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escucharon una noticia inesperada, absurda: «Han matado a Jaurès». Los grupos la repetían con una extrañeza que parecía sobreponerse al dolor: «¡Asesinado Jaurès! ¿Y por qué» El buen sentido popular, que busca por instinto una explicación a todo atentado, quedaba en suspenso, sin poder orientarse. ¡Muerto el tribuno precisamente en el momento que más útil podía resultar su palabra de caldeador de muchedumbres!... Argensola pensó inmediatamente en Tchernoff: «¿Qué dirá nuestro vecino?...» Las gentes de orden temían una revolución. Desnoyers creyó por unos momentos que iban a cumplirse los sombríos vaticinios de su primo. Este asesinato, con sus correspondientes represalias, podía ser la señal de una guerra civil. Pero las masas del pueblo, transidas d dolor por la muerte de su héroe, permanecían en trágico silencio. Todos veían más allá del cadáver la imagen de la patria. A la mañana siguiente el peligro se había desvanecido. Los obreros hablaban de generales y de guerra, enseñándose mutuamente sus libretas de soldados, anunciando la fecha en que debían partir, así que se publicase la orden de movilización: «Yo salgo el segundo día». «Yo, el primero». Los del ejército activo que estaban con permiso en sus casas eran llamados individualmente a los cuarteles. Se sucedían con atropellamiento los sucesos, todos en una misma dirección: la guerra, los alemanes se permitían avanzar en la frontera francesa, cuando su embajador todavía estaba en París haciendo promesas de paz. Al día siguiente de la muerte de Jaurès, el 1 de agosto, a media tarde, la muchedumbre se agolpó ante unos pedazos de papel escritos a mano con visible precipitación. Estos papeles precedieron a otros más grandes e impresos llevando en su cabecera dos banderitas cruzadas. «Ya llegó, ya es un hecho...» Era la orden de movilización general. Francia entera iba a correr a las armas. Y los pechos parecieron dilatarse con un suspiro de desahogo. Los ojos brillaban de satisfacción. ¡Terminada la pesadilla!... Era preferible la cruel realidad a una incertidumbre de días y días que los prolongaba como si fuesen semanas. En vano el presidente Poincaré, animado por una última esperanza, se dirigía a los franceses para explicar que la movilización no es la guerra y que un llamamiento a las armas sólo representaba una medida preventiva. «Es la guerra, la guerra inevitable», decía la muchedumbre con expresión fatalista. Y los que iban a partir en la misma noche o al día siguiente se mostraban los más entusiastas y animosos: «Ya que nos buscan, nos encontrarán. ¡Viva Francia!». El Canto de partida, himno de marcha de los voluntarios de la primera República, había sido exhumado por el instinto del pueblo, que pide su voz al arte en los momentos críticos. Los versos del convencional Chénier, adaptados a una música de guerrera gravedad, resonaban en las calles al mismo tiempo que La Marsellesa: La République nous appelle, sachons vaincre ou sachons périr; un français doit vivre pour elle, pour elle un français doit mourir. La movilización empezaba a las doce en punto de la noche. Desde el crepúsculo circularon por las calles grupos de hombres que se dirigían a las estaciones. Sus familias marchaban con ellos, llevando la maleta o el fardo de ropas. Los amigos del barrio los escoltaban. Una bandera tricolor iba al frente de estos