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El-Politico-y-El-Cientifico-páginas-47

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LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN ¡ 1 7
estamento independiente, sólo existen, una vez más, en 
Occidente y desde la Edad Media, donde, a partir de la 
figura del fürsprech (intercesor) del formalista procedi­
miento germano, se desarrollaron bajo los efectos del pro­
ceso de racionalización.
No es nada casual la significación de los abogados en 
la política occidental desde la llegada de los partidos. La 
actividad política llevada a cabo a través de partidos sig­
nifica precisamente una actividad de personas interesadas, 
y pronto veremos lo que eso significa. Dirigir eficiente­
mente un asunto para los interesados es la tarea de un 
abogado con preparación. En eso es superior a cualquier 
«funcionario»; esto nos lo ha podido enseñar la superiori­
dad de la propaganda enemiga. Es cierto que un abogado 
puede llevar un asunto apoyado en argumentos débiles 
desde el punto de vista lógico, es decir, puede llevar un 
asunto en ese sentido «malo», de una manera exitosa, es 
decir, «buena» técnicamente hablando. Pero también de­
fiende asuntos con argumentos lógicamente «fuertes» —un 
asunto «bueno» en ese sentido— de un modo exitoso, es 
decir, de un modo «bueno» en ese otro sentido. El funcio­
nario, actuando como político, convierte demasiado fre­
cuentemente un «buen» asunto en aquel sentido en uno 
«malo» cuando actúa bajo una dirección técnicamente 
mala. Y esto lo hemos conocido nosotros. Como la políti­
ca actual se hace en gran medida ante la opinión pública 
con los medios de la palabra hablada o escrita y como 
sopesar el efecto de la palabra es una de las funciones más 
peculiares del abogado, pero no del funcionario especiali­
zado en absoluto, quien según su naturaleza no es un 
demagogo ni debe serlo, cuando el funcionario intenta 
serlo, suele ser un pésimo demagogo.
El funcionario auténtico, según su propia profesión, no 
debe hacer política, sino «administrar» imparcialmente —y 
esto es decisivo para juzgar nuestro régimen anterior—. 
Eso vale también para los llamados funcionarios «políti­
cos», oficialmente al menos en cuanto que no este en 
juego la «razón de Estado», es decir, los intereses vitales
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del sistema dominante. El funcionario debe desempeñar 
su cargo sine ira et studio, «sin cólera ni entusiasmo». No 
debe hacer, por tanto, precisamente lo que el político, 
tanto el líder como sus seguidores, sí debe hacer siempre 
y necesariamente: luchar. Pues la toma de partido, la lu­
cha, la pasión —ira et studium— constituyen el elemento del 
político, y sobre todo, del líder político. La actuación de 
éste está bajo un principio de responsabilidad totalmente 
distinto, contrapuesto realmente, a la responsabilidad del 
funcionario. Para el funcionario es un honor su capacidad 
para ejecutar a conciencia y con precisión una orden, 
poniendo toda la responsabilidad en quien se la manda, y 
para ejecutarla como si respondiera a sus propias convic­
ciones sí esa autoridad jerárquicamente superior —a pesar 
de las ideas del funcionario— le insistiera en esa orden que 
a éste le parece equivocada. Sin esa negación de sí mismo 
y sin esta disciplina moral en su más alto sentido se des­
moronaría todo el aparato. Por el contrario, el honor del 
líder político, es decir, del estadista dirigente, es precisa­
mente su propia y exclusiva responsabilidad de lo que 
haga, responsabilidad que no puede ni debe rechazar o 
cargar sobre otro. Funcionarios de muy elevada morali­
dad son malos políticos, sin responsabilidad propia —en el 
concepto político del término—, y, en este sentido, están 
moralmente muy abajo. Son ésos que hemos tenido, por 
desgracia, continuamente en los puestos directivos; esto es 
lo que llamamos «dominación burocrática» (Beamten- 
herrschaft). Y no se vierte ninguna mancha sobre nuestro 
funcionariado si ponemos en evidencia el error de este 
sistema desde el punto de vista político, es decir, valorán­
dolo desde el punto de vista de los resultados. Pero volva­
mos a los tipos de políticos.
[Demagogos/Periodistas.] El «demagogo» es el tipo de 
político dirigente en Occidente desde la aparición del Es­
tado constitucional, y más completamente desde el esta­
blecimiento de la democracia. Las desagradables resonan­
cias de la palabra no deben hacer olvidar que no fue 
Cleón, sino Pericles, el primero en llevar este nombre. Sin

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