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CARTA AL SEÑOR DON JUAN VALERA SOBRE LA RELIGIÓN DE LA HUMANIDAD ORDEN Y PROGRESO VIVIR PARA LOS D E M A S : LA FAMIL IA , LA PATRIA, LA H U M A N I D A D O - A . I R T A L SEÑOR DON JUAN VALERA SOBRE LA 1 1 1 ! HUI POR JÜAN ENRIQUE L A G A R R I G U E S A N T I A G O D E C H I L E I M P R E N T A C E R V A N T E S C A L L E D E LA BANDERA, NUM. 7 3 1 S S S A Ñ O 1 0 0 . ° D E I . A G R A N C R I S I S C I R T _A_ S O B R E I , A R E L I G I Ó N D E L A H U M A N I D A D S E Ñ O R D O N J U A N V A L E R A M i R E S P E T A D O Y QUERIDO SEÑOR Y AMIGO, He leído con mucho interés la serie de bellas cartas que me ha dirigido Ud. por la prensa desde la Madre Patria, la noble España, con motivo de mi Circular re- ligiosa del 6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis { 1 3 de octubre de 1886), que envié á Ud. recién publica- da. Comienzo por volver á Ud. de todo corazón el fuer- te abrazo con que Ud. me honrara después de su poé- tico é instantáneo viaje, hecho en alas de la simpatía, de Madrid, donde reside, á esta su casa en Santiago de Chi- le. Quedamos, pues, amistosamente ligados de Europa á América, sin habernos conocido más que por nuestros escritos. Aunque Ud. me dice en la primera de sus cartas que al escribirme lo hace muy tarde, no por eso sus palabras son menos oportunas, porque el grande asunto sobre que versan, la Religión, es de perpetua actualidad. En efec- to, siempre será bienvenido todo lo que se relacione con ese cimiento indispensable del verdadero orden social. Y tratándose del Positivismo, que es la manifestación más alta de la Religión, su florecimiento definitivo é in- marcesible, el sincero estudio de Ud., si bien adverso en ciertos puntos, aparece en el momento más propicio, cuando ya está por disiparse del todo la falsa atmósfera que envolvía la sublime doctrina de Augusto Comte. Habíase creído generalmente durante varios años, que el Maestro Soberano no era más que el fundador de una nueva filosofía, de algo así como un materialismo siste- mático. Por tal causa las mayores aberraciones se han dado el título de positivistas, infiriéndose de ese modo grave perjuicio á los supremos destinos de nuestra espe- cie. Hasta una literatura nefanda, que se complace en las más obscenas pinturas, pretende derivarse de la doc- trina de Augusto Comte. Los escritores que la forman, insensatos artistas del mal, no sólo ni vislumbran siquie- ra el verdadero Positivismo, sino que atrepellan las no- ciones más elementales de la moral, fomentando con su pluma infecta, más perniciosa mientras más hábil, mul- titud de horrendas pasiones. Contra ellos ha hecho Ud., mi querido señor Valera, plena justicia en su notable traba- jo, El nuevo avie de escribir novelas, leído por mí con gran satisfacción, y cuyo espíritu podría condensarse así: que las novelas no deben ser nunca la reproducción de- gradada, sino, por el contrario, la reproducción ennoble- cida de la vida humana, para que las almas gocen santa- mente y se purifiquen con su lectura. Tal vez algunos de esos escritores lleguen á reparar, en cierto modo, el daño surgido de sus producciones malsanas, si regenera- dos bajo el altruista influjo de la Religión de la Huma- nidad, consiguen elaborar nobles libros que enaltezcan los corazones, infiltrándoles estéticamente la virtud. En la misma obra de Ud. á que acabo de referirme, he hallado el más cabal retrato de su bella alma. Mués trase Ud. allí con espontaneidad que fascina. E s un hombre que conversa admirablemente, cual verdadero amigo, con el público, más que un literato, el que habla. De todo trata Ud. en ese libro suyo, tan rápida como pintorescamente. Su larga experiencia, su vasto saber, sus generosas aspiraciones, se encuentran resumidas allí con inimitable naturalidad, realzada por la armónica ni- tidez de estilo y la voladora imaginación peculiares ele todos sus trabajos. Esta preciosa obra es una verdadera confesión. Revélase Ud., mi querido señor Valera, como un espíritu sin hiél, sereno, límpido, propenso á nobles entusiasmos. Lo que no cabe en su alma son las exalta- ciones desordenadas. De ellas huye Ud. porque ha na- / ciclo para edificar y no para destruir. A pesar de su es- cepticismo, más aparente que real, es Ud. de índole esencialmente religiosa. Compruébalo su profundo cariño por los grandes místicos, que siempre ha defendido Ud. con ardoroso denuedo, de las torpes acusaciones del gro- sero materialismo. Su entrañable afición á Santa Teresa, cuyas divinas Moradas le son familiares, indica cierta afinidad moral de Ud. con esa celestial española. En toda lectura hecha de buen grado hay transfusión de alma del escritor al lector. Muchas veces han de haber penetrado en Ud. las altruistas emociones que tan lúci- damente brotan de lo íntimo del corazón de Santa Te- resa. Y ocasiones habrá en que ella lo eleva con su ine- fable estímulo hasta la suprema región del amor, cuya paz solemne no es turbada por ningún mal viento. El Espíritu Santo que dicta la obra de la inmortal Teresa, como el que ha dictado todas las obras religiosas, es patrimonio de la naturaleza humana. Constitúyenlo, en efecto, las más altas facultades altruistas de que es- tamos dotados, la veneración y la bondad, cuando fun- cionan intensamente. Y serán bien escasas las personas tan infelices que no hayan sido movidas alguna vez por el purísimo soplo del Espíritu Santo. Pero los verdade- ros conductores de almas obran habitualmente bajo el influjo de la veneración y la bondad muy enardecidas, sin dejarse dominar nunca por los sentimientos egoístas. Así lo hizo el ilustre Moisés, ese gran discípulo de la Teocracia Egipcia, que veló altruístamente por el pueblo judío, perdonándole sus frecuentes ingratitudes; así el apóstol San Pablo, que, impregnado del espíritu cosmo- polita de Roma, fundó el Catolicismo, y lo predicó con sublime unción, infatigable actividad y maravilloso olvi- do de sí mismo. Así procedió también Confucio, así Budha, así Mahoma, que trabajaron abnegadamente en moralizar á los hombres de un modo adecuado á ¡os tiem- pos y países en que cada cual ejerció su sagrado magis- terio. Y no enumero á tantos otros eminentes servidores religiosos del género humano, por llegar ya al más ex- celso de todos, Augusto Comte. Nunca se había mostra- do el Espíritu Santo con la alteza que resplandece en el Maestro Soberano, fundador del Positivismo. Desde su infancia comenzó á elaborar la doctrina universal. Sen- tíase predestinado á esa grandiosa misión por los fuertes impulsos que lo alentaban desde el fondo de su ser. En su ardiente corazón alberga al género humano entero; todo lo comprende y sintetiza con su clara y profunda mente; y es de carácter tan enérgico y perseverante, que avanza siempre hacia la anhelada cima, venciendo todos los obstáculos. Y a en sus primeros escritos apare- ce el supremo fin social á que aspira. Construye en se- guida su Sistema de Filosofía Positiva, en que reorgani- za toda la mentalidad humana, inmensa labor que bastaría por sí sola á su eterna gloria. Pero para el Maestro So- berano eso no era más que un trabajo preliminar de la sublime doctrina que iba á fundar. De su santa amiga Clotilde de Vaux recibe la inspiración angélica que lo hace realizar con toda perfección su misión redentora del Sfénero humano, Por eso le ha dedicado á esa divina o mujer su obra sagrada, el Sistema de Política Positiva, escrita en la plenitud de su genio y con solemne ma- jestad sacerdotal. En este libro único, instituye Augusto Comte la Religión de la Humanidad, fe altruista y de- mostrable que ha de establecer la paz, la virtud y la feli- cidad en el mundo entero. Después de haber fundado la doctrina final de toda nuestra especie, quiere todavía el Maestro complementar su asombrosa labor espiritual con la Síntesis Subjetiva 6 Sistema universal de las concepciones propias al régimen normal. Mas sólo alcan- zó á escribir el primer volumen deesta última parte de su gran trilogia, habiendo sido paralizado por la muerte el 24 de Gutenberg del 69 (5 de septiembre de 1857.) La desaparición objetiva de Augusto Comte pasa inad- vertida en una época como la actual en que hasta los menores sucesos circulan con rapidez. El hombre insig- ne en santidad y en ciencia, que más ha servido al gé- nero humano, cuya prosperidad y gloria fueron su preo- cupación constante, muere olvidado en la gran ciudad donde fundara la religión universal. Sus restos veneran- dos son llevados solitariamente por unos pocos discípulos fieles al cementerio del Pére-Lachaise. No me hallaba yo entonces en edad de interesarme en los destinos del género humano, pero ¿quién sabe si, aunque ya hubiera podido conocer á Augusto Comte, habría sido incapaz de apreciarlo? Tal vez sólo después que los años pasaran sobre su tumba llegara yo á entemder las sublimes en- señanzas del Maestro. Créame, mi querido señor Valera, que lo que ha con- movido á Ud. en mi Circular religiosa es el verdadero espíritu del Positivismo que me esforcé en presentar allí, inspirándome en el libro sagrado de Augusto Comte. No es la doctrina por él fundada algo que seque y empeque- ñezca las almas, como todavía se lo imaginan muchos erróneamente, sino lo más grande y santo que pueda concebirse. Cuando usted se dejaba arrebatar en noble entusiasmo ante las perspectivas positivistas de la socie- dad futura y creía ya ver realizarse el paraíso sobre la tierra, era entonces un fiel discípulo de Augusto Comte, penetrado de su altruismo infinito. Aunque la fría duda viniera luego á turbarle esa suprema visión religiosa, ella no logrará desterrársela del corazón, ni ha de impe- dir tampoco que vuelva á brillar con la lucidez de las santas emociones. Por otra parte, Ucl. se halla espontá- neamente dispuesto á tener fe en los gloriosos destinos de nuestra especie. Nunca ha sido pesimista en los agi- tados tiempos que corren, cuando tantos se hunden en la desesperación. De ahí que su apropiado ambiente moral sea la Religión déla Humanidad. Mas no para vivir en ella como un simple adepto, sino cual apóstol luminosísi- mo. Con la serenidad del justo podría Ud. adoctrinar santamente á los hombres en el Positivismo. Su privile- giada pluma, que tiene el secreto de dar fortísima vitali- dad á los más nobles sentimientos de la naturaleza humana, efectuaría con irresistible encanto muchas con- versiones á la fe universal. Los tesoros acumulados por Ud. en su generoso y asiduo comercio con las grandes almas ele todos los tiempos, serían fecundamente distri- buidos mediante la religión altruista. Como ha sabido, en su profunda veneración y concienzuda imparcialidad, ren- dir el debido homenaje á los egregios servidores de las diversas fases de la historia de nuestra especie, sabría Ud. también, en su inagotable bondad, concurrir eficaz- mente á cimentar el glorioso porvenir del género huma- no. Después de sus sesenta años de edad, ocupados en honrosísima labor, va usted á ejercer sin duda un santo apostolado religioso en el seno déla Madre Patria, esa noble y enérgica España, á la cual le están reservados destinos mucho más altos que los que llenó un tiempo en el mundo. Si ella ha permanecido en cierto receso, al la- do ele otras naciones, es porque su armónico carácter no se aviene con las evoluciones parciales, mezcladas siem- pre de negativismo. Repúgnala la ciencia sin el amor. Para desplegar todo su vigor necesita España de una síntesis social. Por eso la Religión de la Humanidad ha de avivarle su impetuoso entusiasmo y su celo apostólico de cuando, poseída de una fe profunda, tuvo álos San Ig- nacio, las Santa Teresa, los Fray Luis de Granada. Con- tinuando en más santo modo la tradición moral de aque- lla gloriosa época, el pueblo español resplandecerá de viril altruismo sobre el planeta. La actitud positivista de España podría influir desde luego en despertar á París del funesto letargo en que yace. Allí no se saben dueños los franceses de la religión universal, ó al menos no ejercen con ella la sublime mi- sión á que están obligados, de conquistar moralmente al mundo entero. En cambio, elabórase en París, en gran cantidad, una literatura abominable. A tales escritos vi • tandos que infiernan las almas en el vicio, hay que oponer santos libros que las encielen en la virtud. E s preciso que la palabra altruista venza á la palabra egoísta, que el bien triunfe del mal. Los verdaderos obreros espirituales, aquellos que anhelan purificar y enaltecer al género hu- mano deben ser, pues, incansables en su augusta tarea, y de tal generosa intrepidez que, lejos de arredrarse con los obstáculos y contratiempos, se lancen más denodados á la victoria. Ellos han de obtenerla infaliblemente en virtud de ley sociológica comprobada en el largo curso de la historia. A pesar de todas las dificultades y demo- ras, siempre concluye por prevalecer lo que más santifica á nuestra especie. Estoy de acuerdo con Ud., mi querido señor Valera, en deplorar que la ilustre española, inspirada autora de la admirable vida del seráfico San Francisco de Asís haya venido á amparar, por sensible ofuscamiento, con su prestigiosa pluma, la literatura indigna de la metrópoli humana que hoy fermenta en París. Tal vez esa noble mujer, como alma fuerte que es, nacida para una vasta acción social, ha creído poder realizarla, comprometién- dose en tan desviada senda, muy frecuentada actualmen- te. El catolicismo no se le presentaba sino como una doctrina de grandes recuerdos, pero ya absolutamente in- capaz de vivificar al mundo. Guárdalo ella, sin embargo, en su corazón. Mas allí está demasiado recóndito, como imagen soñada ó reminiscencia de infancia, cual medid- na, si se quiere, para los grandes dolores del alma; pero de ninguna manera como fe viva que presida la conducta y que inspire, sobre todo, la elaboración de escritos que en alas de la imprenta pueden influir en millares de indi- viduos y de generaciones. Por eso si ella misma no decla- rara, de vez en cuando, en frases aisladas, que siempre pertenece al catolicismo, ni lo sospecharíamos por lo que ahora publica. Esta profunda contradicción, en que sue- len incurrir varios espíritus notables, proviene de la in- suficiencia de esa fe teológica ante la evolución que al- canza nuestra especie. Dentro del catolicismo ya no es dable dirigirse al mundo. Y doctrina que pierde su acción social, ha hecho su tiempo. A principios del siglo, el ilus- tre De Maistre, el último gran campeón del catolicismo, que vivió siempre consagrando á su defensa y glorifica- ción las poderosas facultades espirituales de que estaba dotado, confesó, sin embargo, con sinceridad que le hon- ra, que ya no bastaba esa doctrina al mundo y que era menester una renovación religiosa. Profetizó aún, con maravillosa intuición de las necesidades de la época, el sentido en que ella debía verificarse. En efecto, de la fusión armónica de la religión y la ciencia en una grande alma esperaba De Maistre el fin de la profunda crisis que sufría el mundo, y el comienzo de la era definitiva en que toda nuestra especie iba á reunirse bajo una fe ver- daderamente. universal. Tan gloriosa y sacrosanta labor estaba reservada á Augusto Comte, que en su Sistema de Política Positiva instituyó eternamente la Religión de la Humanidad. Muchos se hallan esperando aún que llegue lo que anunciaba De Maistre, sin comprender que ya se realizó en Augusto Conite. Reconocen ellos que la definitiva regeneración social que abarque á toda nuestra especie, ha de cimentarse en lo positivo divino, mas no perciben que eso es precisamente la Religión de la Humanidad. Convenimos en que la primera fase puramente filosófica que tuvo la doctrina del Maestro, bajo la cual se la mira de ordinario, puede excusar ese ofuscamiento. Tanto más que varios discípulos de alta reputación intelectual sólo la propagaron en tal forma. Y refiriéndose á la segunda fase dela doctrina de Augusto Comte, es decir á la Re- ligión de la Humanidad, dijeron que se había extraviado al elaborarla. Lo cierto es que esos discípulos se queda- ron á medio camino, no supieron seguir al Maestro en su solemne ascensión espiritual, ni lograron por tanto contemplar los sublimes horizontes por él descubiertos. Entonces trataron de ilusión lo que por insuficiencia al- truista ellos no veían, y con su ceguedad moral han dejado en tinieblas á todas las almas que los creen fieles intérpretes del Positivismo. Pero ya es tiempo de desen- gañarse. La verdadera finalidad de la grandiosa labor de Augusto Comte ha sido la santificación universal. A eso tendía cada vez con mayor lucidez. Preocupábalo sobre todo el perfeccionamiento moral de. la especie humana. Si en la ciencia fué más profundo que nadie, su aspira- ción suprema era, sin embargo, el triunfo del altruismo. Por eso después de su gran preámbulo filosófico hubo de fundar la Religión de la Humanidad, que según ex- presa declaración suya, es el verdadero Positivismo. Dióle ese nombre aparentemente grosero á su celestial doctri- na, para indicar que la santidad instituida por él se ba- saba en las leyes de la naturaleza humana y debía reali- zarse sobre la Tierra. En verdad, Augusto Comte ha revelado al mundo lo positivo divino, cimiento indispen- sable de los gloriosos destinos abiertos á toda nuestra especie. Requiérese ahora que el verbo eterno, es decir, la pa- labra humana brotando pura del alma santificada, difun- da luminosamente la doctrina del Maestro. Labor hay para todos los que anhelen edificar el virtuoso porvenir sociocrático en nuestro planeta. Cada cual puede traba- jar según sus aptitudes, con tal que proceda siempre ins- pirado por el altruismo. Todo lo que converja en santi- dad será eficaz. Ouien esté dotado de vigorosa salud moral y física, al sentirse henchido del sublime Positivis- mo lo verterá de viva voz en torrentes de divina elo- cuencia que fecundarán religiosamente hasta los corazo nes más rebeldes. El de cu :rpo débil y enfermizo, pero de alma enérgica, hablará p/>r medio déla imprenta, gra bando intensamente en los lectores los más santos propó- sitos. Las naturalezas de índole estética ejercerán á su vez influencia tan profunda como noble en.el orden social. Sea por medio de la poesía, el más vasto de todos los artes, como que puede representar la vida entera de nuestra especie, y eso aún con sólo mostrarnos la exis- tencia de una familia bien constituida. Sea por medio de la música, á la que le es dado condensar en sonidos ine- fables todas las generosas emociones de que es suscep- tible el alma humana. Sea por medio de la pintura que idealice subjetivamente el mundo material y objetiva- mente el moral. Sea por medio de la escultura que mo- dele tipos y escenas cuya contemplación purifique y enaltezca. Sea, en fin, por medio de la arquitectura que levante majestuosos templos, donde asociadas las artes en sublime consorcio nos pongan en suprema comunión con la Humanidad. Pero el verbo eterno posee además un vastísimo do- minio en que trabaja modestamente, aunque su influjo allí es más profundo é indeleble. Nos referimos á la bendita labor de las venerandas madres que con su santa pala- bra forman los nobles corazones en el hogar doméstico. De ellas es preciso haber recibido el sér moral para as- cender en el curso de la vida á las cimas del altruismo. Hechura de virtuosa madre es tocio valiente servidor ele la Humanidad. Nada más augusto, pues, que la misión maternal de las mujeres. Y hasta que ellas no eduquen á los hombres en el Positivismo, no dará esta doctrina todos sus frutos de santidad. Por eso es ele una importan- cia decisiva que la fe altruista penetre ya en sus corazo- nes. Mas sólo la voz de una mujer sabría persuadírselas. Nosotros somos demasiado bruscos y pesados é inten- tamos vanamente llegar ele un salto, donde es preciso alcanzar de un vuelo. Usted lo ha dicho, mi querido se- ñor Vralera, como gran estimador del corazón femenino, hablando sobre todo de Santa Teresa: que las mujeres formulan con su delicadeza de alma, pensamientos tan inefables que nosotros apenas los percibimos. Una ele ellas ha de ser quien les revele santamente la Religión de la Humanidad. ¡Y cuán digna sería esa sublime em- presa de la inspirada autora ele la vida de San Francis- co de Asís! Si lo quisiera, ella podría llenar en nuestro tiempo una misión análoga á la de Santa Teresa en el suyo, pero de más alcance social, por ser ahora la época ele la redención final del género humano. Penetrada esa noble mujer del verdadero espíritu del Positivismo, todos sus trabajos tendrían honda eficacia de santidad. Su vi- gorosa elocuencia, de índole verdaderamente apostólica, después de haber convertido á todo el sexo amante y á — i7 — muchos hombres de España, iría hasta París á arreba- tarles á los escritores de la inmoralidad el valioso apoyo que ella les prestara en un momento de extravío. Cuan- do eso hizo, pensó sin duda que podría mejorarse la so- ciedad con las horrendas pinturas de la anarquía actual. Pero ahora les diría á los tales descaminados escritores, que así, lejos de aliviarse el mal, se le ahonda mucho más, y que solamente por la idealización del bien es da- ble perfeccionar al mundo. Llarnaríalos á que, si desean sinceramente la purificación y engrandecimiento de nues- tra especie, se dediquen á propagar en forma estética la Religión de la Humanidad que es la suprema gloria de París, aunque esté allí velada todavía. Mostraríales que siendo, como escritores franceses, los más leídos en to- das partes, se hallan más obligados que los demás á ela- borar santos libros que iluminen las almas y les infundan aliento para perseverar en la virtud. De no hacerlo así, atentarían contra los altos destinos religiosos de París, que debe velar por la felicidad dul mundo entero. Y mo- ralmente serían los más culpables de los hombres, por- que las malas acciones tienen, en cierto modo, campo y tiempo limitado; pero los malos escritos pueden, multi- plicados por la imprenta, extenderse al infinito y enve- nenar pueblos y siglos. Con profundo conocimiento de la naturaleza humana declaraba Aristóteles que el que se permite decir cosas obscenas está muy cerca de per- mitirse ejecutarlas. No menos penetrante era San Pablo cuando enunciaba que las malas conversaciones destru- yen las buenas costumbres. Peor aún son las malas lectu- ras, porque el vicio se infiltra entonces sistemáticamente y roe en lo íntimo del alma las raíces del bien. Esforcé- monos, pues, en conversar siempre de lo que ennoblezca CARTA 2 el corazón, con mayor razón en leer solamente eso, y no escribamos nunca impurezas, sino lo que de algún modo tienda á santificar á nuestra especie. Como un mal libro puede degradar las almas, un buen libro puede enalte- cerlas y darles esa inquebrantable firmeza moral que persiste en la labor altruista hasta exhalar religiosamen- te el último aliento en el seno de la Humanidad. E s menester trabajar con noble emulación por condu- cir á nuestra especie á sus más gloriosos destinos. La existencia humana debe ser, no una egoísta lucha, sino una altruista cooperación espiritual y material sobre el planeta entero, haciéndose cada vez más perfecta en la serie indefinida de los tiempos. Altamente ha de concu- rrir la generosa y enérgica España á la obra universal. E l escepticismo no puede echar raíces en esa ilustre na- ción. Cuando más, está allí de paso, someramente. Los escépticos españoles son naturalezas ardientes que han dejado la antigua fe, porque no responde ya á la evo- lución del género humano. Pero ellos no se gozan, en manera alguna, con la incredulidad, y están ansiando por una nueva fe más completa que la antigua, que pro- duzca convicciones inmortales y que impere gloriosa- mente en toda la Tierra. Entre esos dignos seres de pasa- jero escepticismo y que llevan en el fondo del corazón las más levantadasaspiraciones, descuella Ud., mi querido señor Valera. Por eso ha deplorado vehementemente, en el notable libro suyo a que ya hice referencia, el poderoso auxilio que fué á prestar, en mala hora, su excelente ami- ga y distinguida compatriota, á los descaminados escri- tores ele París. Si en su escepticismo actual se halla Ud. poseído ele tan virtuosos deseos y es tan enérgico para defender la fueros sagrados de la moral y el destino pu- — i9 — rificador de las letras, ¡con cuánta grandeza de alma no llenaría Ud. su misión social bajo la Religión de la Hu- manidad! Entonces le viéramos desplegar á Ud. esa for- taleza de santidad que impulsa triunfalmente á los hom- bres por los senderos de! bien. Sus religiosos consejos despertarían á los corazones adormecidos y salvarían á los extraviados. La ilustre española, amiga de Ud., hoy paralogizada, no sabría desoír los luminosos llamamien- tos positivistas que Ud. le hiciera. De seguro que ella pondría su brillante pluma al servicio de la Religión de la Humanidad. ¡Y cuántos de los vigorosos obreros espi- rituales de la Madre Patria no seguirían las santas hue- llas por Ud. trazadas en su valiente marcha hacia el su- blime porvenir de nuestra especie! Pero en la juventud española encontraría Ud. las naturalezas más solícitas de escuchar sus enseñanzas altruistas. Los espíritus ardien- tes que en edad temprana gozan ya con el trabajo, pero que hacen hoy labor errónea, se convertirían, por el ben- dito influjo de Ud., en esforzados apóstoles de la Reli- gión déla Humanidad. Como no cabe en ellos la pusila- nimidad, cuando se les muestre el verdadero camino han de lanzarse por él con irresistible denuedo. Todavía hay otra esfera de acción en que la autoriza- da palabra de Ud. tendría mucha eficacia. ¿Ouién, en verdad, podría dirigirse mejor que UcL, mi querido señor Valera, al sacerdocio católico español? Noblemente ha defendido Ud. sus gloriosos antecedentes entre tantos como lo desconocen. Cuando les hablara á los sacerdotes españoles de la Religión de la Humanidad, en cuyo seno sólo puede hoy velarse debidamente por los destinos mo- rales del mundo, habrían, pues, de escucharlo con respe- to. Y los que estuviesen dotados de verdadero celo espi- ritual se incorporarían altruístamente en la nueva fe. Ella santifica más que la antigua, y eso fuerza á aceptarla. Por tal motivo se hacen las transformaciones religiosas bené- ficas al género humano. Así se convirtió el gran San Pablo, si bien él fué, en seguida, el creador efectivo del Catolicismo, pues, como el más alto intérprete de las ne- cesidades de su tiempo, formuló netamente y del modo que ha prevalecido, lo que era sólo una tendencia vaga. Al presente los discípulos de ese ilustre apóstol que se- pan comprender su famosa sentencia, de que la letra mata y el espíritu vivifica, han de consagrarse por com- pleto al servicio ele la Religión de la Humanidad. Si él pudiera resucitar hoy, sería el primero en persuadírselos. Oue hayan permanecido adictos al Catolicismo, aunque ya fuera insuficiente mientras no había otra cosa que oponerle más que el escepticismo, se comprende y es muy natural. Eso les honra aun como prueba de que con- sideraban el orden moral por encima de todo. Pero des- de que la fe positiva está fundada, ya no es dable que- darse en la fe teológica. Las doctrinas son para el género humano y no el género humano para las doctrinas. Como el Positivismo se presente ahora á continuar la labor re- ligiosa del Catolicismo, en forma mucho más perfecta, es preciso saber convertirse, sobreponiéndose á todo escrú- pulo teológico, y cooperar noble y enérgicamente á la suprema reorganización espiritual del mundo. Los templos, tan amortecidos al presente con el teo- logismo, necesitan ser vivificados por la Religión de la Humanidad. E s indudable que si muchos se han alejado de ellos y si los que acuden lo hacen en su mayor parte tibiamente, eso se debe á que ya no alumbran ni forta- lecen las almas. Allí no resuenan, en efecto, las solem- nes lecciones de la vida que guíen á los hombres en nuestro medio social. Lo que ahora se dice en los tem- plos no responde de modo alguno á la evolución espiri- tual que alcanzamos. Hay que informarlos, pues, con el Positivismo, y entonces los frecuentarán solícitas las al- mas para retemplarse en sus múltiples deberes altruistas. La Religión de la Humanidad abarca por completo nues- tra existencia. Tan sublime doctrina tiene verdaderos con- sejos para todo; para la vida privada y la pública, para la industria, la ciencia y el arte. Como suprema religión que es, nada queda fuera de sus dominios. Ella viene á presidir santamente los destinos del género humano en nuestro planeta. La conducta de todo individuo, cual- quiera que fuere su condición social, reviste, bajo el Posi- tivismo, un carácter esencialmente religioso. Ningún trabajo puede dejar de converger á la Humanidad, cuyo servicio y glorificación permanentes han de constituir el objetivo universal. En la actividad sociocrática ya no hay antinomias. El cielo debe realizarse en la tierra. Lo verdadero, lo bueno y lo bello se funden en la Humani- dad y resplandecerán en creciente armonía. El Positi- vismo es ciertamente la síntesis final que instituye un progreso incesante del conjunto de nuestra especie hácia un orden cada vez más perfecto. Por eso debe instalarse en los templos de las diversas naciones para dirigir reli- giosamente, desde esas cimas morales, á todo el género humano en la serie indefinida de los siglos. La suprema doctrina fundada por Augusto Comte no es una creación arbitraria, como lo suponen algunos, sino una creación orgánica é imperecedera. Los tiempos estaban preparados para que surgiera la fe universal. Por todas partes se la esperaba y habíanse hecho varias tentativas, aunque infructuosas. Cúpole á AugustoComte la gloria insigne de encontrar la solución definitiva del gran problema religioso. Él no inventó su doctrina en el sentido de que ella no tenga precedentes. Entonces su obra hubiera sido facticia. Pero ella es indestructible, porque sus raíces se extienden á través de toda la his- toria por lo más selecto de nuestra especie, arrancando desde el fetichismo primitivo. La Religión de la Humani- dad nos hermana santamente con todas las creencias que se han propuesto moralizar á los hombres, según los medios adecuados á las diversas épocas y países. Dentro de esa maravillosa doctrina se establece, pues, la gran concordia universal entre todos los pueblos y entre todos los tiempos. Verdaderamente sublime es el momento de la evolución social en que nos ha sido dado vivir. Las nie- blas que envolvían el mundo espiritual se han disipado. El Positivismo resplandece sobre el mundo y cubre con su bendición á todas las almas generosas. A esa fe altruista se han de elevar los hombres desde las diversas doctrinas que todavía subsisten. Positivistas serán los católicos, los protestantes, los mahometanos, los discípulos de Budha, los de Confucio y los fieles de las demás creencias. Y esta conversión universal á la Religión de la Humanidad se efectuará sin renegar de lo pasado, antes, por el con- trario, venerándolo. Déjase lo que se profesaba, no por- que sea malo sino porque es insuficiente para unificar á toda nuestra especie en santidad, lo cual sólo puede ser realizado por el Positivismo. Transformarse así es ha- cerse más religioso. Según la medida de su altruismo irán convirtiéndose los hombres y los pueblos á la fe posi- tiva, salvo los que no tengan conocimiento de ella por- que aún no les hubiere sido predicada. Pero saber de la Religión de la Humanidad y no aceptarla, implica seque- dad de alma. No diré que esta sequedad fuere congènita del individuo que no se convierta, mas tal es su estado moral por el momento. Verdad es, que naturalezas com- pletamente desprovistas de unción durante cierto tiempo pueden ser en el fondo muy predispuestas á las nobles cosas. Esas, si hubieranpermanecido alejadas de la Re- ligión de la Humanidad, mientras adolecían del corazón, una vez libres ele su mal, se incorporarán en ella vehe- mentemente y serán sus más enérgicos servidores. La Religión de la Humanidad, si respeta y protege noblemente el pasado, viene, sobre todo, á edificar el porvenir, y para esta sublime empresa, reclama el con- curso de las almas virtuosas, donde quiera que se hallen. Ya no es dable obstinarse en las antiguas creencias con perjuicio de la fe altruista, de que dependen los gloriosos destinos del mundo. Más censurable aún sería el conti- nuar yaciendo en el materialismo, donde han caído innu- merables seres en estos tiempos de transición. Ellos no tendrían en adelante excusa que valga, si rehusaran so- meterse á la Religión de la Humanidad. Sólo una deseo- munal soberbia podría ocasionar esa innoble rebeldía con- tra los verdaderos destinos de nuestra especie. Pero de ninguna manera procederán así, por más sumidos que se hallen en el materialismo, los que fueren susceptibles de veneración y de bondad. Estos resucitarán vigorosa- mente de su pasajera muerte moral, empeñándose con invencible aliento en difundir el Positivismo para santifi- car al mundo. Hombre alguno que albergue la genero- sidad en su corazón, podría estarse indiferente en medio de la profunda anarquía actual. Y en vez de lanzar que- jas y protestas que nada remedian, hay que cooperar sin vacilaciones á la gran labor regeneradora. Cimentando la Religión de la Humanidad puede únicamente conse- guirse la armonía universal. Todo trabajo fuera de esa vía es perdido. Creen algunos que el Positivismo carece de funda- mento racional, porque reconoce á la Humanidad como el verdadero Ser Supremo. Desde luego, conviene apar- tar un equívoco, y es el de suponer que se mira como tal á la masa entera de los hombres, cuando es sólo al conjunto continuo de los séres convergentes. Los que divergen con sus pensamientos y sus obras, 110 son in- corporables al Gran Ser Colectivo. Y que la Humani- dad bajo esa forma no es una vana abstracción, sino el Ente Supremo que debe presidir la vida de todo indivi- duo, es ele evidencia incontestable para quienquiera que no esté ofuscado. Aquellos mismos que ahora la nie- gan, porque 110 saben verla, llegarán tal vez á contem- plarla en toda su majestad cuando se les desvenden los ojos del alma. Entonces comprenderán cuán extraviados estaban suponiendo que era una ilusión el Gran Ser Co- lectivo. Ilusión sí que es la existencia independiente del individuo, porque no hay persona que no sea un produc- to de la Humanidad, en la cual puede llegar á incorpo- rarse por sus servicios, ó degenerar, por el contrario, en dañoso parásito. Tan cierto es que la Humanidad cons- tituye el verdadadero Sér Supremo que sólo bajo ella pueden coordinarse debidamente todas las Patrias y to- das las Familias. Estos séres colectivos son también de vida más real que los individuos, porque ningún hombre, en su condición de tal, podría existir sin la influencia cívica y doméstica. Moral, intelectual y materialmente, toda persona deriva de la Familia, como ésta de la Pa- tria y ésta de la Humanidad. Esta última es el Gran Sér que todo lo abarca y lo regla en el orden social. La vida del individuo es formada del conjunto de sus relaciones con la Familia, la Patria y la Humanidad. El hombre considerado aisladamente no existe. Por eso el indivi- dualismo es una aberración. La realidad de nuestra exis- tencia, nuestro verdadero destino, consiste en vivir para los demás. Afectos, ideas y actos deben fundirse en la sociedad. Nadie ha de perfeccionarse á sí mismo por satisfacción propia, sino para servir mejor á nuestra es- pecie. La moralidad altruista debe imperar en todas las almas. Es preciso saber vivir y morir en el seno de la Humanidad, glorificándola incesantemente. Todo lo re- clama y lo merece ese verdadero Gran Sér. Como nues- tras fuerzas sean limitadas y lo que se emplea en un sentido se pierde en otro, velemos severamente sobre nuestras menores intemperancias espirituales. Cualquie- ra tendencia teológica á salir de nuestro planeta y de la Humanidad ha de mirarse como una exaltación del or- gullo, cual arranque irreligioso. Todas las emociones del corazón, todas las meditaciones de la inteligencia, todos los actos de la voluntad deben converger exclusivamente hacia el bien social sobre la Tierra. Ningún culto puede hacer al hombre más religioso que el culto á la Humanidad. Y ¡cuán errados están los que afirman que esto tiende á envanecerlo, creyendo que es adorarse á sí mismo! Lo que se adora en el culto á la Humanidad no es el individuo sino el Gran Ser colecti- vo, al cual sin duda puede llegar á incorporarse cada adorador por sus virtudes. Pero esto, lejos de despertar el egoísmo es santamente benéfico y realiza con más efi- cacia que nunca el fin de toda adoración verdadera. ¿Qué se ha buscado, en efecto, con ella bajo cualquiera de las formas religiosas que aparecen en los anales del género humano? E s indudable que la unión moral del adorador con el sér adorado. Mientras más completa es esa unión, más perfectas se hacen las almas. Por otra parte, la ado- ración ha supuesto siempre cierta semejanza entre el adorador y el sér adorado. De otro modo no podría veri- ficarse. Sondéese con impacialidad la historia y se verá que toda adoración ha sido formada por la elevación del alma hacia tipos humanos más ó menos idealizados. Ado- rar es encenderse en los más nobles afectos, en las aspi- raciones más generosas. Ello es un medio eficacísimo de preparar y fortalecer á los hombres para las buenas ac- ciones. De ahí que todas las religiones hayan insistido tanto sobre la adoración. Descuidarla sería apocar en los corazones la energía altruista. Mas el Positivismo insti- tuye ahora la más pura de las adoraciones, la que ha de producir más frutos de santidad. Todos han de tratar ele unirse religiosamente con el Gran Ser colectivo. Eso acrecentará cada vez más el altruismo, y los tiempos glo- riosos de eterna ventura brillarán sobre la tierra. ¿Por qué no conservar á Dios en la Religión de la Hu- manidad? se ha dicho varias veces. Porque ese concepto ya cumplió su misión social y está agotado. No cabe, pues, mantenerlo aún y sobre todo desde que el concepto de la Humanidad lo ha sustituido con ventaja. Además, na- die hasta ahora ha podido establecer dialécticamente el concepto de Dios. Más todavía, él es completamente ab- surdo. Pero como cimiento de la moral, ha prestado grandes servicios y todo el tiempo que fué necesario en ese sentido, era indispensable que subsistiera. El mismo Kant, que lo deshizo racionalmente con lógica incontro- ver t ib le , dejólo en vigencia prácticamente como fuente de los deberes. Cuando meditaba el filósofo de Kcenisberg no e s t a b a fundada aún la sociología, esta ciencia constitui- da después por Augusto Comte, y que nos ha revelado al Gran Ser colectivo como la suprema existencia del or- den moral. La Humanidad cimenta, pues, ahora, los debe- res mucho más sólidamente que Dios, dándoles, á la vez, un carácter más altruista. Imperativamente nos los pres- cribe, y hemos de saber cumplirlos. No habrá alma noble que intente resistir á los mandatos religiosos de la Huma- nidad. ¿Qué digo de resistir! si han de ser los buenos los que mejor defiendan y pactiquen el Positivismo. Ellos son demasiado abnegados para que vacilen tímidamente en cambiar de doctrina, cuando así lo requiere el perfeccio- namiento religioso de nuestra especie. No creo que Ud , mi querido señor Valera, cuya alma es tan generosa y enérgica, fuera á quedarse detenido en el teologismo, siéndole dado prestar en el Positivismo servicios de gran trascendencia para la felicidad del mun- do. Tal vez se siente Ud. ahora intimidado por las bur- las del escepticismo, como que hasta Ud. mismo, conta- giado por él, suele reírse. Pero eso no puede prevalecer contra el virtuoso temple de su corazón. Ud,anhela por que nuestra' especie se eleve á sus más altos destinos y sea verdaderamente feliz. Y a me parece, pues, ver enca- minarse á Ud con inquebrantable resolución hacia el Positivismo, triunfando de todas las sugestiones escép- ticas. Nada de lo que tienda á ennoblecer las almas y á perfeccionar el orden social merece burlas. Hasta los más toscos fetiches son dignos de respeto, por cuanto consti- tuyen el principio de la cultura moral, la simiente de la verdadera civilización. Por ahí ha comenzado el género humano su educación religiosa, que desenvuelta paulati- namente á través del politeísmo y del monoteísmo llega al fin al Positivismo. A los que se hallen todavía en ca- mino, es menester ayudarlos á proseguir hasta la fe uni- versal, sin zaherirles sus creencias de transición. Lo único reprobable son los estados irreligiosos del alma, en que se mira en menos la cultura del altruismo. Mas entonces debe emplearse una noble censura y jamás la ironía. Esta última no ha efectuado ningún progreso mo- ral en el mundo. Y la ironía no sólo no enmienda á nadie, sino que desmejora al mismo que la usa, haciéndole perder la unción, que es requisito indispensable para que todo consejo sea realmente eficaz. Á fin de moralizar á los hombres, lo que más importa es la predicación del altruismo. Cuando éste prende en las almas cúmplense denodadamente los más difíciles de- beres. Así lo han comprendido por intuición maravillosa todos los grandes directores religiosos del género huma- no, empeñándose por tanto, más que en excitar el temor, en despertar el amor. Pero nadie lo había aconsejado con la claridad y firmeza que Augusto Comte. Los obre- ros espirituales que quieran hacer labor fecunda han de emplear, pues, un santo lenguaje que encienda en los co- razones los más virtuosos afectos. No hay egoísmo que valga contra las emociones generosas. Estas triunfan ne- cesariamente. El altruismo tiende á unir cada vez más á los hombres en el espacio y el tiempo. Á él se deben los verdaderos progresos de nuestra especie. Brilla primero el altruismo en el seno de la Familia, y sacándonos de nuestra personalidad y del momento actual, nos hace vivir con nuestros ascendientes y descendientes domésticos. Extiéndese después á la Patria, y entonces respetamos su pasado, servimos su presente y velamos por su porvenir. Dilátase en fin á la Humanidad, poniéndonos en supre- ma comunión moral con todas las naciones y con la Prio- ridad y la Posteridad universal. Esa es la marcha seguida por el altruismo en su desenvolvimiento histórico; pero una vez llegado á la cumbre, instálase allí como en su centro para presidir todo el orden social. E l amor á la Humanidad conviértese, pues, en el sentimiento religioso por excelencia, que dirige subordinánselos el amor á la Patria y el amor á la Familia. Mediante esos tres amores se eleva el hombre cada vez más de la personalidad á la sociabilidad. Y cuando hubiere conflicto entre ellos, es in- dudable que debe prevalecer el de la Humanidad sobre el de la Patria y el de ésta sobre el de la Familia. La pre- ferencia inversa que Ud. ha creído encontrar, mi que- rido señor Valera, en la morai positivista y que la viciaría por completo, no responde á la realidad de las cosas. Si nuestra fórmula es, vivir para los demás, la Familia, la Patria, la Humanidad, no se quiere significar con esto el orden de primacía, que es al contrario, sino sólo la ma- nera como se desarrolla el altruismo. Pues el que no fue- re capaz de amar la colectividad doméstica, menos podría amar la cívica y mucho menos aun la universal. En gra- dual evolución va el individuo del amor más limitado al más alto. Pero la Humanidad se cierne cual glorioso Ser Supremo rigiendo todas las Patrias y todas las Familias. Tal es el verdadero espíritu del Positivismo. El triunfo de esta sublime doctrina se hace esperar de- masiado á causa de la escasez de abnegados obreros es- pirituales. La Europa está hoy militarizada cual nunca y con la amenaza de tremendos choques de pueblos, á pesar de que la guerra repugha, en el fondo, á nuestra sociabilidad. Tan deplorable situación no puede ser re- mediada por el teologismo. Y éste no sólo es impotente contra el mal sino que sirve aun para cohonestarlo. No há mucho que el director político del pueblo que más in- fluye ahora en el estado anormal de la Europa, pretendía sincerarse de un grande atentado contra la Humanidad, declarando públicamente, que él tenía su conciencia tran- quila ante su Patria y ante Dios. Sin duda que bajo el punto de vista teológico nada hay que reprocharle; pero bajo el punto de vista sociológico su conducta es bien culpable. En efecto, la torpe expropiación de la Alsacia y la Lorena ha hecho que la Francia malgaste su vitali- dad con la preocupación de recuperarlas, cuando sin el tal despojo ese gran pueblo se hubiera consagrado de lleno á su misión universal. Todavía es tiempo de repa- rar la enorme falta, pues corno Alemania devuelva lo que detenta injustamente, Francia miraría eso cual signo de eterna concordia, olvidando con su generosidad ca- racterística los sinsabores que pasó. En todos los pueblos anhelan esa devolución las almas que se interesan por los destinos del género humano. Varios la han pedido aun en sus escritos, siendo de los más fervorosos y perseve- rantes en hacerlo un ilustre español. Pero ello será tal vez inútil mientras no se invoque religiosamente el sagrado nombre de la Humanidad. Asociados en la fe altruista todos los que aspiran á la armonía universal, nuestra re- presentación tendría tal majestad que la Alemania se ve- ría moralmente arrastrada á devolver á la Francia sus provincias. Triste cosa es que el gran centenario se acer- que sin que aun impere en París la Religión de la Hu- manidad. Esta sublime doctrina corona las generosas aspiraciones de los hombres del 89, peio eliminando del todo el espíritu revolucionario de entonces. La redención final de nuestra especie ha de realizarse de un modo or- gánico, sin negativismos ni violencias. Sólo venerando dignamente al pasado puede edificarse el glorioso porve- nir. Cuando el invencible proselitismo de la nación fran- cesa esté al servicio de la Religión de la Humanidad, no tardará en constituirse el régimen normal. Y en la ciu- dad de París se resume espiritualmente ese gran pueblo, como también el mundo entero. Lo que ella fuere, eso será toda la Tierra. Ningún pueblo reconoce más de buen grado la supre- macía incontestable de esa gran ciudad que el pueblo es- pañol. Y eso con ser él mismo tan ilustre y de carácter tan enérgico y digno. Es que el pueblo español tiene la verdadera grandeza de alma que no se empequeñece nunca con el orgullo. Siempre está abierto su corazón á todo lo que es noble y generoso. En su abnegada índole es á veces demasiado severo consigo mismo, al paso que sóbrale indulgencia para los demás. Siendo así, había, pues, de reconocer espontáneamente, como lo ha hecho, sin ninguna especie de celo, la jefatura espiritual de Pa- rís. Defectos tiene por cierto esa gran ciudad, momen- tos aun de eclipse; pero como los pueblos, lo mismo que los individuos, han de juzgarse más por sus bondades que por sus imperfecciones, salvo que éstas superen á aqué- llas, la capital de Francia resplandece, á pesar de todo, como la metrópoli humana. Los que allí piensan y es- criben, penetrados del verdadero espíritu de París, lo hacen como servidores de nuestra especie entera, sin- tiéndose ciudadanos de todas las naciones y velando por la felicidad universal. Por eso su influencia es tan grande en todas partes. Y de los primeros en dejarse persuadir por los escritores franceses, son los españoles. Pero cuando aquellos propagan el escepticismo, síguenles éstos de mala gana y deplorando tal clescaminamiento. Sólo con las convicciones profundas se hallan bien los espa- ñoles. Entonces desplegan todo su vigor é intrepidez. De ahí que tan luego como la Religión de la Humani-dad se instale en el pueblo ibérico, han de surgir en él los nuevos San Ignacio y Santa Teresa. Con sublime perseverancia defenderán la fe altruista hasta hacerla triunfar en todos los dominios de la lengua castellana. Y a de suyo este gran movimiento religioso de la Espa ña reaccionará con el sólo ejemplo sóbrelas demás nacio- nes del Occidente. Mas es tan poderosa la vitalidad moral de ese ilustre pueblo, que de su seno saldrán arden- tísimos apóstoles á predicar la fe altruista por Francia, Italia, Inglaterra y Alemania. En París, sobre todo, ha de resonar la enérgica y luminosa palabra de muchos santos obreros españoles. Ellos serán de los más esforza- dos en levantar la gran ,ciudad á todo su esplendor re- ligioso. Cuando París sea ya una verdadera encarnación de la sublime doctrina de Augusto Comte, y estando además convertido todo el Occidente, fuere, por tanto, el momento de llevar la fe altruista al Oriente, se distingui- rán en esta gloriosa misión los apóstoles españoles. Cual nobilísimos heraldos de la concordia universal, han de ser recibidos por los discípulos de Mahoma, de Buclteiy de Confucio. No irán ellos, como sucede con las absurdas misiones de hoy, á enseñar una fe teológica ya muerta en el mismo Occidente é incapaz de apreciar á esos tres grandes hombres, sino una fe positiva y eterna, la Reli- gión de la Humanidad. Esta doctrina suprema, lejos de desconocer á Mahoma, Budha y Confucio, se los in- corpora venerantemente como á egregios precursores. La sublime unión entre el Oriente y el Occidente, bajo la Religión de la Humanidad, se efectuará ciertamente con la decisiva cooperación de los invencibles apóstoles españoles. Bendiciones sin fin glorificarán su sacrosanta labor. Al presente, las grandes almas españolas, aunque no están penetradas todavía de la Religión de la Humani- dad, se hallan impacientes por lanzarse á edificar el glo- rioso porvenir de nuestra especie. No saben ser ellas pesimistas, en medio de la profunda anarquía actual, porque son demasiado generosas. De ahí su fe incon- trastable en el perfeccionamiento de nuestra especie. Sus vacilaciones sobre la verdadera manera de progresar de- penden sólo de que no les es dable, en su alto espíritu de justicia, renegar del pasado. Veneran de corazón sus grandes virtudes y sus glorias inmortales para que fue- ran á desconocerlas. Por eso, ante los ingratos anatemas de tantos falsos progresistas contra el pasado, hállanse las grandes almas españolas como desconcertadas. Así no conciben ellas el progreso. Tan grosero y desleal modo de sentir repugna á su noble conciencia. En cuan- to al Positivismo, bajo su aspecto filosófico, no les sa- tisface tampoco. Lo encuentran, además de frío y seco, insuficiente. Comprenden que sólo con filosofía no pue- dejí dirigirse al mundo. Y si no fuera más que eso el Positivismo, tendrían razón en no convertirse. Pero no es así. La Filosofía Positiva fué sólo un trabajo preliminar de Augusto Comte. Su verdadera doctrina es la Reli- gión de la Humanidad, que por culpa de varios infieles discípulos, sobre todo, de un afamado lexicógrafo, había permanecido oculta. Previendo el Maestro que la pro- CARTA 3 paganda puramente filosófica que ellos hacían iba á re- tardar el triunfo de la fe altruista, llegó á juzgarse á sí mismo con sublime severidad. Declaró, en efecto, que, aunque hubo de elaborar su Filosofía, no debió publi- carla sino como documento del proceso de su propio espíritu en la excelsa empresa, y mucho después que hubiera aparecido su Política, donde instituye la Reli- gión Universal. Ciertamente que entonces el Positivis- mo, bajo su forma completa de doctrina viviente y eterna, se habría apoderado luego de todas las nobles naturale- zas, y en especial, de las grandes almas españolas. Pero si demora ha habido, razón de más para concurrir ya con intrépido aliento á la labor suprema. La entereza y la perseverancia, movidas por el altruismo, todo lo ven- cen. En la fe positiva encontrarán las grandes almas españolas lo que requiere su carácter ardiente, grave y generoso, es decir, las convicciones profundas, los altos propósitos, las esperanzas infinitas. Cual invencibles con- quistadores morales han de penetrar en los gloriosos dominios del porvenir. No habrá escepticismo que les resista. Y no sólo disiparán el escepticismo sino tam- bién el teologismo, donde dormitan muchos que no han sido vivificados aún por la Religión de la Humanidad. Aunque Ud., mi querido señor Valera, percibe y ad- mira la grandeza del Positivismo, encuentra no obstante, que su moral está mal cimentada. La halla además muy semejante á la cristiana con la diferencia de que á ésta le supone Ud. base sólida. Respecto á la analogía en los consejos de una y otra, ello es indudable, y todas las morales que ha habido tienen un fondo común, así la de Budha, como la de Confucio, la de Aristóteles, la de Epic- teto y demás preceptores de los sentimientos y las eos- tumbres. Eso depende de que la fuente efectiva de la moral está en el altruismo inherente á la naturaleza hu- mana. Y todos los preceptos han sido precedidos por el ejemplo. Antes que se aconsejara la probidad hubo hombres probos; antes que se aconsejara la castidad, los hubo castos; antes que se aconsejara la santidad, hubo santos. Después de las buenas acciones practicadas es- pontáneamente bajo los impulsos del altruismo por cier- tos individuos, si no durante toda su vida, al menos en períodos de ella, han surgido las reglas que las prescri- ben á todos los hombres en el curso entero de su exis- tencia. Esas reglas hubieron de elaborarse cada vez mejor á medida que avanzaba la evolución social; pero la inspiración que las dictara partía siempre de los sen- timientos generosos del alma humana. Ud. que es tan versado en la historia de nuestra especie, sabe demasia- do bien que no hay precepto alguno del cristianismo que no existiera antes de él. Producto natural del desarrollo del género humano es esa doctrina, y si así no fuera no habría tenido la menor eficacia social. Lo que hizo el cristianismo fué formular con más precisión y darle ma- yor intensidad á lo que ya se había aconsejado. El mun- do estaba preparado para eso. Y el gran César, pacifi- cando á los pueblos bajo el imperio de Roma, fué el inmediato precursor político de la reorganización moral de entonces. A su vez, el más grande obrero de esa reorganización es el incomparable San Pablo. Mientras que los discípulos de Jesús, fieles al espíritu, más nacio- nal que universal, de éste, se quedan en el medio social hebraico, el que ha sido llamado el apóstol por excelen- cia se lanza á moralizar el mundo entero. San Pablo ni siquiera conoció á Jesús, pero aceptóle como el tipo del Cristo anunciado en los libros judíos, y combinando la tradición teocrática de Moisés y los Profetas con la evo- lución greco-romana, dió vida á lo que debió llamarse en justicia paulinismo y no cristianismo. Pero el nombre de catolicismo con que se le ha designado también, res- ponde á la sublime aspiración del apóstol de unir á todas las naciones en la misma fe. El creyó sin duda recibir por revelación del Cristo la nueva doctrina, cuando en sus extásis altruistas le parecía oír voces que se la per- suadían. Eran las emociones de su propia alma que se objetivaban. Operándose en su sér una crisis tan pro- funda como la que había de convertirlo en el órgano culminante de la gran evolución moral de su época, nada tiene de extraño que llegara á oír palabras y ver imágenes sin realidad exterior. Y que él las creyera efectivas es muy explicable porque, dada la mentalidad teológica de entonces, se suponía existentes fuera de nosotros á séres puramente subjetivos, como los dioses, los demonios y otros. Con nuestra mentalidad positiva es muy fácil ahora rectificar el alma, si emociones inten- sas objetivan lo interior. Ello nos permite además redu- cir á su verdadero valor el sobrenaturalismo, por el cual se hancreído influidos los hombres, y de modos muy diversos, en el largo curso de la evolución teológica de nuestra especie. E l sobrenaturalismo no es, en efecto, más que una creación del espíritu humano que hubo de concebir primero bajo esa forma, el orden moral y el material. La multitud de séres benévolos y malévolos que se condensaron después en Dios y el Diablo, son crea- ciones del altruismo y el egoísmo cerebrales. Estos mismos elementos han imaginado todos los cielos é in- fiernos. Lo cierto es, pues, que el buen principio y el mal principio están dentro de nosotros mismos. Cuando ama- mos somos dioses; cuando odiamos satanases. Si el egoísmo nos domina, sumidos estamos en los infiernos; si el altruismo, elevados á los cielos. El problema moral se reduce á subordinar cada vez más el egoísmo al altruismo. Eso es lo que en el fondo han aconsejado todas las religiones, aunque lo motivaran más ó menos imperfectamente con la esperanza de pre- mios y el temor de castigos. Si el Positivismo elimina ahora ese complemento, vuelto innecesario, es para darle á la moral toda su alteza. Esta religión suprema viene á trabajar sobre el mismo terreno que han trabajado sus antecesoras, es decir la naturaleza humana, y lo encuen- tra suficientemente preparado por ellas para instituir ya la educación directamente altruista. Ningún perfecciona- miento moral se habría conseguido jamás si la naturaleza humana fuera sólo egoísta. Á que es también altruista se debe el que haya sido mejorada. De otro modo sólo hu- biera existido el orden material, pero no el moral. Se ha- brían dejado de cometer crímenes por miedo, mas 1a virtud que es el triunfo del amor no se conociera. El al- truismo inherente á la naturaleza humana es, pues, la condición indispensable de toda moralidad. La función sagrada de la Religión ha sido el fortalecerlo y desarro- llarlo, prescribiendo los deberes ya en nombre de los fetiches, ele los dioses ó de Dios, según la mentalidad adecuada de los tiempos. Lógicamente no puede sus- traerse á esta apreciación el cristianismo. La base ele Dios en que él cimentó la moral fué sólida para su época, pero en la nuestra es del todo inconsistente y además muy peligrosa. Y digo esto último porque, como se inculquen los deberes en nombre de Dios y llegue á disiparse intelectualmente ese concepto, lo que sucede ahora con mucha frecuencia, derrúmbase entonces la mo- ralidad que allí se fundaba. Por eso vemos á tantos indi- viduos que, educados domésticamente en el teologismo, pierden después esa creencia en contacto con la menta- lidad pública y se lanzan á toda clase de aberraciones morales. De ellos hay quienes llegan á preconizar siste- máticamente la lujuria. Y , lo que parecería increíble, el sagrado nombre de religión ha sido aplicado por algunos, en horrenda profanación, á la práctica de la bestialidad. Contra tales desmanes que hoy enlodan cloctoralmente el mundo, el teologismo es del todo impotente. Si no ha sabido impedir que surjan y que tomen el cuerpo que alcanzan, menos sabría hacerlos desaparecer, Me refiero á las monstruosas doctrinas materialistas que hoy se ostentan pretendiéndose apoyadas en las leyes de la na- turaleza, y nó á los extravíos de éste ó aquél, pues bajo la religión más perfecta puede haber pecadores. Pero la impotencia del teologismo es respecto del aparato cien- tífico del materialismo. No sabe qué oponer á las teorías que establecen netamente el egoísmo más desenfrenado. En cambio el Positivismo se levanta sereno y majes- tuoso, y le dice al materialismo que toda su decantada ciencia es una falsa ciencia, porque mutila la naturaleza humana y desconoce la verdadera evolución social. En efecto, el materialismo no ve en la naturaleza humana más que el egoísmo, olvidando el altruismo que lo acom- paña y lo reprime, y cuya benéfica acción decide de todos los progresos reales de nuestra especie. Por eso, tan degradante doctrina, lejos de responder á la evolución fundamental del presente, no es sino una enfermedad mo- ral de algunas almas muy extraviadas. La ley esencial de la historia es que el hombre se vuelve cada vez más re- ligioso. Es decir, que el egoísmo tiende á subordinarse al altruismo, que la purificación de las almas crece ince- santemente y que avanzamos, impulsados por el amor, hacia la concordia universal. De ahí que en medio ele la anarquía actual haya surgido el Positivismo, sublime doctrina que es la expresión genuína del progreso de nuestra especie llegada á su madurez. La base que él da á la moral en la Humanidad, la consolida para siempre ele una manera inquebrantable. Ouien recibiere la ense- ñanza de los deberes en nombre de ese verdadero Gran Ser, podrá dejar de cumplirlos á veces, mas no le será dable negar la existencia de la colectividad soberana que se los impone y en la cual descansan. La imperativa dic- tadura religiosa de la Humanidad es incontestable y acce- sible á todos los espíritus. Cada individuo pertenece á una familia ligada á una patria relacionada con las demás naciones, envuelto el conjunto de las patrias y familias, en cualquier momento dado, por la serie indefinida de la labor pasada y la labor futura de nuestra especie entera. No es posible salirse de ese medio social eterno. Los mismos que durante la mentalidad teológica creyeron trabajar para otro fin, en realidad lo han hecho para la Humanidad. Aunque no les fué dado conocer las verda- deras leyes sociales, necesariamente éstas habían de cumplirse. ¿Dónde están los San Pablo, los San Agustín los San Bernardo, los San Francisco de Asís, los San Ignacio de Loyola, las Santa Teresa? En el seno de la Humanidad por cierto. Aquí es donde son verdadera- mente inmortales con esa inmortalidad positiva, fecunda, luminosa que se difunde por todas partes y enciende en los corazones, de edad en edad, los más generosos sen- tlmientos. Pero no sólo viven esa santa vida los conoci- dos, sino también los desconocidos que han sido real- mente virtuosos. Si quedan innominados en la historia, su abnegada labor, lejos de ser perdida, es altamente bené- fica. En virtud de sus múltiples y nobles influencias, aunque inadvertidas, muy efectivas y de intensísima efi- cacia, vienen ellos á formar el grueso del inmenso ejército de los defensores del altruismo, verdadera comunión de los santos que cual río inextinguible de sublimes afectos corre acrecentándose á través de los tiempos. La Humanidad, es pues, el verdadero Gran Ser, y para él han vivido de hecho todas las almas virtuosas durante el teologismo. El concepto de Dios fué sólo una preparación indispensable del concepto de la soberana existencia colectiva. Con elementos humanos fué ideado aquél; de igual modo hubo de serlo éste. Mas Dios es puramente subjetivo, aunque se le creyera objetivo, mientras que la Humanidad es tan objetiva como subje- tiva. Sin duda que la objetividad del Gran Ser social difiere de la de las cosas materiales, porque su naturaleza es de un orden más elevado. Con los ojos del cuerpo no se puede palpar á la Humanidad. Mirada así, no existe. Pero como se abran los ojos clel alma, se ve entonces al Gran Ser social en toda su imponente majestad. Dilá- tase él gloriosamente por todo el pasado y por todo el porvenir. Nada queda fuera de su augusto imperio, que ya no admite ninguna competencia teológica. El indivi- duo desaparece en presencia de la Humanidad, y si algo vale, es cuando se subordina á ella de buen grado y la sirve de todo corazón. Desconocer todavía á ese verda- dero Gran Ser es una impiedad inexcusable. Sólo vi- viendo y muriendo en el seno de la Humanidad, es dable ser ahora debidamente religioso. Después de es- forzarnos por enaltecerla durante toda nuestra existencia, hemos de entregarle devotamente nuestra alma en el último aliento. Al morir hay que fundirse santamente en la Humanidad por una suprema aspiración á que sea cada vez mejor servida y más glorificada. Tal es el mis- ticismo sociológico quereemplaza al misticismo teológi- co. Las grandes almas que en el pasado se fundieron en Dios, fundiríanse al presente en la Humanidad. Una de las que más descollaría á ese respecto es la sublime San- ta Teresa. Y como estaba dotada de un ardiente espíritu de proselitismo, haría innumerables conversiones á la / religión altruista. A los que, sumidos en cavilaciones, va- cilan en penetrar á la doctrina suprema, clijérales lo que decía á sus monjas: que no era menester pensar mucho sino amar mucho; profundo consejo que brotó de su coiv sumada experiencia en la práctica del bien. En efecto, llegará la virtud con el saber y sin el amor es imposible. Todo el orden moral queda en tinieblas cuando no se le estudia con el corazón. Para el espíritu sólo los deberes son incomprensibles. Cábele al ilustre Aristóteles el ha- ber demostrado el primero que la virtud deriva del sen- timiento y no de la inteligencia. Rebatía con esto á Só- crates y á Platón, que habían sostenido que para ser virtuoso bastaba con la ciencia. Muchos incurren toda- vía en tal error, á pesar de ser notorio que hay hom- bres doctos muy inmorales y hombres indoctos muy mo- rales. Y puesto que hablo de Aristóteles, justo es decir que él y San Pablo son los que han presidido, en cierto modo, la evolución del Occidente hasta la aparición del Positivismo. En la católica edad media influye tanto el uno como el otro. La Suma de Santo Tomás de Aquino, que es la obra por excelencia de esa época, está más in- formada si cabe por Aristóteles que por San Pablo. El Dante en su maravilloso poema en que idealiza la edad media, cuando ya empezaba la edad siguiente, apellida al venerable Estagirista, Maestro de los que saben. Reha- bilitándose de la especie de olvido en que cayera injus- tamente después, le ha dado ahora Augusto Comte el alto rango que le corresponde entre los mejores servido- res de la Humanidad. La Moral y la Política de Aris- tóteles, sus dos obras capitales, son monumentos excelsos que eternizarán su memoria bajo el Positivismo. El sublime poema del Dante constituye la más bella idealización del teologismo. Si el infierno, el purgatorio y el cielo han sido imaginados alguna vez de un modo palpable, es en el viaje del insigne poeta italiano. Esos tres dominios están respectivamente poblados por los egoístas incurables, por los que se purifican, y por los que gozan de plena vida altruista. Hállanse escalonados los primeros en descendente perversidad, elévanse los segundos gradualmente á la santidad, habitan los últimos un mundo de perfecta serenidad, diferenciándose sólo entre ellos por la mayor ó menor excelsitud del amor que los mueve, sin que surja rivalidad alguna en su armónica jerarquía. Esta concepción del Paraíso como una man- sión en que los diversas órdenes de espíritus viven com- pletamente hermanados y concurren unísonos á la misma glorificación, aunque tenida por muchos santos, nunca había sido presentada con el esplendor que lo hace el Dante. E s allí donde se complace su alma generosa, ver- daderamente digna de la celestial Beatriz. A causa de ello, el gran poeta inglés de este siglo, que con ser tan escéptico era, sin embargo, muy admirador de los altos ideales, apellidó al Dante el cantor del Paraíso, contra la opinión vulgar que lo miraba como el cantor del Infierno. E s llegado el tiempo en que el Positivismo trata de rea- lizar en la tierra esa sublime visión del teologismo. Y , si bien se mira, no existe verdadera oposición entre esas dos doctrinas. Lo que sí hay es filiación. El teologismo hubo de preparar al Positivismo. Este se absorbe ahora á aquel. Todo lo que hubiere de santo en el teologismo entra en el Positivismo, y para concentrarse exclusiva- mente en el progreso del género humano. Así la Virgen Madre, que es la más perfecta creación del teologismo, pasa á su vez á coronar el Positivismo. Ambas doctrinas quedan, pues, unidas por su punto más alto. Ni podía haber ruptura entre ellas, porque en el desarrollo efectivo de nuestra especie no cabe solución de continuidad. La Virgen Madre del Positivismo y del teologismo son intrínsecamente idénticas. Pues tanto en la una como en la otra doctrina, eso no es en realidad, sino la más subli- me idealización moral de la naturaleza humana. El teolo- gismo supuso á la Virgen Madre un hecho, el Positivismo míralo como utopía. Pero en ambos casos su verdadera importancia está en ser el tipo más perfecto de santidad que fuere dable concebir. Reúne él en efecto, la pureza sin tacha de la Virgen y la ternura infinita déla Madre. Esos dos atributos que habían sido venerados separada- mente como incompatibles, se funden al fin en el ideal su- premo de la Virgen Madre. No es posible hallar modelo de virtud que exceda á ese. Y a en el curso de la historia verifícase la experiencia decisiva que puso á la Virgen Madre por cima del Cristo. Así, debido ello, sobre todo al culto de los caballeros por la mujer, el ideal femenino prevaleció sobre el ideal masculino. Eso ha importado un trascendental progreso, como que de lo que fueren las madres dependen los destinos del mundo. Si ellas son santas, se verá santificada la sociedad. En su verdadero valor ha sido apreciado todo esto por el Positivismo. Y luminosamente fiel á la evolución religiosa, hubo de per- sonificar al Gran Ser colectivo en la Virgen Madre. Si á la nación de que somos ciudadanos la apellidamos Patria, aunque con más propiedad la nombraremos en el porve- nir, Matria, y puesto que decimos Madre Tierra por el planeta que nos lleva en su seno, muy justo es que lla- memos Virgen Madre á la Humanidad, soberana exis- tencia por cuya bendita y eterna labor se perfeccionan las ciudades, las familias, los individuos, y tiende á for- marse la concordia universal. Lo que hizo Augusto Comte á ese respecto, está liga- do á su santo amor por la incomparable Clotilde de Vaux. Después de la muerte de su amiga empezó el Maestro la elaboración de su obra capital en que ha ins- tituido la Religión de la Humanidad. El sagrado recuer- do de la virtuosa Clotilde informa todo el Sistema de Política Positiva. As i lo ha consignado el mismo Augus- to Comte en las majestuosas páginas impregnadas de sublime unción en que le dedica ese libro supremo. Bajo el inefable recuerdo de Clotilde^ medita constantemente el Maestro sobre los destinos del género humano. Todo lo contempla, al fin, dominado por el más puro altruis- mo. La mujer ocupa la cima de tan maravilloso orden de cosas, siendo la verdadera providencia moral del mun- do desde el hogar doméstico. En toda su intensidad ha experimentado eso Augusto Comte con su divina Clo- tilde. Como los muertos queridos sean inseparables de los vivos, acordábase de ella á menudo. La sentía á su lado inspirándole los más sublimes pensamientos. Veíala como la encarnación de la Humanidad que lo impulsaba afectuosamente á santificar el mundo. Llega, en fin, un momento de suprema lucidez, y el Maestro concibe en- tonces la Utopía de la Virgen Madre, y resume en ella el Positivismo. Culto, dogma y régimen, condénsanse propiamente en ese símbolo sagrado del verdadero amor. En efecto, el campo del sentimiento, el de la inteligen- cia y el de la actividad se hallan presididos bajo la reli- gión positiva por el altruismo. Tal es el santo espíritu que ha de mover la triple esfera del orden humano. Pla- cer que el altruismo gobierne al egoísmo es el objeto del culto; subordinar la matemática, la astronomía, la físi- ca, la química, la biología y la sociología á la Moral es el objeto del dogma; y orga ¡izar las diversas industrias de modo que todas converjan armónicamente al bienes- tar universal, es el objeto del régimen. En último aná- lisis, el culto consiste en sentir el amor, el dogma en conocerlo y el régimen en practicarlo. Bajo la capa escéptica en que Ud. se envuelve, mi que- rido señor Valera, hay un corazón muy noble para que fuera á desconocer el sublime alcance de la Virgen Madre delPositivismo. E s el orden moral lo que esta doctrina viene, sobre todo, á salvaguardiar y enaltecer. Las relaciones del hombre con la mujer dan la medida de ese orden. Oue hoy se hallan muy desvirtuadas no puede ser más evidente. Hasta aquello con que se pre- tende levantar á la mujer, revela que no se sabe apre- ciar su verdadera misión humana. Se la quisiera lanzar en la vida pública. Clámase por todas partes que se dé trabajo á la mujer. Pues bien, eso tiende á desquiciar ej organismo social. La verdadera solución de la gran cri- sis actual, está en la sólida constitución del hogar domésti- co, particularmente en el inmenso proletariado. Para ello es indispensable que la mujer sea ajena á todo tra- bajo en los talleres. Sólo así podrá consagrarse de lleno á su santa función moral en el seno de la familia. Por eso ha establecido el Positivismo el gran principio reli- gioso de que el hombre debe alimentar á la mujer. Y de aquí deriva la obligación que pesa sobre los patricios de dar á los proletarios un salario que les permita susten- tar sus respectivos hogares. Mas ese salario no es pago de los servicios, sino ayuda para que puedan efectuarlos. Bajo el Positivismo, tocios los trabajos materiales y espi- rituales son gratuitos. La misión del hombre, sea quien sea, es la de cooperar al bien social. No se sirve por el salario, sino que se recibe el salario para servir. La ri- queza no es personalmente de nadie: pertenece á la co- lectividad. Si se halla apropiada individualmente, es sólo para que sea mejor administrada. Todo patricio es, pues, un funcionario social que ha de esforzarse en cumplir dignamente sus altos deberes públicos, velando con solí- cito cuidado por la suerte de los proletarios. Éstos, á su vez, han de corresponder á la abnegación de aquellos con respetuosos miramientos. Y la mujer debe hallarse en los hogares de los patricios y de los proletarios alen- tando á unos y á otros en sus respectivas funciones socia- les, fortaleciéndoles en el altruismo y dándoles los goces puros de las santas emociones. Tal es la verdadera mi- sión del sexo amante. Instintivamente comprenden eso muchas mujeres, como lo manifiesta su apego á la Vir- gen Madre teológica, á pesar de todas las burlas de la impiedad. Al amparo de ese gran modelo de virtud sal- van ellas la verdadera dignidad femenina, hoy tan ataca- da. Pero cuando se persuadan de que el Positivismo ha puesto á la Virgen Madre como la gloriosa meta del progreso, como el supremo tipo moral, como la guía eterna de todos los servidores del género humano, esas nobles mujeres saldrán del teologismo, volando ahnelo- sas á la fe altruista. Por lo que á Ud. respecta, mi que- rido señor Valera, es muy caballeresco para quedarse im- pasible en esta gran lucha por el triunfo de la santidad sobre la Tierra. Y a creo verlo arrojar lejos de sí la capa escéptica que paraliza ahora los ímpetus de su generoso corazón, y lanzarse á pecho descubierto en noble defen- sa de la Virgen Madre. Es indispensable que prevalez- ca este concepto supremo para presidir la incesante pu- rificación del mundo, Con la Virgen Madre, si se glorifica á las mujeres, prescríbeseles deberes muy altos. Ellas se hallan obligadas á realizar lo más posible en sí mis- mas ese tipo sacrosanto. Si se dejasen dominar por la impureza ó las locas vanidades, faltarían impíamente á su misión religiosa de ser las creadoras de la virtud. La fortaleza altruista ha sido impuesta á todas las mujeres por el Positivismo, al honrarlas con la sublime Utopía de la Virgen Madre. Bajo la inspiración de esa Utopía ha sido elevada á toda su alteza la institución conyugal que organiza la fa- milia. El fin de procrear que se le asignara hasta aquí en las diversas religiones, queda eliminado de la verdadera destinación del matrimonio en el Positivismo. Los espo- sos se unen en santa amistad incumbiendo sobre todo á la mujer purificar el corazón del hombre. No es ya el ce- libato el estado moral más perfecto como lo declaraba San Pablo, sino el matrimonio casto como lo ha procla- mado Augusto Comte. Por eso los sacerdotes de la Hu- inanidad deben ser casados, esforzándose por realizar el más perfecto tipo conyugal. Sin embargo, en toda con- sagración positivista del matrimonio ha de aparecer el augusto carácter que da á esa institución la fe altruista. Así un mes antes de verificarse el contrato civil, tendrá lugar la promesa religiosa, hecha en nombre de la Hu- manidad, de guardar tres meses de castidad á partir de la unión legal. Verificado ese bello y digno noviciado que todos los verdaderos amantes sabrán cumplir, se pedirá el sacramento positivista que enlaza á los esposos con la sublime obligación moral de la viudez eterna. Este sa- cramento es irrevocable, salvo en los casos excepcionales de indignidad manifiesta de uno de los cónyuges. Desli- gado quedará entonces del compromiso de la viudez el sobreviviente y podrá obtener del sacerdocio una nueva consagración matrimonial, pero jamás después de una segunda viudez. Todo esto se refiere al orden religioso, pues en el orden civil queda expedito el campo para efec- tuar cuantas veces se enviude el pacto conyugal. Res- pecto del divorcio completo, ni civilmente cabe consen- tirlo porque desquiciaría la institución matrimonial. El Estado, si ha de ser menos exigente que la Iglesia, no por eso le es dado bajar de ciertos límites requeridos por el buen orden de la sociedad. Autorizando nuevos ma- trimonios en vida de los cónyuges, desorganizaría la fa- milia. Una sola excepción podría aceptarse, y es cuando alguno de ellos hubiese sido condenado á pena infaman- te. Lejos de debilitar la monogamia, que es tan alta glo- ria del progreso humano, debiera tratarse de consolidarla más aun. Cambiar de cónyuge en vida, aunque fuera per- mitido en lo antiguo, hoy no es tolerable. Remontando más todavía el curso de nuestra civilización, no sólo civil sino religiosamente se hallaba autorizada la poligamia. En la evolución fundamental de nuestra especie se ha ido, pues, avanzando hacia un orden cada vez más perfecto y no es dable ahora retrogradar. Por eso civilmente la mo- nogamia tiene que ser indisoluble en vida de los cónyu- ges, y religiosamente aun después de la muerte de uno de ellos. Tal es la doctrina dei Positivismo sobre el ma- trimonio. Y cierto estoy que ha de encontrarla Ud., mi querido señor Valera, muy digna de prevalecer y de con- tar con el decidido apoyo de todas las almas que anhelen por la ascensión moral. Cuando la familia corría riesgo de ser disuelta á los embates del grosero materialismo, viene la fe altruista á cimentarla para siempre, elevándo- la á todo su esplendor. Merced al Positivismo, el hogar doméstico saldrá triunfante de entre las oleadas de la anarquía que amenazaban sumergirlo. La mujer ha de ser la sacerdotisa de la familia, representando allí el más glorioso atributo de la Humanidad, el amor, bajo cuyo sagrado influjo todo se ordena y enaltece. El tipo supre- mo de la Virgen Madre que simboliza al Gran Ser, debe tener en las madres, esposas, hermanas é hijas de los di- versos hogares, encarnaciones que se le aproximen ince- santemente por la afectuosa pureza de sus almas. Es menester que todo hombre reciba de las mujeres de su familia inefable estímulo para servir con enérgica abne- gación á la Humanidad. Hay una altísima elucubración del Positivismo que á primera vista sorprende, y que á Ud., mi querido señor Valera, le ha extrañado sobremanera. Me refiero ála Tri- nidad del Espacio, la Tierra y la Humanidad instituida por Augusto Comte. El Maestro se elevó á ella siguien- do la lógica positiva, definida por él mismo tan lurnino- CARTA 4 — S o - samente, como, el concurso normal de los sentimientos, de las imágenes y de los signos para inspirarnos las concep- ciones que convengan A nuestras necesidades morales, in- telectuales y físicas. Habiendo establecido ya el culto del (irán Ser colectivo, vio que era indispensable