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See discussions, stats, and author profiles for this publication at: https://www.researchgate.net/publication/374848720 2. LA FAMILIA, LA ESCUELA Y EL CIERRE SOCIAL Chapter · October 2023 CITATIONS 0 READS 514 1 author: Enrique Martin-Criado Universidad Pablo de Olavide 62 PUBLICATIONS 1,057 CITATIONS SEE PROFILE All content following this page was uploaded by Enrique Martin-Criado on 20 October 2023. 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LA FAMILIA, LA ESCUELA Y EL CIERRE SOCIAL Enrique Martín Criado La escuela es exaltada como remedio universal de los más variados males sociales, desde el desempleo hasta la intolerancia. Esa entusiasta fe en la educación debería provocar que toda extensión de la escolarización fuera acogida con cánticos de ala- banza. Todo lo contrario. Toda ampliación de la educación –en años, en cantidad de personas que llegan a un tramo escolar– provoca una tempestad de jeremiadas: el nivel escolar se estaría desplomando, la virtuosa cultura del esfuerzo se habría esfumado, los docentes habrían abjurado de su misión de cribar al estudiantado para purificarlo de zopencos y holgazanes. Las contradicciones entre discursos de celebración y de lamento sobre las misio- nes de la escuela se agudizan cuando se trata de la igualdad de oportunidades. La escuela, según predican, tendría como principal función propiciar que todo el mundo, independientemente de sus orígenes sociales, tuviera la oportunidad de alcanzar las posiciones sociales más codiciadas. Esperaríamos, así, que toda ampliación del acce- so de las clases populares a la Universidad fuera recibida con alborozo. Nuevamente ocurre todo lo contrario. Ya no se habla de «democratización» de la Universidad, sino de «masificación». El templo del saber habría sido profanado por la «invasión» de estudiantes sin talento y sin vocación. A diferencia de los estudiantes de antaño –pro- cedentes de las clases superiores–, movidos por un sincero afán de cultivarse, por un amor al conocimiento y la cultura, los estudiantes de ahora, especialmente los pro- cedentes del vulgo, solo estudiarían por motivos «externos» e «instrumentalistas». Arribistas del conocimiento, no conocerían otras ambiciones que las materiales. Lejos de pretender su elevación espiritual, se arrastrarían tras fines prosaicos y terrenales. Similares paradojas nos ofrecen las promesas económicas de la escuela. Una economía desarrollada precisaría de una mano de obra muy cualificada: muy esco- larizada. La prolongación de las escolaridades impulsaría la economía y evitaría el desempleo. Sin embargo, esta promesa deja paso, cuando aparece en el horizonte la «generación mejor formada de la historia», al lamento por la sobrecualificación, por el desempleo de los universitarios, por la «fuga de cerebros», por el «mileurismo». 50 Enrique Martín Criado Podemos remitir estas paradojas a una fundamental. La expansión escolar ha venido acompañada de un discurso apologético que consideraba la educación como un «bien de salvación»: la escuela haría a los individuos y a las sociedades mejores en todos los aspectos imaginables. De ahí que se propiciara la extensión de la escola- rización como remedio a los problemas más diversos. Esta apología la construyeron y elaboraron aquellas capas sociales que más le debían a la escuela, esto es, aquellas cuya posición y privilegios se asentaban en su posesión de títulos escolares. Pero este poder social solo ha sido posible gracias al cierre social que esos mismos títulos escolares garantizan: los títulos escolares tienen valor social y económico precisa- mente en la medida en que permiten monopolizar determinadas ocupaciones y po- siciones, esto es, en la medida en que permiten excluir a la mayoría de la población del acceso a esas posiciones. Las paradojas de las apologías de la escuela se deben a esta otra paradoja esencial: la ideología de la extensión de la escuela como remedio universal ha legitimado la utilización de los títulos escolares como instrumentos de cierre social. Las mismas capas interesadas en hacer apología de la cultura escolar –y, por lo tanto, de su extensión– tienen interés en limitar el acceso a los títulos escolares más valiosos –esto es, en asegurar su valor social manteniendo su escasez. 1. LAS CREDENCIALES EDUCATIVAS COMO FORMA DE CIERRE SOCIAL «Un título te abre muchas puertas». Todos hemos oído –o repetido– el aforismo. La expresión solo se centra en el aspecto positivo de los títulos escolares, en las oportu- nidades que proporcionan. Pero estas oportunidades tienen una contrapartida: «no tener el título te cierra muchas puertas». En otras palabras, la exigencia de un título escolar para acceder a determinadas ocupaciones o posiciones sirve para excluir del acceso a sus beneficios a quienes no obtengan el título. Por ello, el título escolar es una forma de cierre social. Max Weber acuñó el concepto de cierre social para designar aquellas estrate- gias que sirven para limitar el número de competidores por alcanzar determinados bienes o posiciones, impidiendo el acceso a quienes presenten –o carezcan de– al- gún atributo. Estas estrategias, en muchos casos, se basan en cualidades adscritas: así, impedir el acceso a determinados oficios o bienes a mujeres, a extranjeros, a judíos, a negros, a forasteros, a quienes no sean «cristianos viejos…». Todas estas estrategias, que corrientemente se atribuyen a prejuicios –machismo, xenofobia, racismo…–, aseguran un monopolio de los bienes y oficios concernidos a quienes presenten los atributos correctos. Actualmente, la forma de cierre social imperante es la exigencia de título escolar: Lo que fue en el pasado la prueba del linaje como base de paridad y de legitimidad y, allí donde la nobleza ha seguido siendo poderosa, como base inclusive de la capacidad de ocupar un cargo oficial, lo es en la actualidad el diploma o título acre- ditativo. […] Su posesión apoya el derecho […] al monopolio de los puestos social y económicamente ventajosos por parte de los aspirantes al diploma. Si en todas las esferas advertimosla exigencia de una introducción de pruebas especializadas, ello no es debido, naturalmente, a un súbito ‘deseo de cultura’, sino a una aspira- ción a la limitación de las ofertas de puestos y a su monopolio a favor del poseedor de diplomas acreditativos (Weber, 1964: 750-751). 51La familia, la escuela y el cierre social Autores como Parkin (1984), Collins (1989) o Bourdieu (1989: 163-175) han de- sarrollado la hipótesis de Weber: los títulos escolares sirven para limitar la oferta de aspirantes a una determinada profesión en el mercado o a una determinada posi- ción en las estructuras burocráticas –de ahí que su valor social dependa de su esca- sez, del cierre social que asegura–. Estos títulos se presentan como una garantía de competencias técnicas, y el grupo que los monopoliza insiste en esta justificación. Sin embargo, la existencia de monopolios profesionales en torno a la posesión de una titulación tiene precisamente el efecto de impedir la evaluación continua de las capacidades técnicas de los titulados –a diferencia del deportista, que ha de probar constantemente su competencia-. La mayor ventaja del cierre social basado en las titulaciones consiste en que a todos aquellos que están en posesión de una calificación determinada se les juzga competentes y capaces de aportar las habilidades y conocimientos apropiados para el resto de sus vidas profesionales. No se considera la posibilidad de examinar esas habilidades en una etapa posterior de su carrera profesional. La cuidadosa insis- tencia de los cuerpos profesionales en afirmar la falta de competencia del público lego para juzgar las cuestiones relativas a la profesión no hace más que confirmar el que un diploma final constituye un vale de comida para toda la vida. En cambio, en las profesiones del deporte y del espectáculo la preparación y las habilidades de los ejecutantes son examinadas continuamente por el público (Parkin, 1984: 87). El título escolar supone una garantía jurídica de competencia independiente- mente de la competencia efectiva de la persona titulada. Quien obtenga el título de arquitectura a los 23 años tendrá el derecho, durante el resto de su vida, a ejercer de arquitecto, aunque nunca hubiera ejercido, aunque se hubiera dedicado a una actividad absolutamente distinta durante los treinta años siguientes a la conclusión de la carrera. Los títulos escolares aseguran así monopolios vitalicios respaldados estatalmen- te. Esa garantía jurídica conforma los títulos escolares en una manera particular de poder social: el poder de excluir legalmente del acceso a bienes a quienes no presenten las credenciales. De ahí que Bourdieu integre, junto al capital económico, el «capital escolar» como uno de los principios fundamentales de estructuración de las sociedades contemporáneas. Pero el valor social de un título escolar no depende únicamente de la garantía jurídica respaldada por el Estado. Depende también de la cantidad de gente que se halle excluida del título. El capital escolar es un «bien posicional»: su valor depende de la posición relativa que ocupe en el mercado de títulos y esta depende, básica- mente, del grado de selección social que comporte el título. Cuanta menos gente excluya un título, menos valor social disfruta. Ello provoca que los intereses de dis- tintos grupos y familias en torno a la escuela sean opuestos. Cada cual tiene interés en atesorar el máximo capital escolar con valor social, esto es, en obtener títulos «selectos», «exclusivos», que solo estén al alcance de una minoría. De ahí una de las paradojas que hemos señalado: la extensión de la escolarización, supuestamente benéfica para toda la sociedad, suscita todo tipo de lamentaciones. Son los gimoteos de quienes ven amenazado el valor de sus títulos –o de los de sus vástagos– preci- samente por su «vulgarización». 52 Enrique Martín Criado 2. LA IDEOLOGÍA MERITOCRÁTICA Los títulos escolares han desplazado atributos como la raza, la nacionalidad, el género o la religión en las estrategias de cierre social. Frente a estas formas de cierre social, el título escolar goza de una legitimidad política y técnica. Por un lado, legitimidad política: la exigencia de títulos escolares, que no se tienen por nacimiento, respeta el principio de igualdad formal con el que las revoluciones burguesas han atacado los privilegios de la nobleza. Por otro lado, legitimidad técnica. Los títulos escolares certi- fican un tipo de destrezas muy particular: las que están vinculadas a la lectoescritura. Y estas destrezas son cada vez más necesarias. La extensión de las burocracias, de las actividades comerciales y de la aplicación productiva de las ciencias exige una serie de habilidades y conocimientos, ligados al desarrollo de la escritura, cuyo aprendizaje requiere un lugar separado –una escuela–. Si es cierto que los títulos aseguran privi- legios mucho más allá de los aprendizajes efectivos –y de su utilidad práctica–, tam- bién lo es que esta forma de cierre social no habría cobrado tal peso si no fuera porque tal estrategia se establece a partir de un dominio incrementado sobre la naturaleza –ciencias– y los hombres –burocracias– a partir de conocimientos y técnicas cuya adquisición exige aprendizajes escolares. De ahí esa característica paradójica del ca- pital escolar: protege frente a la evaluación continua de los conocimientos adquiridos precisamente porque tales conocimientos son cada vez más necesarios y eficaces en una sociedad donde el dominio sobre la naturaleza y los hombres se ejerce mediante técnicas ligadas a la lectoescritura. Los títulos aseguran privilegios más allá de toda capacidad técnica, precisamente por la importancia acrecentada de las capacidades técnicas que exigen un aprendizaje escolar. La extensión de los títulos escolares como forma legítima de cierre social supo- ne así una ideología específica: la meritocracia. En su nombre se deslegitima toda estrategia de cierre social que se base en atributos adscritos desde el nacimiento: género, nacionalidad, raza, características corporales, estirpe, linaje… Todos estos criterios serían ilegítimos al atentar contra la igualdad de derechos de las personas. Frente a estas formas de cierre social, la desigualdad basada en títulos sería –en un curioso oxímoron– igualitaria: daría a todo el mundo, independientemente de sus características adscritas, la oportunidad de acceder a las posiciones sociales más elevadas y a sus recompensas. Todo dependería de la diferencia de talentos. La so- ciedad meritocrática, ideal del cierre social escolar, permitiría que las personas más capaces monopolizaran los bienes más preciosos. Y, para ello, relegaría a los zoque- tes y holgazanes a las posiciones que se merecen: a los escalones más bajos, a los trabajos más penosos y peor pagados. La promesa de la igualdad de oportunidades permitiría separar el grano de la paja, la inteligencia de la necedad, el talento de la mediocridad, el mérito de la nulidad. Esta ideología goza de una fuerte legitimidad actualmente, aunque cuando se la defiende siempre se oscila entre el ser y el deber ser. ¿Vivimos en sociedades real- mente meritocráticas o aspiramos a sociedades meritocráticas? La mayoría de los discursos de defensa de la meritocracia pasan insensiblemente de una afirmación a otra. No es extraño: resulta muy difícil defender que la escuela realmente ofrece igualdad de oportunidades. Uno de los hallazgos más robustos de la sociología de la educación es precisamente la desigualdad ante la escuela: los recursos económicos 53La familia, la escuela y el cierre social y culturales familiares desempeñan un papel esencial en la probabilidad de tener éxito escolar o de llegar a la Universidad. A su vez, incluso con títulos escolares idénticos, las oportunidades no son similares para dos personas que procedan de distintas posiciones sociales: un origen social elevado asegura contactos, recursos económicos –importantes para poder esperar, en vezde lanzarse a la primera opor- tunidad abierta– o capital cultural incorporado –formas de hablar, de moverse, gustos…– que permiten acceder a ocupaciones vedadas para quien carece de esos recursos (Rivera, 2015). Esta desigualdad escolar, no obstante, no es tan evidente como la que deriva de la propiedad económica. La herencia de la riqueza económica está asegurada jurídicamente y se halla a la vista de todos –aunque no falten las estrategias para disfrazar como fruto del trabajo personal el privilegio heredado–. Por el contrario, la herencia escolar no es tan visible: se la puede detectar en forma de regularidades estadísticas, pero no aparece directamente a la percepción. Es más, lo que es direc- tamente perceptible es en realidad la desigualdad de resultados escolares con orí- genes sociales similares: la diferencia de notas entre alumnos de la misma escuela, procedentes habitualmente de hogares con similar posición socioeconómica. Esa opacidad de la reproducción por la escuela es la que asegura su legitimidad –su pre- sunta igualdad de oportunidades– frente a los rasgos adscritos –etnia, sexo, origen nacional– y a la riqueza heredada de los antepasados. 3. LAS LUCHAS POR LA REPRODUCCIÓN La herencia del capital escolar se diferencia de la herencia del capital económico por su menor visibilidad. Pero esta opacidad se debe también a un hecho crucial: la herencia del capital escolar, a diferencia de la del económico, no está asegurada jurídicamente. El hijo del terrateniente heredará las tierras. El hijo del doctor uni- versitario no hereda el título de doctor; para ser doctor habrá de pasar de nuevo por todas las pruebas escolares que dan acceso al título. Este rasgo confiere legitimidad al capital escolar. Pero, al mismo tiempo, obliga a los grupos sociales, cuya posición depende del capital escolar, a un trabajo continuo de mantenimiento: tanto para garantizar que sus vástagos se conformen a las exigencias de la institución escolar como para asegurarse de que la institución escolar se conforme a sus expectativas de reproducción social de sus privilegios. Este trabajo de mantenimiento se desarrolla, en primer lugar, a escala indivi- dual. Cada familia invierte sus recursos –culturales, económicos, relacionales…– para asegurar el máximo de capital escolar para sus vástagos. Esa inversión toma múltiples formas. Así, la relación con los hijos se ha ido adaptando a las exigencias de la acumulación de capital escolar: los buenos padres interaccionarían con los hijos de la forma más eficaz para inculcarles las formas de expresión y los intere- ses culturales más apropiados al éxito escolar. A su vez, dedicarían todo el tiempo disponible para ayudar a sus vástagos con los deberes escolares o contratarían cla- ses particulares al menor indicio de problemas de rendimiento (Alonso Carmona, 2020; Martín-Criado y Gómez Bueno, 2017; Runte-Geidel, 2013). Este trabajo de mantenimiento incide de forma crucial también en la selección de centros escolares 54 Enrique Martín Criado y en los recursos –de tiempo, económicos, de redes sociales– que se invierten para colocar a los vástagos en los centros y ramas de estudios que posibiliten acceder al capital escolar más valioso. El trabajo de mantenimiento se desarrolla también desde un punto de vista colecti- vo: los grupos sociales cuya reproducción social se basa en el valor de sus credenciales educativas propician políticas que mantengan el valor de sus títulos y centros escola- res, es decir, que eviten que accedan nuevos grupos a estos títulos y centros. Dado que el capital escolar es un bien posicional, estas estrategias son siempre de restricción: se trata de erigir barreras, de obstaculizar el paso, de monopolizar títulos, centros, ramas de estudios. Con este objetivo, históricamente los estratos superiores han recurrido sobre todo a dos estrategias. La primera es imponer pruebas de acceso para los niveles superiores: cada vez que los estratos inferiores comenzaban a acceder a estudios de los que anteriormen- te quedaban excluidos, se levantaban las voces que exigían «pruebas de acceso». Esta primera estrategia solo es posible cuando un nivel de estudios aún es mino- ritario. Cuando se generaliza el acceso a un nivel de estudios –por ley (enseñanza obligatoria) o en la práctica– se impone una segunda estrategia: «segmentar» ese nivel de estudios en itinerarios de valor escolar y social desigual. Esta segmentación en itinerarios servía así para crear distinciones de valor –escolar y social– entre los itinerarios «selectos» y los «masificados» (Martín Criado, 2010). Podemos hallar una formulación reciente de estas estrategias en la Ley orgánica para la mejora de la calidad educativa (lomce), promovida por el Partido Popular y aprobada en 2013: pruebas de reválida, segmentación de la eso (Martín Criado, 2017). El campo escolar se halla sometido a constantes dinámicas de extensión y cierre social. Por un lado, a medida que los títulos escolares son más importantes en el mercado de trabajo, más gente intenta acceder a ellos, lo que provoca una inflación de títulos escolares. Pero, dado que su valor depende de su escasez, esa inflación de- valúa los títulos, lo que a su vez incita a todo el mundo a compensar la devaluación y aumentar su capital escolar –e incrementa el ciclo de inflación y devaluación–. Las políticas restrictivas pueden poner un freno a estas dinámicas, asegurando que las capas inferiores no accedan a determinados títulos –ya sea mediante barreras o la segmentación de los tramos escolares en itinerarios–. Pero, aun sin ellas, la competición está marcada por la cantidad de recursos –económicos, culturales, de información, de redes sociales– disponibles. Quien tenga más podrá acceder a títu- los menos devaluados, ya sea porque son escolarmente más selectivos –ventaja del capital cultural familiar–, más costosos –ventaja del capital económico– o menos conocidos –ventaja de los más provistos de información específica, es decir, los más cercanos a las posiciones elevadas del campo escolar y del económico–. Los recur- sos relacionales también pueden permitir acceder a determinados centros o ramas sorteando los criterios oficiales (Olmedo Reinoso, 2007). Todas estas estrategias provocan que la pregonada meritocracia nunca se alcan- ce: aunque los recursos no aseguran de forma automática la transmisión interge- neracional de los privilegios, la competencia por acumular capital escolar está muy lejos de ser igualitaria. A pesar de ello, persiste como ideal y, sobre todo, como ideología. Una ideología que, como nos enseña el teorema de Thomas –«lo que se 55La familia, la escuela y el cierre social define como real tiene consecuencias reales»– comporta importantes consecuen- cias, como veremos. 4. LAS ESTRATEGIAS DE REPRODUCCIÓN COMO CIERRE SOCIAL Uno de los conceptos clave de la sociología es la interdependencia (Elías, 1982; Martín-Criado, 2019): todas nuestras acciones dependen de las acciones ajenas –y viceversa–. Frente a la visión individualista, donde cada persona decidiría su fu- turo en función de sus fuerzas propias, la conciencia de las interdependencias nos muestra que el éxito o el fracaso del propósito más nimio depende siempre de las acciones de otras personas –y, a su vez, incide en estas–. Podemos contraponer la visión individualista y la de interdependencias a una de las estrategias de reproducción social de las clases medias más controvertidas: la es- cuela concertada. En las fechas en que escribo estas páginas –diciembre de 2020– asistimos a una fuerte contestación, por parte de los sectores favorables a la escuela concertada, a una ley propuesta por el Gobierno de coalición entre el Partido Socia- lista Obrero Español y Unidas Podemos: la lomloe –Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (sic)–. Uno de los aspectos más controvertidos de la ley es precisamente el hecho de que varios artículos favorecen a la escuela pública frentea la concertada. La ley privilegia la construcción de escuelas públicas sobre la de escuelas concertadas en nuevas zonas residenciales. Pero lo más discutido es el hecho de que la lomloe estrecha el margen de las escuelas concertadas para elegir a su alumnado. Por un lado, da menos margen para que las escuelas apliquen sus criterios de selección –criterios que, en la mayoría de los casos, privilegiaban a las familias con más recursos–. Por otro, prohíbe una práctica con la que estas escuelas «gratuitas» obtenían financiación al tiempo que disuadían a las familias con esca- sos recursos económicos: cobrar cuotas por «actividades extraescolares» que, sobre el papel, eran «voluntarias». La ruidosa oposición a la ley se sustenta en un relato que contrapone dos ac- tantes: las «familias» y el «Estado». El «Estado» se inmiscuiría en el «derecho a decidir» de las «familias». Cada familia detentaría un derecho individual a elegir la educación de sus hijos: toda regulación sería inculcar ese derecho individual/fami- liar. La oposición a la ley no conoce interdependencias entre las distintas familias y escuelas, al igual que no conoce otras familias que las que utilizan mayoritariamen- te la escuela concertada. Este énfasis en los «derechos de las familias» considera la elección de un centro escolar –y la subvención estatal de esta elección– un asunto puramente particular. Ignora la interdependencia: cada acción propia depende de los actos de muchas otras personas y repercute también en otras personas. Así, obtener una plaza en un centro escolar no es un asunto puramente particular: supone estar por delante de otros padres que no obtienen la plaza. La elección de unos impide la elección de otros: sus elecciones son interdependientes. A su vez, estas elecciones tienen efectos sobre el resto del sistema escolar. Si las direcciones de las escuelas y determinados grupos de padres deciden que un centro solo reclute a los hijos de las «buenas fami- lias» –entendiendo por buenas «adineradas»–, los hijos de otras familias quedarán Martin Criado a propósito de Martin Criado Martin Criado lesionaría 56 Enrique Martín Criado excluidos de ese centro escolar. Como demuestran claramente la investigación so- bre el mapa escolar en Valencia y otros capítulos del presente libro, el lema «li- bertad de elección» de las familias disimula el hecho de que la escuela concertada refuerza la segregación por clase social (Bonal, 2003; Escardíbul y Villarroya, 2009; Gómez-Espino, 2019). La perspectiva individualista oculta el hecho de que las estrategias de colocación de los propios vástagos inevitablemente comportan desplazamiento de los vástagos ajenos. Ello se ve bien en las consecuencias segregativas de la elección de centro por parte de las clases medias: al huir de determinados centros públicos, provocan que en estos aumente la concentración de alumnos antiescolares. Ello implica cambios en la pedagogía de los profesores, en las expectativas que mantienen frente al grupo, en la interacción de los alumnos con los compañeros, perjudicando las oportunidades escolares del alumnado que queda en ellos –y reforzando a su vez, en un círculo vicio- so, la huida de las familias con más recursos para promover la escolaridad de sus vás- tagos– (Alegre Canosa y Benito Pérez, 2012). Se genera así un cierre social en cascada. Las familias de clases medias con más recursos escolarizan a sus vástagos en colegios privados, concertados y públicos con alumnado homogéneo. El resto de las familias de clases medias y las fracciones más estables de la clase obrera intentan acceder a colegios públicos sin alumnado de poblaciones marginales o inmigrantes; cuando no lo consiguen, promueven la separación por nivel de conocimiento, esto es, que la segregación se produzca en el interior del propio colegio. Por último, tendríamos los colegios-escoba, que acogerían los estratos más desposeídos. Esta intensa relación entre las dinámicas que se producen en las distintas escue- las permanece fuera del campo de visión de la perspectiva individualista. Para ella, lo que ocurre en cada colegio es una realidad completamente separada del resto y lo que elige cada familia con su libertad es un asunto puramente individual. Nada más lejos de la realidad. Cada escuela que abre o cierra, cada centro escolar que recluta un tipo determinado de estudiantado transforma todo el entramado de las escuelas, y modifica la composición social y escolar de cada una de ellas y, con ello, las diná- micas pedagógicas y la «calidad» de la educación del resto de los centros. 5. EL CIERRE SOCIAL SUBSIDIADO Se suele identificar el subsidio público con la pobreza: las ayudas estatales se fo- calizarían en las familias con menos recursos. Nada más lejos de la realidad. Como subrayan los autores de Not Only the Poor: The Middle Classes and the Welfare State (Goodin y Grand, 1989), las clases medias se benefician de muchos gastos es- tatales en mayor medida que las capas inferiores. Esto ocurre especialmente cuando el servicio subsidiado por el Estado es formalmente de acceso universal, pero su uso depende de recursos previos o de la capacidad para manejarse en los entresijos de la burocracia y obtener la información pertinente –como ha ocurrido en España con subsidios a la compra de ordenadores, a las placas solares, a la renovación de inmuebles, etc.–. Los autores señalan tres tipos de gastos donde obtienen más be- neficio de los recursos públicos quienes tienen más recursos privados: transporte, salud y educación. 57La familia, la escuela y el cierre social En primer lugar, el transporte. Las clases medias utilizan más las autopistas pú- blicas –tienen automóviles, tiempo y dinero para viajar–, pero también transportes interurbanos subsidiados como el ave –hacen más turismo, van más a congresos o a reuniones de trabajo en otras ciudades–. En segundo lugar, la salud. Aunque todo el mundo tiene un cuerpo que cuidar, aquí también se benefician más las clases medias: tienen más esperanza de vida y sa- ben manejar mejor el sistema para obtener los mejores tratamientos y especialistas. Por último, la educación, especialmente la posobligatoria. Dado que las probabi- lidades de estudiar más allá de la educación obligatoria dependen del origen social, la financiación pública de esa educación beneficia mucho más a los sectores sociales con más recursos (Villar y Hernández, 2015). Así, la gratuidad de la Universidad be- neficia a la inmensa mayoría de las clases medias –casi todos sus vástagos realizan estudios universitarios–, frente a un porcentaje mucho menor de la clase obrera. Además, esas clases son las que acuden a las carreras más exclusivas –las de mayor cierre social– y las que luego rentabilizan mejor sus títulos universitarios en el mer- cado de trabajo. La gratuidad de la Universidad supone así un subsidio preferente a las estrategias de cierre social de las clases medias, como ya señalaba Jencks (1999) hace medio siglo: «Resulta difícil comprender por qué, por ejemplo, un mecánico debe pagar impuestos para mandar a su primo a una facultad de derecho y más tarde debe pagarle de nuevo una importante cantidad para obtener sus servicios legales» (p. 475). Las clases medias recurren a todo tipo de estrategias individuales y colectivas para obtener el máximo beneficio de los recursos públicos. Aunque este objetivo entra parcialmente en contradicción con otro: reducir los impuestos a pagar. Para conciliar ambos, diferenciarán dos tipos de estrategias colectivas en torno a los pro- gramas de gastos públicos. Por un lado, presionarán para expandir la financiación de aquellos programas de los que puedan beneficiarse, como en el caso de la salud y la educación posobligatoria. Por otro lado, en aquellos programas sociales de los que no puedan sacar partido –como las ayudas sociales o las rentas mínimas de inserción– presionarán para rebajar el presupuesto o para establecer criterios muy estrictos de admisión.Cuando ellas se benefician, hablarán de derechos y libertad; cuando no, deplorarán la «cultura del subsidio», pregonarán el fin de la «cultura del esfuerzo» o sospecharán de la existencia de fraudes generalizados –como ha ocurri- do recurrentemente en España con el conocido como per (Plan de Empleo Rural)–. La escuela concertada, tal como estaba regulada en la Ley Orgánica para la Me- jora de la Calidad Educativa (lomce), aprobada en 2013 por un Gobierno del Par- tido Popular, conciliaba estos dos objetivos en torno a los gastos estatales. Por un lado, subvencionaba ampliamente la educación de la cual se beneficiaban en mayor medida las clases medias –las escuelas concertadas–. Por otro, establecía meca- nismos para obstaculizar que se beneficiaran las familias de menos recursos –así, concediendo un amplio margen a las escuelas para seleccionar a su alumnado o per- mitiendo cuotas que podían encarecer sensiblemente una educación formalmente gratuita–. El famoso derecho a la elección de las familias era un derecho a la elec- ción de las «buenas familias». La lomloe pone trabas a ambos objetivos. Por un lado, limita la financiación a las escuelas concertadas –se privilegia, en nuevas zonas residenciales, la apertura 58 Enrique Martín Criado de escuelas públicas en lugar de concertadas–. Por otro lado, limita el margen de maniobra de las escuelas para seleccionar a sus públicos o da más peso a los bajos ingresos como criterio de entrada. Limitar la financiación de la escuela concertada y aminorar la segregación por clase social: estos objetivos de la ley no podían menos que despertar una rotunda reacción de los sectores que se benefician de los recur- sos públicos para sus segregaciones privadas. Máxime cuando, como ocurre en la actualidad, el acceso creciente de las clases populares a la educación superior pone en peligro el cierre social y, con él, el valor de los títulos escolares en una situación donde la posición social, en los estratos sociales intermedios, depende cada vez más de la educación (Martínez Celorrio y Marín Saldo, 2012). 6. AMOR DE PADRES Y HERENCIA MERITOCRÁTICA La reacción de las clases medias «concertadas» contra la lomloe responde a claros objetivos instrumentales. Sin embargo, el furor e indignación que la ley pro- voca en foros y manifestaciones nos dice que la protesta no es una mera escenifica- ción cínica, que para los oponentes a la ley no se trata únicamente de un frío cálculo de costes y beneficios. La propia retórica de los opositores a la ley nos muestra que aquí están en juego dos valores fundamentales: por un lado, el valor de los hijos y la familia; por otro, la ideología meritocrática. En primer lugar, el valor de los hijos. «Queremos lo mejor para nuestros hijos». Nadie podría oponerse a este lema: el amor a los hijos y el deseo de que prosperen sería el valor supremo. Nada sería más «natural». En su nombre se justificarían to- dos los sacrificios: una buena madre, un buen padre, serían capaces de las mayores renuncias por conseguir el bien filial. Quizás hacer todo lo posible por que los hijos prosperen sea una virtud privada. Pero ¿es una virtud pública? En muchos casos, no. Por ejemplo, cuando se practica el nepotismo, quebrantando la ley para asignar empleos o cargos a los hijos. El amor a los hijos puede ser un vicio público. Primacía de la familia, amor a los hijos: un Estado no podría inmiscuirse en algo tan privado, tan visceral. Eso dicen los opositores a todo intento de coartar sus maniobras de apropiación de recursos públicos para sus tácticas de cierre social. Su furiosa indignación nos muestra que bajo el lema del amor a la familia palpita una poderosa pasión: la pulsión de reproducción del estatus social de la estirpe. La exaltación del amor parental legitima la avidez por preservar la herencia. El cariño y dedicación parentales a las «inocentes criaturas» se alimenta del apego a la pro- piedad familiar, a su eterna perpetuación generación tras generación. La ideología del amor parental transmuta en sensaciones corporales, en profundas emociones, la defensa de los privilegios de la estirpe. Las protestas contra los «ataques» a la escuela concertada suscitan tanta pasión, tanta vehemencia, porque estos proge- nitores se sienten agredidos en sus sentimientos más arraigados: el cariño por los hijos, el amor a la propiedad familiar. La pasión por los hijos deriva en furiosa indignación gracias a un segundo com- ponente ideológico: la meritocracia. Hemos visto que la igualdad de oportunida- des está lejos de ser una realidad. Pero ello no impide que exista como poderosa 59La familia, la escuela y el cierre social representación: la representación de la voluntad como fundamento de la desigual- dad. Cuando la meritocracia se ve como realidad, no como lejano ideal, justifica el racismo cultivado, el desprecio de los inferiores sociales: «cada cual tiene lo que se merece». Como vimos anteriormente, los títulos escolares han desplazado a rasgos como la etnia, el género o la religión como principios de cierre social. Ahora el único crite- rio legítimo es la escolaridad. Kuppens ha contrastado los prejuicios de la población británica y estadounidense hacia determinadas características de las personas, dife- renciando por estatus social. Sus resultados se corresponden perfectamente con la sustitución de criterios de cierre social adscritos por el criterio de la escolaridad. Las personas con estudios universitarios tienen menores prejuicios racistas o machistas –aunque la diferencia es pequeña y depende en gran medida de cómo se formule la pregunta–. Sin embargo, tienen prejuicios mucho más fuertes hacia las personas sin estudios. Ese prejuicio se justifica, en gran medida, por el hecho de que se considera a las personas con bajo nivel de estudios responsables de su situación (Kuppens et al., 2018; Kuppens y Spears, 2014). Jackman y Muha (1984) han mostrado que las clases cultivadas defienden perfectamente principios abstractos de democracia, to- lerancia o igualdad… siempre que no se vean sus intereses directamente afectados. Cuando tienen que enfrentarse a situaciones concretas donde esos ideales atentan contra sus intereses, los abandonan rápidamente. Como señala Sandel (2020), la ideología meritocrática genera formidables efectos perversos: conduce a los privile- giados a pensar que «no le deben nada a nadie», que sus privilegios son consecuen- cia de sus méritos. En consecuencia, no hay gratitud ni humildad, solo una soberbia autosuficiencia en la certidumbre de que se merece lo mejor. Podemos observar esa soberbia sociocéntrica en el furor indignado de muchos manifestantes por la escuela concertada. Cuando defienden el derecho de las fami- lias a decidir solo se refieren a un tipo de familias: las familias que merecen decidir. La sinécdoque implícita en el lema no es olvido casual: es la certidumbre de que solo existe un tipo de familias con derecho a exigir que el Estado les financie unas escuelas preservadas de la contaminación de los inferiores. 7. 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