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Aspectos Psicológicos na Enfermidade Terminal

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Revista de Psicología de la Salud, 13(2), 2001 5
Journal of Health Psychology, 13(2), 2001
LA ENFERMEDAD TERMINAL:
LA MUERTE Y LOS CUIDADOS PALIATIVOS
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
Dpto. Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos.
Universidad de Valencia
RESUMEN
El objetivo de este artículo es ofrecer una perspectiva general sobre los aspectos
psicológicos en la enfermedad terminal. Este tema se considera de primordial inte-
rés ya que es y será uno de los ámbitos preferentes de actuación del psicólogo de la
salud. Debido a esta razón pensamos que puede ser de ayuda, tanto al estudiante
como al profesional de la Psicología, contar con un trabajo que ofrezca una visión
general de lo que constituye su role en este ámbito.
Para ello, en primer lugar, definiremos el concepto de “enfermedad terminal”,
analizaremos las actitudes ante la muerte características en nuestra sociedad y, tras
realizar una breve revisión histórica de los patrones actitudinales, reflexionaremos
acerca de los motivos que impulsaron a sus fundadores a crear los equipos de cui-
dados paliativos, las necesidades que querían cubrir y la filosofía que les guiaba.
Posteriormente, la exposición se centrará en el estudio clínico de la enfermedad
terminal, teniendo en consideración sus principales elementos, a saber: el paciente,
la familia y el equipo asistencial.
Para finalizar, en el seno de los equipos de cuidados paliativos ubicaremos a los
psicólogos, detallando cuáles son las principales tareas de evaluación y estrategias
de intervención que desde la Psicología se aplican en esta área.
Palabras clave: Cuidados Paliativos. Enfermedad terminal. Muerte.
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
Revista de Psicología de la Salud, 13(2), 2001
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ABSTRACT
The objective of this paper is to offer a general perspective over the psycholo-
gical aspects of terminal illness. This subject is considered of a top priority of inte-
res given that it is and it will be one of the most preferent working area of the
health psychologist. For this reason we think it will be helpful to the students as a
the Psychologist professionals, having a work that can offer a general overview of
their role in this area.
For that, firstly it will be defined the concept of “terminally illness”, it will
analyze the typical attitudes toward death in our society and, after doing a short
hystorical revision of the attitude patterns, it will be done a reflexion about the
founders’ motives to create the palliative care teams, the needs they would cover
and their filosophy guide.
Moreover the report it will be concentrated in the clynical study of the terminal
illness, taking into consideration their principal elements as the patient, the family
and the assistencial team.
Finally, into the palliative care team’core it will be based the psychologist, de-
tailling which are the mainly assessment and intervention strategies tasks that from
The Psychology can be applied to this area.
Key words: Palliative Care, Terminal Illness, Death.
INTRODUCCIÓN: CONCEPTOS FUNDAMENTALES EN CUIDADOS
PALIATIVOS
Tal y como se pone de manifiesto en la bibliografía sobre este tema, definir el
concepto de “enfermedad terminal” entraña una notable dificultad. Esto es debido a
que, como señalan González-Barón, Jalón y Feliú (1996) los investigadores no
asumen los mismos criterios definitorios; así, puesto que no hay datos clínicos o
analíticos que posibiliten el diagnóstico inequívoco de enfermedad terminal, algu-
nos autores piensan que esta fase comenzaría cuando la muerte es sentida como una
realidad próxima y se renuncia a curar al enfermo, dirigiéndose los esfuerzos a
paliar la sintomatología, mientras que por ejemplo, en otras ocasiones, se determina
en función del avanzado crecimiento tumoral, que indica el momento en que se
deja de aplicar tratamientos dirigidos a prolongar la supervivencia.
Sin embargo, la situación de enfermedad terminal se puede diferenciar de otras
fases de la historia natural de la enfermedad en función de la presencia de las si-
guientes características (v.g., Barreto y Bayés, 1990; Barreto, Arranz, Barbero y
Bayés, 1998; Bayés y Barreto, 1992; Gómez Batiste, Roca, Gorchs, Pladevall y
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Guinovart, 1990; Pascual y García-Conde, 1993; Sanz, 1989, 1990a, 1992a;
Schröder y Comas, 2000):
• La enfermedad es avanzada, progresiva y no responde a tratamientos activos.
• Pronóstico de vida breve, esto es, el 90% de los enfermos mueren antes de los
seis meses. Generalmente, el tiempo de atención paliativa suele oscilar entre
los 10 y los 60 días.
• Presencia de muchos síntomas, que suelen ser intensos, duraderos y con una
evolución inestable.
• Situación que causa un gran impacto emocional sobre el enfermo, la familia o
personas afectivamente relevantes y el equipo terapéutico, debido, entre otras
causas, a la presencia explícita o implícita de la muerte.
• Debido a la diversidad de necesidades de atención que requieren tanto los
enfermos como sus familiares, la asistencia en la fase final de la vida ha de ser
llevada a cabo por un equipo interdisciplinar que realice los cuidados paliati-
vos.
Por tanto, cuando hablamos de situación de enfermedad terminal estamos pen-
sando en la fase final de la vida, con independencia del tipo de enfermedad de que
se trate. No nos referiremos a las muertes que acontecen de forma inesperada, rápi-
da y bruscamente (p.ej., por infarto, por accidente).
Cabe distinguir entre fase terminal biológica y fase terminal terapéutica. La
primera se refiere al momento en que las constantes vitales de la persona están por
debajo de los límites normales y son irrecuperables por las vías terapéuticas tradi-
cionales, mientras que el segundo término se aplica en el momento en que la en-
fermedad ha progresado tanto que los tratamientos se han agotado o son ineficaces
para la curación (Sanz, 1987, 1988).
Así mismo, podemos hablar de tres tipos de muerte: biológica, psicológica y
social (Limonero, 1994).
La muerte humana, como hecho biológico, siguiendo a Laín Entralgo (1984),
puede ser considerada como un estado, en el que se produce la cesación definitiva
de las funciones que mantienen la vida del sujeto, y, por otra parte, como el instante
final del proceso de muerte del moribundo en que definitivamente se extingue la
vida. El trance de morir consiste básicamente en lo que podemos observar cuando
un organismo agoniza (la denominada “facies hipocrática”) y lo que sucede en su
interior. Atendiendo a los cambios biológicos que se producen, se puede establecer
que la muerte sucede cuando se lesionan los órganos que constituyen el “trípode
vital” (término de Bichat), es decir, el cerebro, el corazón y el pulmón, fallan por
apoplejía, síncope o asfixia. De éstos, el último órgano que muere es el corazón y
el primero el cerebro. Por otro lado, en un nivel más elemental, la célula nerviosa
es la primera en morir y la célula epitelial, la última.
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Tal y como se describe en Limonero (1994), actualmente el criterio específico
que se sigue para diagnosticar la muerte es el trazado electroencefalográfico plano
o nulo, o sea, el cese de la actividad de las ondas cerebrales, de forma persistente e
ininterrumpida durante un periodo que oscila entre ocho horas y varios días. Tras la
muerte cerebral, aparecen los signos tanatológicos: enfriamiento del cuerpo, rigidez
cadavérica, lividez, deshidratación,... indicativos de los cambios en las células;
posteriormente, siguen las degradaciones metamórficas de los órganos y tejidos
para concluir conla mineralización ósea del cuerpo.
La muerte psicológica acontece por la pérdida de las capacidades cognitivas y
la presencia de emociones asociadas a la inminencia de la muerte (Limonero,
1994).
La muerte social sucede a medida que, debido al envejecimiento o por otras
razones, una persona deja de integrarse en el funcionamiento de la sociedad, ya sea
por pérdida de capacidad funcional, por el padecimiento de enfermedades o gene-
rada por otras causas. Entonces se aísla y se queda sola (Limonero, 1994).
1 Actitudes ante el fenómeno de la muerte.
Puesto que la inminencia de la muerte caracteriza a la situación de enfermedad
terminal, el comportamiento de los que se encuentran en esta situación vendrá
modulado por sus actitudes ante este fenómeno, actitudes que, en gran parte, vienen
moldeadas por la cultura a la que pertenecen.
En consecuencia, si queremos comprender dicho comportamiento habremos de
clarificar cuáles son las actitudes ante la muerte que prevalecen en nuestra cultura.
La muerte, como el nacimiento, son hechos inherentes a la condición humana.
La primera generalmente provoca tristeza y angustia; el segundo, alegría y esperan-
za.
A pesar de que sabemos que hemos de morir, generalmente no solemos pensar
en ello. Los medios de comunicación informan de estadísticas de muertes por acci-
dentes de tráfico, catástrofes naturales, por enfermedades (de personajes famo-
sos),... Sabemos que mueren, pero estas noticias no suelen tener un impacto emo-
cional en nosotros. Es el fenómeno de la “muerte abstracta”, lo que contrasta con
nuestro desconocimiento de la “muerte concreta”, la muerte de alguien a quien
conocemos.
Actualmente, se habla de una “generación libre de muerte”, de adultos jóvenes
que han experimentado pocos encuentros con el fenómeno de la muerte (salvo por
accidentes de tráfico), lo que se opone a las vivencias de épocas anteriores y que ha
sido posible, en gran medida, a la eficacia de la tecnología médica para combatir la
enfermedad y reducir la mortalidad.
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Nuestra confianza en la ciencia nos lleva a fantasear con la idea de que, para
cuando llegue nuestro momento, los expertos podrán ayudarnos a evitarla. Prima
una preocupación, obsesiva, por prolongar la vida. Un ejemplo extremo es el mo-
vimiento criogénico. Como expresan Parkes, Laungani y Young (1997), el hombre
moderno ha creado un nuevo mito, con sacerdotes (los médicos) y sus seguidores,
para poder mantener la ilusión de que podremos vivir para siempre.
Pero esta situación no siempre ha sido así. Una mirada al pasado nos puede
ayudar a relativizar nuestra actitud, a contextualizar nuestro modo de afrontar la
muerte y la forma en que se dispensa cuidados al enfermo que se encuentra en la
última fase de la vida.
El trabajo excepcional realizado por Ariès (1984/77) nos ha dejado un exhaus-
tivo y riguroso análisis de los cambios en los patrones actitudinales que se han
producido con respecto de la muerte en nuestra sociedad. Puesto que este estudio
ha merecido el reconocimiento en la literatura científica sobre este tema, pensamos
que es de obligada mención y, en consecuencia, resumiremos aquí su descripción
de los patrones actitudinales predominantes.
Así, en Europa, hasta finales de la Baja Edad Media, era “el tiempo de los ya-
centes”, quienes, como dice el autor, eran conscientes de que todos hemos de mo-
rir. Denomina a esta actitud como “la muerte domesticada” (tame death), no
porque antes fuera salvaje, que no lo era; más bien, por que después lo sería. En
aquellos tiempos no se evitaba la muerte sino que se aceptaba como inevitable,
actitud cuyo origen se debía fundamentalmente a que de modo frecuente sucedían
encuentros con el fenómeno de la muerte durante el transcurso de la vida. Consti-
tuía un fenómeno público, en el seno de la comunidad de la familia, de los amigos y
de los vecinos; el moribundo era el centro de una reunión. Esta actitud de sumisión
ante la muerte, afirma Laín Entralgo (1984) se manifestaba en la espera natural de
la muerte, que sucedía al final de un proceso ritual en el que el moribundo se des-
pedía de los que le rodeaban, suplicaba perdón por sus ofensas, recibía los últimos
sacramentos y adoptaba “una postura corporal adecuada a la dignidad suprema del
trance”, para recibir, finalmente, a la muerte (p. 474).
A finales de la Edad Media, aunque todavía permanece la actitud anterior co-
mienza a prevalecer la denominada “muerte de uno mismo” (death of the self). Se
contempla la hora de la muerte como la memoria de una vida. En ese momento
acontece un cambio de énfasis religioso de la Segunda Venida de Jesucristo al
Juicio Final. Al priorizar la salvación personal se produjo un fuerte sentido de la
propia individualidad, puesto que la biografía era importante para la salvación del
alma. Los rituales en torno a la muerte, entre los que se incluía el testar, que daba
“seguridad para el más allá” o las procesiones solemnes de clérigos y de pobres,
eran de suma importancia para intentar influir en el juicio final.
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Durante los s. XVII y XVIII domina una actitud ambivalente, de muerte lejana
y próxima. Con la asimilación del dualismo cartesiano, el morir supone la separa-
ción del alma y el cuerpo. El dolor no se relaciona con los sufrimientos reales de la
agonía, sino con la separación. Predomina la voluntad de que la muerte y sus ritua-
les se realicen con sencillez. Con el tiempo esta actitud deriva en una indiferencia
ante la muerte y los muertos o, como denomina Àries en “sequedad del duelo”.
En el siglo diecinueve, cambió el foco de atención de la muerte de uno mismo a
la muerte ajena (death of the other), ya que se centró en lo que les sucedía a los
demás, en cuanto que sufrían la separación con el difunto. La visión romántica de
la muerte se centraba en el duelo más que en la muerte.
Poco a poco se acrecienta la distancia entre los vivos y los muertos, que son
considerados como los “otros”. En el curso del siglo XX, en las zonas más indus-
trializadas y más urbanizadas comienza a instaurarse la “muerte invertida”, la
sociedad expulsa a la muerte, salvo la de los hombres de estado. La sociedad no
hace pausas, continúa como si nadie hubiera muerto. La actitud ante el moribundo
cambia, ya no se le avisa (si dicho aviso no era espontáneo), para no causarle daño
o destruirle sus ilusiones (aunque muchas veces sabe). Se instala el disimulo. La
extremaunción dejó de ser el sacramento de los moribundos, para ser el de los
muertos. Incluso la iglesia sustituyó la extremaunción por el “sacramento de los
enfermos”.
Esta situación da pie a la comedia de la mentira en el escenario del enfermo, tal
y como le ocurre a Iván Ilitch en la novela de Tolstoi, quien vive la conspiración de
silencio, que le priva del acto solemne de la muerte.
La muerte ahora es concebida como socialmente inaceptable o prohibida, un ta-
bú. Es indecente, sucia y una violación de la vida, que hay que prevenir. De algún
modo, es ofensivo morir en público; se tiene la convicción de que los moribundos
prefieren morir solos, se siente una especie de pudor ante la muerte. La preocupa-
ción se centra entonces en mayor medida en los sentimientos y sensibilidades de los
que rodean al moribundo más que en la persona que está muriéndose.
Se medicaliza la muerte, se convierte en un suceso dirigido técnicamente por el
equipo de profesionales del hospital. Nos queda la imagen del moribundo “entuba-
do”. Se plantea como objetivo principal la prolongación de la vida, a la vez que
algunas voces denuncian el “encarnizamiento terapéutico”.
Además, los familiares generalmente no están presentes en el momento de la
muerte; ya no se encargan de limpiar, vestir y preparar el cuerpo (que antes era
consideradocomo los últimos gestos de respeto y amor hacia el difunto), su pre-
sencia durante los momentos posteriores a la muerte es mínima y a menudo el
cuerpo es enterrado o quemado sin la presencia de éstos.
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Los rituales funerarios son estrictamente limitados tanto en duración como en
los participantes. Se considera que la manifestación pública del duelo e incluso su
expresión privada demasiado intensa o duradera es de naturaleza morbosa. Ade-
más, el “enlutado” es aislado, el teléfono no suena, las personas le evitan...
Este es el contexto en el que un enfermo ha de vivir durante la última fase de su
vida. La actitud de prohibición de la muerte como fenómeno natural se ve reflejada
en el lenguaje eufemístico que utilizamos cuando nos referimos a este suceso. Así,
decimos que se “pasa a mejor vida”. Los profesionales comunican que “han perdi-
do al señor X” o que “ha expirado”. Incluso los veterinarios les dicen a los niños
que “van a dormir” a sus gatos o perros. Sin embargo, se utiliza el lenguaje de la
muerte en contextos ajenos, como por ejemplo, decimos “me muero por ver a fula-
nito”, cuyo significado no está en absoluto relacionado con la finalización de la
vida (Corr, 1993).
Frente a esta actitud de ocultación de la muerte, asistimos a lo que Gorer (1965,
citado en Ariès, 1984/77) ha denominado como “la pornografía de la muerte”,
convirtiendo este tabú en objeto de diversión. De este modo, se ha producido un
incremento en el número de muertes violentas a lo que hay que añadir la exhibición
de este tipo de muerte en televisión, cine, video-juegos, etc.
Tal y como dice el cirujano y profesor de historia de la Medicina, Sherwin B.
Nuland (1993), resulta cada vez más difícil el ars moriendi, lo que se ha sustituido,
por las escenas de muerte en unidades especializadas de hospitales. En su libro
afirma rotundamente que “la buena muerte es, cada vez más, un mito” (p. 16),
sobre todo la “muerte digna”.
El análisis de Nuland combate la mitología actual en torno al proceso de morir,
que posiblemente está relacionada con la infrecuencia en que somos testigos de la
muerte. Deseamos, sigue diciendo el autor, conservar la lucidez en los últimos
momentos o, si no es posible, “un perfecto salto a la inconsciencia sin agonía”.
Además, critica la vanidad de buscar la Fuente de la Juventud sin descanso, sin
tomar conciencia de que debemos ser sustituidos.
Como resumen de lo expuesto, cabe decir que la muerte, puesto que es fea y de-
sagradable, no parece tener cabida en una sociedad, como la nuestra que rinde culto
a la juventud y a la belleza.
Actualmente, sin embargo, parece que una parte de la sociedad piensa acerca de
la muerte de una forma más realista, como el fin último al que todos inevitable-
mente nos dirigimos. Así, los tanatorios están cobrando un papel social muy im-
portante ya que en estos lugares se intenta evitar las actitudes negativas en torno a
este fenómeno.
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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2. Psicología y Muerte. Hitos y filosofía de los Cuidados Paliativos
Anteriormente nos hemos referido a las actitudes frente a la muerte característi-
cas de nuestra cultura. Posteriormente, nos centraremos en la investigación sobre el
proceso de morir, específicamente sobre los aspectos psicológicos en el cuidado de
los moribundos que sufren una enfermedad terminal. Pero, previamente recordare-
mos algunos de los hitos en la investigación psicológica sobre la muerte.
La enfermedad terminal supone, tal y como lo concibieron los pioneros, una si-
tuación que posibilita el estudio de las emociones y los modos de afrontamiento de
la mayor crisis vital que afecta ineludiblemente a todos los seres humanos.
Aunque la preocupación por la muerte nace con la humanidad y ha sido estu-
diada por filósofos y religiosos, la ciencia no la ha considerado como un tema de
estudio propio hasta que en 1901, Ilya Ilyich Mechnikov –premio nobel de investi-
gación biomédica- acuñara el término de Tanatología (Kastembaum y Costa,
1977), que engloba el estudio de la muerte, el morir y el duelo (Sanz, 1992b).
En la investigación científica de la muerte, la disciplina psicológica ha intentado
comprender este fenómeno, mediante el estudio del comportamiento y de las acti-
tudes ante la muerte, centrándose principalmente en los del paciente que sufre una
enfermedad terminal y en los de su familia.
Desde el nacimiento de la Psicología, los primeros psicólogos se interesaron
por este tema crucial (v.g., W. James, S. Hall y G. Fechner), si bien no será hasta
mediados de siglo cuando tanto la Psicología como otras disciplinas relacionadas
comiencen a considerar el tema de la muerte como uno de los de primordial estu-
dio, debido en gran parte a los desastres producidos por las guerras.
La obra de Freud, especialmente Mourning and Melancholia, Our acctitude
toward death y Reflections on War and Death, en donde expresa su idea de que no
podemos aceptar o comprender nuestra propia mortalidad, ha ejercido una notable
influencia en el pensamiento occidental posterior, como se pone de manifiesto en
nuestros esfuerzos por alejar a los niños de las personas que se están muriendo o en
la conducta de evitación de estos pacientes característica de nuestra sociedad
(Kastembaum y Costa, 1977).
La obra editada por Feifel, en 1959, The meaning of death, que compendia el
trabajo de Jung y Murphy, a la vez que revisa las contribuciones filosóficas, de
historia del arte y de otros campos, es de obligada cita ya que, por primera vez, se
ofrece una perspectiva multidisciplinaria del fenómeno de la muerte. En este libro,
representante del nuevo movimiento de concienciación de la muerte, el autor afirma
que, a pesar de la práctica habitual de los profesionales consistente en “proteger” al
moribundo ocultándole la información sobre su condición, los pacientes desean
tener la oportunidad de hablar sobre ello (Kastenbaum y Costa, 1977).
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En 1967 Hinton edita Dying, que integra las perspectivas sobre el morir del en-
fermo, la familia y el personal sanitario. Dos años más tarde, la psiquiatra Kübler-
Ross publica el libro On death and dying, en la que resume su trabajo con mori-
bundos (que posteriormente comentaremos).
En 1972, en la obra de Kastenbaum y Aisenberg, The psychology of death, los
autores realizan una síntesis de la investigación psicológica sobre la muerte tras la
revisión de los trabajos publicados hasta ese momento. Así, en la primera parte del
libro se estudian los pensamientos, actitudes, sentimientos y acciones relacionados
con la muerte, mientras que la segunda parte está dedicada al análisis de las con-
ductas individuales y sociales como antecedentes de la muerte.
Desde finales de esta década también se editan las primeras revistas dedicadas a
este tema, tales como Omega, Journal of Death and Dying, Death Studies, Suicide,
Essence, etc., o las especializadas en la atención y cuidado del enfermo en situación
terminal y su familia, fundamentalmente Palliative Medicine y Journal of Palliative
Care. En el idioma español contamos con Medicina Paliativa. Los estudios se
centran en los aspectos psicosociales del proceso de morir y aumenta el interés por
las repercusiones del duelo.
Entre los textos publicados, destacan el de Parkes (1972) sobre duelo, el de
Saunders (1980) sobre cuidados paliativos, el de Stedeford (1984) sobre adaptación
en la enfermedad terminal, el de Twycross y Lack (1987), quienes formulan el
primer protocolo sobre cuidados paliativos y, en el idioma español, el de Die Trill y
López-Imedio (2000), acerca de los aspectos psicológicos en cuidados paliativos.
Alas investigaciones y publicaciones sobre la muerte hay que sumar el naci-
miento de las unidades de cuidados paliativos a finales de los años 60, cuyo objeti-
vo es el cuidado integral y global de los enfermos en situación terminal y de sus
familiares, por parte de un equipo interdisciplinar, compuesto por médicos, enfer-
meros, auxiliares, psicólogos, asistentes sociales, fisioterapeutas, terapeutas ocupa-
cionales, sacerdotes y voluntarios.
Los hospices ingleses, creados a finales de los años 60, son el origen de las ac-
tuales unidades de cuidados paliativos. Twycross (1980) describe el desarrollo de
los actuales hospices desde la constitución de los hospicios medievales, que eran
lugares donde se cobijaban los peregrinos y viajeros. En estos hospicios a menudo
se detenían aquellas personas que estaban demasiado enfermas para proseguir su
camino y, quizás, el hecho de que algunos de ellos morían allí, fue el motivo que
dio lugar al significado actual que tiene este término, como lugar en donde se
atiende a personas moribundas. Con el paso del tiempo, los hospicios se convirtie-
ron en centros cristianos en donde se cuidaba a los enfermos.
Tras la Reforma, muchos de esos hospicios fueron cerrados y los edificios se
utilizaron como asilos para ancianos pobres, al mismo tiempo que los nuevos hos-
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pitales asumían gran parte de los servicios que antes se prestaban en estos hospicios
(Saunders, 1993/84).
En 1842, Mme Jeanne Garnier utilizó por primera vez la palabra “hospice” para
designar el cuidado de los moribundos y fundó varios hospicios en Lyon, Francia,
denominándolos también como Calvaires. Por otra parte, las Hermanas Irlandesas
de la Caridad fundaron el “Our Lady´s Hospice” en Dublín, hacia el año 1879 y el
“St. Joseph´s Hospice” en el este de Londres en 1905. Ambos estuvieron dedica-
dos exclusivamente al cuidado de los pacientes incurables y moribundos. En Lon-
dres, se fundaron también otras tres casas protestantes para el cuidado de pacientes,
la Friedensheim Home of Rest, que después se convertiría en St. Columba’s Hos-
pital, en 1885, el Hostel of God, que más tarde sería el Trinity Hospice, en 1891 y
el St. Luke’s Home para los moribundos pobres, en 1893. Este último, que fue
creado por Howard Barret y la Misión Metodista del Oeste de Londres, publicó
informes anuales en los que se defendía la adopción de una actitud de respeto hacia
las personas que estaban en la última fase de sus vidas. También en Nueva York se
creó un hospice dedicado al cuidado de enfermos moribundos, el “Calvary Hospi-
tal” en 1899 (Twycross, 1980).
En la historia del desarrollo de los hospices, previamente a la fundación del St.
Christopher’s hospice, cabe señalar los esfuerzos que se realizaron en la Marie
Curie Memorial Foundation, como por ejemplo, la publicación de informes, dirigi-
dos por su fundador, el Dr. Howard Barret, en los que se ponía de manifiesto que
los enfermos que morían de cáncer en sus hogares lo hacían con mucho sufrimien-
to. Además, el St Luke’s contribuyó al desarrollo de la medicina paliativa al realizar
el control del dolor de cáncer avanzado mediante un protocolo de administración
regular de morfina oral (Saunders, 1993/84). El informe realizado por el Dr. Barret
dio origen a la creación de diversos servicios para paliar este sufrimiento, como por
ejemplo, las casas para el cuidado de pacientes oncológicos, denominadas como
Sue Ryder Homes, se subvencionaron las investigaciones sobre este tema y se desa-
rrollaron programas educativos (Saunders, 1993).
La concepción de “hospice” moderno surgió cuando, en 1967, Cicely Saunders
fundó en Londres el St. Christopher’s Hospice. La inspiración que le impulsó a
crear un lugar en donde atender con dignidad a los pacientes moribundos le surgió
durante las conversaciones con un paciente del hospital, un judío, David Tasma,
que provenía del gheto Warsaw (Saunders, 1993/84).
Tal y como ha puesto de manifiesto Twycross (1980) en su estudio sobre el de-
sarrollo del movimiento “hospice”, la fundación del St. Christopher´s Hospice en
1967 se considera el primer eslabón de una cadena de sistemas de cuidado a los
pacientes en situación terminal, que en Norteamerica se denominó como “Movi-
miento Hospice” y que también se impusieron inmediatamente después en el Reino
Unido. Así, en 1974, The Connecticut Hospice ofrecía atención domiciliaria a
La enfermedad terminal: La muerte y los cuidados paliativos.
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cargo de un equipo de médicos y profesionales con la participación de voluntarios.
Durante ese mismo año, en el St. Luke’s Hospital comenzó a trabajar un equipo que
realizaba consultas en toda la ciudad de Nueva York. En 1975, Mount inauguró el
Servicio de Cuidados Paliativos en Montreal, ubicado en el Royal Victoria Hospi-
tal, siendo la primera vez que se utilizó la denominación de “cuidados paliativos”
para denotar el programa de cuidados a pacientes con enfermedades avanzadas.
Saunders (1993/84) afirma que el hecho de que los fundadores de estos equipos,
Florence Wald, Sylvia Lack, Carleton Sweetser y Balfour Mount, hayan realizado
estancias en el St. Christopher’s Hospice durante sus años sabáticos, ha permitido
que la filosofía que surgió en este hospital transcendiera el edificio en donde se
gestó. Estos sistemas de cuidados paliativos, junto con los Centros de Día, creados
por primera vez en el St. Luke’s Hospice de Sheffield, en Inglaterra, en 1975, y los
hospices independientes (que desarrollan programas de cuidado domiciliario),
fueron los pioneros en el movimiento de servicios de cuidados paliativos, que die-
ron origen a otros muchos en todo el mundo.
Posteriormente, los estudios pioneros de Parkers durante la década de los 70 en
los que demostró la reducción significativa de problemas de dolor y ansiedad en St.
Christopher, se pusieron en duda debido a que estos efectos se habían generalizado
a los hospitales. Este hecho condujo a la realización de estudios posteriores sobre
las diferencias entre los cuidados convencionales y los que se dispensan en hospi-
ces a pacientes terminales, en que no se encontraban diferencias. Estos resultados
facilitaron la creación de unidades de cuidados paliativos de segunda generación,
en los hospitales generales y también, programas exclusivos de cuidados paliativos
(Pascual y García-Conde, 1993).
En nuestro país, la primera Unidad de Cuidados Paliativos se creó en 1984, en
el Hospital Marqués de Valdecilla, en Santander. Posteriormente, en diciembre de
1987 se inició la Unidad de Curas Paliativas del Hospital de la Santa Creu de Vic
(Barcelona) y un año después se desarrolló el programa de Atención Domiciliaria.
Durante la década de los 90 se han creado programas y unidades de Cuidados
Paliativos en diversas ciudades españolas.
En cuanto a los motivos que impulsaron a los fundadores de estos programas, se
ha de mencionar, de forma especial, el contrarrestar el efecto secundario que la
especialización de la Medicina junto con el gran desarrollo de la tecnología médica
(que tantos éxitos ha conseguido en el área de la salud) ha ocasionado en el ámbito
del cuidado al paciente moribundo, esto es, que se desatendiera a los enfermos cuya
curación ya no era posible. Como dice Sanz (1990b), la supremacía del curar sobre
el cuidar ha provocado que la Medicina deje en un segundo plano la atención al
paciente no curable.
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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Doyle, Hanks y MacDonal (1993) plantean que la palabra terminal es ambigüa
debido a la dificultad de diagnosticar su inicio y que, además, connota una actitud
negativa y pasiva, ya que se sugiere que no hay nada más que hacer. Para superar
esta actitudde derrota surgieron los cuidados paliativos, cuya idea fundamental era
la creencia de que, incluso en los días finales de la vida, el cuidado puede ser posi-
tivo, planificado y propositivo, que no se reduce a sentarse al lado de la cama del
enfermo, con sensación de que profesionalmente no se puede hacer nada más.
Como se ha mencionado, los cuidados paliativos son llevados a cabo por un
equipo de médicos, enfermeras, terapeutas, trabajadores sociales, voluntarios, etc.
Los principios que rigen las actuaciones de estos equipos, que constituyen el
fundamento de los cuidados paliativos, tal y como ha sido recogido por la OMS
(1990, p.3), son los siguientes:
• Afirmar la vida y considerar el morir como un proceso normal.
• Ni precipitar ni posponer la muerte.
• Proporcionar alivio al dolor y a otros síntomas molestos.
• Integrar los aspectos espirituales y psicológicos en el cuidado del paciente.
• Ofrecer un sistema de apoyo para ayudar a los pacientes a vivir hasta el mo-
mento de su muerte de la forma más activa posible.
• Ofrecer un sistema de apoyo para ayudar a la familia a afrontar la enfermedad
del paciente y su propio duelo.
En la misma dirección, se ha pronunciado la Sociedad Española de Cuidados
Paliativos (Sanz, Gómez-Batiste, Gómez Sancho y Núñez, 1993). Por tanto, estos
programas enfatizan la calidad de vida del enfermo durante la última fase de su
vida, o su calidad de muerte, para lo que es fundamental aliviar la sintomatología
que presente.
Por ello, los objetivos de los cuidados paliativos van dirigidos a paliar/satisfacer
los síntomas físicos del paciente, sus necesidades psicológicas (de amor, de seguri-
dad, de comprensión, de aceptación, de confianza, de autoestima), sus necesidades
sociales y sus necesidades espirituales, fundamentalmente, el “dolor espiritual”
(v.g., Pascual y García-Conde, 1993). Saunders (1980) acuñó el término de “dolor
total” para englobar a todos estos aspectos, asi como también a su interrelación.
Además de los Cuidados Paliativos, que se caracterizan por su interdisciplina-
riedad, ha sido reconocida, en 1987, la especialidad de “Medicina Paliativa”, que
se centra en el bienestar de los pacientes en fase terminal y que se contrapone a la
terapia curativa (Doyle et al, 1993).
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LA ENFERMEDAD TERMINAL. ASPECTOS CLÍNICOS
En la situación clínica de la enfermedad terminal intervienen: el paciente, su
familia o personas afectivamente relevantes y el equipo de profesionales encarga-
dos del cuidado del enfermo. Nos centraremos en primer lugar, de forma somera,
en las necesidades psicológicas que presenta el enfermo (posteriormente, en otros
trabajos incluídos en esta monografía, se profundiza en este tema).
1. El paciente.
1.1. El proceso de morir: las etapas o fases v.s. la adaptación.
Se han propuesto varios modelos teóricos para dar cuenta de los cambios que
suceden durante el proceso de la enfermedad terminal. Revisaremos algunos de los
clásicos y expondremos las propuestas actuales.
En el otoño de 1965, Elisabeth Kübler-Ross, una psiquiatra rural que contaba
con una amplia experiencia clínica en el trato de moribundos, recibió la consulta de
cuatro estudiantes de teología del Seminario Teológico de Chicago, quienes le
pidieron su ayuda para realizar un proyecto de investigación sobre “las crisis de la
vida humana”. Puesto que la muerte era, en opinión de estos estudiantes, la mayor
crisis que las personas tenían que afrontar, se plantearon el estudio de las reaccio-
nes de los enfermos desahuciados. Elisabeth aceptó el reto de realizar este estudio e
inició lo que denominaron un “Seminario interdisciplinar sobre la muerte y los
moribundos”. Como pionera en este tipo de estudios, la autora tuvo que afrontar la
resistencia de los médicos a facilitarle la comunicación con los enfermos desahu-
ciados. No obstante, con su actitud clínica logró vencer los obstáculos y, con el
paso de los años, se incrementó el número de hospitales que colaboraron en el
proyecto así como los estudiantes y profesionales que participaban en el seminario.
Posteriormente, Kübler-Ross publicó los resultados en el libro “Sobre la muerte y
los moribundos” (1993/69), en donde se reproducen las grabaciones de algunas de
las entrevistas que se realizaron con los pacientes, constituyendo una fuente inesti-
mable de datos clínicos, un extraordinario documento humano. Tras el análisis de
este material, la autora propuso un modelo de adaptación en la fase terminal según
el cual un enfermo moribundo puede atravesar cinco etapas secuenciales, clara-
mente diferenciadas.
Tras la primera conmoción, durante el primer estadio, el enfermo niega su
condición, aunque dicha negación nunca es total, y se aísla. Tanto a los enfermos a
los que se comunicaba explícitamente su situación como aquellos que llegaban a
tomar conciencia de ella por sí mismos, reaccionaban con incredulidad. La autora
afirma que esta negación está basada en nuestra creencia acerca de la propia in-
mortalidad. Con el tiempo, los enfermos dejaban de utilizar este mecanismo de
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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defensa que les ayudaba a afrontar tal amenaza y lo reemplazaban por otros “meca-
nismos de defensa menos radicales” (p. 64).
La reacción inicial de negación deja paso, en el segundo estadio, a la reacción
de ira. El enfermo se pregunta las razones por las que le ha tenido que suceder algo
tan terrible a él y se siente resentido por lo que le ha pasado. Esta ira se dirige a las
personas que están cerca de él, especialmente a aquellos que se ocupan de su cui-
dado o también, por ejemplo, a Dios. También solían experimentar envidia hacia
los que podían vivir.
El tercer estadio corresponde a la fase de pacto, que es cuando el enfermo in-
tenta llegar a un acuerdo que posponga lo inevitable. Kübler-Ross compara la reac-
ción del moribundo en esta fase con la del niño que tras enfadarse y no conseguir lo
que desea, se plantea que tal vez si lo pide amablemente y se comporta adecuada-
mente logrará obtener lo que quiere. De la misma forma, el paciente desahuciado
intenta conseguir la recompensa de una prolongación de la vida, ausencia de dolor
o de molestias físicas a cambio de una buena conducta. En la mayoría de los casos,
los pactos se realizan con Dios y son secretos, o los mencionan ante sacerdotes. En
las entrevistas que mantuvo la autora y en las que intervenía algún sacerdote, mu-
chos de los pacientes les confiaron que en sus pactos habían prometido dedicar su
vida a Dios o al servicio de la Iglesia y también donar partes de su cuerpo “a la
ciencia” (p. 114). En muchas ocasiones estas promesas enmascaran sentimientos de
culpabilidad del enfermo, quien piensa que no ha tenido una buena conducta.
En el cuarto estadio, el muriente se enfrenta a su propio deterioro. Su estado de
salud empeora, sufre síntomas derivados de la enfermedad, se debilita, adelgaza, es
sometido a intervenciones quirúrgicas,... Es en este momento cuando le sobrecoge
el sentimiento de pérdida (de salud, económica, social,...) y se hunde en una pro-
funda depresión. La autora diferencia entre dos clases de depresión, a saber: la
depresión reactiva y la depresión preparatoria. La primera de ellas es conse-
cuencia de las pérdidas que ha sufrido el paciente. El segundo tipo de depresión, el
preparatorio, tiene lugar como anticipación de las pérdidas inminentes, esto es, es
el dolor preparatorio que siente el enfermo desahuciado cuando se dispone a aban-
donar su vida. Ante este segundo tipo de depresión no parece adecuado animar al
paciente a que “vea el lado positivo de las cosas” (que es lo indicado ante el primer
tipo de depresión) ya que vivencia que está perdiendo a todas las personas y cosas
que quiere; por tanto, en ese momento, se ha de permitiral enfermo expresar su
dolor, lo que le ayudará a aceptar su final. La ayuda, entonces, requiere del profe-
sional, del familiar o del amigo que acompañe al moribundo, en silencio o respon-
diendo con pocas palabras a sus preguntas. Según la experiencia de la autora, la
manifestación de este tipo de depresión es necesaria y beneficiosa para que el en-
fermo pueda alcanzar la fase de aceptación, que es el quinto y último estadio.
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A veces, durante esta fase, la familia dificulta la decatexis o separación; si este
es el caso, se ha ayudar a la familia para que comprenda que al enfermo le resulta-
ría más fácil morir si se le permite despedirse de sus seres queridos. La autora re-
coge algunas experiencias en las que los familiares, intentando evitar que el enfer-
mo muriese, le sometían a operaciones y tratamientos, en contra de la voluntad de
éste, impidiéndoles desasirse de ellos y de la vida.
En suma, algunos enfermos, que habrán negado su condición al principio, se
habrán enojado por su destino, habrán intentado pactar para mejorar su situación y,
tras tomar conciencia de la irreversibilidad de su enfermedad, se habrán deprimido,
llegarán a una fase de aceptación de su muerte.
El modelo de Kübler-Ross constituye una referencia clásica en este tema, como
ya hemos apuntado; sin embargo, también ha recibido algunas críticas, fundamen-
talmente en relación con la formulación de las fases como consecutivas y univer-
sales.
Otros modelos (Rodabough, 1980; Stedeforf, 1984), sin embargo, postulan fa-
ses no consecutivas; se afirma en ellos que lo más habitual es la presencia de fluc-
tuaciones, avances y retrocesos, entre las fases. En este sentido, Averil Stedeford
(1984) propone un modelo circular en donde las fases no son ni consecutivas ni se
requiere que todos los pacientes atraviesen las distintas etapas propuestas, ya que se
concibe como un proceso que no es unidireccional, con avances y retrocesos. Ade-
más, establece la posibilidad de que en cada fase del proceso se puedan desarrollar
trastornos psicopatológicos (ansiedad, depresión, paranoia, etc.).
Para Parkes (1984) el proceso de comprensión de la cercanía de la muerte por
parte del enfermo es análogo al que sucede tras una gran pérdida. Cuando una
persona se ve obligada a abandonar sus vínculos y a aceptar una circunstancia para
la cual no se siente preparada surge la pena. La pérdida de las personas y objetos
que amamos suponen también el abandono de un gran número de asunciones sobre
el mundo. La identidad se ve amenazada. El enfermo mostrará, en primer lugar,
incomprensión o aturdimiento, resistencia a creer que pueda ser verdad que vaya a
morir. Tras luchar, para recobrar el mundo perdido, sentirá desesperanza y desa-
liento, al darse cuenta de la discrepancia entre sus asunciones sobre el mundo y la
realidad. Finalmente, creará una nueva identidad, ya que poco a poco se va cons-
truyendo nuevas suposiciones que reemplazarán a las que han dejado de tener sen-
tido, proceso que requerirá del enfermo un gran esfuerzo, ya que generalmente, hay
avances y retrocesos en esta experiencia.
Las críticas a estos modelos alternativos (ver Kastenbaum, 1977, 1984/79;
Schultz y Aderman, 1974; Shneidman, 1973), están referidas en su mayor parte a la
falta de investigación sobre ellos, a la ambigüedad de muchos de los planteamien-
tos y a la confusión de síntomas físicos y respuestas psicológicas. Además, algunas
investigaciones no han conseguido replicar las fases propuestas, por lo que los
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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autores ponen en duda la universalidad de tales etapas (v.g., Dominguez y Urraca,
1985; Holland, 1982; Muslin, 1991; Schulz y Schlarb, 1987; Zittoum, 1991). De
hecho, el propio Weisman, propuso en su trabajo posterior (1984) sustituir las
mencionadas fases (propuestas en su modelo de 1972) por “estrategias de afronta-
miento”, para describir las reacciones de los enfermos en situación terminal. Ade-
más, ninguno de estos modelos es generalizable a todas las edades, enfermedades y
tipos de personalidad (Llanos y Urraca, 1985).
Queremos destacar el trabajo de Bulkman (1993, 1998/93) en donde reflexiona
sobre las propuestas anteriores y llega a las siguientes conclusiones:
• Las emociones humanas no son universales ni seriadas, sino que son idiosin-
crásicas y simultáneas. Así, ante una situación tan estresante como lo es la
muerte, cada individuo reacciona como lo ha hecho ante situaciones difíciles
en su experiencia pasada. Por otra parte, por ejemplo, se puede manifestar si-
multáneamente la negación y la ira, en la medida en que no son intelectual-
mente incompatibles (p.ej., enfadado, por un error del médico y negación del
diagnóstico).
• Hay reacciones que se observan en la práctica clínica y que no han sido con-
templadas en ninguno de los modelos descritos. La mas importante es el miedo
a morir, que es bastante universal (ver Ramos y García, 1991). Otros son la
culpabilidad, la esperanza-desesperanza cíclicas, el uso del sentido del humor,
etc.
Propone un modelo de tres estadíos, que se fundamenta en dos principios cen-
trales, a saber: a) los pacientes cuando tienen que afrontar la muerte muestran una
miscelánea de reacciones y respuestas que son idiosincrásicas del sujeto y no son
características del diagnóstico o el estadío del proceso de morir; y b) el proceso no
viene determinado por el cambio en la naturaleza de las emociones sino por la
solución de los elementos resolubles de esas emociones.
En su modelo, se postulan los siguientes tres estadíos: 1) cuando el enfermo se
enfrenta a la posibilidad de morir por su enfermedad, deja de ser una abstracción y
presenta una mixtura de emociones; 2) segundo estadío o fase crónica, cuando
resuelve los elementos de la fase anterior que son resolubles, con o sin ayuda, lo
que da lugar a una disminución de la intensidad de las emociones (es muy frecuente
la presencia de depresión, por lo que es durante esta fase cuando el paciente nece-
sita más que nunca la ayuda profesional). No todos los pacientes intentan solucio-
nar dichos elementos, por lo que siguen hasta su muerte en la fase anterior; y 3)
algunos enfermos aceptan la muerte. Se considera que la aceptación ayuda al en-
fermo a morir pero no es absolutamente necesaria. Hay enfermos que mueren sin
haber reconocido abiertamente la muerte inminente y, si su funcionamiento es
adaptativo, no hay que forzarles a que lo acepten.
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El autor, que valora el valor predictivo y funcional de su modelo, concibe el
proceso de morir es un proceso de transición de la “vida ordinaria” a la aceptación
de la propia muerte como una realidad concreta e ineludible.
Las propuestas actuales postulan que las reacciones del paciente que sufre una
enfermedad terminal vendrán determinadas tanto por variables situacionales (de la
enfermedad y otras) como por variables personales. Un ejemplo es el Modelo pro-
puesto, en nuestro contexto, por Comas y Schröder (1996; también en Comas y
Javaloyes, 2000 y en Schröder y Comas, 2000), denominado como “Sistema armó-
nico de adaptación”, que aplica la teoría cognitiva de Lazarus en este ámbito.
Según estos autores, es la sucesión de interacciones entre el enfermo y las de-
mandas de la situación y no la secuencia de estadíos lo que determina cuáles son las
conductas que presenta el paciente en situación terminal. En este sentido, las con-
ductas serán adaptativas o no, en función de las demandas que la situación de en-
fermedad terminal le planteen al sujeto, esto es, según el contexto. Este modelo
además, nos proporciona las claves para la intervención psicológicadestinada a
incrementar el bienestar del enfermo.
1.2. Sintomatología característica de la enfermedad terminal
Dicha sintomatología vendrá determinada, en gran medida, por la naturaleza de
la enfermedad. No obstante, a modo de ejemplo, cabe destacar la siguiente (Sanz,
1992b): la sequedad de boca (que es el más frecuente e incómodo y debe distin-
guirse de la deshidratación); la anorexia intensa, es decir, el rechazo total de la
alimentación, consistiendo ésta solamente en algunos líquidos; la astenia total, que
ocasiona que tengan que guardar reposo, por lo que, en muchas ocasiones, se en-
cuentran encamados; la caquexia o consunción intensa y, por lo tanto, la desfigura-
ción de la propia imagen; hipersensibilidad al tacto, por lo que evitan el contacto
con los cuidadores llegando a molestarles, incluso, la ropa de la cama; aparición de
heridas de decúbito en talones, orejas y zona sacra, a pesar de que los cuidados
sean adecuados; respiración ruidosa con secreciones; presencia de mioclonías fa-
ciales o de otros grupos musculares junto con hipotonía en los momentos finales y
necesidad de dormir y descansar en la etapa final, cuando están muy débiles.
Además, Sanz describe un síntoma muy molesto que califica como desasosiego,
incomodidad continua (no encuentran la postura en la cama), un “dolor” generali-
zado sin dolor, caracterizado por molestias difusas.
También es frecuente la presencia de ansiedad, depresión, celos hacia las per-
sonas que les rodean por estar sanos, agresividad con el entorno por las múltiples
pérdidas sufridas y disminución de la comunicación y desinterés por el entorno. Por
otra parte, aunque debido a la debilidad, necesitan descansar, no quieren estar so-
los, necesitan del contacto físico de una persona querida; generalmente no quieren
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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hablar, pero son capaces de oír incluso lo que se cuchichea, hasta que pierden la
conciencia.
Entre los síntomas presentes en la enfermedad, cabe destacar los siguientes:
1. Dolor, que es el síntoma “por excelencia” (v.g., Baines, 1990; Barkwell, 1991;
Bayés, Limonero, Barreto y Comas, 1998; Chapman y Gavrin, 1993; Comas et
al, 1990, 1991; Doyle, 1994; Ferrer, Grant, Padilla, Vemuri y Rhiner, 1991;
O.M.S., 1990; Saunders, 1980); asociándose la muerte digna con “morir sin
dolor” (Domínguez y Urraca, 1985), dada la importancia que tiene para los pa-
cientes y para los familiares el control de esta sintomatología. Así, reciente-
mente fue realizado un amplio estudio con 4301 pacientes hospitalizados por
enfermedades graves, en el cual se mantuvieron entrevistas con los familiares.
Aproximadamente el 50% de los pacientes informaba de la presencia de dolor
moderado o severo, y dos tercios de las familias entrevistadas manifestaron
que los pacientes sufrían síntomas intolerables al final de sus vidas (The
SUPPORT Principal Investigators, 1995).
2. Insomnio (Comas et al., 1991; Twycross, 1986). Tal y como señalan Ferré et
al. (1996) los pacientes suelen decir que el dormir les recuerda a la muerte, por
lo que temen no volver a despertar, lo que les ocasiona la dificultad para con-
ciliar el sueño. Así, aunque generalmente se considera de forma muy positiva
la muerte mientras se está durmiendo, los pacientes que saben que su muerte
está próxima en el tiempo, temen quedarse dormidos por el miedo a morirse.
Este miedo es la causa de la presencia de sueños molestos y de pesadillas, esto
es, parasomnias (Stedeford, 1988). Por otra parte, la acumulación de muchas
horas sin dormir disminuye el umbral del dolor, provocando un aumento de
intensidad en la percepción del mismo (Camacho, 2000; Twycross, 1986).
3. Náuseas y vómitos inducidos por la quimioterapia o condicionados (Allan,
1993; Reuben y Mor, 1986; Scheithaver, Rosen, Kornek, Sebesta y Depisch,
1993). Además, estos síntomas pueden ser debidos a otras causas, como por
ejemplo, por anormalidades metabólicas, obstrucción intestinal y por la locali-
zación del tumor (Moseley, 1985; Kwong, 1988; Reuben y Mor, 1986). Los
estudios señalan una incidencia de un 40-60% de casos que sufren náuseas y
vómitos (Billings, 1989; Reuben y Mor, 1986; Twycross, 1986).
4. Anorexia y pérdida de peso (Bruera y Fainsinger, 1993; Comas et al., 1991).
Tal y como puso de manifiesto Lesko (1989) puede incluir componentes físi-
cos y psicológicos. Cuando la etiología es física puede deberse al proceso di-
recto o indirecto de la enfermedad, ya que las náuseas, vómitos, la sequedad de
boca,... pueden producir pérdida de apetito (Twycross y Lack, 1990/87). Por
otro lado, entre las causas de índole psicológica destaca la ansiedad y/o depre-
sión relacionada con la situación vital (Smith, 1985a, b).
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5. Alteraciones en la respiración. La incidencia de la disnea se estima en un
30% de los pacientes que sufren cáncer avanzado (Twycross y Lack, 1990/87).
Otros autores (Ahmedzai, 1993; González-Barón, Barón, García de Paredes,
Berrocal y Ordóñez, 1991) informan de porcentajes más elevados, desde un 50
a un 70%.
Además los enfermos en situación terminal sufren diversas alteraciones psico-
patológicas, fundamentalmente ansiedad y depresión.
En la revisión realizada por Breitbart, Jaramillo y Chochinov (1998) de diver-
sos estudios sobre la prevalencia de trastornos psiquiátricos en pacientes de cáncer
avanzado se concluye que este grupo de enfermos se caracteriza por su vulnerabili-
dad a padecer alteraciones psicopatológicas. Así, aproximadamente el 77% de los
enfermos de cáncer avanzado presentan síntomas graves de depresión, lo que con-
trasta con los porcentajes en torno al 25% informado en los estudios con enfermos
de cáncer no-avanzado, datos que coinciden con el informe de Vachon (1993). Con
el deterioro asociado a la progresión del cáncer, también se incrementa el porcen-
taje de pacientes que padecen trastornos mentales orgánicos (del 25% aumenta al
40 o incluso 85% en la fase terminal).
En el estudio realizado por Minagawa, Uchitomi y Yamawaki (1996) aproxi-
madamente un 28% de los pacientes terminales de cáncer sufrían delirium, un
10,7% demencia, un 7.5% trastornos de adaptación, un 3.2% trastorno amnésico,
un 3.2% depresión mayor y un 3.2% trastorno de ansiedad generalizada.
En nuestro país, Sanz (1989) señala que un 87% de los enfermos presenta sin-
tomatología emocional. El autor afirma que esta mayor incidencia se debe al des-
conocimiento de los pacientes de la naturaleza, evolución y complicaciones de la
enfermedad. Esta falta de información daría lugar a sentimientos de angustia y
temor.
Centrándonos específicamente en los síntomas de ansiedad y depresión, cabe
decir que los estudios epidemiológicos de enfermos en situación de enfermedad
terminal arrojan datos distintos. Ello se debe, tal y como plantean Schröder y Co-
mas (2000), en primer lugar, a que en dichos estudios se utilizan indicadores de
síntomas, síndromes o trastornos. En segundo lugar, es preciso dilucidar si las reac-
ciones que presenta un enfermo en esta situación vital son “normales” o constituyen
psicopatologías. Y, finalmente, se ha de tener en cuenta que algunos de los criterios
diagnósticos de los trastornos emocionales constituyen, en esta condición particu-
lar, efectos directos de la enfermedad o tratamientos administrados.
En este sentido, recogemos el análisis de Comas y Schröder (1996) en el que
plantean que las categorías diagnósticas del DSM-IV más apropiadas en esta situa-
ción son las relativas a: a) factores no atribuibles a trastorno mental y que merecen
atención y tratamiento, en la codificación V; y b) problemas derivados del desarro-
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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llo biográfico o por otras circunstancias de la vida. Estos autores no consideran
apropiada la categoría diagnóstica de “Trastornos adaptativos” para referirse a las
emociones intensas y cambiantes que acontecen ante la percepción de muerte a
corto plazo.
Como hemos comentado anteriormente, debido a la ausencia de criterios apro-
piados, los trastornos depresivos en E.T. no suelen ser diagnosticados de modo
apropiado, ya que unas veces se sobrestima la presencia de tristeza, en otras se
infravalora las reacciones depresivas al considerarlas como normales en una situa-
ción que amenaza la propia existencia y a ello, hay que añadir la contaminación
criterial al confundir los cambios físicos provocados por la enfermedad o los trata-
mientos con sintomatología depresiva (Faisinger, Tapper y Bruera, 1993; Stede-
ford, 1988), como por ejemplo, alteraciones del sueño, pérdida de peso y de apeti-
to, debilidad, etc.
Las invetigaciones sobre este particular señalan una incidencia que oscila entre
el 10% y el 50% (Chochinov, Wilson, Enns, Lander, 1994; Hietanen y Lönnqvist,
1991; Minagawa et al., 1996; Saunders, 1984). La mayor frecuencia de depresión
se asocia con estadíos más avanzados de la enfermedad y peor estado físico funcio-
nal (Carroll, Kathol, Noyes, Wald y Clamon, 1993; Hill, Kelleher y Shumaker,
1992).
Tal y como expone Die Trill (2000b) son muchos los motivos que pueden indu-
cir la aparición de sintomatología depresiva en esta situación. Entre ellos, los si-
guientes: la soledad y el aislamiento, las numerosas pérdidas, la disminución de la
capacidad funcional, la falta de tiempo para finalizar asuntos inconclusos, los pro-
blemas relacionados con la alteración de las relaciones interpersonales y de pareja,
las alteraciones en la imagen corporal, las dificultades vinculadas a la comunica-
ción deficitaria, la presencia de síntomas no controlados, la incertidumbre y el
miedo a la muerte. A ellos hay que añadir el que los trastornos endocrinos, las
infecciones, determinados fármacos, tumores, trastornos neurológicos y otros facto-
res pueden contribuir a producir depresión.
Entre los mencionados anteriormente, queremos destacar que el aislamiento so-
cial que se produce en el ambiente hospitalario contribuye a incrementar los senti-
mientos de tristeza del paciente, y dificulta la distracción respecto de los pensa-
mientos negativos.
Cuando nos referimos al diagnostico de Depresión en estos pacientes, nos en-
contramos con 4 tipos de propuestas, tal y como concluye Die Trill (2000) tras su
exhaustiva revisión de la investigación sobre este tema, a saber: a) inclusiva (con-
tabilizar todos los síntomas, independientemente de que puedan o no estar causados
por la condición médica subyacente); b) etiológica (no contabilizar síntomas clara-
mente asociados a una condición médica, aunque se plantea la dificultad que entra-
ña esta posibilidad); c) de exclusión (de la fatiga y anorexia, a pesar de que en ese
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caso se constata una baja sensibilidad diagnóstica); d) sustitutiva (sustituir la fatiga,
anorexia, etc. , por otros como la indecisión, propuesta que requiere ser investigada
ya existe poca experiencia con este método).
Algunos autores (Fainsinger et al., 1993; Leibenluft y Goldberg, 1988; Stede-
ford, 1988) señalan que los síntomas cognitivos de la depresión (disforia, pérdida
de autoestima, sentimientos de culpa o inutilidad, pérdida de interés, sentimiento de
desamparo, deseos de morir y pensamientos de suicidio) pueden utilizarse para
diferenciar la tristeza normal característica de la situación de enfermedad terminal
respecto de la depresión.
Resta hablar acerca de la importancia de realizar el diagnóstico de depresión en
esta condición, ya que implica sufrimiento, que es posible evitar (se dispone de
estrategias de intervención eficaces) y la desesperanza y el deseo de morir se aso-
cian a empeoramiento, disminución de la motivación para participar en el autocui-
dado e, incluso, con mayor mortalidad (Bruce y Leaf, 1989; Bukberg, Penman y
Holland, 1984; Cassileth et al., 1986; Chochinov et al., 1994; Chochinov, Wilson,
Enns y Mowchun, 1995; Die Trill, 2000b; Kuupelomaki y Lauri, 1998).
En cuanto a la ansiedad, se aplican análogas dificultades a las que hemos plan-
teado para el diagnóstico de depresión.
Reseñamos aquí el estudio de Parkes, que realizó en 1984, en el que analizó
cuáles eran los miedos más frecuentes que manifestaban estos enfermos, a saber: a
separarse de las personas queridas, del hogar o del trabajo (ansiedad de separa-
ción): 38%; a depender de otros, a perder el control de las facultades físicas o a ser
una carga: 23%; a las consecuencias de su muerte para las personas que dependen
de él/ella: 20%; a ser incapaz de concluir tareas pendientes: 10%; y al dolor o a la
mutilación: 7%.
También Stedeford (1988) informa de la existencia de ansiedad de separación
en estos pacientes, por lo que recomienda que se mantenga el contacto físico y la
cercanía con ellos. Así, tal y como han indicado los profesionales, aunque las per-
sonas mueren solas, no es necesario que mueran en soledad.
A nuestro juicio, la situación de enfermedad terminal se define por la presencia
de malestar emocional, lo que constituye una reacción esperable en el momento en
que la amenaza percibida es máxima, referida a la propia existencia. Por ello, se
requiere en primer lugar realizar el estudio de cuáles son las reacciones frecuentes
en esta situación para poder, de esta forma, distinguir aquéllas respuestas del en-
fermo que puedan ser consideradas como patológicas. Indudablemente, en este
punto nos debemos de cuestionar los criterios utilizados para definir qué es o no es
patológico en este contexto.
Nos hemos referido al impacto de la E.T. de una forma general, sin tener en
cuenta algunas variables que pueden modular dicho impacto, v.g., la edad y la
patología.
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
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1.3. Variables que influyen en la enfermedad terminal: la edad y la patología
La investigación en la población infantil que padece una enfermedad avanzada
es más escasa que cuando está referida a los enfermos adultos, lo que sucede tam-
bién en otros temas. Ahora bien, en este caso, una de las razones de este hecho es
que, en muchas ocasiones, los niños que padecen una enfermedad avanzada no son
remitidos a las Unidades de Cuidados Paliativos. Subyace la idea de que es “anti-
natural” que un niño enferme y muera. Además la terapéutica curativa es más eficaz
en la población infantil. Se quiere, también, evitar el aumento de la vulnerabilidad
de los padres.
En un artículo reciente, Frager (1996) propone que se presenten los cuidados
paliativos como complementarios y no sustitutivos de los tratamientos curativos,
para de esta forma, asegurar que los niños reciben una atención profesional ade-
cuada.
Como señala Gabaldón (2000), el diagnóstico de la sintomatología depresiva o
ansiosa se complica en esta situación, puesto que a la dificultad de determinar si los
síntomas de ansiedad o depresión son producidos por causas orgánicas, hay que
añadir que, en los niños, en muchas ocasiones la depresión es enmascarada, pre-
sentándose problemas de comportamiento (ver el trabajo citado en donde se anali-
zan la sintomatología común en esta población).
Aunque existen diferencias individuales en función del proceso de maduración,
de las circunstancias que rodean al niño, de su experiencia previa con la enferme-
dad y la muerte, de las interacciones con otros niños, ... se han desarrollado mode-
los que explican la adquisición de los conceptos de enfermedad y muerte, concepto
que determina, en gran medida, la reacción de los niños ante la situación de enfer-
medad terminal.
Tras el pionero estudio deNagy, en 1948 (citado en Kastebaum y Costa, 1977 y
en Stevens, 1993), en el que halló que hasta la edad de 9 años la mayoría de niños
no adquiría un concepto maduro de muerte como fenómeno universal e irreversible,
han sido formulados otros modelos cuyo objetivo es explicar las reacciones de los
niños y adolescentes que se encuentran en situación de E.T. apoyándose en la ad-
quisición del concepto de muerte. Así, en el modelo formulado por Bluebond-
Langner (1978, citado en Stevens, 1993) la investigadora descarta que la edad
cronológica y la capacidad intelectual del niño influyan en el conocimiento y asi-
milación de la muerte próxima. En su opinión, lo importante es la capacidad para
integrar y sintetizar información, que se relaciona con la experiencia en mayor
medida que con la edad.
Otras formulaciones se basan en la teoría de los estadíos evolutivos piagetianos
(ver Stevens, 1993).
La enfermedad terminal: La muerte y los cuidados paliativos.
Revista de Psicología de la Salud, 13(2), 2001
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Actualmente, en las investigaciones sobre el concepto de muerte, hay un acuer-
do acerca de que los niños alcanzan un concepto maduro de la muerte, que depende
de su proceso evolutivo más que cronológico, entre los siete y los trece años, aun-
que hay niños que lo adquieren antes, debido fundamentalmente a su mayor expe-
riencia en esta cuestión (Die Trill, 2000a).
En cuanto a la población de edad avanzada, cabe también diferenciar algunas
características propias cuando se encuentran en la situación de enfermedad terminal
(ver tipología propuesta por Botella, Errando y Martínez, 1998 y los trabajos de
Botella et al., 1998; Lara y Nuñez Olarte, 2000; Nuñez Olarte, 1995, en donde se
exponen las características comunes en esta población).
A pesar de que la mayoría de estudios se han realizado con pacientes oncológi-
cos, la situación de enfermedad terminal engloba a una variedad de patologías en
estadio avanzado. En función del tipo de patología, podemos diferenciar algunas
características propias. Así, por ejemplo, el paciente con Sida es generalmente más
joven (de entre 25 y 45 años), por lo que la enfermedad le impide establecer o
realizar los proyectos de vida. Además, hay que considerar: a) la coexistencia de
marginalidad, adicciones o psicopatologías; b) la ruptura de la imagen corporal;
c)la conciencia intensa de la muerte favorecida por la pérdida funcional progresiva
o el contacto con amigos que han fallecido a causa de la enfermedad; y d) el carác-
ter estigmatizador de la enfermedad (Barreto, 1994).
2. La familia
Como mencionamos anteriormente, en la situación clínica de la enfermedad
terminal, la familia constituye uno de los elementos a considerar, tanto antes como
después de la muerte del paciente. Remitimos al lector al trabajo de Soler, incluído
en este monográfico, en el que se profundiza en este tema.
2.1. La familia: antes de la muerte del paciente
La familia como sistema supone una entidad propia, cuya conducta, funciones y
propiedades no son comprensibles como la mera suma de las funciones y propieda-
des de sus componentes. La situación de enfermedad terminal genera un desequili-
brio en el funcionamiento familiar, por lo que tendrá que adaptarse a la nueva si-
tuación y recuperar el equilibrio perdido.
Tal y como exponen Barreto et al. (1998) la familia del paciente que padece una
enfermedad terminal ha de ser considerada por los profesionales desde una doble
perspectiva, esto es, tanto como emisora de cuidados como también en su vertiente
de receptora de los mismos. Dichos cuidados se hacen más necesarios a medida que
el paciente se debilita y pierde autonomía. Por ello, la familia tendrá que, por una
parte, satisfacer las necesidades físicas y emocionales del paciente, y por otro lado,
mantener un funcionamiento familiar lo más normalizado posible.
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Podemos distinguir algunos cambios estructurales que se producen en el sistema
familiar como consecuencia de la E.T. Así, en algunos sistemas familiares se desa-
rrollan patrones rígidos de comportamientos, sin adaptarse a la nueva situación;
también se crean coaliciones y exclusiones emocionales, se aíslan socialmente, se
producen cambios estructurales en los roles y en la relación de poder, ... Cabe re-
saltar que en esta situación, generalmente las necesidades de la familia se someten a
las del paciente.
Una consecuencia que hay que paliar o evitar es el desgaste del cuidador prima-
rio o principal, fundamentalmente negociando “momentos de respiro” o de descan-
so para éste.
También se producen cambios procesales, tales como los derivados de la difi-
cultad de compatibilizar la tarea evolutiva con la atención al enfermo. General-
mente, en los momentos centrípetos (p.ej., durante la crianza de los hijos) se produ-
cen celos por la atención prestada al enfermo en detrimento de la dispensada a
otros miembros mientras que en los momentos centrífugos (p.ej., adulto joven que
desea convivir con su pareja) los conflictos se relacionan, por ejemplo, con la in-
compatibilidad para independizarse.
Además, tal y como apunta Epeldegui y Thompson (2000), se producen algunas
reacciones, que suelen calificarse en el ámbito clínico, como “compensatorias”, por
ejemplo: los familiares que han participado en menor medida en el cuidado del
paciente piden explicaciones sobre el cuidado dispensado por otros familiares;
algunos familiares se aferran a sistemas primarios de supervivencia, p.ej., insisten
desproporcionadamente en que el enfermo coma cuando éste no tiene apetito; a
veces, instan al enfermo a probar medicinas alternativas o a realizar rituales, plega-
rias,...; en otras ocasiones, prestan una atención exagerada al paciente, sin dejarle
descansar, mientras que frente a este cuidado desmesurado, otros familiares evitan
al enfermo.
Por otra parte, una reacción frecuente es experimentar sentimientos de culpabi-
lidad por desear que el enfermo deje de sufrir y muera, cuando ya se sabe que el
final está próximo, lo que constituye una experiencia común en familiares ante lo
que se ha denominado como el “síndrome de Lázaro” (esto es, cuando el enfermo
sobrevive más tiempo de lo predecido por el médico) (ver Lee, 1984).
En el trabajo de Copperman (1983) se analizan los temores más frecuentes ex-
presados por las familias de los pacientes oncológicos terminales. Así, algunos
enfermos sienten miedo debido a que no saben como cuidar al paciente o ante el
sufrimiento del ser querido. También, por ejemplo, a estar actuando de forma equi-
vocada al decidir que permanezca el paciente en la casa, a no saber cuándo ha
muerto o a la soledad.
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Revista de Psicología de la Salud, 13(2), 2001
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En la situación de enfermedad terminal, se producen 2 problemas que afectan al
funcionamiento familiar y merman el apoyo emocional que recibe el paciente y la
comunicación entre los miembros de la familia, a saber: la claudicación familiar y
la conspiración de silencio.
La claudicación familiar se ha definido como la situación en que los familiares
se sienten incapaces de ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y
necesidades del enfermo (Guinovart, 2000). Se ha de intentar prevenir, realizando
un análisis y redistribución de tareas entre los miembros de la familia, unido a la
gestión de recursos para ayudarles a afrontar la situación.
La conspiración de silencio hace referencia al conjunto de estrategias o esfuer-
zos del paciente, familiares o personal sanitario, para evitar que alguna de las partes
involucradas desconozca el diagnóstico o el pronóstico de la enfermedad (López de
Maturana, 1998). A corto plazo, puede ayudar a las familias a “ganar tiempo”, por
lo que hay que respetar el ritmo de cada familia; sin embargo,a medio plazo crea
una barrera que impide la comunicación, el apoyo, la participación en la toma de
decisiones y la solución de asuntos pendientes.
A continuación analizaremos algunos de los factores psicosociales que modulan
el impacto de la E.T. en el funcionamiento familiar, acorde con la amplia revisión
realizada por Epeldegui y Thompson (2000). Así, entre los factores generales, cabe
destacar los siguientes: dificultad para llevar a cabo las tareas de cuidado del pa-
ciente por falta de tiempo, agotamiento físico al tener una sobrecarga de trabajo,
cansancio emocional, problemas laborales y problemas económicos. Por otra parte,
la familia ha de tomar la decisión sobre si el enfermo permanecerá en casa o en el
hospital. Dicha decisión dependerá, en gran medida, de los recursos de que dispon-
ga la familia para cuidar al enfermo en casa, de la disponibilidad de medios sanita-
rios para que el cuidado profesional sea continuado (si decide quedarse en su ho-
gar) y del deseo del enfermo (Vachon, 1998).
2.2. La familia: después de la muerte del paciente
Una vez que el enfermo ha fallecido, la atención psicológica se centra en la fa-
milia. En primer lugar, se hablará del proceso de duelo normal y, posteriormente, la
exposición se centrará en el duelo “no resuelto”.
El duelo es la reacción psicológica a la pérdida. Aquí, nos referiremos a la pér-
dida del enfermo. Los dolientes han de realizar el trabajo del duelo, lo que puede
dar lugar a maduración personal, si la resolución es satisfactoria, o a alteración
física y emocional, en el caso de duelos “no resueltos”.
En el clásico trabajo de Parkes (1979) se señalan algunos de los componentes
característicos de este proceso, como son la emoción de intensa pena, arrepenti-
miento o ira, la búsqueda compulsiva del fallecido, manifestaciones fisiológicas
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(sequedad de boca, palpitaciones cardíacas y pesadez), la presencia de imágenes
hipnagógicas o el sentimiento de ridículo al expresar las emociones.
Diversos autores (v.g., Kübler-Ross, 1993/69; Parkes, 1979) han descrito las
etapas de este proceso, que van desde la conmoción e incredulidad, posteriormente
se dan las reacciones características de duelo y, finalmente, la adaptación a la nue-
va situación.
Han sido propuestos distintos modelos para explicar el proceso del duelo. Así,
para los psicodinámicos, el duelo se resuelve cuando se da la decatexia a través de
la identificación con el objeto perdido. Según Bowlby (1997/80), la identificación
no sucede siempre y refleja psicopatología. Este autor concibe el duelo como la
ruptura del vínculo. Parkes (1979) afirma que la pérdida de un ser querido altera
nuestro “mundo de supuestos”, lo que afecta también a nuestra identidad. Se re-
quiere, pues, que el deudo cree un nueva identidad. Las teorías del estrés conciben
el duelo como una situación de afrontamiento de un estresor que crea un estado de
indefensión. Finalmente, desde los modelos médicos se plantea si el duelo es o no
una enfermedad.
Por tanto, los dolientes han de realizar el trabajo del duelo, que supone la
aceptación de la ruptura del vínculo con el fallecido y el seguir viviendo.
Como se ha mencionado anteriormente, en la situación de E.T., en muchas oca-
siones el trabajo del duelo se anticipa. En dicho caso, el familiar ensaya mental-
mente la situación que ha de afrontar y experimenta la pena por lo que ha de suce-
der, intentando asimilar las consecuencias de la muerte del ser querido.
Seguidamente, nos centraremos en el “duelo no resuelto”. Entre los factores
asociados a una buena resolución del duelo, cabe citar los siguientes (Parkes,
1993): la modalidad de la muerte, si es esperada, puesto que hay tiempo para pre-
pararse; la cualidad de la relación con el fallecido si es buena y no ambivalente;
experiencias positivas en anteriores pérdidas; mayor disponibilidad de apoyo so-
cial; sentimientos de haber sido útil en la vida del enfermo; y por último, si ha
habido posibilidad de “ventilar” emociones.
Parkes (1979) señala algunos indicadores de duelo “no resuelto”, a saber: inten-
sas emociones, sobre todo, pena y ansiedad de separación; intentos parcialmente
exitosos de evitar la pena; duelo demorado; sentimientos intensos de culpabilidad;
ataques de pánico por aumento de la vulnerabilidad a experiencias catastróficas,
quejas sobre síntomas parecidos a los que padeció el enfermo; disminución de la
inmunocompetencia y presencia de psicopatologías, sobre todo, abuso del alcohol y
trastorno depresivo.
El DSM-IV establece el diagnóstico de duelo, en la Categoría de Otros Proble-
mas que pueden ser objeto de atención clínica; además, cuando el duelo se compli-
ca, se diagnostica como Trastorno depresivo mayor, si cumple los criterios diag-
nósticos.
La enfermedad terminal: La muerte y los cuidados paliativos.
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3. El equipo terapéutico
Se caracteriza por su interdisciplinariedad y está compuesto por médicos, cuya
función principal es el control de síntomas; personal de enfermería que dispensa los
cuidados principales al enfermo; trabajador social, que gestiona recursos; sacerdo-
tes y consejeros espirituales, que atienden las necesidades espirituales; voluntarios,
con funciones variadas (no deben sustituir las funciones de los profesionales, sino
que su labor es complementaria); y finalmente, por psicólogos, cuyas funciones
principales son: la formación del equipo interdisciplinar, sobre todo en habilidades
de comunicación o en la temática, y la intervención psicológica, ante problemas
que presentan los enfermos, los familiares o los profesionales sanitarios.
Obviamente, la enfermedad terminal repercute también en los profesionales que
trabajan en este ámbito. Sin embargo, gracias a la formación que reciben los profe-
sionales de las Unidades de Cuidados Paliativos, éstos, a pesar de que su trabajo
implica un contacto continuado con el sufrimiento y la muerte, no presentan el
síndrome de burnout en mayor medida que en otras unidades hospitalarias.
La definición de burnout más aceptada es la enunciada por Maslach (1982),
quien caracteriza este síndrome como: cansancio o agotamiento emocional, desper-
sonalización o trato inadecuado a los enfermos, y disminución de la motivación
para realizarse profesionalmente. Las consecuencias de este síndrome recaen tanto
en la persona que lo padece (sufrimiento) como en la calidad asistencial, que dis-
minuye, y en el clima laboral que empeora.
Los factores implicados en la situación de enfermedad terminal asociados al
burnout son, siguiendo a Barreto (1994), los siguientes: exceso de estimulación
afectiva, sobrecarga de trabajo, sentimientos de frustración por no poder curar,
sentimientos de indefensión, la necesidad de implicarse en el cuidado del enfermo,
y, por último, la insuficiente formación o que no sea ésta de calidad.
LA EVALUACIÓN
De forma análoga a como se desarrolló el anterior apartado, se comenzará con
la evaluación al paciente. Surge, en este caso, la pregunta acerca de qué cons-
tructos se han de evaluar. Siguiendo el análisis de Bayés (2000, 2001), se ha de
evaluar fundamentalmente el bienestar, el dolor y el sufrimiento de los pacientes.
Se remite en este punto al lector a la reflexión que nos ofrece el profesor Bayés en
este monográfico acerca del sufrimiento del enfermo en situación de enfermedad
terminal, como aspecto nuclear sobre el que intervenir.
Este autor define el bienestar como “La sensación global de satisfacción o ali-
vio de las necesidades –físicas, cognitivas, emocionales, sociales y espirituales- que
puede experimentar el enfermo, de forma intermitente, continua o esporádica, a lo
Toledo, M., Barreto, M.P., Sánchez-Cánovas, J., Martínez, E. y Ferrero, J.
Revista de Psicología de la Salud, 13(2), 2001
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