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Bioetica-y-Nutricion

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He aquí una visión panorámica de los problemas éticos,
jurídicos, políticos o científicos que se presentan ante el reto
de conseguir una alimentación y una nutrición adecuadas.
Partiendo —para resolver esos problemas—
de los principios de la bioética y de la evolución de los
fundamentos éticos que deben guiar la investigación
biomédica, este libro aporta una perspectiva multidisciplinar
de las dimensiones éticas relacionadas con el principio de
seguridad alimentaria, con los determinantes del estado
nutricional y alimentario de las poblaciones, con el proceso
de comunicación y educación en materia de salud y
nutrición, con la investigación básica aplicada a la
nutrigenómica, con la biotecnología relacionada con plantas
y alimentos transgénicos, y con la investigación en nutrición
clínica.
Se trata, por tanto, de ofrecer al lector un
abanico de miradas diferentes sobre un mismo problema de
fondo, a la vez que lanza una invitación a debatir y
reflexionar sobre la ética de la alimentación y nutrición
humanas.
Barras:
978-84-8018-333-8
MACARIO ALEMANY y
JOSEP BERNABEU-MESTRE, EDS.
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I. CUESTIONES METODOLÓGICAS E HISTÓRICAS
JURIDIFICAR LA BIOÉTICA. UNA PROPUESTA
METODOLÓGICA
EVOLUCIÓN DE LOS FUNDAMENTOS ÉTICOS QUE HAN
REGIDO LA INVESTIGACIÓN BIOMÉDICA
II. LAS DIMENSIONES ÉTICAS, POLÍTICAS Y
 JURÍDICAS DEL PRINCIPIO DE SEGURIDAD
 ALIMENTARIA
PROTECCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA SEGURIDAD
ALIMENTARIA
PROTECCIÓN PENAL Y POLÍTICA CRIMINAL EN MATERIA
DE SEGURIDAD ALIMENTARIA
LA RECETA MORAL DEL VEGETARIANISMO
POLÍTICAS DE NUTRICIÓN Y SALUD PÚBLICA: ¿MÁS
CIENCIA O MÁS POLÍTICA?
LA COMUNICACIÓN EN NUTRICIÓN Y SALUD EN LA
SOCIEDAD ACTUAL: ÉTICA Y DEONTOLOGÍA
PROFESIONAL
III. DIMENSIONES ÉTICAS DE LA INVESTIGACIÓN
 EN NUTRICIÓN
 III.1. INVESTIGACIÓN EN NUTRICIÓN
ASPECTOS ÉTICOS DE LA INVESTIGACIÓN EN
NUTRIGENÓMICA Y CON BIOBANCOS
PLANTAS Y ALIMENTOS TRANSGÉNICOS
LOS ALIMENTOS GENÉTICAMENTE MODIFICADOS. LOS
FINES DE LA BIOTECNOLOGÍA Y EL ECLIPSE DE OTROS
INTERESES
 III.2. INVESTIGACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN
INVESTIGACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN
RETOS ÉTICOS EN LA ACTIVIDAD INVESTIGADORA
ÉTICA EN LA INVESTIGACIÓN EN NUTRICIÓN CLÍNICA
MANUEL ATIENZA
ROSA BALLESTER
MARÍA ALMODÓVAR IÑESTA
ANTONIO DOVAL
PABLO DE LORA DEL TORO
LLUÍS SERRA MAJEM, LOURDES RIBAS BARBA Y
ROCÍO ORTIZ MONCADA
CONSUELO LÓPEZ NOMDEDEU
MARÍA LUISA BONET
JUAN RAMÓN LACADENA
MARIAN ARAUJO YASELLI
JAVIER SANZ-VALERO,
LUIS DAVID CASTIEL Y JORGE VEIGA DE CABO
CARMINA WANDEN-BERGHE
PAULA RAVASCO
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MACARIO ALEMANY|JOSEP BERNABEU-MESTRE, EDS.
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EDITORIAL AGUACLARA, SL | UNIVERSITAT D’ALACANT
UNIVERSIDAD DE ALICANTE
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© de los textos: SUS AUTORES, 2010
© de esta edición:
UNIVERSITAT D’ALACANT | UNIVERSIDAD DE ALICANTE
y
EDITORIAL AGUA CLARA, SL
Roselló, 55 · 03010 Alicante
Tf.: 965 240 064
aguaclara@editorialaguaclara.com
www.editorialaguaclara.com
Impresión: KADMOS, SCL (Salamanca)
ISBN: 978-84-8018-333-8
Depósito legal:
 Impreso en España
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la Ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos —www.cedro.org—) si
necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
7
ÍNDICE
8
9
0. PRESENTACIÓN 11
I. CUESTIONES METODOLÓGICAS E HISTÓRICAS 17
JURIDIFICAR LA BIOÉTICA. UNA PROPUESTA METODOLÓGICA
Manuel Atienza 19
EVOLUCIÓN DE LOS FUNDAMENTOS ÉTICOS QUE HAN REGIDO
LA INVESTIGACIÓN BIOMÉDICA. Rosa Ballester 47
II. LAS DIMENSIONES ÉTICAS, POLÍTICAS Y JURÍDICAS
 DEL PRINCIPIO DE SEGURIDAD ALIMENTARIA 67
PROTECCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA SEGURIDAD ALIMENTARIA
María Almodóvar Iñesta 69
PROTECCIÓN PENAL Y POLÍTICA CRIMINAL EN MATERIA DE
SEGURIDAD ALIMENTARIA. Antonio Doval 91
LA RECETA MORAL DEL VEGETARIANISMO. Pablo de Lora
del Toro 105
POLÍTICAS DE NUTRICIÓN Y SALUD PÚBLICA: ¿MÁS CIENCIA O
MÁS POLÍTICA? Lluís Serra Majem, Lourdes Ribas
Barba y Rocío Ortiz Moncada 123
LA COMUNICACIÓN EN NUTRICIÓN Y SALUD EN LA SOCIEDAD
ACTUAL: ÉTICA Y DEONTOLOGÍA PROFESIONAL.
Consuelo López Nomdedeu 149
III. DIMENSIONES ÉTICAS DE LA INVESTIGACIÓN EN
 NUTRICIÓN 165
 III.1. INVESTIGACIÓN EN NUTRICIÓN 167
ASPECTOS ÉTICOS DE LA INVESTIGACIÓN EN NUTRIGENÓMICA
Y CON BIOBANCOS. María Luisa Bonet 169
PLANTAS Y ALIMENTOS TRANSGÉNICOS. Juan Ramón
Lacadena 193
LOS ALIMENTOS GENÉTICAMENTE MODIFICADOS. LOS
FINES DE LA BIOTECNOLOGÍA Y EL ECLIPSE DE OTROS
INTERESES. Marian Araujo Yaselli 223
 III.2. INVESTIGACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN 245
INVESTIGACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN. Javier Sanz-Valero,
Luis David Castiel y Jorge Veiga de Cabo 247
RETOS ÉTICOS EN LA ACTIVIDAD INVESTIGADORA
Carmina Wanden-Berghe 265
ÉTICA EN LA INVESTIGACIÓN EN NUTRICIÓN CLÍNICA
Paula Ravasco 283
10
11
0
PRESENTACIÓN
12
13
EN OTOÑO DE 2005 se incorporaba a la Universidad de Alicante, con una beca de
postgrado, la profesora de la Escuela de Nutrición y Dietética de la Universidad
Central de Venezuela Marian Araujo Yaselli. Aunque su estancia estaba encami-
nada a cursar el doctorado de Salud Pública que imparte el Departamento de
Enfermería Comunitaria, Medicina Preventiva y Salud Pública e Historia de la
Ciencia, nos manifestó su interés por la bioética y nos propuso organizar algún
tipo de actividad donde se pudiera reflexionar y debatir sobre bioética y nutrición.
Recogimos el reto, nos pusimos en contacto con el Departamento de Filosofía del
Derecho y Derecho Internacional Privado de la Universidad de Alicante y conven-
cimos al profesor Macario Alemany para que se sumase a la iniciativa.
Un año después, en octubre de 2006, con el patrocinio académico de la Es-
cuela Universitaria de Enfermería de la Universidad de Alicante en tanto que centro
responsable de la docencia de la nutrición humana y la dietética, tenía lugar el
primer Seminario Interdisciplinar sobre Bioética y Nutrición. Con el subtítulo de «Los
retos del siglo XXI», los ponentes invitados nos ofrecieron muchas de las claves que
permiten abordar las principales cuestiones éticas que plantean la nutrición y la
dietética. En noviembre de 2007 se convocaba el segundo seminario, dedicado en
esta ocasión a debatir las cuestiones bioéticas que comportan las políticas de nutri-
ción. La incorporación de la Red MeI-CYTED de Malnutrición en Iberoamérica, que
coordina la profesora Carmina Wander-Berghe Lozano, como entidad coorganizadora,
otorgó a los seminarios la condición de encuentros iberoamericanos y así se hizo
constar como subtitulo en el que tuvo lugar en noviembre de 2008, que dedicamos a
abordar las dimensiones éticas de la investigación en nutrición.
En los tres seminarios se contó con la participación de dieciséis ponentes
que aportaron, desde la pluralidad disciplinar, diferentes miradas sobre el tema
14
propuesto para debate. La monografía colectiva que el lector tiene en sus manos
recoge algunas de las ponencias que fueron presentadas en los diferentes semi-
narios. Se trata, como se podrá comprobar con la lectura de los textos, de aproxi-
maciones diferentes en intensidad y cercanía a la cuestión nuclear que pretende
dar unidad al libro y que no es otra que la relación entre bioética y nutrición.
La parte de contenido metodológico e histórico comienza con la reedición de
un conocido trabajo de MANUEL ATIENZA, «Juridificar la bioética», en el que se propone
tomar como modelo de razonamiento con principios la argumentación jurídica de
los tribunales superiores en casos de conflicto de derechos. El autor sostiene la
plausibilidad de una conexión metodológica entre derecho y bioética, de manera
que seprecisa el alcance del enfoque de los principios en la bioética como método
de resolución de problemas concretos a partir de principios muy generales. A con-
tinuación, con un enfoque histórico, ROSA BALLESTER se ocupa de la evolución de los
principales fundamentos éticos que han guiado la investigación biomédica. Se tra-
ta de una completa aproximación a la génesis de la bioética y al desarrollo de sus
fundamentos, que ayuda a entender el cuándo, el cómo y el porqué de la ética en
la investigación. Tras repasar algunos de los principales hitos en la ética de la
investigación en seres humanos, la autora finaliza su trabajo con el ejemplo histó-
rico de los retos éticos que plantearon las investigaciones sobre la poliomielitis y la
búsqueda de una vacuna eficaz.
Las dimensiones éticas, políticas y jurídicas del principio de seguridad
alimentaria se abordan en cinco trabajos. En el primero, MARÍA ALMODÓVAR da cuen-
ta de las principales herramientas de protección de la seguridad alimentaria que
ofrece el derecho administrativo, destacando que la administración pública ha
sido considerada tradicionalmente como el poder del Estado directamente impli-
cado en la garantía de la seguridad alimentaria. El trabajo se ocupa tanto del
nivel comunitario como del nivel nacional. Con respecto al derecho comunitario, se
centra en el importante Reglamento de la Comunidad Europea 178/2002, expli-
cando los principios generales de esta regulación, los requisitos generales de la
legislación alimentaria de los países miembros y la constitución de la Autoridad
Europea de Seguridad Alimentaria. Con respecto al derecho estatal, da cuenta de
los instrumentos de intervención disponibles en materia de seguridad alimentaria
y la constitución de una Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición.
En el segundo trabajo, ANTONIO DOVAL desarrolla el tema de la protección
penal y de política criminal en materia de seguridad alimentaria, que se suma en
15
los últimos años a la tradicional protección administrativa como consecuencia del
acaecimiento de gravísimas y repetidas crisis de inseguridad alimentaria (aceite
de colza, vacas locas, pollos con dioxinas, engorde con clembuterol, etc.). Doval
explica la categoría penal de los delitos de fraude alimentario y sostiene una vi-
sión crítica de éstos, poniendo de manifiesto la dificultad de una política penal
coherente en materia de seguridad alimentaria si se parte de la legislación ya en
vigor.
En el tercer trabajo, se abandona la perspectiva jurídica y de política crimi-
nal para adentrarnos de lleno en la perspectiva ética. PABLO DE LORA trata de desa-
fiar la moral social dominante proponiendo la validez de algunas razones morales
que apoyarían el vegetarianismo. Para ello, De Lora distingue diversos modelos
de dietas, señalando como totalmente injustificada la que denomina «omnívora sin
restricciones» y supererogatoria (esto es, elogiable pero no exigible), la dieta «vegana».
Quedarían, entonces, dos opciones moralmente aceptables: la «omnívora consciente»
(que exige el respeto al bienestar de los animales, aunque no a su vida, salvo la de
algunos animales no humanos caracterizados como personas) y la «vegetariana»
(ovo-láctea).
El texto firmado por los profesores LLUÍS SERRA, LOURDES RIBAS Y ROCÍO ORTIZ, a
partir de las dimensiones éticas que encierran muchos de los determinantes que
explican el estado nutricional y alimentario de las poblaciones, plantea la necesi-
dad de reconsiderar los objetivos de las políticas de nutrición a la luz de los cam-
bios epidemiológicos que encierra la paradoja nutricional que conlleva asistir a un
incremento de la prevalencia de la obesidad y el sobrepeso, mientras persisten el
hambre y la desnutrición.
Las dimensiones éticas y los problemas de deontología profesional que com-
portan la comunicación en salud y la educación para la salud, y la nutricional en
particular, son analizadas en el quinto trabajo firmado por la profesora CONSUELO
LÓPEZ NOMDEDEU. En él se abordan el reto y las dificultades que plantea la comuni-
cación en nutrición y salud en la llamada «sociedad de la información», y se resal-
tan la profesionalidad, el rigor científico y la seriedad informativa con la que de-
ben tratarse los contenidos relacionados con la salud de la población. La autora —
que realiza una valoración crítica de los programas de educación sanitaria y sus
limitaciones— recuerda, por un lado, la necesidad de situar los programas de
educación nutricional en el marco de las políticas nutricionales y, por otro, la obli-
gación de contemplar los tres ámbitos naturales para el desarrollo de la educación
16
nutricional: la comunidad, con una atención particular a la restauración social, la
escuela y la unidad familiar; además de involucrar a todos los sectores que parti-
cipan en el «hecho alimentario».
Las dimensiones éticas de la investigación en nutrición, tanto en su vertien-
te básica y aplicada como clínica, son tratadas en los cinco últimos capítulos que
conforman el libro. La profesora MARÍA LUISA BONET aborda los retos que tiene plan-
teados en la actualidad la genómica nutricional y expone las principales
implicaciones éticas que conlleva la investigación en nutrigenómica, sin duda uno
de los campos de vanguardia en el ámbito de la investigación biomédica. Además,
aporta una interesante contextualización de las exigencias éticas que deben acom-
pañar el desarrollo de la nutrigenómica en las líneas básicas que guían la bioética
de la investigación.
Las aplicaciones de la biotecnología, y en concreto la debatida cuestión de
las plantas y los alimentos transgénicos, es el objeto de los capítulos que firman,
respectivamente, el profesor JUAN RAMÓN LACADENA y la profesora MARIAN ARAUJO. En
el primer caso, a partir de la contraposición entre opinión pública y opinión publi-
cada, el eje central de la contribución del profesor Lacadena se refiere al análisis
de los conocimientos sobre temas biotecnológicos que muestra la población euro-
pea y en qué medida éstos mediatizan las actitudes que generan debates como
los que se suscitan entre los partidarios del optimismo y los del pesimismo tecno-
lógico. Por su parte, la profesora Araujo, desde la mirada crítica que ofrecen otras
perspectivas —socioeconómicas, político-jurídicas o culturales— aborda los pro-
blemas de los alimentos genéticamente modificados, en el marco de la economía
globalizada.
En el resto de capítulos relacionados con la investigación, la profesora PAULA
RAVASCO expone los requisitos éticos que deben guiar toda investigación clínica. La
profesora CARMINA WANDER-BERGHE aporta algunos ejemplos sobre los retos éticos
que puede plantear la actividad investigadora. Y los profesores JAVIER SANZ, LUIS
DAVID CASTIEL y JORGE VEIGA analizan el problema de la comunicación científica y los
desafíos que ésta debe afrontar en el marco de la nueva sociedad de la informa-
ción.
MACARIO ALEMANY,
JOSEP BERNABEU-MESTRE
Universidad de Alicante, diciembre de 2009
17
I
CUESTIONES
METODOLÓGICAS
E
HISTÓRICAS
18
19
JURIDIFICAR LA BIOÉTICA.
UNA PROPUESTA METODOLOGICA
MANUEL ATIENZA *
1. LOS PRINCIPIOS DE LA BIOÉTICA: LA VERSIÓN ESTÁNDAR Y
ALGUNAS PROPUESTAS ALTERNATIVAS
El primer dato que llama la atención a quien se aproxima por primera vez
a estos problemas es la existencia de un importante consenso en torno a los
llamados «principios de la bioética». Esos principios constituyen el punto de par-
tida obligado en cualquier discusión que uno emprenda con médicos, sanitarios,
biólogos, bioeticistas, etc., a propósito de la eutanasia, los trasplantes de órga-
nos, el genoma humano, la optimización de recursos en medicina intensiva, la
asistencia a enfermos de sida o la experimentación con algún nuevo fármaco.
¿Pero qué son esos principios y cómo se ha llegado a su formulación?
El origen se encuentra en la creación, por parte del Congreso de los Esta-
dos Unidos, de una Comisión Nacional encargada de identificar los principios
éticos básicos que deberían guiar la investigacióncon seres humanos en las
ciencias del comportamiento y en biomedicina. Esa comisión comenzó a funcio-
nar en 1974 (unos cuatro años después de que se acuñara el término bioética
para designar los problemas éticos planteados por los avances en las ciencias
biológicas y médicas) y cuatro años más tarde, en 1978, los comisionados publi-
caron el llamado «Informe Belmont», que contenía tres principios: el de autono-
mía o de respeto por las personas, sus opiniones y elecciones; el de beneficencia,
que se traduciría en la obligación de no hacer daño y de extremar los beneficios
y minimizar los riesgos, y el de justicia o imparcialidad en la distribución de los
riesgos y de los beneficios. La expresión canónica de los principios se encuentra,
* Departamento de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional Privado, Universidad de Alicante.
20
sin embargo, en un libro del año 1979, escrito por Tom L. Beauchamp (quien
había sido miembro de esa comisión) y James F. Childress (BEAUCHAMP y CHILDRESS,
1989). En esa obra se añade a los anteriores principios uno nuevo, el de no
maleficencia, y a todos ellos se les da una formulación suficientemente amplia (y
vaga) como para que puedan regir no sólo en la experimentación con seres hu-
manos, sino también en la práctica clínica y asistencial. De acuerdo con la exce-
lente síntesis que efectúa Diego Gracia (GRACIA, 1991), los autores (que curiosa-
mente parten de concepciones distintas de la ética: Beauchamp es un utilitaris-
ta y Childress, básicamente, un kantiano) entienden que se trata de principios
prima facie, esto es, que obligan siempre y cuando no entren en conflicto entre
sí; en caso de conflicto, los principios se jerarquizan a la vista de la situación
concreta; o, dicho de otra forma, no hay reglas previas que den prioridad a un
principio sobre otro y de ahí la necesidad de llegar a un consenso entre todos los
implicados, lo que constituye el objetivo fundamental de los «Comités institucio-
nales de Ética».
Por lo demás, en esa obra no se contiene una formulación muy precisa de
los principios en cuestión, sino que el acento se pone más bien en las diversas
interpretaciones de cada principio y en los problemas que surgen al poner en
relación cada uno de esos principios con los otros. Así, ser respetado como per-
sona autónoma significa, en primer lugar, reconocer el derecho de las personas
a tener su propio punto de vista, a elegir y a realizar acciones basadas en los
valores y creencias personales. Pero implica también tratar a los agentes de
manera tal, que se les permita e incluso se les facilite actuar autónomamente
(BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, p. 71). Sin embargo la autonomía no es el principio
supremo (no funciona como una especie de principio «triunfo»), sino «un princi-
pio moral en un sistema de principios» (BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, p. 112). El
de no maleficencia implica que no se debe causar daño a otro y se diferencia así
del principio de beneficencia, que envuelve acciones de tipo positivo: prevenir o
eliminar el daño y promocionar el bien (BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, p. 123).
Pero se trata más bien de un contínuo, de manera que no hay una separación
tajante entre uno y otro principio (BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, p. 194). Final-
mente, el principio de justicia, en sentido formal, significa que una persona no
puede ser tratada de manera distinta a otra, salvo que entre ambas se dé alguna
diferencia relevante (BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, p. 259). Pero existen diversas
teorías de la justicia que interpretan de manera distinta los criterios materiales
21
(sin los cuales aquel principio es vacío). Concretamente, los autores consideran
que hay tres grandes tipos de teorías: las igualitaristas, que ponen el énfasis en
el igual acceso a los bienes que toda persona racional desea; las liberales, que
ponen el énfasis en los derechos a la libertad social y económica, y las utilitaristas
que ponen el énfasis en una combinación de criterios de la que resulta una
maximización de la utilidad pública (BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, p. 265). Estas
teorías son incompatibles entre sí (al menos en ciertos puntos), pero no cabe
optar por ninguna de las tres (ni existe tampoco alguna de orden superior que
las articule sistemáticamente), de manera que lo único que cabe esperar es que
«las políticas públicas cambien de postura poniendo el énfasis ahora en una
teoría y más tarde en otra. Este terreno inseguro puede reflejar una cierta duda
y ambivalencia —añaden—, pero no equivale necesariamente a injusticia»
(BEAUCHAMP y CHILDRESS, 1989, pp. 301-302).
Como se ha señalado muchas veces, esta concepción ha conformado, prác-
ticamente desde su formulación, el paradigma dominante en bioética. En la obra
de Diego Gracia ya mencionada, Procedimientos de decisión en ética clínica, se
encuentra una clara y completa exposición de la discusión que ha tenido lugar
en este campo en los últimos veinte o veinticinco años. Yo voy a referirme aquí
únicamente, y en forma muy breve, a dos propuestas críticas con respecto al
anterior enfoque principialista, debidas la una a Albert R. Jonsen y Stephen
Toulmin, y la otra, al propio Diego Gracia.
Jonsen y Toulmin formaron también parte de la mencionada Comisión
del Congreso norteamericano y escribieron, en 1988, una obra, The Abuse of
Casuistry (JONSEN y TOULMIN, 1988), en la que propusieron, frente a lo que llama-
ron «la tiranía de los principios» (la idea de que la ética consiste exclusivamente
en un código de reglas y principios generales), la rehabilitación de la «casuística»,
esto es, de un método de pensamiento que se centra, fundamentalmente, en el
caso concreto. Se trataría, según ellos, del procedimiento adecuado en campos
como la administración pública, el derecho, la medicina o la ética, en donde
deben tomarse decisiones prácticas a la vista de las peculiaridades de cada caso
y en donde sólo cabe alcanzar conclusiones provisionales. La razón no opera
aquí —cabría decir— de manera deductiva, sino en forma analógica. No es posi-
ble partir de principios o reglas generales indiscutibles para obtener una conclu-
sión concreta a través de una premisa menor que especifique las circunstancias
del caso. Por el contrario, el punto de partida es simplemente máximas, tópicos
22
o lugares comunes que sólo pueden ser comprendidos en los términos de los
casos paradigmáticos que definen su sentido y su fuerza (JONSEN y TOULMIN, 1988,
p. 23); lo esencial, por ello, consiste en elaborar una taxonomía (moral, médica o
jurídica) que clasifique los casos según sus semejanzas y diferencias. De acuer-
do con los autores, la Comisión habría operado —sin que sus miembros fueran
muy conscientes de ello— en una forma casuística, esto es, clasificando las se-
mejanzas y diferencias moralmente significativas que se daban entre los diver-
sos tipos de investigación considerados. Ese método casuístico es lo que les
habría permitido alcanzar un acuerdo en sus conclusiones prácticas, por más
que los principios generales asumidos por los distintos comisionados difirieran
entre sí: «Los miembros de la comisión —escriben— estaban ampliamente de
acuerdo acerca de las recomendaciones prácticas de carácter específico; esta-
ban de acuerdo en qué estaban de acuerdo; pero lo único en lo que no podían
estar de acuerdo era en por qué estaban de acuerdo sobre ello. En la medida en
que el debate tenía lugar en el nivel de los juicios particulares, los once comisio-
nados veían las cosas básicamente en la misma forma. En el momento en que se
remontaban al nivel de los ‘principios’, iban por caminos separados. En lugar de
principios universales establecidos de manera segura, en los que tuvieran una
confianza incondicional y que les dieran un fundamento intelectual para juicios
particulares acerca de tipos de casos específicos, lo que ocurría era justo lo
contrario» (JONSEN y TOULMIN, 1988, p. 18).
La crítica, y la alternativa, de Diego Gracia es, en cierto sentido, de signo
opuesto a la de Jonsen y Toulmin. Él concede, por cierto, una gran importanciaa la casuística —y, en particular, a la «nueva casuística» de estos últimos—, pero
lo que le preocupa, sobre todo, son las cuestiones de fundamentación1. La
operatividad de los principios de la bioética pasa, en su opinión, por establecer
alguna jerarquización entre ellos que no dependa de la «ponderación» de las
circunstancias de cada caso. Su idea viene a ser que esos cuatro principios no
tienen el mismo rango, precisamente porque su fundamentación es distinta: «La
1 Anteriormente al libro antes citado (GRACIA, 1993)), este autor había escrito una voluminosa,
documentada e importante obra, Fundamentos de bioética (GRACIA, 1989), en donde pasa revista
prácticamente a toda la historia de la ética. Ahí, en el prólogo, justifica ese (verdaderamente
ímprobo) trabajo de fundamentación, porque «aunque el clínico desea, por lo general, respuestas
rápidas y concretas [...] el intento de resolver los problemas prácticos y concretos sin un previo
trabajo de fundamentación [es] un error grave, que al final se paga caro» (GRACIA, 1989, p. 12).
23
no-maleficencia y la justicia se diferencian de la autonomía y la beneficencia en
que obligan con independencia de la opinión y la voluntad de las personas impli-
cadas, y [...] por tanto tienen un rango superior a los otros dos» (GRACIA, 1991, p.
126). Entre unos y otros hay la diferencia que va entre el bien común y el bien
particular. Por eso —añade Gracia— los primeros configuran una «ética de míni-
mos» y los segundos una «ética de máximos»: «A los mínimos morales se nos
puede obligar desde fuera, en tanto que la ética de máximos depende siempre
del propio sistema de valores, es decir, del propio ideal de perfección y felicidad
que nos hayamos marcado. Una es la ética del ‘deber’ y la otra la ética de la
‘felicidad’. También cabe decir que el primer nivel [el configurado por los princi-
pios de no maleficencia y justicia] es el propio de lo ‘correcto» (o incorrecto), en
tanto que el segundo [el de los principios de autonomía y beneficencia] es el pro-
pio de lo ‘bueno’ (o malo). Por eso, el primero se corresponde con el Derecho, y el
segundo es el específico de la Moral» (GRACIA, 1991, pp. 129-130).
2. UNA CRÍTICA A LOS MODELOS DE JONSEN-TOULMIN Y DE GRACIA
En mi opinión, estas dos últimas propuestas están en lo cierto al conside-
rar insatisfactoria —o, al menos, insuficiente— una concepción puramente
principialista como la de Beauchamp y Childress, y ambas apuntan también en
la dirección adecuada al esforzarse por construir una ética —o una bioética—
que proporcione criterios de carácter objetivo y que, por así decirlo, se sitúe a
mitad de camino entre el absolutismo y el relativismo moral. Sin embargo ningu-
na de ellas constituye, a mi juicio, un modelo enteramente satisfactorio, por lo
siguiente.
En relación con la obra de Jonsen y Toulmin, me parece que hay dos
críticas fundamentales que hacer. La primera es que el recurso que ellos sugie-
ren a las máximas o tópicos es manifiestamente insuficiente para elaborar crite-
rios objetivos de resolución de conflictos. Esto es así, porque frente a un caso
difícil —bien se trate del derecho, de la medicina o de la ética— existe siempre
más de una máxima aplicable, pero de signo contradictorio; y el problema es que
la tópica —o la nueva casuística de Jonsen y Toulmin— no está en condiciones
de ofrecer una ordenación de esas máximas o, mejor dicho, no podría hacerlo sin
negarse a sí misma, pues eso significaría que, en último término, lo determinan-
te serían los principios o las reglas —si se quiere, de segundo nivel— que
jerarquizan las máximas. La segunda crítica —estrechamente conectada con la
24
anterior— es que estos autores parecen depositar una excesiva confianza en la
prudencia o sabiduría práctica —lo que Aristóteles llamó frónesis en cuanto opues-
to a episteme— y en su capacidad para resolver en forma cierta —o, al menos,
con toda la certeza que puede existir en las cuestiones prácticas— problemas
específicos. Como ha escrito Arras, uno de sus críticos: «La fe de Jonsen y Toulmin
en la casuística como una máquina de consenso social es muy probablemente
gratuita» 2.
Por lo que se refiere a la propuesta de Diego Gracia, su intento de
jerarquización de los principios no me parece enteramente logrado. Es cierto, al
menos tal y como yo veo las cosas, que las razones utilitaristas —las que están
ligadas con la felicidad o con lo bueno— deben subordinarse a las razones de
corrección —las que se vinculan con los fines últimos—, pero la división de los
principios que él efectúa no la veo justificada. Por un lado, el fundamento de esa
jerarquización (el hecho de que unos obligan con independencia de la opinión y
la voluntad de los implicados) parece envolver una suerte de petición de princi-
pio: si se acepta el criterio, entonces, obviamente, la autonomía ha de tener un
rango subordinado, pero lo que no se ve es por qué ha de ser ése el criterio de la
jerarquía; esto es, queda sin fundamentar por qué la opinión y la voluntad de los
implicados —o sea, la autonomía— ha de subordinarse a alguna otra cosa, a
algún otro valor. Por otro lado, Gracia entiende que los principios del primer
nivel «son expresión del principio general de que todos los hombres somos bási-
camente iguales y merecemos igual consideración y respeto» (GRACIA, 1991, p.
128); pero, si se acepta esto, no se entiende muy bien por qué la opinión y la
voluntad de un individuo han de contar menos que las de otro, esto es, no se en-
tiende por qué la autonomía no es también expresión de ese principio general 3.
Finalmente, la distinción entre esos dos niveles presupone dos ideas que no me
parecen aceptables: una es la tesis —no afirmada, creo, explícitamente por Gra-
cia, pero implícita en su planteamiento— de que causar un daño a una persona
2 Tomo la cita de GRACIA, 1993, p. 105.
3 Adela Cortina, cuyos planteamientos éticos parece haber tenido muy en cuenta Diego Gracia, ha
defendido en diversas ocasiones la importancia de distinguir entre una ética de mínimos y de
máximos (CORTINA, 1986). Sin embargo se muestra más bien reacia a aceptar la jerarquización de
los principios de la bioética que presenta Gracia. En particular, y dada la «reformulación» que
ella efectúa del principio de autonomía, considera que «resulta imposible situarla entre los máxi-
mos, no exigibles, sino opcionales» (CORTINA, 1993, p. 240).
25
es moralmente peor que no hacerle un bien (por ejemplo, que matar es peor que
dejar morir); esto es lo que parece estar en el fondo de la prioridad que él atribu-
ye al principio de no maleficencia sobre el de beneficencia, a pesar de que se
esfuerza —pero en este punto su exposición no me parece del todo clara— por no
presentar estos dos últimos principios como el reverso y el anverso de una mis-
ma realidad, sino como una diferencia «entre el bien común y el bien particular»
(GRACIA, 1991, p. 129); en todo caso, su afirmación de que «no se puede hacer el
bien a otro en contra de su voluntad, aunque sí estamos obligados a no hacerle
mal» (GRACIA, 1991, p. 129), carece, en mi opinión, de justificación, pues presu-
pone que el «bien» de una persona es algo subjetivo (lo que ella considera como
tal), mientras que el «mal» podría ser determinado de acuerdo con criterios obje-
tivos, esto es, con independencia de lo que considere como «malo para ella». La
otra idea que no me parece de recibo es la conexión que efectúa de todo lo ante-
rior con el derecho. La tesis de que el derecho viene a configurar una especie de
mínimo ético puede —con algunas reservas que no vienen ahora al caso y a las
que luego me referiré— aceptarse, pero de ahí no se sigue la vinculación que él
establece de lo jurídico con el primer nivel de la ética; o, mejor dicho, esto podría
resultar cierto en relación con el derecho del Estado liberal —o con ciertas ra-
mas del derecho—, pero no parece serlo en relación con el derecho del Estado
social y democrático que proclama como valores consustanciales (entre otros) el
bienestar y la autonomía de los individuos.3. DERECHO Y BIOÉTICA. LA CONEXIÓN METODOLÓGICA
Supongo que, a estas alturas del artículo, más de un lector con formación
médica y que no esté dispuesto a mostrar conmigo la actitud benevolente que en
su momento me dispensó el doctor Cabello se esté temiendo lo peor. Pues el
título del artículo, unido a las críticas que acabo de efectuar, podrían hacerle
pensar que lo que se esconde bajo el rótulo «juridificar la bioética» es una vuelta
a la deontología médica tradicional, esto es, a la concepción de la ética médica —
y, por extensión, de la bioética— como un código único de preceptos y obligacio-
nes aplicados según procedimientos burocráticos y respaldados coacti-vamente.
Como ha escrito gráficamente Diego Gracia refiriéndose a la ética médica clási-
ca: «El código único se ha expresado tradicionalmente en forma de leyes, precep-
tos o mandamientos. De ahí que el procedimiento de la ética viniera a coincidir
con el del derecho. [...] Como se sabe, tal procedimiento consiste en la apertura
26
de expediente disciplinario a un miembro de la profesión a partir de una denun-
cia, la subsiguiente información de los hechos, su enjuiciamiento desde el códi-
go de faltas legalmente establecido y, en fin, la imposición de la sanción. Es un
procedimiento típicamente judicial, bien que realizado por las autoridades pro-
fesionales en vez de por los jueces. La llamada deontología tiene, por ello, un
caracter jurisprudencial [...] se ha reducido tradicionalmente a eso, a un proce-
dimiento jurídico o parajurídico» (GRACIA, 1993, p. 22).
Pues bien, no es a esto a lo que deseo referirme con mi propuesta de
«juridificar la bioética», sino a algo bastante distinto, como en seguida trataré de
mostrar. Antes, sin embargo, me parece importante introducir algunas aclara-
ciones sobre cómo pueden plantearse las relaciones entre el derecho y la bioética,
y sobre en qué consiste la aplicación de las normas jurídicas que llevan a cabo
los jueces y tribunales.
Aunque pueda considerarse que el derecho configura un mínimo ético,
esto no quiere decir —o no quiere decir sólo— que la moral empieza donde el
derecho termina. Sin duda esta última afirmación contiene una idea amplia-
mente aceptada en nuestras sociedades —aunque bastante menos clara de lo
que parece a primera vista—: la de que el derecho —o, al menos, el derecho
penal— debe abstenerse de regular —de prohibir— conductas que sólo tienen
que ver con las opiniones morales de los individuos; dicho de otra forma, que el
derecho debe permanecer neutral frente al pluralismo moral: no debe tratar de
imponer un determinado código moral frente a los demás o, como escribió John
Stuart Mill en un celebérrimo texto: «El único fin por el cual es justificable que la
humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción
de uno cualquiera de sus miembros es la propia protección. [...] la única finali-
dad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miem-
bro de una comunidad civilizada contra su voluntad es evitar que perjudique a
los demás» (MILL, 1970, p. 65).
Ahora bien, no hay ninguna contradicción en aceptar lo anterior y enten-
der, al mismo tiempo, que, en un importante sentido, el derecho empieza donde
termina la moral; esto es, que, sin una regulación detallada —legalista—, unas
instancias encargadas de aplicar las anteriores normas a los casos concretos —los
jueces— y el respaldo de la fuerza física para asegurar el cumplimiento de esas
decisiones —la coacción estatal—, la moral —cualquier moral: incluida, natural-
mente, la que defiende la anterior idea del «mínimo ético»— serviría de muy poco.
27
El derecho es —o debe ser— una prolongación de la moral, un mecanismo para
positivizar la ética. Vistas así las cosas, la idea de «juridificar la bioética» no
parece facilmente discutible. Como ha escrito Ramón Martín Mateo:
Es, pues, necesario que el legislador intervenga ordenando conductas y
puntualizando extremos no deducibles sin más de las vagas formulaciones
de la bioética, lo que no puede quedar al libre arbitrio e interpretación de
profesionales e investigadores.
[...]
Sólo la ley puede decirnos cuándo y en qué condiciones puede practicarse
un aborto o realizarse un trasplante de órganos. La fecundación artificial
—y sus consecuencias jurídicas: filiación y herencia— es también de la
incumbencia del legislador. El internamiento psiquiátrico imperativo, la
vacunación obligatoria, las condiciones de experimentación con huma-
nos, la aceptación general de lo que se considera muerte biológica son,
entre otros, exponentes de campos para los que es inexcusable el pronun-
ciamiento de la ley. Lo mismo puede decirse de los derechos sociales. De
nada vale proclamar enfáticamente el derecho a la salud de todos los
ciudadanos, si no se adopta un estatuto que haga efectivo el acceso a los
servicios públicos sanitarios. (MARTÍN MATEO, 1987, p. 75.) 4
Mi propuesta de juridificar la ética se refiere, sin embargo, a otro aspecto
de la cuestión. No tiene que ver propiamente con lo que cabría llamar la co-
nexión «material» entre el derecho y la bioética, sino más bien con una conexión
de tipo «metodológico». Lo que deseo sostener es que hay un tipo de conflicto
jurídico cuya resolución consiste justamente en «ponderar» principios contra-
puestos y que, para tratar con esos casos, se ha ido desarrollando una cierta
metodología que podría resultar de utilidad también para la aplicación de los
principios de la bioética a los casos concretos.
4 No estoy, sin embargo, de acuerdo con la forma en que el autor entiende, en otro aspecto, las
relaciones entre el derecho y la moral, que encierra un positivismo ideológico —por más que se
base en la Constitución— y que —me temo— constituye una opinión común entre los juristas
españoles. «Si las decisiones que la Constitución incorpora —escribe Martín Mateo— han sido
adoptadas democráticamente, si hay un dispositivo para la producción legislativa reconocible
que da lugar a la adopción de leyes de general o al menos mayoritaria aceptación, no cabe
expresar juicios morales al respecto. Las Constituciones no son buenas ni malas éticamente; a lo
más, pueden ser acertadas o erróneas en cuanto al discernimiento por los constituyentes de las
convicciones comunitarias» (MARTÍN MATEO, 1987, p. 164).
28
Me hago cargo de que, en este punto, cualquier lector atento podría ob-
jetarme que lo que acabo de decir no es diferente de lo propuesto por Jonsen y
Toulmin ni contradice tampoco la alternativa de Diego Gracia. Y, en efecto, es
bastante fácil —casi diría que obvio— traducir ambas concepciones a términos
de teoría del derecho. Lo que Jonsen y Toulmin vendrían a sostener es algo pa-
recido al realismo americano y, más exactamente, a la tópica jurídica de Viehweg.
La aplicación del derecho —al menos en los casos difíciles— no obedece en absolu-
to, según este último, al modelo de la subsunción, sino al método —mejor, al «es-
tilo»— de la tópica: se trata de una técnica del pensamiento problemático —Viehweg
se remonta también, como Jonsen y Toulmin, a Aristóteles— en que el acento
recae no sobre las conclusiones, sino sobre las premisas; éstas —las premisas—
son precisamente tópicos o lugares comunes, esto es, no proposiciones necesa-
riamente verdaderas, sino simplemente opinables o verosímiles. 5
Por lo que se refiere a Diego Gracia, su pendant en la teoría del derecho
vendría a ser la concepción de los principios de Dworkin6. Como es sabido, una
de las ideas centrales de Dworkin es que el derecho no consiste únicamente en
reglas sino también en principios, y que éstos son, a su vez, de dos clases: unos
son —o se expresan en— enunciados que establecen objetivos, metas, propósi-
tos sociales, económicos, políticos, etc. (directrices o policies), mientras que otros
establecen exigencias de justicia, equidad y moral positivas (son los principios en
sentido estricto); los primeros vienen a constituir razones de tipo estratégico o
utilitarista y están subordinados a los segundos, que expresan razonesde co-
5 He estudiado con cierto detalle la concepción de la argumentación jurídica de Viehweg (y de
Toulmin) en mi libro Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica (ATIENZA,
1991). La manera en que describen Jonsen y Toulmin el funcionamiento del razonamiento
por analogía es enteramente coincidente con la de un realista americano, E. H. LEVI (Levi,
1964).
6 Al sostener su tesis de la jerarquización de los principios, Gracia se refiere expresamente a la
teoría de la justicia de Rawls (en particular, al orden «lexicográfico» que este último establece
entre los dos principios de la justicia) (GRACIA, 1991, p. 127), que, sin duda, está también en la
base de la concepción de Dworkin. Por otro lado, este último no es un autor que le resulte en
absoluto desconocido a Gracia, como puede comprobarse leyendo su obra ya mencionada Fun-
damentos de bioética. Aquí, y en Procedimientos de decisión en ética clínica, viene a asumir como
principio básico de la ética la formulación dworkiniana de tratar a todos los individuos con «igual
consideración y respeto».
29
rrección; tan sólo los principios en sentido estricto —pero no así las directrices o
policies— contienen derechos individuales7.
Pues bien, lo anterior me permite precisar en qué consiste mi discrepan-
cia con Jonsen y Toulmin, por un lado, y con Gracia, por el otro. Con respecto a
los primeros, mi tesis es que, en la aplicación del derecho —incluso cuando lo
que hay que aplicar son esencialmente principios—, hay algo más que simples
tópicos o máximas carentes de alguna ordenación interna. Y, con respecto al
último, mi posición vendría a consistir, por un lado, en negar que la anterior
distinción dworkiniana pueda aplicarse a los principios de la bioética (pues nin-
guno de ellos podría interpretarse como si fueran simples directrices o policies)
y, por otro lado, en sostener que, a pesar de ello, aunque los principios (morales)
no sean jerarquizables de la manera que él propone, eso no quiere decir que no
pueda —mejor, no deba— establecerse algún tipo de ordenación en el proceso de
su aplicación; lo que ocurre es que esa ordenación no tiene lugar propiamente
en el nivel de los principios, sino en el de las reglas. Mostraré ahora, antes de vol-
ver a los principios de la bioética, de qué manera se produce esto, es decir, cómo
opera la racionalidad jurídica ante conflictos que envuelven principios —princi-
pios en sentido estricto— y que plantean exigencias incompatibles entre sí.
4. EL «MÉTODO» JURÍDICO
La contraposición entre la libertad de información y de expresión, por un
lado, y el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, por el otro,
constituye un buen ejemplo de este último tipo de conflictos. En relación con el
derecho español, la Constitución reconoce y protege, en el art. 20.1, los derechos
«a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones...» (apdo.
a) y «a comunicar o recibir libremente información veraz...» (apdo d); pero el
mismo artículo añade que estas últimas libertades tienen su límite «especial-
mente, en el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen...» (art. 20.4),
que la propia Constitución había ya «garantizado» previamente en el art. 18.1.
Naturalmente, además de estas normas constitucionales, existen otras, redac-
tadas en términos menos generales, que, de alguna forma, vienen a resolver en
7 He elaborado, junto con Juan Ruiz Manero, una concepción de los principios jurídicos parcial-
mente coincidente con la de Dworkin, en «Sobre principios y reglas», en Doxa, n.º 10 (1991).
30
un determinado sentido los posibles conflictos entre esa serie de exigencias. Así,
por ejemplo, el código penal castiga la injuria, la calumnia y el desacato, y una
ley civil (la Ley Orgánica 1/1982 de 5 de mayo, de protección civil del derecho al
honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen) establece en qué
supuestos se tiene la obligación de publicar una rectificación, de pagar una in-
demnización por haber vulnerado la intimidad o el honor de una persona, etc.
Pero las leyes no pueden evitar que se planteen casos, casos difíciles, que los
tribunales no pueden resolver aplicando simplemente alguna regla específica
previamente establecida, sino efectuando una ponderación entre principios.
Mostraré algunos ejemplos de ello referidos al problema que estamos tratando y
señalaré también, de manera muy sintética, cómo justificó el tribunal constitu-
cional español esas decisiones.
Uno de estos casos, el caso Paquirri (sentencia 231/1988 de 2 de noviem-
bre), se planteó por qué una determinada empresa había comercializado, sin la
autorización de los familiares, una cinta de vídeo que reproducía la cogida del
torero y su posterior tratamiento médico, y fallecimiento, en la enfermería de la
plaza de Pozoblanco. Después de diversas vicisitudes judiciales, la viuda del
torero planteó un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, alegando
que se había vulnerado el derecho a la imagen y a la intimidad. El tribunal
entendió que el derecho a la imagen no podía ser objeto de protección en amparo
(lo que no excluía otro tipo de protección jurídica), debido al caracter personalísimo
de ese derecho (en cuanto derecho fundamental, no en cuanto derecho de conte-
nido patrimonial) que habría dejado de existir con la muerte del torero. Sin em-
bargo el titular del derecho a la intimidad no lo sería solamente el fallecido, sino
también su familia. El tribunal entendió que las imágenes reproducidas consti-
tuían, en efecto, una intromisión ilegítima en ese ámbito de intimidad, básica-
mente por estas tres razones: 1) de las imágenes podía inferirse con seguridad
que «dentro de las pautas de nuestra cultura [...] inciden negativamente, cau-
sando dolor y angustia en los familiares cercanos del fallecido»; 2) las imágenes
en cuestión no forman parte del espectáculo taurino, esto es, no existe un «uso
social» que justifique esa utilización; 3) el que las imágenes hubieran sido ya
emitidas por la televisión en programas informativos no elimina su caracter ínti-
mo.
En el caso Friedman (sentencia 214/1991, de 11 de noviembre), el Tribu-
nal Constitucional tuvo que enfrentarse con una petición de amparo, por parte
31
de la señora Violeta Friedman, basada en que las declaraciones realizadas en la
revista Tiempo por Leon Degrelle (un ex jefe de las SS), en las que negaba el
holocausto judío, anhelaba la llegada de un nuevo Führer, consideraba a Mengele
como un «médico normal», etc., significaban un atentado contra su derecho al
honor, ya que toda su familia había muerto gaseada, por orden del doctor Mengele,
en el campo de exterminio de Auschwitz. El tribunal comienza recordando los
dos criterios que caracterizan su jurisprudencia hasta el momento. Uno se basa
en la distinción entre la libertad de expresión en sentido estricto (referida a la
emisión de juicios y opiniones) y la libertad de información (referida a la manifes-
tación de hechos): la libertad de expresión tiene un mayor ámbito que la de
información, pues el requisito de la veracidad sólo opera en relación con hechos,
no con juicios de valor. El segundo criterio es que el derecho al honor tiene un
caracter personalista, de manera que su protección es más intensa cuando se
trata del honor de las personas físicas y más debil si afecta a personas jurídicas
o a colectivos de personas. La utilización de esos dos criterios llevaría, en este
caso, a denegar el amparo, ya que el tribunal reconoce que las manifestaciones
de Degrelle se inscribían en el ámbito de la libertad de expresión y no se referían
a ninguna persona determinada, sino a un grupo, el pueblo judío. Sin embargo
concedió el amparo, porque a los anteriores criterios añadió uno nuevo según el
cual la libertad de expresión no comprende «el derecho a efectuar manifestacio-
nes, expresiones o campañas de caracter racista o xenófobo».
El periodista José María García fue condenado por la Audiencia Provin-
cial de Zaragoza (previamente había sido absuelto porun Juzgado de Instruc-
ción) por un delito de desacato (que se comete al «insultar a una autoridad en el
ejercicio de sus funciones o con ocasión de éstas») contra José Luis Roca, a la
sazón presidente de la Asociación Española de Futbol y diputado de las Cortes
de Aragón. García había difundido una información según la cual Roca había
cobrado determinadas dietas por supuestos desplazamientos a Zaragoza que,
sin embargo, no se habían producido. El Tribunal Constitucional (en sentencia
105/1990, de 6 de junio) recuerda (remitiéndose, de nuevo, a su propia juris-
prudencia) que el derecho de información goza de una máxima protección cuan-
do la información se refiere a una personalidad pública, se vincula con la forma-
ción de una «opinión pública libre» y quien la difunde es un profesional de la
información y en el ejercicio de su profesión. En el caso se daban todos estos
requisitos, además del de veracidad (entendido como información comprobada
32
según los cánones de la profesionalidad informativa), pero el Tribunal Constitu-
cional no amparó a García, porque éste había emitido «apelativos formalmente
injuriosos en cualquier contexto, innecesarios para la labor informativa o de
formación de la opinión» y «la Constitución no reconoce un pretendido derecho
al insulto».
En la sentencia 20/1992, de 14 de febrero, el Tribunal Constitucional
resolvió un recurso en que se planteaba un conflicto entre la libertad de infor-
mación y el derecho a la intimidad. Lo que había motivado el caso fue la publica-
ción, en el diario Baleares de Palma de Mallorca, de un suelto sin firma (en
febrero de 1986) que decía lo siguiente: «El cuarto caso que se produce en Ma-
llorca del síndrome de inmunodeficiencia adquirida lo padece un arquitecto palme-
sano, quien convivía desde hace algún tiempo con otro compañero de profesión,
catalán. Al parecer, el enfermo es L. V., de treinta y nueve años de edad...» . El
Tribunal Constitucional desestimó el recurso de amparo (que habían planteado la
empresa editora y el director del diario, los cuales habían sido condenados previa-
mente a pagar una determinada indemnización a las dos personas aludidas en el
suelto) basándose en estas dos razones: 1) «tratándose de la intimidad, la veraci-
dad no es paliativo, sino presupuesto, en todo caso, de la lesión»; 2) el derecho a la
intimidad sólo puede ceder frente al derecho a la información «si lo difundido
afecta, por su objeto y por su valor, al ámbito de lo público, no coincidente, claro
es, con aquello que puede suscitar o despertar, meramente, la curiosidad ajena».
Finalmente, el último caso que traeré a colación es el de «El cura de Hío».
El diario El País publicó, en agosto de 1984, un artículo con estos titulares: «Un
cura de Cangas de Morrazo inicia la cruzada contra los desnudistas gallegos.
Garrote en mano, el sacerdote lanzó al vecindario contra un campamento auto-
rizado». Unos días después, el mismo diario publicó otro artículo que recogía las
declaraciones del párroco de Hío, desmintiendo su presencia en aquella algara-
da, y la confirmación de esa versión de los hechos por parte de los vecinos que
explicaron que «el equívoco surgió [...] porque los campistas, en los momentos de
tensión, confundieron a uno de los vecinos con el párroco». A pesar de la rectifi-
cación, el cura de Hío promovió, con éxito, demanda de protección del derecho al
honor contra el director del periódico, la autora del artículo y la empresa editora.
El Tribunal Constitucional falló a favor de estos últimos el recurso de amparo
que habían interpuesto, y lo fundamentó así: el derecho a la libertad de informa-
ción goza, con respecto al derecho al honor, de una «posición prevalente, que no
33
jerárquica», pero siempre y cuando la información transmitida sea «veraz» y esté
referida a asuntos de «relevancia pública». El tribunal entendió que la informa-
ción, aunque hubiese resultado falsa, sin embargo era veraz, porque el alcance
del error no afectaba esencialmente al contenido de la información (al parecer,
quien había participado en los acontecimientos había sido el párroco de Viñó, no
el de Hío) y porque la periodista había procedido con la diligencia exigible (había
contrastado la noticia, el error había tenido caracter involuntario, y había sido
prontamente corregido). Además, se trataba también de una información con
relevancia pública, tanto por los hechos objeto de la información como por la
condición de la persona involucrada en la noticia. Finalmente, a pesar del tono
sarcástico adoptado por la periodista, lo allí expresado no podía considerarse
como «afirmaciones absolutamente gratuitas o innecesarias» o que hubiesen sido
dictadas no con una intención informativa sino «con una finalidad meramente
vejatoria o de menosprecio».
Pues bien, me parece que este conjunto de decisiones, con sus fundamen-
taciones, constituye un buen ejemplo de cómo puede operar la racionalidad prác-
tica —la frónesis aristotélica— sin necesidad de partir de una previa jerarquización
—una ordenación lexicográfica como la que propone Gracia siguiendo a Rawls—
entre los principios, pero sin limitarse tampoco al establecimiento de un mero
catálogo de máximas o tópicos; lo que construye el tribunal —como en seguida
veremos— son verdaderas reglas, aunque, naturalmente, no pueda pretenderse
que éstas se hallen en condiciones de resolver en forma indubitada todos los
casos futuros; pero una regla abierta —que se aplica, o no se aplica, con claridad
a ciertos casos y deja otros en la penumbra— sigue siendo una regla. El «méto-
do» utilizado por el Tribunal Constitucional podría caracterizarse mediante los
siguientes dos pasos.
El primero consiste en la construcción de una taxonomía que permita
ubicar cada caso dentro de una determinada categoría, lo que constituye el pri-
mer esfuerzo argumentativo del tribunal. A partir de los supuestos que hemos
examinado (y que, naturalmente, constituyen sólo una pequeñísima porción de
los resueltos por el tribunal en esta materia), es facil concluir que existen, bási-
camente, tres tipos de conflicto según que la contraposición tenga lugar: a) entre
la libertad de información y el derecho al honor; b) entre la libertad de informa-
ción y el derecho a la intimidad, y c) entre la libertad de expresión y el derecho al
honor. El siguiente cuadro permitirá verlo de manera gráfica:
34
A partir de aquí, el segundo paso consiste en la elaboración de una serie
de «reglas de prioridad» que —insisto— no suponen una ordenación lexicográfica,
esto es, una jerarquización de los principios del tipo de «El principio P1 prevalece
siempre frente al principio P2». Sin pretensiones de exhaustividad, sino como
mera ilustración de lo que quiero decir, esas reglas podrían expresarse así:
a) «Cuando existe una contraposición entre la libertad de información y
 el derecho al honor:
 1. Hay una presunción prima facie en favor de la libertad de
 información.
 2. Sin embargo el derecho al honor puede prevalecer si:
 2.1. La información carece de relevancia pública.
 —Una información tiene relevancia pública si:
 1) afecta a una personalidad pública, o
 2) a alguien que, sin serlo, desempeñe un cargo o pro-
 fesión de interés público.
 —Una información no tiene nunca relevancia pública si:
 1) contiene extremos que afectan al honor de las
 personas, y
 2) esos extremos son innecesarios, o
 2.2. Es inveraz.
 —Una información es veraz si:
 1) es verdadera, o
 2) es falsa, pero se ha procedido con la diligencia debida.»
 Honor Intimidad Propia imagen
Libertad de El cura de Hío Sida Paquirri
información García (a) (b)
Libertad de Friedman (c)
expresión
35
b) «Cuando existe una contraposición entre la libertad de información y
 el derecho a la intimidad:
 1. Hay una presunción prima facie en favor del derecho a laintimidad.
 2. Sin embargo la libertad de información puede prevalecer si:
 2.1. La información tiene relevancia pública.
 (Sobre lo que hay que entender por ‘relevancia pública’ vale
 en principio lo señalado en la regla anterior, pero se añade
 un nuevo criterio):
 —Un hecho no es público sencillamente porque suscite
 curiosidad ajena, y
 2.2. No contradice los usos sociales.»
c) «Cuando existe una contraposición entre la libertad de expresión y
 el derecho al honor:
 1. Hay una presunción prima facie en favor de la libertad de expresión.
 2. Sin embargo el derecho al honor puede prevalecer si:
 2.1. Lo expresado afecta a personas determinadas o determina-
 bles, o
 2.2. Se trata de manifestaciones de caracter racista o xenófobo.»
Sin duda, lo anterior constituye un conjunto de soluciones —de reglas—
fragmentarias, incompletas y abiertas: muchos de los conceptos a los que se
alude necesitan aún ser desarrollados en sentidos imposibles de prever por el
momento; cabe suponer que aparecerán, cuando surjan circunstancias que aún
no se han presentado, nuevas distinciones relevantes; algunos de los criterios
establecidos son sencillamente discutibles y quizá sean abandonados o modifi-
cados con el transcurso del tiempo, etc., etc. Pero esto, naturalmente, no priva al
procedimiento, y a sus resultados, de racionalidad. Por un lado, no estamos en
presencia de un conjunto de opiniones más o menos arbitrarias y subjetivas,
sino que obedecen a una idea de racionalidad que podría caracterizarse así: las
decisiones mantienen entre sí un considerable grado de coherencia; se funda-
mentan en criterios que pretenden ser universalizables; producen consecuen-
cias socialmente aceptables, y (por supuesto) no contradicen ningún extremo
constitucional. Por otro lado, en la medida en que no constituyen simplemente
36
soluciones para un caso, sino que pretenden servir como pautas para el futuro,
constituyen también un mecanismo —imperfecto— de previsión. Finalmente, al
tratarse de decisiones fundamentadas, esto es, de decisiones en favor de las
cuales se aducen razones que pretenden ser intersubjetivamente válidas (al menos,
para quien acepte los anteriores requisitos de coherencia, universalidad,
aceptabilidad de las consecuencias y respeto de la Constitución), esas decisio-
nes pueden también ser (racionalmente) criticadas y, llegado el caso, modifica-
das.
5. LA «JURIDIFICACIÓN» DE LA BIOÉTICA
5.1. De nuevo sobre los principios de la bioética
Y ahora ha llegado el momento de retomar los principios de la bioética.
Anteriormente, al referirme a los comités éticos de ensayos clínicos, señalé que
las razones éticas son las razones últimas del discurso práctico, en el sentido de
que prevalecen siempre —por definición— frente a cualquier otra razón de tipo
instrumental, estratégico, etc. Naturalmente, este carácter último no es ninguna
garantía de infalibilidad: también las decisiones de los tribunales de última ins-
tancia tienen caracter último, pero eso no quiere decir que no puedan estar
(jurídicamente) equivocadas. Además, la ética tiene la característica de ser úni-
ca, en el sentido de que son los mismos principios éticos los que rigen en cual-
quier ámbito de lo humano. Esto excluye que exista, por ejemplo, una ética
peculiar de la esfera de la política y contrapuesta a la que ordena la vida priva-
da8. En relación con la medicina —o con la biología— ocurre lo mismo: los prin-
cipios éticos que aquí rigen no pueden ser otros que los principios generales de
la ética, que adquieren una especial modulación —como ocurre en el caso de la
política— de acuerdo con ciertas características típicas de esas esferas de activi-
dad. Por ejemplo, la existencia de relaciones de asimetría entre el médico y el
enfermo, el hecho de que lo que esté en juego sea un bien tan primario como la
salud o las peculiaridades de la profesión médica llevan a que, en el ámbito de la
medicina, adquieran especial intensidad problemas éticos como el paternalismo,
8 Sobre este problema, me parecen esclarecedores dos artículos de Ernesto Garzón Valdés, «Moral
y política» y «Acerca de la tesis de la separación entre moral y política», publicados en GARZÓN
VALDÉS, 1993.
37
el estado de necesidad o los deberes especiales y, por tanto, a que ciertos princi-
pios éticos pasen a un primer plano de importancia.
Si se examinan con cuidado los llamados «principios de la bioética», me
parece que puede llegarse a la conclusión de que pretenden ofrecer respuesta,
básicamente, a estos cuatro problemas generales: 1) ¿quién debe decidir (el en-
fermo, el médico, los familiares, el investigador)?; 2) ¿qué daño y qué beneficio se
puede (o se debe) causar?; 3) ¿cómo debe tratarse a un individuo en relación con
los demás?; y 4) ¿qué se debe decir y a quien? Ahora bien, si esos problemas se
interpretan de la forma más abstracta posible, entonces no podrán ser otra cosa
que los problemas generales de la ética, esto es, diversos aspectos de la cuestión
generalísima: qué debo (o qué se debe) hacer. Y la respuesta —según lo dicho—
tendría que coincidir con los principios de la ética tout court, lo que no me parece
dificil de mostrar. Basta simplemente con recordar las cuatro formulaciones que
Kant atribuía al imperativo categórico, para que surjan los cuatro principios
clásicos de autonomía, dignidad, universalidad y publicidad como otras tantas
respuestas a aquellos problemas. Naturalmente, estos principios pueden acep-
tarse sin necesidad de hacer profesión de kantismo. En particular, yo no creo
que sea asumible el absolutismo moral kantiano y considero equivocada la res-
puesta que el propio Kant dio a problemas estrechamente conectados con los
actuales de la bioética, como el del suicidio9. La fundamentación de esos princi-
pios tiene, sin duda, una importancia decisiva desde el punto de vista teórico y
práctico, pero no es asunto en el que quepa entrar aquí. Asumiré, sin más, que
están ligados a ciertos rasgos profundos que caracterizan a las personas, esto
es, que reconocemos a otro como persona o somos reconocidos como tales por
los demás si: 1) nadie puede decidir por nosotros, si podemos hacerlo; 2) no se
nos instrumentaliza, esto es, se nos respeta; 3) no se nos trata peor que a los
demás, y 4) podemos conocer para decidir.
La formulación de los principios podría ser, pues, como sigue:
9 En sus Lecciones de ética (KANT, 1988), Kant llega escribir que «El suicidio no es lícito bajo ningún
respecto, ya que representa la destrucción de la humanidad y coloca a ésta por debajo de la
animalidad» (p.192). Sin embargo no me parece dificil interpretar el imperativo categórico de
Kant en forma que sea (en determinadas circunstancias) compatible con la licitud moral del
suicidio.
38
Principio de autonomía: «Cada individuo tiene derecho a decidir sobre
aquello que le afecta» (aquí, en particular, sobre su vida y salud).
Principio de dignidad: «Ningún ser humano puede ser tratado como un
simple medio».
Principio de universalidad (o de igualdad): «Quienes están en las mis-
mas condiciones deben ser tratados de manera igual».
Principio de información: «Todos los individuos tienen derecho a saber
lo que les afecta» (aquí: lo que afecta a su salud).
Estos cuatro principios —y así formulados— es probablemente todo lo que
necesitamos para resolver lo que podemos llamar —recurriendo a terminología
jurídica— casos fáciles. Así, aceptamos sin más que es el paciente, y no el médico,
quien tiene que decidir si se lleva a cabo o no una intervención que comporta de-
terminados riesgos; rechazamos que a una persona pueda usársela como simple
conejillo de Indias (lo que, por cierto, no implica asumir que con los conejos —sean
o no de Indias— quepa hacer cualquier cosa); aceptamos también que nadie puede
estar excluido de los servicios de salud; y exigimos que cualquier persona que vaya
a participar en un ensayo clínico sea debidamente informadaal respecto.
Pero hay también otros casos, los casos difíciles, en los que esos princi-
pios parecen resultar insuficientes. Por ejemplo, ¿qué hacer cuando la persona
afectada no puede tomar decisiones sobre su vida o sobre su salud por su corta
edad, por padecer ciertas insuficiencias de tipo psíquico o porque se halla en
estado de inconsciencia? ¿Y no es el trasplante de órganos un caso en que pare-
ce usarse a un ser humano como un medio? La realización prácticamente de
cualquier ensayo clínico ¿no presupone que, de alguna forma, unos enfermos
—los que integran el grupo de control— van a recibir un mejor trato que el grupo
experimental y que el resto de los enfermos que no participan en el ensayo?10 Y
si todos tenemos derecho a conocer lo que afecta a nuestra salud, ¿significa esto
que el médico tiene siempre la obligación de decirnos todo?
Si bien se mira, las insuficiencias de los anteriores principios para con-
testar estas cuestiones no derivan de que consideremos que hay casos en que no
se pueden respetar esos principios. Esto es, no parece que, para hacer frente a
10 Esto último, debido al llamado «efecto Hawthorne», que consiste en la tendencia, inconsciente o
no, a ofrecer mejores cuidados médicos a los pacientes inmersos en un estudio (los cuales, a su
vez, muestran una mayor disposición a cumplir las prescripciones de los médicos).
39
esas dificultades, tengamos que aceptar que hay ocasiones en que puede ser
lícito conculcar la autonomía, la dignidad, etc. ; si así fuera, los principios mora-
les tendrían verdaderamente un escaso valor. Lo que ocurre es, más bien, que
esos principios establecen lo que puede o debe hacerse, pero dadas ciertas con-
diciones que, sin embargo, no podemos precisar de antemano. Por ejemplo, el
principio de autonomía lo entendemos en el sentido de que un individuo puede
decidir sobre aquello que le afecta, pero siempre y cuando esté en condiciones de
hacerlo. Si no se dieran esas condiciones, entonces estamos dispuestos a acep-
tar que otro pueda —o deba— tomar por él esa decisión, precisamente para
asegurar su dignidad, que no sea tratado peor que otro, etc. En estos casos —los
supuestos de paternalismo justificado—, no tendría sentido decir que estamos
conculcando la autonomía de una persona, sino más bien que hemos descubier-
to un nuevo principio moral, al haber aplicado las exigencias anteriores (de au-
tonomía, dignidad, etc.) a un conjunto de circunstancias típicas que antes no
habíamos considerado. Si hicieramos lo mismo en relación con los otros tres
principios de dignidad, universalidad e información, descubriríamos otros tantos
principios a los que propongo llamar, respectivamente, principio del utilitarismo
restringido, de la diferencia y del secreto. Estos últimos podrían considerarse
principios secundarios (los otros serían primarios), pues derivan de los anterio-
res en el sentido de que su fundamento son las ideas de autonomía, dignidad,
igualdad e información; parece también, por ello, plausible establecer en el dis-
curso práctico —por ejemplo, en su utilización en un comité de ética— una cier-
ta prioridad, en favor de las primeros, que podría adoptar la forma de una regla
de carga de la argumentación: quien pretenda utilizar, para la resolución de un
caso, uno de estos últimos principios (por ejemplo, el de paternalismo frente al
de autonomía, etc.) asume la carga de la prueba en el sentido de que es él quien
tiene que probar que, efectivamente, se dan las circunstancias de aplicación de
ese principio. De acuerdo con lo que, me parece, constituirían esos conjuntos de
circunstancias, la formulación de los nuevos principios podría ser ésta:
Principio de paternalismo justificado: es lícito tomar una decisión que
afecta a la vida o salud de otro si:
—este último está en una situación de incompetencia básica, y
—la medida supone un beneficio objetivo para él, y
—se puede presumir racionalmente que consentiría si cesara la
 situación de incompetencia.
40
Principio de utilitarismo restringido: es lícito emprender una acción que
no supone un beneficio para una persona (o incluso que le supone
un daño), si con ella:
—se produce (o es racional pensar que podría producirse) un
 beneficio apreciable para otro u otros, y
—se cuenta con el consentimiento del afectado (o se puede pre-
 sumir racionalmente que consentiría), y
—se trata de una medida no degradante.
Principio de la diferencia: es lícito tratar a una persona de manera dis-
tinta que a otra si:
—la diferencia de trato se basa en una circunstancia que sea
 universalizable, y
—produce un beneficio apreciable en otra u otras, y
—se puede presumir racionalmente que el perjudicado consenti-
 ría si pudiera decidir en circunstancias de imparcialidad.
Principio del secreto: Es lícito ocultar a una persona informaciones que
afectan a su salud, si con ello:
—se respeta su personalidad, o
—se hace posible una investigación a la que ha prestado consen-
 timiento.
5.2. De los principios a las reglas
Ahora bien, esta serie de principios (y suponiendo que se aceptaran las
formulaciones que acabo de proponer) no permiten, naturalmente, resolver, sin
más ayuda, la diversidad de casos difíciles que pueden surgir en la bioética. Por
un lado, porque es razonable pensar que existen —o que pueden llegar a exis-
tir— otros conjuntos de circunstancias que lleven a la formulación de nuevos
principios. Por otro lado, porque, aun cuando nos circunscribamos a los ante-
riores, necesitan ser precisados —concretados— en forma de reglas. Por ejem-
plo, de acuerdo con lo anterior, cabría concluir que no se puede rechazar ab
initio la posibilidad de un ensayo que no suponga un beneficio —o incluso que
pueda suponer un daño— para los enfermos que participan en el, pero eso no es
todavía suficiente para autorizar, o no autorizar, un determinado ensayo clínico
de esas características; en este sentido puede decirse que los principios son
41
inconcluyentes: por sí mismos no permiten resolver definitivamente un caso.
Además de principios, necesitamos reglas que precisen, por ejemplo, hasta dón-
de ha de llegar el riesgo para una persona y el beneficio para otra, qué cabe
entender por medidas «no degradantes», etc. Pero eso nos lleva a la conclusión
(véase, en el cuadro que sigue, una presentación conjunta de todo lo anterior) de
que el problema fundamental de la bioética es el de pasar del nivel de los princi-
42
pios al de las reglas; o, dicho de otra manera, de construir, a partir de los ante-
riores principios —que, con alguna que otra variación, gozan de un amplio con-
senso— un conjunto de pautas específicas que resulten coherentes con ellos y
que permitan resolver los problemas prácticos que se plantean y para los que no
existe, en principio, consenso. La bioética tendría que proporcionarnos, por así
decirlo, la satisfacción de comprobar que nuestros problemas prácticos pueden
ser resueltos (al menos, en un buen número de casos) sin dejar de ser fieles a
nuestros principios.
5.3. La vía legislativa y la judicial. ¿Por qué no un Comité Nacional
 de Ética?
Si ahora volvemos la mirada hacia el derecho (que, al fin y al cabo, no
pretende otra cosa que hacer posible la solución de problemas prácticos desa-
rrollando —o, al menos, sin conculcar— los principios de la moral), convendre-
mos seguramente en que hay dos vías, no necesariamente alternativas, para
llevar a cabo esta operación, esto es, el paso de los principios a las reglas: la vía
legislativa y la judicial.
La primera tiene indudables ventajas (que se incrementan cuando los
órganos que establecen las reglas poseen una legitimidad indiscutida —por ejem-
plo, por su origen democrático— que podría faltar en los «jueces»), pero también
algunos inconvenientes. En particular, no parece que éste sea el procedimiento
—o el único procedimiento— a seguir cuando las reglas tienen que referirse a
circunstancias altamente imprevisibles —como ocurre cuando dependen de cam-
bioscientíficos o técnicos— o que envuelven juicios de valor, opiniones morales,
etc. que están lejos de suscitar un consenso por parte de los «legisladores». El
riesgo en estos casos es que las normas producidas no alcancen el nivel de
concreción deseable y/o resulten excesivamente rígidas. Me parece que el desa-
rrollo de la bioética ofrece algunos ejemplos de este vano empeño por seguir
única o preferentemente una vía «legislativa». Así, en materia de trasplantes, se
establece la obligación de contar siempre con la autorización de los familiares
del fallecido al que se va a extraer un órgano11 y se prohíbe que el donante pueda
11 Ésta es, cabría decir, una norma «legislada» por las autoridades médicas, pues la ley de trasplan-
tes de órganos (Ley 30/1979 de 27 de octubre, desarrollada por Decreto 426/1980 de 22 de
febrero) parte del principio de que basta con que el fallecido no haya mostrado su voluntad en
contra para que se puedan usar sus órganos.
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recibir una contraprestación económica12. Sin embargo estas exigencias no tie-
nen —como se pretende— carácter ético, sino que, a lo sumo, se basan en crite-
rios de oportunidad que son contingentes; es decir, es posible que, dado el esta-
do de opinión existente al respecto, sea mejor proceder de acuerdo con esas dos
exigencias, pero yo no veo que exista ningún obstáculo de tipo ético para aprove-
char órganos de un cadáver, que no es ya una persona, en beneficio de alguien
que sí lo es; o para asignar una cierta cantidad económica a los donantes de
órganos —o a sus familiares—, aunque sí habría que excluir —por obvias razo-
nes de igualdad— que los trasplantes sigan la ley de la oferta y de la demanda13.
Y algo parecido ocurre con la prohibición de efectuar ensayos con niños, con
enfermos mentales o con embarazadas, lo que no necesariamente —cuando se
entiende como una prohibición absoluta— redunda en beneficio de esas catego-
rías de personas. Se diría que, en todos estos casos, el afán comprensible por
evitar abusos lleva a situar la línea de lo éticamente prohibido más allá de dónde
sería razonable trazarla.
La segunda vía, la «vía judicial», es la que, me parece, debería recorrer la
bioética con mayor frecuencia y decisión de lo que lo hace. Con ello —insisto—
no quiero decir que los jueces profesionales —o, en general, los juristas— hayan
de tener en este campo un mayor peso del que ahora tienen. Por el contrario,
creo que el protagonismo deberían asumirlo, cada vez más, los Comités de Ética
a los que, en su momento, me referí. Pero estos órganos podrían utilizar el méto-
do judicial de ponderación de los principios, que antes he procurado ilustrar,
como un modelo plausible de racionalidad práctica. Me parece que, con lo que
llevo dicho, queda claro que los miembros de esos comités están, en efecto, en
una situación análoga a la de los jueces que tienen que resolver casos jurídicos
basándose esencialmente en principios. Esa analogía puede, sin embargo, desa-
rrollarse todavía un poco más allá, en las dos dimensiones siguientes.
12 Véase el «Documento de consenso» (emitido por la Comisión Permanente sobre Trasplante de
Órganos y Tejidos del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud), en Revista españo-
la de trasplantes, vol. 2 extraordinario.
13 Pero esto no se sigue de lo anterior. Es decir, cabe establecer un sistema de remuneración que,
sin embargo, no sea fijado por el mercado, sino, por ejemplo, por las autoridades públicas del
servicio de salud. Es curioso que, en materia de trasplantes, todo el mundo parece haber asumi-
do que, por parte del donante, no rigen los principios de la ética ordinaria, sino el «principio de
generosidad», según el cual una donación debe ser siempre un acto supererogatorio.
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La primera lleva a proponer la creación de un Comité de ámbito nacional
que operase como una especie de tribunal de segunda instancia con respecto a
cada uno de los Comités de Hospital. No quiero decir con ello que ese Comité
debiera tener el poder de revocar las decisiones de los otros, pues esto no sería ni
deseable ni factible. De lo que se trataría es de que existiera la oportunidad de
volver a discutir los casos verdaderamente conflictivos (deberían ser los propios
Comités de Ética de Hospital los que decidieran cuáles son esos casos), de ma-
nera que se pudiera ir produciendo una especie de «jurisprudencia» que permi-
tiera que los principios de la bioética se fueran desarrollando —es decir, fueran
concretándose en reglas— de una forma más homogénea y coherente que lo que
ocurriría en otro caso. Por supuesto, tales decisiones —o, mejor, los criterios o
las reglas en que éstas se basaran— no tendrían carácter vinculante para los
comités de hospital (de cara a los casos futuros). Su función sería simplemente
—pero esto me parece que es muy importante— de carácter orientativo: los cri-
terios serían seguidos en la medida en que resultaran convincentes.
La otra dimensión —estrechamente ligada a la anterior— tiene que ver
con la exigencia de que las decisiones de ese «Comité Nacional de Bioética» (que
podría constar de diversas secciones: ensayos clínicos, cuestiones asistenciales,
etc.) deban ser motivadas (tanto las de la mayoría como las de los disidentes) y
deban, desde luego, publicarse. Sólo así podría asegurarse un alto grado de
coherencia y que la modificación de los criterios (la conversión de las opiniones
minoritarias en mayoritarias) obedeciese, en la mayor medida posible, a pautas
de racionalidad y no a meros prejuicios ideológicos o a «transacciones» entre
intereses en conflicto.
Anteriormente he utilizado las concepciones de la bioética de Jonsen y
Toulmin, por un lado, y de Gracia, por el otro, como modelos teóricos con los que
contrastar mis puntos de vista al respecto. Esto podría hacer pensar que la
distancia que me separa de ellos es mayor de lo que realmente es. Ya antes he
señalado que la conexión de tipo metodológico entre el derecho y la bioética que
he propuesto está completamente en la línea de lo propugnado por ellos. Ahora
quisiera añadir —y para terminar este ya largo artículo— que lo que acabo de
proponer como modelo para el desarrollo de la bioética no pretende ser otra cosa
que una síntesis —con algún afán de superación— de esas dos concepciones. En
particular, la creación de un Comité Nacional de Ética con las características
que he señalado podría contribuir de manera notable al establecimiento de un
45
tejido institucional, que Jonsen y Toulmin consideran una condición necesaria
para que en este campo pueda desarrollarse una verdadera casuística (JONSEN y
TOULMIN, pp. 338 y 339). Y no me cabe ninguna duda de que, si tal institución
llegara alguna vez a existir, la obra teórica de Diego Gracia sería una de las
fuentes de autoridad a la que los miembros de ese Comité tendrían constante-
mente que acudir para fundamentar sus resoluciones.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
ATIENZA, M. (1991). Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica. Madrid.
Centro de Estudios Constitucionales.
ATIENZA, M. y RUIZ MANERO, J. (1991). «Sobre principios y reglas». Doxa, n.º 10.
BEAUCHAMP, T. L. Y CHILDRES, J. F. (1989). Principles of Biomedical Ethics. Oxford. Oxford
University Press.
CORTINA, A. (1986). Ética mínima: introducción a la filosofía política. Madrid. Tecnos.
(1993). Ética aplicada y democracia radical. Madrid. Tecnos.
GRACIA, D. (1991). Procedimientos de decisión en ética clínica. Madrid. Eudema.
JONSEN, A. R. y TOULMIN, S. (1988). The Abuse of Casuistry. California. University of California
Press.
GARZÓN VALDÉS, E. (1993). Derecho, ética y política. Madrid. Centro de Estudios Constitu-
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KANT, I. (1988). Lecciones de ética (trad. de R. Rodríguez Aramayo y C. Roldán Panadero),
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LEVI, E. H. (1964). Introducción al razonamiento jurídico. Buenos Aires. Eudeba.
MARTÍN MATEO, R. (1987). Bioética y derecho. Barcelona. Ariel.
MILL, J. S. (1970). Sobre la libertad (trad. de Pablo de Azcárate, prólogo de Isaiah Berlin).
Madrid. Alianza.

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