Logo Studenta

Diário de uma Mente em Chamas

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Diario de una mente en llamas
Ana Marcela Albores 
“Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o
parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su
transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico,
mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por
escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos
puede constituir un delito contra la propiedad intelectual”.
Primera edición: octubre de 2020
Instagram
@anamarcelaalbores
Es dentro de ella misma donde encontrará la fortaleza que necesita.
Tyler Knott Gregson
Para mi papá, quien me enseñó a enamorarme de los libros y nunca dejó de
creer en mí, incluso cuando nadie más lo hizo.
Índice de contenido
Prólogo
Nota de la autora:
Uno
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
Prólogo 
Este libro es mi diario gritando a golpe de pulmón, mis pensamientos más
íntimos y profundos saliendo a la luz. Estoy desnuda, expuesta y
vulnerable, revelando mis más oscuros secretos. Anna Frank vivió el
Holocausto, Susanna Kaysen fue internada en un hospital psiquiátrico en
los años 60, Elizabeth Wurtzel dedica su libro a la crítica de las medicinas
psiquiátricas en su época. Pareciera ser que grandes escritoras se respaldan
en la experiencia de algún acontecimiento trascendental que ha impactado a
la sociedad. En mi caso no hay eventos históricos extraordinarios que hayan
marcado mi vida vehementemente; la guerra ha sucedido en mi interior,
lucho contra el estigma a las enfermedades mentales en la actualidad. 
Tengo 24 años, empecé a ir a terapia a mis 12 años, llevo la mitad de mi
vida con distintos doctores, psiquiatras, psicólogos y medicamentos. De
verdad me pregunto si hay alguna cura para mi depresión, para la
infelicidad que sigue infiltrándose en mi vida, me pregunto si es la batalla
que voy a tener que luchar por el resto de mi vida, y no puedo evitar pensar
que no va a valer la pena. Me pregunto que es peor: llegar a mi vejez con
esta calidad de vida, leyendo frases de que el sol siempre sale en las
mañanas y después de la lluvia salen arcoíris, o morir joven antes que los
años arrebaten mi belleza también. La depresión ha arruinado mi vida y
tengo miedo que también sea la razón por la cual termine prematuramente.
Ser llamado “loco” crea prejuicios que hacen a las personas repeler la
ayuda terapéutica. Es por lo que probablemente muchas personas verán este
libro en una librería y le sacarán la vuelta. La mayoría cree que la depresión
o el suicidio no suceden en la vida real, solo en las películas y en el drama
de las telenovelas. No saben lo que sus amigos o hijos hacen dentro de sus
habitaciones cuando hace frío y están solos en medio de la oscuridad, no
escuchan a sus hijas llorar en la regadera, ni se preguntan por qué la niña
callada de su salón siempre usa manga larga. Muchos no saben que esos
parientes lejanos que ven cada navidad toman antidepresivos todas las
noches, o que aquel compañero de prepa no murió realmente por un
accidente automovilístico, sino que dirigió su carro directamente hacia una
pared de concreto yendo a 200 kilómetros por hora porque estaba harto de
vivir. El resto del grupo no sabe que el compañero que dice estar de
vacaciones o en semestre sabático, realmente está internado en un hospital
psiquiátrico por haberse tomado una sobredosis de ansiolíticos. Nadie habla
de esas cosas. Son secretos que la gente guarda, y que esperan que nadie
nunca se entere, porque el estigma de las enfermedades mentales, y el
prejuicio de las personas ignorantes, muchas veces duelen más que la
enfermedad en sí. Debido a esto, sé que revelar esta información creará
controversias. Incluso antes de ser publicado este libro, distintas personas
intentaron cambiar su esencia, queriendo censurar o alterar el contenido por
ser muy “duro” y “crudo” para los lectores. Otros más interesados en mi
bienestar mostraron resistencia debido al miedo de que la sociedad
ignorante y convencional en la que vivimos intentara lastimarme usando mi
propia historia en mi contra. Al principio tenía miedo de formar tantas olas,
de incomodar, de salir de la caja prediseñada en la cual deberíamos
mantenernos, pero me di cuenta de que el arte no debe ser bonito, el arte se
trata de expresar de la mejor manera posible las emociones y los
sentimientos más profundos. El despertar emociones en extraños a través de
palabras escritas en papel es prueba de la magia de la que somos capaces
los seres humanos. Una vez leí que la historia de cómo logramos superar
nuestras adversidades algún día se convertirá en la guía de supervivencia y
superación de alguien más. Espero que con este libro cambie la vida de,
aunque sea una persona, con eso todo habrá valido la pena. Estoy segura de
que alguien va a bajar esa navaja, alguien va a levantarse de esa taza de
baño, alguien va a ir con su hija que se encuentra en un estado depresivo a
ofrecerle toda la ayuda que pueda, alguien va a pensar dos veces antes de
tratar mal a otra persona, y una muchachita de dieciséis años que quiere
ahogar sus penas va a bajar esa botella de tequila. Tal vez alguien deje las
pastillas o la pistola a un lado, y decida conseguir ayuda. Quizá logre tener
la fuerza y motivación necesaria para luchar. Tal vez pueda prender esa vela
de esperanza que todos deberíamos tener prendida, pero que el tiempo y la
amargura van apagando gradualmente. Con prender una vela es suficiente,
porque el fuego se expande: una vela prende otras. Aunque solo tengo un
cerillo, sé que puedo iluminar hasta la noche más oscura de todas. Sé que
alguien puede tomarla como la gota de esperanza que tanto anhela, o como
un ejemplo de que la vida puede doler, pero no destruir, y eso es razón
suficiente para crear un tsunami. No me importa lo que la gente vaya a
pensar, no voy a disculparme por romper barreras sociales, porque alguien
debe hacerlo. Algunas veces si queremos hacer un cambio tenemos que
hacer mucho ruido para lograr ser escuchados. Es tanto una carga como una
bendición el tener una mente en llamas.
Nota de la autora:
Creo que es muy importante recalcar que todo lo narrado en este libro es
totalmente cierto en mi versión de la realidad. La narración de los hechos
aparece a través de mi interpretación de los mismos, y los sentimientos son
descritos tal y como fueron sentidos. La realidad es subjetiva, pero fue mi
realidad en cuestiones de pensamientos, emociones y observaciones,
cuestiones que no funcionan a través de la lógica, sino a través de nuestra
propia interpretación de los hechos. Tal interpretación tiene el poder de
consolarnos, lastimarnos, o incluso destruirnos. Nuestro mundo entero gira
alrededor de dicha interpretación. ¿Acaso no es esta la realidad en sí?
Uno
Las emociones no expresadas nunca morirán. 
Están enterradas vivas y saldrán más tarde de peores maneras.
Sigmund Freud
Nadie nunca imagina que así es como se desenvolverá su futuro. Cuando
eres una niña pequeña, sueñas con crecer y tal vez ser una bailarina, una
veterinaria, tener una familia, un carro lindo, tal vez hasta viajar a la luna.
Nadie nunca piensa en ser una bulímica en recuperación, o una suicida con
cicatrices en sus muñecas. No imaginas que en unos años vas a tomarte un
bote de ansiolíticos con lágrimas en los ojos, suplicándole a un Dios en el
que tal vez ni siquiera crees, que el dolor termine:“Dios por favor no dejes
que me ahogue, por favor sálvame, no me abandones, soy muy joven para
dormir eternamente...”. Tampoco creo que haya pasado por la mente de mis
padres cuando me cargaron en sus brazos por primera vez, o me cantaron
mi primera canción de cuna. Yo era su preciosa princesa llena de promesas
y un futuro brillante, al menos eso parecía. Mis papás me contaron que fui
una bebé hermosa, que todo el tiempo los paraban en las calles y en cada
lugar para admirarme. Supongo que ellos también creían eso. Cuando crecí,
fui la típica niña aplicada y entusiasta. Tengo tantas medallas de la mejor
lectoradel salón, ganaba todos los concursos de spelling bee, tenía el
promedio más alto de mi clase, y ganaba medallas en cualquier deporte en
el que estaba, taekwondo, gimnasia. Era la adoración de todos los maestros,
el sueño de cualquier padre. 
Era una niña muy feliz, o bueno, eso pensaba en ese momento. 
Nunca te das cuenta de lo horrible que fue tu infancia hasta que te has
convertido en un adulto afectado. Supongo que sí es cierto lo que dicen: es
más fácil construir correctamente a un hijo que reparar a un adulto. A
simple vista mi infancia fue buena, no tuvimos mucho dinero, pero a un
niño ese tipo de cosas no le importan. Era hiperactiva, escalaba árboles,
jugaba con carritos y con Barbies, estaba llena de vida, energía y esperanza.
No veía lo malo que estaba sucediendo. No veía cómo el mundo a mi
alrededor se colapsaba, lo enferma que estaba mi abuela, lo afectado que
estaba el matrimonio de mis papás, o los problemas económicos en mi casa.
Todo estaba mal, pero yo no lo veía. Me tomó años de terapia darme cuenta
de cuánto mi infancia afectó mi salud mental, de cuánto me enfermó. No
estoy tratando de culpar a mis papás de todo y pretender que no tengo
responsabilidad alguna, como si no tuviera más que aceptarlo. Mi infancia
tuvo partes brillantes y partes oscuras, y ellos fueron parte de ambas.
Cuando yo tenía cuatro años mi familia estaba estancada en deudas y
carencias de todo tipo. Mi papá solo consiguió trabajo en otra ciudad y tuvo
que dejarnos para poder generar un tipo de ingreso. Nunca lo veía mas que
cuando venía a visitarnos algunos fines de semana, pero siempre en un
tiempo limitado porque tenía que volver a trabajar. Se escucha como un
hecho simple con una explicación simple que no tendría que afectar a nadie,
pero, ¿cómo le explicas a una niña de cuatro años que su papá se tiene que
ir? Como dijo Carlos Ruiz Zafón: “Una de las trampas de la infancia es
que no hace falta comprender algo para sentirlo. Para cuando la razón es
capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado
profundas”. En mi mente lo sucedido fue un abandono. No podía entender
por qué mi papá quería verme unos días y otros no, me ponía a pensar en lo
que había hecho mal: “¿Por qué me dejas? No te vayas papi. Puedo vender
mis juguetes, y no voy a pedir tantas cosas, no tenemos que gastar tanto.
Por favor, quédate un ratito más, no importa el dinero, por favor no te
vayas. Te necesito aquí conmigo. Me voy a comer todas mis verduras, le voy
a echar ganas a la escuela, de verdad voy a recoger todos mis juguetes. Voy
a hacer todo lo necesario. ¿No puedes ver cuánto te necesito? Hago lo que
sea, por favor no me dejes, estoy sola, quiero a mi papá conmigo”. Sentí
eso tantas veces, pero nunca tuve la claridad para decirlo. De cierta manera
parece que mi papá rompió mi corazón mucho antes que cualquier hombre
tuviera la oportunidad de hacerlo. Su regreso a mis cinco años no hizo
mucha diferencia, el sentimiento de abandono ya había empezado a
formarse. No tengo tantos recuerdos de mi infancia con mi papá y los que
tengo son muy breves, pero son positivos. Siempre se aseguraba de hacerme
sentir especial y querida. 
La situación con mi mamá no fue tan afectuosa. Se podría decir que ella
estuvo presente pero sus propias guerras internas la hacían ser indiferente
conmigo. Mientras la ausencia de mi papá fue física, la de ella fue mental y
emocional. Una ignorancia de mi existencia, aunque estuviera al lado de
ella suplicándole que jugara conmigo un rato. Lo que muchos no
comprenden es que los niños no dirán: “Tuve un mal día y me siento solo,
¿podemos hablar?”. En lugar de eso dirán: “¿Puedes venir a jugar
conmigo?”. Entonces cuando la mayoría de las veces la respuesta es un
“no”, las cicatrices de negligencia materna comienzan a formarse:
“Estamos hablando entre adultos, por favor vete, no me necesitas para
todo, yo nunca le pedí a mi mamá que jugara conmigo, etc., etc., etc.”. Ese
tipo de comentarios me hacían sentir culpable por necesitar a mi mamá,
aunque supongo que mi abuela la necesitaba más que yo, ya que cuando yo
tenía cinco años ella murió. La verdad es que no sentí nada, es difícil
encariñarte con la versión decadente y muerta de tu abuela. Lo único que
recuerdo de ella es gritos y regaños, no había mucho que extrañar. Sin
embargo, a mi mamá sí le afectó demasiado, por consecuencia, me afectó a
mí. Se encerraba a llorar pensando que no me daba cuenta, caía en
depresiones, se aislaba de todos y se olvidaba completamente de su rol
como mamá. Quedó tan enganchada en su papel de hija abandonada que no
se dio cuenta que me estaba causando el mismo efecto. Yo estaba muy
pequeña, quizá ella debió haber lidiado con la situación de una manera
distinta. No debió haberme excluido, no debió haberme hecho sentir como
si fuera un estorbo. La escuchaba llorar, la vi desmoronarse y opacarse poco
a poco. Ella solo vio su propio sufrimiento independientemente de cómo me
estaba afectando a mí, a los demás, hábito que yo reiteraría más tarde en mi
vida: un papá ausente, una mamá apenas sobreviviendo, una abuela
enterrada y una hermana de un año. Yo estaba sola; real e indiscutiblemente
sola. 
Supongo que tenía a mi prima, pero esa relación causó más daño que
ayuda desde que comenzó. Jugaba con ella, éramos más o menos de la
misma edad -ella tres años mayor- pero parecía que su misión era quitarme
todo lo que me hacía ser yo. Se estaba adueñando de los ojos de mi madre.
La felicidad e hiperactividad que yo expedía ante sus ojos y a los de todos
en mi familia eran inconvenientes, por tanto ruido que causaban debían ser
apagados. Mi manera positiva de ser no encajaba en esa familia. Supongo
que por eso comenzó a desvanecerse tan pronto. Aparte de eso, siempre
tuve cierta envidia hacia ella. Sabía dentro de mí, desde muy temprana
edad, que mi mamá hubiera preferido que ella fuera su hija en lugar de mí.
Una escena que tengo muy grabada es de un día en el que yo tenía seis
años. Íbamos a ir a un parque temático, Plaza Sésamo, la imitación barata
de Disney que tenemos en México. Ese día yo estaba vestida con una blusa
rosa o azul, no recuerdo bien. El color no es relevante, lo que sí es relevante
es que mi prima tenía una camisa de Bob Esponja y mi mamá también.
Íbamos la mamá de mi prima, mi primo, mi mamá y yo en el carro. Estaba
muy emocionada, amaba ir a ese parque, era una niña feliz, disfrutaba todo.
Pero en el camino, en el carro, a mi mamá se le ocurre decir: “Miren C está
vestida igual que yo, es como si fuera mi hija”. En el momento en el que mi
mamá dijo eso sentí una daga enterrada en mi corazoncito de seis años:
“Pero yo soy tu hija, mami, no ella, aunque no tenga la camisa de Bob
Esponja, mami, yo también puedo usar una”. Una vez más, lo pensé, pero
no lo dije. Después de eso, cuando llegamos a mi lugar favorito, por el que
esperaba con tantas ansias, empecé a llorar. No podía explicar por qué, yo sí
sabía por qué, pero si le decía a mi mamá iba a decir lo mismo que siempre
decía: “No seas exagerada, estás arruinando todo, te traigo hasta acá y
siempre encuentras una manera de arruinarlo, déjame disfrutar, estar con
mi familia”. Ya lo escuchaba en mi mente, perfectamente. Sería una
hipocresía de mi parte decir que ya no pienso así. Por más terapias
familiares que hemos tenido, y por más psicólogos y psiquiatras que he
visto, sigo pensando que mi mamá hubiera preferido que ella fuera su hija.
Supongo que, porque son muy parecidas, ambas son personas serias que
fueron obligadas a madurar antes de tiempo a causa de situaciones fuera de
su control. Todo eso lo tuve guardado, hasta que ya no pude contenerlo más.
No solo hablaba de ella constantemente, sino que comenzó a incluirla en las
vacaciones familiares, destinadas a ser para mis papás, mi hermana y yo:
“¿La familia que tenía no le bastaba? ¿Era un sacrificio tan grande salir
con tus hijas y tu esposo que tenías que llevar a tu hija deseada?”. Esos
viajes eran las únicas veces que podíamos estar todos juntos, las únicas
veces que mi papáno estaba en el trabajo o encerrado en su oficina, y ella
lo echó a perder. Unos años después, nuestras próximas vacaciones
familiares fueron ir a Disney, el lugar más feliz del mundo. Íbamos mi
mamá, mi papá, mi hermana, mi prima y yo. También tuvo que agregarla a
esas vacaciones, como si no pudiera estar sola con su familia si no estaba
ella, como si hiciera todo su esfuerzo por integrarla a nuestra familia. 
Cuando cumplí once años mi papá consiguió un trabajo en otra ciudad, a
una hora de la nuestra. Intentaba visitarnos lo más que podía, pero aún los
días que llegaba, estaba tan cansado que solo comía y dormía. Mi hermana
era muy pequeña y mi mamá y yo discutíamos casi todos los días.
Eventualmente aprendí que a nadie le importaba lo que yo sentía y que estar
sola era la única alternativa que tenía. Llegó un punto en el que jugaba
juegos de mesa sola. Hacía unas fichas, una que decía mamá, una que decía
papá, otra Mariana (mi hermana), y otra yo. Y jugaba por nosotros y en mi
mente estábamos jugando muy bien, éramos una familia feliz. No había
exclusión, no había peleas, éramos una familia normal y feliz jugando un
juego de mesa. Es todo lo que quería. Un día confronté a mi mamá por su
preferencia hacia mi prima. Claro que negó todo, hasta que me tenía
gritando y llorando y por fin admitió que era verdad, que sí se sentía más
identificada con mi prima porque tuvieron vidas parecidas, que ellas
“sabían lo que era tener una vida difícil”, “tú tienes una vida de cuento de
hadas”. Como si yo no supiera lo que es una vida difícil… ¿Problemas
económicos? ¿Esa era su idea de vida difícil?
A esa edad había empezado con autolesiones, padecía de bulimia y
depresiones, pero como nuestra situación económica mejoró, todos esos
problemas eran meras debilidades ante sus ojos. Este tipo de cosas hacen
que me pregunte si mis papás crearon más heridas de las que realmente me
curaron. Tal vez las cosas fueron peores o mejores de las que yo recuerdo,
algunos psicólogos afirman que ningún recuerdo que tenemos es real, sino
que cada vez que recordamos, nuestro cerebro inconscientemente modifica
información. Pero lo importante no es lo que pasó, lo importante es cómo
yo lo percibí, y cómo me afectó. Mi verdad es mía y de nadie más. Pero
como dije antes, tenía el promedio más alto de mis clases, todos los
maestros me amaban, las mamás de mis amigas me adoraban, tenía el
mundo a mis pies. Mis papás pensaban lo mismo supongo, hasta que todo
se echó a perder. No puedo evitar pensar que los decepcioné, que me
convertí en un problema, en lugar de su hija.
DOS
Sé lo que es querer morir. Cómo duele sonreír. Cómo tratas de encajar, pero
no puedes. Cómo te lastimas en el exterior para tratar de matar la cosa de
adentro.
Susanna Kaysen
Cuando cumplí once años empecé a echarme a perder. Mis demonios
internos se volvieron tan poderosos que les ganaron a mis angelitos de la
guarda y mi radiante forma de ser comenzó a perder su brillo. Fue cuando
empecé a darme cuenta que mi problema era real, aunque nadie me creía.
Mi tristeza fue ignorada por tanto tiempo que se convirtió en enojo.
Entonces decidieron que estaba loca y necesitaba ayuda. Mis papás me
decían que me comportaba como una niña, pero ¿cómo sabrían? Ninguno
de los dos estuvo cerca de mí cuando era una niña. Creo que eso es algo que
nunca pude perdonar al cien por ciento, porque no puedo evitar pensar que,
si hubieran actuado antes, o me hubieran creído cuando les decía que estaba
enferma, tal vez no hubiera llegado a los límites a los cuales llegué. 
Empecé a tener arranques de enojo, cambios de humor intensos, ataques
de pánico y depresiones horribles. Síntomas que mis papás subestimaban:
“Es porque está entrando en la pubertad”. “Solo quiere llamar la atención,
no hay que dejar que nos manipule”. Esa reacción fue la que empeoró todo.
Como mencioné al principio del libro, el estigma y el prejuicio de las
enfermedades mentales muchas veces duele más que la enfermedad en sí.
Me sentía sola. 
Siempre fui muy reservada en la escuela, no era de las que socializaban
con los demás y mi hermana era muy pequeña así que no quería cargarla
con mis problemas. Sí tenía amigos, pero así es siempre, tienes a tu familia,
a tus amigos que te dicen que cualquier cosa estarán ahí y que siempre te
van a apoyar, pero no lo dicen en serio. Tal vez la primera vez van por ti a
levantarte de tu cama, tal vez dos veces, pero la gente se harta de la tristeza
de los demás. La gente quería a la Ana Marcela feliz que contaba chistes, se
reía y hacía travesuras, no a la que lloraba en su cama pensando en qué
manera era más eficiente para suicidarse. Así que las autolesiones
comenzaron a parecer como una buena manera de extraer mis emociones
intensas, con cada corte un monstruo emergía fuera de mi cuerpo hacia el
exterior. Recuerdo la primera vez que lo hice. Fue después de una discusión
fuerte con mi mamá. Grité hasta que saqué todo lo que mi garganta me
permitió, pero no fue suficiente. Azoté la puerta con todas mis fuerzas y me
senté en el piso a llorar. Me sentía tan frágil y pequeña, ahí sentada
abrazando mis piernas y repitiendo en mi cabeza que todo iba a estar bien.
Pero no importaba cuánto lo repitiera, ya era muy tarde. Los demonios ya
iban avanzando en su proceso de succionar cualquier tipo de esperanza que
pudiera formular esa mini yo de once años. Porque así son los demonios
internos, son tercos, pelean con fuego y despiadadamente, y me encontré a
mí misma preguntándome dónde podía escapar, para alejarme de ellos. Era
una niña de once años, aterrada por lo que esas indomables bestias eran
capaces de hacer. Así que pensé que si cortaba lo suficientemente profundo
podría destruirlos o por lo menos lastimarlos como ellos me estaban
lastimando a mí, o en el peor de los casos tal vez concentrarme en ese dolor,
que iba a distraerlos y se iban a dormir y dejarme sola. También pensé que
quizá con los brazos llenos de heridas mis papás se darían cuenta del dolor
que sentía. Posiblemente enseñándoles con sangre en mis brazos podrían
darse cuenta de la criatura aterradora que se estaba apoderando de su hija. 
Fue muy gradual, empecé con sacapuntas y lapiceros con punta fina.
Luego avancé de nivel, comencé a usar rastrillos y cuchillos de cocina.
Hasta que eventualmente terminé con navajas, cuchillos y encendedores.
Pero lo peor es que nadie se daba cuenta. ¿Cuál era el punto de llorar si
nadie escuchaba? Usaba manga corta para que se notara, para que ellos
vieran, pero nunca se les ocurrió voltear a ver mis muñecas. Estaban justo
ahí, vivíamos juntos, pensé que yo les importaría lo suficiente como para
notar que algo estaba mal. Intentaba gritar pero parecía que mi cabeza
estaba debajo del agua, volviendo mis gritos imperceptibles. Hasta que un
día, en medio de una discusión, les enseñé mi brazo, y les grité: “¿Ven lo
que me están haciendo? ¿Cómo pueden ser tan ciegos y estúpidos?”. No
entendía cómo podían actuar como si todo estuviera bien. Estaba gritando
pidiendo ayuda, atravesando mi piel con cuchillos y navajas y aún así no
era suficiente para que me voltearan a ver. Necesitaba la ayuda de mis
papás, de mis amigas, de quien sea, necesitaba ayuda porque tenía once
años, y la oscuridad dentro de mi cabeza era demasiado para mí. Me
preguntaba constantemente si alguien me escuchaba cuando lloraba. Mis
ojos seguían brillando, como cuando era pequeña, pero en lugar de brillar
por esperanza y felicidad brillaban por las lágrimas, esas que luchaba tanto
por contener. Mi único amigo era mi perrito Oliver, era el único que nunca
me iba a abandonar y estaba conmigo incluso en mis días más oscuros. Era
una niña o adolescente, como quieran llamarlo, solitaria. Era una niña que
necesitaba ayuda y no la recibió a tiempo. 
Lo más triste es que ese hábito de autolesionarme fue de los que nunca
realmente pude vencer. Tomó diferentes formas, pero siempre estuvo ahí.
Duró hasta mis veintiún años. Llegué a un punto en el que alcancé una
pérdida de la realidad tan intensa, que entraba en trancesen los que cortaba
y simultáneamente gritaba mi típico autolenguaje: “Estás gorda, estás muy
fea, nadie te quiere”. Como si de alguna forma estuviera autocastigándome,
pero no era yo, sentía que alguien más estaba en control de mi mano,
alguien más estaba gritando, no era yo, yo era una niña de once años que
tenía de los promedios más altos de su generación y era suficientemente
inteligente para entender que era imposible que alguien más estuviera
controlando mi cuerpo, pero así lo sentía. Como si esos demonios se
hubieran multiplicado y mis angelitos de la guarda hubieran muerto. Con
cada cortada un pedazo más de mí moría, y me encontraba más alejada de
mí misma. Me pregunto qué pensaba la gente cuando veía esas cortadas en
mis muñecas. ¿Se asustaban? ¿Se ponían tristes? ¿O tal vez, sentían
lástima? Me gustaría saber si pensaban que era una psicópata y sentían
miedo que de cierta manera les contagiara mi locura, o si sentían lástima y
querían ayudarme, pero simplemente no sabían cómo. Probablemente
ambas cosas. Pero las expresiones siempre eran las mismas. Había una
pequeña microexpresión de sorpresa, luego un semblante serio y con miedo,
con ganas de decir algo, pero sin saber cómo decirlo. Algunas veces lo
mencionaban, pero la mayoría de las veces decidían fingir que no vieron
nada. Porque si nunca han sido sus muñecas cortadas en pedazos por su
autoestima destrozada y sus pensamientos consumiendo cada gramo de
esperanza que tienen, entonces no pueden posiblemente imaginar lo que
pasaba dentro de mi cabeza. Pero siempre hay un cambio en su mirada. Es
difícil cuando hasta tus seres queridos empiezan a verte diferente. Es como
si esa lástima en su mirada nunca fuera a desaparecer. Las cortadas solo se
ponían peor cada día, pero increíblemente, mis papás seguían sin darse
cuenta de que algo estaba realmente mal con su hija. Estaban en negación
total, como si tuvieran los ojos cerrados, cosidos, y la única manera de
abrirlos era con navajas. Yo sabía que si seguía con esto iba a tener más
cicatrices que piel, pero no me importaba.
Sé que mis peleas con mi mamá y mis problemas afectaron mucho a su
matrimonio. Supongo que era mucha presión, mi mamá no sabía qué hacer
y descargaba su enojo en mí. Las discusiones cada vez se volvían más
fuertes. Había alcanzado un nivel de odio y rencor tan alto que realmente
consideraba dañarla si lastimaba a mi hermana como me había lastimado a
mí. No iba a permitir que la afectara de la misma manera. Poco después,
comencé a tener depresiones que luego formarían parte crucial de mi vida.
Después de una pelea tan fuerte que decir que los resultados fueron
catastróficos es una atenuación, mis papás decidieron llevarme con el
doctor Leonel. El peor psiquiatra que he conocido en mi vida y vaya que he
conocido unos bastante mediocres por falta de una mejor palabra. La
primera vez que fui con él, habló conmigo 45 minutos, y decidió que debía
tomar Lexapro y Lexotan, es decir, un antidepresivo y un ansiolítico.
¿Cómo conoces lo suficiente de una persona para medicarla en menos de
una hora? ¿Puede hacerse un diagnóstico basándose en una sesión con
alguien que acabas de conocer? ¿Doce años no es una edad muy temprana
como para empezar con drogas legales? Desde un principio tuve claro,
incluso a través de los remolinos emocionales y las nieblas de mis
recuerdos distorsionados, que no le importaba ni un poco mi bienestar
emocional. Según él era la decisión correcta y según mis papás, también.
Eso solamente empeoró todo. Ya no solo me cortaba, sino que empecé con
problemas de bulimia. Después de las pastillas, todo se puso peor. Empecé a
sentir ataques de pánico más graves de los que había sentido. Pero no me
creían, porque el doctor les dijo: “No tiene nada, solo es una niña chiflada
que hace un escándalo cuando no obtiene lo que quiere”. Mis papás
decidieron creerle a él, en lugar de a mí. Una vez me escapé de mi casa
saltando del carro en movimiento porque no aguantaba estar con ellos ahí,
gritándome. Desaparecí todo ese día. Eventualmente regresé a mi casa, pero
mis papás no me creían, el doctor decía que estaba loca, entonces ellos
también. Nunca me había sentido peor en mi vida. Pensé que de cierta
manera tenían que creerme, eran mis papás después de todo. Así que tomé
veinte pastillas del ansiolítico que me habían recetado y me dormí. No fue
un intento suicida, si lo hubiera sido hubiera tomado todo el bote. Solo
necesitaba dormir y descansar. Necesitaba tener un momento de paz, callar
los pensamientos de cualquier manera posible. Bueno, eso es lo que me
decía a mí misma, pero realmente era para demostrarles a mis papás que lo
que yo sentía era real. Era como si mi niña interior estuviera pidiendo ayuda
a gritos, y no la podían escuchar. Antes de tomar el Lexotan, escribí un post
it que puse a lado de mi cama, especificando cuántas pastillas tomé y a qué
hora, en caso de que algo saliera mal, para que los doctores supieran qué
hacer. Además, una carta que decía: “¿Ya me toman en serio?”. Ya que me
tomé las pastillas después de haber tenido una pelea enorme con ellos,
cuando dijeron lo que yo más odiaba escuchar: “Está actuando así por la
edad”. Repito, no fue un intento suicida, fue una llamada de atención, fue
un intento de hacer que mis papás abrieran los ojos. La verdad no recuerdo
nada de lo que pasó después, solo recuerdo haber dormido cuatro días
seguidos. No fue un suicidio, pero prefería que pensaran que lo fue porque
si no abrían los ojos pronto, yo nunca más volvería a abrir los míos. El
doctor Leonel dijo que era una manipuladora y quería tenerlos amarrados, si
ya creían eso, pues entonces decidí darle honor al título que me dio y
ponerme a manipular. Ya creían eso de todas formas entonces ¿por qué no
intentarlo?, ¿por qué no darles una lección? Se la merecían. Por no haberme
creído. Por obligarme a ir con ese hombre que yo despreciaba. Recuerdo
que poco antes de las pastillas le dije a mi papá: “No quiero ir con el doctor
Leonel, no me cae bien y no me ayuda”. Y él, como todo buen padre
ignorante perteneciente a la generación X respondió: “No tiene que caerte
bien, es un doctor, solo ve y dile tus problemas y que te dé tus medicinas”.
Esa respuesta me dolió de manera indescriptible. Ya no podía más, me
sentía perdida, sin esperanza, y más que nada, me sentía sola. Perdí
credibilidad, es como si una vez que te ponen la etiqueta de enferma mental
todo lo que dices es cuestionable. Una vez que te declaran loca todos
piensan dos veces antes de creer cualquier cosa que salga de tu boca. Lo
esperaba del resto del mundo, pero no de mi familia. 
Después de ese incidente, decidieron por fin escucharme y dejaron de
llevarme con el doctor Leonel. Dejé de tomar medicamentos y me sentí yo
otra vez, por lo menos por un tiempo. Ya tenía trece años. Aún me cortaba,
aún tenía depresiones, aún tenía bulimia, pero había más tranquilidad, si es
que así se puede llamar, porque nada de mi adolescencia alguna vez fue
tranquilo. Fue como si mis demonios internos hubieran tomado un
descanso, hubo un punto en el que realmente pensé que lo peor estaba atrás
y que ahora solo venía mejoría. No podía haber estado más equivocada. No
estaban para nada dormidos, mucho menos muertos. Estaban preparándose,
planeando cómo destruirme de una vez por todas. Lo sé porque a partir de
mis quince años, me atacaron con todo lo que tenían.
TRES
Si te dicen que murió de píldoras para dormir, debes saber que murió de un
dolor desgastante, de un sangrado lento en el alma.
Clifford Odets
Hay algo llamado burn-out o síndrome del cuidador. Es un fenómeno que se
da en cualquier empleo en el cual la persona es obligada a trabajar de una
manera intensa sin suficiente descanso. Es un agotamiento físico y mental
tan fuerte que acaba afectando el comportamiento. Es común encontrarlo en
familiares de personas que padecen Alzheimer, cáncer, retraso mental, o
cualquier enfermedad crónica que conlleve déficits cognitivos o físicos
graves y requiera cuidados de tiempo completo. Seguramente debe ser
extenuantetener que cuidar al familiar enfermo y sentir esa obligación
moral por el hecho de compartir la misma sangre. Supongo que algo similar
ocurre con las enfermedades mentales. Tener un familiar, una hija, un papá
o hermana con alguna enfermedad mental grave debe ser agotador. Tener
que cuidar lo que se dice todo el tiempo, soportar berrinches, gritos y
arranques de enojo. Se crea cierto rencor y enojo hacia el enfermo, lo que
conlleva a una culpabilidad por despreciar a la persona inocente que es
víctima de una enfermedad. Partiendo de este razonamiento sería lógico
pensar que cuando la persona enferma muere hay un sentimiento de alivio y
libertad en los cuidadores. Estoy consciente de que se escucha cruel y
sádico, pero no es una suposición tan descabellada si se piensa
detenidamente. Ya no habrá necesidad de recordarle a su mamá quienes son
cada cinco minutos, ni de cambiar el pañal de su hijo de treinta años... Por
fin van a tener la libertad de dedicar su atención y energía a ellos mismos.
Su vida ya no se tratará de cuidar al enfermo sino a ellos mismos. Atender
su tan abandonada salud propia y poder hacer todo lo que, por ser el
familiar de un enfermo, no podían. 
Eso es lo que yo creía que pasaba por la mente de mis papás, aunque me
quieran demasiado para admitirlo. Pero lo podía notar, podía darme cuenta
de lo cansados que estaban. Frustrados por tener una hija enferma en lugar
de la hija normal que siempre quisieron y de tener que dedicarle tanta
atención para asegurarse que no hiciera otra tontería como tomar una
sobredosis o lastimarse. Cansados de desvelarse buscando soluciones en
internet para el problema que llamaban “hija”. Hartos de pensar que yo era
un modelo defectuoso, una bomba que estallaría en cualquier momento y
destruiría todo a su paso. Exhaustos de cuidarme como si estuviera hecha de
cristal, ya que así de frágil me sentía. En ese tiempo no sabía que realmente
estaba hecha de acero y que superaría todo lo que la vida me arrojara. Ojalá
alguien me lo hubiera dicho en ese tiempo. Tal vez lo hicieron, pero no
recuerdo haberlo creído, no recuerdo haber tenido esperanza alguna vez. 
Mis papás, mi hermanita, todos en mi familia merecían más de lo que yo
podía proporcionarles. Quería que supieran que todo lo bueno que hice
alguna vez fue por ser parte de esa hermosa familia. Quería que lograran
todo lo que ser mi familia les impidió. Quería que tuvieran una vida feliz y
tranquila sin tener que preocuparse por mí todo el tiempo. Sin tener que
cargar con el peso de una hija con una enfermedad mental que
probablemente nunca se curaría. Quería que supieran que estaba muy
agradecida por todo lo que habían hecho por mí y por eso mismo me
rehusaba a convertir sus vidas en un estado constante de preocupación. Yo
no valía el dolor que causaba, era una carga muy pesada que no era su
responsabilidad. Recé por mucho tiempo, pero parecía que nadie me
escuchaba. No había respuesta, no había cambios. Así que decidí rezar más
y más seguido, decidí rezar lo más que pude, pero todo permanecía igual.
Entonces llegué a pensar que tal vez el problema no era que no estuviera
rezando lo suficiente, sino que nadie estaba escuchando. Estaba sola y
perdida. Todos a mi alrededor se veían tan felices, reían y bromeaban,
mientras que yo ni siquiera podía sonreír. No sé cómo explicarlo, era como
si estuviera ahogándome y gritando mientras todos estaban tranquilos,
respirando, viviendo sin siquiera notar que en cualquier momento iba a
desaparecer. La gente decía: “Todo va a estar bien, hay gente que tiene una
vida mucho peor que tú”. ¿Qué hace exactamente que su vida sea peor y
qué tiene eso que ver con mi salud mental? Los problemas externos no son
lo mismo que los problemas internos. Tal vez su situación económica no es
la ideal, tal vez sus papás están divorciados, tal vez su jefe los odia. Pero
esos son problemas pasajeros, son problemas del mundo exterior con los
que todos tenemos que lidiar. Los míos no lo eran. 
Hubiera preferido tener una excusa para de cierta manera justificar lo que
sentía, pero mi vida no era tan dramática afuera de mi cabeza. El monstruo
estaba adentro, alimentándose de mis miedos y mis tragedias. No había
manera de escapar, los pensamientos e ideas que permanecían después de
mis terrores, no podía despertarme de esta pesadilla. Mi papá consiguió un
ascenso, así que tenía dinero, una familia, y un iPhone, pero el monstruo
seguía ahí y no importaba qué tan bien me vistieran o cuánto me
consintieran, la depresión seguía ahí. Las personas seguimos vacías y
destruidas, aunque nos compremos bolsas Gucci y usemos vestidos de diez
mil pesos. 
Me seguía a todas partes, no podía escapar de lo que estaba dentro de mí
y no veía ningún tipo de salida porque es imposible huir de lo que está
dentro de tu cabeza. Desde muy temprana edad yo sentía que ya era
demasiado tarde para mejorar. Quería sentirme feliz, volver a ser yo misma,
pero de verdad no podía. Nadie me creía, todos decían que la felicidad es
una opción, y que yo controlo mis pensamientos. Decían cada tontería: “No
tienes depresión solo estás aburrida”. “Hay gente que tiene problemas
realmente graves”. “Tienes que ver el lado positivo de todo”. ¿Creían que
yo quería sentirme así? No todas las enfermedades son visibles y no todas
las guerras son con rifles y armas de fuego en un campo abierto. Algunas
están más adentro y son mucho más dañinas porque no importa qué lado
gane, la persona en la que viven siempre termina perdiendo. 
“No tienes permitido decir que mi situación no es tan mala y que solo
debería sonreír cuando nunca has cortado tus muñecas y sangrado para
anestesiar tu dolor. No puedes tener el descaro de decirme que estoy
exagerando si nunca te has sofocado por aire con lágrimas en los ojos
porque la ansiedad se está apoderando de ti otra vez. No puedes tratar de
convencerme que todo va a estar bien si nunca has tomado una sobredosis
de pastillas para alcanzar un sueño eterno. No vas a subestimar mi fuerza y
mi valor cuando nunca has sido forzado a sonreír cuando te sientes
miserable y roto. No tienes permitido llamarme ‘débil’ cuando nunca has
perdido toda tu energía luchando contra esos pensamientos suicidas que te
ruegan que te rindas cada maldito día. A ti no te hablan los cuchillos y las
navajas, no rezas cada noche deseando estar muerta y no abusas de
pastillas y alcohol para tratar de olvidar, aunque sea por un breve
momento, lo sola y marchita que tus pensamientos te hacen sentir. Así que
no tienes el méndigo derecho de juzgar, criticar, o dar tu opinión no pedida
sobre el tema. No tienes el derecho de decir nada de eso porque no tienes
idea de lo que es vivir con un infierno en tu cabeza”. 
Todo eso es lo que pensaba cada vez que alguien intentaba convencerme
de que la felicidad era una opción y debería estar agradecida por lo que
tengo. Claro que nunca lo dije, pero en mi mente los acuchillaba como
cuarenta veces. Ya no podía escuchar más: “Tienes que ser paciente”,
“tienes que echarle ganas” o “todo va a estar bien”. Ya no podía esperar
más, sentía que todo iba a seguir igual. Yo sabía que sus intenciones eran
buenas e intentaban ayudarme, pero no había nada que pudieran decir para
hacerme sentir mejor. Quería que me dejaran abandonar ese barco en
hundimiento y retirarme de esa batalla que estuvo perdida desde que
comenzó. Así es la maldita depresión, impide ver la salida y te hace creer
que la luz al final del túnel es un tren. 
Lo más difícil de explicar era la causa. Nadie entendía por qué me sentía
así, yo misma no entendía. Era como algún tipo de virus que se esparcía por
todas las áreas de mi vida. Alteró mi educación, mis amistades, mis
relaciones, todo se convirtió en un problema. No había nada en específico
que causara mi falta de interés por vivir. Era todo, era una combinación de
cada parte de lo que solía ser mi vida. Todo el bullying que sufrí cuando era
una niña asustada e insegura a los nueve años empezó a cobrar efecto.
Odiaba los espejos, mi rostro, mi cuerpo, lo odiaba tanto quecortar mi piel
no era suficiente. Debía hacer algo más drástico y brutal para realmente
convertirme en otra persona. Dos cirugías estéticas, tinte de cabello, dieta
ridículamente estricta, maquillaje y un guardarropa totalmente nuevo. Borré
todas las fotos previas al cambio y llené mis redes sociales con fotos de la
nueva yo. Siempre fui esa niña en la escuela que escogían al último y que
nadie quería de compañera al menos que fuera para que hiciera todo el
trabajo por ser la más inteligente. Era la niña que nunca invitaban a fiestas y
cuando lo hacían nadie la invitaba a bailar. Era una niña pequeña muy triste
y sola. Pero después de todos esos cambios, el patito feo se convirtió en un
cisne. Siempre quise ser una de esas niñas hermosas que todos aman e hice
todo lo humanamente posible para serlo. 
Sin embargo, aunque después me veía delgada y bonita, mi interior
seguía igual de oscuro. El monstruo que consumía cada gota de esperanza
que quedaba en mi corazón roto me estaba destruyendo. Se podría decir que
todo aquello me volvió más fuerte, pero era solo una niña pequeña e
indefensa, no necesitaba ser fuerte, necesitaba sentirme segura y feliz. Pero
así es esto, aunque no estemos bien decimos que sí lo estamos, resistimos
hasta que ya no podemos. El mundo está lleno de gente con caras sonrientes
y ojos tristes. Se suponía que yo era la grande de la familia, tenía que ser
fuerte, tenía que ser valiente, hay gente que vive mucho peor que yo... pero
para mí eso no es un buen argumento. Es como tener un buen día y estar
feliz pero luego no estar feliz porque hay gente que probablemente acaba de
ganar la lotería o acaba de tener la boda de sus sueños, entonces no puedes
estar feliz porque alguien más tiene cosas mejores en su vida. Es la misma
lógica. El hecho de que otras personas estuvieran pasando por peores
situaciones no minimizaba las mías. Yo creía que no podía caerme o
doblarme porque era la hermana mayor, tenía que ser fuerte y estable todo
el tiempo. Quería ser el ejemplo por seguir para mi hermanita, pero soy
humana. Me tomó años darme cuenta de que es válido necesitar un hombro
en el cual recargarse, y que hasta las superheroínas necesitan ayuda de vez
en cuando. No importa que tan favorable sea la situación de alguien, la
depresión hace que cualquier evento, cualquier vida, se vea muerta y sin
sentido. Es como decirle a alguien que no puede ser feliz solo porque hay
gente que tiene una mejor vida “no sonrías porque sacaste 90 en el examen,
tu compañera sacó un 100”. Es triste, pero la gente no entiende. No
entiende la desesperación, no entiende que no importa la situación en la que
estés, la depresión absorbe cada trozo de felicidad. La depresión no tiene
nada que ver con la tristeza causada por un duelo o un problema, algo que
es totalmente normal y sano experimentar en su debido tiempo e intensidad.
La depresión es dañina, intensa, es llegar a un estado de histeria, neurosis y
psicosis a la vez, es la ausencia de toda esperanza y sentimientos racionales.
Una depresión clínica severa incluye fatiga, pérdida de interés en todo,
pensamientos recurrentes de suicidio, y una tristeza tan profunda que la
persona siente que ya está muerta. Es sentir que tus últimos años de vida
han sido, progresivamente, una carta suicida que nadie se tomó la molestia
de leer. Tus pasatiempos ya no son tus pasatiempos, tu comida favorita ya
no te sabe bien, todo deja de importar, no le encuentras el punto a nada, ni
siquiera a respirar. Es estar atrapada en una prisión conformada de
pensamientos y medicamentos. Es como si un Dementor hubiera
succionado toda la felicidad que había en ti y te dejó desvaneciéndote
lentamente, como si el fuego en tu interior se estuviera apagando. La mejor
analogía que he podido encontrar para mi depresión es la de los
Dementores, del libro de J. K. Rowling, “Harry Potter”: 
“Los Dementores están entre las criaturas más nauseabundas del
mundo. Infestan los lugares más oscuros y sucios. Disfrutan con la
desesperación y la destrucción ajenas, se llevan la paz, la esperanza y la
alegría de cuanto los rodea... Si alguien se acerca mucho a un Dementor,
este le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta el último
recuerdo dichoso. Si puede, el Dementor se alimentará de él hasta
convertirlo en su semejante: un ser desalmado y maligno. Lo dejará sin
otra cosa que las peores experiencias de su vida”. 
La única manera de vencer a un Dementor es con Expecto Patronus, que
en el libro se maneja como un pensamiento positivo, el más feliz que hayas
tenido. Intenté por mucho tiempo tener un Patronus así de fuerte pero
nunca lo logré. Todo lo sucedido se veía gris y triste. Aunque
increíblemente parecía que mis recuerdos tenían más vida que yo. Como si
lo mejor de mi vida ya hubiera pasado y lo que seguía adelante era un
camino difícil que no valía la pena cruzar. Pensaba que ya había sentido
todo lo que alguna vez iba a sentir, que lo que seguía de esto eran versiones
alternativas de los sentimientos de inferioridad y angustia que
constantemente sentía. 
La gente pregunta qué se siente, qué puedo hacer para mejorarlo, pero la
verdad es que no pueden hacer nada, y aunque pudieran, la mayoría no lo
harían. No les importa realmente, la mayoría solo pregunta por cortesía o
porque se quieren asegurar de que ellos nunca caerán tan bajo como yo. Lo
que casi nadie entiende es que la depresión es un tipo de enfermedad
silenciosa, que puede pasar desapercibida, pero es tan nociva como el
cáncer. Empieza lenta y silenciosamente, las cosas que te hacían reír
simplemente ya no lo hacen, empiezas a hablar un poco menos, un poco
más bajo, las fiestas y las reuniones ya no te llaman tanto la atención, y te
encuentras aislándote a ti misma por cuenta propia en tu mente. Te pierdes
en tus pensamientos que casi siempre son negativos, y tu comida favorita
ahora te es indiferente. El café ya no sabe tan bien cuando sales con tus
amigas, es un poco más amargo, la película que te gusta no es tan buena
como creías y tus amigas no son tan divertidas como una vez fueron.
Cualquier satisfacción o paz que alguna vez sentías se desvanece.
Gradualmente tu luz interior se va apagando, cual vela en un día ventoso.
Cada vez se dificulta más seguir adelante. Empieza leve, no quieres hacer tu
tarea, luego no quieres ir a la escuela, ni ver a tu familia, o a tus amigos, no
te interesa salir, ni te quieres divertir, no te interesa vestirte, tampoco comer,
no puedes siquiera pararte de tu cama; despertarte te resulta difícil,
simplemente: ya no quieres vivir. 
No encuentras el punto de seguir intentando si cada día será igual. Ya no
vives, solamente pasan los días. Las cosas más fáciles de hacer, como una
tarea, comer, salir de tu casa, incluso pararte de tu cama, se convierten
inaguantables. Me encontré a mí misma deseando tener una enfermedad
terminal. Quería que mi cuerpo físico cesara de existir, quería dejar de
existir totalmente porque no podía aniquilar mi mente. En casos más
intensos empiezas a perder el contacto con la realidad. Ya no sientes que
eres parte del mismo mundo que todos, viéndote sientes como si vieras una
película desde afuera. Ya no perteneces a este mundo, estás muerta de todas
maneras. Sientes que no lograrás ser feliz otra vez. El aislamiento, la baja
de autoestima, la soledad, y la anhedonia se vuelven tan dolorosas que
llegas a pensar que la única manera de sentirte bien es ya no sentir nada. 
La recuperación se veía lejana e inalcanzable, al igual que desear lluvia
en la sequía de un desierto. Ahí es donde entra el suicidio. La depresión es
el tipo de enfermedad que lastima progresivamente, de manera discreta y
cautelosa hasta que mata. La diferencia es que cuando alguien muere de una
enfermedad terminal, la gente piensa y dice que esa persona luchó hasta el
final y fue una persona muy fuerte, pero cuando se habla de un suicidio
nadie piensa así. Tienden a pensar que no hubo un esfuerzo, una pelea, que
la persona simplemente se rindió o tomó la salida fácil. Todo porque es unaenfermedad que no se muestra en las resonancias magnéticas o las
tomografías. Pero no podemos olvidar a la hermana gemela de la depresión:
la ansiedad. A menudo invaden simultáneamente y convierten a la persona
en portadora de un infierno indescriptible. ¿Qué es la ansiedad para mí? Es
un horrible sentimiento que te mantiene alarmada, asustada y aterrada. Es
como si te dijeran que algo malo va a pasar en el día, algo que te va a matar,
pero no te dicen qué ni cuándo. Entonces en lugar de disfrutar tu último día,
estás preocupado constantemente viendo cada cosa, esperando lo peor de
cada instante. Estás preocupada porque sabes que algo malo va a pasar, pero
no sabes cuando. Tienes una mezcla de angustia y de miedo tan grande que
el resto del mundo deja de importar y tu concentración entera se basa en ese
pensamiento, el anhelo de saber cuándo y cómo va a suceder. Todo lo
demás deja de existir, el sentimiento ya se apoderó de ti y solamente quedan
tú y tu ansiedad. 
En mi caso también se incluían ataques de pánico. Era un sentimiento de
que podía morir en cualquier momento y aunque los ataques duraban
minutos y a veces hasta segundos, para mí eran eternos. Es imposible de
entender si no se ha estado en esa situación, pero es el sentimiento de estar
seguro de que tendrás un ataque cardíaco y caerás muerta. Todo te empieza
a dar vueltas, el mundo deja de existir, ya no escuchas nada, no ves nada,
estás tú sola ahogándote en la oscuridad. El estómago lo sientes apretado, la
cabeza te da vueltas, tus manos comienzan a temblar, no puedes dejar de
llorar y gritar. En ese momento todo se vuelve borroso y aterrador, como si
todos tus temores más grandes llegaran a acuchillarte y tu corazón late tan
fuerte que sientes que vas a tener un infarto, y la realidad es, que sí lo
tuviste. Cada ataque de pánico, desde mi punto de vista, es un infarto al
corazón, pero a la versión metafórica del corazón. Cada ataque debilita
nuestras emociones, nuestro deseo de seguir luchando, debilita nuestra
esperanza. Es la experiencia más horrible e intensa que he tenido en mi
vida. El miedo que causa nunca se va porque si no es durante el episodio,
viene después, te mantienes a la defensiva porque no sabes si podrás
sobrevivir si vuelve a suceder. 
No puedo evitar pensar en cuánta gente lucha contra estas guerras
internas todos los días y son obligados a estudiar para un examen y
castigados o humillados si no obtienen una buena calificación, o son
acusados de ser flojos por dormir todo el día, cuando la realidad es que la
depresión absorbe toda la energía que esa persona pueda tener. La
ignorancia de la gente es algo que me sorprende y enoja de una manera
exorbitante. El famoso genio Albert Einstein tenía más razón de la que me
gustaría admitir cuando dijo: “Dos cosas son infinitas: el universo y la
estupidez humana; y yo no estoy seguro sobre el universo”. Yo estaba harta.
Ya no quería sentir, no quería llorar, tampoco autolesionarme, no quería
tener ataques de pánico, ni sentir miedo, simplemente: ya no quería existir.
Mi vida se sentía cual barco que inevitablemente se sumergía, y por más
que intentaba, por más que la madera flotara, no era suficiente. El barco se
hundía y me llevaba con él: 
“Solo déjenme rendirme, déjenme dejar de luchar y poder descansar.
Papi y mami, estoy exhausta. Estoy cansada de que cada día sea una
batalla, una batalla que tengo que combatir, y casi siempre perder. Quizá si
salto del cuarto piso de la escuela ya no tendré que tomar el examen de
antropología, no, claro que si salto no tendré que tomarlo. No tendría que
estudiar para nada más, ni preocuparme de encontrar pareja antes de que
pasen mis ‘años dorados’ y sea tachada de ‘quedada’. No tendría que
hacer dietas, ni vomitar para estar delgada, ya no lloraría todos los días, ni
tendría ataques de pánico que me dejen exhausta y lastimada. Ya no tendría
ninguno de estos problemas porque por fin estaría muerta”. 
No dejaba de preguntarme: “¿Los maestros no se daban cuenta que mis
ojos parecían vidrio recién cortado por el brillo de las lágrimas
contenidas? ¿Mis papás no notaban que dormía todo el día porque la
guerra dentro de mi mente era tan absorbente que me dejaba exhausta?
¿Cómo podía concentrarme en el método científico cuando estaba
debatiendo si suicidarme o no? ¿Qué fregados me importaba la historia si
todos ya están muertos?, como yo estaría en unos días si no recibía
ayuda”. 
Tantos años de educación, y nunca nadie nos enseñó a querernos a
nosotros mismos ni por qué es tan importante. Ya olvidé el 90% de lo que
aprendí en secundaria, pero si me hubieran enseñado a quererme a mí
misma y cómo prevenir las enfermedades mentales, o buscar ayuda si me
siento mal, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Pero mi escuela
consideró que era más importante que aprendiera sobre las guerras que ha
habido en la historia, cómo hablar vagamente alemán y aprender las
capitales de países a los que probablemente nunca voy a viajar. Mis amigas
y amigos se empezaron a distanciar y me di cuenta de lo ingenua que fui al
pensar que alguien quisiera ser mi amiga. ¿Quién querría tener cualquier
tipo de lazo afectivo o relación con alguien como yo? Mi sentimiento de
exclusión social y soledad solo se reforzaba más con cada amigo que se iba,
con cada relación que terminaba y con cada persona que decidía
abandonarme. Me di cuenta que no importaba cuánta terapia o medicación
tomara, eso nunca iba a cambiar. Ese sentimiento de aislamiento y mi mente
echada a perder no iban a arreglarse. Hay cosas que simplemente están
demasiado rotas para ser arregladas y corazones demasiado dañados para
volver a lo que eran antes. 
Tal vez algunos de nosotros no nacemos para ser felices, tal vez algunos
nacemos con sufrimiento en nuestra sangre y locura en nuestro cerebro. De
lo que sí tengo certeza es que nací con un corazón demasiado grande que
logra que pueda sentir todas las emociones existentes en un solo día y la
velocidad en la que cambian es tan rápida como la luz en un parpadeo de
ojos. Vivía en una prisión con las llaves dentro y aún así me era imposible
salir. Necesitaba luz, aquella estrella que algún día fui había muerto y lo
único que permanecía en su lugar era un agujero negro, succionando cada
trozo de brillo y esperanza que se acercara.
CUATRO
Convertirse en el nuevo ideal femenino requiere solo la combinación
correcta de inseguridad, ejercicio, bulimia y cirugía.
Garry Trudea
Siempre me consideré una persona disciplinada, obediente y servicial.
Posiblemente eso me haga una buena persona, lo cierto es que no lo sé. No
hay un criterio específico ni una lista que se pueda cumplir para entrar en la
categoría de “buena persona”. Especialmente hoy en día, es más difícil de
lo usual saber lo que está bien y lo que está mal. Se ve a la gente hacer algo
que pareciera inofensivo e inocente, todo es juego y diversión hasta que
alguien termina perdiendo su cabeza. Cuando por fin logras abrir tus ojos es
demasiado tarde. Ya estás dentro, tan adentro que ya no hay manera de salir.
Tal vez la entrada fue gradual y paulatina pero una vez en el interior no hay
escapatoria. Ahora forma una parte de ti, o más bien tú formas parte de esa
cruel trampa en la que has caído. Ya no puedes comer carbohidratos sin
querer destruirte a ti misma, así que comes; comes lo que quieres y vas al
baño a vomitarlo, y mientras estás ahí sentada en el piso del baño, llorando,
pero al mismo tiempo sintiendo que hiciste lo correcto, te ves al espejo y te
preguntas qué es lo que necesitas hacer, qué tan lejos tienes que llegar para
que tu reflejo muestre una imagen que aceptes. Estás dispuesta a hacer lo
que sea con tal de callar esas voces dentro de ti que cada vez son más
fuertes pidiéndote que cambies porque no eres suficientemente buena para
nadie. ¿Qué tanto debes intentar? ¿Qué tanto odio a ti misma es demasiado
odio? ¿Cuál es el lugar en el que ya pasaste la orilla, el lugar del que ya no
puedes regresar? ¿Qué tanto es demasiado? Así que sales del baño después
de haberte lavadolos dientes y la cara, después de haberte maquillado para
cubrir todas las imperfecciones humanas que no puedes tener, porque tienes
que ser perfecta y regresas a hablar de cómo todas las demás personas son
mucho peor de lo que tú eres. Solo pretendes que no pasó, las calorías ya no
están ahí, estás a salvo ahora. 
Yo caí en esta trampa en la temprana edad de doce años, justo después de
empezar mi terapia con el psiquiatra Leonel. Supongo que era una
adolescente joven, o una niña crecida, la verdad es que no lo sé. Lo único
de lo que estoy segura es que me sentía horrible y era muy joven como para
sentir que no valía lo suficiente para seguir aquí. 
Recuerdo el inicio de mi bulimia, ese primer vómito que abrió camino a
un sendero de desgracias. Había comido un pedazo de pastel de chocolate
que se supone no debía de haber comido porque no debía engordar. Todas
mis amigas eran delgadas, todas estaban a dieta, iban al gimnasio... así que
empecé a hacer lo mismo. Pero ese día comí una rebanada de pastel de
chocolate. Cometí un error. No debía comer calorías, no podía verme gorda,
estaba mal, fue un pésimo error y tenía que arreglarlo en ese momento. Me
tenía que ver como todas las mujeres en las revistas y las películas, ellas
nunca eran gordas y de alguna forma siempre se veían perfectas. Empezó
como algo inofensivo, solo vomitaba ocasionalmente cuando comía algo
que no se supone que debía comer porque estaba en una dieta estricta con la
que después bajaría once kilos. Empecé vomitando solo cuando cometía un
“error”, pero luego se volvió un hábito. Me dolía la garganta
constantemente, tenía mareos, dolores de cabeza y una debilidad intensa.
Después descubrí que varias de mis amigas hacían lo mismo. Formamos
nuestro propio club secreto de bulímicas. Si no nos manteníamos delgadas y
bonitas ¿cómo iban a voltear a vernos los hombres que nos gustaban?
Estábamos vacías, enfermas e histéricas, pero delgadas, eso era lo único que
importaba. Descargué una aplicación a mi celular que contaba las calorías
de todo lo que comía en el día, cada vez que comía algo lo escribía y hacía
las cuentas de cuánto tenía que dejar de comer para bajar el nivel de
calorías consumidos al día y así volverme delgada y bonita. No comía por
días, vomitaba lo poco que comía, tomaba laxantes y me castigaba a mí
misma cuando comía comida chatarra. Todo lo que fuera un impedimento
para el objetivo de ser hermosa y delgada era un inconveniente y debía ser
castigado. Cabe especificar que los trastornos alimenticios se vuelven una
adicción severa que si no son atendidos a tiempo pueden llegar a ocasionar
la muerte. Comer y vomitar se vuelve una adicción, lo que antes hacía solo
en casos especiales se volvió en mi forma de vida. 
Yo sabía que estaba mal, conocía el tipo de descompensaciones y
enfermedades a las que me estaba metiendo, pero eso no importaba en ese
momento. En ese momento lo que importaba era estar delgada y verme
bien, la salud se volvió irrelevante. Después de eso no podía comer
carbohidratos o grasas sin querer arrancarlos de mi cuerpo. Sentía mi
estómago volviéndose más y más grande, sentía mis brazos pesados, veía
mis caderas anchas y feas, era como si pudiera sentir las calorías juntarse y
quedarse ahí en mi cuerpo. Sentía la grasa acumularse en mi organismo, no
sentía que yo tuviera grasa o carbohidratos, sentía que yo era la grasa.
Sentía que yo era una bola de calorías que respiraba. Así que vomitaba y
vomitaba hasta que ya no quedara nada, hasta que mi estómago quedara tan
vacío como mi corazón se sentía. Todo el mundo lo hacía, así que no podía
ser tan malo. Era algo muy simple. Comer alimentos bajos en calorías,
portarme bien, hacer todo el ejercicio que pudiera hasta sentir que me
quería desmayar y no comer nada con muchas calorías, porque si lo hacía,
el dedo me las sacaría a la fuerza. Porque las niñas buenas no consumen
calorías. En un mundo en donde a la gente solo le interesa el dinero, el
poder, el físico, y los bienes materiales, la salud no importa si al sacrificarla
puedes verte atractiva en el espejo. 
Llegó un punto en el que la comida no era comida, era números. No veía
una barra de chocolate, veía 550 calorías. Eso no era un sándwich, eran 265
calorías por cada rebanada de pan, más 50 calorías de mayonesa y 100
calorías por cada rebanada de queso. Es decir, no estaba comiendo un
sándwich, estaba comiendo 1,230 calorías. Más de las calorías que yo me
permitía al día. La comida ya no era comida, eran enemigos, invasores
destruyendo cada pedacito de autoestima que me quedaba. La gente
subestima cuánto odio y repugnancia debes tenerte a ti misma para meter
tus dedos en tu garganta y forzarte a vomitar. Esta vida de bulímica
continuó hasta que tuve veinte años. A veces lo dejaba, cuando mi dolor
estomacal se volvía intolerable. Una vez me tuvieron que internar por
problemas de gastritis causados por vomitar. Los doctores observaron las
marcas de mis dedos en mi garganta y descubrieron todo. Fue cuando mis
papás se enteraron de lo que estaba haciendo. Sin embargo, no decidieron
buscar ayuda psicológica, tal vez tenían miedo de los horrores que iban a
descubrir en terapia, o tal vez seguían aferrados en la negación de su
arraigada creencia de que esto era algo pasajero de mi adolescencia, algo
que les pasa a todas las adolescentes del mundo. De alguna forma, nunca se
les ocurrió que su princesita estuviera vomitando, aún cuando veían que iba
al baño después de cada comida y me preocupaba en exceso por mi peso.
La gente nunca piensa en cosas así, creen que solo ocurren en películas o le
pasan a cualquiera menos a tu hija o amiga, pero no es así. Estoy segura de
que más del 80% de las mujeres deben estar inconformes con algún aspecto
de su cuerpo, ya sea su peso, sus facciones, su cabello, su grasa… creo que
eso dice mucho del tipo de sociedad en la que vivimos, y de lo podrida que
realmente está. 
Mi vida se convirtió en dolores de estómago, mareos y vómitos. Ya no
importaba mi salud, no importaba nada más que mis jeans fueran talla dos.
Mi estómago me dolía todo el tiempo, pero lo solucionaba con una pastilla.
Un omeprazol en la mañana y antiácidos todo el día. Escuchaba a mi
estómago gruñir de hambre, pero no me importaba. No podía comer o
terminaría vomitando. Luego llegaron los cumplidos: “Te ves muy
delgada”, “pásame tu dieta”, “¡qué guapa te ves!”. Si tan solo supieran
que ese cuerpo que envidiaban era el producto de cocas de dieta, Splenda,
antiácidos, noches sin dormir debido al dolor estomacal, y los mareos. Esa
niña bonita que veían estaba hecha de traumas y baja autoestima. ¿Cuál era
el secreto del cuerpazo que finalmente logré tener? Bulimia. Esos
cumplidos me hacían sentir que todo valía la pena, una vez que vi los
resultados me fue imposible parar. Quería ser delgada, quería ser bonita,
porque era mejor estar enferma o muerta que gorda y sana. Nadie entendía
lo increíblemente triste que era ser yo. Por afuera veían a una niña hermosa
a la que envidiaban porque querían ser como ella, nunca se imaginarían al
monstruo que controlaba los hilos de su cabeza y la obligaba a cavar su
propia tumba ayuno por ayuno, vómito por vómito…
CINCO
Quise ahogar mis penas en licor, pero las condenadas aprendieron a nadar.
Frida Kahlo
Cuando era pequeña no entendía por qué los adultos tomaban vino en año
nuevo o cuando comían comida italiana, la única vez que lo probé me dejó
un sabor asqueroso en la boca. No entendía cómo a alguien podría gustarle
el sabor, y cuando aprendí que al siguiente día causaba dolores de cabeza y
náuseas, menos sentido me hizo. Fue hasta mis dieciséis que entendí la
verdadera razón. La gente no toma alcohol porque sea un deleite al paladar,
lo toman para escapar de su realidad cuando el corazón se vuelve muy
pesado. 
El alcohol formó una parte muy importante de mi vida, mis años
agridulces de abuso de alcohol que terminaron hasta que cumplí veintiuno,
no podría olvidarlos, aunque la mayoría son recuerdos con música, borrosos
y desconocidos. Tomaba para olvidar y despertabarecordando lo que
intenté con tantas ganas olvidar la noche anterior. Tomaba solo para poder
sentir un poco de amor, para anestesiar el dolor, aunque sea por un rato, y
dormía lo más tarde que podía porque sabía que en la mañana me
arrepentiría de lo que hice. ¿Eso es lo que hace la gente no? Emborracharse
y besarse entre ellos para poder, de alguna manera, llenar el vacío que
tienen dentro. Besamos a otras personas, buscando los ojos del último amor
que nos dejó en pedazos. Así es nuestra generación, tomamos alcohol, nos
ahogamos en él, perdemos nuestros sentidos, pero el dolor sigue ahí.
Tomamos hasta que la botella esté más vacía de lo que nos sentimos. Pero
he aprendido que puedes tomar lo suficiente para olvidar tu propio nombre,
pero no olvidas el de la persona que tanto estás tratando de olvidar. Es
triste, porque veías los ojos de esa persona tan especial y ahora lo único que
ves es el fondo de esas botellas baratas de vodka. 
Yo nunca creí en todo lo que la gente decía acerca de tener el corazón
roto por una persona, nunca creí en lograr estar tan lastimada que
construiría barreras y evitaría cualquier tipo de compromiso o relación
seria, por el dolor que causó el haberlo intentado. Hasta que lo viví. Así que
asumí que la gente se alcoholizaba por eso, besaban a la persona incorrecta
y pretendían estar bien. Estaba dispuesta a hacer lo que sea para distraer mi
corazón, distraerlo de extrañar a alguien. Pero después de un tiempo me di
cuenta que el alcohol no cura las heridas. Claro que ayuda a olvidar un rato,
pero no es la solución, solo intensifica tus sentimientos y te da una cruda
espantosa al siguiente día. Sin contar la cruda moral cuando te levantas al
otro día en la cama incorrecta, después de haberle entregado lo más íntimo
de tu cuerpo a una persona que no te quiere ni te merece. Desperdicias
amaneceres con alguien que va a desaparecer al anochecer. 
Nunca tuve problemas de alcohol, al menos nunca los reconocí como tal.
Aunque hubiera dado tanto para que el alcoholismo fuera mi único
problema. Ir a una clínica de rehabilitación, no volver a probar una copa de
vino y que mis problemas estuvieran resueltos. Pero no, mis problemas eran
mucho más graves y deprimentes que una adicción al alcohol. Hubiera sido
un alivio descubrir que lo único que estaba mal conmigo era un problema
de alcohol. Pero bueno, mi pensamiento era que, si todo el mundo es
alcohólico, entonces nadie lo es. Dejé de tomar cuando dejó de brindarme
algún tipo de placer y solo reforzaba los sentimientos de abandono y
tristeza que tenía en ese momento. Cuando las tonterías que hacía bajo la
influencia del alcohol se volvieron tan malas que moría de vergüenza y no
podía pasar un buen momento sin alcohol, fue cuando decidí dejarlo. Nunca
fui adicta al alcohol, nunca fui adicta a nada en específico. Más bien fui
adicta a llenar ese vacío dentro de mí con cualquier cosa que encontraba,
excepto con mi propio amor.
SEIS
“No me di cuenta de que había un ranking”, dije. 
Sadie frunció el ceño. “¿Qué quieres decir?”. 
“Un ranking”, dije.
“¿Saber qué es más loco que qué? Oh, claro que sí”, dijo Sadie. 
Se sentó en su silla. “Primero tienes tus depresivos genéricos, son una
moneda de diez centavos por docena y normalmente son bastante
aburridos, entonces tienes los bulímicos y los anoréxicos. Son un poco más
interesantes, aunque generalmente son solo chicas sin nada mejor qué
hacer. Entonces comienzas a meterte en las cosas buenas: los incendiarios,
los esquizofrénicos, los maníaco-depresivos. Nunca puedes predecir lo que
harán. Y entonces tienes a los drogadictos. Ellos son completamente
trágicos, porque lo más probable es que vayan a volver a las cosas cuando
salgan de aquí”. 
“Así que los drogadictos están en la cima de la cadena loca”, le dije. 
Sadie sacudió la cabeza. 
“Uh-uh”, dijo ella. “Los suicidas lo son”. 
La miré. “¿Por qué?”. 
“Cualquiera puede estar loco”, respondió. “Eso suele ser solo porque hay
algo en tu cableado, ¿sabes?, pero el suicidio es una cosa completamente
diferente, quiero decir, ¿cuánto tienes que odiarte a ti mismo para querer
acabarte por completo?”.
Notas Suicidas
Michael Thomas Ford
De acuerdo con Michael Thomas Ford, me encuentro en la cima de la
cadena de la locura, ya que el suicidio y yo llevamos juntos un largo
tiempo. Lo he intentado en tres ocasiones, pero he pensado en ello
incontables veces. A los doce años tomé una sobredosis, pero no tenía
intenciones de morir, solo quería descansar. Mi primer intento de suicidio
fue cuando tenía dieciocho años y ya estaba exhausta. Claro que no era la
manera en que pensé que terminaría mi vida. Siempre había imaginado mi
muerte siendo un acto heroico como salvando a un bebé de un edificio en
llamas, intentando salvar a una persona ahogada, o siendo atropellada por
un carro para salvar a alguien más. Bueno, otra opción era morir a los
ochenta años con el amor de mi vida a mi lado sonriendo, porque mi vida
fue satisfactoria y magnífica y no me arrepiento de nada. En lugar de eso mi
vida iba a terminar en un cuarto deprimente y miserable con una sobredosis
de pastillas para dormir. No estaba ni cerca de ser la manera en la que
planeaba dejar este mundo. Pero una vez que te planteas esa pregunta es
casi imposible que desaparezca. Si tienes un examen y no quieres estudiar
te puedes suicidar, así no tendrías que estudiar. Si te duele el estómago,
puedes suicidarte y así ya no te dolería. Llegó un punto en el que hacía
apuestas en mi cabeza: “Si alguien me sonríe de camino del baño a mi
clase no me suicido”. O: “Si no tienen leche de almendra en Starbucks me
suicido”. No es que ya no quisiera vivir más, es solo que ya no quería sentir
el dolor que estaba sintiendo. El Infierno de Dante en la “Divina Comedia”
parecía un patio de recreo de kínder comparado con lo que sucedía dentro
de mi cabeza. Eso es con lo que quería terminar, quería deshacerme del
insoportable sufrimiento, no de mi vida. Ya no podía ver un cuchillo, un
edificio, un tren, o un bote de pastillas sin imaginar un universo paralelo en
el que los usara como un recurso para desaparecer. No buscaba
oportunidades para morir, pero si una hubiese llegado no la hubiera evitado.
Si estuviera parada con un tren viniendo en mi dirección no me hubiese
movido. Había tanto dolor que nada más importaba, mi cerebro se bloqueó
y de repente dejé de sentir. Era tanta tristeza que ya no sentía nada. Pensaba
que morir era la única salida. Me sentía totalmente frágil en esa ola de
tristeza que cubría cada área de mi vida. Fue entonces cuando comprendí
que la gente no se muere a causa de un suicidio, se muere de tristeza. Es
como ese monstruo que mencioné previamente, que consume todo lo bueno
y te deja con un corazón roto y débil. 
¿A qué edad es justificable arrepentirse de la vida, dejar ir todos los
sueños y esperanzas que teníamos guardados en cajas y aceptar que la
melancolía y el vacío son lo único que tenemos para acobijarnos en las
noches? Para mí, 18 años no parecía una edad prematura dado que cualquier
pensamiento relativamente positivo se veía aplastado por la sombra que
cubría mi cuerpo, mi mente y mi mundo entero. Llegaron tantas veces esos
pensamientos que saludaba al suicidio como un viejo amigo. La idea de
morir no era fácil, pero cuando sentía que mi mundo se desmoronaba ante
mis pies, morir parecía la única salida. Prefería hundirme con rocas atadas a
mis pies, con paz en mi interior, que intentando con todas mis fuerzas nadar
cuando sabía que no había salida. Siempre era el mismo ciclo, el mismo
doloroso proceso. Lloraba hasta que mis ojos estuvieran secos, llegaba una
migraña espantosa y mi alma se sentía destrozada en un millón de pedazos
que sentía que nunca iban a estar como antes. Entonces escribía las cartas,
una para cada persona especial en mi vida. Normalmente solo eran tres: mi
papá, mi mamá y mi hermana. Esporádicamente había cartas para algún
amigo o amiga, dependiendo en qué momento de mi vida intentaba el
suicidio. A nadie más le iba a importarrealmente, así que no me molestaba
en hacer cartas o mandar mensajes de despedida. Luego tenía que decidir el
método: “¿Un choque de carro? ¿Una sobredosis de pastillas? ¿O
simplemente saltar de un techo?”. Analizaba mis opciones hasta encontrar
la perfecta, la que no dejara la más mínima posibilidad de dejarme con vida.
Luego lloraba más, tomaba algunas pastillas, no las suficientes para morir,
solo las suficientes para caer en un sueño profundo. O iba al techo a
caminar un rato en la orilla, pensar un tiempo, pararme en el borde,
imaginarme cayendo, pero regresaba. También fui a varios puentes, me
quedaba en la orilla agarrada de un tubo, lo único que quedaba entre mi
vida y la muerte, pero nunca lo solté. Nunca fue lo suficiente para matarme,
pero sí lo suficiente para que la gente me tomara en serio. 
Pero en una ocasión todo se me salió de las manos. Estuve en coma unos
días a punto de morir de un paro cardíaco. Esa vez casi cumplo mi objetivo,
pero sobreviví, y nunca había estado más agradecida de algo en mi vida.
Claro que me tomó años darme cuenta de eso. En ese momento me sentía
enojada, sentía una ira intensa hacia los doctores y hacia mis papás por
haberme salvado. Yo no quería ser rescatada, ya no quería seguir con vida y
ellos impidieron que lograra mi objetivo. Era mi primer semestre en la
universidad, me encantaba mi carrera, creía que había superado mi
depresión y estaba lista para el próximo capítulo de mi vida, pero no era así.
Había momentos en los que olvidaba lo miserable que realmente me sentía,
cuando estaba leyendo sobre las enfermedades, sobre la embriología
humana, sobre la anatomía humana. En esos momentos olvidaba que la
única razón que me prevenía de suicidarme era mi novio. Mi primer novio,
P. Lo quería demasiado. Duramos casi dos años, desde mis diecisiete años
hasta casi mis diecinueve. Fue cuando P me cortó que decidí tomar la
sobredosis de Rivotril, uno de los ansiolíticos más fuertes que existen.
Estaba convencida de que sin él mi vida simplemente no valdría la pena. De
cierta forma, él alimentaba esa creencia. Era muy buen novio, me trataba
muy bien, eso no puedo negarlo, pero cuando se enojaba era otra persona.
Era como Hulk, o como el caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde. Cuando se
enojaba decía cosas muy feas, y me convencía que nadie más aguantaría
mis berrinches como él. Me decía que él me quería más que mi familia, que
ningún otro hombre estaría conmigo para siempre, solo él. Al principio no
era así, al principio no necesitaba manipularme para sentirse mejor, fue al
darse cuenta de que no lo quería tanto como él a mí que no tuvo otro
remedio más que hacerme sentir pequeña, frágil y necesitada de su
protección. Bajar mi autoestima y hacerme sentir que no era nada sin él fue
la manera en la que logró engancharme. Por lo menos al principio; después
hubo una dependencia hacia él tan fuerte que cuando finalmente decidió
abandonarme no vi nada más que hacer, más que tomarme esas pastillas.
Tenía tanto miedo de que se fuera, pero desde antes de que lo hiciera yo
había hecho el pacto conmigo misma, en mi cabeza: “Si me corta, me
suicido”. Estaba poniendo mi vida en sus manos, en las manos de un
estudiante de veintiún años, en manos de alguien más. Así que el suicidio
no fue su culpa, porque el hecho de que una persona te convierta en su
única razón para vivir significa que esa persona está muy mal mental y
emocionalmente, tiene más que ver con ellos mismos que contigo. Sin
embargo, él ayudó a formar esa codependencia que volvió nuestra relación
en algo tan tóxico y doloroso que viéndolo en retrospectiva fue una muy
mala relación. Aunque él fue mi primer novio, fue el primero al que amé
con esa fuerza. Éramos muy jóvenes, no sabíamos qué estábamos haciendo.
La pasión y el amor nos enloquecieron tanto, que no nos dábamos cuenta
que el techo se nos estaba cayendo encima. Aún ahora, sigo recordándolo
con un sabor agridulce y una nostalgia que me entristece porque a pesar de
todo lo que pasó, los sentimientos fueron reales. 
Claro que después tuve otro novio, pero la verdad casi no lo quise. D fue
simplemente un reemplazo para poder olvidar al que realmente quería.
Después de unos años me enamoré de alguien más, de mi mejor amigo,
pero aún en ese momento, P nunca salió de mi cabeza. Pero yo sabía y sé
que arruiné mis oportunidades con P para siempre. Hay demasiada historia
ahí, demasiada sangre y rencor para poder tener la relación que ambos
merecemos. No creo que era a él a quien extrañaba, sino el tener a alguien
que me amara, ya que el amor era algo raro y escaso en mi vida. Solo era
una niña triste que tenía la esperanza que poniéndose audífonos sentiría que
no está tan sola como realmente está. Tomé un bonche de ansiolíticos un día
después de que P cortó conmigo. Mis papás estuvieron destruidos todo el
tiempo que estuve inconsciente y tiempo después que desperté. No
entendían que su hija ya estaba muerta mucho antes de haber tomado esas
pastillas. El bote vacío terminó mi vida por mera formalidad, mi alma ya
estaba desecha, solo que mi cuerpo físico aun no se ponía al corriente.
Recuerdo que abrí mis ojos, el doctor estaba sentado enfrente de mí,
viéndome, y mi mamá tenía los ojos llorosos con cara de no haber dormido
en días dándole gracias a Dios. Yo no me sentía afortunada, me sentía
enojada. Yo no pedí ser salvada, había dejado mis cartas, había arreglado
todos mis asuntos pendientes y hecho las paces con la muerte antes de
tomar esas pastillas. Fue un suicidio planeado a la perfección donde yo no
creía que había margen de error. Aparentemente no tomé suficientes
pastillas o me encontraron antes de lo que yo tenía calculado, fuera cual
fuese la razón, terminó en un fracaso. Estaba de regreso, atrapada en el
lugar del cual me quería ir. 
En ese momento yo estaba estudiando medicina, así que tuve que dar de
baja el semestre porque tardé mucho en recuperarme física, mental y
emocionalmente. Me tomé ese semestre como sabático, diría que, para
sanación, pero lo único que hacía mi psiquiatra era doparme con cualquier
medicina que hubiera. Después de un acontecimiento como ese todo el
mundo es amable contigo, vieron la foto que subiste a Instagram dando la
indirecta muy directa de que ibas a morir, le dijiste a tus amigos cercanos,
todo se esparció y de repente la gente que ni siquiera te saludaba ahora te
invita a sus fiestas y quiere saber cómo estás. Todo para limpiar su
conciencia porque no pueden soportar el saber que tuvieron algo que ver
con la muerte de alguna persona. Pero luego pasa el tiempo y la gente se
olvida. Siguen con sus vidas y te conviertes en la trágica historia de la
última temporada. Te das cuenta que, aunque tu mundo dio un giro de 180º
grados y acabas de experimentar un trauma con el cual cargarás toda tu
vida, estás regresando a un mundo en el que nada ha cambiado. Te sientes
ignorada otra vez. Te sientes sola otra vez. La oscuridad vuelve a rodearte y
las tendencias suicidas regresan paulatinamente. A veces hay esperanza,
pero es un tipo de esperanza triste. Como si la mejoría de la situación no
fuera suficiente, como si no valiera aguantar todos los días lluviosos
porque, aunque el sol siga ahí, dejas de sentirlo. Como dije, es un ciclo. 
Entonces, me di cuenta que el mundo seguía girando y el tiempo seguía
pasando, aunque para mí ambos ya se hubieran detenido. Ya no estaba aquí
realmente, me sentía en un universo alterno viendo todo desde afuera. Mis
gritos internos no eran escuchados por nadie. Cada día me sentía más y más
invisible. Mi voz comenzó a apagarse, evitaba cualquier tipo de contacto
visual y me aislaba cada día más. Empezó gradual hasta que un día llegó tan
fuerte que no lo pude evitar. Así es la depresión. Estaba harta de vivir, pero
tenía miedo a morir; la manera más tormentosa de existir. Era una
adolescente linda y amable, nadie entendía cómo una niña tan feliz y
risueña se sentía tan insegura. Cómo alguien tan buena se odiaba a sí
misma, cortando su piel cada vez más. Todo eso me hacía pensar que el
infierno

Continuar navegando

Materiales relacionados