Vista previa del material en texto
La historia de la revolución rusa Leon Trotsky O br a re pr od uc id a si n re sp on sa bi lid ad e di to ria l Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de forma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del conte- nido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habitua- les readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com http://www.luarna.com HISTORIA DE LA REVOLU- CIÓN RUSA León Trotsky 1929-1932: Prólogo de la Historia de la Revolución Rusa. En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido igno- rado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cam- bio de frente tan radical, sobre todo si se tie- ne en cuenta que estamos ante una nación de ciento cincuenta millones de habitantes. Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser investigados. La historia de la revolución, como toda his- toria, debe, ante todo, relatar los hechos y su desarrollo. Mas esto no basta. Es menester que del relato se desprenda con claridad por qué las cosas sucedieron de ese modo y no de otro. Los sucesos históricos no pueden considerarse como una cadena de aventuras ocurridas al azar ni engarzarse en el hilo de una moral preconcebida, sino que deben so- meterse al criterio de las leyes que los go- biernan. El autor del presente libro entiende que su misión consiste precisamente en sacar a la luz esas leyes. El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monár- quico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los espe- cialistas de este oficio: los monarcas, los mi- nistros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisi- vos, cuando el orden establecido se hace in- soportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra políti- ca, derriban a sus representantes tradiciona- les y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos. Cuando en una sociedad estalla la revolu- ción, luchan unas clases contra otras, y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones por las bases económicas de la sociedad y el sustrato social de las cla- ses desde que comienza hasta que acaba no bastan, ni mucho menos, para explicar el curso de una revolución que en unos pocos meses derriba instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver en seguida a de- rrumbarlas. La dinámica de los acontecimien- tos revolucionarios se halla directamente in- formada por los rápidos tensos y violentos cambios que sufre la sicología de las clases formadas antes de la revolución. La sociedad no cambia nunca sus institu- ciones a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente como algo definitivo las instituciones a que se encuentra sometida. Pasan largos años durante los cua- les la obra de crítica de la oposición no es más que una válvula de seguridad para dar salida al descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del ré- gimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la oposición so- cialdemócrata en ciertos países. Han de so- brevenir condiciones completamente excep- cionales, independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos, para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección. Por tanto, esos cambios rápidos que expe- rimentan las ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revés, de su pro- fundo conservadurismo. El rezagamiento cró- nico en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condicio- nes objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las pasio- nes que a las mentalidades policiacas se les antoja fruto puro y simple de la actuación de los «demagogos». Las masas no van a la re- volución con un plan preconcebido de la so- ciedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de cada clase tiene un programa político, pro- grama que, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. El proceso político fundamental de una revolución con- siste precisamente en que esa clase perciba los objetivos que se desprenden de la crisis social en que las masas se orientan de un modo activo por el método de las aproxima- ciones sucesivas. Las distintas etapas del proceso revolucionario, consolidadas pro el desplazamiento de unos partidos por otros cada vez más extremos, señalan la presión creciente de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso adquirido por el movi- miento tropieza con obstáculos objetivos. Entonces comienza la reacción: decepción de ciertos sectores de la clase revolucionaria, difusión del indeferentismo y consiguiente consolidación de las posiciones adquiridas por las fuerzas contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las revoluciones tradi- cionales. Sólo estudiando los procesos políticos so- bre las propias masas se alcanza a compren- der el papel de los partidos y los caudillos que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy impor- tante, de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disipa- ría, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que im- pulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor. Son evidentes las dificultades con que tro- pieza quien quiere estudiar los cambios expe- rimentados por la conciencia de las masas en épocas de revolución. Las clase oprimidas crean la historia en las fábricas, en los cuar- teles, en los campos, en las calles de la ciu- dad. Mas no acostumbran a ponerla por escri- to. Los períodos de tensión máxima de las pasiones sociales dejan, en general, poco margen par ala contemplación y el relato. Mientras dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya del periodismo, tan robusta, lo pasan mal. A pesar de esto, la situación del historiador no es desesperada, ni mucho menos. Los apuntes escritos son incompletos, andan sueltos y desperdigados. Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, estos testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar la dirección y el ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos revolucionarios fundan su técnica en la ob- servación de los cambios experimentados por la conciencia de las masas. La senda histórica del bolchevismo demuestra que esta obser- vación, al menos en sus rasgos más salien- tes, esperfectamente factible. ¿Por qué lo accesible al político revolucionario en el tor- bellino de la lucha no ha de serlo también retrospectivamente al historiador? Sin embargo, los procesos que se desarro- llan en la conciencia de las masas no son nunca autóctonos ni independientes. Pese a los idealistas y a los eclécticos, la conciencia se halla determinada por la existencia. Los supuestos sobre los que surgen la Revolución de Febrero y su suplantación por la de Octu- bre tienen necesariamente que estar infor- mados por las condiciones históricas en que se formó Rusia, por su economía, sus clases, su Estado, por las influencias ejercidas sobre ella por otros países. Y cuanto más enigmáti- co nos parezca el hecho de que un país atra- sado fuera el primero en exaltar al poder al proletariado, más tenemos que buscar la ex- plicación de este hecho en las características de ese país, o sea en lo que le diferencia de los demás. En los primeros capítulos del presente libro esbozamos rápidamente la evolución de la sociedad rusa y de sus fuerzas intrínsecas, acusando de este modo las peculiaridades históricas de Rusia y su peso específico. Con- fiamos en que el esquematismo de esas pági- nas no asustará al lector. Más adelante, con- forme siga leyendo, verá a esas mismas fuer- zas sociales vivir y actuar. Este trabajo no está basado precisamente en los recuerdos personales de su autor. El hecho de que éste participara en los aconte- cimientos no le exime del deber de basar su estudio en documentos rigurosamente com- probados. El autor habla de sí mismo allí donde la marcha de los acontecimientos le obliga a hacerlo, pero siempre en tercera persona. Y no por razones de estilo simple- mente, sino porque el tono subjetivo que en las autobiografías y en las memorias es inevi- table sería inadmisible en un trabajo de índo- le histórica. Sin embargo, la circunstancia de haber in- tervenido personalmente en la lucha permite al autor, naturalmente, penetrar mejor, no sólo en la sicología de las fuerzas actuantes, las individuales y las colectivas, sino también en la concatenación interna de los aconteci- mientos. Mas para que esta ventaja dé resul- tados positivos, precisa observar una condi- ción, a saber: no fiarse a los datos de la pro- pia memoria, y esto no sólo en los detalles, sino también en lo que respecta a los motivos y a los estados de espíritu. El autor cree haber guardado este requisito en cuanto de él dependía. Todavía hemos de decir dos palabras acer- ca de la posición política del autor, que en función de historiador, sigue adoptando el mismo punto de vista que adoptaba en fun- ción de militante ante los acontecimientos que relata. El lector no está obligado, natu- ralmente, a compartir las opiniones políticas del autor, que éste, por su parte, no tiene tampoco por qué ocultar. Pero sí tiene dere- cho a exigir de un trabajo histórico que no sea precisamente la apología de una posición política determinada, sino una exposición, internamente razonada, del proceso real y verdadero de la revolución. Un trabajo histó- rico sólo cumple del todo con su misión cuan- do en sus páginas los acontecimientos se desarrollan con toda su forzosa naturalidad. ¿Mas tiene esto algo que ver con la que llaman «imparcialidad» histórica? Nadie nos ha explicado todavía claramente en qué con- siste esa imparcialidad. El tan citado dicho de Clemenceau de que las revoluciones hay que tomarlas o desecharlas en bloc es, en el me- jor de los casos, un ingenioso subterfugio: ¿cómo es posible abrazar o repudiar como un todo orgánico aquello que tiene su esencia en la escisión? Ese aforismo se lo dicta a Cle- menceau, por una parte, la perplejidad pro- ducida en éste por el excesivo arrojo de sus antepasados, y, por otra, la confusión en que se halla el descendiente ante sus sombras. Uno de los historiadores reaccionarios, y, por tanto, más de moda en la Francia con- temporánea, L. Madelein, que ha calumniado con palabras tan elegantes a la Gran Revolu- ción, que vale tanto como decir a la progeni- tora de la nación francesa, afirma que «el historiador debe colocarse en lo alto de las murallas de la ciudad sitiada, abrazando con su mirada a sitiados y sitiadores»; es, según él, la única manera de conseguir una «justicia conmutativa». Sin embargo, los trabajos de este historiador demuestran que si él se subió a lo alto de las murallas que separan a los dos bandos, fue, pura y simplemente, para servir de espía a la reacción. Y menos mal que en este caso se trata de batallas pasa- das, pues en épocas de revolución es un poco peligroso asomar la cabeza sobre las mura- llas. Claro está que, en los momentos peli- grosos, estos sacerdotes de la «justicia con- mutativa» suelen quedarse sentados en casa esperando a ver de qué parte se inclina la victoria. El lector serio y dotado de espíritu crítico no necesita de esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación llena de posos de veneno reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad que va a buscar en los hechos honradamente investigados, apo- yo manifiesto para sus simpatías o antipatías disfrazadas, a la contrastación de sus nexos reales, al descubrimiento de las leyes por que se rigen. Ésta es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues se halla con- trastada y confirmada, no por las buenas in- tenciones del historiador de que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el pro- ceso histórico y que él se limita a revelar. Para escribir este libro nos han servido de fuentes numerosas publicaciones periódicas, diarios y revistas, memorias, actas y otros materiales, en parte manuscritos y, princi- palmente, los trabajos editados por el Institu- to para la Historia de la Revolución en Moscú y Leningrado. Nos ha parecido superfluo indi- car en el texto las diversas fuentes, ya que con ello no haríamos más que estorbar la lectura. Entre las antologías de trabajos his- tóricos hemos manejado my en particular los dos tomos de los Apuntes para la Historia de la Revolución de Octubre (Moscú-Leningrado, 1927). Escritos por distintos autores, los tra- bajos monográficos que forman estos dos tomos no tienen todos el mismo valor, pero contienen, desde luego, abundante material de hechos. Cronológicamente nos guiamos en todas las fechas por el viejo calendario, rezagado en trece fechas, como se sabe, respecto al que regía en el resto del mundo y hoy rige también en los Soviets. El autor no tenía más remedio que atenerse al calendario que esta- ba en vigor durante la revolución. Ningún trabajo le hubiera costado, naturalmente, trasponer las fechas según el cómputo mo- derno. Pero esta operación, eliminando unas dificultades, habría creado otras de más mon- ta. El derrumbamiento de la monarquía pasó a la historia con el nombre de Revolución de Febrero. Sin embargo, computando la fecha por el calendario occidental, ocurrió en mar- zo. La manifestación armada que se organizó contra la política imperialista del gobierno provisional figura en la historia con el nombre de «jornadas de abril», siendo así que, según el cómputo europeo, tuvo lugar en mayo. Sin detenernos en otros acontecimientos y fechas intermedios, haremos notar, finalmente, que la Revolución de Octubre se produjo, según el calendario europeo, en noviembre. Como vemos, ni el propio calendario se puede librar del sello que estampan en él los aconteci- mientos de la Historia, y al historiador no le es dado corregir las fechas históricas con ayuda de simples operaciones aritméticas. Tenga en cuenta el lector que antes de derro- car el calendario bizantino, la revolución hubo de derrocar las instituciones que a él se afe- rraban. 1929-1932: Capítulo 1. Las carac- terísticas del desarrollo de Rusia, de la Historia de la Revolución Rusa El rasgo fundamental y más constante de la historia de Rusia es elcarácter rezagado de su desarrollo, con el atraso económico, el primitivismo de las formas sociales y el bajo nivel de cultura que son su obligada conse- cuencia. La población de aquellas estepas gigantes- cas, abiertas a los vientos inclementes del Oriente y a los invasores asiáticos, nació con- denada por la naturaleza misma a un gran rezagamiento. La lucha con los pueblos nó- madas se prolonga hasta fines del siglo XVII. La lucha con los vientos que arrastran en in- vierno los hielos y en verano la sequía aún se sigue librando hoy en día. La agricultura - base de todo el desarrollo del país- progresa- ba de un modo extensivo: en el norte eran talados y quemados los bosques, en el sur se roturaban las estepas vírgenes; Rusia fue tomando posesión de la naturaleza no en pro- fundidad, sino en extensión. Mientras que los pueblos bárbaros de Oc- cidente se instalaban sobre las ruinas de la cultura romana, muchas de cuyas viejas pie- dras pudieron utilizar como material de cons- trucción, los eslavos de Oriente se encontra- ron en aquellas inhóspitas latitudes de la es- tepa huérfanos de toda herencia: su antece- sores vivían en un nivel todavía más bajo que el suyo. Los pueblos de la Europa occidental, encerrados en seguida dentro de sus fronte- ras naturales, crearon los núcleos económicos y de cultura de las sociedades industriales. La población de la llanura oriental, tan pronto vio asomar los primeros signos de penuria, penetró en los bosques o se fue a las este- pas. En Occidente, los elementos más em- prendedores y de mayor iniciativa de la po- blación campesina vinieron a la ciudad, se convirtieron en artesanos, en comerciantes. Algunos de los elementos activos y audaces de Oriente se dedicaron también al comercio, pero la mayoría se convirtieron en cosacos, en colonizadores. El proceso de diferenciación social tan in- tensivo en Occidente, en Oriente veíase con- tenido y esfumado por el proceso de expan- sión. «El zar de los moscovitas, aunque cris- tiano, reina sobre gente de inteligencia pere- zosa», escribía Vico, contemporáneo de Pedro I. Aquella «inteligencia perezosa» de los moscovitas reflejaba la lentitud del ritmo económico, la vaguedad informe de las rela- ciones de clase, la indigencia de la historia interior. Las antiguas civilizaciones de Egipto, India y la China tenían características propias que se bastaban a sí mismas y disponían de tiem- po suficiente para llevar sus relaciones socia- les, a pesar del bajo nivel de sus fuerzas pro- ductivas, casi hasta esa misma minuciosa perfección que daban a sus productos los artesanos de dichos países. Rusia hallábase enclavada entre Europa y Asia, no sólo geo- gráficamente, sino también desde un punto de vista social e histórico. Se diferenciaba en la Europa occidental, sin confundirse tampoco con el Oriente asiático, aunque se acercase a uno u otro continente en los distintos mo- mentos de su historia, en uno u otro respec- to. El Oriente aportó el yugo tártaro, elemen- to importantísimo en la formación y estructu- ra del Estado ruso. El Occidente era un ene- migo mucho más temible; pero al mismo tiempo un maestro. Rusia no podía asimilarse a las formas de Oriente, compelida como se hallaba a plegarse constantemente a la pre- sión económica y militar de Occidente. La existencia en Rusia de un régimen feu- dal, negada por los historiadores tradiciona- les, puede considerarse hoy indiscutiblemente demostrada por las modernas investigacio- nes. Es más: los elementos fundamentales del feudalismo ruso eran los mismos que los de Occidente. Pero el solo hecho de que la existencia en Rusia de una época feudal haya tenido que demostrarse mediante largas po- lémicas científicas, es ya claro indicio del ca- rácter imperfecto del feudalismo ruso, de sus formas indefinidas, de la pobreza de sus mo- numentos culturales. Los países atrasados se asimilan las con- quistas materiales e ideológicas de las nacio- nes avanzadas. Pero esto no significa que sigan a estas últimas servilmente, reprodu- ciendo todas las etapas de su pasado. La teo- ría de la reiteración de los ciclos históricos - procedente de Vico y sus secuaces- se apoya en la observación de los ciclos de las viejas culturas precapitalistas y, en parte también, en las primeras experiencias del capitalismo. El carácter provincial y episódico de todo el proceso hacia que, efectivamente, se repitie- sen hasta cierto punto las distintas fases de cultura en los nuevos núcleos humanos. Sin embargo, el capitalismo implica la superación de estas condiciones. El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la universalidad y permanencia en la evolución de la humani- dad. Con esto se excluye ya la posibilidad de que se repitan las formas evolutivas en las distintas naciones. Obligado a seguir a los países avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas sucesivas. El privilegio de los paí- ses históricamente rezagados -que lo es realmente- está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilárselas antes del plazo previsto, saltando por alto toda una serie de etapas intermedias. Los salvajes pasan de la flecha al fusil de golpe, sin recorrer la senda que separa en el pasado esas dos armas. Los colonizadores europeos de América no tuvieron necesidad de volver a empezar la historia por el principio. Si Alema- nia o los Estados Unidos pudieron dejar atrás económicamente a Inglaterra fue, precisa- mente, porque ambos países venían rezaga- dos en la marcha del capitalismo. Y la anar- quía conservadora que hoy reina en la indus- tria hullera británica y en la mentalidad de MacDonald y de sus amigos es la venganza por ese pasado en que Inglaterra se demoró más tiempo del debido empuñando el cetro de la hegemonía capitalista. El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace, forzosamente, que se confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confu- so, embrollado, mixto. Claro está que la posibilidad de pasar por alto las fases intermedias no es nunca abso- luta; hállase siempre condicionada en última instancia por la capacidad de asimilación eco- nómica y cultural del país. Además, los países atrasados rebajan siempre el valor de las conquistas tomadas del extranjero al asimi- larlas a su cultura más primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter contradictorio. Así por ejemplo, la introducción de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la militar y manufactu- rera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil como forma fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos a la europea -productos, indudablemente, de una cultura más elevada- determinaron el robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se interpuso como un obstácu- lo ante el desarrollo del país. Las leyes de la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la compleji- dad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasa- dos vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desa- rrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distinta etapas del camino y a la confu- sión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en la inte- gridad de su contenido material, sería impo- sible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera que sea su grado. Bajo la presión deEuropa, más rica, el Es- tado ruso absorbía una parte proporcional mucho mayor de la riqueza nacional que los Estados occidentales, con lo cual no sólo con- denaba a las masas del pueblo a una doble miseria, sino que atentaba también contra las bases de las clases pudientes. Pero, al propio tiempo, necesitado del apoyo de estas últi- mas, forzaba y reglamentaba su formación. Resultado de esto era que las clases privile- giadas, que se habían ido burocratizando, no pudiesen llegar a desarrollarse nunca en toda su pujanza, razón por la cual el Estado iba acercándose cada vez más al despotismo asiático. La autocracia bizantina, adoptada oficial- mente por los zares moscovitas desde princi- pios del siglo XVI, domeñó a los boyardos feudales con ayuda de la nobleza y sometió a ésta a su voluntad, entregándole los campe- sinos como siervos para erigirse sobre estas bases en el absolutismo imperial petersbur- gués. Para comprender el retraso con que se desarrolla este proceso histórico, baste decir que la servidumbre de la gleba, que surge en el transcurso del siglo XVI, se perfecciona en el XVII y florece en el XVIII, para no abolirse jurídicamente hasta 1861. El clero desempeña, después de la noble- za, un papel bastante importante, pero com- pletamente mediatizado, en el proceso de formación de la autocracia zarista. La Iglesia no se remonta nunca en Rusia a las alturas del poder que llega a ocupar en el Occidente católico, y se contenta con llenar las funcio- nes de servidora espiritual cerca de la auto- cracia, apuntándose esto como un mérito de su datarios del brazo secular. Los patriarcas cambiaban al cambiar los zares. En el período petersburgués, la sujeción de la Iglesia al Estado hízose todavía más servil. Los dos- cientos mil curas y frailes integraban en el fondo la burocracia del país, eran una especie de cuerpo policiaco de la fe: en justa recipro- cidad, la policía secular amparaba el monopo- lio del clero ortodoxo en materia de fe y pro- tegía sus tierras y sus rentas. La eslavofilia, este mesianismo del atraso, razonaba su filosofía diciendo que el pueblo ruso y su Iglesia eran fundamentalmente democráticos, en tanto que la Rusia oficial no era otra cosa que la burocracia alemana im- plantada por Pedro el Grande. Marx observa- ba, a este propósito: «Exactamente lo mismo que los asnos teutónicos desplazaron el des- potismo de Federico II, etc., a los franceses, como si los esclavos atrasados no necesitaran siempre de esclavos civilizados para amaes- trarlos». Esta breve observación refleja per- fectamente no sólo la vieja filosofía de los eslavófilos, sino también el evangelio moder- no de los «racistas». La incidencia del feudalismo ruso y de toda la historia rusa antigua cobraba su más triste expresión en la ausencia de auténticas ciuda- des medievales como centros de artesanía, de comercio. En Rusia el artesanado no tuvo tiempo de desglosarse por entero de la agri- cultura y conservó siempre el carácter del trabajo a domicilio. Las viejas ciudades rusas eran centros comerciales, administrativos, militares y de la nobleza; centros, por consi- guiente, consumidores y no productores. La misma ciudad de Novgorod, tan cercana a la Hansa y que no llegó a conocer el yugo tárta- ro, era una ciudad comercial sin industria. Cierto es que la dispersión de los oficios cam- pesinos, repartidos por las distintas comar- cas, creaba la necesidad de una red comercial extensa. Pero los mercaderes nómadas no podían ocupar, en modo alguno, el puesto que en Occidente ocupaba la pequeña y me- dia burguesía de los gremios de artesanos en el comercio y la industria, indisolublemente unida a su periferia campesina. Además, las principales vías de comunicación del comercio ruso conducían al extranjero, asegurando así al capital extranjero, desde los tiempos más remotos, el puesto directivo y dando un ca- rácter semicolonial a todas las operaciones, en que el comerciante ruso quedaba reducido al papel de intermediario entre las ciudades occidentales y la aldea rusa. Este género de relaciones económicas experimentó un cierto avance en la época del capitalismo ruso y tuvo su apogeo y suprema expresión en la guerra imperialista. La insignificancia de las ciudades rusas, que es lo que más contribuyó a formar en Rusia el tipo de Estado asiático, excluía, en particular, la posibilidad de un movimiento de Reforma encaminada a sustituir la Iglesia ortodoxa burocrático-feudal por una variante cualquiera moderna del cristianismo adaptada a las necesidades de la sociedad burguesa. La lucha contra la Iglesia del Estado no trascen- día de los estrechos límites de las sectas campesinas, sin excluir la más poderosa de todas, el cisma de los «creyentes viejos». Quince años antes de que estallase la gran Revolución francesa se desencadenó en Rusia el movimiento de los cosacos, labriegos y obreros serviles de los montes Urales, acau- dillado por Pugachev. ¿Qué le faltó a aquella furiosa insurrección popular para convertirse en verdadera revolución? Le faltó el tercer estado. Sin la democracia industrial de las ciudades, era imposible que la guerra campe- sina se transformase en revolución, del mis- mo modo que las sectas aldeanas no podían llevar a cabo una Reforma. Lejos de provocar una revolución, el alzamiento de Pugachev sirvió para consolidar el absolutismo burocrá- tico como servidor fiel de los intereses de la nobleza, y volvió a demostrar su eficacia en una hora difícil. La europeización del país, que comenzó formalmente bajo Pedro el Grande, fue con- virtiéndose cada vez más, en el transcurso del siglo siguiente, en una necesidad de la propia clase gobernante, es decir, de la no- bleza. En 1825, la intelectualidad aristocráti- ca, dando expresión política a esta necesidad, se lanzó a una conspiración militar, con el fin de poner freno a la autocracia. Presionada por el desarrollo de la burguesía europea, la nobleza avanzada intentaba, de este modo, suplir la ausencia del tercer estado. Pero no se resignaba, a pesar de todo, a renunciar a sus privilegios de casta; aspiraba a combinar- los con el régimen liberal por el que luchaba; por eso, lo que más temía era que se levan- taran los campesinos. No tiene nada de ex- traño que aquella conspiración no pasara de ser la hazaña de unos cuantos oficiales bri- llantes, pero aislados, que sucumbieron casi sin lucha. Ese sentido tuvo la sublevación de los «decembristas». Los terratenientes que poseían fábricas fueron los primeros de su estamento que se iniciaron hacia la sustitución del trabajo servil por el trabajo libre. Otro de los factores que impulsaban esta medida era la exportación, cada día mayor, de cereales rusos al extran- jero. En 1861, la burocracia noble, apoyándo- se en los terratenientes liberales, implanta la reforma campesina. El impotente liberalismo burgués, reducido a su papel de comparsa, no tuvo más remedio que contemplar el cam- bio pasivamente. No hace falta decir que el zarismo resolvió el problema fundamental de Rusia, esto es, la cuestión agraria, de un mo- do todavía más mezquino y rapaz de como la monarquía prusiana había de resolver, a la vuelta de pocos años, el problema capital de Alemania: su unidad nacional. La solución de los problemas que incumben a una clase por obra de otra es una de las combinaciones a que aludíamos, propias de los países atrasa- dos. Pero donde se revela de un modo más in- discutible la ley del desarrollo combinado es en la historia y el carácter de la industria ru- sa. Nacida tarde, no repite la evolución de los países avanzados, sino que se incorpora a éstos, adaptando a su atraso propio las con- quistas más modernas. Si la evolución eco- nómica general de Rusia saltó sobre los pe- ríodos del artesanado gremial y de la manu- factura, algunas ramas de su industria pasa- ron por alto toda una serie de etapas técnico- industriales que en Occidentellenaron varias décadas. Gracias a esto, la industria rusa pu- do desarrollarse en algunos momentos con una rapidez extraordinaria. Entre la revolu- ción de 1905 y la guerra, Rusia dobló, aproximadamente, su producción industrial. A algunos historiadores rusos esto les parece una razón bastante concluyente para deducir que «hay que abandonar la leyenda del atra- so y del progreso lento». En rigor la posibili- dad de un tan rápido progreso hallábase con- dicionada precisamente por el atraso del país, que no sólo persiste hasta el momento de la liquidación de la vieja Rusia, sino que aún perdura como herencia de ese pasado hasta el día de hoy. El termómetro fundamental para medir el nivel económico de una nación es el rendi- miento del trabajo, que, a su vez, depende del peso específico de la industria en la eco- nomía general del país. En vísperas de la guerra, cuando la Rusia zarista había alcan- zado el punto culminante de su bienestar, la parte alícuota de riqueza nacional que corres- pondía a cada habitante era ocho o diez ve- ces inferior a la de los Estados Unidos, lo cual no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que las cuatro quintas partes de la población obrera de Rusia se concentraban en la agricultura, mientras que en los Estados Unidos, por cada persona ocupada en las la- bores agrícolas había 2,5 obreros industria- les. Añádase a esto que en vísperas de la guerra Rusia tenía 0,4 kilómetros de líneas férreas por cada 100 kilómetros cuadrados, mientras que en Alemania la proporción era de 1,7 y de 7 en Autria-Hungría, y por el esti- lo, todos los demás coeficientes comparativos que pudiéramos mencionar. Como ya hemos dicho, es precisamente en el campo de la economía donde se manifiesta con su máximo relieve la ley del desarrollo combinado. Y así, mientras que hasta el mo- mento mismo de estallar la revolución, la agricultura se mantenía, con pequeñas ex- cepciones, casi en el mismo nivel del siglo XVII, l la industria, en lo que a su técnica y a su estructura capitalista se refería, estaba al nivel de los países más avanzados, y, en al- gunos respectos, los sobrepasaba. En el año 1914 las pequeñas industrias con menos de cien obreros representaban en los Estados Unidos un 35 por 100 del censo total de obre- ros industriales, mientras que en Rusia este porcentaje era tan sólo de 17,8. La mediana y la gran industria, con una nómina de 100 a 1.000 obreros, representaban un peso espe- cífico aproximadamente igual; los centros fabriles gigantescos que daban empleo a más de mil obreros cada uno y que en los Estados Unidos sumaban el 17,8 por 100 del censo total de la población obrera, en Rusia repre- sentaban el 41,4 por 100. En las regiones industriales más importantes este porcentaje era todavía más elevado: en la zona de Pe- trogrado era de 44,4 por 100; en la de Mos- cú, de 57,3 por 100. A idénticos resultados llegamos comparando la industria rusa con la inglesa o alemana. Este hecho, que nosotros fuimos los primeros en registrar en el año 1908, se aviene mal con la idea que vulgar- mente se tiene del atraso económico de Ru- sia. Y, sin embargo, no excluye este atraso, sino que lo complementa dialécticamente. También la fusión del capital industrial con el bancario se efectuó en Rusia en proporcio- nes que tal vez no haya conocido ningún otro país. Pero la mediatización de la industria por los Bancos equivalía a su mediatización por el mercado financiero de la Europa occidental. La industria pesada (metal, carbón, petróleo) se hallaba sometida casi por entero al control del capital financiero internacional , que se había creado una red auxiliar y mediadora de Bancos en Rusia. La industria ligera siguió las mismas huellas. En términos generales, cerca del 40 por 100 del capital acciones invertido en Rusia pertenecía a extranjeros, y la pro- porción era considerablemente mayor en las ramas principales de la industria. Sin exage- ración, puede decirse que los paquetes de acciones que controlaban los principales ban- cos, empresas y fábricas de Rusia estaban en manos de extranjeros, debiendo advertirse que la participación de los capitales de Ingla- terra, Francia y Bélgica representaba casi el doble de la de Alemania. Las condiciones originarias de la industria rusa y de su estructura informan el carácter social de la burguesía de Rusia y su fisonomía política. La intensa concentración industrial suponía, ya de suyo, que entre las altas esfe- ras capitalistas y las masas del pueblo no hubiese sito para una jerarquía de capas in- termedias. Añádase a esto que los propieta- rios de las más importantes empresas indus- triales, bancarias y de transportes eran ex- tranjeros que cotizaban los beneficios obteni- dos en Rusia y su influencia política en los parlamentos extranjeros, razón por la cual no sólo no les interesaba fomentar la lucha por el parlamentarismo ruso, sino que muchas veces le hacían frente: bate recordar el ver- gonzoso papel que desempeñaba en Rusia la Francia oficial. Tales eran las causas elemen- tales e insuperables del aislamiento político y del odio al pueblo de la burguesía rusa. Y si ésta, en los albores de su historia, no había alcanzado el grado necesario de madurez para acometer la reforma del Estado, cuando las circunstancias le depararon la ocasión de ponerse al frente de la revolución demostró que llegaba ya tarde. En consonancia con el desarrollo general del país, la base sobre la que se formó la cla- se obrera rusa no fue el artesanado gremial, sino la agricultura; no fue la ciudad, sino el campo. Además, el proletariado de Rusia no fue formándose paulatinamente a lo largo de los siglos, arrastrando tras sí el peso del pa- sado, como en Inglaterra, sino a saltos, por una transformación súbita de las condiciones de vida, de las relaciones sociales, rompiendo bruscamente con el ayer. Esto fue, precisa- mente, lo que, unido al yugo concentrado el zarismo, hizo que los obreros rusos se asimi- laran las conclusiones más avanzadas del pensamiento revolucionario, del mismo modo que la industria rusa, llegada al mundo con retraso, se asimiló las últimas conquistas de la organización capitalista. El proletariado ruso tornaba a producir, una y otra vez, la breve historia de sus oríge- nes. Al tiempo que en la industria metalúrgi- ca, sobre todo en Petersburgo, cristalizaba y surgía una categoría de proletarios depurados que habían roto completamente con la aldea, en los Urales seguía predominando el tipo obrero de semiproletario, semicampesino. La afluencia de nuevas hornadas de mano de obra del campo a las regiones industriales renovaba todos los años los lazos que unían al proletariado con su cantera social. La incapacidad de acción política de la burguesía se hallaba directamente informado por el carácter de sus relaciones con el prole- tariado y la clase campesina. La burguesía no podía arrastrar consigo a los obreros a quie- nes la vida de todos los días enfrentaba con ella y que, además, aprendieron en seguida a generalizar sus problemas. Y la misma inca- pacidad demostraba para atraerse a los cam- pesinos, atada como estaba a los terratenien- tes por una red de intereses comunes y te- merosa de que el régimen de propiedad, en cualquiera de sus formas, se viniese a tierra. El retraso de la revolución rusa no era tan sólo, como se ve, un problema de cronología, sino que afectaba también a la estructura social del país. Inglaterra hizo su revolución puritana en una época en que su población total no pasa- ba de los cinco millones y medio de habitan- tes, de los cuales medio millón correspondía a Londres. En la época de la Revolución france- sa París no contaba tampoco con más de me- dio millón de almas de los veinticinco que formaban el censo total del país. A principios del siglo XX Rusia tenía cerca de ciento cin- cuenta millones de habitantes, más de tres millones de loscuales se concentraban en Petrogrado y Moscú. Detrás de estas cifras comparativas laten grandes diferencias socia- les. La Inglaterra del siglo XVII, como la Francia del siglo XVIII, no conocían aún el proletariado moderno. En cambio, en Rusia la clase obrera contaba, en 1905, incluyendo la ciudad y el campo, no menos de diez millones de almas, que, con sus familias, venían a representar más de veinticinco millones de almas, cifra que superaba la de la población total de Francia en la época de la Gran Revo- lución. Desde los artesanos acomodados y los campesinos independientes que formaban en el ejército de Cromwell hasta los proletarios industriales de Petersburgo, pasando por los sansculottes de París, la revolución hubo de modificar profundamente su mecánica social, sus métodos, y con éstos también, natural- mente, sus fines. Los acontecimientos de 1905 fueron el prologo de las dos revoluciones de 1917: la de Febrero y la de Octubre. El prólogo conte- nía ya todos los elementos del drama, aun- que éstos no se desarrollasen hasta el fin. La guerra ruso-japonesa hizo tambalearse al zarismo. La burguesía liberal se valió del mo- vimiento de las masas para infundir un poco de miedo desde la oposición a la monarquía. Pero los obreros se emanciparon de la bur- guesía, organizándose aparte de ella y frente a ella en los soviets, creados entonces por vez primera. Los campesinos s levantaron, al grito de «¡tierra!», en toda la gigantesca ex- tensión del país. Los elementos revoluciona- rios del ejército sentíanse atraídos, tanto co- mo los campesinos, por los soviets, que, en el momento álgido de la revolución, disputaron abiertamente el poder a la monarquía. Fue entonces cuando actuaron pro primera vez en la historia de Rusia todas las fuerzas revolu- cionarias: carecían de experiencia y les falta- ba la confianza en sí mismas. Los liberales retrocedieron ostentosamente ante la revolu- ción en el preciso momento en que se demos- traba que no bastaba con hostilizar al zaris- mo, sino que era preciso derribarlo. La brusca ruptura de la burguesía con el pueblo, que hizo que ya entonces se desprendiese de aquélla una parte considerable de la intelec- tualidad democrática, facilitó a la monarquía la obra de selección dentro del ejército, le permitió seleccionar las fuerzas fieles al ré- gimen y organizar una sangrienta represión contra los obreros y campesinos. Y, aunque con algunas costillas rotas, el zarismo salió vivo y relativamente fuerte de la prueba de 1905. ¿Qué alteraciones introdujo en el panora- ma de las fuerzas sociales el desarrollo histó- rico que llena los once años que median entre el prólogo y el drama? Durante este período se acentúa todavía más la contradicción entre el zarismo y las exigencias de la historia. La burguesía se fortificó económicamente, pero ya hemos visto que su fuerza se basaba en la intensa concentración de la industria y en la importancia creciente del capital extranjero. Adoctrinada por las enseñanzas de 1905, la burguesía se hizo aún más conservadora y suspicaz. El peso específico dentro del país de la pequeña burguesía y de la clase media, que ya antes era insignificante, disminuyó más aún. La intelectualidad democrática no disponía del menor punto consistente de apo- yo social. Podía gozar de una influencia políti- ca transitoria, pero nunca desempeñar un papel propio: hallábase cada vez más media- tizada por el liberalismo burgués. En estas condiciones no había más que un partido que pudiera brindar un programa, una bandera y una dirección a los campesinos: el proletaria- do. La misión grandiosa que le estaba reser- vada engendró la necesidad inaplazable de crear una organización revolucionaria propia, capaz de reclutar a las masas del pueblo y ponerlas al servicio de la revolución, bajo la iniciativa de los obreros. Así fue como los soviets de 1905 tomaron en 1917 un gigan- tesco desarrollo. Que los soviets -dicho sea de paso- no son, sencillamente, producto del atraso histórico de Rusia, sino fruto de la ley del desarrollo social combinado, lo demuestra por sí solo el hecho de que el proletariado del país más industrial del mundo, Alemania, no hallase durante la marejada revolucionaria de 1918-1919 más forma de organización que los soviets. La Revolución de 1917 perseguía como fin inmediato el derrumbamiento de la monar- quía burocrática. Pero, a diferencia de las revoluciones burguesas tradicionales, daba entrada en la acción, en calidad de fuerza decisiva, a una nueva clase, hija de los gran- des centros industriales y equipada con una nueva organización y nuevos métodos de lucha. La ley del desarrollo social combinado se nos presenta aquí en su expresión última: la revolución, que comienza derrumbando toda la podredumbre medieval, a la vuelta de pocos meses lleva al poder al proletariado acaudillado por el partido comunista. El punto de partida de la revolución rusa fue la revolución democrática. Pero planteó en términos nuevos el problema de la demo- cracia política. Mientras los obreros llenaban el país de soviets, dando entrada en ellos a los soldados y, en algunos sitios, a los cam- pesinos, la burguesía seguía entreteniéndose en discutir si debía o no convocarse la Asam- blea constituyente. Conforme vayamos expo- niendo los acontecimientos, veremos dibujar- se esta cuestión de un modo perfectamente concreto. Por ahora queremos limitarnos a señalar el puesto que corresponde a los so- viets en la concatenación histórica de las ideas y las formas revolucionarias. La revolución burguesa de Inglaterra, planteada a mediados del siglo XVIII, se des- arrolló bajo el manto de la Reforma religiosa. El súbdito inglés, luchando por su derecho a rezar con el devocionario que mejor le pare- ciese, luchaba contra el rey, contra la aristo- cracia, contra los príncipes de la Iglesia y contra Roma. Los presbiterianos y los purita- nos de Inglaterra estaban profundamente convencidos de que colocaban sus intereses terrenales bajo la suprema protección de la providencia divina. Las aspiraciones por que luchaban las nuevas clases confundíanse in- separablemente en sus conciencias con los textos de la Biblia y los ritos del culto religio- so. Los emigrantes del Maiflower llevaron consigo al otro lado del océano esta tradición mezclada con su sangre. A esto se debe la fuerza excepcional de resistencia de la inter- pretación anglosajona del cristianismo. Y to- davía es hoy el día en que los ministros «so- cialistas» de la Gran Bretaña encubren su cobardía con aquellos mismos textos mágicos en que los hombres del siglo XVII buscaban una justificación para su bravura. En Francia, donde no prendió la Reforma, la Iglesia católica perduró como Iglesia del Estado hasta la revolución, que había de ir a buscar no a los textos de la Biblia, sino a las abstracciones de la democracia, la expresión y justificación para los fines de la sociedad burguesa. Y por grande que sea el odio que los actuales directores de Francia sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias a la mano dura de Robespierre, pueden per- mitirse ellos hoy el lujo de seguir disfrazando su régimen conservador bajo fórmulas por medio de las cuales se hizo saltar en otro tiempo a la vieja sociedad. Todas las grandes revoluciones han mar- cado a la sociedad burguesa una nueva etapa y nuevas formas de conciencia de sus clases. Del mismo modo que en Francia no prendió la Reforma, en Rusia no prendió tampoco la democracia formal. El partido revolucionario ruso a quien incumbió la misión de dejar es- tampado su sello en toda una época, no acu- dió a buscar la expresión de los problemas de la revolución a la Biblia, ni a esa democracia «pura» que no es más que el cristianismo secularizado, sino a las condiciones materia- les de las clases que integran la sociedad. El sistema soviético dio a estas condiciones su expresión más sencilla, másdiáfana y más franca. El régimen de e los trabajadores se realiza por vez primera en la historia bajo los soviets que, cualesquiera que sean las vicisi- tudes históricas que les estén reservadas, ha echado raíces tan profundas e indestructibles en la conciencia de las masas como, en su tiempo, la Reforma o la democracia pura. 1929-1932: Capítulo 2. La Rusia zarista y la guerra, de la Historia de la Revolución Rusa La intervención de Rusia en la guerra era contradictoria por los motivos y los fines que perseguía. En el fondo, la sangrienta lucha entablada giraba en torno a la supremacía mundial. En este sentido, excedía de las fuer- zas de Rusia. Los «objetivos de guerra» de ésta (los estrechos turcos, Galicia, Armenia) tenían un carácter provincial y sólo podían ser alcanzados de pasada en la medida en que se armonizasen con los intereses de las poten- cias beligerantes decisivas. Pero, al mismo tiempo, Rusia, como gran potencia que era, no podía permanecer al margen en aquellas disputas de los países capitalistas más avanzados, del mismo modo que, en la época anterior, no había podido abstenerse de introducir en su país fábricas, ferrocarriles, fusiles de tiro rápido y aeropla- nos. Los frecuentes debates entablados entre los historiadores rusos de la moderna escuela acerca de si la Rusia zarista estaba o no ma- dura para tomar parte en la política imperia- lista contemporánea, degeneran constante- mente en escolasticismo, pues enfocan a Ru- sia aisladamente, como factor suelto en la palestra internacional, cuando, en realidad, no era más que el eslabón de un sistema. La India tomó parte en la guerra formal- mente y de hecho como colonia de Inglaterra. La intervención de China, aparentemente «voluntaria», fue, en realidad, la intervención del esclavo en las reyertas de los señores. La beligerancia de Rusia venía a ocupar un lugar intermedio entre la de Francia y la de China. Rusia pagaba en esta moneda el derecho a estar aliada con los países progresivos, im- portar sus capitales y abonar intereses por los mismos; es decir, pagaba, en el fondo, el derecho a ser una colonia privilegiada de sus aliados, al propio tiempo que a ejercer su presión sobre Turquía, Persia, Galicia, países más débiles y atrasados que ella, y a sa- quearlos. En el fondo, el imperialismo de la burguesía rusa, con su doble faz, no era más que un agente mediador de otras potencias mundiales más poderosas. Los «compradores» chinos (1) son el tipo clásico de una burguesía nacional creada so- bre el papel de agente intermedio entre el capital financiero extranjero y la economía interior del país. En la jerarquía de los Esta- dos del mundo, Rusia ocupaba antes de la guerra un lugar considerablemente más alto que China. Problema aparte es ya saber el lugar que hubiera ocupado después de la guerra, suponiendo que no hubiese estallado la revolución. Sin embargo, la autocracia ru- sa, de una parte, y de otra la burguesía, pre- sentaban los rasgos característicos marcados del tipo de los «compradores»: tanto una como otra vivían y se nutrían de los vínculos que les unían al imperialismo extranjero, a cuyo servicio estaban, y de no apoyarse en él, no hubiera podido tenerse en pie. Y ya se vio que, a última hora, ni con este apoyo pu- dieron salir adelante. La burguesía rusa «se- micompradora» tenía intereses mundiales imperialistas, a la manera como el agente que trabaja en comisión comparte los inter- eses de la empresa a quien sirve. El instrumento de las guerras son los ejér- citos. Y como en las mitologías nacionales, el propio Ejército se considera siempre invenci- ble, las clases gobernantes en Rusia no se veían obligadas a hacer una excepción para el ejército zarista. En realidad, éste no repre- sentaba una fuerza sería más que contra los pueblos semibárbaros, los pequeños países limítrofes y los Estados en descomposición; en la palestra europea, este ejército podía luchar coaligado con los demás. En el aspecto defensivo, su eficacia estaba en relación dire- cta con la inmensa extensión del país, la den- sidad escasa de población y las malas comu- nicaciones. El ejército de los campesinos sier- vos de la gleba tuvo un virtuoso: Suvórov. La Revolución Francesa, abriendo de par en par las puertas de una nueva sociedad y a una nueva estrategia, firmó la sentencia de muer- te de los ejércitos surovianos. La semiabolición del régimen servil y la implantación del servicio militar obligatorio modernizaron el ejército dentro de los mis- mos límites que el país: es decir, llevaron a él todas las contradicciones de una nación que aún no había hecho su revolución burguesa. Cierto es que el ejército zarista fue organiza- do y equipado a tono con el ejemplo de los países occidentales pero esto afectaba más a la forma que al fondo. Había una gran des- proporción entre el nivel cultural del campe- sino-soldado y el de la técnica militar. En el mando cobraban expresión la ignorancia, la pereza y la venalidad de las clases gobernan- tes rusas. La industria y los transportes falla- ban constantemente ante las exigencias con- centradas de los tiempos de guerra. Los sol- dados, que en los primeros días de la guerra daban la impresión de estar bien equipados, carecieron en seguida no sólo de armas, sino de botas. En la guerra ruso-japonesa, el ejér- cito zarista demostró su nulidad. En la época de la contrarrevolución, la monarquía, con la ayuda de la Duma, abasteció los depósitos de material de guerra y remendó como pudo el ejército, echando también una pieza a su re- putación de invencible. Hasta que en el año 1914 sobrevino una prueba harto más dura. En cuanto al armamento y las finanzas, Rusia se nos revela, durante la guerra, entre- gada servilmente a sus aliados. En realidad, esto no hacía más que reproducir, en el as- pecto militar, la subordinación general en que se encontraba respecto a los países capitalis- tas avanzados. Pero ni con la ayuda de los aliados salvó Rusia su situación. La escasez de municiones, la falta de medios para fabri- carlas, la ausencia de una buena red ferrovia- ria, con su consiguiente incapacidad para el transporte, tradujeron el atraso de Rusia al lenguaje de las derrotas, accesible para todo el mundo, y esas derrotas recordaron a los elementos liberales de la nación que sus an- tecesores no se habían cuidado de hacer la revolución burguesa y que, por tanto, los descendientes estaban en deuda con la Histo- ria. Los primeros días de la guerra fueron tam- bién los primeros días de la ignonimia. Des- pués de una serie de catástrofes parciales, en la primavera de 1915 sobrevino la desbanda- da general. Los generales descargaban los furores de su ineptitud criminal sobre la po- blación pacífica. Los inmensos territorios del país eran devastados brutalmente. Verdade- ras nubes de langosta humana veíanse em- pujadas a latigazos hacia el interior del país. El desastre de dentro venía a completar el derrumbamiento de fuera. Contestando a las preguntas de sus cole- gas, en que hablaba la inquietud respecto a la situación en el frente, el ministro de la Gue- rra, general Polivanov, contestó textualmen- te: « Confío en la dilatada extensión intransi- table de nuestro territorio, en los pantanos inacabables y en la misericordia de san Nico- lás de Mirlik, protector de la santa Rusia.» (Sesión del 4 de agosto de 1915.) Unas se- manas más tarde, el general Ruski confesaba a aquellos mismos ministros: «Las modernas exigencias de la técnica militar exceden de nuestras posibilidades. Desde luego, no po- demos entendérnolas con los alemanes.» Y en estas palabras no se reflejaba una impre- sión pasajera. El oficial Stankievich reproduce estas palabras de un ingeniero militar: «Es inútil que queramos guerrear contra los ale- manes, pues no nos hallamos en condición de hacer nada. Hasta los nuevos métodos de guerra se truecan para nosotros en otrastan- tas causas de fracaso.» Y aún podríamos citar multitud de opiniones por el estilo. De lo único que los generales podían dis- poner en abundancia era de carne humana. Con la carne de vaca y de cerdo se guardaba mucha más economía. Aquellas nulidades grises del Estado Mayor, aquel Yanuskievich de la escolta de Nikolai Nikolaievich o aquel Alexeiev de la escolta del zar, no sabían más que tapar las brechas con nuevas moviliza- ciones, consolando a los aliados y consolán- dose a sí mismos con grandes columnas de cifras, cuando lo que hacía falta eran colum- nas de combatientes. Fueron movilizados cerca de quince millones de hombres que llenaban las zonas de combate, los cuarteles, los centros de etapa, se estrujaban y se piso- teaban unos a otros furiosos y con la maldi- ción en los labios. Y estas masas humanas, que eran un valor nulo en el frente, eran, en cambio, un valor muy efectivo de disgrega- ción en el interior del país. Se calcula que el número de muertos, heridos y prisioneros rusos fue aproximadamente de cinco millones y medio de hombres. La cifra de desertores aumentaba incesantemente. Ya en julio de 1915, los ministros se lamentaban: «¡Pobre Rusia! Hasta su ejército, que en otros tiem- pos llenó el mundo con el clamor de sus vic- torias..., ha venido a quedar reducido a un tropel de cobardes y desertores.» Los propios ministros que hacían chistes macabros hablando de la «valentía evacuado- ra» de los generales, perdían horas y horas en discutir problemas como éste: ¿Debían sacarse de Kiev las reliquias de los santos o dejarlas estar? El zar entendía que podían dejarse allí, pues «los alemanes no se atreve- rán a tocarlas, y si se atreven, peor para ellos». Sin embargo, el Sínodo había empe- zado ya a trasladarlas a otro sitio: «Cuando nos marchemos, nos llevaremos con nosotros lo más preciado.» Estos hechos no ocurrían en la época de las Cruzadas, sino en pleno siglo XX, mientras la radio transmitía las noti- cias de las derrotas rusas. Los triunfos alcanzados por Rusia sobre Austria-Hungría no se debían tanto al país vencedor como al vencido. La putrefacta mo- narquía de los Habsburgo estaba pidiendo a voces desde hacía largo tiempo un sepulture- ro, el primero que llegase. No era la primera vez que Rusia triunfaba de los Estados en descomposición, tales como Turquía, Polonia y Persia. El frente suroccidental del ejército ruso, vuelto hacia Austria-Hungría, alcanzó, a diferencias de los otros, grandes victorias. en él se destacaron algunos generales que, si a decir verdad no revelaron en nada grandes aptitudes militares, por lo menos no estaban contagiados hasta el tuétano de ese fatalismo propio de los caudillos vencidos invariable- mente. De este medio habrían de salir, an- dando el tiempo, algunos de los «héroes» blancos de las guerras civiles. Todo el mundo buscaba en quién descar- gar sus culpas. No había judío a quien no se acusara de espionaje. Todo el que llevaba un apellido alemán veía su casa saqueada. El Estado Mayor del gran duque Nikolai Niko- laievich mandó fusilar como espía alemán al coronel de gendarmes Miasoiedov, sin prueba alguna fehaciente de lo que fuese. Sujomli- nov, ministro de la Guerra, hombre vacuo y poco escrupuloso, fue detenido y acusado, acaso no sin motivos, de traición. El ministro de Negocios Extranjeros de la Gran Bretaña, Grey, dijo al presidente de la delegación par- lamentaria rusa, comentando el hecho: «Vuestro gobierno da pruebas de una gran audacia al atreverse a procesar por traidor en plena guerra al ministro del ramo.» Los esta- dos mayores y la Duma acusaban de germa- nofilia a la Corte. Y tanto unos como otros sentían envidia y odio contra los aliados. El alto mando francés economizaba sus tropas, echando mano de soldados rusos. Inglaterra se desplazaba lentamente. En los salones de Petrogrado y en los estados mayores del frente decíanse chanceando: «Inglaterra ha jurado que guerrearía hasta dar la última gota de sangre... del soldado ruso.» Estas bromas acabaron por llegar a oídos de los soldados del frente. «¡¡Todo para la guerra!», exclamaban los ministros, los diputados, los generales y los periodistas. «Sí -gruñían los soldados en las trincheras, empezando a abrir los ojos-; todos están dispuestos a combatir hasta la última gota... de mi sangre.» El ejército ruso experimentó en la guerra un número de muertos superior al de ninguna de las demás naciones que tomaron parte en la matanza; sus víctimas ascendieron a dos millones y medio de muertos, o sea el 40 por 100 de las pérdidas sufridas por todos los ejércitos aliados juntos. En los primeros me- ses, los soldados caían bajo los obuses sin reflexionar o reflexionando poco. Pero cada día que pasaba iba dejando en ellos un nuevo poso de experiencia, esa experiencia amarga de los «soldados rasos», que no tienen quién les sepa conducir. Los soldados tocaban las consecuencias de aquel caos de marchas sin rumbo ni objetivo que ordenaban sus genera- les en sus zapatos rotos y en un estómago vacío. Y de aquella papilla sangrienta de hombres y cosas se alzó una palabra que fue tomando cuerpo y extendiéndose por todas partes: la palabra locura. El rudo lenguaje de los solda- dos empleaba, naturalmente, otra un poco más fuerte. El cuerpo que primero se desmoralizó fue la Infantería, formada por campesinos. La Artillería, en cuyas filas suele haber un tanto por ciento bastante grande de obreros indus- triales, denota, por lo general, una capacidad mucho mayor de asimilación de las ideas re- volucionarias, como hubo de demostrarse bien claramente en 1905. El hecho de que en 1917 la Artillería revelara, por el contrario, tendencias más conservadoras que la Infan- tería, se explica teniendo en cuenta que por los regimientos de Infantería pasaba como por un cedazo una sucesión constante de ma- sas humanas cada vez menos preparadas. La Artillería, que había sufrido muchas menos pérdidas, seguía conversando los antiguos cuadros. Lo mismo ocurría en otras armas especiales. Pero, a última hora, tampoco la Artillería se mantuvo fiel. Durante la retirada de Galicia, el generalí- simo transmitió la siguiente orden secreta: «Azotar a los soldados que deserten o come- tan cualesquiera otros delitos.» Pireiko, un soldado, cuenta: «Comenzaron a azotar a los soldados por la más insignificante falta, como era, por ejemplo, el alejarse del regimiento por algunas horas sin permiso; otras veces se veía que azotaban sencillamente para levan- tar la moral bélica a fuerza de latigazos.» Ya el 17 de septiembre de 1915, apuntaba Kuro- patkin invocando el testimonio de Guchkov: «Los soldados partieron a la guerra lleno de entusiasmo; ahora están cansados y las constantes retiradas les han hecho perder la fe en la victoria.» Era, sobre poco más o me- nos, por los mismos días en que el ministro del Interior, hablando de los treinta revolto- sos que no conocen la disciplina, escandali- zan, se pelean con los guardias (no hace mu- cho que un guardia fue muerto por ellos), libertan por la fuerza a los detenidos, etcéte- ra. Es evidente que si surgen desórdenes, estas hordas se sumarán a la multitud.» El soldado Pireiko, a quien citábamos más arri- ba, escribe en sus Recuerdos: « Todo el mundo, sin excepción, concentraba su interés en la paz: lo que menos le interesaba al ejér- cito era saber quién saldría vencedor y qué clase de paz se sellaría. El ejército necesita- ba, quería la paz a toda costa, pues estaba cansado ya de la guerra.» Una mujer que poseía espíritu observador, S. Fedorchenko, tuvo ocasión de escuchar, siendo enfermera, las conversaciones, casi diríamos los pensamientos, de los soldados, y los puso por escrito con gran arte en su car- net de notas. Fruto de este trabajo fue un librito titulado El pueblo en la guerra, que nos permite lanzar una ojeada a ese laboratorio en que las bombas, las alambradas, losgases asfixiantes y la vileza de los jefes fueron tra- bajando durante largos meses la conciencia de unos cuantos millones de campesinos ru- sos y donde con los huesos humanos crujían los prejuicios de varios siglos de tradición. En muchos de aquellos aforismos primitivos, grabados por la soldadesca, latían ya en po- tencia las consignas de la guerra civil que se avecinaba. El general Ruski lamentábase, en diciem- bre de 1916, de Riga, a la que llamaba la desgracia del frente septentrional. Era lo mismo que Pvinsk -decía el general-, «un nido de propaganda revolucionaria». El gene- ral Brusílov confirmaba que las tropas proce- dentes de esa región llegaban desmoralizadas que los soldados se negaban a lanzarse al ataque, que el capitán de una compañía había sido muerto a bayonetazos por sus hombres, que no había habido más remedio que fusilar a unos cuantos y por ahí adelante. «Los gérmenes que había de producir la des- composición definitiva del ejército existían ya mucho antes de la revolución», confiesa Rod- zianko, que mantenía relaciones con la oficia- lidad y había visitado repetidas veces el fren- te. Los elementos revolucionarios, al principio dispersos, habíanse hundido en la masa del ejército casi sin dejar huella. Pero a medida que cundía el descontento iban saliendo de nuevo a la superficie. Los obreros huelguis- tas, enviados al frente como castigo, reforza- ban las filas de los agitadores, y las retiradas les brindaban auditorios propicios. «En el in- terior, y sobre todo en el frente -denuncia la Ocrana-, el ejército está plagado de elemen- tos subversivos, de los cuales unos pueden convertirse, llegado el momento de una su- blevación, en una fuerza activa, y otros ne- garse a ejecutar medidas represivas...» Las autoridades superiores de la gendarmería de la provincia de Petrogrado denuncian en oc- tubre de 1916, basándose en un informe del delegado de la «Unión de Zemstvos», que el estado de espíritu que reina en el ejército es inquietante, que las relaciones entre los ofi- ciales y soldados denotan una gran tirantez; por doquier pululan a millares los desertores. «Todo el que haya visto de cerca el ejército saca la impresión y el convencimiento de que entre los soldados reina indiscutible descom- posición moral.» Por medida de prudencia, el informe añade que si bien mucho de lo que se cuenta en las citas informaciones parece poco verosímil, no hay más remedio que dar- le crédito, pues muchos de los médicos que regresan del frente de operaciones se expre- san en idéntico sentido. El estado de espíritu reinante en el interior del país correspondía a la moral del frente. En la reunión celebrada por el partido «kadete» (2) en octubre de 1916, la mayoría de los delegados hacía notar la apatía y la descon- fianza en el final victorioso de la guerra que dominaban «en todos los sectores de la po- blación, sobre todo en el campo y entre los elementos pobres de las ciudades». El 30 de octubre de 1916, el director del Departamen- to de Policía hablaba en sus informes de la «fatiga de la guerra» y del «anhelo de una paz pronta, sea cual sea, que se observan por todas partes en todos los sectores de la po- blación». Meses más tarde, todos estos señores, di- putados y policías, generales, médicos y ex- gendarmes, afirmaban unánimemente que la revolución había matado el patriotismo en el ejército y que los bolcheviques les habían quitado de entre las manos una victoria segu- ra. En este caos de patriotismo belicoso, los que llevaban la batuta eran, sin duda, los demócratas constitucionales (los kadetes). El liberalismo, que ya a fines de 1905 había roto el contacto muy problemático que le unía a la revolución, levantó desde los primeros mo- mentos de la contrarrevolución la bandera del imperialismo. Y la cosa era lógica: puesto que no había manera de limpiar al país de la ba- sura feudal para garantizar a la burguesía una situación preeminente, no le quedaba más recurso que pactar una alianza con la monarquía y la nobleza, con el fin de asegu- rar al capital un puesto más relevante en la palestra mundial. Y si bien es cierto que la catástrofe mundial se fue preparando desde distintos puntos, lo cual hizo que hasta cierto punto sorprendiese incluso a sus organizado- res más responsables, no es menos indudable que los liberales rusos, en su calidad de inspi- radores de la política exterior de la monar- quía, ocupan un lugar bastante destacado en la preparación de la guerra. Los caudillos de la burguesía rusa hacían justicia a la verdad al saludar como cosa suya la guerra de 1914. En la sesión solemne celebrada por la Duma nacional el 16 de julio de 1914, el represen- tante de la fracción de los kadetes declara: «No poseemos condiciones ni formulamos exigencias; nos limitamos a arrojar en la ba- lanza la firme decisión de rechazar al enemi- go.» La «unión sagrada» fue sellada también en Rusia como doctrina oficial. Durante las manifestaciones patrióticas de Moscú, el marqués de Benkerndorf, maestro mayor de ceremonias, declaró a los diplomáticos: «¡Ahí tienen ustedes la revolución que nos pronos- ticaban en Berlín!» «Esta idea -comenta el embajador francés Paleologue está manifies- tamente en todas las cabezas.» Aquella gente consideraba como su deber abrigar y sembrar ilusiones en una situación que paree que de- bía ser incompatible con ellas. No habían de hacerse esperar las frías en- señanzas de la realidad. Poco después de estallar la guerra, uno de los kadetes más expansivos, el abogado y terrateniente Rodi- chev exclamaba en una sesión del comité central de su partido.: «¿Pero es posible que creáis que con imbéciles como éstos puede nadie vencer?» Los acontecimientos demos- traron que no, que con imbéciles como aqué- llos no había manera de vencer. Cuando ya tenía perdida una buena parte de su fe en el triunfo, el liberalismo intentó aprovecharse de la inercia de la guerra para introducir un poco de limpieza en la camarilla palaciega y obligar a la monarquía a pactar. El arma principal de que se sirvió para estos fines fue la acusación de germanofilia y de preparación de una paz por separado lanzada contra el partido de los palatinos. En la primavera de 1915, cuando las tro- pas desarmadas se batían en retirada en todo el frente, las esferas gubernamentales deci- dieron, no sin la presión de los aliados, atraer hacia los trabajos de guerra la iniciativa de la industria privada. A una reunión convocada especialmente para este fin acudieron, ade- más de los burócratas, los industriales más influyentes. Las «uniones de zemstvos» y municipios que habían surgido al estallar la conflagración, y los comités industriales de guerra creados en la primavera de 1915 se convirtieron en otros tantos puntos de apoyo de la burguesía en su lucha por la victoria y el poder. Apoyada en dichas organizaciones, la Duma nacional podía obrar con mayor segu- ridad como mediadora entre la clase burgue- sa y la monarquía. Sin embargo, las vastas perspectiva políti- cas no distraían la atención de los interese cotidianos. De la comisión asesora especial, formada con aquellos fines, fluían, como de un manantial, cientos de millones de rublos, que, ramificados por diversos canales, rega- ban copiosamente la industria, saciando a su paso los apetitos de muchos. En la Duma nacional y en la prensa se dieron a conocer algunos de los beneficios de guerra obtenidos durante los años 1915 y 1916: la empresa textil de Riabuschinski, un fabricante liberal de Moscú, figuraba con un 75 por 100 de be- neficios netos; la manufactura de Tver ¡con un 111 por 100!; la fábrica de laminación de cobres de Kolichuguin, fundada con un capital de diez millones, aparecía reportando más de doce de utilidades. Como se ve aquí, la virtud patriótica quedaba recompensada espléndi- damente, y, además, bastante aprisa. La especulación en todas sus formas y las jugadasde Bolsa llegaron al paroxismo. De la espuma sangrienta surgían inmensas fortu- nas. El que en la capital no hubiese pan ni combustible no impedía a Faberget, el joyero de la corte, vanagloriarse de que nunca había hecho tan magníficos negocios. La Wirubova, camarera de palacio, cuenta que jamás se habían encargado trajes tan caros ni se habí- an comprado tantos brillantes como durante el invierno de 1915-1916. Los locales noctur- nos de diversiones estaban abarrotados de héroes emboscados, de desertores legales y demás caballeros respetables, demasiados viejos para guerrear en el frente pero lo sufi- cientemente jóvenes todavía para gozar de la vida en la retaguardia. Los grandes duques no eran los que menos participaban en aque- llas orgías, mientras hacia estragos la peste. Y no había que preocuparse de lo que se de- rrochaba, pues no cesaba de caer de lo alto una lluvia benéfica de oro. La «buena socie- dad» no tenía más que alargar la mano y abrir los bolsillos; las damas aristocráticas alzaban las faldas; los banqueros e intenden- tes, industriales, bailarinas del zar y de los grandes duques, jerarcas ortodoxos, damas de la corte, diputados radicales, generales del frente y de la retaguardia, abogados radica- les, tartufos augustos de ambos sexos, el tropel de sobrinos, y, sobre todo, de sobri- nas, todos chapoteaban en aquel cieno ama- sado con sangre. Todos se daban prisa a ro- bar y a comer a dos carrillos, temerosos de que la benéfica lluvia se acabara, y todos rechazaban con indignación la idea ignomi- niosa de una paz prematura. La comunidad en las ganancias, las derro- tas en el frente y los peligros del interior fue- ron acercando más y más a los partidos de las clases poseedoras. En la Duma, desunida todavía en vísperas de la guerra, formóse en 1915 una mayoría patriótica de oposición, que adoptó el nombre de «bloque progresi- vo». Proclamó, naturalmente, como su finali- dad oficial, la «satisfacción de las necesida- des creadas por la guerra». En la izquierda quedaron fuera del bloque los socialdemócra- tas y los trudoviki (3); en la derecha, los gru- pos francamente oscurantistas, los tres gru- pos de octubristas (4), el centro y una parte de los nacionalistas, entraron en el bloque o se adhirieron a él, al igual que los grupos nacionalistas, entraron en el bloque o se ad- hirieron a él, al igual que los grupos naciona- les: los polacos, los lituanos, los musulma- nes, los judíos, etc. Para no asustar al zar lanzando la fórmula de un ministerio respon- sable, el bloque exigió «un gobierno de coali- ción, formado por personas que gozasen de la confianza del país». El ministro del Interior, príncipe Cherbarov, definía ya en aquel en- tonces el bloque progresivo como una «unión pasajera provocada por el peligros de la revo- lución social». Para comprender esto no era necesaria, naturalmente, una gran penetra- ción. Miliukov, que capitaneaba a los kadetes, y desde ese puesto al bloque, decía en una reunión de su partido: «Estamos sobre un volcán... La tensión ha llegado a su límite extremo... Basta con que cualquier impruden- te arroje una cerilla al suelo para que estalle el voraz incendio... Urge más que nunca un poder fuerte, sea el que fuese, bueno o ma- lo.» Tan grande era la esperanza de que el zar, intimidado por las derrotas, se avendría a hacer concesiones, que, en agosto, la prensa liberal publicó la lista de un proyectado «Ga- binete de confianza» con el presidente de la Duma, Rodzianko, de primer ministro (otra versión indicaba para este cargo al presidente de la «Unión de Zemstvos», príncipe Lvov); Guchkov de ministro del Interior; Miliukov, en Negocios Extranjeros, etc. Año y medio des- pués, la mayoría de estas personas, que se habían nombrado a sí mismas para aliarse con el zar contra la revolución, obtenían car- teras en el gobierno «revolucionario» provi- sional. No era el primer caso en que la Histo- ria se permitía bromas de éstas. Menos mal que, por esta vez, la chanza resultó de corta duración. La mayoría de los ministros del gabinete presidido por Goremikin estaban tan aterrori- zados como los kadetes ante la marcha de los acontecimientos, razón por la cual se inclina- ban a pactar con el bloque progresivo. «Un gobierno que no cuente con la confianza del titular del poder supremo, ni del ejército, ni de los municipios, ni de los «zemstvos», ni de la nobleza, ni de los comerciantes, ni de los obreros, no sólo no puede actuar, sino que ni siquiera puede existir. Es un absurdo mani- fiesto.» Éste era el juicio que le merecía, en agosto de 1915, al príncipe Cherbatov el go- bierno en que él mismo desempeñaba la car- tera del Interior. «Si las cosas se organizan de una manera decorosa y se deja una salida -decía el ministro de Negocios Extranjeros, Sazonov-, los kadetes serán los primeros en aceptar el pacto; Miliukov es un gran bur- gués, y a nada teme tanto como a la revolu- ción social. Además, la mayoría de los kade- tes tiemblan ante la perspectiva de perder sus capitales.» Por su parte, el propio Miliu- kov entendía que el «bloque» tendría que hacer «ciertas concesiones». Como se ve, ambas partes estaban dispuestas a entender- se, y parecía asunto concluido. Pero el 29 de agoto, Goremikin, el presidente del Consejo, un burócrata cargado de años y de honores, viejo cínico que se dedicaba a hacer política entre partida y partida de tresillo y se negaba a atender ninguna queja, diciendo que la guerra no era cosa suya, se presentó al zar en el cuartel general y volvió con la noticia de que todo el mundo debía permanecer en su sitio y las cosas como estaban, excepto la rebelde Duma, que sería disuelta el 3 de sep- tiembre. La lectura del ukase del zar disol- viendo la Duma fue acogida sin una sola pa- labra de protesta; los diputados dieron un viva al zar y se fueron cada cual por su lado. ¿Cómo este gobierno, que, según su pro- pia confesión, no se apoyaba en nadie, pudo sostenerse en el poder más de año y medio? Los triunfos pasajeros de las tropas rusas surtieron, indudablemente, su efecto, refor- zando la benéfica lluvia de oro. Cierto es que los triunfos en el frente se acabaron pronto, pero en el interior del país los beneficios se- guían viento en popa. Sin embargo, la causa principal de que se consolidase la monarquía por una temporada, doce meses antes de sobrevenir su derrumbamiento, residía en la aguda diferenciación del descontento popular. El jefe de la Ocrana de Moscú daba cuenta de cómo la burguesía evolucionaba hacia la de- recha empujada por «el miedo ante la posibi- lidad de que después de la guerra se produ- jesen revueltas revolucionarias». Como ve- mos, la posibilidad de una revolución en ple- na guerra se daba por descartada. Los indus- triales andaban, además, inquietos por los «coqueteos» de algunos de los directores de los comités industriales de guerra con el pro- letariado. El coronel de gendarmes Martínov, que, por lo visto, no había perdido el tiempo leyendo por deber profesional las obras marxistas, llegaba a la conclusión de que la mejora relativa experimentada por la situa- ción política del país se debía a «la diferen- ciación cada vez más acentuada de las clases sociales, en la que se ponen al descubierto de un modo vivo y cada vez más insensible, en los tiempos que corren, los conflictos plan- teados entre sus intereses». La disolución de la Duma en septiembre de 1915 fue un reto lanzado a la burguesía y no a los obreros. Y sin embargo, mientras los liberales se volvían a sus casas vitoreando al zar, aunque, a decir verdad, sin gran entu- siasmo, los obreros de Petrogrado y Moscú contestaban al reto con huelgas de protesta. Esto acabó de desalentar a los liberales, que a los más que temían era a que un tercero en discordia se entrometiera en su pleito familiar con la monarquía. ¿Qué posición debían adoptar? Los liberales, con unos cuantos gru- ñidos tímidos del ala izquierda,