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CARTA AL SEÑOR DON JUAN VALERA 
SOBRE 
LA RELIGIÓN DE LA HUMANIDAD 
ORDEN Y PROGRESO 
VIVIR PARA LOS D E M A S : LA FAMIL IA , LA PATRIA, LA H U M A N I D A D 
O - A . I R T 
A L SEÑOR DON JUAN VALERA 
SOBRE LA 
1 1 1 ! HUI 
POR 
JÜAN ENRIQUE L A G A R R I G U E 
S A N T I A G O D E C H I L E 
I M P R E N T A C E R V A N T E S 
C A L L E D E LA BANDERA, NUM. 7 3 
1 S S S 
A Ñ O 1 0 0 . ° D E I . A G R A N C R I S I S 
C I R T _A_ 
S O B R E I , A 
R E L I G I Ó N D E L A H U M A N I D A D 
S E Ñ O R D O N J U A N V A L E R A 
M i R E S P E T A D O Y QUERIDO SEÑOR Y AMIGO, 
He leído con mucho interés la serie de bellas cartas 
que me ha dirigido Ud. por la prensa desde la Madre 
Patria, la noble España, con motivo de mi Circular re-
ligiosa del 6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis 
{ 1 3 de octubre de 1886), que envié á Ud. recién publica-
da. Comienzo por volver á Ud. de todo corazón el fuer-
te abrazo con que Ud. me honrara después de su poé-
tico é instantáneo viaje, hecho en alas de la simpatía, de 
Madrid, donde reside, á esta su casa en Santiago de Chi-
le. Quedamos, pues, amistosamente ligados de Europa á 
América, sin habernos conocido más que por nuestros 
escritos. 
Aunque Ud. me dice en la primera de sus cartas que 
al escribirme lo hace muy tarde, no por eso sus palabras 
son menos oportunas, porque el grande asunto sobre que 
versan, la Religión, es de perpetua actualidad. En efec-
to, siempre será bienvenido todo lo que se relacione con 
ese cimiento indispensable del verdadero orden social. 
Y tratándose del Positivismo, que es la manifestación 
más alta de la Religión, su florecimiento definitivo é in-
marcesible, el sincero estudio de Ud., si bien adverso en 
ciertos puntos, aparece en el momento más propicio, 
cuando ya está por disiparse del todo la falsa atmósfera 
que envolvía la sublime doctrina de Augusto Comte. 
Habíase creído generalmente durante varios años, que 
el Maestro Soberano no era más que el fundador de una 
nueva filosofía, de algo así como un materialismo siste-
mático. Por tal causa las mayores aberraciones se han 
dado el título de positivistas, infiriéndose de ese modo 
grave perjuicio á los supremos destinos de nuestra espe-
cie. Hasta una literatura nefanda, que se complace en 
las más obscenas pinturas, pretende derivarse de la doc-
trina de Augusto Comte. Los escritores que la forman, 
insensatos artistas del mal, no sólo ni vislumbran siquie-
ra el verdadero Positivismo, sino que atrepellan las no-
ciones más elementales de la moral, fomentando con su 
pluma infecta, más perniciosa mientras más hábil, mul-
titud de horrendas pasiones. Contra ellos ha hecho Ud., mi 
querido señor Valera, plena justicia en su notable traba-
jo, El nuevo avie de escribir novelas, leído por mí con 
gran satisfacción, y cuyo espíritu podría condensarse así: 
que las novelas no deben ser nunca la reproducción de-
gradada, sino, por el contrario, la reproducción ennoble-
cida de la vida humana, para que las almas gocen santa-
mente y se purifiquen con su lectura. Tal vez algunos 
de esos escritores lleguen á reparar, en cierto modo, el 
daño surgido de sus producciones malsanas, si regenera-
dos bajo el altruista influjo de la Religión de la Huma-
nidad, consiguen elaborar nobles libros que enaltezcan 
los corazones, infiltrándoles estéticamente la virtud. 
En la misma obra de Ud. á que acabo de referirme, 
he hallado el más cabal retrato de su bella alma. Mués 
trase Ud. allí con espontaneidad que fascina. E s un 
hombre que conversa admirablemente, cual verdadero 
amigo, con el público, más que un literato, el que habla. 
De todo trata Ud. en ese libro suyo, tan rápida como 
pintorescamente. Su larga experiencia, su vasto saber, 
sus generosas aspiraciones, se encuentran resumidas allí 
con inimitable naturalidad, realzada por la armónica ni-
tidez de estilo y la voladora imaginación peculiares ele 
todos sus trabajos. Esta preciosa obra es una verdadera 
confesión. Revélase Ud., mi querido señor Valera, como 
un espíritu sin hiél, sereno, límpido, propenso á nobles 
entusiasmos. Lo que no cabe en su alma son las exalta-
ciones desordenadas. De ellas huye Ud. porque ha na-
/ 
ciclo para edificar y no para destruir. A pesar de su es-
cepticismo, más aparente que real, es Ud. de índole 
esencialmente religiosa. Compruébalo su profundo cariño 
por los grandes místicos, que siempre ha defendido Ud. 
con ardoroso denuedo, de las torpes acusaciones del gro-
sero materialismo. Su entrañable afición á Santa Teresa, 
cuyas divinas Moradas le son familiares, indica cierta 
afinidad moral de Ud. con esa celestial española. En 
toda lectura hecha de buen grado hay transfusión de 
alma del escritor al lector. Muchas veces han de haber 
penetrado en Ud. las altruistas emociones que tan lúci-
damente brotan de lo íntimo del corazón de Santa Te-
resa. Y ocasiones habrá en que ella lo eleva con su ine-
fable estímulo hasta la suprema región del amor, cuya 
paz solemne no es turbada por ningún mal viento. 
El Espíritu Santo que dicta la obra de la inmortal 
Teresa, como el que ha dictado todas las obras religiosas, 
es patrimonio de la naturaleza humana. Constitúyenlo, 
en efecto, las más altas facultades altruistas de que es-
tamos dotados, la veneración y la bondad, cuando fun-
cionan intensamente. Y serán bien escasas las personas 
tan infelices que no hayan sido movidas alguna vez por 
el purísimo soplo del Espíritu Santo. Pero los verdade-
ros conductores de almas obran habitualmente bajo el 
influjo de la veneración y la bondad muy enardecidas, 
sin dejarse dominar nunca por los sentimientos egoístas. 
Así lo hizo el ilustre Moisés, ese gran discípulo de la 
Teocracia Egipcia, que veló altruístamente por el pueblo 
judío, perdonándole sus frecuentes ingratitudes; así el 
apóstol San Pablo, que, impregnado del espíritu cosmo-
polita de Roma, fundó el Catolicismo, y lo predicó con 
sublime unción, infatigable actividad y maravilloso olvi-
do de sí mismo. Así procedió también Confucio, así 
Budha, así Mahoma, que trabajaron abnegadamente en 
moralizar á los hombres de un modo adecuado á ¡os tiem-
pos y países en que cada cual ejerció su sagrado magis-
terio. Y no enumero á tantos otros eminentes servidores 
religiosos del género humano, por llegar ya al más ex-
celso de todos, Augusto Comte. Nunca se había mostra-
do el Espíritu Santo con la alteza que resplandece en el 
Maestro Soberano, fundador del Positivismo. Desde su 
infancia comenzó á elaborar la doctrina universal. Sen-
tíase predestinado á esa grandiosa misión por los fuertes 
impulsos que lo alentaban desde el fondo de su ser. En 
su ardiente corazón alberga al género humano entero; 
todo lo comprende y sintetiza con su clara y profunda 
mente; y es de carácter tan enérgico y perseverante, 
que avanza siempre hacia la anhelada cima, venciendo 
todos los obstáculos. Y a en sus primeros escritos apare-
ce el supremo fin social á que aspira. Construye en se-
guida su Sistema de Filosofía Positiva, en que reorgani-
za toda la mentalidad humana, inmensa labor que bastaría 
por sí sola á su eterna gloria. Pero para el Maestro So-
berano eso no era más que un trabajo preliminar de la 
sublime doctrina que iba á fundar. De su santa amiga 
Clotilde de Vaux recibe la inspiración angélica que lo 
hace realizar con toda perfección su misión redentora del 
Sfénero humano, Por eso le ha dedicado á esa divina o 
mujer su obra sagrada, el Sistema de Política Positiva, 
escrita en la plenitud de su genio y con solemne ma-
jestad sacerdotal. En este libro único, instituye Augusto 
Comte la Religión de la Humanidad, fe altruista y de-
mostrable que ha de establecer la paz, la virtud y la feli-
cidad en el mundo entero. Después de haber fundado la 
doctrina final de toda nuestra especie, quiere todavía el 
Maestro complementar su asombrosa labor espiritual 
con la Síntesis Subjetiva 6 Sistema universal de las 
concepciones propias al régimen normal. Mas sólo alcan-
zó á escribir el primer volumen deesta última parte de 
su gran trilogia, habiendo sido paralizado por la muerte 
el 24 de Gutenberg del 69 (5 de septiembre de 1857.) 
La desaparición objetiva de Augusto Comte pasa inad-
vertida en una época como la actual en que hasta los 
menores sucesos circulan con rapidez. El hombre insig-
ne en santidad y en ciencia, que más ha servido al gé-
nero humano, cuya prosperidad y gloria fueron su preo-
cupación constante, muere olvidado en la gran ciudad 
donde fundara la religión universal. Sus restos veneran-
dos son llevados solitariamente por unos pocos discípulos 
fieles al cementerio del Pére-Lachaise. No me hallaba 
yo entonces en edad de interesarme en los destinos del 
género humano, pero ¿quién sabe si, aunque ya hubiera 
podido conocer á Augusto Comte, habría sido incapaz 
de apreciarlo? Tal vez sólo después que los años pasaran 
sobre su tumba llegara yo á entemder las sublimes en-
señanzas del Maestro. 
Créame, mi querido señor Valera, que lo que ha con-
movido á Ud. en mi Circular religiosa es el verdadero 
espíritu del Positivismo que me esforcé en presentar allí, 
inspirándome en el libro sagrado de Augusto Comte. No 
es la doctrina por él fundada algo que seque y empeque-
ñezca las almas, como todavía se lo imaginan muchos 
erróneamente, sino lo más grande y santo que pueda 
concebirse. Cuando usted se dejaba arrebatar en noble 
entusiasmo ante las perspectivas positivistas de la socie-
dad futura y creía ya ver realizarse el paraíso sobre la 
tierra, era entonces un fiel discípulo de Augusto Comte, 
penetrado de su altruismo infinito. Aunque la fría duda 
viniera luego á turbarle esa suprema visión religiosa, 
ella no logrará desterrársela del corazón, ni ha de impe-
dir tampoco que vuelva á brillar con la lucidez de las 
santas emociones. Por otra parte, Ucl. se halla espontá-
neamente dispuesto á tener fe en los gloriosos destinos 
de nuestra especie. Nunca ha sido pesimista en los agi-
tados tiempos que corren, cuando tantos se hunden en la 
desesperación. De ahí que su apropiado ambiente moral 
sea la Religión déla Humanidad. Mas no para vivir en 
ella como un simple adepto, sino cual apóstol luminosísi-
mo. Con la serenidad del justo podría Ud. adoctrinar 
santamente á los hombres en el Positivismo. Su privile-
giada pluma, que tiene el secreto de dar fortísima vitali-
dad á los más nobles sentimientos de la naturaleza 
humana, efectuaría con irresistible encanto muchas con-
versiones á la fe universal. Los tesoros acumulados por 
Ud. en su generoso y asiduo comercio con las grandes 
almas ele todos los tiempos, serían fecundamente distri-
buidos mediante la religión altruista. Como ha sabido, en 
su profunda veneración y concienzuda imparcialidad, ren-
dir el debido homenaje á los egregios servidores de 
las diversas fases de la historia de nuestra especie, sabría 
Ud. también, en su inagotable bondad, concurrir eficaz-
mente á cimentar el glorioso porvenir del género huma-
no. Después de sus sesenta años de edad, ocupados en 
honrosísima labor, va usted á ejercer sin duda un santo 
apostolado religioso en el seno déla Madre Patria, esa 
noble y enérgica España, á la cual le están reservados 
destinos mucho más altos que los que llenó un tiempo en 
el mundo. Si ella ha permanecido en cierto receso, al la-
do ele otras naciones, es porque su armónico carácter no 
se aviene con las evoluciones parciales, mezcladas siem-
pre de negativismo. Repúgnala la ciencia sin el amor. 
Para desplegar todo su vigor necesita España de una 
síntesis social. Por eso la Religión de la Humanidad ha 
de avivarle su impetuoso entusiasmo y su celo apostólico 
de cuando, poseída de una fe profunda, tuvo álos San Ig-
nacio, las Santa Teresa, los Fray Luis de Granada. Con-
tinuando en más santo modo la tradición moral de aque-
lla gloriosa época, el pueblo español resplandecerá de 
viril altruismo sobre el planeta. 
La actitud positivista de España podría influir desde 
luego en despertar á París del funesto letargo en que 
yace. Allí no se saben dueños los franceses de la religión 
universal, ó al menos no ejercen con ella la sublime mi-
sión á que están obligados, de conquistar moralmente al 
mundo entero. En cambio, elabórase en París, en gran 
cantidad, una literatura abominable. A tales escritos vi • 
tandos que infiernan las almas en el vicio, hay que oponer 
santos libros que las encielen en la virtud. E s preciso 
que la palabra altruista venza á la palabra egoísta, que el 
bien triunfe del mal. Los verdaderos obreros espirituales, 
aquellos que anhelan purificar y enaltecer al género hu-
mano deben ser, pues, incansables en su augusta tarea, y 
de tal generosa intrepidez que, lejos de arredrarse con 
los obstáculos y contratiempos, se lancen más denodados 
á la victoria. Ellos han de obtenerla infaliblemente en 
virtud de ley sociológica comprobada en el largo curso 
de la historia. A pesar de todas las dificultades y demo-
ras, siempre concluye por prevalecer lo que más santifica 
á nuestra especie. 
Estoy de acuerdo con Ud., mi querido señor Valera, 
en deplorar que la ilustre española, inspirada autora de 
la admirable vida del seráfico San Francisco de Asís 
haya venido á amparar, por sensible ofuscamiento, con 
su prestigiosa pluma, la literatura indigna de la metrópoli 
humana que hoy fermenta en París. Tal vez esa noble 
mujer, como alma fuerte que es, nacida para una vasta 
acción social, ha creído poder realizarla, comprometién-
dose en tan desviada senda, muy frecuentada actualmen-
te. El catolicismo no se le presentaba sino como una 
doctrina de grandes recuerdos, pero ya absolutamente in-
capaz de vivificar al mundo. Guárdalo ella, sin embargo, 
en su corazón. Mas allí está demasiado recóndito, como 
imagen soñada ó reminiscencia de infancia, cual medid-
na, si se quiere, para los grandes dolores del alma; pero 
de ninguna manera como fe viva que presida la conducta 
y que inspire, sobre todo, la elaboración de escritos que 
en alas de la imprenta pueden influir en millares de indi-
viduos y de generaciones. Por eso si ella misma no decla-
rara, de vez en cuando, en frases aisladas, que siempre 
pertenece al catolicismo, ni lo sospecharíamos por lo que 
ahora publica. Esta profunda contradicción, en que sue-
len incurrir varios espíritus notables, proviene de la in-
suficiencia de esa fe teológica ante la evolución que al-
canza nuestra especie. Dentro del catolicismo ya no es 
dable dirigirse al mundo. Y doctrina que pierde su acción 
social, ha hecho su tiempo. A principios del siglo, el ilus-
tre De Maistre, el último gran campeón del catolicismo, 
que vivió siempre consagrando á su defensa y glorifica-
ción las poderosas facultades espirituales de que estaba 
dotado, confesó, sin embargo, con sinceridad que le hon-
ra, que ya no bastaba esa doctrina al mundo y que era 
menester una renovación religiosa. Profetizó aún, con 
maravillosa intuición de las necesidades de la época, el 
sentido en que ella debía verificarse. En efecto, de la 
fusión armónica de la religión y la ciencia en una grande 
alma esperaba De Maistre el fin de la profunda crisis 
que sufría el mundo, y el comienzo de la era definitiva en 
que toda nuestra especie iba á reunirse bajo una fe ver-
daderamente. universal. Tan gloriosa y sacrosanta labor 
estaba reservada á Augusto Comte, que en su Sistema 
de Política Positiva instituyó eternamente la Religión 
de la Humanidad. 
Muchos se hallan esperando aún que llegue lo que 
anunciaba De Maistre, sin comprender que ya se realizó 
en Augusto Conite. Reconocen ellos que la definitiva 
regeneración social que abarque á toda nuestra especie, 
ha de cimentarse en lo positivo divino, mas no perciben 
que eso es precisamente la Religión de la Humanidad. 
Convenimos en que la primera fase puramente filosófica 
que tuvo la doctrina del Maestro, bajo la cual se la mira 
de ordinario, puede excusar ese ofuscamiento. Tanto más 
que varios discípulos de alta reputación intelectual sólo 
la propagaron en tal forma. Y refiriéndose á la segunda 
fase dela doctrina de Augusto Comte, es decir á la Re-
ligión de la Humanidad, dijeron que se había extraviado 
al elaborarla. Lo cierto es que esos discípulos se queda-
ron á medio camino, no supieron seguir al Maestro en 
su solemne ascensión espiritual, ni lograron por tanto 
contemplar los sublimes horizontes por él descubiertos. 
Entonces trataron de ilusión lo que por insuficiencia al-
truista ellos no veían, y con su ceguedad moral han 
dejado en tinieblas á todas las almas que los creen fieles 
intérpretes del Positivismo. Pero ya es tiempo de desen-
gañarse. La verdadera finalidad de la grandiosa labor de 
Augusto Comte ha sido la santificación universal. A eso 
tendía cada vez con mayor lucidez. Preocupábalo sobre 
todo el perfeccionamiento moral de. la especie humana. 
Si en la ciencia fué más profundo que nadie, su aspira-
ción suprema era, sin embargo, el triunfo del altruismo. 
Por eso después de su gran preámbulo filosófico hubo 
de fundar la Religión de la Humanidad, que según ex-
presa declaración suya, es el verdadero Positivismo. Dióle 
ese nombre aparentemente grosero á su celestial doctri-
na, para indicar que la santidad instituida por él se ba-
saba en las leyes de la naturaleza humana y debía reali-
zarse sobre la Tierra. En verdad, Augusto Comte ha 
revelado al mundo lo positivo divino, cimiento indispen-
sable de los gloriosos destinos abiertos á toda nuestra 
especie. 
Requiérese ahora que el verbo eterno, es decir, la pa-
labra humana brotando pura del alma santificada, difun-
da luminosamente la doctrina del Maestro. Labor hay 
para todos los que anhelen edificar el virtuoso porvenir 
sociocrático en nuestro planeta. Cada cual puede traba-
jar según sus aptitudes, con tal que proceda siempre ins-
pirado por el altruismo. Todo lo que converja en santi-
dad será eficaz. Ouien esté dotado de vigorosa salud 
moral y física, al sentirse henchido del sublime Positivis-
mo lo verterá de viva voz en torrentes de divina elo-
cuencia que fecundarán religiosamente hasta los corazo 
nes más rebeldes. El de cu :rpo débil y enfermizo, pero 
de alma enérgica, hablará p/>r medio déla imprenta, gra 
bando intensamente en los lectores los más santos propó-
sitos. Las naturalezas de índole estética ejercerán á su 
vez influencia tan profunda como noble en.el orden social. 
Sea por medio de la poesía, el más vasto de todos los 
artes, como que puede representar la vida entera de 
nuestra especie, y eso aún con sólo mostrarnos la exis-
tencia de una familia bien constituida. Sea por medio de 
la música, á la que le es dado condensar en sonidos ine-
fables todas las generosas emociones de que es suscep-
tible el alma humana. Sea por medio de la pintura que 
idealice subjetivamente el mundo material y objetiva-
mente el moral. Sea por medio de la escultura que mo-
dele tipos y escenas cuya contemplación purifique y 
enaltezca. Sea, en fin, por medio de la arquitectura que 
levante majestuosos templos, donde asociadas las artes 
en sublime consorcio nos pongan en suprema comunión 
con la Humanidad. 
Pero el verbo eterno posee además un vastísimo do-
minio en que trabaja modestamente, aunque su influjo allí 
es más profundo é indeleble. Nos referimos á la bendita 
labor de las venerandas madres que con su santa pala-
bra forman los nobles corazones en el hogar doméstico. 
De ellas es preciso haber recibido el sér moral para as-
cender en el curso de la vida á las cimas del altruismo. 
Hechura de virtuosa madre es tocio valiente servidor ele 
la Humanidad. Nada más augusto, pues, que la misión 
maternal de las mujeres. Y hasta que ellas no eduquen 
á los hombres en el Positivismo, no dará esta doctrina 
todos sus frutos de santidad. Por eso es ele una importan-
cia decisiva que la fe altruista penetre ya en sus corazo-
nes. Mas sólo la voz de una mujer sabría persuadírselas. 
Nosotros somos demasiado bruscos y pesados é inten-
tamos vanamente llegar ele un salto, donde es preciso 
alcanzar de un vuelo. Usted lo ha dicho, mi querido se-
ñor Vralera, como gran estimador del corazón femenino, 
hablando sobre todo de Santa Teresa: que las mujeres 
formulan con su delicadeza de alma, pensamientos tan 
inefables que nosotros apenas los percibimos. Una ele 
ellas ha de ser quien les revele santamente la Religión 
de la Humanidad. ¡Y cuán digna sería esa sublime em-
presa de la inspirada autora ele la vida de San Francis-
co de Asís! Si lo quisiera, ella podría llenar en nuestro 
tiempo una misión análoga á la de Santa Teresa en el 
suyo, pero de más alcance social, por ser ahora la época 
ele la redención final del género humano. Penetrada esa 
noble mujer del verdadero espíritu del Positivismo, todos 
sus trabajos tendrían honda eficacia de santidad. Su vi-
gorosa elocuencia, de índole verdaderamente apostólica, 
después de haber convertido á todo el sexo amante y á 
— i7 — 
muchos hombres de España, iría hasta París á arreba-
tarles á los escritores de la inmoralidad el valioso apoyo 
que ella les prestara en un momento de extravío. Cuan-
do eso hizo, pensó sin duda que podría mejorarse la so-
ciedad con las horrendas pinturas de la anarquía actual. 
Pero ahora les diría á los tales descaminados escritores, 
que así, lejos de aliviarse el mal, se le ahonda mucho 
más, y que solamente por la idealización del bien es da-
ble perfeccionar al mundo. Llarnaríalos á que, si desean 
sinceramente la purificación y engrandecimiento de nues-
tra especie, se dediquen á propagar en forma estética la 
Religión de la Humanidad que es la suprema gloria de 
París, aunque esté allí velada todavía. Mostraríales que 
siendo, como escritores franceses, los más leídos en to-
das partes, se hallan más obligados que los demás á ela-
borar santos libros que iluminen las almas y les infundan 
aliento para perseverar en la virtud. De no hacerlo así, 
atentarían contra los altos destinos religiosos de París, 
que debe velar por la felicidad dul mundo entero. Y mo-
ralmente serían los más culpables de los hombres, por-
que las malas acciones tienen, en cierto modo, campo y 
tiempo limitado; pero los malos escritos pueden, multi-
plicados por la imprenta, extenderse al infinito y enve-
nenar pueblos y siglos. Con profundo conocimiento de 
la naturaleza humana declaraba Aristóteles que el que 
se permite decir cosas obscenas está muy cerca de per-
mitirse ejecutarlas. No menos penetrante era San Pablo 
cuando enunciaba que las malas conversaciones destru-
yen las buenas costumbres. Peor aún son las malas lectu-
ras, porque el vicio se infiltra entonces sistemáticamente 
y roe en lo íntimo del alma las raíces del bien. Esforcé-
monos, pues, en conversar siempre de lo que ennoblezca 
CARTA 2 
el corazón, con mayor razón en leer solamente eso, y no 
escribamos nunca impurezas, sino lo que de algún modo 
tienda á santificar á nuestra especie. Como un mal libro 
puede degradar las almas, un buen libro puede enalte-
cerlas y darles esa inquebrantable firmeza moral que 
persiste en la labor altruista hasta exhalar religiosamen-
te el último aliento en el seno de la Humanidad. 
E s menester trabajar con noble emulación por condu-
cir á nuestra especie á sus más gloriosos destinos. La 
existencia humana debe ser, no una egoísta lucha, sino 
una altruista cooperación espiritual y material sobre el 
planeta entero, haciéndose cada vez más perfecta en la 
serie indefinida de los tiempos. Altamente ha de concu-
rrir la generosa y enérgica España á la obra universal. 
E l escepticismo no puede echar raíces en esa ilustre na-
ción. Cuando más, está allí de paso, someramente. Los 
escépticos españoles son naturalezas ardientes que han 
dejado la antigua fe, porque no responde ya á la evo-
lución del género humano. Pero ellos no se gozan, 
en manera alguna, con la incredulidad, y están ansiando 
por una nueva fe más completa que la antigua, que pro-
duzca convicciones inmortales y que impere gloriosa-
mente en toda la Tierra. Entre esos dignos seres de pasa-
jero escepticismo y que llevan en el fondo del corazón las 
más levantadasaspiraciones, descuella Ud., mi querido 
señor Valera. Por eso ha deplorado vehementemente, en 
el notable libro suyo a que ya hice referencia, el poderoso 
auxilio que fué á prestar, en mala hora, su excelente ami-
ga y distinguida compatriota, á los descaminados escri-
tores ele París. Si en su escepticismo actual se halla Ud. 
poseído ele tan virtuosos deseos y es tan enérgico para 
defender la fueros sagrados de la moral y el destino pu-
— i9 — 
rificador de las letras, ¡con cuánta grandeza de alma no 
llenaría Ud. su misión social bajo la Religión de la Hu-
manidad! Entonces le viéramos desplegar á Ud. esa for-
taleza de santidad que impulsa triunfalmente á los hom-
bres por los senderos de! bien. Sus religiosos consejos 
despertarían á los corazones adormecidos y salvarían á 
los extraviados. La ilustre española, amiga de Ud., hoy 
paralogizada, no sabría desoír los luminosos llamamien-
tos positivistas que Ud. le hiciera. De seguro que ella 
pondría su brillante pluma al servicio de la Religión de 
la Humanidad. ¡Y cuántos de los vigorosos obreros espi-
rituales de la Madre Patria no seguirían las santas hue-
llas por Ud. trazadas en su valiente marcha hacia el su-
blime porvenir de nuestra especie! Pero en la juventud 
española encontraría Ud. las naturalezas más solícitas de 
escuchar sus enseñanzas altruistas. Los espíritus ardien-
tes que en edad temprana gozan ya con el trabajo, pero 
que hacen hoy labor errónea, se convertirían, por el ben-
dito influjo de Ud., en esforzados apóstoles de la Reli-
gión déla Humanidad. Como no cabe en ellos la pusila-
nimidad, cuando se les muestre el verdadero camino 
han de lanzarse por él con irresistible denuedo. 
Todavía hay otra esfera de acción en que la autoriza-
da palabra de Ud. tendría mucha eficacia. ¿Ouién, en 
verdad, podría dirigirse mejor que UcL, mi querido señor 
Valera, al sacerdocio católico español? Noblemente ha 
defendido Ud. sus gloriosos antecedentes entre tantos 
como lo desconocen. Cuando les hablara á los sacerdotes 
españoles de la Religión de la Humanidad, en cuyo seno 
sólo puede hoy velarse debidamente por los destinos mo-
rales del mundo, habrían, pues, de escucharlo con respe-
to. Y los que estuviesen dotados de verdadero celo espi-
ritual se incorporarían altruístamente en la nueva fe. Ella 
santifica más que la antigua, y eso fuerza á aceptarla. Por 
tal motivo se hacen las transformaciones religiosas bené-
ficas al género humano. Así se convirtió el gran San 
Pablo, si bien él fué, en seguida, el creador efectivo del 
Catolicismo, pues, como el más alto intérprete de las ne-
cesidades de su tiempo, formuló netamente y del modo 
que ha prevalecido, lo que era sólo una tendencia vaga. 
Al presente los discípulos de ese ilustre apóstol que se-
pan comprender su famosa sentencia, de que la letra 
mata y el espíritu vivifica, han de consagrarse por com-
pleto al servicio ele la Religión de la Humanidad. Si él 
pudiera resucitar hoy, sería el primero en persuadírselos. 
Oue hayan permanecido adictos al Catolicismo, aunque 
ya fuera insuficiente mientras no había otra cosa que 
oponerle más que el escepticismo, se comprende y es 
muy natural. Eso les honra aun como prueba de que con-
sideraban el orden moral por encima de todo. Pero des-
de que la fe positiva está fundada, ya no es dable que-
darse en la fe teológica. Las doctrinas son para el género 
humano y no el género humano para las doctrinas. Como 
el Positivismo se presente ahora á continuar la labor re-
ligiosa del Catolicismo, en forma mucho más perfecta, es 
preciso saber convertirse, sobreponiéndose á todo escrú-
pulo teológico, y cooperar noble y enérgicamente á la 
suprema reorganización espiritual del mundo. 
Los templos, tan amortecidos al presente con el teo-
logismo, necesitan ser vivificados por la Religión de la 
Humanidad. E s indudable que si muchos se han alejado 
de ellos y si los que acuden lo hacen en su mayor parte 
tibiamente, eso se debe á que ya no alumbran ni forta-
lecen las almas. Allí no resuenan, en efecto, las solem-
nes lecciones de la vida que guíen á los hombres en 
nuestro medio social. Lo que ahora se dice en los tem-
plos no responde de modo alguno á la evolución espiri-
tual que alcanzamos. Hay que informarlos, pues, con el 
Positivismo, y entonces los frecuentarán solícitas las al-
mas para retemplarse en sus múltiples deberes altruistas. 
La Religión de la Humanidad abarca por completo nues-
tra existencia. Tan sublime doctrina tiene verdaderos con-
sejos para todo; para la vida privada y la pública, para la 
industria, la ciencia y el arte. Como suprema religión 
que es, nada queda fuera de sus dominios. Ella viene á 
presidir santamente los destinos del género humano en 
nuestro planeta. La conducta de todo individuo, cual-
quiera que fuere su condición social, reviste, bajo el Posi-
tivismo, un carácter esencialmente religioso. Ningún 
trabajo puede dejar de converger á la Humanidad, cuyo 
servicio y glorificación permanentes han de constituir el 
objetivo universal. En la actividad sociocrática ya no 
hay antinomias. El cielo debe realizarse en la tierra. Lo 
verdadero, lo bueno y lo bello se funden en la Humani-
dad y resplandecerán en creciente armonía. El Positi-
vismo es ciertamente la síntesis final que instituye un 
progreso incesante del conjunto de nuestra especie hácia 
un orden cada vez más perfecto. Por eso debe instalarse 
en los templos de las diversas naciones para dirigir reli-
giosamente, desde esas cimas morales, á todo el género 
humano en la serie indefinida de los siglos. 
La suprema doctrina fundada por Augusto Comte no 
es una creación arbitraria, como lo suponen algunos, 
sino una creación orgánica é imperecedera. Los tiempos 
estaban preparados para que surgiera la fe universal. 
Por todas partes se la esperaba y habíanse hecho varias 
tentativas, aunque infructuosas. Cúpole á AugustoComte 
la gloria insigne de encontrar la solución definitiva del 
gran problema religioso. Él no inventó su doctrina en 
el sentido de que ella no tenga precedentes. Entonces 
su obra hubiera sido facticia. Pero ella es indestructible, 
porque sus raíces se extienden á través de toda la his-
toria por lo más selecto de nuestra especie, arrancando 
desde el fetichismo primitivo. La Religión de la Humani-
dad nos hermana santamente con todas las creencias que 
se han propuesto moralizar á los hombres, según los 
medios adecuados á las diversas épocas y países. Dentro 
de esa maravillosa doctrina se establece, pues, la gran 
concordia universal entre todos los pueblos y entre todos 
los tiempos. Verdaderamente sublime es el momento de 
la evolución social en que nos ha sido dado vivir. Las nie-
blas que envolvían el mundo espiritual se han disipado. El 
Positivismo resplandece sobre el mundo y cubre con su 
bendición á todas las almas generosas. A esa fe altruista 
se han de elevar los hombres desde las diversas doctrinas 
que todavía subsisten. Positivistas serán los católicos, los 
protestantes, los mahometanos, los discípulos de Budha, 
los de Confucio y los fieles de las demás creencias. Y 
esta conversión universal á la Religión de la Humanidad 
se efectuará sin renegar de lo pasado, antes, por el con-
trario, venerándolo. Déjase lo que se profesaba, no por-
que sea malo sino porque es insuficiente para unificar á 
toda nuestra especie en santidad, lo cual sólo puede ser 
realizado por el Positivismo. Transformarse así es ha-
cerse más religioso. Según la medida de su altruismo 
irán convirtiéndose los hombres y los pueblos á la fe posi-
tiva, salvo los que no tengan conocimiento de ella por-
que aún no les hubiere sido predicada. Pero saber de la 
Religión de la Humanidad y no aceptarla, implica seque-
dad de alma. No diré que esta sequedad fuere congènita 
del individuo que no se convierta, mas tal es su estado 
moral por el momento. Verdad es, que naturalezas com-
pletamente desprovistas de unción durante cierto tiempo 
pueden ser en el fondo muy predispuestas á las nobles 
cosas. Esas, si hubieranpermanecido alejadas de la Re-
ligión de la Humanidad, mientras adolecían del corazón, 
una vez libres ele su mal, se incorporarán en ella vehe-
mentemente y serán sus más enérgicos servidores. 
La Religión de la Humanidad, si respeta y protege 
noblemente el pasado, viene, sobre todo, á edificar el 
porvenir, y para esta sublime empresa, reclama el con-
curso de las almas virtuosas, donde quiera que se hallen. 
Ya no es dable obstinarse en las antiguas creencias con 
perjuicio de la fe altruista, de que dependen los gloriosos 
destinos del mundo. Más censurable aún sería el conti-
nuar yaciendo en el materialismo, donde han caído innu-
merables seres en estos tiempos de transición. Ellos no 
tendrían en adelante excusa que valga, si rehusaran so-
meterse á la Religión de la Humanidad. Sólo una deseo-
munal soberbia podría ocasionar esa innoble rebeldía con-
tra los verdaderos destinos de nuestra especie. Pero de 
ninguna manera procederán así, por más sumidos que 
se hallen en el materialismo, los que fueren susceptibles 
de veneración y de bondad. Estos resucitarán vigorosa-
mente de su pasajera muerte moral, empeñándose con 
invencible aliento en difundir el Positivismo para santifi-
car al mundo. Hombre alguno que albergue la genero-
sidad en su corazón, podría estarse indiferente en medio 
de la profunda anarquía actual. Y en vez de lanzar que-
jas y protestas que nada remedian, hay que cooperar sin 
vacilaciones á la gran labor regeneradora. Cimentando 
la Religión de la Humanidad puede únicamente conse-
guirse la armonía universal. Todo trabajo fuera de esa 
vía es perdido. 
Creen algunos que el Positivismo carece de funda-
mento racional, porque reconoce á la Humanidad como 
el verdadero Ser Supremo. Desde luego, conviene apar-
tar un equívoco, y es el de suponer que se mira como 
tal á la masa entera de los hombres, cuando es sólo al 
conjunto continuo de los séres convergentes. Los que 
divergen con sus pensamientos y sus obras, 110 son in-
corporables al Gran Ser Colectivo. Y que la Humani-
dad bajo esa forma no es una vana abstracción, sino el 
Ente Supremo que debe presidir la vida de todo indivi-
duo, es ele evidencia incontestable para quienquiera que 
no esté ofuscado. Aquellos mismos que ahora la nie-
gan, porque 110 saben verla, llegarán tal vez á contem-
plarla en toda su majestad cuando se les desvenden los 
ojos del alma. Entonces comprenderán cuán extraviados 
estaban suponiendo que era una ilusión el Gran Ser Co-
lectivo. Ilusión sí que es la existencia independiente del 
individuo, porque no hay persona que no sea un produc-
to de la Humanidad, en la cual puede llegar á incorpo-
rarse por sus servicios, ó degenerar, por el contrario, en 
dañoso parásito. Tan cierto es que la Humanidad cons-
tituye el verdadadero Sér Supremo que sólo bajo ella 
pueden coordinarse debidamente todas las Patrias y to-
das las Familias. Estos séres colectivos son también de 
vida más real que los individuos, porque ningún hombre, 
en su condición de tal, podría existir sin la influencia 
cívica y doméstica. Moral, intelectual y materialmente, 
toda persona deriva de la Familia, como ésta de la Pa-
tria y ésta de la Humanidad. Esta última es el Gran Sér 
que todo lo abarca y lo regla en el orden social. La vida 
del individuo es formada del conjunto de sus relaciones 
con la Familia, la Patria y la Humanidad. El hombre 
considerado aisladamente no existe. Por eso el indivi-
dualismo es una aberración. La realidad de nuestra exis-
tencia, nuestro verdadero destino, consiste en vivir para 
los demás. Afectos, ideas y actos deben fundirse en la 
sociedad. Nadie ha de perfeccionarse á sí mismo por 
satisfacción propia, sino para servir mejor á nuestra es-
pecie. La moralidad altruista debe imperar en todas las 
almas. Es preciso saber vivir y morir en el seno de la 
Humanidad, glorificándola incesantemente. Todo lo re-
clama y lo merece ese verdadero Gran Sér. Como nues-
tras fuerzas sean limitadas y lo que se emplea en un 
sentido se pierde en otro, velemos severamente sobre 
nuestras menores intemperancias espirituales. Cualquie-
ra tendencia teológica á salir de nuestro planeta y de la 
Humanidad ha de mirarse como una exaltación del or-
gullo, cual arranque irreligioso. Todas las emociones del 
corazón, todas las meditaciones de la inteligencia, todos 
los actos de la voluntad deben converger exclusivamente 
hacia el bien social sobre la Tierra. 
Ningún culto puede hacer al hombre más religioso 
que el culto á la Humanidad. Y ¡cuán errados están los 
que afirman que esto tiende á envanecerlo, creyendo que 
es adorarse á sí mismo! Lo que se adora en el culto á la 
Humanidad no es el individuo sino el Gran Ser colecti-
vo, al cual sin duda puede llegar á incorporarse cada 
adorador por sus virtudes. Pero esto, lejos de despertar 
el egoísmo es santamente benéfico y realiza con más efi-
cacia que nunca el fin de toda adoración verdadera. ¿Qué 
se ha buscado, en efecto, con ella bajo cualquiera de las 
formas religiosas que aparecen en los anales del género 
humano? E s indudable que la unión moral del adorador 
con el sér adorado. Mientras más completa es esa unión, 
más perfectas se hacen las almas. Por otra parte, la ado-
ración ha supuesto siempre cierta semejanza entre el 
adorador y el sér adorado. De otro modo no podría veri-
ficarse. Sondéese con impacialidad la historia y se verá 
que toda adoración ha sido formada por la elevación del 
alma hacia tipos humanos más ó menos idealizados. Ado-
rar es encenderse en los más nobles afectos, en las aspi-
raciones más generosas. Ello es un medio eficacísimo de 
preparar y fortalecer á los hombres para las buenas ac-
ciones. De ahí que todas las religiones hayan insistido 
tanto sobre la adoración. Descuidarla sería apocar en los 
corazones la energía altruista. Mas el Positivismo insti-
tuye ahora la más pura de las adoraciones, la que ha 
de producir más frutos de santidad. Todos han de tratar 
ele unirse religiosamente con el Gran Ser colectivo. Eso 
acrecentará cada vez más el altruismo, y los tiempos glo-
riosos de eterna ventura brillarán sobre la tierra. 
¿Por qué no conservar á Dios en la Religión de la Hu-
manidad? se ha dicho varias veces. Porque ese concepto 
ya cumplió su misión social y está agotado. No cabe, pues, 
mantenerlo aún y sobre todo desde que el concepto de 
la Humanidad lo ha sustituido con ventaja. Además, na-
die hasta ahora ha podido establecer dialécticamente el 
concepto de Dios. Más todavía, él es completamente ab-
surdo. Pero como cimiento de la moral, ha prestado 
grandes servicios y todo el tiempo que fué necesario en 
ese sentido, era indispensable que subsistiera. El mismo 
Kant, que lo deshizo racionalmente con lógica incontro-
ver t ib le , dejólo en vigencia prácticamente como fuente de 
los deberes. Cuando meditaba el filósofo de Kcenisberg 
no e s t a b a fundada aún la sociología, esta ciencia constitui-
da después por Augusto Comte, y que nos ha revelado 
al Gran Ser colectivo como la suprema existencia del or-
den moral. La Humanidad cimenta, pues, ahora, los debe-
res mucho más sólidamente que Dios, dándoles, á la vez, 
un carácter más altruista. Imperativamente nos los pres-
cribe, y hemos de saber cumplirlos. No habrá alma noble 
que intente resistir á los mandatos religiosos de la Huma-
nidad. ¿Qué digo de resistir! si han de ser los buenos los 
que mejor defiendan y pactiquen el Positivismo. Ellos son 
demasiado abnegados para que vacilen tímidamente en 
cambiar de doctrina, cuando así lo requiere el perfeccio-
namiento religioso de nuestra especie. 
No creo que Ud , mi querido señor Valera, cuya alma 
es tan generosa y enérgica, fuera á quedarse detenido en 
el teologismo, siéndole dado prestar en el Positivismo 
servicios de gran trascendencia para la felicidad del mun-
do. Tal vez se siente Ud. ahora intimidado por las bur-
las del escepticismo, como que hasta Ud. mismo, conta-
giado por él, suele reírse. Pero eso no puede prevalecer 
contra el virtuoso temple de su corazón. Ud,anhela por 
que nuestra' especie se eleve á sus más altos destinos y 
sea verdaderamente feliz. Y a me parece, pues, ver enca-
minarse á Ud con inquebrantable resolución hacia el 
Positivismo, triunfando de todas las sugestiones escép-
ticas. Nada de lo que tienda á ennoblecer las almas y á 
perfeccionar el orden social merece burlas. Hasta los más 
toscos fetiches son dignos de respeto, por cuanto consti-
tuyen el principio de la cultura moral, la simiente de la 
verdadera civilización. Por ahí ha comenzado el género 
humano su educación religiosa, que desenvuelta paulati-
namente á través del politeísmo y del monoteísmo llega 
al fin al Positivismo. A los que se hallen todavía en ca-
mino, es menester ayudarlos á proseguir hasta la fe uni-
versal, sin zaherirles sus creencias de transición. Lo 
único reprobable son los estados irreligiosos del alma, 
en que se mira en menos la cultura del altruismo. Mas 
entonces debe emplearse una noble censura y jamás la 
ironía. Esta última no ha efectuado ningún progreso mo-
ral en el mundo. Y la ironía no sólo no enmienda á nadie, 
sino que desmejora al mismo que la usa, haciéndole 
perder la unción, que es requisito indispensable para que 
todo consejo sea realmente eficaz. 
Á fin de moralizar á los hombres, lo que más importa 
es la predicación del altruismo. Cuando éste prende en 
las almas cúmplense denodadamente los más difíciles de-
beres. Así lo han comprendido por intuición maravillosa 
todos los grandes directores religiosos del género huma-
no, empeñándose por tanto, más que en excitar el temor, 
en despertar el amor. Pero nadie lo había aconsejado 
con la claridad y firmeza que Augusto Comte. Los obre-
ros espirituales que quieran hacer labor fecunda han de 
emplear, pues, un santo lenguaje que encienda en los co-
razones los más virtuosos afectos. No hay egoísmo que 
valga contra las emociones generosas. Estas triunfan ne-
cesariamente. El altruismo tiende á unir cada vez más á 
los hombres en el espacio y el tiempo. Á él se deben los 
verdaderos progresos de nuestra especie. Brilla primero 
el altruismo en el seno de la Familia, y sacándonos de 
nuestra personalidad y del momento actual, nos hace vivir 
con nuestros ascendientes y descendientes domésticos. 
Extiéndese después á la Patria, y entonces respetamos su 
pasado, servimos su presente y velamos por su porvenir. 
Dilátase en fin á la Humanidad, poniéndonos en supre-
ma comunión moral con todas las naciones y con la Prio-
ridad y la Posteridad universal. Esa es la marcha seguida 
por el altruismo en su desenvolvimiento histórico; pero 
una vez llegado á la cumbre, instálase allí como en su 
centro para presidir todo el orden social. E l amor á la 
Humanidad conviértese, pues, en el sentimiento religioso 
por excelencia, que dirige subordinánselos el amor á la 
Patria y el amor á la Familia. Mediante esos tres amores 
se eleva el hombre cada vez más de la personalidad á la 
sociabilidad. Y cuando hubiere conflicto entre ellos, es in-
dudable que debe prevalecer el de la Humanidad sobre 
el de la Patria y el de ésta sobre el de la Familia. La pre-
ferencia inversa que Ud. ha creído encontrar, mi que-
rido señor Valera, en la morai positivista y que la viciaría 
por completo, no responde á la realidad de las cosas. Si 
nuestra fórmula es, vivir para los demás, la Familia, la 
Patria, la Humanidad, no se quiere significar con esto el 
orden de primacía, que es al contrario, sino sólo la ma-
nera como se desarrolla el altruismo. Pues el que no fue-
re capaz de amar la colectividad doméstica, menos podría 
amar la cívica y mucho menos aun la universal. En gra-
dual evolución va el individuo del amor más limitado al 
más alto. Pero la Humanidad se cierne cual glorioso Ser 
Supremo rigiendo todas las Patrias y todas las Familias. 
Tal es el verdadero espíritu del Positivismo. 
El triunfo de esta sublime doctrina se hace esperar de-
masiado á causa de la escasez de abnegados obreros es-
pirituales. La Europa está hoy militarizada cual nunca 
y con la amenaza de tremendos choques de pueblos, á 
pesar de que la guerra repugha, en el fondo, á nuestra 
sociabilidad. Tan deplorable situación no puede ser re-
mediada por el teologismo. Y éste no sólo es impotente 
contra el mal sino que sirve aun para cohonestarlo. No 
há mucho que el director político del pueblo que más in-
fluye ahora en el estado anormal de la Europa, pretendía 
sincerarse de un grande atentado contra la Humanidad, 
declarando públicamente, que él tenía su conciencia tran-
quila ante su Patria y ante Dios. Sin duda que bajo el 
punto de vista teológico nada hay que reprocharle; pero 
bajo el punto de vista sociológico su conducta es bien 
culpable. En efecto, la torpe expropiación de la Alsacia 
y la Lorena ha hecho que la Francia malgaste su vitali-
dad con la preocupación de recuperarlas, cuando sin el 
tal despojo ese gran pueblo se hubiera consagrado de 
lleno á su misión universal. Todavía es tiempo de repa-
rar la enorme falta, pues corno Alemania devuelva lo 
que detenta injustamente, Francia miraría eso cual signo 
de eterna concordia, olvidando con su generosidad ca-
racterística los sinsabores que pasó. En todos los pueblos 
anhelan esa devolución las almas que se interesan por 
los destinos del género humano. Varios la han pedido aun 
en sus escritos, siendo de los más fervorosos y perseve-
rantes en hacerlo un ilustre español. Pero ello será tal vez 
inútil mientras no se invoque religiosamente el sagrado 
nombre de la Humanidad. Asociados en la fe altruista 
todos los que aspiran á la armonía universal, nuestra re-
presentación tendría tal majestad que la Alemania se ve-
ría moralmente arrastrada á devolver á la Francia sus 
provincias. Triste cosa es que el gran centenario se acer-
que sin que aun impere en París la Religión de la Hu-
manidad. Esta sublime doctrina corona las generosas 
aspiraciones de los hombres del 89, peio eliminando del 
todo el espíritu revolucionario de entonces. La redención 
final de nuestra especie ha de realizarse de un modo or-
gánico, sin negativismos ni violencias. Sólo venerando 
dignamente al pasado puede edificarse el glorioso porve-
nir. Cuando el invencible proselitismo de la nación fran-
cesa esté al servicio de la Religión de la Humanidad, no 
tardará en constituirse el régimen normal. Y en la ciu-
dad de París se resume espiritualmente ese gran pueblo, 
como también el mundo entero. Lo que ella fuere, eso 
será toda la Tierra. 
Ningún pueblo reconoce más de buen grado la supre-
macía incontestable de esa gran ciudad que el pueblo es-
pañol. Y eso con ser él mismo tan ilustre y de carácter 
tan enérgico y digno. Es que el pueblo español tiene la 
verdadera grandeza de alma que no se empequeñece 
nunca con el orgullo. Siempre está abierto su corazón á 
todo lo que es noble y generoso. En su abnegada índole 
es á veces demasiado severo consigo mismo, al paso que 
sóbrale indulgencia para los demás. Siendo así, había, 
pues, de reconocer espontáneamente, como lo ha hecho, 
sin ninguna especie de celo, la jefatura espiritual de Pa-
rís. Defectos tiene por cierto esa gran ciudad, momen-
tos aun de eclipse; pero como los pueblos, lo mismo que 
los individuos, han de juzgarse más por sus bondades que 
por sus imperfecciones, salvo que éstas superen á aqué-
llas, la capital de Francia resplandece, á pesar de todo, 
como la metrópoli humana. Los que allí piensan y es-
criben, penetrados del verdadero espíritu de París, lo 
hacen como servidores de nuestra especie entera, sin-
tiéndose ciudadanos de todas las naciones y velando por 
la felicidad universal. Por eso su influencia es tan grande 
en todas partes. Y de los primeros en dejarse persuadir 
por los escritores franceses, son los españoles. Pero 
cuando aquellos propagan el escepticismo, síguenles éstos 
de mala gana y deplorando tal clescaminamiento. Sólo 
con las convicciones profundas se hallan bien los espa-
ñoles. Entonces desplegan todo su vigor é intrepidez. 
De ahí que tan luego como la Religión de la Humani-dad se instale en el pueblo ibérico, han de surgir en él 
los nuevos San Ignacio y Santa Teresa. Con sublime 
perseverancia defenderán la fe altruista hasta hacerla 
triunfar en todos los dominios de la lengua castellana. 
Y a de suyo este gran movimiento religioso de la Espa 
ña reaccionará con el sólo ejemplo sóbrelas demás nacio-
nes del Occidente. Mas es tan poderosa la vitalidad 
moral de ese ilustre pueblo, que de su seno saldrán arden-
tísimos apóstoles á predicar la fe altruista por Francia, 
Italia, Inglaterra y Alemania. En París, sobre todo, ha 
de resonar la enérgica y luminosa palabra de muchos 
santos obreros españoles. Ellos serán de los más esforza-
dos en levantar la gran ,ciudad á todo su esplendor re-
ligioso. Cuando París sea ya una verdadera encarnación 
de la sublime doctrina de Augusto Comte, y estando 
además convertido todo el Occidente, fuere, por tanto, el 
momento de llevar la fe altruista al Oriente, se distingui-
rán en esta gloriosa misión los apóstoles españoles. Cual 
nobilísimos heraldos de la concordia universal, han de 
ser recibidos por los discípulos de Mahoma, de Buclteiy 
de Confucio. No irán ellos, como sucede con las absurdas 
misiones de hoy, á enseñar una fe teológica ya muerta en 
el mismo Occidente é incapaz de apreciar á esos tres 
grandes hombres, sino una fe positiva y eterna, la Reli-
gión de la Humanidad. Esta doctrina suprema, lejos 
de desconocer á Mahoma, Budha y Confucio, se los in-
corpora venerantemente como á egregios precursores. 
La sublime unión entre el Oriente y el Occidente, bajo 
la Religión de la Humanidad, se efectuará ciertamente 
con la decisiva cooperación de los invencibles apóstoles 
españoles. Bendiciones sin fin glorificarán su sacrosanta 
labor. 
Al presente, las grandes almas españolas, aunque no 
están penetradas todavía de la Religión de la Humani-
dad, se hallan impacientes por lanzarse á edificar el glo-
rioso porvenir de nuestra especie. No saben ser ellas 
pesimistas, en medio de la profunda anarquía actual, 
porque son demasiado generosas. De ahí su fe incon-
trastable en el perfeccionamiento de nuestra especie. Sus 
vacilaciones sobre la verdadera manera de progresar de-
penden sólo de que no les es dable, en su alto espíritu de 
justicia, renegar del pasado. Veneran de corazón sus 
grandes virtudes y sus glorias inmortales para que fue-
ran á desconocerlas. Por eso, ante los ingratos anatemas 
de tantos falsos progresistas contra el pasado, hállanse 
las grandes almas españolas como desconcertadas. Así 
no conciben ellas el progreso. Tan grosero y desleal 
modo de sentir repugna á su noble conciencia. En cuan-
to al Positivismo, bajo su aspecto filosófico, no les sa-
tisface tampoco. Lo encuentran, además de frío y seco, 
insuficiente. Comprenden que sólo con filosofía no pue-
dejí dirigirse al mundo. Y si no fuera más que eso el 
Positivismo, tendrían razón en no convertirse. Pero no 
es así. La Filosofía Positiva fué sólo un trabajo preliminar 
de Augusto Comte. Su verdadera doctrina es la Reli-
gión de la Humanidad, que por culpa de varios infieles 
discípulos, sobre todo, de un afamado lexicógrafo, había 
permanecido oculta. Previendo el Maestro que la pro-
CARTA 3 
paganda puramente filosófica que ellos hacían iba á re-
tardar el triunfo de la fe altruista, llegó á juzgarse á sí 
mismo con sublime severidad. Declaró, en efecto, que, 
aunque hubo de elaborar su Filosofía, no debió publi-
carla sino como documento del proceso de su propio 
espíritu en la excelsa empresa, y mucho después que 
hubiera aparecido su Política, donde instituye la Reli-
gión Universal. Ciertamente que entonces el Positivis-
mo, bajo su forma completa de doctrina viviente y eterna, 
se habría apoderado luego de todas las nobles naturale-
zas, y en especial, de las grandes almas españolas. Pero 
si demora ha habido, razón de más para concurrir ya 
con intrépido aliento á la labor suprema. La entereza y 
la perseverancia, movidas por el altruismo, todo lo ven-
cen. En la fe positiva encontrarán las grandes almas 
españolas lo que requiere su carácter ardiente, grave y 
generoso, es decir, las convicciones profundas, los altos 
propósitos, las esperanzas infinitas. Cual invencibles con-
quistadores morales han de penetrar en los gloriosos 
dominios del porvenir. No habrá escepticismo que les 
resista. Y no sólo disiparán el escepticismo sino tam-
bién el teologismo, donde dormitan muchos que no han 
sido vivificados aún por la Religión de la Humanidad. 
Aunque Ud., mi querido señor Valera, percibe y ad-
mira la grandeza del Positivismo, encuentra no obstante, 
que su moral está mal cimentada. La halla además muy 
semejante á la cristiana con la diferencia de que á ésta 
le supone Ud. base sólida. Respecto á la analogía en 
los consejos de una y otra, ello es indudable, y todas las 
morales que ha habido tienen un fondo común, así la de 
Budha, como la de Confucio, la de Aristóteles, la de Epic-
teto y demás preceptores de los sentimientos y las eos-
tumbres. Eso depende de que la fuente efectiva de la 
moral está en el altruismo inherente á la naturaleza hu-
mana. Y todos los preceptos han sido precedidos por el 
ejemplo. Antes que se aconsejara la probidad hubo 
hombres probos; antes que se aconsejara la castidad, los 
hubo castos; antes que se aconsejara la santidad, hubo 
santos. Después de las buenas acciones practicadas es-
pontáneamente bajo los impulsos del altruismo por cier-
tos individuos, si no durante toda su vida, al menos en 
períodos de ella, han surgido las reglas que las prescri-
ben á todos los hombres en el curso entero de su exis-
tencia. Esas reglas hubieron de elaborarse cada vez 
mejor á medida que avanzaba la evolución social; pero 
la inspiración que las dictara partía siempre de los sen-
timientos generosos del alma humana. Ud. que es tan 
versado en la historia de nuestra especie, sabe demasia-
do bien que no hay precepto alguno del cristianismo que 
no existiera antes de él. Producto natural del desarrollo 
del género humano es esa doctrina, y si así no fuera no 
habría tenido la menor eficacia social. Lo que hizo el 
cristianismo fué formular con más precisión y darle ma-
yor intensidad á lo que ya se había aconsejado. El mun-
do estaba preparado para eso. Y el gran César, pacifi-
cando á los pueblos bajo el imperio de Roma, fué el 
inmediato precursor político de la reorganización moral 
de entonces. A su vez, el más grande obrero de esa 
reorganización es el incomparable San Pablo. Mientras 
que los discípulos de Jesús, fieles al espíritu, más nacio-
nal que universal, de éste, se quedan en el medio social 
hebraico, el que ha sido llamado el apóstol por excelen-
cia se lanza á moralizar el mundo entero. San Pablo ni 
siquiera conoció á Jesús, pero aceptóle como el tipo del 
Cristo anunciado en los libros judíos, y combinando la 
tradición teocrática de Moisés y los Profetas con la evo-
lución greco-romana, dió vida á lo que debió llamarse 
en justicia paulinismo y no cristianismo. Pero el nombre 
de catolicismo con que se le ha designado también, res-
ponde á la sublime aspiración del apóstol de unir á todas 
las naciones en la misma fe. El creyó sin duda recibir 
por revelación del Cristo la nueva doctrina, cuando en 
sus extásis altruistas le parecía oír voces que se la per-
suadían. Eran las emociones de su propia alma que se 
objetivaban. Operándose en su sér una crisis tan pro-
funda como la que había de convertirlo en el órgano 
culminante de la gran evolución moral de su época, 
nada tiene de extraño que llegara á oír palabras y ver 
imágenes sin realidad exterior. Y que él las creyera 
efectivas es muy explicable porque, dada la mentalidad 
teológica de entonces, se suponía existentes fuera de 
nosotros á séres puramente subjetivos, como los dioses, 
los demonios y otros. Con nuestra mentalidad positiva 
es muy fácil ahora rectificar el alma, si emociones inten-
sas objetivan lo interior. Ello nos permite además redu-
cir á su verdadero valor el sobrenaturalismo, por el cual 
se hancreído influidos los hombres, y de modos muy 
diversos, en el largo curso de la evolución teológica de 
nuestra especie. E l sobrenaturalismo no es, en efecto, 
más que una creación del espíritu humano que hubo de 
concebir primero bajo esa forma, el orden moral y el 
material. La multitud de séres benévolos y malévolos que 
se condensaron después en Dios y el Diablo, son crea-
ciones del altruismo y el egoísmo cerebrales. Estos 
mismos elementos han imaginado todos los cielos é in-
fiernos. Lo cierto es, pues, que el buen principio y el mal 
principio están dentro de nosotros mismos. Cuando ama-
mos somos dioses; cuando odiamos satanases. Si el 
egoísmo nos domina, sumidos estamos en los infiernos; 
si el altruismo, elevados á los cielos. 
El problema moral se reduce á subordinar cada vez 
más el egoísmo al altruismo. Eso es lo que en el fondo 
han aconsejado todas las religiones, aunque lo motivaran 
más ó menos imperfectamente con la esperanza de pre-
mios y el temor de castigos. Si el Positivismo elimina 
ahora ese complemento, vuelto innecesario, es para darle 
á la moral toda su alteza. Esta religión suprema viene á 
trabajar sobre el mismo terreno que han trabajado sus 
antecesoras, es decir la naturaleza humana, y lo encuen-
tra suficientemente preparado por ellas para instituir ya 
la educación directamente altruista. Ningún perfecciona-
miento moral se habría conseguido jamás si la naturaleza 
humana fuera sólo egoísta. Á que es también altruista se 
debe el que haya sido mejorada. De otro modo sólo hu-
biera existido el orden material, pero no el moral. Se ha-
brían dejado de cometer crímenes por miedo, mas 1a 
virtud que es el triunfo del amor no se conociera. El al-
truismo inherente á la naturaleza humana es, pues, la 
condición indispensable de toda moralidad. La función 
sagrada de la Religión ha sido el fortalecerlo y desarro-
llarlo, prescribiendo los deberes ya en nombre de los 
fetiches, ele los dioses ó de Dios, según la mentalidad 
adecuada de los tiempos. Lógicamente no puede sus-
traerse á esta apreciación el cristianismo. La base ele 
Dios en que él cimentó la moral fué sólida para su 
época, pero en la nuestra es del todo inconsistente y 
además muy peligrosa. Y digo esto último porque, como 
se inculquen los deberes en nombre de Dios y llegue á 
disiparse intelectualmente ese concepto, lo que sucede 
ahora con mucha frecuencia, derrúmbase entonces la mo-
ralidad que allí se fundaba. Por eso vemos á tantos indi-
viduos que, educados domésticamente en el teologismo, 
pierden después esa creencia en contacto con la menta-
lidad pública y se lanzan á toda clase de aberraciones 
morales. De ellos hay quienes llegan á preconizar siste-
máticamente la lujuria. Y , lo que parecería increíble, el 
sagrado nombre de religión ha sido aplicado por algunos, 
en horrenda profanación, á la práctica de la bestialidad. 
Contra tales desmanes que hoy enlodan cloctoralmente el 
mundo, el teologismo es del todo impotente. Si no ha 
sabido impedir que surjan y que tomen el cuerpo que 
alcanzan, menos sabría hacerlos desaparecer, Me refiero 
á las monstruosas doctrinas materialistas que hoy se 
ostentan pretendiéndose apoyadas en las leyes de la na-
turaleza, y nó á los extravíos de éste ó aquél, pues bajo 
la religión más perfecta puede haber pecadores. Pero la 
impotencia del teologismo es respecto del aparato cien-
tífico del materialismo. No sabe qué oponer á las teorías 
que establecen netamente el egoísmo más desenfrenado. 
En cambio el Positivismo se levanta sereno y majes-
tuoso, y le dice al materialismo que toda su decantada 
ciencia es una falsa ciencia, porque mutila la naturaleza 
humana y desconoce la verdadera evolución social. En 
efecto, el materialismo no ve en la naturaleza humana 
más que el egoísmo, olvidando el altruismo que lo acom-
paña y lo reprime, y cuya benéfica acción decide de 
todos los progresos reales de nuestra especie. Por eso, 
tan degradante doctrina, lejos de responder á la evolución 
fundamental del presente, no es sino una enfermedad mo-
ral de algunas almas muy extraviadas. La ley esencial de 
la historia es que el hombre se vuelve cada vez más re-
ligioso. Es decir, que el egoísmo tiende á subordinarse 
al altruismo, que la purificación de las almas crece ince-
santemente y que avanzamos, impulsados por el amor, 
hacia la concordia universal. De ahí que en medio ele la 
anarquía actual haya surgido el Positivismo, sublime 
doctrina que es la expresión genuína del progreso de 
nuestra especie llegada á su madurez. La base que él da 
á la moral en la Humanidad, la consolida para siempre 
ele una manera inquebrantable. Ouien recibiere la ense-
ñanza de los deberes en nombre de ese verdadero Gran 
Ser, podrá dejar de cumplirlos á veces, mas no le será 
dable negar la existencia de la colectividad soberana que 
se los impone y en la cual descansan. La imperativa dic-
tadura religiosa de la Humanidad es incontestable y acce-
sible á todos los espíritus. Cada individuo pertenece á 
una familia ligada á una patria relacionada con las demás 
naciones, envuelto el conjunto de las patrias y familias, 
en cualquier momento dado, por la serie indefinida de la 
labor pasada y la labor futura de nuestra especie entera. 
No es posible salirse de ese medio social eterno. Los 
mismos que durante la mentalidad teológica creyeron 
trabajar para otro fin, en realidad lo han hecho para la 
Humanidad. Aunque no les fué dado conocer las verda-
deras leyes sociales, necesariamente éstas habían de 
cumplirse. ¿Dónde están los San Pablo, los San Agustín 
los San Bernardo, los San Francisco de Asís, los San 
Ignacio de Loyola, las Santa Teresa? En el seno de la 
Humanidad por cierto. Aquí es donde son verdadera-
mente inmortales con esa inmortalidad positiva, fecunda, 
luminosa que se difunde por todas partes y enciende en 
los corazones, de edad en edad, los más generosos sen-
tlmientos. Pero no sólo viven esa santa vida los conoci-
dos, sino también los desconocidos que han sido real-
mente virtuosos. Si quedan innominados en la historia, su 
abnegada labor, lejos de ser perdida, es altamente bené-
fica. En virtud de sus múltiples y nobles influencias, 
aunque inadvertidas, muy efectivas y de intensísima efi-
cacia, vienen ellos á formar el grueso del inmenso ejército 
de los defensores del altruismo, verdadera comunión de 
los santos que cual río inextinguible de sublimes afectos 
corre acrecentándose á través de los tiempos. 
La Humanidad, es pues, el verdadero Gran Ser, y 
para él han vivido de hecho todas las almas virtuosas 
durante el teologismo. El concepto de Dios fué sólo una 
preparación indispensable del concepto de la soberana 
existencia colectiva. Con elementos humanos fué ideado 
aquél; de igual modo hubo de serlo éste. Mas Dios es 
puramente subjetivo, aunque se le creyera objetivo, 
mientras que la Humanidad es tan objetiva como subje-
tiva. Sin duda que la objetividad del Gran Ser social 
difiere de la de las cosas materiales, porque su naturaleza 
es de un orden más elevado. Con los ojos del cuerpo no 
se puede palpar á la Humanidad. Mirada así, no existe. 
Pero como se abran los ojos clel alma, se ve entonces al 
Gran Ser social en toda su imponente majestad. Dilá-
tase él gloriosamente por todo el pasado y por todo el 
porvenir. Nada queda fuera de su augusto imperio, que 
ya no admite ninguna competencia teológica. El indivi-
duo desaparece en presencia de la Humanidad, y si algo 
vale, es cuando se subordina á ella de buen grado y la 
sirve de todo corazón. Desconocer todavía á ese verda-
dero Gran Ser es una impiedad inexcusable. Sólo vi-
viendo y muriendo en el seno de la Humanidad, es 
dable ser ahora debidamente religioso. Después de es-
forzarnos por enaltecerla durante toda nuestra existencia, 
hemos de entregarle devotamente nuestra alma en el 
último aliento. Al morir hay que fundirse santamente en 
la Humanidad por una suprema aspiración á que sea 
cada vez mejor servida y más glorificada. Tal es el mis-
ticismo sociológico quereemplaza al misticismo teológi-
co. Las grandes almas que en el pasado se fundieron en 
Dios, fundiríanse al presente en la Humanidad. Una de 
las que más descollaría á ese respecto es la sublime San-
ta Teresa. Y como estaba dotada de un ardiente espíritu 
de proselitismo, haría innumerables conversiones á la / 
religión altruista. A los que, sumidos en cavilaciones, va-
cilan en penetrar á la doctrina suprema, clijérales lo que 
decía á sus monjas: que no era menester pensar mucho 
sino amar mucho; profundo consejo que brotó de su coiv 
sumada experiencia en la práctica del bien. En efecto, 
llegará la virtud con el saber y sin el amor es imposible. 
Todo el orden moral queda en tinieblas cuando no se le 
estudia con el corazón. Para el espíritu sólo los deberes 
son incomprensibles. Cábele al ilustre Aristóteles el ha-
ber demostrado el primero que la virtud deriva del sen-
timiento y no de la inteligencia. Rebatía con esto á Só-
crates y á Platón, que habían sostenido que para ser 
virtuoso bastaba con la ciencia. Muchos incurren toda-
vía en tal error, á pesar de ser notorio que hay hom-
bres doctos muy inmorales y hombres indoctos muy mo-
rales. Y puesto que hablo de Aristóteles, justo es decir 
que él y San Pablo son los que han presidido, en cierto 
modo, la evolución del Occidente hasta la aparición del 
Positivismo. En la católica edad media influye tanto el 
uno como el otro. La Suma de Santo Tomás de Aquino, 
que es la obra por excelencia de esa época, está más in-
formada si cabe por Aristóteles que por San Pablo. El 
Dante en su maravilloso poema en que idealiza la edad 
media, cuando ya empezaba la edad siguiente, apellida 
al venerable Estagirista, Maestro de los que saben. Reha-
bilitándose de la especie de olvido en que cayera injus-
tamente después, le ha dado ahora Augusto Comte el 
alto rango que le corresponde entre los mejores servido-
res de la Humanidad. La Moral y la Política de Aris-
tóteles, sus dos obras capitales, son monumentos excelsos 
que eternizarán su memoria bajo el Positivismo. 
El sublime poema del Dante constituye la más bella 
idealización del teologismo. Si el infierno, el purgatorio 
y el cielo han sido imaginados alguna vez de un modo 
palpable, es en el viaje del insigne poeta italiano. Esos 
tres dominios están respectivamente poblados por los 
egoístas incurables, por los que se purifican, y por los 
que gozan de plena vida altruista. Hállanse escalonados 
los primeros en descendente perversidad, elévanse los 
segundos gradualmente á la santidad, habitan los últimos 
un mundo de perfecta serenidad, diferenciándose sólo 
entre ellos por la mayor ó menor excelsitud del amor que 
los mueve, sin que surja rivalidad alguna en su armónica 
jerarquía. Esta concepción del Paraíso como una man-
sión en que los diversas órdenes de espíritus viven com-
pletamente hermanados y concurren unísonos á la misma 
glorificación, aunque tenida por muchos santos, nunca 
había sido presentada con el esplendor que lo hace el 
Dante. E s allí donde se complace su alma generosa, ver-
daderamente digna de la celestial Beatriz. A causa de 
ello, el gran poeta inglés de este siglo, que con ser tan 
escéptico era, sin embargo, muy admirador de los altos 
ideales, apellidó al Dante el cantor del Paraíso, contra la 
opinión vulgar que lo miraba como el cantor del Infierno. 
E s llegado el tiempo en que el Positivismo trata de rea-
lizar en la tierra esa sublime visión del teologismo. Y , 
si bien se mira, no existe verdadera oposición entre esas 
dos doctrinas. Lo que sí hay es filiación. El teologismo 
hubo de preparar al Positivismo. Este se absorbe ahora 
á aquel. Todo lo que hubiere de santo en el teologismo 
entra en el Positivismo, y para concentrarse exclusiva-
mente en el progreso del género humano. Así la Virgen 
Madre, que es la más perfecta creación del teologismo, 
pasa á su vez á coronar el Positivismo. Ambas doctrinas 
quedan, pues, unidas por su punto más alto. Ni podía 
haber ruptura entre ellas, porque en el desarrollo efectivo 
de nuestra especie no cabe solución de continuidad. 
La Virgen Madre del Positivismo y del teologismo son 
intrínsecamente idénticas. Pues tanto en la una como en 
la otra doctrina, eso no es en realidad, sino la más subli-
me idealización moral de la naturaleza humana. El teolo-
gismo supuso á la Virgen Madre un hecho, el Positivismo 
míralo como utopía. Pero en ambos casos su verdadera 
importancia está en ser el tipo más perfecto de santidad 
que fuere dable concebir. Reúne él en efecto, la pureza 
sin tacha de la Virgen y la ternura infinita déla Madre. 
Esos dos atributos que habían sido venerados separada-
mente como incompatibles, se funden al fin en el ideal su-
premo de la Virgen Madre. No es posible hallar modelo 
de virtud que exceda á ese. Y a en el curso de la historia 
verifícase la experiencia decisiva que puso á la Virgen 
Madre por cima del Cristo. Así, debido ello, sobre todo 
al culto de los caballeros por la mujer, el ideal femenino 
prevaleció sobre el ideal masculino. Eso ha importado 
un trascendental progreso, como que de lo que fueren 
las madres dependen los destinos del mundo. Si ellas son 
santas, se verá santificada la sociedad. En su verdadero 
valor ha sido apreciado todo esto por el Positivismo. Y 
luminosamente fiel á la evolución religiosa, hubo de per-
sonificar al Gran Ser colectivo en la Virgen Madre. Si á 
la nación de que somos ciudadanos la apellidamos Patria, 
aunque con más propiedad la nombraremos en el porve-
nir, Matria, y puesto que decimos Madre Tierra por el 
planeta que nos lleva en su seno, muy justo es que lla-
memos Virgen Madre á la Humanidad, soberana exis-
tencia por cuya bendita y eterna labor se perfeccionan 
las ciudades, las familias, los individuos, y tiende á for-
marse la concordia universal. 
Lo que hizo Augusto Comte á ese respecto, está liga-
do á su santo amor por la incomparable Clotilde de 
Vaux. Después de la muerte de su amiga empezó el 
Maestro la elaboración de su obra capital en que ha ins-
tituido la Religión de la Humanidad. El sagrado recuer-
do de la virtuosa Clotilde informa todo el Sistema de 
Política Positiva. As i lo ha consignado el mismo Augus-
to Comte en las majestuosas páginas impregnadas de 
sublime unción en que le dedica ese libro supremo. Bajo 
el inefable recuerdo de Clotilde^ medita constantemente 
el Maestro sobre los destinos del género humano. Todo 
lo contempla, al fin, dominado por el más puro altruis-
mo. La mujer ocupa la cima de tan maravilloso orden 
de cosas, siendo la verdadera providencia moral del mun-
do desde el hogar doméstico. En toda su intensidad ha 
experimentado eso Augusto Comte con su divina Clo-
tilde. Como los muertos queridos sean inseparables de 
los vivos, acordábase de ella á menudo. La sentía á su 
lado inspirándole los más sublimes pensamientos. Veíala 
como la encarnación de la Humanidad que lo impulsaba 
afectuosamente á santificar el mundo. Llega, en fin, un 
momento de suprema lucidez, y el Maestro concibe en-
tonces la Utopía de la Virgen Madre, y resume en ella 
el Positivismo. Culto, dogma y régimen, condénsanse 
propiamente en ese símbolo sagrado del verdadero amor. 
En efecto, el campo del sentimiento, el de la inteligen-
cia y el de la actividad se hallan presididos bajo la reli-
gión positiva por el altruismo. Tal es el santo espíritu 
que ha de mover la triple esfera del orden humano. Pla-
cer que el altruismo gobierne al egoísmo es el objeto 
del culto; subordinar la matemática, la astronomía, la físi-
ca, la química, la biología y la sociología á la Moral es 
el objeto del dogma; y orga ¡izar las diversas industrias 
de modo que todas converjan armónicamente al bienes-
tar universal, es el objeto del régimen. En último aná-
lisis, el culto consiste en sentir el amor, el dogma en 
conocerlo y el régimen en practicarlo. 
Bajo la capa escéptica en que Ud. se envuelve, mi que-
rido señor Valera, hay un corazón muy noble para que 
fuera á desconocer el sublime alcance de la Virgen 
Madre delPositivismo. E s el orden moral lo que esta 
doctrina viene, sobre todo, á salvaguardiar y enaltecer. 
Las relaciones del hombre con la mujer dan la medida 
de ese orden. Oue hoy se hallan muy desvirtuadas no 
puede ser más evidente. Hasta aquello con que se pre-
tende levantar á la mujer, revela que no se sabe apre-
ciar su verdadera misión humana. Se la quisiera lanzar 
en la vida pública. Clámase por todas partes que se dé 
trabajo á la mujer. Pues bien, eso tiende á desquiciar ej 
organismo social. La verdadera solución de la gran cri-
sis actual, está en la sólida constitución del hogar domésti-
co, particularmente en el inmenso proletariado. Para 
ello es indispensable que la mujer sea ajena á todo tra-
bajo en los talleres. Sólo así podrá consagrarse de lleno 
á su santa función moral en el seno de la familia. Por 
eso ha establecido el Positivismo el gran principio reli-
gioso de que el hombre debe alimentar á la mujer. Y de 
aquí deriva la obligación que pesa sobre los patricios de 
dar á los proletarios un salario que les permita susten-
tar sus respectivos hogares. Mas ese salario no es pago 
de los servicios, sino ayuda para que puedan efectuarlos. 
Bajo el Positivismo, tocios los trabajos materiales y espi-
rituales son gratuitos. La misión del hombre, sea quien 
sea, es la de cooperar al bien social. No se sirve por el 
salario, sino que se recibe el salario para servir. La ri-
queza no es personalmente de nadie: pertenece á la co-
lectividad. Si se halla apropiada individualmente, es sólo 
para que sea mejor administrada. Todo patricio es, pues, 
un funcionario social que ha de esforzarse en cumplir 
dignamente sus altos deberes públicos, velando con solí-
cito cuidado por la suerte de los proletarios. Éstos, á su 
vez, han de corresponder á la abnegación de aquellos 
con respetuosos miramientos. Y la mujer debe hallarse 
en los hogares de los patricios y de los proletarios alen-
tando á unos y á otros en sus respectivas funciones socia-
les, fortaleciéndoles en el altruismo y dándoles los goces 
puros de las santas emociones. Tal es la verdadera mi-
sión del sexo amante. Instintivamente comprenden eso 
muchas mujeres, como lo manifiesta su apego á la Vir-
gen Madre teológica, á pesar de todas las burlas de la 
impiedad. Al amparo de ese gran modelo de virtud sal-
van ellas la verdadera dignidad femenina, hoy tan ataca-
da. Pero cuando se persuadan de que el Positivismo ha 
puesto á la Virgen Madre como la gloriosa meta del 
progreso, como el supremo tipo moral, como la guía 
eterna de todos los servidores del género humano, esas 
nobles mujeres saldrán del teologismo, volando ahnelo-
sas á la fe altruista. Por lo que á Ud. respecta, mi que-
rido señor Valera, es muy caballeresco para quedarse im-
pasible en esta gran lucha por el triunfo de la santidad 
sobre la Tierra. Y a creo verlo arrojar lejos de sí la capa 
escéptica que paraliza ahora los ímpetus de su generoso 
corazón, y lanzarse á pecho descubierto en noble defen-
sa de la Virgen Madre. Es indispensable que prevalez-
ca este concepto supremo para presidir la incesante pu-
rificación del mundo, Con la Virgen Madre, si se glorifica 
á las mujeres, prescríbeseles deberes muy altos. Ellas 
se hallan obligadas á realizar lo más posible en sí mis-
mas ese tipo sacrosanto. Si se dejasen dominar por la 
impureza ó las locas vanidades, faltarían impíamente á 
su misión religiosa de ser las creadoras de la virtud. La 
fortaleza altruista ha sido impuesta á todas las mujeres 
por el Positivismo, al honrarlas con la sublime Utopía 
de la Virgen Madre. 
Bajo la inspiración de esa Utopía ha sido elevada á 
toda su alteza la institución conyugal que organiza la fa-
milia. El fin de procrear que se le asignara hasta aquí en 
las diversas religiones, queda eliminado de la verdadera 
destinación del matrimonio en el Positivismo. Los espo-
sos se unen en santa amistad incumbiendo sobre todo á 
la mujer purificar el corazón del hombre. No es ya el ce-
libato el estado moral más perfecto como lo declaraba 
San Pablo, sino el matrimonio casto como lo ha procla-
mado Augusto Comte. Por eso los sacerdotes de la Hu-
inanidad deben ser casados, esforzándose por realizar el 
más perfecto tipo conyugal. Sin embargo, en toda con-
sagración positivista del matrimonio ha de aparecer el 
augusto carácter que da á esa institución la fe altruista. 
Así un mes antes de verificarse el contrato civil, tendrá 
lugar la promesa religiosa, hecha en nombre de la Hu-
manidad, de guardar tres meses de castidad á partir de la 
unión legal. Verificado ese bello y digno noviciado que 
todos los verdaderos amantes sabrán cumplir, se pedirá 
el sacramento positivista que enlaza á los esposos con la 
sublime obligación moral de la viudez eterna. Este sa-
cramento es irrevocable, salvo en los casos excepcionales 
de indignidad manifiesta de uno de los cónyuges. Desli-
gado quedará entonces del compromiso de la viudez el 
sobreviviente y podrá obtener del sacerdocio una nueva 
consagración matrimonial, pero jamás después de una 
segunda viudez. Todo esto se refiere al orden religioso, 
pues en el orden civil queda expedito el campo para efec-
tuar cuantas veces se enviude el pacto conyugal. Res-
pecto del divorcio completo, ni civilmente cabe consen-
tirlo porque desquiciaría la institución matrimonial. El 
Estado, si ha de ser menos exigente que la Iglesia, no 
por eso le es dado bajar de ciertos límites requeridos por 
el buen orden de la sociedad. Autorizando nuevos ma-
trimonios en vida de los cónyuges, desorganizaría la fa-
milia. Una sola excepción podría aceptarse, y es cuando 
alguno de ellos hubiese sido condenado á pena infaman-
te. Lejos de debilitar la monogamia, que es tan alta glo-
ria del progreso humano, debiera tratarse de consolidarla 
más aun. Cambiar de cónyuge en vida, aunque fuera per-
mitido en lo antiguo, hoy no es tolerable. Remontando 
más todavía el curso de nuestra civilización, no sólo civil 
sino religiosamente se hallaba autorizada la poligamia. 
En la evolución fundamental de nuestra especie se ha ido, 
pues, avanzando hacia un orden cada vez más perfecto y 
no es dable ahora retrogradar. Por eso civilmente la mo-
nogamia tiene que ser indisoluble en vida de los cónyu-
ges, y religiosamente aun después de la muerte de uno 
de ellos. Tal es la doctrina dei Positivismo sobre el ma-
trimonio. Y cierto estoy que ha de encontrarla Ud., mi 
querido señor Valera, muy digna de prevalecer y de con-
tar con el decidido apoyo de todas las almas que anhelen 
por la ascensión moral. Cuando la familia corría riesgo 
de ser disuelta á los embates del grosero materialismo, 
viene la fe altruista á cimentarla para siempre, elevándo-
la á todo su esplendor. Merced al Positivismo, el hogar 
doméstico saldrá triunfante de entre las oleadas de la 
anarquía que amenazaban sumergirlo. La mujer ha de 
ser la sacerdotisa de la familia, representando allí el más 
glorioso atributo de la Humanidad, el amor, bajo cuyo 
sagrado influjo todo se ordena y enaltece. El tipo supre-
mo de la Virgen Madre que simboliza al Gran Ser, debe 
tener en las madres, esposas, hermanas é hijas de los di-
versos hogares, encarnaciones que se le aproximen ince-
santemente por la afectuosa pureza de sus almas. Es 
menester que todo hombre reciba de las mujeres de su 
familia inefable estímulo para servir con enérgica abne-
gación á la Humanidad. 
Hay una altísima elucubración del Positivismo que á 
primera vista sorprende, y que á Ud., mi querido señor 
Valera, le ha extrañado sobremanera. Me refiero ála Tri-
nidad del Espacio, la Tierra y la Humanidad instituida 
por Augusto Comte. El Maestro se elevó á ella siguien-
do la lógica positiva, definida por él mismo tan lurnino-
CARTA 4 
— S o -
samente, como, el concurso normal de los sentimientos, de 
las imágenes y de los signos para inspirarnos las concep-
ciones que convengan A nuestras necesidades morales, in-
telectuales y físicas. Habiendo establecido ya el culto 
del (irán Ser colectivo, vio que era indispensable

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