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El milagro de Santa Cecilia

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El milagro de Santa Cecilia.
(Fragmento)
“Es el aire”, dice la mujer para tranquilizarse cuando escucha ruidos en lo que fue el corredor. Sigue avanzando entre los escombros, iluminados por el reflejo de la luz amarilla que llega desde la plaza donde a esas horas -6 de la tarde- aparecen los primeros grupos de turistas y de músicos.
La que fue su vivienda está en el tercer piso. Se le cayeron las paredes. Todos los días desde la explanada llena de escombros y hierros retorcidos, pueden mirar un pedazo de su estufa, un jirón de la colcha roja que cubría su cama, un trozo del muro donde estaban colgados los retratos y los Santos. Allí también tenía en sus ganchos los 2 trajes de charro de Joaquín. De él sólo quedó el cuerpo mutilado, desecho. Únicamente Cecilia pudo reconocerlo. Después la obligaron a enterrarlo a toda prisa, en una caja parda, obsequio de la delegación.
A partir de los rescates -once días después del terremoto- no volvió a meterse en las ruinas de su departamento, pero el deseo de hacerlo existió siempre, se le convirtió en una obsesión. Anhelaba entrar en él sobre todo al atardecer, cuando las otras mujeres se concentraban en las viviendas improvisadas con tablas y cartones para entregarse a una tarea que ella conocía bien: ayudar a vestirse a sus maridos y a sus hijos -todos músicos- auxiliarlos cuando limpiaban instrumentos y ordenan partituras. Con ellos rezan la oración de Santa Cecilia, su patrona. Después pasan la noche esperando su retorno.
La angustia de no tener a quien atender ni esperar hoy fue más intensa de los días. Creció tanto que la impulsó a aventurarse por las ruinas del edificio, peligrosas porque están a punto de caer y también porque en la noche son guarida de maleantes llegados de otros barrios.
Cecilia caminó con los brazos extendidos para no tropezar. El olor fétido se intensifica y ahoga conforme sube las escaleras de piedra. Se aferra al barandal, va triturando vidrios, pisando calendarios, revistas, hojas de cuaderno dónde quedaron las escolares inconclusas para siempre. De vez en cuando se detiene y mira por el cubo de la luz, mira hacia arriba y hacia abajo, todo es soledad y destrucción.
Vuelve a escuchar un ruido. “Es el aire”, dice y anuda con fuerza el pañuelo que lleva envuelto en la cabeza. Sigue adelante hasta que al fin llega a la que fue su vivienda. Al verla tan destruida lanza un grito. Vence el dolor y entra. Camina por entre montones de piedra, objetos irreconocibles, varillas agresivas. Una le hace tropezar y caer. Cierra los ojos. La inmoviliza el mismo pánico que sintió la mañana del terremoto…
Cristina Pacheco, Felicidades, abuelito. Colección. Biblioteca del ISSSTE . México. 1998

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