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Dialnet-LaHistoriaYLaGramaticaHistorica-563921

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LA HISTORIA Y LA GRAMÁTICA HISTORICA
PAUL M. LLOYD
University of Pennsylvania
Cuando comencé hace ya tiempo a tratar de decir algo sobre los motivos
y principios que necesariamente fundamentan cualquier tipo de esfuerzo
de explicación histórica, pensé en poner como título de esta contribución
el que actualmente tiene. Después de pensarlo más, concluí que era bas-
tante presuntuoso y atrevido ponerle un título que prometía mucho más
de lo que yo podría ofrecer, y decidí llamarla «el historiador y la gramática
histórica». Reparando en el hecho de que quizá aun eso era bastante pre-
tencioso —después de todo, aun cuando puedo llamarme en sentido muy
limitado «historiador»—, la verdad es que sólo soy un humilde trabajador
en la viria de la ciencia y no me atrevo a hablar como portavoz de toda la
profesión. Decidí por fin optar por algo un poco más sencillo: «unos pen-
samientos sobre la relación entre la historia en general y la gramática his-
tórica».
Hace muchos arios, cuando por primera vez se me ocurrió que tal vez
podía aportar algo al campo de la ling- ŭ ística histórica escribiendo un nuevo
manual de gramática histórica espariola, no había pensado mucho en exac-
tamente lo que hace un lingŭista cuando se dedica a tal tarea. Al comenzar
el trabajo, bien pronto tuve que preguntarme: equé es exactamente lo que
hace el investigador que piensa elaborar una «gramática histórica»? eForma
parte de la historia humana en general, o es que sólo tiene en com ŭn con
otros estudios llamados «históricos» el nombre «historia»? Es decir, ees sólo
histórico en el sentido de que se tenía que ver con un «antes» y un «des-
pués»? eEs el investigador principalmente lingŭista, o puede llamarse tam-
bién historiador? Por fin, me convend que la historia de una lengua y la
gramática histórica nos obliga a tener por lo menos alguna idea de lo que
Es posible disŭnguir entre «la historia externa» o «historia de la lengua» y «la historia
interna» o lo que se sttele Ilamar «la gramática histórica». En general, la historia interna no
hace tanto hincapié en esos factores sociales y culturales que tanta influencia tienen en el
uso de una lengua, y se concentra más en los factores que afectan la forma de la lengua, o
sea las estructuras empleadas por una lengua para comunicar lo que quieren comunicar los
hablantes de una forma del habla humana. Es una distinción ŭtil pero de ninguna manera
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entendemos por la palabra «histórica», lo que motiva alg-unas de las ideas
que presentaré hoy.
Al iniciar mi labor, pronto caí en la cuenta de que los modelos de la
gramática histórica más típicas se limitaban a hacer ŭnica y exclusivamente
una explicación descriptiva de los hechos rnás básicos de la fonética y la
morfología. Presentaban, por ejemplo, una lista de los sonidos de una len-
gua pasada, o mejor dicho, las letras que solían usarse para escribir el estado
pasado de una leng-ua, y sus equivalentes en la lengua moderna. Se dividían
quizá segŭn el contorno fonético en que se hallaban y de vez en cuando
se hacía uno que otro comentario sobre las circunstancias que podían ha-
ber determinado ciertos cambios especiales. Generalmente presentaban
también algunas palabras que podían servir de ejemplos. De la compara-
ción de estas letras del pasado y sus equivalentes posteriores se podían
formular «leyes fonéticas» que a veces, se solía aducir, obraban «ciegamen-
te» en el sentido de que proporcionaban con bastante consistencia los mis-
mos resultados en cada palabra que tuviera los mismos sonidos. Exacta-
mente en qué consistían estas leyes fonéticas y cómo o por qué habían
ocurrido eran cuestiones que no formaban parte esencial de la gramática
histórica y ni siquiera hacer tales preguntas se consideraba digno. Mi pri-
mer profesor de gramática histórica nos informó que esta manera de pre-
sentar los hechös era claramente más científica; segŭn él, un químico no
trata de explicar por qué ocurren las reacciones químicas sino que las des-
cribe con toda la precisión necesaria. Un estudioso científico de la lengua
hace exactamente lo mismo, proponía mi antiguo profesor: describía los
hechos y no se preocupaba del porqué de esos hechos. Esta declaración
era confirmada por otros especialistas de esos arios, tales como un distin-
guido lingriista con quien estudié algo de la filología indoeuropea, quien
manifestó en una ocasión: «No podemos saber nunca por qué cambian los
sonidos.»
El mismo proceso de comparación se hacía en el campo de la morfo-
logía, excepto que en este caso se veía a veces la necesidad de explicar por
qué las leyes fonéticas no siempre obraban del modo que se hubiera es-
perado de ser éstas como se suponía, esencialmente ciegas. En la morfo-
logía, por lo menos se podían ver los efectos de la analogra. Por fin me di
cuenta de que realmente no tenía ning-una idea cierta de la teoría (o las
teorías) del conocimiento histórico. Cuanto más leía en el vasto campo de
la lingŭística histórica, tanto más comprendía que la gran mayoría de los
ling-ŭistas, si no todos, no se consideraban historiadores, aun cuando se
dedicaban a la historia lingŭística o a la ling-ŭ ística histórica. Y al fin llegué
a convencerme de que es casi indispensable para la lingriística histórica
tener alguna consciencia de lo que puede contribuir a nuestro campo el
fija ni rígida. Sería mejor adoptar los términos de Coseriu de «factores sistemáticos y extra-
sistemáticos» porque distinguen más claramente lo que hay que distinguir (1974, 1159.
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estudio de los enfoques que adoptan los investigadores en otros campos de
la historia humana2.
En su libro sobre «La idea de la historia», el filósofo R. G. Collingwood
declaró que:
«La mente filosófica nunca piensa en un objeto; siempre, mientras
piensa en ese objeto, piensa en su propio pensamiento sobre el objeto»
(1946, 1).
Es decir, «...el filósofo se pregunta: Cómo saben los historiadores?
Cómo llegaron a aprehender el pasado?» (3). Las preguntas de Colling-
wood han sido repetidas por muchos historiadores y filósofos. En efecto, el
siglo XX ha visto una larga serie de estudios sobre la llamada «filosofía
analítica» de la historia, es decir, de las teorías abstractas de cómo se en-
tiende la historia, y cómo se la explica (Antilla 1992)3.
Existen varias divisiones fundamentales de la historia en la filosofia mo-
derna: la primera realmente no es muy moderna. Consiste en la aplicación
a la historia de una ideología adoptada como principio básico de la com-
prensión y la interpretación del pasado. Un historiador religioso podría,
por ejemplo, interpretar todo lo que se presenta como ejemplo de lo obra-
do por la mano de Dios en el quehacer humano. Más cerca a nuestros días,
una teoría marxista vulgar (y silvestre) podría declarar de antemano que
toda la historia humana es la historia de la lucha de las clases sociales y
columbrar en todo acontecimiento pasado en cualquier sociedad los efectos
de esa lucha. [Claro que esta orientación en la forma expuesta aquí nada
tiene que ver con la gramática histórica como los más de nosotros la con-
cebimos; por lo menos, no me imagino que sea posible escribir una gra-
mática histórica marxista. Pero, como veremos un poco más adelante, algo
hay de ese punto de vista en algunos aspectos de las gramáticas históricas].
Otra división de la filosofia analítica de la historia es la escrita por fi-
lósofos que utilizan alguno que otro incidente histórico (y hasta incidentes
inventados por los filósofos mismos) como ilustración de sus ideas. Estas
obras suelen constar, en mi opinión, del noventa por ciento de filosofía y
el diez por ciento de historia [o quizás hasta el noventa y nueve por ciento
de filosofía]. Para la gran mayoría de los historiadores prácticos, este tipo
de filosofía de la historia tiene poco interés. En general, los historiadores
prefieren estudiar lo que conciben como lo distintivo de los cambios his-
tóricos, es decir, lo que distingue un momento histórico de todos los demás.
Otra divisiónde la filosofía de la historia, menos popular entre los fi-
lósofos, sería la que, en vez de empezar con ciertas teorías sobre la historia,
examina con más detalle cómo obran los historiadores mismos, cuáles son
los principios prácticos y teóricos que los guían en su trabajo diario y en
2 «The greatsest surprise... is that historical linguistics is hardly ever tied with history or
historical explanation...» (Antila 1992, 17).
Algunos creen que tal filosofia está pasada de moda (Danto 1995).
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la presentación de los resultados de sus estudios y cuáles podrían ser otros
enfoques más respetables.
Creo que todos estarán dispuestos a aceptar la definición de Colling-
wood de la historia: la historia estudia «...res gestae: acciones de los seres
humanos que se hicieron en el pasado» (9). Pero también surge otra pre-
gunta que hay que tener en cuenta: ecómo se parece o se distingue de otras
disciplinas del saber humano? En 1942, el filósofo Carl Hempel expuso lo
que creía ser el mejor modelo de la explicación que valdría tanto para la
historia como para la ciencia, un modelo que ha llegado a tener fama en
la teoría de la historia. Segŭn este modelo, el historiador debe empezar
con lo que llamaba una «hipótesis universal» que proclama que en cada
caso donde se halla un acontecimiento del tipo C en tal y cual lugar en tal
y cual época, otro acontecimiento del tipo E ocurrirá en el mismo lugar y
en la misma época que se relaciona de manera específica con el primero
(Roberts 1996, 1). Es decir, uno busca una secuencia constante de acon-
tecimientos, exactamente como el investigador científico busca resultados
constantes en sus experimentos. La argumentación de Hempel ha sido
aceptada (a veces con numerosas modificaciones) por muchos filósofos ana-
líticos y fue bautizada después por William Dray el modelo de «la ley en-
cubridora» (Roberts 1996, 3). Cito seguidamente un conocido filósofo de
la historia, Louis Mink, que nos lo explica así:
«La esencia de la doctrina filosófica recibida es que la historia todavía
no es una ciencia pero que adoptando explícitamente los métodos y los
criterios de la ciencia puede llegar a serlo. Confundido por las contradic-
ciones y las ambig-ŭedades del sentido comŭn y el lenguaje ordinario, la
historia... está en el estado incipiente de una protociencia» (Mink 1966,
66).
También declara que, segŭn la actitud de Hempel y sus secuaces:
«...no hay ninguna distinción válida entre las Naturwissenschaften y las
Geisteswissenschaften en términos de una diferencia en la estructura ló-
gica y conceptual de las explicaciones que dan; hay un solo modo lógico
de explicación».
Desde el punto de vista, no es posible percibir una diferencia esencial
entre lo que hace un científico y un historiador. Es decir, un historiador
puede y debe hasta donde sea posible adoptar los mismos métodos y los
mismos principios y técnicas que los investigadores científicos, especial-
mente los del campo de las ciencias físicas. La ŭnica diferencia sería que
la historia, a pesar de haber existido como disciplina por más de 2.500 ó
3.000 arios, todavía no llega a constituir una ciencia porque los historia-
dores no han querido adoptar el llamado «método científico». (Aquí dejo
a un lado el problema de definir exactamente lo que es el verdadero «mé-
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todo científico», cuestión que es, en realidad, mucho más problemática de
lo que se suele creer) 4 . De todos modos, segŭn este punto de vista el his-
toriador verdaderamente científico debe buscar una ley encubridora para
poder explicar todos los acontecimientos del pasado, tal como lo hace el
físico que busca leyes para explicar los fenómenos naturales.
No es posible en una conferencia limitada como ésta, entrar en todos
los aspectos que uno podría estudiar en la filosofía analítica, de modo que
tendré forzosamente que limitarrne a considerar sólo algunos puntos que
muestran, a mi criterio, una conexión válida entre la historia en general y
la lingiiística histórica5. Para muchos historiadores es imposible encontrar
en la historia leyes generales científicas en términos muy abstractos, como
por ejemplo lo sería una ley que explicara la caída de los imperios o el
origen de las revoluciones, o, en términos lingŭísticos, una supuesta ley que
explicaría la sonorización de las consonantes sordas intervocálicas. Es im-
posible encontrar estas supuestas leyes encubridoras porque los aconteci-
mientos de esta naturaleza son tan complejos y tan complicados que sen-
cillamente es imposible incluirlos bajo una «ley» de los imperios o las
revoluciones, o de las consonantes intervocálicas, lo que Roberts llama «ma-
crocorrelaciones» (1996, pág. 13). En palabras de este estudioso el empeño
de hacer de la historia una ciencia ha fracasado.
«...porque el comportamiento de los seres humanos no exhibe la re-
gularidad necesaria para hacer leyes que gobiernan su comportamiento»
(1996, pág. 157).
En este punto debo decir que hay algunos investigadores que creen la
posibilidad de encontrar algunas leyes fijas del comportamiento de los seres
humanos, pero que admiten que estas leyes no se han encontrado hasta
ahora (MacIntyre 1996). Al mismo tiempo, es obvio que en muchos casos
existen realmente principios («leyes») que guían al historiador en su pre-
sentación de los hechos del pasado. La cuestión es que casi siempre son
«leyes» en un sentido mucho más limitado y quedan implícitos, porque no
necesitan exponerse en detalle; es decir, forman parte de nuest_ra com-
prensión del mundo y los lectores se darán cuenta de cuáles son. Por ejem-
plo, el historiador que dice que en cierta época hubo grandes protestas del
pueblo contra ciertos impuestos nuevos establecidos por el gobierno de un
país, no tiene que explicar a sus lectores que el pagar impuestos no es uno
de los mayores placeres de los seres humanos y que aun cuando el buen
ciudadano se dé cuenta de que pagarlos es una obligación y un deber
Una definición popular podría ser la siguiente: «... la explicación de cualquier fen&
meno incluye su clasificación bajo principios generales que no son "ad hoc" y para los que
no se conoce excepciones. Específicamente, la explicación de un fenómeno requiere el de-
mostrar que es la consecuencia deductiva de un grupo de leyes encubridoras [en inglés
"covering laws"] junto con declaraciones particulares que describen las condiciones inicia-
les» (Mink 1966, 66-67).
5 Tarnpoco quiero repetir lo dicho en el muy interesante articulo de Antilla 1992.
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cívico, esa obligación puede producir más irritación que agrado. El histo-
riador que se tome el tiempo de présentar tal «ley», a lo mejor será con-
siderado un ingenuo. Sin embargo, todo el mundo se da cuenta a la vez
de que es un «principio» válido que explica por qué hubo protestas en
contra de tales impuestos nuevos (Scriven 1959). Muchas de las explicacio-
nes del historiador son de esta clase; es decir, son verdades de Pero Grullo
que no hay que mencionar. Existen a la vez otros principios fundamentales
implícitos que sí merecen discusión. Si queremos entender lo que ha pa-
sado en la historia, tenemos que obrar con un principio importante: el que
no es posible explicar el pasado si no lo entendemos. Y e.cómo poder en-
tender el pasado si no entendemos cómo pensaban los seres que vivían
entonces? Me limito por el momento a formular la pregunta, que intentaré
adelante responder.
Volviendo ahora a la historia «llamada» científica, una primera dificul-
tad es que, como vimos arri•a, el método científico requiere crucialmente
que las hipótesis deben poder confirmarse o desconfirmarse empíricamen-
te. Es decir, para algunos la ŭnica explicación válida que puede proporcio-
nar un científico (o un historiador científico) corresponde a la clase que
podríamos designar «la explicación deductiva-nomológica». El científico
siempre buscará leyes generales que tienen una aplicación universal: cada
vez que se dan las mismas condiciones determinantes se produciránlos
mismos efectos. Y siempre podrán hacerse predicciones sobre el futuro,
como parte esencial de su bŭsqueda de las mencionadas leyes generales.
Es aquí que 1ì gran mayoría de los historiadores, hasta los que aceptan la
idea de que la historia debe ser «científica» dentro de lo posible, se hallan
ante un dilema. Segŭn muchos, si no todos los historíadores, la historia
trata de lo ŭnico, lo concreto de los acontecimientos pasados. Los mismos
acontecimientos nunca se repiten exactamente. [Y en la historia, en con-
traste con muchas de las ciencias naturales, claro está que es imposible
realizar experimentos en un laboratorio, lo que basta para que no pocos
declaren sin más ni más que eso ya de por sí prueba que la historia nunca
puede llegar a tener el estatuto ciencia. La verdad es que no hay experi-
mentos en algunas de las ciencias fisicas, como, por ejemplo, en la geología
o la astronomía, lo que no quiere decir que no sean ciencias].
Las especulaciones sobre las explicaciones históricas que mencioné an-
teriormente tal vez no tendrían ningŭn interés para los que estudiamos la
lingŭística histórica si no fuera por el hecho de que algunos ling-ŭistas han
adoptado el punto de vista de los filósofos analíticos como Hempel y con-
sideran que la historia es sólo otro campo que puede y debe modelarse
sobre las ciencias naturales. Una obra de•arios recientes que favorece este
punto de vista es la de Roger Lass 1980. Lass ha adoptado la misma pers-
pectiva que la expuesta por Mink, y declara, como conclusión, que el cam-
bio ling-ŭiístico es esencialmente «inexplicable» porque no es científicamen-
te necesario (Lass 1980). Segŭn él, la lingŭística histórica nunca puede ser
científica porque:
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«...el cambio lingŭ ístico está situado enteramente en el área de lo op-
cional, de las opciones, incluso en la opción cero... Ning ŭn cambio es
necesario» (132-33).
Muchos pueden estar de acuerdo con esta opinión, pero no se verán
tentados a aceptar sus conclusiones, a saber, que el cambio ling-ŭístico es
«inexplicable» 6. Esto es, en efecto, exactamente lo que ha hecho Lass cuan-
do dice que el ŭnico modelo posible para la explicación de los cambios
lingŭísticos es el de las ciencias naturales, o sea el modelo «nomológico-
deductivo». Puesto que no es posible encontrar tales leyes en la ling ŭística
histórica, resulta que no se puede explicar el cambio. Q. E. D.
Tal conclusión es posible, pero solamente porque Lass ha definido el
verbo «explicar» como algo que necesita situarse en el campo de acción de
una «ley universal», o sea, una ley científica que obra sin excepciones. El
caso de Lass parece ser exactamente lo que ha dicho Mink en otro lugar:
«La posibilidad más pura y más heroica para el monista
metodológico es, con la sinceridad de un santo del desierto, persistir con
el modelo deductivo en su forrna más sencilla y aceptar la consecuencia
que simplemente no hay —y no podrá haber, que sepamos nosotros-
ninguna explicación completa y adecuada en la historia» (Mink 1968, 121-
22).
Tal vez uno puede admirar la consistencia teórica de Lass sin sentirse
tentado a imitarle en su persistencia.
Lass también observa que tampoco se pueden investigar los propósitos
y los motivos de los cambios fingŭísticos, puesto que al fin y al cabo los
cambios ling-ŭísticos, como vimos arriba, nunca pueden tener una finalidad
objetiva en el sentido de que son consecuencias de un acto consciente. Es
decir, nadie piensa deliberadamente en cambiar la lengua que habla.
Pero Lass también afirma que: «El cambio en la lengua no es nada que
hacen las personas» (1980, 168). A esta conclusión sólo puedo acotar que
de ser verdad, entonces nos hallaríamos ante una tremenda paradoja: la
lengua cambia constantemente, y los hablantes utilizan la lengua. Si ellos
no la cambian, entonces ffluién la cambia? Quizá habría menos problemas
en la interpretación de los cambios lingŭísticos si tratáramos de pensar en
otros campos en donde se producen cambios sociales y colectivos. La len-
gua es un bien comŭn, la posesión de una comunidad. Siendo de todos,
está claro que ningŭn individuo por sí mismo puede cambiarla. Entonces,
creo que podríamos entender mejor los cambios en la lengua si los pusié-
6 Hay que mencionar aquí que la gran mayoría de los que han reseñado el libro de Lass
han mostrado los muchos defectos de su obra que en general se basa en una creencia
bastante ingenua y poco crítica de que sólo el modelo deductivo-nomológico puede ser
«cienŭfico».
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ramos como otro ejemplo de que los cambios sociales e institucionales rara
vez se pueden entender como productos de actos deliberados y conscientes.
Al llegar a este punto, tenernos que preguntarnos si en efecto es verdad
que solamente las leyes que obran siempre y sin excepción son las ŭnicas
realmente científicas. El mismo problema se halla estudiado en el libro
reciente de Roberts (1996) sobre la lógica de la explicación histórica. Ro-
berts muestra que no todas las leyes científicas necesariamente tienen que
obrar sin excepciones. Es decir, existe otra clase de leyes, las «probabilístico-
estadísticas», que no obran con constancia absoluta, como la ley de la gra-
vedad, por ejemplo, pero no por eso dejan de ser leyes científicas. Estas
son las leyes que expresan sus resultados en términos de la probabilidad
en que se realizarán en la práctica: por ejemplo, de que en el 80 por 100
de los casos en que se dan ciertas circunstancias determinadas tendrán tal
o tal resultado. En el estudio de la historia, son éstas las leyes que el his-
toriador aplica a cada paso en su trabajo. A la declaración de Lass y otros
de su secta de que solamente se puede hablar de ciencia cuando es posible
predecir absolutamente las consecuencias de los acontecimientos históri-
cos, podremos decir que no hay que confundir una explicación perfecta
con una explicación imperfecta. En términos ling-ŭísticos, podríamos poner
como ejemplo el principio enunciado por Labov 1994, de que las desfo-
nologizaciones (la pérdida de oposición entre un grupo de fonemas) tien-
den a extenderse (pág. 313) y como ejemplo de este principio podríamos
citar el famoso caso del «ceceo-seseo» en el espariol americano. Este prin-
cipio no puede ser una ley absoluta, puesto que no llegan a producirse
siempre las desfonologizaciones. A veces, una distinción fonémica persiste
sin cambiar en un lugar, como vemos en la distinción conservada en el
castellano al norte de Andalucía.
Prefiero no seguir por este camino, puesto que me parece que muchos
de los problemas estudiados por Lass y otros están basados en una concep-
ción errónea de lo que podría ser motivo de un cambio o sea el motivo o
la intención del hablante que participa en un cambio. Parece claro que no;
mingŭn hablante al empezar a hablar tiene el propósito deliberado de
cambiar la lengua. Pero al mismo tiempo, todos los que hablamos y parti-
cipamos en una (o varias) comunidades ling- ŭ ísticas cambiamos nuestra len-
gua al usarla. La teoría reciente de Keller (1990) aclara este punto más que
muchas otras. Segŭn esta teoría, podemos pensar en los grupos de hablan-
tes de una lengua como ejemplo de lo que se pueden llamar «sistemas
complejos adaptivos», es decir, un conjunto de agentes que responden prin-
cipalmente no a las decisiones conscientes de sí mismos sino a los actos de
otros hablantes que a su vez tratan de utilizar la lengua para sus propios
fines comunicativos. Respondiendo a las necesidades comunicativas del mo-
mento, los hablantes pueden hacer toda clase de cambios en cualquier
parte de la lengua sin darse cuenta en absoluto que van cambiándola. Es
decir, las variantes producidas por los hablantes son resultados de activi-
dades colectivas, no pensadas por nadie, y hasta en contra de lo que po-
drían ser sus deseos.
LA HISTORIA Y LA GRAMÁTICA HISTORICA
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No es posible estudiar el cambio ling-iiístico si no se tiene una idea de
qué es lo que cambia, es decir, equé es la leng-ua? eCómo se parecea'otras
creaciones e instituciones humanas? Aunque es posible, para ciertos pro-
pósitos estudiar la lengua como si fuera un objeto natural o un sistema
independiente de sus hablantes, lo que parece ser el punto de vista de
muchos lingŭistas (por ejemplo, Lass 1992), la verdad del caso es que la•
lengua «no» es un objeto, es una institución, un sistema de acciones y
valores que tiene como fin la comunicación (entendido en su sentido más
lato). Entonces, eno sería posible considerar los cambios lingúísticos como
algo parecido, o sea, como el resultado de actos humanos que no se pro-
ponían, en un principio, cambiar el sistema ling-iiístico? Repito lo que dije
antes: creo que ningŭn hablante al hablar tiene el propósito consciente de
«cambiar» la lengua que utiliza. En ese sentido, está claro que tiene razón
Lass cuando dice que la historia es el campo de lo opcional. En cuanto al
vocabulario, sí puede ser que el hablante utilice una palabra nueva o una
nueva expresión o modismo, o deje de usar una palabra que antes solía
usar y en ese sentido cambia el léxico del idioma, pero la estructura de la
lengua puede persistir sin cambiar aun cuando el léxico se renueve. Con-
secuentemente podríamos decir, entonces, que la gramática histórica (y la
lingiiística histórica en general) es esencialmente una historia institucional,
o sea, una historia colectiva. Siendo así, para comprender las acciones de
los individuos y de las colectividades, tenemos que entender cómo actuaban
y, dentro de lo posible, por qué actuaban en la manera en que lo hicieron.
Me parece que el estudio del pasado de una lengua necesariamente
tiene que incluirse en el campo de los estudios de la acción colectiva social.
El estudio científico necesita obrar con grupos de elementos de suficiente
cantidad para que puedan estudiarse de forma estadística. Por eso, no creo
que sea una casualidad que muchos de los estudios históricos más intere-
santes del siglo XX hayan sido aquellos que se ocupan de la evolución de
las instituciones y de elementos de «longue durée» como sería el caso de
la escuela de «los anales» en Francia. Tampoco me parece casual que la
llamada «historia nueva» que se dedica al •estudio de la evolución de las
llamadas estructuras de «larga duración» (pará'usar el térrnino de Braudel),
o sea de los factores e instituciones colectivas que perduran largo tiempo
y evolucionan lentamente en contraste con la llamada «histoire événemen-
tielle» o la historia superficial de los actos conscientes y deliberados de los
seres humanos, haya tenido una importancia especial en el siglo XX (Olá-
barri 1995). La leng-ua de una comunidad es obligatoriamente una de estas
estructuras de «larga duración». Así es que en el campo de la lingŭística
histórica algunos de los estudios más interesantes resultan ser los estudios
de «sociolingŭística histórica», si puedo citar aquí el título del libro de
Romaine y más recientemente el valioso libro de Gimeno Menéndez 1995.
Aquí es forzoso que me remita a la obra fundamental de Milroy 1992
para extraer un comentario sobre cómo la leng-ua y la sociedad forman en
muchos aspectos un todo que solamente parcialmente se pueden estudiar
como objetos distintos. Los estudios sociolingŭísticos de Milroy se basan en
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la propuesta fundamental de que la falta de cambio es tan importante como
el cambio. Es decir, debemos atender tanto en los factores que conducen
al mantenimiento de las estructuras ling ŭísticas como los que influencian
el cambio. Milroy ha deducido de sus propios estudios que los lazos sociales
son los caminos por los que pasan las innovaciones, y la conservación de
las estructuras parece ser que son los lazos sociales fuertes los que tienden
a mantener las estructuras sin cambio mientras que los lazos más débiles
suelen ofrecer camino más abierto a las innovaciones (págs. 194-200).
Otro punto práctico y teórico de la historia general lo constituye el de
las causas mŭltiples en la explicación del pasado. En casi todos los campos
de la historia humana se acepta como principio básico que todos los cam-
bios tienen necesariamente más de una causa ŭnica (y no es ésta la ocasión
ni el lugar propicio para entablar una discusión de que es exactamente una
«causa»). En efecto, la norma en la historia es que muchos factores dife-
rentes pueden obrar en conjunto para producir un cambio específico. Si
los historiadores de la lengua hubieran leído hasta muy poco de la histo-
riografía, se habrían dado -enterado de ello (véanse los estudios de mi maes-
tro Yakov Malkiel 1967, 1976). No es nada raro al abordar la explicación
de los cambios lingŭísticos declarar que, por ejemplo, en un caso de ex-
plicación de un cambio que resultó del contacto ling-ŭístico entre dos len-
guas, que tal cambio no puede atribuirse a la influencia de otro idioma
puesto que el cambio ocurre en otros lugares donde tal influencia no se
da. El famoso cambio espariol de la /f-/ latina a la H (primero una aspi-
ración y luego nada en el espariol estándard), que se ha atribuido a una
posible influencia vasca, ha sido rechazado por más de un investigador
porque es un cambio que ha ocurrido no sólo en espariol sino también en
otros dialectos románicos y hasta otros idiomas. Parte esencial de ta- 1 re-
chazo es el principio implícito de que los cambios ling ŭísticos (y por qué
no, cualquier cambio en las instituciones humanas) sólo pueden tener una
sola causa, una causa ŭnica. La conclusión de tal principio nos obliga a
creer que un cambio ocurre en lugares separados, lo que causa el cambio
en un lugar tiene que ser lo mismo en otro lugar.
Otra idea bastante arraigada en el siglo XX es que basta hallar alguna
que otra explicación interna para negar la posibilidad de que exista la
influencia del contacto con otro idioma. Nada de esto quiere decir que hay
que creer que la influencia de los hablantes del euskera necesariamente
hayan tenido que ser una de las causas de este cambio tan notable. Sólo
quiero decir que no es posible excluir tal efecto porque cambios parecidos
han ocurrido en otros lugares.
Nos enfrentamos en esto con lo que puede parecer una paradoja. Los
historiadores en general dicen, como he observado antes, que la historia
trata de lo ŭnico, lo singular, lo concreto de los acontecimientos pasados.
Esto implicaría que los acontecimientos del pasado no se parecen en nada
a lo que existía antes ni a lo que existirá después. Pero si se acepta este
principio al pie de la letra, entonces el pasado sería incomprensible por
falta çle un término de comparación posible. Así es que lo primero que
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tenemos que preguntarnos es: es verdad que el pasado fue como el pre-
sente? O era algo esencialmente diferente que no podemos comprender?
La gente de generaciones pasadas, el mundo que les rodeaba de la
misma manera que nosotros? sZ:1 era su concepción del mundo y de su
sociedad y su propio papel en esa sociedad totalmente diferente de la nues-
tra? Muchos historiadores han visto el pasado como si fuera el presente; es
decir, piensan que uno puede juzgar las acciones de los seres pretéritos
como si hubieran sido gente que vive hoy. Y han juzgado las acciones de
esos seres como habrían juzgado un acontecimiento reciente. Por ejemplo,
el historiador que reprochaba a gente de la Edad Media el hecho de no
tener elecciones parlamentarias o de someterse a la voluntad de un rey
absoluto (o mejor un rey que quería que todos lo creyeran absoluto) no
difiere esencialmente de querer culparlos por no emplear automóviles para
el transporte en vez de caballos. Los seres humanos de aquella época no
podían imaginar la idea de un gobierno representativo democrático como
lo hacemos en la actualidad porque tal cosa no formaba parte de su mundo
intelectual. Para ellos había que tener un rey porque siempre había habido
reyes para gobernar. Y eso es todo.
Aquí nos encontramos ante otro problema. Uno de los conceptos más
aceptados por los historiadores y por los científicos es el concepto del uni-formitarismo que proclama que en el pasado las mismas fuerzas que obran
hoy tenían que haber existido antes también. Claro está que el ejemplo
que he dado arriba es hasta cierto punto una caricatura de un anacronismo.
Desde este punto de vista el pasado no fue como el presente por el sencillo
hecho de que la gente del pasado no sabía como sería el futuro.
Ponemos una conexión con lo que arribe dije de la posibilidad de una
interpretación ideológica del pasado. A pesar de que es poco probable que
uno trate de escribir una historia ling ŭística basda en ideologías políticas
modernas, no es nada raro ver que muchas gramáticas históricas e historias
de una lengua tengan como base ideológica un aspecto del cual no se
percatan aun los mismos investigadores. Por ejemplo, una de las tentacio-
nes más peligrosas del historiador es la de tratar de entender las acciones
humanas del pasado como si fueran predestinadas a producir los resultados
que llegaron a realizarse con el pasar del tiempo. Por ejemplo, no es nada
raro hablar de las hablas iberorrománicas del siglo IX o X como lenguas
«primitivas» o «inmaduras» o «balbucientes» que carecían de estabilidad.
Segŭn este modo de percibir, era necesariamente una forma imperfecta de
la lengua que algŭn día llegaría a existir. Como ha dicho Roger Wright
1993 de los textos de los siglos X y XI (1993):
«Los latinistas ven el habla de estos siglos (V a XII) como decadente,
corrompida, bárbara, incompetente, torpe, estŭpida. Los hispanistas la ven
como incipiente, tartamuda, balbuciente, naciente, ingenua» (88).
(Claro está que Wright cita a algunos estudiosos que no comparten este
punto de vista, como Alarcos Llorach.)
88	 PAUL M. LLOYD
Este modo de pensar resulta de tomar como punto de comparación la
lengua de siglos posteriores, sobre todo de la comparación del dialecto
literario con la lengua cotidiana. Es decir, los que piensan así se basan
implícitamente en la creencia de que el dialecto literario del Siglo de Oro,
por ejemplo, representa la cumbre de la expresión ling- ŭística, la meta hacia
la que se dirigían todos los hablantes antes de esa época. Pero eno es un
tremendo anacronismo considerar la expresión lingŭ ística de aquellos tiem-
pos como si formara parte de nuestra propia edad?
Detengámonos un momento en esta cuestión; imaginemos que por al-
gŭn milagro o por alguna invención maravillosa del futuro Ilegara a ser
posible el viajar por el tiempo y visitar otras épocas de la historia. Si llegara,
ya en las postrimerías del siglo XX un viajero del siglo XXX para examinar
de cerca la lengua de nuestros días, y si tal viajero nos anunciara que ha
venido a visitarnos porque quiere estudiar el espariol (o cualquier otra
lengua) porque es un idioma «primitivo» del siglo XX (o XXI), que obvia-
mente carece de estabilidad sólo porque no era como la lengua del siglo
XXVI, quién sabe si será el segundo o tercer «Siglo de Oro» de la literatura
hispánica cuando escribirá un novelista más grande que Cervantes o un
poeta más importante que Lope de Vega, ecuál sería nuestra propia reac-
ción? eNo le responderíamos que no es culpa nuestra el que no sepamos
lo que pasará 600 arios después de que todos nos hayamos muerto? Y que
nuestra lengua no es más primitiva que la suya; sólo que es diferente, y no
hay más que decir (Gimeno Menéndez 1995, 66). Conviene repetir que
para entender el pasado y los seres del pasado, es esencial que entendamos
hasta dentro de lo posible cómo veían ellos el mundo, y cómo percibían
el mundo que les rodeaba. Creo que esto es realmente lo que ha querido
hacer Wright, quien pone en duda la idea de que en los primeros siglos
medievales hubiera existido una división ling-ŭística consciente entre lo que
hoy día consideramos dos lenguas: el latín y la lengua vernácula, el roman-
ce. Quizá un modo de interpretar más acertadamente las acciones y las
creencias de los seres humanos del pasado sería hacer un esfuerzo cons-
ciente de fingir que no sabemos nada de lo que pasará en los siglos XII y
XIII y posteriores; tal vez lograríamos comprender con más claridad cómo
la gente de los siglos X y XI pensaban de la lengua que hablaban.
Si es verdad que los de otras épocas no podían ver el mundo de la
misma manera que lo vemos nosotros, al mismo tiernpo es igualmente ver-
dad que eran seres humanos como nosotros y que sentían las mismas emo-
ciones y las mismas pasiones que todos los seres humanos. Es aquí que la
idea fundamental de Collingwood puede tener aplicación; seg ŭn Colling-
wood el historiador tiene que «volver a actuar» el pasado. Es decir, tiene
que ponerse en el lugar de los seres humanos del pasado y hacer un es-
fuerzo deliberado de tratar de percibir su mundo, hasta donde sea posible,
de la misma manera que ellos. Collingwood creía que este esfuerzo nos
haría comprender el cómo y el por qué de sus actos. Hay mucho más que
decir sobre este punto, pero el tiempo pasa y tenemos que poner fin a esta
ponencia. A manera de conclusión, puedo decir que sí, que la vida y la
LA HISTORIA Y LA GRAMÁTICA HISTORICA
	
89
lengua de la gente del pasado era diferente de la nuestra en muchos as-
pectos, en un sentido más profundo, pueden considerarse semejantes a
nosotros. En este sentido si que podemos entender el pasado, por lo menos
hasta donde los datos de que disponemos en la actualidad nos permitan
percibir ese pasado como tal.
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