Logo Studenta
¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

El concepto de ficción
ciclogÉnesis 2 | RAyo veRde
www.elboomeran.com
Juan José Saer
El concepto 
de ficción
Uno de los mejores escritores de la literatura hispanoamericana 
repasa aquí la obra de Borges, Joyce y Gombrowicz 
entre otros, además de temas como la novela o la literatura 
europea para analizar qué, cómo y para qué escribir.
Primera edición: septiembre 2016
Título original: El concepto de ficción
© 1997, Buenos Aires, Juan José Saer
© Herederos de Juan José Saer
c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria
www.Schavelzongraham.com
© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2016
Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol
Fotografía de la cubierta: Daniel Mordzinski
Publicado por Rayo Verde Editorial
Gran Via de les Corts Catalanes 514, 1º 7ª, 08015 Barcelona
www.rayoverde.es
 @Rayo_Verde RayoVerdeEditorial
Impresión: Estugraf
Depósito legal: B 409-2016
ISBN: 978-84-16689-07-1
BIC: DN, DSK, 3JJ
Impreso en España - Printed in Spain
Una vez leído el libro, si no lo quieres conservar, lo puedes dejar al acceso 
de otros, pasárselo a un compañero de trabajo o a un amigo al que le pueda 
interesar. En el caso de querer tirarlo (algo impensable), hazlo siempre en el 
contenedor azul de reciclaje de papel.
La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total
o parcial de esta obra para su uso personal.
Este libro fue publicado con el apoyo de:
Índice
Explicación 11
El concepto de ficción 13
La perspectiva exterior: 
Gombrowicz en la Argentina 23
Borges francófobo 39
Santuario, 31 49
Zama 55
Antonio Di Benedetto 63
Martín Fierro: problemas de género 67
Sobre los viajes 75
Ebelot 81
Caminaba un poco encorvado 91
Juan 95
Sobre la cultura europea 103
Roberto Arlt 109
Literatura y crisis argentina 115
La novela 147
Tierras de la memoria 153
Narrathon 169
Freud o la glorificación del poeta 185
La invención de Morel 191
La canción material 201
Notas sobre el Nouveau Roman 205
La lingüística-ficción 215
El hacedor 219
La literatura y los nuevos lenguajes 223
Kuranés: los límites de lo fantástico 251
Sobre la poesía 261
La novela y la crítica sociológica 265
Sobre el procedimiento epistolar 275
El guardián de mi hermano 281
El largo adiós 287
La lección del maestro 297
UNA LITERATURA SIN ATRIBUTOS 
La selva espesa de lo real 307
Una literatura sin atributos 313
Exilio y literatura 319
Borges novelista 325
Entrevista realizada por Gerard de Cortanze 335
Referencias 345
11
Explicación
Los textos que contiene este libro abarcan un período 
de treinta y un años; los más antiguos fueron escritos 
en 1965; el más reciente, en 1996. El orden en el que 
están presentados es cronológico: van del presente 
al pasado. Buscar, releer y ordenar estas hojas pol-
vorientas fue para mí la ocasión de efectuar un lento 
viaje en el tiempo, del que no vuelvo ni deprimido ni 
satisfecho: las cosas que pensaba hace treinta años 
sigo pensándolas ahora, pero puestas todas juntas no 
constituyen una teoría del relato de ficción, sino más 
bien una serie de normas personales para ayudarme 
a escribir alguna narración que justifique tantas pá-
ginas borroneadas.
Si los llamo textos, es porque no sé qué otro nom-
bre darles. Ensayos me parece demasiado preten-
cioso, y artículos inapropiado por la connotación 
periodística que tiene esa palabra. De todos estos tra-
bajos, únicamente dos o tres aparecieron en diarios, 
número sensiblemente inferior al de los que fueron 
rechazados, en algunos casos hasta por los mismos ór-
ganos de prensa que los habían pedido. Pero aunque 
la publicación no siempre siguió al pedido y a la re-
dacción, como a la fecundación y a la gestación sigue 
el nacimiento, una buena parte de estos textos fueron 
escritos por encargo. Los otros, salvo cuatro o cinco 
que contienen reflexiones generales, son simples no-
tas de lectura, pretextos para discutir conmigo mismo 
ciertos aspectos de un oficio de lo más solitario.
12
Las escasas transgresiones al orden cronológico 
que pueden observarse deben ser consideradas como 
desplazamientos necesarios para hacer más evidentes 
las intenciones del conjunto y consolidar su coherencia. 
Es obvio que esa intención general es posterior a todos 
y a cada uno de los artículos y no presidió a la redacción 
de ninguno. Muchos estaban ya olvidados y otros, es-
critos hace más de un cuarto de siglo, nunca habían 
sido pasados a máquina. En dos o tres casos, ciertos 
párrafos, ilegibles o perdidos, debieron ser recons-
tituidos, y debo confesar que en algunos momentos 
el trabajo resultó tan engorroso, que únicamente la 
obstinación gratificante aunque inexplicable de mis 
editores por publicarlos me incitó a terminarlo.
Salvo algunos retoques, algunas supresiones y casi 
ningún añadido, todos estos textos se publican hoy tal 
como estaban en su primera versión dactilografiada. 
El haberlos dejado intactos no es consecuencia de un 
respeto religioso hacia mí mismo, sino de la curiosi-
dad artesana por saber cómo funcionarían, encerra-
dos juntos en un libro, todos esos pequeños artefactos 
verbales. El resultado es claro: en treinta años, hay 
apenas un puñadito de ideas y muchas repeticiones. 
Y, créase o no, esa insistente pobreza es lo que a mi 
modo de ver con más razón los justifica.
París, 6 de marzo de 1997
13
El concepto de ficción
Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman 
a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso prin-
cipal es únicamente estilístico: lo que el primero nos 
trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumien-
do un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere 
a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero 
tanto las fuentes del primero como las del segundo 
—entrevistas y cartas— son por lo menos inseguras, y 
recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hom-
bre que vio al oso» con el agravante de que para la 
más fantasiosa de las dos biografías, la de Gorman, el 
informante principal fue el oso en persona. Aparte de 
las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad 
ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas 
en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia 
cuestiones teóricas y metodológicas.
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, 
tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avan-
zamos en la lectura, a la impresión un poco desagra-
dable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va 
entrando en el aura del biografiado, asumiendo sus 
puntos de vista y confundiéndose paulatinamente 
con su subjetividad. La impresión desagradable se 
transforma en un verdadero malestar en la sección 
1932-1935, que, en gran parte, se ocupa del episo-
dio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad 
mental de Lucía. Echando por la borda su objetivi-
dad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, 
que mezclan de manera imprudente los aspectos 
14
psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar 
la pretensión demencial de Joyce de que únicamente 
él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros 
acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas 
veces secundarios, la biografía puede mantener su ob-
jetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el 
rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la 
metodología. La primera exigencia de la biografía, 
la veracidad, atributo pretendidamente científico, no 
es otra cosa que el supuesto retórico de un género li-
terario, no menos convencional que las tres unidades 
de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del 
asesino en las últimas páginas de la novela policial.
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio 
no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto 
mismo de verdad es incierto y su definición integra 
elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad 
como objetivo unívoco del texto y no solamente la 
presencia de elementos ficticios lo que merece, cuan-
do se trata del género biográfico o autobiográfico, una 
discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del gé-
nero, tan de moda en la actualidad,llamado, con certi-
dumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa 
en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclu-
sión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuan-
do la intención de veracidad sea sincera y los hechos 
narrados rigurosamente exactos —lo que no siempre 
es así— sigue existiendo el obstáculo de la autentici-
dad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de 
las turbulencias de sentido propios a toda construc-
ción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica 
y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias 
humanas, no parecen preocupar a los practicantes fe-
lices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una 
15
vida mundana como la de Truman Capote no deben 
hacernos olvidar que una proposición, por no ser fic-
ticia, no es automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es 
necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando 
optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos 
con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En 
cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y fic-
ción, según la cual la primera poseería una positivi-
dad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano 
que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con 
la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y 
atribuyendo a la verdad el campo de la realidad obje-
tiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, 
persistirá siempre el problema principal, es decir la 
indeterminación de que sufren no la ficción subjeti-
va, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino 
la supuesta verdad objetiva y los géneros que pre-
tenden representarla. Puesto que autobiografía, bio-
grafía, y todo lo que puede entrar en la categoría de 
non-fiction, la multitud de géneros que vuelven la 
espalda a la ficción, han decidido representar la su-
puesta verdad objetiva, son ellos quienes deben sumi-
nistrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no 
es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este 
tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, 
pero la credibilidad del relato y su razón de ser peli-
gran si el autor abandona el plano de lo verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanci-
parse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: 
no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez 
o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamien-
to de la «verdad», sino justamente para poner en evi-
dencia el carácter complejo de la situación, carácter 
16
complejo del que el tratamiento limitado a lo veri-
ficable implica una reducción abusiva y un empo-
brecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, 
la ficción multiplica al infinito las posibilidades de 
tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta 
realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge 
en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que 
consiste en pretender saber de antemano cómo esa 
realidad está hecha. No es una claudicación ante tal 
o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un 
poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación 
de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo 
falso de un modo deliberado —fuentes falsas, atri-
buciones falsas, confusión de datos históricos con 
datos imaginarios, etcétera—, lo hacen no para 
confundir al lector, sino para señalar el carácter do-
ble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, 
lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada 
sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en 
un aspecto determinante de su organización, como 
podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de 
algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin em-
bargo presente en mayor o menor medida en toda 
ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de 
la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace 
para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de 
lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la 
ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de ver-
dad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más 
que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal 
vez la frase de Wolfgang Kayser:«No basta con sen-
tirse atraído por ese acto; también hay que tener el 
coraje de llevarlo a cabo».
17
Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que 
verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es 
un capricho de artista, sino la condición prime-
ra de su existencia, porque sólo siendo aceptada en 
tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es 
la exposición novelada de tal o cual ideología, sino 
un tratamiento específico del mundo, inseparable 
de lo que trata. Éste es el punto esencial de todo el 
problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se 
quiere evitar la confusión de géneros. La ficción 
se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo ver-
dadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad 
total con lo que trata podría tal vez resumirse en la 
frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de 
Kayser («¿Quién cuenta una novela?»):«La Nove-
la es una epopeya subjetiva en la que el autor pide 
permiso para tratar el universo a su manera; el único 
problema consiste en saber si tiene o no una manera; 
el resto viene por añadidura». Esta descripción, que 
no proviene de la pluma de un formalista militante ni 
de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica 
independencia de lo verdadero y de lo falso.
Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar 
como ejemplo algunos escritores contemporáneos. 
No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como 
paradigma de lo verdadero. La Verdad-Por-Fin- 
Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que 
requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse 
de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya 
se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, 
si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, 
a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, ver-
dad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se 
vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto 
18
a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes 
verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los 
mismos principios son el fundamento de otra estéti-
ca, el realismo socialista, que la concepción narrativa 
de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin di-
fiere con la literatura oficial del estalinismo en su con-
cepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la 
ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, 
sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen 
bastado. Lo que debemos exigir de empresas como 
la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el 
campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y 
su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo 
más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse 
la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.
Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo 
entero han comprendido que no corren ningún peli-
gro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, 
versado en lógica, en informática, en filología. Este 
armamento pesado, al servicio de «lo verdadero», 
las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mer-
cenario que cambia de campo en medio de la batalla, 
ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, 
poniéndolo al servicio de «lo falso». Puesto que lo 
dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos 
que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es ne-
cesario creer en ellas ya que pertenecen, por su natu-
raleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un 
pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, 
un cosquilleo superficial en el que el saber del autor 
se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido 
con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En 
este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simé-
trico de Solienitsin: a la gran revelación que propone 
19
Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo 
bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, 
la novela policial se trasladaa la edad media, que a su 
vez es metáfora del presente, y la historia cobra sen-
tido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, no 
puedo abstenerme de recordar que hasta Barrés, que 
veía complot judíos por todos lados, escribió: «Rien 
ne déforme plus l’histoire que d’ y chercher un plan con-
certé».) Su interpretación de la historia está puesta de 
manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que 
suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo 
tal que no subsista ninguna ambigüedad.
La falsedad esencial del género novelesco autoriza 
a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, 
puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene 
todo el derecho, sino también a la falsificación. Por 
ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El 
nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente 
borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso 
intertextual, sino también una tentativa de filiación. 
Pero Borges —numerosos textos suyos lo prueban—, 
a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo 
falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, 
sino como conceptos problemáticos que encarnan la 
principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones 
a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el 
fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino 
con el de sugerir que la ficción es el medio más apro-
piado para tratar sus relaciones complejas.
Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a 
Proust un interés desmedido por los folletines. En 
esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto 
de Proust por los folletines es un recurso teatral de 
Eco para justificar sus propias novelas, como esos 
20
candidatos dudosos que, para ganar una elección 
local, simulan tener el apoyo del presidente de la re-
pública. Es una observación sin ningún valor teórico 
o literario, tan intrascendente desde ese punto de vis-
ta como el hecho, universalmente conocido, de que a 
Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en 
cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie 
o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, 
y con razón, porque si pone de testigo a Proust para 
exaltar los folletines es justamente porque escribió 
A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche 
que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de 
Proust por los folletines. Basta con leer una novela 
de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus 
autores les gustan los folletines. Y para convencerse 
de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la 
Recherche es más que suficiente.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho me-
nos condenar, pero aun en la más salvaje economía de 
mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que com-
pra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, 
es intratable en lo que se refiere a la composición del 
producto. Por eso, no podemos ignorar que en las 
grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos 
los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico 
entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, 
no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el or-
den central de todas ellas, a veces en tanto que tema 
explícito y a veces como fundamento implícito de su 
estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese 
conflicto sino hacer de él su materia, modelándola «a 
su manera». La afirmación y la negación le son igual-
mente extrañas, y su especie tiene más afinidades con 
el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam 
21
Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican 
sobre una supuesta realidad anterior a su concreción 
textual, pero tampoco se resignan a la función de en-
tretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como 
ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de 
la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, in-
cluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad 
como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho 
sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mis-
mo pragmatismo, ya que es por no poseer el conven-
cimiento de los primeros que los segundos, privados 
de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, 
a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la 
ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo 
todos sabemos que es justamente por haberse puesto 
al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, 
Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos 
de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato 
ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su 
resolución práctica, de la posición singular de su au-
tor entre los imperativos de un saber objetivo y las 
turbulencias de la subjetividad, podemos definir de 
un modo global la ficción como una antropología es-
peculativa. Quizás —no me atrevo a afirmarlo— esta 
manera de concebirla podría neutralizar tantos reduc-
cionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan 
en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no 
de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a 
su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones 
de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo 
para otra vez.
(1989)