-
secuencia sólo así se puede afirmar que un juicio de gusto puro 
ni presupone, ni ofrece conocimiento alguno acerca de su objeto, 
hasta el punto de que éste bien podría permanecer innombrado6.
De los ejemplos empleados en la anterior consideración (flores y 
crustáceos, perotambién edificios o composiciones musicales) se 
deriva que el juicio de gusto puro, aunque particularmente apro-
piado para los objetos naturales, también puede recaer sobre obje-
tos artísticos. Ahora bien, si a propósito de estos últimos se impone 
la consideración de los fines que han dado lugar a su configuración 
específica, la necesidad de tal consideración no surge del gusto. 
Pero al menos en principio, también algo similar podría decirse de 
los objetos naturales, que aunque eventualmente estéticos, también 
pueden dar lugar a juicios de conocimiento teleológico, claramente 
diferenciados del juicio de gusto. 
Sin embargo, a diferencia de los objetos naturales en los que su 
consideración estética o epistemológica es cuestión de perspec-
tivas adoptables a voluntad, los objetos artísticos parecen exigir 
una consideración adicional, dado que ellos son el resultado de 
propósitos expresivos específicos. Desde este punto de vista, junto 
con sus posibles efectos estéticos, la obra de arte es portadora de 
una significación teórica. En lo que se refiere al establecimiento 
de la relación entre sus partes y el todo, la reflexión no puede con-
6 El hecho de que conozcamos o no a los objetos del juicio de gusto no ten-
dría por qué incidir en la pureza del mismo. No siempre se atiene Kant a ello, 
y por eso cae en innecesarios embrollos, como cuando ofrece como ejemplos 
de bellezas libres a “muchas aves (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso), 
una multitud de crustáceos del mar” por el hecho de que el juicio de gusto 
sobre los mismos no requiere de un concepto de lo que ellos hayan de ser ; y 
en cambio considera que “la belleza de un hombre (y en esta especie la de un 
varón, una mujer o un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (iglesia, 
palacio, arsenal o quinta) supone un concepto que determina lo que la cosa 
debe ser, y en consecuencia, un concepto de su perfección, y es entonces sólo 
una belleza adherente” (CJ, § 16, b 49 y s.). No veo la razón que nos obliga a 
tener un concepto del caballo para poder juzgarlo como bello, pero que nos 
exime de tenerlo, para los mismos efectos, cuando se trata del crustáceo. 
Desde la perspectiva del gusto puro también podrían borrarse las diferen-
cias en el tratamiento de una flor o de una catedral. 
• 256
tentarse con una concordancia indefinida entre estos dos polos, 
sino que en este caso ha de tener en cuenta la voluntad expresiva 
que ha causado la configuración específica del objeto, y que parece 
claramente diferenciable de las características atendidas por un 
juicio de gusto. 
Bajo los anteriores supuestos, la noción de arte bello se muestra par-
ticularmente compleja. A diferencia del “arte a secas”, la noción 
de arte bello se enfrenta con la tarea de reconciliar las exigencias 
de conocimiento que surgen de la obra con las exigencias del gus-
to. Desde el punto de vista de este último, aquella ha de aparecer 
como una conformidad-a-fin sin fin. Pero desde el punto de vista de 
la obra, ni su existencia ni su efectiva configuración singular resul-
tarían posibles ni comprensibles sin presuponer una conformidad-
a-fin con fin, o si se quiere una conformidad-a-fin objetiva. El arte bello
es pues aquella solución que da cabida a toda la voluntad expresi-
va que quepa dentro de los límites que preserven la apariencia de 
la obra como una conformidad-a-fin sin fin:
Ante un producto del arte bello uno debe ser consciente de que 
es arte y no naturaleza; pero sin embargo la conformidad-a-
fin en la forma del mismo debe aparecer tan libre de toda su-
jeción a reglas arbitrarias, como si fuera un producto de la mera 
naturaleza. Sobre este sentimiento de la libertad en el juego de 
nuestras facultades de conocimiento, que sin embargo tiene que 
ser al mismo tiempo conforme-a-fin, descansa aquel placer que 
es el único universalmente comunicable, sin que no obstante 
se funde en conceptos. La naturaleza era bella cuando a la vez 
parecía arte; y el arte sólo puede ser llamado bello cuando somos 
concientes de que es arte, y sin embargo nos parece naturaleza 
(CJ, § 45, b 179).
Que la naturaleza sea bella cuando parece arte sólo puede significar 
que los efectos placenteros causados por las formas naturales que 
se juzgan como conformes-a-fin sin fin, aparezcan no obstante como 
si al exhibir tal configuración obedecieran al propósito de causar 
el placer propio del gusto. Como ya hemos visto, ese es el sentido 
del tránsito de la definición de la belleza como conformidad-a-fin sin 
fin a la de conformidad-a-fin subjetiva. De manera correspondiente, 
cuando Kant afirma que el arte bello debe parecer naturaleza, la 
noción de arte aquí empleada deja de lado todo contenido artístico 
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expresivo que eventualmente pudiera sobrepasar los límites de la 
conformidad-a-fin sin fin; aquí, la noción de naturaleza también está 
despojada de todo contenido, de modo que se presente sólo como 
mera conformidad-a-fin sin fin.
La calificación kantiana de la belleza artística como adherente, y 
su diferenciación de la belleza natural como libre7 no se impone 
pues como exigencia del gusto puro, sino de la actividad reflexiva 
confrontada con la naturaleza específica de las obras de arte. En 
efecto, incluso si son bellas, éstas no suelen ser sólo bellas. Resulta 
significativo que Kant defina como “perfección” a ese primer “aña-
dido” que se subordina a la belleza. Teóricamente, la perfección 
consiste en la adecuación del objeto con su concepto. Pero desde 
un punto de vista “plástico”, el concepto de un objeto ha de poder 
traducirse in concreto, en lo que Kant denomina una imagen modelo
(Musterbilde). Enfrentado con idéntico problema, Winckelmann 
había recurrido a toda suerte de argumentaciones climáticas, polí-
ticas y culturales tendientes a apuntalar tanto la naturaleza como 
la producción artística de la Grecia clásica como modelos de per-
fección. Por su parte, Kant no vacila en reconocer la particularidad 
de las generalizaciones empírico-psicológicas de las que surgen las 
“ideas normales” o modelos de los objetos8.
7 Recuérdense las siguientes afirmaciones de Kant: “Hay dos especies de 
belleza: la belleza libre (pulchritudo vaga) o la belleza meramente adherente 
(pulchritudo adhaerens). La primera no presupone concepto alguno acerca de 
lo que deba ser el objeto; la segunda presupone un tal concepto y, según él, 
la perfección (Vollkomenheit) del objeto. Las primeras se denominan bellezas 
(por sí existentes) de esta o aquella cosa; la otra, en cuanto dependiente de 
un concepto (belleza condicionada) le es atribuida a objetos que están bajo 
un fin particular” (CJ, § 16, b 48). “En el enjuiciamiento de la belleza artística, 
habrá que tener en cuenta al mismo tiempo la perfección de la cosa, lo que 
en absoluto viene al caso en el enjuiciamiento de una belleza natural (como 
tal)” (CJ, § 48, b 188).
8 “Cuando ahora de manera similar se busca para este hombre medio la 
cabeza media, para ésta la nariz media, etc., esta figura está entonces en el 
fundamento de la idea normal del varón, en el país donde esta comparación 
es establecida; de ahí que, necesariamente, un negro deba tener, bajo estas 
condiciones empíricas, una idea normal de la belleza de la figura distinta a 
la de un blanco; el chino, una distinta a la del europeo. Así mismo habría de 
suceder con el modelo de un bello caballo, o de un perro (de cierta raza)” (CJ,
§ 17, b 58).
• 258
Pese a las limitaciones que se derivan de su naturaleza empírica, 
Kant no deja de reconocer la importancia de esta “idea normal” 
como exhibición in concreto del concepto de perfección del objeto. 
Considerada en sí misma, la idea normal es tan sólo corrección 
académica; si place, no es entonces por su belleza, “sino sólo por-
que no contradice ninguna condición bajo la que una cosa de este 
género puede ser bella”. No obstante, es la “irrenunciable condición 
de toda belleza” (die unnachlaßlicheBedingung aller Schönheit) (CJ,
§ 17, B 59). Sin ella, la configuración plástica del objeto resultaría 
imposible.
En efecto, dado que en su mayor parte la producción artística no 
se reduce a las follajerías o dibujos à la grecque, es decir dado que 
normalmente el artista tiene contenidos que quiere expresar, en-
tonces requiere de modelos; sin ellos, sus productos carecerían de 
concreción. De allí se deduce que el contenido expresivo no sólo 
ha de ser representable figurativamente, sino que, si tal figuración 
aspira a la belleza, entonces ha de ceñirse a los modelos. La razón 
de esta restricción no consiste en que los modelos sean bellos, 
sino en que, gracias a su carácter relativamente indeterminado, 
ellos resultan ser las determinaciones más compatibles con la 
indeterminación propia de la belleza (conformidad-a-fin sin fin). 
Con esta justificación, en su momento Winckelmann encontró que, 
para fines de la expresión de la belleza, las figuras jóvenes eran 
más apropiadas que las maduras o las ancianas; en las últimas, el 
influjo corruptor del tiempo se dejaba notar en la excesiva diferen-
ciación de sus rasgos. Por el contrario, las figuras jóvenes aún no 
afectadas por el tiempo, y con su aparente indefinición sexual, son 
más compatibles, pese a su inevitable concreción plástica, con la 
indeterminación referencial (Unbezeichnung) propia de la belleza9.
Pese a que Kant no llega a ejemplificaciones tan minuciosas como 
las anteriores, en este punto los principios de su doctrina estética 
9 “De la unidad se sigue otra característica de la belleza más alta, a saber 
la indeterminación (Unbezeichnung) de la misma, es decir que sus formas no 
han de ser descritas sino sólo mediante los puntos y líneas que forman la 
belleza; en consecuencia, una figura que no sea apropiada para esta o aquella 
determinada persona, ni que exprese cualquier estado de ánimo o sensación 
pasional que, como rasgos extraños se mezclen en la belleza e interrumpan 
la unidad”. Winckelmann, op. cit., p. 144.
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parecen ser los mismos: el modelo “no puede contener tampoco 
nada específico-característico, pues de otro modo no sería la idea 
normal para el género”. Sólo pues en su relativa indefinición, el 
modelo puede servir de soporte plástico para la configuración in-
dividual, sin que ésta llegue a estorbar demasiado la indefinición 
propia de la conformidad-a-fin sin fin.
Podemos entonces afirmar que, tal como se muestra de manera pa-
radigmática en el caso de la belleza natural, la belleza y la perfección
son dos valores distintos: “propiamente hablando, ni la perfección 
gana mediante la belleza, ni la belleza mediante la perfección” 
(CJ, § 16, b 51 s.). Sin embargo, su conjunción se constituye en una 
condición indispensable para el arte bello. Es cierto que podemos 
encontrar perfección sin belleza, como es el caso de las produccio-
nes que juzgamos meramente como correctas desde un punto de 
vista académico. Pero en aquel arte que junto con sus pretensiones 
expresivas también aspire a ser bello, una cierta perfección resulta 
ser el soporte indispensable: es la perfección de los modelos que 
permiten no sólo la configuración de la obra, sino que sirven de 
cauces que impiden el desbordamiento autónomo del contenido 
expresivo. Por cierto que la belleza en la obra de arte bello no 
requiere siempre de una perfección absoluta: le basta con que la 
figura exhiba aquél mínimo de perfección que permita su reco-
nocimiento sin distraer la atención del gusto. Pero aun cuando la 
perfección haya de estar subordinada a la belleza, en el arte bello 
la belleza requiere de la perfección. 
Cabría la pregunta de si en un arte que deliberadamente no se pre-
tenda bello, ni aspire a la belleza, la perfección sigue siendo una 
exigencia. Hemos visto que desde el punto de vista del arte bello, 
es decir del arte producido para el gusto, la perfección cumple un 
doble papel: hacer posible la concreción figurativa de la obra, e im-
pedir que la forma –sea por exceso de contenido expresivo, o por 
defectos protuberantes en la ejecución de la figura– se convierta 
en factor perturbador para el juicio puro de gusto. Así las cosas, 
podríamos afirmar entonces que para el arte deliberadamente no 
bello, e incluso para el arte que sin excluir la belleza no hace de ella 
su fin primordial, la exigencia de perfección, tal y como ha sido 
descrita por Kant, carece de sentido. En efecto, siendo la voluntad 
expresiva el valor esencial para este arte no bello, no existe ningu-
• 260
na razón válida que restrinja su exhibición in concreto a modelos 
derivados de objetos naturales. E incluso en el caso de que este 
arte fuese figurativo, bien podría ser que la perfección del modelo 
resultara un obstáculo para el contenido expresivo. No obstante, 
al renunciar al soporte que ofrecen los modelos, el problema que 
probablemente surja entonces sea el de la comunicabilidad. Sin 
embargo, podría decirse que idéntico problema existe, aun cuando 
se empleen los modelos, si bien éste se plantea a nivel intercultu-
ral. 
Acaso pueda afirmarse la presencia, no atendida por Kant bajo tal 
nombre, de otra noción de perfección en la producción artística. 
En efecto, dado que la obra de arte no es un objeto natural ni un 
producto casual, y que entonces el fundamento de su forma final 
ha de hallarse en la mente de artista, alguna noción de lo que la 
cosa deba ser, es decir, un cierto concepto de perfección –si bien 
no equivalente ya al de los modelos– resulta indispensable: gra-
cias a él, en un momento dado el artista puede dar por acabada la 
ejecución de la obra. Y sin él, el espectador no podría explicarse 
la existencia del objeto. La perfección así entendida equivale a lo 
que Kant llama “idea estética”. Pero aunque presupongamos tal 
concepto en la mente del creador como “fundamento de la posibi-
lidad interna del objeto” (CJ, § 15, b 45), persiste el problema antes 
mencionado acerca su comunicabilidad. 
4. El placer, el hastío y las ideas estéticas
Supuesta la feliz conjunción entre la forma conforme-a-fin sin fin y
la perfección, sin la cual la belleza no podría concretarse como obra 
de arte bello, Kant anota una limitación adicional que amenaza al 
arte bello. Se trata ahora de que el placer propio de lo bello puede 
tornarse en su contrario, es decir, en hastío. El antídoto contra tal 
peligro, que no se encuentra ni en la conformidad-a-fin sin fin, ni 
en la perfección de la forma bella, es atribuido por Kant a las ideas 
morales que de alguna manera han de estar presentes en la mente 
del receptor de la belleza. A su vez, dichas ideas parecen tener su 
correspondiente en el objeto, en lo que Kant llama ideas estéticas, no 
siendo éstas otra cosa que la encarnación de la voluntad expresiva 
del genio creador. Así, pues, un segundo “añadido” –no ya el de 
la perfección, sino el de las ideas, sean morales o estéticas– ha de 
adicionarse a la forma bella. En el primer caso, se trataba de hacer 
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posible su concreción como obra; ahora, lo que está en juego es una 
consistencia mínima en su recepción. 
En confrontación con las doctrinas estéticas de Burke, Kant resal-
ta los efectos paradójicos que suele tener una producción artística 
encaminada primordialmente a la excitación sensible; además de 
su restringida validez, ella suele conducir rápidamente al hastío, al 
cansancio y la repulsión: 
En materia de la sensación (del atractivo o la emoción), donde 
sólo es cuestión de goce, que no deja nada en la idea y embota 
el espíritu, haciendo al objeto más y más repulsivo, y vuelve al 
ánimo descontento consigo mismo y caprichoso, a través de la 
conciencia de su temple contrario a fin en el juicio de la razón 
(CJ, § 52, b 214).
La diferencia entre el placer de la sensación y el placer mentado 
en un juicio de gusto radica en que este último es principalmente 
concienciadel libre juego de las facultades y no simplemente al-
teración fisiológica. De ahí que mientras que la excitación de los 
sentidos pueda pasar rápidamente del placer al agotamiento y de 
ahí al hastío, el libre juego de las facultades, por el contrario, deja 
al espectador en una disposición anímica propicia para el cultivo 
de las ideas. Pero si el espectador no aprovecha tal disposición, el 
resultado final puede ser similar al atribuido a la excitación sen-
sible: 
Si las bellas artes no son puestas en relación, de cerca o de lejos, 
con ideas morales, las únicas que conllevan una complacencia 
independiente, entonces lo último [embotamiento del ánimo y 
repulsión frente al objeto - l.p.] es su destino final. Sirven en-
tonces sólo de diversión, de la que tanto más se estará necesitado 
cuanto más uno se sirva de ella, con el fin de expulsar la insatis-
facción del ánimo consigo mismo (CJ, § 52, b 214).
Tal como ocurría con la noción de perfección, la de ideas morales, que 
opera como antídoto de la repulsión, es sin duda distinta tanto de 
la de conformidad-a-fin sin fin que caracteriza al objeto bello, como 
de la de su correlato subjetivo, el libre juego entre las facultades del 
conocimiento. De hecho, en el contexto de su crítica al epicureis-
mo, Kant confirma tal distinción: 
• 262
Según me parece, se puede conceder entonces con Epicuro que 
todo deleite, incluso cuando sea ocasionado por conceptos que 
despiertan ideas estéticas, sea sensación animal, es decir, cor-
poral; y sin que por ello se cause el más mínimo perjuicio al 
sentimiento espiritual del respeto por las ideas morales, que no 
es un deleite sino una autoestimación (de la humanidad en no-
sotros), que nos eleva por encima de la necesidad del deleite, y 
sin perjudicar en lo más mínimo al sentimiento menos noble del 
gusto (CJ, § 54, b 228).
Así, pues, el deleite con expresiones fisiológicas se distingue cla-
ramente tanto de la autoestimación moral, como del “sentimiento 
menos noble del gusto”, sin perjuicio de que eventualmente los tres 
fenómenos puedan coincidir armónicamente en una sola experien-
cia. Se trata entonces de elementos heterogéneos, que aunque no 
siempre hayan de contradecirse, tampoco se hallan necesariamen-
te vinculados. El placer de lo bello puede tener efectos corporales 
placenteros, pero en cuanto que desinteresado, también favorece 
el temple anímico propicio para las ideas morales, las cuales son la 
adición que salva a la experiencia de lo bello del destino deparado 
al deleite sensible. 
Recuérdense los ejemplos de objetos que ofrece Kant como par-
ticularmente apropiados para el juicio de gusto puro: “flores, di-
bujos libres, rasgos entrelazados sin propósito bajo el nombre de 
follajerías, no significan nada, no dependen de ningún concepto 
determinado y, sin embargo, placen”(CJ, § 4, b 11 y s.; véase tam-
bién CJ, § 16, b 50 y s.). Pues bien, de la sola imaginación que juega 
en la observación de la figura, y que no se siente constreñida por 
los conceptos del entendimiento, puede esperarse un estado de 
ánimo propicio para las ideas morales, aunque no el surgimiento 
de las mismas. Su presencia, cuando se da, es el resultado de un 
añadido. Y sin esas ideas, es previsible que el juicio de gusto puro 
que declara placer ante follajerías o dibujos à la greque, también 
termine por mutarse en otro que exprese hastío.
En ocasiones, las ideas morales son un haber previo del especta-
dor de la belleza. Ante la presencia de ésta, y principalmente si 
es belleza natural, aquél suele traerlas a cuento (cfr. CJ, § 42, b 168
y s.). Pero también es posible pensar que algo en el objeto tienda 
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intencionadamente a suscitar tales ideas, dinamizando y radica-
lizando el libre juego de las facultades del conocimiento. Ése es 
precisamente el caso de las ideas estéticas, cuya presencia, además, 
es esencial para la configuración de la obra de arte, sea bello o no. 
En el equilibrio entre gusto y genio que Kant siempre quiso conser-
var, es posible reconocer no obstante una defensa de los intereses 
del gusto. Así, desde un punto de vista estrictamente estético –que 
es el del gusto–, el aporte del genio resulta indispensable para neu-
tralizar la “in-significancia” del objeto bello, que terminaría por 
transformar el placer que le es propio en hastío. 
Se dice de ciertos productos, de los cuales se espera que al menos 
en parte deberían mostrarse como arte bello, que no tienen es-
píritu (Geist), aunque, en lo que se refiere al gusto, no se en-
cuentre en ellos nada que fuera censurable [...] En su signifi-
cación estética, espíritu quiere decir el principio vivificante en el 
ánimo [...], es lo que pone a las fuerzas del ánimo en oscilación, 
esto es, en un juego tal que por sí mismo se mantiene, e incluso 
fortalece las fuerzas para ello (CJ, § 49, b 192; negrilla mía).
En el mismo lugar, Kant define al espíritu como “la facultad de re-
presentación de ideas estéticas”. Ahora bien, un producto en el que 
el gusto no encuentre nada censurable no es otro que aquel que 
conjuga la conformidad-a-fin sin fin con la perfección, en los términos 
antes señalados. Como tal, tiene que ser declarado bello, incluso si 
carece de “espíritu”. Y aunque un eventual ‘déficit’ de espíritu no 
tendría que influir en un juicio de gusto puro –por ejemplo sobre 
follajerías o también sobre creaciones impecables desde un punto 
de vista académico–, no obstante de él podemos anticipar efectos 
estéticos indeseables: un placer fugaz, que pronto se tornará en 
hastío.
La conveniencia que esta conjunción representa para la experien-
cia estética del gusto no elimina sin embargo la diferencia entre 
las calidades formales del objeto bello y las ideas estéticas que él 
pueda encarnar. Kant no sólo reconoce tal diferencia, sino que in-
cluso prevé una eventual tensión entre una obra de arte adecuada 
a las exigencias del gusto (es decir a la conformidad-a-fin sin fin 
y a la perfección), y el fin del genio: “se puede percibir a menudo 
• 264
en una obra que deba ser del arte bello, genio sin gusto, y en otra 
gusto sin genio” (CJ, § 48, b 191).
Si en una obra de arte bello se percibe gusto sin genio, ello quiere 
decir que en su producción el genio se ha reducido a las exigencias 
del gusto, que son las que definen el concepto de belleza. Aun sien-
do arte, y pudiéndose reconocer como tal, la obra, por voluntad 
de su creador, se acerca a la naturaleza: ajustándose a un modelo 
arquetípico (perfección) inferido de los objetos naturales existentes 
y del acervo propio de determinada comunidad cultural, el objeto 
producido es a la vez conforme-a-fin sin fin (tal como son juzgados 
los objetos naturales bellos). El riesgo de una producción tal es la 
limitación de la voluntad expresiva del creador, es decir, de sus 
ideas estéticas, al punto de que el placer inicialmente producido 
por tal obra se torne prontamente en hastío. En este caso, el ele-
mento adicional y distinto a su belleza (y a su perfección), y que la 
hace interesante10, puede encontrarse de tal manera disminuido que 
el espectador a duras penas encontrará algo que apele y desarrolle 
el libre juego de sus facultades.
Por el contrario, si en una obra de arte bello se percibe genio sin 
gusto, ello significa que la obra en cuestión expresa, con indepen-
dencia de los requisitos del gusto, los fines del creador. En este 
caso, la obra tenderá a alejarse de la belleza, pudiendo incluso 
llegar a constituirse como “arte a secas” o, si se quiere, como arte-
no-bello. Aunque esta tendencia pueda ir en detrimento del placer 
del gusto, no obstante ella podría ser precisamente la causa de que 
la obra resulte interesante.
Los esfuerzos argumentativos de Kant apuntan a vincular estre-
chamente el placer del gusto con un interés teórico –esta vez, el 
que suscitan las ideas estéticas– sin el cual tal placer se tornaría en 
10 Aquí vale la pena recordar que paraKant, un juicio de gusto puro no 
sólo es desinteresado, sino que no suscita interés alguno en su objeto. “Un 
juicio sobre un objeto de la complacencia puede ser completamente desintere-
sado, y, sin embargo, muy interesante, es decir, que no se funda en ningún in-
terés, pero que produce un interés; tales son todos los juicios morales puros.
Pero los juicios de gusto tampoco fundan en sí ningún interés. Sólo en la 
sociedad se vuelve interesante tener gusto, el motivo de lo cual será indicado 
en lo que sigue” (CJ, § 3, b 8, nota; negrilla mía).
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su contrario; dicha vinculación presupone, como lo hemos visto, 
su nítida diferenciación, pero también la subordinación del último 
a las exigencias del gusto. En caso de eventual conflicto, el genio 
indisciplinado ha de ser recortado y disciplinado en sus preten-
siones por el gusto, quien será el garante de la permanencia de la 
conformidad-a-fin sin fin en la obra (cfr. CJ, § 51, b 203).
5. Las ideas estéticas no son conocimiento
Al proceder de esta manera, Kant es consecuente con los límites 
que se ha trazado para su investigación que, como se ha dicho, 
siempre se mantiene cuidadosamente en el ámbito del arte bello.
Pero es posible que esta restricción obedezca a las dificultades de 
considerar a las ideas estéticas como conocimiento, lo que repre-
sentaría para la obra de arte un valor independiente al estético de 
su belleza. En efecto, al independizarse del soporte que representa 
el gusto, parecería que las ideas estéticas pierden toda posibilidad 
de comunicabilidad, convirtiéndose así en meras extravagancias 
de un genio, acaso creador pero carente de cultivo:
Si la pregunta es qué importa más en las cosas del arte bello, si 
que en ellas se muestre genio o se muestre gusto, ello equivale 
a si se preguntara si se trata más de imaginación o de facultad 
de juzgar. Ahora bien: en vista de lo primero, un arte merece ser 
llamado arte ingenioso, pero arte bello sólo en vista de lo segun-
do [...] Ser rico y original en ideas es algo que no se requiere con 
tanta necesidad para efectos de la belleza, pero ciertamente que 
sí de la adecuación de aquella imaginación en su libertad con la 
legalidad del entendimiento. Pues toda la riqueza de la primera, 
en su libertad carente de ley no produce sino sinsentido (Un-
sinn); pero la facultad del juicio es la capacidad de adecuarla al 
entendimiento (CJ, § 51, b 202 y s.)
Kant caracteriza la obra de arte –“a secas”– como el producto de 
una causa “que ha concebido un fin, al que aquel debe su forma” 
(CJ, § 43, b 174), diferenciándose por ello de los objetos naturales 
(bellos o no). Tal causa no es otra que el creador o genio. Además, 
a diferencia de la artesanía, la obra de arte carece de toda utilidad. 
Finalmente, y sólo si el producto del genio es el arte bello, éste ha de 
aparecer como si fuera natural, es decir, como la representación de 
un objeto en el que no obstante que puede reconocerse un modelo 
natural, prima su configuración como conformidad-a-fin sin fin. Esta 
• 266
última característica es la que hace del objeto artístico un objeto 
idóneo para el gusto.
Pero dejemos de lado por un momento la consideración de la belle-
za, para concentrarnos en los eventuales valores cognoscitivos que 
pueda tener el producto del genio creador: 
Ahora bien, yo afirmo que este principio [es decir el espíritu - 
l.p.] no es otra cosa que la facultad de representación de ideas 
estéticas; pero por una idea estética entiendo aquella represen-
tación de la imaginación (Vorstellung der Einbildungskraft) que da 
mucho que pensar, sin que a ella pueda serle adecuado ningún 
pensamiento determinado, es decir ningún concepto (Begriff), y 
a la que en consecuencia ningún lenguaje (Sprache) puede alcan-
zar plenamente (völlig erreicht), ni hacerla comprensible. Se ve 
fácilmente que ella es la pareja (Pendant) de una idea de la razón, 
que a la inversa es un concepto para el cual ninguna intuición 
(representación de la imaginación) puede ser adecuada (CJ, § 49,
b 192 y s.).
En la anterior afirmación hay dos términos particularmente im-
portantes, pues de su relación se deriva el significado de la idea 
estética. Ellos son los de concepto e imaginación. En lo que se refiere 
al primero, el uso kantiano es sin lugar a dudas polisémico, y su 
cabal comprensión en el presente contexto requiere de algunas 
precisiones. En efecto, en muchas ocasiones Kant alude con él a 
las categorías a priori del entendimiento, y en tal sentido afirma, 
por ejemplo, que no tenemos ningún concepto de belleza, y que 
por ello, pese a la apariencia de su forma lógica (“este x es bello”), 
el juicio de gusto no es un juicio de conocimiento. Pero existen al 
menos tres sentidos adicionales del término concepto que merecen 
ser comentados. 
En efecto, en ocasiones se alude al concepto como a aquella abs-
tracción genérica que resulta de una actividad reflexionante ejer-
cida sobre diversos objetos, y que al reconocer en ellos aquellas 
características comunes que permiten agruparlos, los reduce a una 
unidad, es decir, a un concepto. Así, pues, Kant afirma que frente 
a determinado producto de la imaginación, la reflexión trabaja sin 
que no obstante pueda culminar su actividad mediante la produc-
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ción de un concepto determinado que resulte adecuado para dicho 
producto: individuum est ineffabile.
Otro sentido del término concepto pertinente dentro del presente 
contexto, es el que adquiere cuando se lo usa en relación con la 
belleza artística, que es adherente y no pura precisamente por cuanto 
que el juicio de gusto sobre aquella presupone un concepto de lo 
que deba ser el objeto, “y según él, la perfección del objeto” (cfr. CJ, b
48). Como ya lo hemos visto, en este caso el “concepto” ha de ser en-
tendido como el modelo que sirve de base para la mera corrección 
de la configuración. Como tal, ningún concepto resulta adecuado 
para una representación de la imaginación que posea “espíritu”, si 
bien es condición ineludible de su concreción plástica.
Finalmente quiero señalar una última acepción de la palabra con-
cepto, según la cual éste puede ser identificado con la idea estética. 
Se trata del fin (Zweck) que se ha propuesto una voluntad creadora, 
y que encontramos a la base de la configuración específica de su 
producto, y que no se reduce, puesto que en ocasiones no las atien-
de, ni a la perfección –como representación fundada en un modelo–, 
ni a su eventual concordancia con la conformidad-a-fin sin fin.
Si se quiere explicar qué sea un fin según sus determinaciones tras-
cendentales (sin suponer algo empírico como lo es el sentimiento 
de placer), entonces fin es el objeto de un concepto (der Gegenstand 
eines Begriffs) en la medida en que éste es considerado como la cau-
sa de aquél (el fundamento real de su posibilidad); y la causalidad 
de un concepto (die Causalität eines Begriffs) con respecto a su objeto
es la conformidad a fin (forma finalis). Así, pues, se concibe un fin 
allí donde no sólo el conocimiento de un objeto, sino el objeto mis-
mo (su forma o su existencia) en cuanto efecto es pensado como 
posible sólo a través de un concepto (CJ, § 10, b 32). 
Como se ve, en este caso la noción de concepto se relaciona (como 
causa) con la de fin (como efecto). Ese fin es la existencia de una 
determinada forma objetiva, y no alude necesariamente a su 
perfección, si por ella entendemos su conformidad con una idea 
modélica particular. Además de ésta, e incluso por sobre ella, el 
fin del creador artístico suele ser precisamente la expresión de sus 
ideas estéticas en una forma que les sea apropiada a ellas, y que 
• 268
no siempre ha de coincidir con la forma apropiada para el gusto. 
Tales ideas son pues ese “concepto” que hemos de presuponer en 
la causa de la obra de arte, y al que el espectador ha de atenderen su recepción. Sin embargo, con razón anota Kant que este pe-
culiar concepto –es decir, la causa de la existencia de determinada 
forma objetiva– no es “ningún pensamiento determinado, esto es 
ningún concepto”. En otras palabras, la idea estética no es concepto 
por cuanto que es un ente mental individual, una intuición, no 
subsumible bajo ninguna abstracción genérica, ni equivalente a 
ningún modelo.
Aunque de manera lacónica, Kant añade además, que dado que 
la idea estética no es un concepto (es decir, una abstracción gené-
rica), su contenido no resulta plenamente (völlig) comprensible ni 
traducible por ningún lenguaje. Con ello alude indiscutiblemente 
a la peculiaridad que Fiedler atribuye a la obra de arte cuando la 
define como “caracterización de aspectos muy determinados […] 
que justamente no se dejarían caracterizar por ningún otro medio”. 
Esto significa, entre otras cosas, que con miras a la comprensión de 
una idea estética, nada puede suplir la experiencia directa con la 
obra. No obstante, y aunque el lenguaje no supla dicha experien-
cia, su utilidad no es despreciable: así, por ejemplo, puede servir 
para orientar la atención del espectador hacia aspectos del objeto 
artístico acaso por él desatendidos, que facilitan y enriquecen la 
recepción, si es que no la hacen posible11.
11 En su famosa conferencia en Jena (1924), con motivo de la apertura de 
una exposición que incluía obras suyas, dice Paul Klee: “Cuando ahora tomo 
la palabra, en presencia de mis trabajos que tendrían que hablar realmente 
en su propia lengua, me siento por lo pronto un poco temeroso de si hay 
razones suficientes para ello, y de si lo haré en la forma correcta. Porque, por 
mucho que como pintor me sienta en posesión de mis medios para poner a 
otros en el movimiento que a mí mismo me impulsa, siento que no me ha 
sido dado mostrar, mediante palabras y con la misma seguridad, tales ca-
minos. Pero me tranquilizo con que mi discurso no se dirija a ustedes como 
algo aislado en sí mismo, sino que complementa las impresiones percibidas 
de mis cuadros, quizás aún carentes de un carácter definido. Si en alguna 
medida hubiera de lograr esto con ustedes, estaré satisfecho y consideraré 
como cumplido el sentido de la tarea de hablar ante ustedes. Para apartarme 
de la mala fama del dicho “artista no hable, cree”, quiero traer a conside-
ración principalmente aquellos aspectos del proceso creativo que se llevan 
mayormente a cabo, durante la formación de una obra, en el subconsciente. 
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Así, pues, cuando en el texto de la CJ aparece el término “concepto”, 
un poco de atención resulta suficiente para reconocer en cuál de 
las acepciones está siendo empleado. Pero la situación parece más 
compleja en lo que se refiere a la noción de imaginación, el otro polo 
necesario para la comprensión de lo que sea una idea estética. En 
este caso, incluso si no fuese necesario hablar de diversos concep-
tos de imaginación, al menos se impone una distinción entre dos 
diversas funciones de la misma. A diferencia de su empleo por 
parte de Kant en la CJ, no creo que estas últimas sean intercambia-
bles indiferenciadamente.
La primera noción –y la primera función– de imaginación es la que 
aparece en el § 9 de la CJ, cuando Kant introduce el concepto de 
libre juego entre las facultades. Allí, la imaginación es definida en 
los siguientes términos:
A una representación mediante la cual un objeto es dado, y 
para que de ella resulte en general un conocimiento, pertene-
cen la imaginación para la composición (Zusammensetzung) de 
lo múltiple de la intuición, y el entendimiento para la unidad 
del concepto que unifica las representaciones. Este estado de un 
libre juego de las facultades del conocimiento a propósito de una 
representación mediante la cual es dado un objeto, debe dejarse 
comunicar universalmente: porque el conocimiento, como de-
terminación del objeto con la que deben concordar representa-
ciones dadas (en cualquier sujeto que fuere), es el único modo de 
representación que vale para cada cual (CJ, b 28)12.
De manera muy subjetiva, esa sería la verdadera justificación del discurso de 
un pintor: el desplazamiento del énfasis mediante la observación con nuevos 
medios. Aliviar el aspecto formal, sobrecargado conscientemente, mediante 
el nuevo tipo de intuición; insistir con más presión a partir de los conteni-
dos”. Paul Klee, Kunst-Lehre. Aufsätze, Vorträge, Rezensionen und Beiträge zur 
bildnerischen Formlehre, Reclam Verlag, Leipzig, 1991, p. 70.
12 En el mismo sentido se dice en el § 35 que la representación por la que 
es dado un objeto exige la concordancia de dos fuerzas representacionales: 
“la de la imaginación (para la intuición y composición de lo múltiple de ésta) 
y la del entendimiento (para el concepto como representación de la unidad 
de esta composición)”.
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La imaginación se entiende aquí como la facultad de “composición 
de lo múltiple de la intuición”13. El contexto alude inequívoca-
mente a su función dentro del conocimiento teórico, el cual es el 
único modo de representación de los objetos que vale para todos 
los hombres. En otras palabras, gracias a la naturaleza trascenden-
tal de la imaginación, cualquier sujeto humano que se enfrente a 
cualquier objeto, bello o no, no percibe una mera yuxtaposición 
caótica de datos sensibles, sino una composición de los mismos. 
Así, pues, la imaginación, en tanto que facultad de composición 
de lo múltiple, es común a todo juicio, sea teórico o de gusto. Pero 
precisamente gracias a que es común a ambos, puede transferir al 
segundo la universal comunicabilidad propia del primero, puesto 
que el conocimiento es “el único modo de representación que vale 
para cada cual”14.
De esta manera, la principal diferencia entre un juicio de conoci-
miento y un juicio de gusto no reside entonces, al menos en primera 
instancia, en que los contenidos o las funciones de la imaginación 
sean distintos en uno y otro caso, sino en el tipo de relación entre 
una misma imaginación y la facultad de los conceptos. A diferencia 
de lo que ocurre en un juicio de conocimiento, para declarar bello a 
un objeto el juicio de gusto no necesita responder a la pregunta de 
qué sea la composición ofrecida por la imaginación, lo que implica-
ría reducirla a la unidad de un concepto determinado. Por decirlo 
de alguna manera, el entendimiento no se ve “perturbado” por tal 
composición, ni impelido a buscar conceptos determinados para 
ella. Tan sólo le basta reconocer que tal composición no repugna 
13 Si nos remitiéramos a una comparación con la doctrina desarrollada en 
la Crítica de la razón pura, salta a la vista que aquí no se alude a la imaginación 
en tanto que productora de esquemas que hacen posible la relación entre in-
tuiciones y conceptos. Tampoco se alude a la triple síntesis (de aprehensión 
en la intuición, de reproducción en la imaginación y de reconocimiento en el 
concepto) que deben sufrir los contenidos intuitivos para ser materia apta de 
conocimiento. No obstante, podría pensarse que la función de “composición”, 
atribuida aquí a la imaginación, condensa los resultados de la triple síntesis, si 
bien esta vez no con miras a su subsunción bajo un concepto determinado.
14 “Mas nada puede ser universalmente comunicado (allgemein mitgeteilt)
sino el conocimiento, y la representación, en la medida que pertenezca al 
conocimiento. Pues sólo en esta medida ella es objetiva, y tiene sólo por esto 
un punto universal de referencia con que es forzada a concordar la fuerza 
representacional de todos (CJ, § 9, b 27).
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con su función de unidad conceptual. En ese sentido se afirma que 
tal representación (o composición) pone a la imaginación que la ha 
producido en un estado de libre juego con el entendimiento. Pero 
si además se dice de dicho estado que es “comunicable” –es decir, 
que legítimamente

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