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01 La historia de la Revolucion Rusa Autor Leon Trotsky

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La historia de
la revolución rusa
Leon Trotsky
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HISTORIA DE LA REVOLU-
CIÓN RUSA 
 
 
 
León Trotsky 
 
 
 
1929-1932: Prólogo de la Historia 
de la Revolución Rusa. 
 
 
En los dos primeros meses del año 1917 
reinaba todavía en Rusia la dinastía de los 
Romanov. Ocho meses después estaban ya 
en el timón los bolcheviques, un partido igno-
rado por casi todo el mundo a principios de 
año y cuyos jefes, en el momento mismo de 
subir al poder, se hallaban aún acusados de 
alta traición. La historia no registra otro cam-
bio de frente tan radical, sobre todo si se tie-
ne en cuenta que estamos ante una nación 
de ciento cincuenta millones de habitantes. 
Es evidente que los acontecimientos de 1917, 
sea cual fuere el juicio que merezcan, son 
dignos de ser investigados. 
 
La historia de la revolución, como toda his-
toria, debe, ante todo, relatar los hechos y su 
desarrollo. Mas esto no basta. Es menester 
que del relato se desprenda con claridad por 
qué las cosas sucedieron de ese modo y no 
de otro. Los sucesos históricos no pueden 
considerarse como una cadena de aventuras 
ocurridas al azar ni engarzarse en el hilo de 
una moral preconcebida, sino que deben so-
meterse al criterio de las leyes que los go-
biernan. El autor del presente libro entiende 
que su misión consiste precisamente en sacar 
a la luz esas leyes. 
 
El rasgo característico más indiscutible de 
las revoluciones es la intervención directa de 
las masas en los acontecimientos históricos. 
En tiempos normales, el Estado, sea monár-
quico o democrático, está por encima de la 
nación; la historia corre a cargo de los espe-
cialistas de este oficio: los monarcas, los mi-
nistros, los burócratas, los parlamentarios, 
los periodistas. Pero en los momentos decisi-
vos, cuando el orden establecido se hace in-
soportable para las masas, éstas rompen las 
barreras que las separan de la palestra políti-
ca, derriban a sus representantes tradiciona-
les y, con su intervención, crean un punto de 
partida para el nuevo régimen. Dejemos a los 
moralistas juzgar si esto está bien o mal. A 
nosotros nos basta con tomar los hechos tal 
como nos los brinda su desarrollo objetivo. La 
historia de las revoluciones es para nosotros, 
por encima de todo, la historia de la irrupción 
violenta de las masas en el gobierno de sus 
propios destinos. 
 
Cuando en una sociedad estalla la revolu-
ción, luchan unas clases contra otras, y, sin 
embargo, es de una innegable evidencia que 
las modificaciones por las bases económicas 
de la sociedad y el sustrato social de las cla-
ses desde que comienza hasta que acaba no 
bastan, ni mucho menos, para explicar el 
curso de una revolución que en unos pocos 
meses derriba instituciones seculares y crea 
otras nuevas, para volver en seguida a de-
rrumbarlas. La dinámica de los acontecimien-
tos revolucionarios se halla directamente in-
formada por los rápidos tensos y violentos 
cambios que sufre la sicología de las clases 
formadas antes de la revolución. 
 
La sociedad no cambia nunca sus institu-
ciones a medida que lo necesita, como un 
operario cambia sus herramientas. Por el 
contrario, acepta prácticamente como algo 
definitivo las instituciones a que se encuentra 
sometida. Pasan largos años durante los cua-
les la obra de crítica de la oposición no es 
más que una válvula de seguridad para dar 
salida al descontento de las masas y una 
condición que garantiza la estabilidad del ré-
gimen social dominante; es, por ejemplo, la 
significación que tiene hoy la oposición so-
cialdemócrata en ciertos países. Han de so-
brevenir condiciones completamente excep-
cionales, independientes de la voluntad de los 
hombres o de los partidos, para arrancar al 
descontento las cadenas del conservadurismo 
y llevar a las masas a la insurrección. 
 
Por tanto, esos cambios rápidos que expe-
rimentan las ideas y el estado de espíritu de 
las masas en las épocas revolucionarias no 
son producto de la elasticidad y movilidad de 
la psiquis humana, sino al revés, de su pro-
fundo conservadurismo. El rezagamiento cró-
nico en que se hallan las ideas y relaciones 
humanas con respecto a las nuevas condicio-
nes objetivas, hasta el momento mismo en 
que éstas se desploman catastróficamente, 
por decirlo así, sobre los hombres, es lo que 
en los períodos revolucionarios engendra ese 
movimiento exaltado de las ideas y las pasio-
nes que a las mentalidades policiacas se les 
antoja fruto puro y simple de la actuación de 
los «demagogos». Las masas no van a la re-
volución con un plan preconcebido de la so-
ciedad nueva, sino con un sentimiento claro 
de la imposibilidad de seguir soportando la 
sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de 
cada clase tiene un programa político, pro-
grama que, sin embargo, necesita todavía ser 
sometido a la prueba de los acontecimientos 
y a la aprobación de las masas. El proceso 
político fundamental de una revolución con-
siste precisamente en que esa clase perciba 
los objetivos que se desprenden de la crisis 
social en que las masas se orientan de un 
modo activo por el método de las aproxima-
ciones sucesivas. Las distintas etapas del 
proceso revolucionario, consolidadas pro el 
desplazamiento de unos partidos por otros 
cada vez más extremos, señalan la presión 
creciente de las masas hacia la izquierda, 
hasta que el impulso adquirido por el movi-
miento tropieza con obstáculos objetivos. 
Entonces comienza la reacción: decepción de 
ciertos sectores de la clase revolucionaria, 
difusión del indeferentismo y consiguiente 
consolidación de las posiciones adquiridas por 
las fuerzas contrarrevolucionarias. Tal es, al 
menos, el esquema de las revoluciones tradi-
cionales. 
 
Sólo estudiando los procesos políticos so-
bre las propias masas se alcanza a compren-
der el papel de los partidos y los caudillos que 
en modo alguno queremos negar. Son un 
elemento, si no independiente, sí muy impor-
tante, de este proceso. Sin una organización 
dirigente, la energía de las masas se disipa-
ría, como se disipa el vapor no contenido en 
una caldera. Pero sea como fuere, lo que im-
pulsa el movimiento no es la caldera ni el 
pistón, sino el vapor. 
 
Son evidentes las dificultades con que tro-
pieza quien quiere estudiar los cambios expe-
rimentados por la conciencia de las masas en 
épocas de revolución. Las clase oprimidas 
crean la historia en las fábricas, en los cuar-
teles, en los campos, en las calles de la ciu-
dad. Mas no acostumbran a ponerla por escri-
to. Los períodos de tensión máxima de las 
pasiones sociales dejan, en general, poco 
margen par ala contemplación y el relato. 
Mientras dura la revolución, todas las musas, 
incluso esa musa plebeya del periodismo, tan 
robusta, lo pasan mal. A pesar de esto, la 
situación del historiador no es desesperada, 
ni mucho menos. Los apuntes escritos son 
incompletos, andan sueltos y desperdigados. 
Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, 
estos testimonios fragmentarios permiten 
muchas veces adivinar la dirección y el ritmo 
del proceso histórico. Mal o bien, los partidos 
revolucionarios fundan su técnica en la ob-
servación de los cambios experimentados por 
la conciencia de las masas. La senda histórica 
del bolchevismo demuestra que esta obser-
vación, al menos en sus rasgos más salien-
tes, esperfectamente factible. ¿Por qué lo 
accesible al político revolucionario en el tor-
bellino de la lucha no ha de serlo también 
retrospectivamente al historiador? 
 
Sin embargo, los procesos que se desarro-
llan en la conciencia de las masas no son 
nunca autóctonos ni independientes. Pese a 
los idealistas y a los eclécticos, la conciencia 
se halla determinada por la existencia. Los 
supuestos sobre los que surgen la Revolución 
de Febrero y su suplantación por la de Octu-
bre tienen necesariamente que estar infor-
mados por las condiciones históricas en que 
se formó Rusia, por su economía, sus clases, 
su Estado, por las influencias ejercidas sobre 
ella por otros países. Y cuanto más enigmáti-
co nos parezca el hecho de que un país atra-
sado fuera el primero en exaltar al poder al 
proletariado, más tenemos que buscar la ex-
plicación de este hecho en las características 
de ese país, o sea en lo que le diferencia de 
los demás. 
 
En los primeros capítulos del presente libro 
esbozamos rápidamente la evolución de la 
sociedad rusa y de sus fuerzas intrínsecas, 
acusando de este modo las peculiaridades 
históricas de Rusia y su peso específico. Con-
fiamos en que el esquematismo de esas pági-
nas no asustará al lector. Más adelante, con-
forme siga leyendo, verá a esas mismas fuer-
zas sociales vivir y actuar. 
 
Este trabajo no está basado precisamente 
en los recuerdos personales de su autor. El 
hecho de que éste participara en los aconte-
cimientos no le exime del deber de basar su 
estudio en documentos rigurosamente com-
probados. El autor habla de sí mismo allí 
donde la marcha de los acontecimientos le 
obliga a hacerlo, pero siempre en tercera 
persona. Y no por razones de estilo simple-
mente, sino porque el tono subjetivo que en 
las autobiografías y en las memorias es inevi-
table sería inadmisible en un trabajo de índo-
le histórica. 
 
Sin embargo, la circunstancia de haber in-
tervenido personalmente en la lucha permite 
al autor, naturalmente, penetrar mejor, no 
sólo en la sicología de las fuerzas actuantes, 
las individuales y las colectivas, sino también 
en la concatenación interna de los aconteci-
mientos. Mas para que esta ventaja dé resul-
tados positivos, precisa observar una condi-
ción, a saber: no fiarse a los datos de la pro-
pia memoria, y esto no sólo en los detalles, 
sino también en lo que respecta a los motivos 
y a los estados de espíritu. El autor cree 
haber guardado este requisito en cuanto de él 
dependía. 
 
Todavía hemos de decir dos palabras acer-
ca de la posición política del autor, que en 
función de historiador, sigue adoptando el 
mismo punto de vista que adoptaba en fun-
ción de militante ante los acontecimientos 
que relata. El lector no está obligado, natu-
ralmente, a compartir las opiniones políticas 
del autor, que éste, por su parte, no tiene 
tampoco por qué ocultar. Pero sí tiene dere-
cho a exigir de un trabajo histórico que no 
sea precisamente la apología de una posición 
política determinada, sino una exposición, 
internamente razonada, del proceso real y 
verdadero de la revolución. Un trabajo histó-
rico sólo cumple del todo con su misión cuan-
do en sus páginas los acontecimientos se 
desarrollan con toda su forzosa naturalidad. 
 
¿Mas tiene esto algo que ver con la que 
llaman «imparcialidad» histórica? Nadie nos 
ha explicado todavía claramente en qué con-
siste esa imparcialidad. El tan citado dicho de 
Clemenceau de que las revoluciones hay que 
tomarlas o desecharlas en bloc es, en el me-
jor de los casos, un ingenioso subterfugio: 
¿cómo es posible abrazar o repudiar como un 
todo orgánico aquello que tiene su esencia en 
la escisión? Ese aforismo se lo dicta a Cle-
menceau, por una parte, la perplejidad pro-
ducida en éste por el excesivo arrojo de sus 
antepasados, y, por otra, la confusión en que 
se halla el descendiente ante sus sombras. 
 
Uno de los historiadores reaccionarios, y, 
por tanto, más de moda en la Francia con-
temporánea, L. Madelein, que ha calumniado 
con palabras tan elegantes a la Gran Revolu-
ción, que vale tanto como decir a la progeni-
tora de la nación francesa, afirma que «el 
historiador debe colocarse en lo alto de las 
murallas de la ciudad sitiada, abrazando con 
su mirada a sitiados y sitiadores»; es, según 
él, la única manera de conseguir una «justicia 
conmutativa». Sin embargo, los trabajos de 
este historiador demuestran que si él se subió 
a lo alto de las murallas que separan a los 
dos bandos, fue, pura y simplemente, para 
servir de espía a la reacción. Y menos mal 
que en este caso se trata de batallas pasa-
das, pues en épocas de revolución es un poco 
peligroso asomar la cabeza sobre las mura-
llas. Claro está que, en los momentos peli-
grosos, estos sacerdotes de la «justicia con-
mutativa» suelen quedarse sentados en casa 
esperando a ver de qué parte se inclina la 
victoria. 
 
El lector serio y dotado de espíritu crítico 
no necesita de esa solapada imparcialidad 
que le brinda la copa de la conciliación llena 
de posos de veneno reaccionario, sino de la 
metódica escrupulosidad que va a buscar en 
los hechos honradamente investigados, apo-
yo manifiesto para sus simpatías o antipatías 
disfrazadas, a la contrastación de sus nexos 
reales, al descubrimiento de las leyes por que 
se rigen. Ésta es la única objetividad histórica 
que cabe, y con ella basta, pues se halla con-
trastada y confirmada, no por las buenas in-
tenciones del historiador de que él mismo 
responde, sino por las leyes que rigen el pro-
ceso histórico y que él se limita a revelar. 
 
Para escribir este libro nos han servido de 
fuentes numerosas publicaciones periódicas, 
diarios y revistas, memorias, actas y otros 
materiales, en parte manuscritos y, princi-
palmente, los trabajos editados por el Institu-
to para la Historia de la Revolución en Moscú 
y Leningrado. Nos ha parecido superfluo indi-
car en el texto las diversas fuentes, ya que 
con ello no haríamos más que estorbar la 
lectura. Entre las antologías de trabajos his-
tóricos hemos manejado my en particular los 
dos tomos de los Apuntes para la Historia de 
la Revolución de Octubre (Moscú-Leningrado, 
1927). Escritos por distintos autores, los tra-
bajos monográficos que forman estos dos 
tomos no tienen todos el mismo valor, pero 
contienen, desde luego, abundante material 
de hechos. 
 
Cronológicamente nos guiamos en todas 
las fechas por el viejo calendario, rezagado 
en trece fechas, como se sabe, respecto al 
que regía en el resto del mundo y hoy rige 
también en los Soviets. El autor no tenía más 
remedio que atenerse al calendario que esta-
ba en vigor durante la revolución. Ningún 
trabajo le hubiera costado, naturalmente, 
trasponer las fechas según el cómputo mo-
derno. Pero esta operación, eliminando unas 
dificultades, habría creado otras de más mon-
ta. El derrumbamiento de la monarquía pasó 
a la historia con el nombre de Revolución de 
Febrero. Sin embargo, computando la fecha 
por el calendario occidental, ocurrió en mar-
zo. La manifestación armada que se organizó 
contra la política imperialista del gobierno 
provisional figura en la historia con el nombre 
de «jornadas de abril», siendo así que, según 
el cómputo europeo, tuvo lugar en mayo. Sin 
detenernos en otros acontecimientos y fechas 
intermedios, haremos notar, finalmente, que 
la Revolución de Octubre se produjo, según el 
calendario europeo, en noviembre. Como 
vemos, ni el propio calendario se puede librar 
del sello que estampan en él los aconteci-
mientos de la Historia, y al historiador no le 
es dado corregir las fechas históricas con 
ayuda de simples operaciones aritméticas. 
Tenga en cuenta el lector que antes de derro-
car el calendario bizantino, la revolución hubo 
de derrocar las instituciones que a él se afe-
rraban. 
 
 
1929-1932: Capítulo 1. Las carac-
terísticas del desarrollo de Rusia, de 
la Historia de la Revolución Rusa 
 
 
El rasgo fundamental y más constante de 
la historia de Rusia es elcarácter rezagado de 
su desarrollo, con el atraso económico, el 
primitivismo de las formas sociales y el bajo 
nivel de cultura que son su obligada conse-
cuencia. 
 
La población de aquellas estepas gigantes-
cas, abiertas a los vientos inclementes del 
Oriente y a los invasores asiáticos, nació con-
denada por la naturaleza misma a un gran 
rezagamiento. La lucha con los pueblos nó-
madas se prolonga hasta fines del siglo XVII. 
La lucha con los vientos que arrastran en in-
vierno los hielos y en verano la sequía aún se 
sigue librando hoy en día. La agricultura -
base de todo el desarrollo del país- progresa-
ba de un modo extensivo: en el norte eran 
talados y quemados los bosques, en el sur se 
roturaban las estepas vírgenes; Rusia fue 
tomando posesión de la naturaleza no en pro-
fundidad, sino en extensión. 
 
Mientras que los pueblos bárbaros de Oc-
cidente se instalaban sobre las ruinas de la 
cultura romana, muchas de cuyas viejas pie-
dras pudieron utilizar como material de cons-
trucción, los eslavos de Oriente se encontra-
ron en aquellas inhóspitas latitudes de la es-
tepa huérfanos de toda herencia: su antece-
sores vivían en un nivel todavía más bajo que 
el suyo. Los pueblos de la Europa occidental, 
encerrados en seguida dentro de sus fronte-
ras naturales, crearon los núcleos económicos 
y de cultura de las sociedades industriales. La 
población de la llanura oriental, tan pronto 
vio asomar los primeros signos de penuria, 
penetró en los bosques o se fue a las este-
pas. En Occidente, los elementos más em-
prendedores y de mayor iniciativa de la po-
blación campesina vinieron a la ciudad, se 
convirtieron en artesanos, en comerciantes. 
Algunos de los elementos activos y audaces 
de Oriente se dedicaron también al comercio, 
pero la mayoría se convirtieron en cosacos, 
en colonizadores. 
 
El proceso de diferenciación social tan in-
tensivo en Occidente, en Oriente veíase con-
tenido y esfumado por el proceso de expan-
sión. «El zar de los moscovitas, aunque cris-
tiano, reina sobre gente de inteligencia pere-
zosa», escribía Vico, contemporáneo de Pedro 
I. Aquella «inteligencia perezosa» de los 
moscovitas reflejaba la lentitud del ritmo 
económico, la vaguedad informe de las rela-
ciones de clase, la indigencia de la historia 
interior. 
 
Las antiguas civilizaciones de Egipto, India 
y la China tenían características propias que 
se bastaban a sí mismas y disponían de tiem-
po suficiente para llevar sus relaciones socia-
les, a pesar del bajo nivel de sus fuerzas pro-
ductivas, casi hasta esa misma minuciosa 
perfección que daban a sus productos los 
artesanos de dichos países. Rusia hallábase 
enclavada entre Europa y Asia, no sólo geo-
gráficamente, sino también desde un punto 
de vista social e histórico. Se diferenciaba en 
la Europa occidental, sin confundirse tampoco 
con el Oriente asiático, aunque se acercase a 
uno u otro continente en los distintos mo-
mentos de su historia, en uno u otro respec-
to. El Oriente aportó el yugo tártaro, elemen-
to importantísimo en la formación y estructu-
ra del Estado ruso. El Occidente era un ene-
migo mucho más temible; pero al mismo 
tiempo un maestro. Rusia no podía asimilarse 
a las formas de Oriente, compelida como se 
hallaba a plegarse constantemente a la pre-
sión económica y militar de Occidente. 
 
La existencia en Rusia de un régimen feu-
dal, negada por los historiadores tradiciona-
les, puede considerarse hoy indiscutiblemente 
demostrada por las modernas investigacio-
nes. Es más: los elementos fundamentales 
del feudalismo ruso eran los mismos que los 
de Occidente. Pero el solo hecho de que la 
existencia en Rusia de una época feudal haya 
tenido que demostrarse mediante largas po-
lémicas científicas, es ya claro indicio del ca-
rácter imperfecto del feudalismo ruso, de sus 
formas indefinidas, de la pobreza de sus mo-
numentos culturales. 
 
Los países atrasados se asimilan las con-
quistas materiales e ideológicas de las nacio-
nes avanzadas. Pero esto no significa que 
sigan a estas últimas servilmente, reprodu-
ciendo todas las etapas de su pasado. La teo-
ría de la reiteración de los ciclos históricos -
procedente de Vico y sus secuaces- se apoya 
en la observación de los ciclos de las viejas 
culturas precapitalistas y, en parte también, 
en las primeras experiencias del capitalismo. 
El carácter provincial y episódico de todo el 
proceso hacia que, efectivamente, se repitie-
sen hasta cierto punto las distintas fases de 
cultura en los nuevos núcleos humanos. Sin 
embargo, el capitalismo implica la superación 
de estas condiciones. El capitalismo prepara 
y, hasta cierto punto, realiza la universalidad 
y permanencia en la evolución de la humani-
dad. Con esto se excluye ya la posibilidad de 
que se repitan las formas evolutivas en las 
distintas naciones. Obligado a seguir a los 
países avanzados, el país atrasado no se 
ajusta en su desarrollo a la concatenación de 
las etapas sucesivas. El privilegio de los paí-
ses históricamente rezagados -que lo es 
realmente- está en poder asimilarse las cosas 
o, mejor dicho, en obligarse a asimilárselas 
antes del plazo previsto, saltando por alto 
toda una serie de etapas intermedias. Los 
salvajes pasan de la flecha al fusil de golpe, 
sin recorrer la senda que separa en el pasado 
esas dos armas. Los colonizadores europeos 
de América no tuvieron necesidad de volver a 
empezar la historia por el principio. Si Alema-
nia o los Estados Unidos pudieron dejar atrás 
económicamente a Inglaterra fue, precisa-
mente, porque ambos países venían rezaga-
dos en la marcha del capitalismo. Y la anar-
quía conservadora que hoy reina en la indus-
tria hullera británica y en la mentalidad de 
MacDonald y de sus amigos es la venganza 
por ese pasado en que Inglaterra se demoró 
más tiempo del debido empuñando el cetro 
de la hegemonía capitalista. El desarrollo de 
una nación históricamente atrasada hace, 
forzosamente, que se confundan en ella, de 
una manera característica, las distintas fases 
del proceso histórico. Aquí el ciclo presenta, 
enfocado en su totalidad, un carácter confu-
so, embrollado, mixto. 
 
Claro está que la posibilidad de pasar por 
alto las fases intermedias no es nunca abso-
luta; hállase siempre condicionada en última 
instancia por la capacidad de asimilación eco-
nómica y cultural del país. Además, los países 
atrasados rebajan siempre el valor de las 
conquistas tomadas del extranjero al asimi-
larlas a su cultura más primitiva. De este 
modo, el proceso de asimilación cobra un 
carácter contradictorio. Así por ejemplo, la 
introducción de los elementos de la técnica 
occidental, sobre todo la militar y manufactu-
rera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación 
del régimen servil como forma fundamental 
de la organización del trabajo. El armamento 
y los empréstitos a la europea -productos, 
indudablemente, de una cultura más elevada- 
determinaron el robustecimiento del zarismo, 
que, a su vez, se interpuso como un obstácu-
lo ante el desarrollo del país. 
 
Las leyes de la historia no tienen nada de 
común con el esquematismo pedantesco. El 
desarrollo desigual, que es la ley más general 
del proceso histórico, no se nos revela, en 
parte alguna, con la evidencia y la compleji-
dad con que la patentiza el destino de los 
países atrasados. Azotados por el látigo de 
las necesidades materiales, los países atrasa-
dos vense obligados a avanzar a saltos. De 
esta ley universal del desarrollo desigual de la 
cultura se deriva otra que, a falta de nombre 
más adecuado, calificaremos de ley del desa-
rrollo combinado, aludiendo a la aproximación 
de las distinta etapas del camino y a la confu-
sión de distintas fases, a la amalgama de 
formas arcaicas y modernas. Sin acudir a 
esta ley, enfocada, naturalmente, en la inte-
gridad de su contenido material, sería impo-
sible comprender la historia de Rusia ni la de 
ningún otro país de avance cultural rezagado, 
cualquiera que sea su grado. 
 
Bajo la presión deEuropa, más rica, el Es-
tado ruso absorbía una parte proporcional 
mucho mayor de la riqueza nacional que los 
Estados occidentales, con lo cual no sólo con-
denaba a las masas del pueblo a una doble 
miseria, sino que atentaba también contra las 
bases de las clases pudientes. Pero, al propio 
tiempo, necesitado del apoyo de estas últi-
mas, forzaba y reglamentaba su formación. 
Resultado de esto era que las clases privile-
giadas, que se habían ido burocratizando, no 
pudiesen llegar a desarrollarse nunca en toda 
su pujanza, razón por la cual el Estado iba 
acercándose cada vez más al despotismo 
asiático. 
 
La autocracia bizantina, adoptada oficial-
mente por los zares moscovitas desde princi-
pios del siglo XVI, domeñó a los boyardos 
feudales con ayuda de la nobleza y sometió a 
ésta a su voluntad, entregándole los campe-
sinos como siervos para erigirse sobre estas 
bases en el absolutismo imperial petersbur-
gués. Para comprender el retraso con que se 
desarrolla este proceso histórico, baste decir 
que la servidumbre de la gleba, que surge en 
el transcurso del siglo XVI, se perfecciona en 
el XVII y florece en el XVIII, para no abolirse 
jurídicamente hasta 1861. 
 
El clero desempeña, después de la noble-
za, un papel bastante importante, pero com-
pletamente mediatizado, en el proceso de 
formación de la autocracia zarista. La Iglesia 
no se remonta nunca en Rusia a las alturas 
del poder que llega a ocupar en el Occidente 
católico, y se contenta con llenar las funcio-
nes de servidora espiritual cerca de la auto-
cracia, apuntándose esto como un mérito de 
su datarios del brazo secular. Los patriarcas 
cambiaban al cambiar los zares. En el período 
petersburgués, la sujeción de la Iglesia al 
Estado hízose todavía más servil. Los dos-
cientos mil curas y frailes integraban en el 
fondo la burocracia del país, eran una especie 
de cuerpo policiaco de la fe: en justa recipro-
cidad, la policía secular amparaba el monopo-
lio del clero ortodoxo en materia de fe y pro-
tegía sus tierras y sus rentas. 
 
La eslavofilia, este mesianismo del atraso, 
razonaba su filosofía diciendo que el pueblo 
ruso y su Iglesia eran fundamentalmente 
democráticos, en tanto que la Rusia oficial no 
era otra cosa que la burocracia alemana im-
plantada por Pedro el Grande. Marx observa-
ba, a este propósito: «Exactamente lo mismo 
que los asnos teutónicos desplazaron el des-
potismo de Federico II, etc., a los franceses, 
como si los esclavos atrasados no necesitaran 
siempre de esclavos civilizados para amaes-
trarlos». Esta breve observación refleja per-
fectamente no sólo la vieja filosofía de los 
eslavófilos, sino también el evangelio moder-
no de los «racistas». 
 
La incidencia del feudalismo ruso y de toda 
la historia rusa antigua cobraba su más triste 
expresión en la ausencia de auténticas ciuda-
des medievales como centros de artesanía, 
de comercio. En Rusia el artesanado no tuvo 
tiempo de desglosarse por entero de la agri-
cultura y conservó siempre el carácter del 
trabajo a domicilio. Las viejas ciudades rusas 
eran centros comerciales, administrativos, 
militares y de la nobleza; centros, por consi-
guiente, consumidores y no productores. La 
misma ciudad de Novgorod, tan cercana a la 
Hansa y que no llegó a conocer el yugo tárta-
ro, era una ciudad comercial sin industria. 
Cierto es que la dispersión de los oficios cam-
pesinos, repartidos por las distintas comar-
cas, creaba la necesidad de una red comercial 
extensa. Pero los mercaderes nómadas no 
podían ocupar, en modo alguno, el puesto 
que en Occidente ocupaba la pequeña y me-
dia burguesía de los gremios de artesanos en 
el comercio y la industria, indisolublemente 
unida a su periferia campesina. Además, las 
principales vías de comunicación del comercio 
ruso conducían al extranjero, asegurando así 
al capital extranjero, desde los tiempos más 
remotos, el puesto directivo y dando un ca-
rácter semicolonial a todas las operaciones, 
en que el comerciante ruso quedaba reducido 
al papel de intermediario entre las ciudades 
occidentales y la aldea rusa. Este género de 
relaciones económicas experimentó un cierto 
avance en la época del capitalismo ruso y 
tuvo su apogeo y suprema expresión en la 
guerra imperialista. 
 
La insignificancia de las ciudades rusas, 
que es lo que más contribuyó a formar en 
Rusia el tipo de Estado asiático, excluía, en 
particular, la posibilidad de un movimiento de 
Reforma encaminada a sustituir la Iglesia 
ortodoxa burocrático-feudal por una variante 
cualquiera moderna del cristianismo adaptada 
a las necesidades de la sociedad burguesa. La 
lucha contra la Iglesia del Estado no trascen-
día de los estrechos límites de las sectas 
campesinas, sin excluir la más poderosa de 
todas, el cisma de los «creyentes viejos». 
 
Quince años antes de que estallase la gran 
Revolución francesa se desencadenó en Rusia 
el movimiento de los cosacos, labriegos y 
obreros serviles de los montes Urales, acau-
dillado por Pugachev. ¿Qué le faltó a aquella 
furiosa insurrección popular para convertirse 
en verdadera revolución? Le faltó el tercer 
estado. Sin la democracia industrial de las 
ciudades, era imposible que la guerra campe-
sina se transformase en revolución, del mis-
mo modo que las sectas aldeanas no podían 
llevar a cabo una Reforma. Lejos de provocar 
una revolución, el alzamiento de Pugachev 
sirvió para consolidar el absolutismo burocrá-
tico como servidor fiel de los intereses de la 
nobleza, y volvió a demostrar su eficacia en 
una hora difícil. 
 
La europeización del país, que comenzó 
formalmente bajo Pedro el Grande, fue con-
virtiéndose cada vez más, en el transcurso 
del siglo siguiente, en una necesidad de la 
propia clase gobernante, es decir, de la no-
bleza. En 1825, la intelectualidad aristocráti-
ca, dando expresión política a esta necesidad, 
se lanzó a una conspiración militar, con el fin 
de poner freno a la autocracia. Presionada 
por el desarrollo de la burguesía europea, la 
nobleza avanzada intentaba, de este modo, 
suplir la ausencia del tercer estado. Pero no 
se resignaba, a pesar de todo, a renunciar a 
sus privilegios de casta; aspiraba a combinar-
los con el régimen liberal por el que luchaba; 
por eso, lo que más temía era que se levan-
taran los campesinos. No tiene nada de ex-
traño que aquella conspiración no pasara de 
ser la hazaña de unos cuantos oficiales bri-
llantes, pero aislados, que sucumbieron casi 
sin lucha. Ese sentido tuvo la sublevación de 
los «decembristas». 
 
Los terratenientes que poseían fábricas 
fueron los primeros de su estamento que se 
iniciaron hacia la sustitución del trabajo servil 
por el trabajo libre. Otro de los factores que 
impulsaban esta medida era la exportación, 
cada día mayor, de cereales rusos al extran-
jero. En 1861, la burocracia noble, apoyándo-
se en los terratenientes liberales, implanta la 
reforma campesina. El impotente liberalismo 
burgués, reducido a su papel de comparsa, 
no tuvo más remedio que contemplar el cam-
bio pasivamente. No hace falta decir que el 
zarismo resolvió el problema fundamental de 
Rusia, esto es, la cuestión agraria, de un mo-
do todavía más mezquino y rapaz de como la 
monarquía prusiana había de resolver, a la 
vuelta de pocos años, el problema capital de 
Alemania: su unidad nacional. La solución de 
los problemas que incumben a una clase por 
obra de otra es una de las combinaciones a 
que aludíamos, propias de los países atrasa-
dos. 
 
Pero donde se revela de un modo más in-
discutible la ley del desarrollo combinado es 
en la historia y el carácter de la industria ru-
sa. Nacida tarde, no repite la evolución de los 
países avanzados, sino que se incorpora a 
éstos, adaptando a su atraso propio las con-
quistas más modernas. Si la evolución eco-
nómica general de Rusia saltó sobre los pe-
ríodos del artesanado gremial y de la manu-
factura, algunas ramas de su industria pasa-
ron por alto toda una serie de etapas técnico-
industriales que en Occidentellenaron varias 
décadas. Gracias a esto, la industria rusa pu-
do desarrollarse en algunos momentos con 
una rapidez extraordinaria. Entre la revolu-
ción de 1905 y la guerra, Rusia dobló, 
aproximadamente, su producción industrial. A 
algunos historiadores rusos esto les parece 
una razón bastante concluyente para deducir 
que «hay que abandonar la leyenda del atra-
so y del progreso lento». En rigor la posibili-
dad de un tan rápido progreso hallábase con-
dicionada precisamente por el atraso del país, 
que no sólo persiste hasta el momento de la 
liquidación de la vieja Rusia, sino que aún 
perdura como herencia de ese pasado hasta 
el día de hoy. 
 
El termómetro fundamental para medir el 
nivel económico de una nación es el rendi-
miento del trabajo, que, a su vez, depende 
del peso específico de la industria en la eco-
nomía general del país. En vísperas de la 
guerra, cuando la Rusia zarista había alcan-
zado el punto culminante de su bienestar, la 
parte alícuota de riqueza nacional que corres-
pondía a cada habitante era ocho o diez ve-
ces inferior a la de los Estados Unidos, lo cual 
no tiene nada de sorprendente si se tiene en 
cuenta que las cuatro quintas partes de la 
población obrera de Rusia se concentraban en 
la agricultura, mientras que en los Estados 
Unidos, por cada persona ocupada en las la-
bores agrícolas había 2,5 obreros industria-
les. Añádase a esto que en vísperas de la 
guerra Rusia tenía 0,4 kilómetros de líneas 
férreas por cada 100 kilómetros cuadrados, 
mientras que en Alemania la proporción era 
de 1,7 y de 7 en Autria-Hungría, y por el esti-
lo, todos los demás coeficientes comparativos 
que pudiéramos mencionar. 
 
Como ya hemos dicho, es precisamente en 
el campo de la economía donde se manifiesta 
con su máximo relieve la ley del desarrollo 
combinado. Y así, mientras que hasta el mo-
mento mismo de estallar la revolución, la 
agricultura se mantenía, con pequeñas ex-
cepciones, casi en el mismo nivel del siglo 
XVII, l la industria, en lo que a su técnica y a 
su estructura capitalista se refería, estaba al 
nivel de los países más avanzados, y, en al-
gunos respectos, los sobrepasaba. En el año 
1914 las pequeñas industrias con menos de 
cien obreros representaban en los Estados 
Unidos un 35 por 100 del censo total de obre-
ros industriales, mientras que en Rusia este 
porcentaje era tan sólo de 17,8. La mediana 
y la gran industria, con una nómina de 100 a 
1.000 obreros, representaban un peso espe-
cífico aproximadamente igual; los centros 
fabriles gigantescos que daban empleo a más 
de mil obreros cada uno y que en los Estados 
Unidos sumaban el 17,8 por 100 del censo 
total de la población obrera, en Rusia repre-
sentaban el 41,4 por 100. En las regiones 
industriales más importantes este porcentaje 
era todavía más elevado: en la zona de Pe-
trogrado era de 44,4 por 100; en la de Mos-
cú, de 57,3 por 100. A idénticos resultados 
llegamos comparando la industria rusa con la 
inglesa o alemana. Este hecho, que nosotros 
fuimos los primeros en registrar en el año 
1908, se aviene mal con la idea que vulgar-
mente se tiene del atraso económico de Ru-
sia. Y, sin embargo, no excluye este atraso, 
sino que lo complementa dialécticamente. 
 
También la fusión del capital industrial con 
el bancario se efectuó en Rusia en proporcio-
nes que tal vez no haya conocido ningún otro 
país. Pero la mediatización de la industria por 
los Bancos equivalía a su mediatización por el 
mercado financiero de la Europa occidental. 
La industria pesada (metal, carbón, petróleo) 
se hallaba sometida casi por entero al control 
del capital financiero internacional , que se 
había creado una red auxiliar y mediadora de 
Bancos en Rusia. La industria ligera siguió las 
mismas huellas. En términos generales, cerca 
del 40 por 100 del capital acciones invertido 
en Rusia pertenecía a extranjeros, y la pro-
porción era considerablemente mayor en las 
ramas principales de la industria. Sin exage-
ración, puede decirse que los paquetes de 
acciones que controlaban los principales ban-
cos, empresas y fábricas de Rusia estaban en 
manos de extranjeros, debiendo advertirse 
que la participación de los capitales de Ingla-
terra, Francia y Bélgica representaba casi el 
doble de la de Alemania. 
 
Las condiciones originarias de la industria 
rusa y de su estructura informan el carácter 
social de la burguesía de Rusia y su fisonomía 
política. La intensa concentración industrial 
suponía, ya de suyo, que entre las altas esfe-
ras capitalistas y las masas del pueblo no 
hubiese sito para una jerarquía de capas in-
termedias. Añádase a esto que los propieta-
rios de las más importantes empresas indus-
triales, bancarias y de transportes eran ex-
tranjeros que cotizaban los beneficios obteni-
dos en Rusia y su influencia política en los 
parlamentos extranjeros, razón por la cual no 
sólo no les interesaba fomentar la lucha por 
el parlamentarismo ruso, sino que muchas 
veces le hacían frente: bate recordar el ver-
gonzoso papel que desempeñaba en Rusia la 
Francia oficial. Tales eran las causas elemen-
tales e insuperables del aislamiento político y 
del odio al pueblo de la burguesía rusa. Y si 
ésta, en los albores de su historia, no había 
alcanzado el grado necesario de madurez 
para acometer la reforma del Estado, cuando 
las circunstancias le depararon la ocasión de 
ponerse al frente de la revolución demostró 
que llegaba ya tarde. 
 
En consonancia con el desarrollo general 
del país, la base sobre la que se formó la cla-
se obrera rusa no fue el artesanado gremial, 
sino la agricultura; no fue la ciudad, sino el 
campo. Además, el proletariado de Rusia no 
fue formándose paulatinamente a lo largo de 
los siglos, arrastrando tras sí el peso del pa-
sado, como en Inglaterra, sino a saltos, por 
una transformación súbita de las condiciones 
de vida, de las relaciones sociales, rompiendo 
bruscamente con el ayer. Esto fue, precisa-
mente, lo que, unido al yugo concentrado el 
zarismo, hizo que los obreros rusos se asimi-
laran las conclusiones más avanzadas del 
pensamiento revolucionario, del mismo modo 
que la industria rusa, llegada al mundo con 
retraso, se asimiló las últimas conquistas de 
la organización capitalista. 
 
El proletariado ruso tornaba a producir, 
una y otra vez, la breve historia de sus oríge-
nes. Al tiempo que en la industria metalúrgi-
ca, sobre todo en Petersburgo, cristalizaba y 
surgía una categoría de proletarios depurados 
que habían roto completamente con la aldea, 
en los Urales seguía predominando el tipo 
obrero de semiproletario, semicampesino. La 
afluencia de nuevas hornadas de mano de 
obra del campo a las regiones industriales 
renovaba todos los años los lazos que unían 
al proletariado con su cantera social. 
 
La incapacidad de acción política de la 
burguesía se hallaba directamente informado 
por el carácter de sus relaciones con el prole-
tariado y la clase campesina. La burguesía no 
podía arrastrar consigo a los obreros a quie-
nes la vida de todos los días enfrentaba con 
ella y que, además, aprendieron en seguida a 
generalizar sus problemas. Y la misma inca-
pacidad demostraba para atraerse a los cam-
pesinos, atada como estaba a los terratenien-
tes por una red de intereses comunes y te-
merosa de que el régimen de propiedad, en 
cualquiera de sus formas, se viniese a tierra. 
El retraso de la revolución rusa no era tan 
sólo, como se ve, un problema de cronología, 
sino que afectaba también a la estructura 
social del país. 
 
Inglaterra hizo su revolución puritana en 
una época en que su población total no pasa-
ba de los cinco millones y medio de habitan-
tes, de los cuales medio millón correspondía a 
Londres. En la época de la Revolución france-
sa París no contaba tampoco con más de me-
dio millón de almas de los veinticinco que 
formaban el censo total del país. A principios 
del siglo XX Rusia tenía cerca de ciento cin-
cuenta millones de habitantes, más de tres 
millones de loscuales se concentraban en 
Petrogrado y Moscú. Detrás de estas cifras 
comparativas laten grandes diferencias socia-
les. La Inglaterra del siglo XVII, como la 
Francia del siglo XVIII, no conocían aún el 
proletariado moderno. En cambio, en Rusia la 
clase obrera contaba, en 1905, incluyendo la 
ciudad y el campo, no menos de diez millones 
de almas, que, con sus familias, venían a 
representar más de veinticinco millones de 
almas, cifra que superaba la de la población 
total de Francia en la época de la Gran Revo-
lución. Desde los artesanos acomodados y los 
campesinos independientes que formaban en 
el ejército de Cromwell hasta los proletarios 
industriales de Petersburgo, pasando por los 
sansculottes de París, la revolución hubo de 
modificar profundamente su mecánica social, 
sus métodos, y con éstos también, natural-
mente, sus fines. 
 
Los acontecimientos de 1905 fueron el 
prologo de las dos revoluciones de 1917: la 
de Febrero y la de Octubre. El prólogo conte-
nía ya todos los elementos del drama, aun-
que éstos no se desarrollasen hasta el fin. La 
guerra ruso-japonesa hizo tambalearse al 
zarismo. La burguesía liberal se valió del mo-
vimiento de las masas para infundir un poco 
de miedo desde la oposición a la monarquía. 
Pero los obreros se emanciparon de la bur-
guesía, organizándose aparte de ella y frente 
a ella en los soviets, creados entonces por 
vez primera. Los campesinos s levantaron, al 
grito de «¡tierra!», en toda la gigantesca ex-
tensión del país. Los elementos revoluciona-
rios del ejército sentíanse atraídos, tanto co-
mo los campesinos, por los soviets, que, en el 
momento álgido de la revolución, disputaron 
abiertamente el poder a la monarquía. Fue 
entonces cuando actuaron pro primera vez en 
la historia de Rusia todas las fuerzas revolu-
cionarias: carecían de experiencia y les falta-
ba la confianza en sí mismas. Los liberales 
retrocedieron ostentosamente ante la revolu-
ción en el preciso momento en que se demos-
traba que no bastaba con hostilizar al zaris-
mo, sino que era preciso derribarlo. La brusca 
ruptura de la burguesía con el pueblo, que 
hizo que ya entonces se desprendiese de 
aquélla una parte considerable de la intelec-
tualidad democrática, facilitó a la monarquía 
la obra de selección dentro del ejército, le 
permitió seleccionar las fuerzas fieles al ré-
gimen y organizar una sangrienta represión 
contra los obreros y campesinos. Y, aunque 
con algunas costillas rotas, el zarismo salió 
vivo y relativamente fuerte de la prueba de 
1905. 
 
¿Qué alteraciones introdujo en el panora-
ma de las fuerzas sociales el desarrollo histó-
rico que llena los once años que median entre 
el prólogo y el drama? Durante este período 
se acentúa todavía más la contradicción entre 
el zarismo y las exigencias de la historia. La 
burguesía se fortificó económicamente, pero 
ya hemos visto que su fuerza se basaba en la 
intensa concentración de la industria y en la 
importancia creciente del capital extranjero. 
Adoctrinada por las enseñanzas de 1905, la 
burguesía se hizo aún más conservadora y 
suspicaz. El peso específico dentro del país de 
la pequeña burguesía y de la clase media, 
que ya antes era insignificante, disminuyó 
más aún. La intelectualidad democrática no 
disponía del menor punto consistente de apo-
yo social. Podía gozar de una influencia políti-
ca transitoria, pero nunca desempeñar un 
papel propio: hallábase cada vez más media-
tizada por el liberalismo burgués. En estas 
condiciones no había más que un partido que 
pudiera brindar un programa, una bandera y 
una dirección a los campesinos: el proletaria-
do. La misión grandiosa que le estaba reser-
vada engendró la necesidad inaplazable de 
crear una organización revolucionaria propia, 
capaz de reclutar a las masas del pueblo y 
ponerlas al servicio de la revolución, bajo la 
iniciativa de los obreros. Así fue como los 
soviets de 1905 tomaron en 1917 un gigan-
tesco desarrollo. Que los soviets -dicho sea 
de paso- no son, sencillamente, producto del 
atraso histórico de Rusia, sino fruto de la ley 
del desarrollo social combinado, lo demuestra 
por sí solo el hecho de que el proletariado del 
país más industrial del mundo, Alemania, no 
hallase durante la marejada revolucionaria de 
1918-1919 más forma de organización que 
los soviets. 
 
La Revolución de 1917 perseguía como fin 
inmediato el derrumbamiento de la monar-
quía burocrática. Pero, a diferencia de las 
revoluciones burguesas tradicionales, daba 
entrada en la acción, en calidad de fuerza 
decisiva, a una nueva clase, hija de los gran-
des centros industriales y equipada con una 
nueva organización y nuevos métodos de 
lucha. La ley del desarrollo social combinado 
se nos presenta aquí en su expresión última: 
la revolución, que comienza derrumbando 
toda la podredumbre medieval, a la vuelta de 
pocos meses lleva al poder al proletariado 
acaudillado por el partido comunista. 
 
El punto de partida de la revolución rusa 
fue la revolución democrática. Pero planteó 
en términos nuevos el problema de la demo-
cracia política. Mientras los obreros llenaban 
el país de soviets, dando entrada en ellos a 
los soldados y, en algunos sitios, a los cam-
pesinos, la burguesía seguía entreteniéndose 
en discutir si debía o no convocarse la Asam-
blea constituyente. Conforme vayamos expo-
niendo los acontecimientos, veremos dibujar-
se esta cuestión de un modo perfectamente 
concreto. Por ahora queremos limitarnos a 
señalar el puesto que corresponde a los so-
viets en la concatenación histórica de las 
ideas y las formas revolucionarias. 
 
La revolución burguesa de Inglaterra, 
planteada a mediados del siglo XVIII, se des-
arrolló bajo el manto de la Reforma religiosa. 
El súbdito inglés, luchando por su derecho a 
rezar con el devocionario que mejor le pare-
ciese, luchaba contra el rey, contra la aristo-
cracia, contra los príncipes de la Iglesia y 
contra Roma. Los presbiterianos y los purita-
nos de Inglaterra estaban profundamente 
convencidos de que colocaban sus intereses 
terrenales bajo la suprema protección de la 
providencia divina. Las aspiraciones por que 
luchaban las nuevas clases confundíanse in-
separablemente en sus conciencias con los 
textos de la Biblia y los ritos del culto religio-
so. Los emigrantes del Maiflower llevaron 
consigo al otro lado del océano esta tradición 
mezclada con su sangre. A esto se debe la 
fuerza excepcional de resistencia de la inter-
pretación anglosajona del cristianismo. Y to-
davía es hoy el día en que los ministros «so-
cialistas» de la Gran Bretaña encubren su 
cobardía con aquellos mismos textos mágicos 
en que los hombres del siglo XVII buscaban 
una justificación para su bravura. 
 
En Francia, donde no prendió la Reforma, 
la Iglesia católica perduró como Iglesia del 
Estado hasta la revolución, que había de ir a 
buscar no a los textos de la Biblia, sino a las 
abstracciones de la democracia, la expresión 
y justificación para los fines de la sociedad 
burguesa. Y por grande que sea el odio que 
los actuales directores de Francia sientan 
hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias 
a la mano dura de Robespierre, pueden per-
mitirse ellos hoy el lujo de seguir disfrazando 
su régimen conservador bajo fórmulas por 
medio de las cuales se hizo saltar en otro 
tiempo a la vieja sociedad. 
 
Todas las grandes revoluciones han mar-
cado a la sociedad burguesa una nueva etapa 
y nuevas formas de conciencia de sus clases. 
Del mismo modo que en Francia no prendió la 
Reforma, en Rusia no prendió tampoco la 
democracia formal. El partido revolucionario 
ruso a quien incumbió la misión de dejar es-
tampado su sello en toda una época, no acu-
dió a buscar la expresión de los problemas de 
la revolución a la Biblia, ni a esa democracia 
«pura» que no es más que el cristianismo 
secularizado, sino a las condiciones materia-
les de las clases que integran la sociedad. El 
sistema soviético dio a estas condiciones su 
expresión más sencilla, másdiáfana y más 
franca. El régimen de e los trabajadores se 
realiza por vez primera en la historia bajo los 
soviets que, cualesquiera que sean las vicisi-
tudes históricas que les estén reservadas, ha 
echado raíces tan profundas e indestructibles 
en la conciencia de las masas como, en su 
tiempo, la Reforma o la democracia pura. 
 
 
1929-1932: Capítulo 2. La Rusia 
zarista y la guerra, de la Historia de 
la Revolución Rusa 
 
 
La intervención de Rusia en la guerra era 
contradictoria por los motivos y los fines que 
perseguía. En el fondo, la sangrienta lucha 
entablada giraba en torno a la supremacía 
mundial. En este sentido, excedía de las fuer-
zas de Rusia. Los «objetivos de guerra» de 
ésta (los estrechos turcos, Galicia, Armenia) 
tenían un carácter provincial y sólo podían ser 
alcanzados de pasada en la medida en que se 
armonizasen con los intereses de las poten-
cias beligerantes decisivas. 
 
Pero, al mismo tiempo, Rusia, como gran 
potencia que era, no podía permanecer al 
margen en aquellas disputas de los países 
capitalistas más avanzados, del mismo modo 
que, en la época anterior, no había podido 
abstenerse de introducir en su país fábricas, 
ferrocarriles, fusiles de tiro rápido y aeropla-
nos. Los frecuentes debates entablados entre 
los historiadores rusos de la moderna escuela 
acerca de si la Rusia zarista estaba o no ma-
dura para tomar parte en la política imperia-
lista contemporánea, degeneran constante-
mente en escolasticismo, pues enfocan a Ru-
sia aisladamente, como factor suelto en la 
palestra internacional, cuando, en realidad, 
no era más que el eslabón de un sistema. 
 
La India tomó parte en la guerra formal-
mente y de hecho como colonia de Inglaterra. 
La intervención de China, aparentemente 
«voluntaria», fue, en realidad, la intervención 
del esclavo en las reyertas de los señores. La 
beligerancia de Rusia venía a ocupar un lugar 
intermedio entre la de Francia y la de China. 
Rusia pagaba en esta moneda el derecho a 
estar aliada con los países progresivos, im-
portar sus capitales y abonar intereses por 
los mismos; es decir, pagaba, en el fondo, el 
derecho a ser una colonia privilegiada de sus 
aliados, al propio tiempo que a ejercer su 
presión sobre Turquía, Persia, Galicia, países 
más débiles y atrasados que ella, y a sa-
quearlos. En el fondo, el imperialismo de la 
burguesía rusa, con su doble faz, no era más 
que un agente mediador de otras potencias 
mundiales más poderosas. 
 
Los «compradores» chinos (1) son el tipo 
clásico de una burguesía nacional creada so-
bre el papel de agente intermedio entre el 
capital financiero extranjero y la economía 
interior del país. En la jerarquía de los Esta-
dos del mundo, Rusia ocupaba antes de la 
guerra un lugar considerablemente más alto 
que China. Problema aparte es ya saber el 
lugar que hubiera ocupado después de la 
guerra, suponiendo que no hubiese estallado 
la revolución. Sin embargo, la autocracia ru-
sa, de una parte, y de otra la burguesía, pre-
sentaban los rasgos característicos marcados 
del tipo de los «compradores»: tanto una 
como otra vivían y se nutrían de los vínculos 
que les unían al imperialismo extranjero, a 
cuyo servicio estaban, y de no apoyarse en 
él, no hubiera podido tenerse en pie. Y ya se 
vio que, a última hora, ni con este apoyo pu-
dieron salir adelante. La burguesía rusa «se-
micompradora» tenía intereses mundiales 
imperialistas, a la manera como el agente 
que trabaja en comisión comparte los inter-
eses de la empresa a quien sirve. 
 
El instrumento de las guerras son los ejér-
citos. Y como en las mitologías nacionales, el 
propio Ejército se considera siempre invenci-
ble, las clases gobernantes en Rusia no se 
veían obligadas a hacer una excepción para el 
ejército zarista. En realidad, éste no repre-
sentaba una fuerza sería más que contra los 
pueblos semibárbaros, los pequeños países 
limítrofes y los Estados en descomposición; 
en la palestra europea, este ejército podía 
luchar coaligado con los demás. En el aspecto 
defensivo, su eficacia estaba en relación dire-
cta con la inmensa extensión del país, la den-
sidad escasa de población y las malas comu-
nicaciones. El ejército de los campesinos sier-
vos de la gleba tuvo un virtuoso: Suvórov. La 
Revolución Francesa, abriendo de par en par 
las puertas de una nueva sociedad y a una 
nueva estrategia, firmó la sentencia de muer-
te de los ejércitos surovianos. 
 
La semiabolición del régimen servil y la 
implantación del servicio militar obligatorio 
modernizaron el ejército dentro de los mis-
mos límites que el país: es decir, llevaron a él 
todas las contradicciones de una nación que 
aún no había hecho su revolución burguesa. 
Cierto es que el ejército zarista fue organiza-
do y equipado a tono con el ejemplo de los 
países occidentales pero esto afectaba más a 
la forma que al fondo. Había una gran des-
proporción entre el nivel cultural del campe-
sino-soldado y el de la técnica militar. En el 
mando cobraban expresión la ignorancia, la 
pereza y la venalidad de las clases gobernan-
tes rusas. La industria y los transportes falla-
ban constantemente ante las exigencias con-
centradas de los tiempos de guerra. Los sol-
dados, que en los primeros días de la guerra 
daban la impresión de estar bien equipados, 
carecieron en seguida no sólo de armas, sino 
de botas. En la guerra ruso-japonesa, el ejér-
cito zarista demostró su nulidad. En la época 
de la contrarrevolución, la monarquía, con la 
ayuda de la Duma, abasteció los depósitos de 
material de guerra y remendó como pudo el 
ejército, echando también una pieza a su re-
putación de invencible. Hasta que en el año 
1914 sobrevino una prueba harto más dura. 
 
En cuanto al armamento y las finanzas, 
Rusia se nos revela, durante la guerra, entre-
gada servilmente a sus aliados. En realidad, 
esto no hacía más que reproducir, en el as-
pecto militar, la subordinación general en que 
se encontraba respecto a los países capitalis-
tas avanzados. Pero ni con la ayuda de los 
aliados salvó Rusia su situación. La escasez 
de municiones, la falta de medios para fabri-
carlas, la ausencia de una buena red ferrovia-
ria, con su consiguiente incapacidad para el 
transporte, tradujeron el atraso de Rusia al 
lenguaje de las derrotas, accesible para todo 
el mundo, y esas derrotas recordaron a los 
elementos liberales de la nación que sus an-
tecesores no se habían cuidado de hacer la 
revolución burguesa y que, por tanto, los 
descendientes estaban en deuda con la Histo-
ria. 
 
Los primeros días de la guerra fueron tam-
bién los primeros días de la ignonimia. Des-
pués de una serie de catástrofes parciales, en 
la primavera de 1915 sobrevino la desbanda-
da general. Los generales descargaban los 
furores de su ineptitud criminal sobre la po-
blación pacífica. Los inmensos territorios del 
país eran devastados brutalmente. Verdade-
ras nubes de langosta humana veíanse em-
pujadas a latigazos hacia el interior del país. 
El desastre de dentro venía a completar el 
derrumbamiento de fuera. 
 
 
Contestando a las preguntas de sus cole-
gas, en que hablaba la inquietud respecto a la 
situación en el frente, el ministro de la Gue-
rra, general Polivanov, contestó textualmen-
te: « Confío en la dilatada extensión intransi-
table de nuestro territorio, en los pantanos 
inacabables y en la misericordia de san Nico-
lás de Mirlik, protector de la santa Rusia.» 
(Sesión del 4 de agosto de 1915.) Unas se-
manas más tarde, el general Ruski confesaba 
a aquellos mismos ministros: «Las modernas 
exigencias de la técnica militar exceden de 
nuestras posibilidades. Desde luego, no po-
demos entendérnolas con los alemanes.» Y 
en estas palabras no se reflejaba una impre-
sión pasajera. El oficial Stankievich reproduce 
estas palabras de un ingeniero militar: «Es 
inútil que queramos guerrear contra los ale-
manes, pues no nos hallamos en condición de 
hacer nada. Hasta los nuevos métodos de 
guerra se truecan para nosotros en otrastan-
tas causas de fracaso.» Y aún podríamos citar 
multitud de opiniones por el estilo. 
 
De lo único que los generales podían dis-
poner en abundancia era de carne humana. 
Con la carne de vaca y de cerdo se guardaba 
mucha más economía. Aquellas nulidades 
grises del Estado Mayor, aquel Yanuskievich 
de la escolta de Nikolai Nikolaievich o aquel 
Alexeiev de la escolta del zar, no sabían más 
que tapar las brechas con nuevas moviliza-
ciones, consolando a los aliados y consolán-
dose a sí mismos con grandes columnas de 
cifras, cuando lo que hacía falta eran colum-
nas de combatientes. Fueron movilizados 
cerca de quince millones de hombres que 
llenaban las zonas de combate, los cuarteles, 
los centros de etapa, se estrujaban y se piso-
teaban unos a otros furiosos y con la maldi-
ción en los labios. Y estas masas humanas, 
que eran un valor nulo en el frente, eran, en 
cambio, un valor muy efectivo de disgrega-
ción en el interior del país. Se calcula que el 
número de muertos, heridos y prisioneros 
rusos fue aproximadamente de cinco millones 
y medio de hombres. La cifra de desertores 
aumentaba incesantemente. Ya en julio de 
1915, los ministros se lamentaban: «¡Pobre 
Rusia! Hasta su ejército, que en otros tiem-
pos llenó el mundo con el clamor de sus vic-
torias..., ha venido a quedar reducido a un 
tropel de cobardes y desertores.» 
 
Los propios ministros que hacían chistes 
macabros hablando de la «valentía evacuado-
ra» de los generales, perdían horas y horas 
en discutir problemas como éste: ¿Debían 
sacarse de Kiev las reliquias de los santos o 
dejarlas estar? El zar entendía que podían 
dejarse allí, pues «los alemanes no se atreve-
rán a tocarlas, y si se atreven, peor para 
ellos». Sin embargo, el Sínodo había empe-
zado ya a trasladarlas a otro sitio: «Cuando 
nos marchemos, nos llevaremos con nosotros 
lo más preciado.» Estos hechos no ocurrían 
en la época de las Cruzadas, sino en pleno 
siglo XX, mientras la radio transmitía las noti-
cias de las derrotas rusas. 
 
 
Los triunfos alcanzados por Rusia sobre 
Austria-Hungría no se debían tanto al país 
vencedor como al vencido. La putrefacta mo-
narquía de los Habsburgo estaba pidiendo a 
voces desde hacía largo tiempo un sepulture-
ro, el primero que llegase. No era la primera 
vez que Rusia triunfaba de los Estados en 
descomposición, tales como Turquía, Polonia 
y Persia. El frente suroccidental del ejército 
ruso, vuelto hacia Austria-Hungría, alcanzó, a 
diferencias de los otros, grandes victorias. en 
él se destacaron algunos generales que, si a 
decir verdad no revelaron en nada grandes 
aptitudes militares, por lo menos no estaban 
contagiados hasta el tuétano de ese fatalismo 
propio de los caudillos vencidos invariable-
mente. De este medio habrían de salir, an-
dando el tiempo, algunos de los «héroes» 
blancos de las guerras civiles. 
 
Todo el mundo buscaba en quién descar-
gar sus culpas. No había judío a quien no se 
acusara de espionaje. Todo el que llevaba un 
apellido alemán veía su casa saqueada. El 
Estado Mayor del gran duque Nikolai Niko-
laievich mandó fusilar como espía alemán al 
coronel de gendarmes Miasoiedov, sin prueba 
alguna fehaciente de lo que fuese. Sujomli-
nov, ministro de la Guerra, hombre vacuo y 
poco escrupuloso, fue detenido y acusado, 
acaso no sin motivos, de traición. El ministro 
de Negocios Extranjeros de la Gran Bretaña, 
Grey, dijo al presidente de la delegación par-
lamentaria rusa, comentando el hecho: 
«Vuestro gobierno da pruebas de una gran 
audacia al atreverse a procesar por traidor en 
plena guerra al ministro del ramo.» Los esta-
dos mayores y la Duma acusaban de germa-
nofilia a la Corte. Y tanto unos como otros 
sentían envidia y odio contra los aliados. El 
alto mando francés economizaba sus tropas, 
echando mano de soldados rusos. Inglaterra 
se desplazaba lentamente. En los salones de 
Petrogrado y en los estados mayores del 
frente decíanse chanceando: «Inglaterra ha 
jurado que guerrearía hasta dar la última 
gota de sangre... del soldado ruso.» Estas 
bromas acabaron por llegar a oídos de los 
soldados del frente. «¡¡Todo para la guerra!», 
exclamaban los ministros, los diputados, los 
generales y los periodistas. «Sí -gruñían los 
soldados en las trincheras, empezando a abrir 
los ojos-; todos están dispuestos a combatir 
hasta la última gota... de mi sangre.» 
 
El ejército ruso experimentó en la guerra 
un número de muertos superior al de ninguna 
de las demás naciones que tomaron parte en 
la matanza; sus víctimas ascendieron a dos 
millones y medio de muertos, o sea el 40 por 
100 de las pérdidas sufridas por todos los 
ejércitos aliados juntos. En los primeros me-
ses, los soldados caían bajo los obuses sin 
reflexionar o reflexionando poco. Pero cada 
día que pasaba iba dejando en ellos un nuevo 
poso de experiencia, esa experiencia amarga 
de los «soldados rasos», que no tienen quién 
les sepa conducir. Los soldados tocaban las 
consecuencias de aquel caos de marchas sin 
rumbo ni objetivo que ordenaban sus genera-
les en sus zapatos rotos y en un estómago 
vacío. 
 
Y de aquella papilla sangrienta de hombres 
y cosas se alzó una palabra que fue tomando 
cuerpo y extendiéndose por todas partes: la 
palabra locura. El rudo lenguaje de los solda-
dos empleaba, naturalmente, otra un poco 
más fuerte. 
 
El cuerpo que primero se desmoralizó fue 
la Infantería, formada por campesinos. La 
Artillería, en cuyas filas suele haber un tanto 
por ciento bastante grande de obreros indus-
triales, denota, por lo general, una capacidad 
mucho mayor de asimilación de las ideas re-
volucionarias, como hubo de demostrarse 
bien claramente en 1905. El hecho de que en 
1917 la Artillería revelara, por el contrario, 
tendencias más conservadoras que la Infan-
tería, se explica teniendo en cuenta que por 
los regimientos de Infantería pasaba como 
por un cedazo una sucesión constante de ma-
sas humanas cada vez menos preparadas. La 
Artillería, que había sufrido muchas menos 
pérdidas, seguía conversando los antiguos 
cuadros. Lo mismo ocurría en otras armas 
especiales. Pero, a última hora, tampoco la 
Artillería se mantuvo fiel. 
 
Durante la retirada de Galicia, el generalí-
simo transmitió la siguiente orden secreta: 
«Azotar a los soldados que deserten o come-
tan cualesquiera otros delitos.» Pireiko, un 
soldado, cuenta: «Comenzaron a azotar a los 
soldados por la más insignificante falta, como 
era, por ejemplo, el alejarse del regimiento 
por algunas horas sin permiso; otras veces se 
veía que azotaban sencillamente para levan-
tar la moral bélica a fuerza de latigazos.» Ya 
el 17 de septiembre de 1915, apuntaba Kuro-
patkin invocando el testimonio de Guchkov: 
«Los soldados partieron a la guerra lleno de 
entusiasmo; ahora están cansados y las 
constantes retiradas les han hecho perder la 
fe en la victoria.» Era, sobre poco más o me-
nos, por los mismos días en que el ministro 
del Interior, hablando de los treinta revolto-
sos que no conocen la disciplina, escandali-
zan, se pelean con los guardias (no hace mu-
cho que un guardia fue muerto por ellos), 
libertan por la fuerza a los detenidos, etcéte-
ra. Es evidente que si surgen desórdenes, 
estas hordas se sumarán a la multitud.» El 
soldado Pireiko, a quien citábamos más arri-
ba, escribe en sus Recuerdos: « Todo el 
mundo, sin excepción, concentraba su interés 
en la paz: lo que menos le interesaba al ejér-
cito era saber quién saldría vencedor y qué 
clase de paz se sellaría. El ejército necesita-
ba, quería la paz a toda costa, pues estaba 
cansado ya de la guerra.» 
 
Una mujer que poseía espíritu observador, 
S. Fedorchenko, tuvo ocasión de escuchar, 
siendo enfermera, las conversaciones, casi 
diríamos los pensamientos, de los soldados, y 
los puso por escrito con gran arte en su car-
net de notas. Fruto de este trabajo fue un 
librito titulado El pueblo en la guerra, que nos 
permite lanzar una ojeada a ese laboratorio 
en que las bombas, las alambradas, losgases 
asfixiantes y la vileza de los jefes fueron tra-
bajando durante largos meses la conciencia 
de unos cuantos millones de campesinos ru-
sos y donde con los huesos humanos crujían 
los prejuicios de varios siglos de tradición. En 
muchos de aquellos aforismos primitivos, 
grabados por la soldadesca, latían ya en po-
tencia las consignas de la guerra civil que se 
avecinaba. 
 
El general Ruski lamentábase, en diciem-
bre de 1916, de Riga, a la que llamaba la 
desgracia del frente septentrional. Era lo 
mismo que Pvinsk -decía el general-, «un 
nido de propaganda revolucionaria». El gene-
ral Brusílov confirmaba que las tropas proce-
dentes de esa región llegaban desmoralizadas 
que los soldados se negaban a lanzarse al 
ataque, que el capitán de una compañía 
había sido muerto a bayonetazos por sus 
hombres, que no había habido más remedio 
que fusilar a unos cuantos y por ahí adelante. 
«Los gérmenes que había de producir la des-
composición definitiva del ejército existían ya 
mucho antes de la revolución», confiesa Rod-
zianko, que mantenía relaciones con la oficia-
lidad y había visitado repetidas veces el fren-
te. 
 
Los elementos revolucionarios, al principio 
dispersos, habíanse hundido en la masa del 
ejército casi sin dejar huella. Pero a medida 
que cundía el descontento iban saliendo de 
nuevo a la superficie. Los obreros huelguis-
tas, enviados al frente como castigo, reforza-
ban las filas de los agitadores, y las retiradas 
les brindaban auditorios propicios. «En el in-
terior, y sobre todo en el frente -denuncia la 
Ocrana-, el ejército está plagado de elemen-
tos subversivos, de los cuales unos pueden 
convertirse, llegado el momento de una su-
blevación, en una fuerza activa, y otros ne-
garse a ejecutar medidas represivas...» Las 
autoridades superiores de la gendarmería de 
la provincia de Petrogrado denuncian en oc-
tubre de 1916, basándose en un informe del 
delegado de la «Unión de Zemstvos», que el 
estado de espíritu que reina en el ejército es 
inquietante, que las relaciones entre los ofi-
ciales y soldados denotan una gran tirantez; 
por doquier pululan a millares los desertores. 
«Todo el que haya visto de cerca el ejército 
saca la impresión y el convencimiento de que 
entre los soldados reina indiscutible descom-
posición moral.» Por medida de prudencia, el 
informe añade que si bien mucho de lo que 
se cuenta en las citas informaciones parece 
poco verosímil, no hay más remedio que dar-
le crédito, pues muchos de los médicos que 
regresan del frente de operaciones se expre-
san en idéntico sentido. 
 
El estado de espíritu reinante en el interior 
del país correspondía a la moral del frente. En 
la reunión celebrada por el partido «kadete» 
(2) en octubre de 1916, la mayoría de los 
delegados hacía notar la apatía y la descon-
fianza en el final victorioso de la guerra que 
dominaban «en todos los sectores de la po-
blación, sobre todo en el campo y entre los 
elementos pobres de las ciudades». El 30 de 
octubre de 1916, el director del Departamen-
to de Policía hablaba en sus informes de la 
«fatiga de la guerra» y del «anhelo de una 
paz pronta, sea cual sea, que se observan por 
todas partes en todos los sectores de la po-
blación». 
 
Meses más tarde, todos estos señores, di-
putados y policías, generales, médicos y ex-
gendarmes, afirmaban unánimemente que la 
revolución había matado el patriotismo en el 
ejército y que los bolcheviques les habían 
quitado de entre las manos una victoria segu-
ra. 
 
En este caos de patriotismo belicoso, los 
que llevaban la batuta eran, sin duda, los 
demócratas constitucionales (los kadetes). El 
liberalismo, que ya a fines de 1905 había roto 
el contacto muy problemático que le unía a la 
revolución, levantó desde los primeros mo-
mentos de la contrarrevolución la bandera del 
imperialismo. Y la cosa era lógica: puesto que 
no había manera de limpiar al país de la ba-
sura feudal para garantizar a la burguesía 
una situación preeminente, no le quedaba 
más recurso que pactar una alianza con la 
monarquía y la nobleza, con el fin de asegu-
rar al capital un puesto más relevante en la 
palestra mundial. Y si bien es cierto que la 
catástrofe mundial se fue preparando desde 
distintos puntos, lo cual hizo que hasta cierto 
punto sorprendiese incluso a sus organizado-
res más responsables, no es menos indudable 
que los liberales rusos, en su calidad de inspi-
radores de la política exterior de la monar-
quía, ocupan un lugar bastante destacado en 
la preparación de la guerra. Los caudillos de 
la burguesía rusa hacían justicia a la verdad 
al saludar como cosa suya la guerra de 1914. 
En la sesión solemne celebrada por la Duma 
nacional el 16 de julio de 1914, el represen-
tante de la fracción de los kadetes declara: 
«No poseemos condiciones ni formulamos 
exigencias; nos limitamos a arrojar en la ba-
lanza la firme decisión de rechazar al enemi-
go.» La «unión sagrada» fue sellada también 
en Rusia como doctrina oficial. Durante las 
manifestaciones patrióticas de Moscú, el 
marqués de Benkerndorf, maestro mayor de 
ceremonias, declaró a los diplomáticos: «¡Ahí 
tienen ustedes la revolución que nos pronos-
ticaban en Berlín!» «Esta idea -comenta el 
embajador francés Paleologue está manifies-
tamente en todas las cabezas.» Aquella gente 
consideraba como su deber abrigar y sembrar 
ilusiones en una situación que paree que de-
bía ser incompatible con ellas. 
 
No habían de hacerse esperar las frías en-
señanzas de la realidad. Poco después de 
estallar la guerra, uno de los kadetes más 
expansivos, el abogado y terrateniente Rodi-
chev exclamaba en una sesión del comité 
central de su partido.: «¿Pero es posible que 
creáis que con imbéciles como éstos puede 
nadie vencer?» Los acontecimientos demos-
traron que no, que con imbéciles como aqué-
llos no había manera de vencer. Cuando ya 
tenía perdida una buena parte de su fe en el 
triunfo, el liberalismo intentó aprovecharse de 
la inercia de la guerra para introducir un poco 
de limpieza en la camarilla palaciega y obligar 
a la monarquía a pactar. El arma principal de 
que se sirvió para estos fines fue la acusación 
de germanofilia y de preparación de una paz 
por separado lanzada contra el partido de los 
palatinos. 
 
En la primavera de 1915, cuando las tro-
pas desarmadas se batían en retirada en todo 
el frente, las esferas gubernamentales deci-
dieron, no sin la presión de los aliados, atraer 
hacia los trabajos de guerra la iniciativa de la 
industria privada. A una reunión convocada 
especialmente para este fin acudieron, ade-
más de los burócratas, los industriales más 
influyentes. Las «uniones de zemstvos» y 
municipios que habían surgido al estallar la 
conflagración, y los comités industriales de 
guerra creados en la primavera de 1915 se 
convirtieron en otros tantos puntos de apoyo 
de la burguesía en su lucha por la victoria y el 
poder. Apoyada en dichas organizaciones, la 
Duma nacional podía obrar con mayor segu-
ridad como mediadora entre la clase burgue-
sa y la monarquía. 
 
Sin embargo, las vastas perspectiva políti-
cas no distraían la atención de los interese 
cotidianos. De la comisión asesora especial, 
formada con aquellos fines, fluían, como de 
un manantial, cientos de millones de rublos, 
que, ramificados por diversos canales, rega-
ban copiosamente la industria, saciando a su 
paso los apetitos de muchos. En la Duma 
nacional y en la prensa se dieron a conocer 
algunos de los beneficios de guerra obtenidos 
durante los años 1915 y 1916: la empresa 
textil de Riabuschinski, un fabricante liberal 
de Moscú, figuraba con un 75 por 100 de be-
neficios netos; la manufactura de Tver ¡con 
un 111 por 100!; la fábrica de laminación de 
cobres de Kolichuguin, fundada con un capital 
de diez millones, aparecía reportando más de 
doce de utilidades. Como se ve aquí, la virtud 
patriótica quedaba recompensada espléndi-
damente, y, además, bastante aprisa. 
 
La especulación en todas sus formas y las 
jugadasde Bolsa llegaron al paroxismo. De la 
espuma sangrienta surgían inmensas fortu-
nas. El que en la capital no hubiese pan ni 
combustible no impedía a Faberget, el joyero 
de la corte, vanagloriarse de que nunca había 
hecho tan magníficos negocios. La Wirubova, 
camarera de palacio, cuenta que jamás se 
habían encargado trajes tan caros ni se habí-
an comprado tantos brillantes como durante 
el invierno de 1915-1916. Los locales noctur-
nos de diversiones estaban abarrotados de 
héroes emboscados, de desertores legales y 
demás caballeros respetables, demasiados 
viejos para guerrear en el frente pero lo sufi-
cientemente jóvenes todavía para gozar de la 
vida en la retaguardia. Los grandes duques 
no eran los que menos participaban en aque-
llas orgías, mientras hacia estragos la peste. 
Y no había que preocuparse de lo que se de-
rrochaba, pues no cesaba de caer de lo alto 
una lluvia benéfica de oro. La «buena socie-
dad» no tenía más que alargar la mano y 
abrir los bolsillos; las damas aristocráticas 
alzaban las faldas; los banqueros e intenden-
tes, industriales, bailarinas del zar y de los 
grandes duques, jerarcas ortodoxos, damas 
de la corte, diputados radicales, generales del 
frente y de la retaguardia, abogados radica-
les, tartufos augustos de ambos sexos, el 
tropel de sobrinos, y, sobre todo, de sobri-
nas, todos chapoteaban en aquel cieno ama-
sado con sangre. Todos se daban prisa a ro-
bar y a comer a dos carrillos, temerosos de 
que la benéfica lluvia se acabara, y todos 
rechazaban con indignación la idea ignomi-
niosa de una paz prematura. 
 
La comunidad en las ganancias, las derro-
tas en el frente y los peligros del interior fue-
ron acercando más y más a los partidos de 
las clases poseedoras. En la Duma, desunida 
todavía en vísperas de la guerra, formóse en 
1915 una mayoría patriótica de oposición, 
que adoptó el nombre de «bloque progresi-
vo». Proclamó, naturalmente, como su finali-
dad oficial, la «satisfacción de las necesida-
des creadas por la guerra». En la izquierda 
quedaron fuera del bloque los socialdemócra-
tas y los trudoviki (3); en la derecha, los gru-
pos francamente oscurantistas, los tres gru-
pos de octubristas (4), el centro y una parte 
de los nacionalistas, entraron en el bloque o 
se adhirieron a él, al igual que los grupos 
nacionalistas, entraron en el bloque o se ad-
hirieron a él, al igual que los grupos naciona-
les: los polacos, los lituanos, los musulma-
nes, los judíos, etc. Para no asustar al zar 
lanzando la fórmula de un ministerio respon-
sable, el bloque exigió «un gobierno de coali-
ción, formado por personas que gozasen de 
la confianza del país». El ministro del Interior, 
príncipe Cherbarov, definía ya en aquel en-
tonces el bloque progresivo como una «unión 
pasajera provocada por el peligros de la revo-
lución social». Para comprender esto no era 
necesaria, naturalmente, una gran penetra-
ción. Miliukov, que capitaneaba a los kadetes, 
y desde ese puesto al bloque, decía en una 
reunión de su partido: «Estamos sobre un 
volcán... La tensión ha llegado a su límite 
extremo... Basta con que cualquier impruden-
te arroje una cerilla al suelo para que estalle 
el voraz incendio... Urge más que nunca un 
poder fuerte, sea el que fuese, bueno o ma-
lo.» 
 
Tan grande era la esperanza de que el zar, 
intimidado por las derrotas, se avendría a 
hacer concesiones, que, en agosto, la prensa 
liberal publicó la lista de un proyectado «Ga-
binete de confianza» con el presidente de la 
Duma, Rodzianko, de primer ministro (otra 
versión indicaba para este cargo al presidente 
de la «Unión de Zemstvos», príncipe Lvov); 
Guchkov de ministro del Interior; Miliukov, en 
Negocios Extranjeros, etc. Año y medio des-
pués, la mayoría de estas personas, que se 
habían nombrado a sí mismas para aliarse 
con el zar contra la revolución, obtenían car-
teras en el gobierno «revolucionario» provi-
sional. No era el primer caso en que la Histo-
ria se permitía bromas de éstas. Menos mal 
que, por esta vez, la chanza resultó de corta 
duración. 
 
La mayoría de los ministros del gabinete 
presidido por Goremikin estaban tan aterrori-
zados como los kadetes ante la marcha de los 
acontecimientos, razón por la cual se inclina-
ban a pactar con el bloque progresivo. «Un 
gobierno que no cuente con la confianza del 
titular del poder supremo, ni del ejército, ni 
de los municipios, ni de los «zemstvos», ni de 
la nobleza, ni de los comerciantes, ni de los 
obreros, no sólo no puede actuar, sino que ni 
siquiera puede existir. Es un absurdo mani-
fiesto.» Éste era el juicio que le merecía, en 
agosto de 1915, al príncipe Cherbatov el go-
bierno en que él mismo desempeñaba la car-
tera del Interior. «Si las cosas se organizan 
de una manera decorosa y se deja una salida 
-decía el ministro de Negocios Extranjeros, 
Sazonov-, los kadetes serán los primeros en 
aceptar el pacto; Miliukov es un gran bur-
gués, y a nada teme tanto como a la revolu-
ción social. Además, la mayoría de los kade-
tes tiemblan ante la perspectiva de perder 
sus capitales.» Por su parte, el propio Miliu-
kov entendía que el «bloque» tendría que 
hacer «ciertas concesiones». Como se ve, 
ambas partes estaban dispuestas a entender-
se, y parecía asunto concluido. Pero el 29 de 
agoto, Goremikin, el presidente del Consejo, 
un burócrata cargado de años y de honores, 
viejo cínico que se dedicaba a hacer política 
entre partida y partida de tresillo y se negaba 
a atender ninguna queja, diciendo que la 
guerra no era cosa suya, se presentó al zar 
en el cuartel general y volvió con la noticia de 
que todo el mundo debía permanecer en su 
sitio y las cosas como estaban, excepto la 
rebelde Duma, que sería disuelta el 3 de sep-
tiembre. La lectura del ukase del zar disol-
viendo la Duma fue acogida sin una sola pa-
labra de protesta; los diputados dieron un 
viva al zar y se fueron cada cual por su lado. 
 
¿Cómo este gobierno, que, según su pro-
pia confesión, no se apoyaba en nadie, pudo 
sostenerse en el poder más de año y medio? 
Los triunfos pasajeros de las tropas rusas 
surtieron, indudablemente, su efecto, refor-
zando la benéfica lluvia de oro. Cierto es que 
los triunfos en el frente se acabaron pronto, 
pero en el interior del país los beneficios se-
guían viento en popa. Sin embargo, la causa 
principal de que se consolidase la monarquía 
por una temporada, doce meses antes de 
sobrevenir su derrumbamiento, residía en la 
aguda diferenciación del descontento popular. 
El jefe de la Ocrana de Moscú daba cuenta de 
cómo la burguesía evolucionaba hacia la de-
recha empujada por «el miedo ante la posibi-
lidad de que después de la guerra se produ-
jesen revueltas revolucionarias». Como ve-
mos, la posibilidad de una revolución en ple-
na guerra se daba por descartada. Los indus-
triales andaban, además, inquietos por los 
«coqueteos» de algunos de los directores de 
los comités industriales de guerra con el pro-
letariado. El coronel de gendarmes Martínov, 
que, por lo visto, no había perdido el tiempo 
leyendo por deber profesional las obras 
marxistas, llegaba a la conclusión de que la 
mejora relativa experimentada por la situa-
ción política del país se debía a «la diferen-
ciación cada vez más acentuada de las clases 
sociales, en la que se ponen al descubierto de 
un modo vivo y cada vez más insensible, en 
los tiempos que corren, los conflictos plan-
teados entre sus intereses». 
 
La disolución de la Duma en septiembre de 
1915 fue un reto lanzado a la burguesía y no 
a los obreros. Y sin embargo, mientras los 
liberales se volvían a sus casas vitoreando al 
zar, aunque, a decir verdad, sin gran entu-
siasmo, los obreros de Petrogrado y Moscú 
contestaban al reto con huelgas de protesta. 
Esto acabó de desalentar a los liberales, que 
a los más que temían era a que un tercero en 
discordia se entrometiera en su pleito familiar 
con la monarquía. ¿Qué posición debían 
adoptar? Los liberales, con unos cuantos gru-
ñidos tímidos del ala izquierda,

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