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por varias cartas... ¡Maldita guerra! ¡Qué trastorno para las gentes felices! La 
madre de Margarita estaba enferma. Pensaba en su hijo, que era oficial y debía 
partir el primer día de la movilización. Ella estaba inquieta igualmente por su 
hermano, y consideraba importuno ir al estudio mientras en su casa gemía la 
madre. ¿Cuándo iba a terminar esta situación? 
 
Le preocupaba también aquel cheque de cuatrocientos mil francos traídos de 
América. El día anterior habían excusado su pago en el Banco por falta de aviso. 
Luego declararon que tenían el aviso, pero tampoco le dieron el dinero. En 
aquella tarde, cuando los establecimientos de crédito estaban ya cerrados, el 
gobierno había lanzado un decreto estableciendo la moratoria, para evitar una 
bancarrota general a consecuencia del pánico financiero. 
 
¿Cuándo le pagarían?... Tal vez cuando terminase la guerra que aún no había 
empezado; tal vez nunca. Él no tenía otro dinero efectivo que dos mil francos 
escasos que le habían sobrado del viaje. Todos sus amigos se encontraban en una 
situación angustiosa, privados de recibir las cantidades que guardaban en los 
Bancos. Los que poseían algún dinero estaban obligados a emprender una 
peregrinación de tienda en tienda o formar cola a la puerta de los Bancos para 
cambiar un billete. ¡Ah la guerra! ¡La estúpida guerra! 
 
En mitad de los Campos Elíseos vieron a un hombre con sombrero de alas anchas, 
que marchaba delante de ellos lentamente y hablando solo. Argensola lo reconoció 
al pasar junto a un farol: «El amigo Tchernoff». El ruso, al devolver el saludo, 
dejó escapar del fondo de su barba un ligero olor de vino. Sin invitación alguna 
arregló su paso al de ellos, siguiéndolos hacia el Arco del Triunfo. 
 
Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este amigo de Argensola al 
encontrarlo en el zaguán de la casa. Pero la tristeza ablanda el ánimo y hace 
buscar como una sombra refrescante la amistad de los humildes. Tchernoff, por su 
parte, miró a Desnoyers como si lo conociese toda su vida. 
 
Había interrumpido su monólogo, que sólo escuchaban las masas de negra 
vegetación, los bancos solitarios, la sombra azul perforada por el temblor 
rojizo de los faroles, la noche veraniega con su cúpula de cálidos soplos y 
siderales parpadeos. Dio algunos pasos sin hablar, como una muestra de 
consideración a los acompañantes, y luego reanudó sus razonamientos, tomándolos 
donde los había abandonado, sin dar explicación alguna, como si marchase solo. 
 
-... y a estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo que los de aquí, creerán de 
buena fe que van a defender a su patria provocada, querrán morir por sus 
familias y hogares, que nadie ha amenazado. 
 
-¿Quiénes son ésos, Tchernoff? -preguntó Argensola. 
 
Lo miró el ruso fijamente, como si extrañase su pregunta. 
 
-Ellos -dijo con laconismo. 
 
Los dos entendieron... «¡Ellos!» No podían ser otros.

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