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JOSH ORTEGA Y GASSET BRAS COMPLETAS T O M O V I I ( 1 9 4 8 - 1 9 5 8 ) S E G U N D A E D I C I Ó N REVISTA DE OCCIDENTE M A D R I D P R I M E R A E D I C I Ó N : 1961 S E G U N D A E D I C I Ó N : 1964 © Copyright by Revista de Occidente Madrid -1964 Depósito legal: M. 3.319-1961. N.° Rgtro.: 1.293-46 Impreso en España por Talleres Gráficos de «Ediciones Castilla, S. A.». - Maestro Alonso, 23. - Madrid ADVERTENCIA PRELIMINAR En la nota antepuesta al primer tomo de esta edición de O B R A S COM- PLETAS, decíamos entre otras cosas: «Hemos tratado de seguir en estos tomos el orden cronológico en la mayor medida posible. Al orden cronológico rigoroso se oponían varias dificultades, puesto que muchos artículos y ensayos, publi- cados primeramente en periódicos y revistas; han sido incluidos después por el autor en libros. Desprenderlos de éstos sería deshacer la estructura y consis- tencia de los libros que son siempre los títulos que se citan. Por otra parte, libros y artículos han sido separados en dos grupos: el primero comprende los de tema filosófico, científico o literario; el segundo, todos los demás. Estos quedan reservados para los tomos posteriores al VI, que, por ahora, cerrará esta recopilación.y> Esos tomos anunciados posteriores al VI no se han publicado y, por ahora, se remite su edición. En cambio, hemos creído oportuno ampliar esta edición de OBRAS COMPLETAS, agregando a los citados seis volúmenes otros en que se irá recogiendo la obra de Ortega, publicada —por él o con carácter postumo— con posterioridad a la primera edición de estas Obras, en 1946/47. El criterio seguido en su ordenación es el mismo enunciado en el párrafo anterior, salvo casos excepcionales que se anotarán oportunamente. En este volumen VII se incluyen obras publicadas en los años 1948 a ipjS, y en tomos sucesivos las aparecidas ulteriormente. Los EDITORES. PROSPECTO DEL INSTITUTO DE HUMANIDADES Publicado en 1948, como anuncio de las actividades del Instituto. SENTIDO D E LAS NUEVAS HUMANIDADES LA palabra «humanidad» —humanitas—, probablemente un invento verbal de Cicerón, significó primero aproximadamente lo que en el siglo x i x se decía con los vocablos «civilización» o «cul- tura», por tanto, un cierto sistema de comportamientos humanos que se consideraban ejemplares y a que los hombres grecolatinos de la época helenística creían «por fin» haber llegado. N o significa, pues, la condición humana y el carácter problemático de su destino ni la innúmera y antagónica variedad de sus modos de conducirse. Por una sorprendente y hasta paradójica coyuntura, durante la Edad Media, en la mente de árabes y cristianos, que eran hombres de Dios, esta ejemplaridad humana, puramente humana, enunciada por humanitas^ refluyó sobre todo lo que habían sido Grecia y Roma; es decir, sobre la Antigüedad, ungiéndola con un carácter magistral, de suerte que, por una de sus caras, la Edad Media íntegra resultó ser un movimiento, lento al principio, luego uniformemente acele- rado, de absorción de la obra filosófica y poética, jurídica, política y artística de griegos y romanos. Esta absorción de tan enorme masa de residuos mentales tuvo que disgregarse y articularse en una plu- ralidad de disciplinas, cuyo conjunto se impuso en los estudios universitarios medievales como otro hemisferio del saber contra- puesto a las ciencias de lo divino o teológicas. De aquí que el singular humanitas se dispersase en el plural Humanidades. A l cambiar de número el término cambió de significación. Mientras la humanitas era un cierto modo de comportamiento real por parte del hombre, las Humanidades significaron una serie de conocimientos y enseñan- zas, cuyo tema era, a su vez, las obras poéticas, retóricas, históricas, 11 jurídicas, didácticas que griegos y romanos tuvieron a bien engen- drar. Por tanto, eran las Humanidades conocimientos de conoci- mientos, enseñanzas de enseñanzas, alimento enrarecido y de escasas, aunque algunas, vitaminas con que ha pretendido nutrirse el Occi- dente durante siglos. Menendez Pelayo llamó a los estudios clásicos «medula de león». Sospechamos que exageraba este señor. Claro es que todo aquel torrente de prosas y versos antiguos arrastraba algún poso de realidad humana, a saber, la referencia que hacían a la vida efectiva de griegos y romanos. Pero en las Humanidades esa vida trasparecía sólo oblicuamente. La atención iba dirigida, sobre todo, a las palabras y por eso, cuando en el siglo x v culmina todo este movimiento de absorción, la actividad intelectual aparece dominada por la disciplina que era clave para todas las dem£s: la ciencia de las palabras, la gramática. Se llamó a aquello Humanismo, es decir, la dictadura de los gramáticos. E l hecho es de sobra gro- tesco, pero está ahí sin remedio y «ahí» quiere decir dentro de nos- otros los occidentales que no hemos acabado todavía de digerir y, merced a ello, de eliminar nuestro abolengo humanístico, toxina aún operante en las entrañas de la vida europea. Mas al alzarse de nuevo sobre el horizonte, como un cometa pavoroso, la urgente duda del hombre respecto a sí mismo fue menester desentenderse de meras ejemplaridades y ponerse a estu- diar los hechos de la multiforme realidad humana. Hízose esto primero empleando, con algunas modificaciones, el mismo instru- mental de conceptos que tan fértil rendimiento había dado en las ciencias naturales. E l empeño, como no podía menos, fracasó y entonces hubo que postular un tipo nuevo de ciencias que estu- diasen el hombre por su lado más peculiar, el cual escapa a cuan- to se había llamado «naturaleza» y le diferencia específicamente del animal, la planta y el mineral. Pero acaece que hasta ahora ese con- voluto de ciencias no ha encontrado un nombre que podamos pronunciar con satisfacción. Verdad es — y el hecho debía ser más notorio— que las ciencias no han tenido casi nunca un bautismo afortunado. L a lengua les ha proporcionado nombres ineptos, con frecuencia ridículos. Valga como ejemplo superlativo de inexpre- sividad y ridiculez el nombre «filosofía», que sólo sirve para despistar. Tan es ello así, que acaso en uno de los coloquios-discusiones pro- yectados para este primer curso del Instituto, mostremos haber sido esta palabra escogida circunstancialmente con el propósito deliberado de despistar, y no, como suele creerse, por un pujo de modestia ni sincero ni irónico. E l cómo y el porqué precisos de este aconte- 12 cimiento no ha sido nunca hecho manifiesto a pesar de que constituye un ejemplo soberano, apasionante por su dramatismo, de lo que pasa a las palabras cuando se hace su historia como es debido, esto es, sabiendo verlas como lo que son, como algos humanos vivientes a quienes, por lo mismo, les pasan en efecto cosas y hacen que les pasen a los hombres que las usan, las desusan y las abusan —por tanto, evitando dejarlas ser «sólo palabras», mariposas exánimes clavadas con un alfiler en el diccionario o en la gramática. La primera expresión con que, al lado de las inveteradas Huma- nidades, se intenta apellidar las ciencias de lo humano o, por lo menos, una gran parte de ellas es la que usan los franceses, y por eco, usamos nosotros: ciencias morales y políticas. Este nombre recurre desmañadamente a la operación de enganchar una tras otra dos pala- bras y tras ellas dos cosas, renunciando a su expresión unitaria y dejándonos la sospecha de que aún serán menester nuevos enganches, con lo cual nos parece asistir más bien que a la nomenclatura de un sistema de ciencias a la formación de un tren mixto. Además, no se ve cómo en aquel nombre pueda alojarse la lingüística ni la herme- néutica, ni la retórica y poética y falta en él sitio nada menos que para la teoría general del hombre. La teoría dela sociedad o socio- logía tiene que encogerse dentro de la Política cuando ésta es sólo un capítulo de aquélla, revelándose con ello que a comienzos del siglo x i x , fecha aproximada en que cuajó esta denominación, se seguía como en tiempos de Aristóteles. Los griegos todos, incluso Aristóteles, eran ciegos para la realidad que hoy llamamos «socie- dad». N o acertaban a verla y, en su lugar, percibían sólo el Estado. E l caso es que Aristóteles, con su pasmosa sensibilidad para los hechos, palpa tenuemente que Estado y sociedad no son una misma cosa. Pero esto le lleva sólo a decir, sin mucho compromiso, que hay otras sociedades, por ejemplo, la familia, distintas del Estado, lo cual no hace sino remachar que para él el Estado era, por lo menos, una sociedad; en rigor, la sociedad por excelencia. L a percepción de que familia o Estado no son sociedades, sino algo que hay en la sociedad, que en ella acontece, les fue negada. Esta ceguera, ni que decir tiene, no les es imputable ni siquiera es extraña. Es natura- lísima. Porque toda realidad está pronta a ocultarse —ya lo dijo Heráclito— y cada una posee un determinado coeficiente de oculta- ción. La cifra máxima en este poder de clandestinidad corresponde a Dios y por ello su advocación más filosófica debiera ser la de Deus absconditus. Si el escolasticismo hubiese sido más auténtica filosofía se habría preguntado más perentoriamente por qué Dios 13 se esconde tanto en vez de contentarse con atribuirlo a su infinitud y a su exuberancia. Pues bien, entre las cosas humanas es la sociedad la menos patente, la que más se disfraza detrás de otras. E l Estado es su más obvia máscara, y a ello se debe que todo el pensamiento sociológico griego nos llegue en forma de Tratados de Política. Pero no hay razón para que hoy, al querer nombrar lo social y hacer- lo manifiesto, sigamos llamándolo con la careta que lo ha tapado. Peor anda el asunto si atendemos al otro vagón del título: cien- cias morales. E l vocablo «morales» reverbera ante nosotros equí- vocamente. E s el tornasol que cambia de color según sea el ángulo de nuestra mirada. ¿Son las ciencias morales teorías normativas de la conducta humana, es decir, Etica, el doctrinal de las buenas cos- tumbres? Para el latino, en efecto, el sentido fuerte de la palabra mores era el de las costumbres que son como es debido. ¿Son, más bien, las ciencias morales el estudio de las costumbres todas, sean buenas o malas? Y a el cuitado Lévy-Bruhl contraponía ambas sig- nificaciones en el título de uno de sus primeros libros: La mor ale et la science des moeurs. Mas aun con esta ampliación queda angosto el panorama. L o humano no es sólo la costumbre. Hay, junto a ella, lo desacostumbrado, lo insólito, lo único. E s más, la costumbre presupone la acción original, creadora e inaudita que va a conver- tirse y degradarse en uso. Esta dialéctica nos fuerza a retirarnos de esos dos primeros sentidos y entender desde más lejos la expresión «ciencias mora- les». Entonces nos envía una significación sin duda amplísima, pero puramente negativa. L o moral sería simplemente todo lo que no es material o físico. E s , en efecto, el valor coloquial, irresponsa- ble y vago, que la voz tiene cuando se usa en el café o en el refecto- rio, y lleva, por ejemplo, a decir que Descartes es «moralmente» el autor de los asesinatos en la Revolución Francesa. E n esta acepción, decir «ciencias morales» vale tanto como si, frente a las ciencias na- turales, hablásemos elusivamente de las «ciencias otras». Si ahora reenganchamos los dos componentes del título y sub- rayamos su disyunción —ciencias morales y políticas— caemos en la cuenta de que acaso las ciencias morales representan aquí el punto de vista general sociológico, mientras las políticas se reducen a las ciencias del Estado, es decir, a las ramas del derecho y de la admi- nistración. Pero ¿qué pretende este acotamiento? ¿Es que las ciencias políticas son ajenas a lo moral, son ciencias «inmorales»? Y así suce- sivamente podríamos seguir largo rato perdiéndonos en esa denomi- nación que en vez de señalarnos un camino se nos vahando a los pies. 14 Tal vez por todo esto prefirieron los alemanes llamar a las dis- ciplinas que estudian lo peculiarmente humano «ciencias del espí- ritu» —Geisteswissenschaften. Pero no somos con ello más felices. Esta denominación es desorientadora, porque no nos hace saber qué cosa sea el espíritu y nos hace saber demasiado las cien cosas contradictorias que se han dicho que es. E l término «espíritu» no nombra un fenómeno y, por tanto, algo incuestionable, sino que es ya una interpretación, mejor dicho, es muchas interpretaciones dis- tintas entre sí, que pululan dentro del vocablo, mordiéndose las unas a las otras y causándonos incertidumbre y desasosiego. Se comprende muy bien, como ya hemos recordado alguna vez, el mal humor de Schopenhauer frente a las innumerables «filosofías del espíritu» surgidas en su tiempo que le llevó a preguntar: Geist?... Wer istdenn der Bursche! «¿Espíritu?... Bueno, pero ¡quién es ese mozo!» Sorprende que encontrándose en tal perplejidad no se haya re- currido antes, por lo menos en nuestros países latinos, a la esplén- dida palabra «humanidades» para designar las disciplinas todas que se ocupan de los hechos exclusivamente humanos. Pocas veces se ofrece una ocasión tan favorable para dar nombre a una serie de investigaciones y conocimientos. La voz Humanidades es hoy el nombre de una cosa muy determinada que fue en otros tiempos y ya no existe, a saber, una cierta configuración de los estudios ya pre- térita. Su significado es arqueológico; entenderla supone ya cierto saber y, en consecuencia, es a estas fechas más bien un signo ter- minológico que una palabra de la lengua. Además, aun como tér- mino, apenas se la emplea. Pero basta con ahuyentar de ella este sentido demasiado restricto y dejarla funcionar en su espontaneidad para que, sin más, nos diga precisamente lo que ahora queremos nombrar: el conjunto de los hechos propiamente humanos. E s curio- so que esta palabra parece como si, por su propia virtud, hubiera intentado siempre significar eso y lo extraño prima facie es que no se le haya permitido nunca vivir efectivamente en la lengua emitien- do su más natural sentido. Sólo ha podido explayarse cuando, aquí o allá, alguien la ha empleado estilísticamente, es decir, alzando un poco las faldas a la gramática. Pero la facilidad con que, estilizando, podemos hacer que «humanidades» diga, sin más, «cosas sólo hu- manas» demuestra que es ésta su más espontánea significación, re- primida en ella por un adverso y raro destino. Claro es que lo raro y extraño de este caso —una palabra amordazada— tiene clara ex- plicación que resultaría aquí inoportuna. Ahora bien, ésta es la diferencia entre el término de una terminología y la palabra de una 15 lengua: aquél no dice lo que dice sino porque nosotros se lo ha- cemos decir previa una definición. Si no sabemos ésta no lo enten- demos. Mas la palabra de la lengua nos comunica su sentido, nos lo dice, de suyo, antes de todo acuerdo especial y deliberado. De tal modo no necesitan una definición previa las palabras de la lengua que en rigor tampoco toleran una definición posterior. De aquí que sea una tontería y revela desconocer por completo lo que es una lengua reírse demasiado de los apuros que pasan los acadé- micos para definir los vocablos cuando hacen un Diccionario de la lengua. L a palabra natural nos proyecta con prodigiosa eficacia sobre un círculo del mundo objetivo. E l centro de ese círculo —por tanto, de la significación de la palabra, es clarísimo, pero su dintorno es flotante. Por esta razón la palabra nos dice muy bien algo, pero nos lo define o delimita muy mal y es ella misma indefinible. Cuando la gente vitupera a los académicos,comete el quid pro quo elemental de confundir el diccionario con una enciclopedia, como si la misión de aquél fuera definir las cosas y no procurar circunscribir aproxi- madamente los vagabundos significados de las palabras. Esta tarea es desesperante porque se afana en perfilar lo sin perfil. La dicción «Humanidades» liberada así y pudiendo actuar como voz vulgarísima nos consigna directamente a los fenómenos en que la realidad humana aparece, y ello sin limitación alguna y sin prejuzgar la más tenue interpretación. E s , pues, el ideal para nuestro propósito puesto que ése es el tema de las ciencias postuladas y no hay mejor nomenclatura para una disciplina que señalar con el ín- dice las cosas de que se ocupa. Sólo falta hacer que ese nombre de unas cosas enuncie, a la vez, la faena de conocimiento que a ellas se dedica. Así , Humanidades va a significar para nosotros a un tiempo los fenómenos que se investigan y estas mismas investiga- ciones. Sin duda, es también un equívoco, pero que no estorba mayormente, como no causa daño apreciable que «historia» designe a la vez la historia como res gestae y la historia como historiografía. A l proponer esta modificación en el uso del vocablo «humani- dades», nos encontramos en una situación curiosa. Porque, eviden- temente, se trata de un neologismo, pero en este caso la nueva dic- ción tiene el aire de ser más vieja, de más rancio hábito que su valor establecido. E s como si, por vez primera, la palabra Humanidades cobrase su éfymon, su verdadero, plenario y perenne sentido. PROPÓSITO E INVITACIÓN. Sin esta aclaración semántica, el título Instituto de Humanidades que damos a nuestra organización en proyecto no coincidiría con su propósito. Pero habiéndola hecho, hemos conseguido de paso adelantar en qué consiste éste. Quisiéramos emprender una serie de estudios sobre las más diversas dimensiones en que se desparra- ma el enorme asunto «vida humana». Para ello buscamos una am- plia colaboración. Desde hace mucho tiempo, en las ciencias natura- les se trabaja en equipos. Las investigaciones sobre el hecho humano han llegado a un punto que reclama una organización parecida. E l tamaño de lo que tal organización supondría, en cuanto a medios y fuerzas vivas, es tal que su más sobrio aforo invita a la renuncia anticipada y a una inmediata parálisis. Por tanto, no se trata aquí de empresa semejante. Mas ¿por qué no intentar un ejemplo y aun éste en formato minúsculo, de lo que podrían ser esos estudios y esas investigaciones en común? Creemos haber llegado a ciertos puntos de vista y a determinados métodos que permiten renovar en su raíz misma muchas de las tradicionales disciplinas históricas e incoar otras hasta ahora desconocidas. La lingüística, por ejemplo, que es entre todas las Humanidades la ciencia más avanzada y que ha logrado, en efecto, un glorioso, admirable desarrollo, necesita, a nuestro juicio, ser de nuevo cimentada y fertilizada mediante dos ciencias funcionalmente anteriores a ella. Una es la Teoría de la lengua que estudia a ésta en un estrato previo al atendido por la cuestio- nable Linguística general. Fuera de España se ha hecho ya algún en- sayo de Teoría de la lengua. Pero ésta, a su vez, demanda una inves- tigación más radical y previa a ella, de que no existe el menor, asomo ni dentro ni fuera de España. Es el estudio que llamamos Teoría del decir', donde el fenómeno del habla es sorprendido verdaderamente en su status nascens y hace ver la palabra como lo que, en efecto es, a saber: nunca «mera palabra» y sin consecuencias, siempre acción grave del hombre en su vida y uno de los lados más dramáticos de su destino. Cosa pareja acontece con la filología y especialmente con la filo- logía clásica, torso de las antiguas «Humanidades» que tan magní- fica expansión gozó en el siglo pasado y hoy yace inerte, prisionera en un callejón sin salida. Es preciso instaurar los principios de una nueva filología que obligue a los textos a decir mucho más y más TOMO V I I . — 2 17 rigorosamente controlable de lo que han hecho hasta ahora. Esto nos arrastra a la forzosidad de construir en forma por completo distinta de la usada la historia literaria y, en general, la historia de las demás artes y de las ideas. E n nuestra perspectiva, la Etnología asciende a un rango que hasta la fecha no se le había reconocido. Verdad es que se trata de una Etnología responsable, que se exige mucho a sí misma y deja de ser, como hasta aquí fue, la «casa de fieras» en la ciudad de las Humanidades. Es necesario mostrar que también los sal vajes «tienen razón» para poder presumir de tener alguna nosotros. La base de todo ello es la Hístoriología, disciplina que nunca ha sido acometida en serio, dando lugar a que los libros de historia, cualesquiera sean sus virtudes y méritos singulares, contengan ma teria tan vagarosa y sin compromiso y hablen del pasado como de algo ajeno a nosotros, siendo así que constituye nuestros propios entresijos. La historia tiene que tener ra%p'n, es razón narrativa, una narración que explica o una explicación que consiste en narrar. Es inadmisible la conducta habitual de la historia, que se fatiga en pro bar, a veces con una supérflua ostentación de rigor, los datos que maneja, pero no prueba lo que ella dice sobre esos datos y aun rehuye plantearse las cuestiones de realidad humana que anuncian, con lo cual resulta que siendo los libros de historia los más fáciles de leer son los menos inteligibles. N o se hace nada con decir que pasó esto y aquello, porque entonces nos quedamos sin saber qué es esto y qué es aquello y nos encontramos simplemente ante palabras sin sentido propio. Si se nos cuenta sólo que César «pasó el Rubicón», nos que damos in albis, porque es una expresión infinitamente equívoca. Innumerables individuos humanos han pasado y siguen pasando el Rubicón y en cada uno de los casos la frase enuncia una realidad humana distinta. Sería menester explicar bien el valor que ello tiene • en el caso de César, pero acontece que a pesar de ser uno de los hechos sobre que más se ha escrito, continúa sin esclarecer suficientemente, y como es el acto en que comienza todo el resto de la historia ro mana, sigue este resto —que es, nada menos, el Imperio Romano— siéndonos un enigma. E n aquel acto se atascó Mommsen y en él seguimos atascados. Si aquello hubiera sido elucidado se volverían, sin más, transparentes muchas cosas que hoy acaecen. Es preciso que la historia, al menos en principio, se comprometa consigo mis ma a «explicar todo», a «dar la razón» y exhibir el porqué, un porqué- ciertamente muy distinto del porqué determinista que impera en las ciencias naturales. Nos irrita leer al irritado Tácito porque pre- 18 tende ofrecernos espectáculos atroces; pero como no los explica, como no los hace «verosímiles», quedan fuera de nosotros sin lo- grar sernos efectivamente atroces. Hay que iluminar por dentro la atrocidad antigua si se aspira a estremecernos hoy y gracias a ello precavernos frente a atrocidades inminentes. O cambiando de humor, murmuremos que la historia futura deberá decir a la usada lo que el miembro de aquel tribunal en una Academia de Caballería decía a un examinando: «¡Eh!. . . , ¡que aquí se explica todo! ¡No es como en Infantería!» E n cuanto a la Economía, bien se manifiesta qué anda menes- terosa de refundición en un sentido bastante próximo al literal. Originada en el siglo X V I I I , sazón de pensamiento abstracto y for- malista, sigue siendo un cuerpo de doctrina ajeno a espacio y tiem- po, y su rigidez geométrica ha hecho de ella un petrefacto. E n su preámbulo dice de sí misma que es una ciencia social, pero al abrirla no encontramos por ninguna parte sus presuntas visceras socio- lógicas. Las promete y se olvida de ellas. Se impone el ensayo dehacer efectivo su carácter de ciencia social, y como lo social es his- tórico, de volverla a fundir en el crisol de la historia para que de rígida se torne teoría fluida, dinámica, que acompaña al hombre en sus inevitables mudanzas sin perder por ello su misión norma- tiva, es decir, descubrirnos qué es lo económico en cada situación económica. Cortemos aquí esta serie de sugestiones puesto que se trata únicamente de insinuar las nuevas y fecundas posibilidades que. atisbamos aun en el caso de disciplinas tan conocidas y tradicio- nales como las citadas. Tenemos un programa ideal de lo que pu- diera ser el Instituto de Humanidades. E n él, junto a las ciencias fun- damentales, que no queremos especificar aquí porque sus nombres parecerían abstrusos o desviadores y al lado de los grandes estudios sobre el pasado, habría la sección de investigaciones metódicas sobre el presente hasta el día, la información sobre el mundo humano en la actualidad, «observación masiva» sobre las gentes de nuestro país, donde podrían hallar sugestiva tarea numerosos equipos de jóve- nes, etc., etc. Pero más vale no hablar aquí de ese programa imaginario, ya que su ejecución queda hoy fuera de toda probabilidad. Por el con- trario, nos importa insistir en que lo que ahora intentamos es cosa de mínima cuantía y no más que un ensayo de ensayo. Por un lado, necesitamos probarnos a nosotros mismos cuáles son nuestras efec- tivas fuerzas, y por otro es preciso ver si realmente existen perso- 19 ñas que deseen colaborar con nosotros. E n cuanto a nosotros, protes- tamos anticipadamente si se quiere confundir la declaración de que entrevemos todas esas nuevas sabidurías posibles con la pretensión de poseerlas. Si así fuera no necesitaríamos de los demás. E n verdad, nuestra relación con todo ese saber se reduce más bien al apetito. Por lo que hace a eventuales colaboraciones la cosa es más pro- blemática. Porque un conglomerado de causas trae consigo que el cuerpo colectivo de cada país, por ejemplo, el nuestro, se haya vuelto sobremanera opaco. Su intransparencia no permite conje- turar lo que de verdad hay dentro de él. Precisamente porque los gestos colectivos se acusan tanto no dejan ver a su través cómo son los individuos, las personas, qué piensan, qué sienten, qué les falta, qué les sobra. Dada la apariencia de las cosas y si fuésemos de ta- lante pesimista, comenzaríamos por creer que lo que les sobra es justamente verse incomodados con invitaciones como la presente a un entusiasta esfuerzo intelectual. Mas nuestra pronta disposición a aceptar que sea así, nos echa a la espalda el pesimismo dejándonos con la sobrada serenidad para preguntarnos si, a pesar de todo, no habrá quienes experimenten vocación parecida a la nuestra. Sí, ya sabemos que el ambiente es de pesadilla y que en discursos, pe- riódicos y tertulias se habla, como hace justo mil años, del próxi- mo «fin del mundo» y de la civilización. Pero, no obstante, acaso haya también algunas personas que están habituadas a admitir esa eventualidad por pensar, como nosotros, que el «mundo» y la civi- lización, ni más ni menos que ahora, han estado y están siempre prestos para acabar, según corresponde a cuanto es contingente. Siempre la humanidad ha «vivido sobre un volcán». E l planeta es, en efecto, un volcán y lo sorprendente es que hasta ahora se haya comportado con tan mesurada eruptividad. L a civilización es una telaraña y pasma que sus tenues filamentos no se hayan quebrado muchas veces, cada cuatro o cinco generaciones. L a vida humana es íntegramente peligro y por lo mismo es íntegramente respon- sabilidad. N o hay, pues, ahora razón especial ni bastante para aco- quinarse y suspender el deporte más constitutivo del hombre, que es teorizar. COLABORADORES, OYENTES, PÚBLICO N o nos dirigimos al público, no lo buscamos. Se trata de for- mar un grupo de colaboración completamente privada, que no pretende ejercer la menor influencia sobre la vida nacional ni prac- 20 ticar proselitismo, y si imprimimos y repartimos este prospecto es porque no hallamos otro modo de poder llegar a las contadas per- sonas que, desconocidas de nosotros e ignorándose mutuamente, pueden interesarse en trabajar juntos sobre estas cuestiones y con los mismos métodos. L a mayor parte de los temas en que vamos a ocuparnos, por su propio carácter, excluyen automáticamente las grandes audiencias. Invitamos a unos cuantos para trabajar en un rincón. Mas, por otra parte, quisiéramos evitar a nuestro ajetreo toda facción propia de las sociedades secretas que son características de dos momentos en la vida de un pueblo: aparecen en cierto estadio de su etapa primitiva, por tanto, en la hora de su formación, y reapa- recen en la hora confusa de su disolución. D e aquí que si bien no nos dirigimos al público ni lo buscamos, tampoco lo rechazamos amaneradamente. La investigación, la ciencia, el conocer o como se le quiera llamar —también para esta noción falta en el léxico pala- bra decente—, procede atravesando fases muy distintas. Una de esas fases consiste en labores radicalmente incompatibles con toda pu- blicidad, más aún, que sólo pueden ser cumplidas en la más rigorosa soledad de la persona. Hay otra en que la gestación científica no sólo tolera sino que exige el confronte de lo que cada cual cree haber hallado, de las dificultades con que tropieza, de los comple- mentos que necesita con el sentir de otros cofrades sumergidos en el estudio del mismo tema u otros afines. Es la oportunidad del co- loquio y la discusión. Ha sido un error en los tiempos modernos no dar la debida importancia a este aspecto de la colaboración que se verifica en forma de diálogo o disputa, máxime si, como parece, cada día será más ineludible trabajar en equipo. E n esta fase la in- vestigación, emergiendo del arcano personal donde se inicia, se hace ya visible. ¿Por qué, entonces, no dejarla ver a quienes no se sienten capaces o deseosos de colaborar, pero sí de interesarse en la faena? Es el momento en que el esfuerzo mental no ha llegado todavía a ser obra, es decir, resultado firme, meta lograda, doctrina formal. E s aún la inteligencia en movimiento que vislumbra, analiza, busca, ensaya, que tropieza con la arista de la objeción y se hiere la frente, que se corrige e integra con lo descubierto por otro, que pasa por instantes de ceguera y terco aferramiento a un error, que despierta a nuevas luces, que se pierde una y otra vez en sus propios afanes y desespera y resucita; en suma, el drama mismo del pensar, una de las escenas más maravillosas que existen. ¿Por qué no hacer de ello, para un círculo no muy numeroso de oyentes, espectáculo que 21 compense un poco el multitudinario de los partidos de fútbol? E l Instituto no tiene designio docente. N o se propone enseñar sino apren- der —aprender lo que no se enseña porque nadie lo sabe aún. Pero no cabe duda que si logra existir y funcionar, esta porción del tra- bajo hecha a la vista de una discreta asistencia tiene más valor di- dáctico que cualquiera escuela. Nada hay como la presencia del pensamiento mismo haciéndose para suscitar vocaciones, alertar las cabezas y hacerlas sacudir la chabacanería intelectual que hoy las corrompe. Por estas razones, junto al grupo de los colaboradores, insti- tuímos en nuestra organización un cuerpo de oyentes y lo consi- deramos órgano de suma importancia en la convivencia de nuevo sesgo que aspira a ser el Instituto. Creemos así poder servir a mu- chos de algo, y ellos, recíprocamente, nos son menester como una cálida atmósfera humana que nos acompañe, nos abrigue y nos presione. Esto nos ayudará a huir de las dos cosas que menos quisié- ramos ser: herméticos y mandarines. Pero hay más: como todos nuestros temas son variaciones del tema general «vida humana» y éste poseeun sex-appeal formidable, pudiera acontecer que alguno de nuestros cursos despertara inte- rés —o la forma deficiente del interés que es la curiosidad— en un número bastante crecido de personas. Tal probabilidad, cualquiera que sea su grado, nos preocupa de antemano en esta hora de proyec- tar nuestros trabajos e invitar a otros para una privada colaboración. Pues el hecho significaría vernos consignados a topar con el público, que es precisamente a quien no nos dirigimos. ¿Qué hacer en caso semejante? ¿Tiene sentido que nos neguemos a ser oídos, pedante- mente desdeñosos de ese eventual público? N o confundamos las cosas. N o desdeñamos al público, lo que sería una actitud estúpida. L o que hacemos es no contar con él, porque, queramos o no, ya lo hemos dicho, la mayor parte de nuestras labores excluye su parti- cipación, y además porque no se le puede pedir ni constancia ni dedi- cación. L o que haremos, si esa anormal abundancia de oyentes afluyese a algún curso, sería trasladar éste a un local de ocasión, suficientemente amplio, fuera de nuestro domicilio en A.ula Nue- va, que es una habitación de menor burguesía con espacios de exigua capacidad. Pero ha de entenderse que ese traslado a un auditorio mayor representa sólo una extrapolación en la conducta normal de nuestro Instituto. 22 IMPECUNIOSIDAD D E L INSTITUTO E n fin, aunque faltasen estas razones para no reducir nuestra convivencia a los colaboradores en los estudios y ampliarla a un contorno de oyentes no tendríamos más remedio que hacerlo por una consideración que queremos declarar de la manera más taxativa. E l Instituto de Humanidades tiene que sostenerse con las matrícu- las de los oyentes a sus cursos y coloquios-discusiones. La cosa no admite escape porque el Instituto carece en absoluto de medios eco- nómicos. Nosotros mismos no los tenemos propios y nos faltan los ajenos. Con ser todo aventurado en nuestra iniciativa, el punto más problemático de ella es, como suele en España, el factor crematís- tico. De suerte que encima de ser tan dudosa la existencia de sin- cero interés por este género de trabajos, tenemos que empezar pi- diendo sacrificios. BAJO E L SIGNO D E L A CALMA Cuando en tiempos recientes se hizo por vez primera con ener- gía y perentoriedad, la pregunta: ¿Qué es el hombre?, se descubrió muy pronto que no era nada de lo que hasta ahora se había presumido. La consecuencia de este descubrimiento debió ser la admisión de que no sabemos lo que es el hombre y un animoso empeño en ir averiguándolo. Pero el tipo de hombre que hoy predomina está po- seído por la básica creencia de que él lo sabe ya todo —es, por de- finición, no «el hombre de la calle», sino el hombre «al cabo de la calle», el hombre que no sabe no saber—, el fanático. De aquí que en su mente la averiguación de que el hombre no era nada de lo que se había creído hasta ahora se transustanció, sin más, en la firme doc- trina de que el hombre no es nada, y se desembocó con velocidad inopor- tuna, con injustificado atropellamiento, en un nihilismo tan radical como arbitrario. Frente a ello el Instituto de Humanidades siente el orgullo de su propia ignorancia, la cual es incuestionable privi- legio del hombre y máximo aperitivo que nos mueve a emprender una serie de esfuerzos en común para intentar ir respondiendo a aquella desesperada pregunta.Y todo ello con calma jovial —un temple tan «existencial» como puedan serlo iracundias, acedías y angustias, sobre tener la ventaja —diría un «humanista»— de po- nernos bajo la protección directa de J o v e , ya que de él procede 23 la jovialidad. Esta calma humana lleva signo contrario a la que suele atribuirse al bovino, la cual, si nos arrojamos a afirmar que el animal la siente, sería un sosiego regalado, hecho de insensibi- lidad para el peligro. Mas la calma del hombre es la que él mismo briosamente se crea en medio de la congoja y del apuro, cuando al sentirse perdido grita a los demás o a sí mismo: ¡Calma! N o pa- rece asentarse en fundamento bastante la calidad privilegiada que algunos pensadores de hoy quieren conceder a las «situaciones ex- tremas», rehabilitando cierto romántico frenesí de Kierkegaard. N o es en la «angustia», sino en esa «calma» que la supera y pone en ella orden, donde el hombre puede verdaderamente tomar posesión de su vida y, en efecto, «existir»: en ella propiamente se humaniza. L o único que hay que decir contra la calma es lo mismo que hay que decir contra la angustia y contra toda otra emoción pura en que el hombre quiera radicar su existencia: que cada cual lleva en sí el germen de una viciosidad particular. Todo temple humano puede «ser en forma» o en modo deficiente. Así , la calma puede degenerar en cotidianeidad, mera adaptación y conformismo, como la angustia, degradada en manía o pavor, frenetiza y envilece al hombre. ENVIANDO A DOMINGO ORTEGA EL RETRATO DEL PRIMER TORO V Epílogo al libro E l arte del toreo, por DOMINGO O R T E G A , R . de O., Madrid, 1950 EN esta conferencia un gran torero habla de lo suyo. Nótese que redu-ciendo en la medida que le es dada las consideraciones generales y los innu- merables temas conexos con el arte de torear, se recluye en la cuestión de dónde están los pitones del toro y dónde, en relación con ellos, tiene que estar la cadera del torero y cada una de sus piernas y su bra%p,y qué movimientos y quietudes debe practicar. Lo que Domingo Ortega dice está pensando desde el ruedo, en peligrosa proximidad a las astas del animal y allí tiene el lector que situarse imaginariamente para poderlo entender. Porque de lo que pasa entre toro y torero sólo se entiende fácilmente la cogida. Todo lo demás es de arcana y sutilísima geometría o cinemática. La mayor parte de los que asisten al espectáculo no han conseguido nunca representarse con claridad y precisión en qué consisten las más vulgares suertes; por eiemplo, banderillear al cuarteo. En la lidia todo es rápido, incluso lo que relativamente calificamos de lento —(¿sosegadas prisas» llama el varilarguero Da^a a los trances del toreo (escribía en torno a I J J J ) — y como, además es dramático y nos sobrecoge, no deia margen a la atención para percibir en su detalle la doble melodía de movimientos que es cada suerte. De aquí que la doctrina tauromáquica ex- puesta por Domingo Ortega se nos presenta con cierto aire de teorema geo- métrico. Toro y torero, en efecto, son dos sistemas de puntos que han de va- riar en correlación uno con otro. Es extraño que no se haya compuesto nunca una geometría o cinemá- tica taurina, cuando todo el que ha querido explicar una suerte ha tenido que tomar el lápi^y dibujar líneas que simbolizan movimientos. Mas no voy a entrar ahora en ello. Me encuentro con que mi amigo y homónimo desea que unas palabras mías acompañen a lo dicho por él, y como lo dicho por él es del más riguroso tecni- cismo, me parecería incongruente trabar algunos signos caligráficos, dibujar una tenue orla verbal. Yo no soy un «aficionado a los toros». Después de mi 27 adolescencia son contadísimas las corridas de toros a que he asistido, las es- trictamente necesarias para poder hacerme cargo de «cómo iban las cosas». En cambio, he hecho con «los toros» lo que no se había hecho: prestar mi aten- ción con intelectual generosidad al hecho sorprendente que son las «corridas de toros», espectáculo que no tiene similaridad con ningún otro, que ha re- sonado en todo el mundo y que, dentro de las dimensiones de la historia es- pañola en los dos últimos siglos, significa una realidad de primer orden. Era cuestión de honor para un hombre de pensamiento explicarse su origen, su desarrollo, su porvenir, las fuerzas y resortes que lo engendraron y lo han sostenido. Sobre las «corridas de toros» se han publicado no pocos libros, algunosexcelentes, producto de un esfuerzo meritísimo. Pero han sido com- puestos desde el punto de vista del «aficionado», no del analizador de humanida- des. Siempre sentí como algo penoso e indebido que no se hubiese estudiado con el mismo rigor de análisis que cualquier otro hecho humano éste que es de muy sobrado calibre. No es, pues, cuestión de afición o desafección, de que parezca bien o mal este espectáculo tan extraño. Cualquiera que sea el modo de pensar sobre él —y el mío es hasta ahora completamente inédito— no hay más remedio que esclarecerlo. No he escrito nunca sobre materia tauromáquica, y no son las circunstancias presentes oportunas para que inaugure tal opera- ción. Prefiero, pues, enviar a Domingo Ortega algo que acaso no interese a los lectores de su conferencia, pero que es cosa nueva y de importancia en un estudio a fondo de la realidad que han sido las corridas de toros. Como es sabido, la variedad vacuna dotada de bravura es una especie apológica arcaica que se ha perennizado en España cuando desde muchos siglos antes había desaparecido de todo el mundo. Las causas de esta perdu- ración no han sido aún esclarecidas. Sólo es patente que en las últimas tres cen- turias las fiestas nobles de toros, primero, y las corridas populares, después, han logrado su artificial conservación. No sé si se tiene esto bien en cuenta, si se está atento a que esa función del coraie, lo que en la terminología taurina se llama «casta», es superlativamente inestable y siempre a punto de ex- tinguirse. La furia de nuestra res brava no se parece a ninguna otra en el mundo animal aún existente. Esto hacía muy difícil explicar el origen zoológico del bovino que con tanta pasión la ejercita. De un lado, aparece el toro espe- cíficamente bravo rodeado por todas partes de vacunos domésticos en que tal o cual individuo manifiesta ocasionalmente furibunde^, pero que como linaie han hecho proverbial su mansedumbre. De otro lado hay que todas las va- riedades, especies o subespecies de bovinos domésticos y mansuetos provienen de un tipo de toro originario, el bos primigenius, que era feroz- Los ale- manes le llaman Auerochs, o toro salvaje, y los germanos y celtas debían nombrarle con un nombre parecido, que a los oídos de Julio César sonaba 28 urus. Fue él quien introdujo este vocablo en la lengua latina. Era un animal enorme y peligrosísimo que poblaba los bosques de la Europa central y nórdica, constituyendo la gran ca%a a que los señores del tiempo se dedicaban. Julio César se complace una y otra ve\ en decirnos cómo en las pausas de su belige- rancia cacaba el uro. Pero es típico de su estilo que no nos describe nunca al animal de modo suficiente para que podamos representárnoslo. Con lo cual la espléndida bestia se convirtió en un mito entregado a la libre fantasía, y como todo mito, generoso en metamorfosis. Unos lo imaginaban como un bisonte, otros como un búfalo y, en seguida veremos, no pocos le aproximaban a fieras que nada tienen que ver con los bovinos. El toro primigenio, o uro, desaparece como especie viva durante la baja Edad Media. Sin embargo, a comienzos del siglo XV perdura en los bosques de Lituânia lindantes con Prusia. «Dos siglos después —nos comunica el doctor Otto Antonius (i)— quedan aún unos cuantos individuos supervivientes en Polonia, a saber: en el gran bosque llamado Jaktorowka, a cincuenta y cinco kilómetros por el sudoeste de Varsovia. Este bosque fue el último re- fugio del uro como en nuestro tiempo el bosque de Bialomc^a lo es del bisonte. En IJ64 vivían aún en Jaktorowka 38 uros, de ellos ocho machos adultos y tres i avenes, 22 vacas y cinco terneras. En ijp? había descendido el número a 24 animales,y en 1604, a cuatro. En 1620 no quedaba más que una vaca, la cual—probablemente el último eiemplar de su especie— sucumbió en 1627.» Es inconcebible que siendo tan reciente la desaparición completa —según Antonius— de este animal no constase en la conciencia pública y en los hom- bres de ciencia europeos cuál era su figura y tuviera que seguir la imaginación elaborando sus fantasmagorías. La cosa es aún más extraña si se advierte que Segismundo, barón de Herberstein—1486-1j66—, embajador de Carlos V, y de su hermano Fernando, había descrito bastante bien al animal en su libro Rarum moscovitarum comentarii, e incluso publicaba grabados repre- sentándolo. Los grabados son toscos y tal ve^ sólo un español que los vea puede reconocer bien lo que quieren figurar. Así andaba el asunto, cuando a comienzos del siglo pasado, el apólogo inglés H. Smith encontró en un anticuario de Augsburgo cierto cuadro que representaba un bovino de fina y grande cornamenta. En un rincón del cuadro se leía la palabra Thur, que es el nombre polaco del uro. La comparación de esta figura con los restos óseos que del animal se conservaban, daba como resultado completa coincidencia. Sin embargo, fue preciso esperar el estudio de M. Hilt^heimer sobre el aspecto del uro para que quedase plenamente establecido que el cuadrito de Augsburgo —entre tanto desaparecido— era (1) Die Abstammung der Hausrinder [Descendencia de los vacunos domésticos] , en Die Naturwissenschaften, 24 de octubre de 1919. 29 el retrato de uno de los últimos ejemplares, tal ve% del postrer superviviente del toro primero o primigenio ( i ) . La presencia de esta figura aclara de plano la cuestión de nuestro toro bravo. Es éste, con toda evidencia, el descendiente directo del uro o Auerochs. El único eslabón intermedio que acaso ha habido es la forma cuaternaria del uro que era de tamaño un poco menor y tuvo su expansión principal en Meso- potamia y el norte de África. El primigenio —-figurado en la imagen ad- junta— era mucho mayor que el más corpulento de nuestros toros. En cuanto al pelaie tenemos noticias muy precisas debidas al barón de Herberstein y completadas por Janickiy otros. Era el uro adulto negro listón, a veces cas- taño oscuro. Terneras y becerros eran más claros, llegando casi al retinto en colorado. Vero los que hasta ahora se han metido en este asunto dejan en el aire la pregunta de cuál fue el origen de ese cuadro arrinconado en un anticuario de Augsburgó. Aquí es donde creo poder ofrecer una pista inesperada, pero que en seguida resolverá indefectiblemente el enigma. Hay un pasaie de una carta de Leibni% —¡nada menos!— en que nadie ha reparado. Escribiendo en 18 de octubre de iji2 a su corresponsal Th. Bur- nett, de quien recibe y a quien envía noticias sobre los nuevos libros, dice: «No he visto aún la nueva edición de Julio César, pero soy yo quien envió a los editores el retrato del urus, porque interesé al Rey de Prusia en que lo hiciese hacer del natural sobre el que tiene en Berlín. El urus (de que Julio César habla) no es un oso, sino una especie de toro de un tamaño y una fuerza extraordinarios; en alemán se le llama Auerochs» (2). Estas palabras abren un camino directo para la solución del enigma que el cuadro augsburguense plantea. ¿De qué eiemplar superviviente ha sido hecho este retrato en que nos aparece un magnífico macho en actitud —ojo radiante, manos y jarretes en tenso avance— que los españoles conocemos tan bien? La factura pictórica no nos dirige a los comienzos del siglo XVII en que aún perduran, dentro de Alemania, las técnicas del XV, sino que lo situaríamos mejor a fines del seiscientos, es decir, en torno a lyoo. La afir- mación de Antonius que fecha en 1627 la extinción del último bos primi- genius puede valer para el rebaño más importante que quedaba y era el de Polonia, pero el texto de Leibni% nos lleva a pensar que, tal ve% procedentes de ese rebaño, poseía el rey de Prusia, cuyos cagaderos lindaban con los bosques (1) M. Hilzheimer, Wie hat der Thür ausgesehen?, en Jahrbuch für wissenschaftliche und praktische Tierzucht, V, Jahrgang, 1950. Tengo foto-copias de este artículo y de otros sobre el tema que sería interesante publicar en alguna revista española de agricultura, ganadería o veterinaria. (2) Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz. Herausge- geben v o n G. J. Gerhardt. Tomo I I I , pág. 325. 30 de Varsovia, algunos individuos y en tiempo del gran filósofo, tal ve%, un último superviviente. Curioso de todo y a todo atento, este trágico destino de toda una magnífica especie concentrada en un solo individuo, le movió a asegu- rar la conservación de su aspecto. ¿No es sobremanera probable que el cuadro de Augsburgo sea el que fue pintado por su moción y enviado al editor de Julio César? La última palabra sobre la cuestión queda ahora fácilmente soluble. Basta que alguien busque esa edición de Julio César en alguna biblioteca ale- mana y compare el grabado allí impreso con la imagen que aquí va reproducida. La conferencia de Domingo Ortega es un documento único en la historia de la tauromaquia, porque en ella un maestro insigne del arte se ocupa en definir menudamente el esquema de movimientos en que la técnica del toreo consiste. No creo que vaya mal como anejo a sus páginas la imagen, desconocida en España, del primer toro. i P R Ó L O G O A «TEORÍA DE LA EXPRESIÓN» P O R K A R L B Ü H L E R TOMO V I I . — 3 Publicado por la Revista de Occidente, Madrid, 19 jo. KA R L Bühler era una de las figuras prominentes de la ciencia psico-lógica en la Europa anterior a la guerra. Ocupaba la cátedra dedicada a esta disciplina en Viena y era Director del Instituto de Psico- logía anejo a aquella Universidad. En 1933 publicó esta Teoría de la Expresión y pocos meses después, en 1934, su Teoría del lenguaje. En esta colección aparecerán también, con un mes de distancia, los dos libros. Son, en efecto, inseparables, mutuamente se esclarecen, si bien la obra so- bre el lenguaje es mucho más lograda que su pareja y quedará como un libro clásico. El gesto expresivo y la palabra son los géminis en el zodíaco de los pro- blemas humanos. Ambos fenómenos tienen común su carácter más radical. Uno y otro consisten en fenómenos que nos aparecen en el mundo exterior, que son externidades, pero tienen la condición constitutiva de manifestarnos internidades. Cierta contracción de los músculos faciales es un hecho corporal como otro cualquiera, pero en él vemos además la tristeza o la alegría de un hombre, dos realidades que por sí carecen de todo atributo que las permita ser exteriores. Parejamente, una palabra es un mero sonido, un fenómeno acústico; pero acontece que en él nos llega noticia y como presencia de una idea, otra entidad inespacial,y, por tanto, incapaz por sí misma de exteriori- dad. Ea cosa es una de las más triviales que existen, pero, a la vez, ¿e ¿as más extrañas y enigmáticas. De las más triviales, si analizamos paso a paso la estructura de eso que llamamos «mundo», dentro del cual cada cual se en- cuentra, advertiremos que consiste en la articulación de una serie de «mun- dos» que están encapsulados uno en otro, quiero decir, que existen para el hombre fundados uno en otro de suerte que cada uno de ellos supone el anterior y, viceversa, llega el hombre al posterior al través del precedente. Entonces descubrimos, con no parva sorpresa, que el «mundo» primero con que el hombre se encuentra y en que ab initio flota es un «mundo» de gestos y de palabras. El hombre, en efecto, nace en una sociedad o contorno formado por otros seres 35 humanos, y una sociedad es, por lo pronto, un elemento de gestos y de palabras en medio de los cuales se halla sumergido. No es arbitrario llamarla «elemento» porque posee buen derecho para ser adjuntado a los cuatro tradicionales. Pues bien, todos los demás «mundos» que pueda haber, desde el físico hasta el de los Dioses, son descubiertos por el hombre mirándolos al traslu^ de un enrejado de gestos y palabras humanos. Pero este fondo común de la expresión y el leguaje —exteriorizar inti- midades— no permite que identifiquemos las dos clases de fenómenos. La función expresiva es muy distinta de la función lingüística. Aquel fondo común es causa de que en el vocabulario vulgar se suelan confundir ambas. Si decimos que un rostro expresa amargura y que una frase expresa muy bien cierta idea, con la misma palabra «expresar» denominamos dos opera- ciones sobremanera diversas. La relación entre el gesto y el estado de ánimo que en él nos «aparece» es muy otra que la palabra y la cosa que ella denomina o la idea de ésta que enuncia. Entre el fenómeno exterior y la intimidad por él revelada es muy diferente la distancia en uno y otro caso. Con algún buen sentido podemos decir que la tristeza está en la fa% contraída, pero la idea de mesa no está en la palabra «mesa». De aquí que una misma idea sea dicha con diversos sonidos en las diversas lenguas, mientras que los gestos expresivos tengan un carácter universal, si bien —y Bühler insiste en ello— es de suma importancia estudiar sus variantes en pueblos y épocas. Esta diferencia obliga a precisar la terminología y acotar el vocablo «expresión» para aquel modo de manifestar la intimidad que se nos presenta con máxima purera en los gestos emotivos. Bühler, en colaboración con sus discípulos, ha dedicado muchos años al intento de aclarar ambas funciones: la expresiva y la lingüística. El resul- tado de tan vasta labor queda recogido en estos dos volúmenes, que deben ser considerados como la publicación más importante sobre uno y otro tema, hoy existente. Esto no quiere decir que se hallen ambas obras al mismo nivel, como ya al principio apunté. Dos causas son reponsables de este desnivel, y de una de ellas es irresponsable el autor. En su Teoría del lenguaje estudia Bübler el fenómeno del habla en un estrato distinto de aquellos en que hasta ahora se le había enfrontado. No es una «filosofía del lenguaie» como tantas que ahora pululan y aparecen con o sin ese peraltado título. Por otra parte, tampoco es una «lingüística general». Es precisamente un estrato intermedio, el más inmediato a la lingüística, sin confundirse con ésta. Ahora bien, este planteamiento del problema «lenguaje» ha permitido a Bühler aprovechar toda la ciencia lingüística, que es la más avanzada entre las Humanidades. En el caso de la expresión, el autor no podía contar con tan decisivo auxilio, porque su estudio no ha llegado a madure^ teórica. En este libro verá el lector, con doble sorpresa, cómo se comentó a investigar el hecho de la expresión 36 al mismo tiempo que todos los otros grandes problemas —es decir, allá en Grecia—, pero que la historia posterior de esa investigación carece de conti- nuidad y es como espasmódica. El estudio de la expresión se halla, en efecto, enormemente retrasado en comparación con el de su gemelo el lenguaje. Por esta ra%ón, Bühler no podía partir de un fondo sólido preexistente, como el que le ofrecía la lingüística. Tanto es así que el simple hecho de haberse re- suelto un hombre de ciencia rigoroso a publicar un tratado de la expresión como el presente es por sí, y cualesquiera sean sus difidencias, una hazaña científica que bordea la audacia. Ea otra causa que desiguala este libro con su compañero es de menor sustancia y consiste en un error didáctico. Bühler ha querido exponer su teoría de la expresión al hilo de la historia de los estudios precedentes sobre el tema hechos desde Aristóteles. Esto da, sin duda, una mayor riqueza de contenido a su obra, pero le quita transparencia para quien quiera leerlo de corrido y sin volver frecuentemente de delante a atrás. Hubiera sido prefe- rible separar la historia de las ideas sobre la expresión de la teoría o doctrina que Bühler considera como actual y fehaciente. Pero tenía vivo interés —a mi juicio excesivo y un tanto inoportuno—en mostrar: que en los estudios fisiognómicos y mímicos del pasado están ya los principios de una verdadera teoría de la expresión, si bien parcialmente enunciados y repartidos en la serie de los investigadores pretéritos; z.°, que esa historia de la fisiognómica, tras de su aspecto que yo llamaba espasmódico, oculta una efectiva continuidad de marcha y progreso. Ello es que la exposición conjunta de la historia y el sistema puede dificultar un poco la lectura de este libro a aquellos que no conocen previamente las cuestiones principales incluidas en el tema: expresión. A esos lectores me permitiría recomendarles la lectura de dos estudios míos — L a expresión, fenómeno cósmico ( I ) J Vitalidad, alma, espíritu (2)— que, aunque viejos de fecha, creo pueden servir como introducción para un más fácil ingreso en este importante tratado. (1) «El Espectador», tomo V I I (Obras completas, tomo II) . (2) <<E1 Espectador», tomo V (Obras completas, tomo II ) . P R Ó L O G O A «EL COLLAR DE LA PALOMA» D E IBN HAZM DE CÓRDOBA Editado por la Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1952 M i amistad hacia Emilio García Gómez es oscilante: péndula entre ser fraternal y ser paternal. E l cariz de paternalidad le viene de que la cronología de mi vida es mucho más larga que la exhibida por la suya, y el modo fraternal se origina en que al hablar de Fulano coincidimos. Cuando se coincide al opinar sobre Fulano se coincide en todo lo demás. También es verdad lo inverso. La coincidencia ni implica ni siquiera prefiere ser identidad de juicio. N o se trata de que coin cidan las ideas, sino las vidas. Nadie puede tener las mismas ideas que otro si, de verdad, tiene ideas. La idea es personalísima e intrans ferible. Cuando un pensamiento nos es común corre grande riesgo de no ser una idea, sino todo lo contrario, un tópico. E l tópico es el lugar, el lugar común, el sitio en que los hombres coinciden tanto, que se identifican y se confunden, cosa que no puede acontecer sino en la medida en que los hombres se mineralizan, se deshumanizan. E n su verdad, en su autenticidad los hombres son incomunicantes. Los propios escolásticos, tan poco sensibles a estos temas, definían ya la persona por la incomunicabilidad. E n su contenido, las ideas pue den discrepar sobremanera y, sin embargo, coincidir en lo único que importa: en haber sido pensadas desde el mismo nivel. E n última instancia, nuestros sufrimientos, al tratar con los prójimos, suelen proceder de que pensamos, sentimos y somos sobre niveles dife rentes. Precisamente es éste uno de los dones mágicos poseídos por el amor, de que este libro tan a fondo diserta. A ello se debe, por ejem plo, el prodigioso fenómeno de que la mujer amante de un hombre cuyas dotes parecen muy superiores a las de ella, no se sabe cómo, simplemente amando, se eleva a su altitud. O bien, la viceversa. Pues ahí están los dos versos terminales de Fausto, en que Goethe 41 se acoge a esta imagen del nivel. E l Eterno-Femenino es una realidad peraltada a la cual el hombre, cuando ama, se eleva, no por propio poder ascensional, sino porque es atraído —atraído hacia lo más alto. N o se me negará que la mujer si es algo, es atractiva, esencial- mente atractiva; pero Goethe nos hace reparar que su atracción es siempre, siempre, cenital: Das Evrig-Weibliche Zieht uns hinam. Con lo cual hemos caído, como por escotillón, dentro de este libro que Emil io García Gómez se ha tomado el largo y penoso esfuerzo de traducir. Era una deuda que los españoles, tomados corporativamente, teníamos. Porque este libro, el más ilustre sobre el tema del amor en la civilización musulmana, que ha sido vivido, pensado y escrito en tierras de España por un árabe «español», estaba, tiempo ha, traducido en otras lenguas, pero nadie se había atrevido a irle al cuerpo y verterlo en castellano. Claro está que, al llamar a Ibn Hazm árabe «español», le atribuyo el arabismo en serio y la españolía informalmente. Sin que yo pretenda estorbar que los demás hagan lo que les plazca, no estoy dispuesto, por mi parte, a correr la aventura de llamar en serio «español» a cualquiera que nace en el territorio peninsular, aunque sea de sangre «indígena» y aunque haya vivido aquí toda su vida. La territorialidad y el plasma sanguíneo son los últimos atributos que pueden calificar la «nacionalidad» dé un hombre, esto es, la substancia histórica de que está hecho, y sólo tienen eficacia cuando se dan en él antes todos los demás. La prueba simple y notoria de ello está en que, vice- versa, cabe ser español hasta el grado más superlativo sin haber visto nunca la tierra española, e igualmente cabe serlo teniendo muy poca o ninguna sangre de nuestra casta. Y , esto que es verdad ahora, cuando España, desde hace mucho tiempo, ha llegado a la plenitud de su nacionalidad, lo era mucho más en el friso de los siglos décimo y undécimo, cuando la «cosa» España empezaba tan sólo a germinar. Todos estos calificativos «nacionales» significan, tomados en su pre- cisión, la pertenencia substantiva a una determinada sociedad, y la sociedad árabe de Al-Andalus era distinta y otra de la sociedad o sociedades no-árabes que entonces habitaban España ( i ) . (1) Para que no quede la idea en vago, añadiré que entiendo por so- ciedad una colectividad de seres humanos sometidos a un determinado sistema de usos. 42 Pero esto no quita, como he dicho, que nuestra relación con los árabes de Al-Andalus, o «españoles», no implique para nosotros ciertos deberes respecto a su memoria; deberes que últimamente se fundan en la ventaja que nos proporciona cumplirlos, ya que con ello nu- trimos nuestra propia sustancia, enriqueciendo y precisando nuestra españolía. Porque nuestra sociedad ha convivido durante siglos con esa sociedad andaluza, piel contra piel, en roce continuo de beso y lanzada, de toma y daca, de influjo y recepción. Y una de las grandes vergüenzas que desdoran los estudios históricos es que, a estas altu- ras, ni de lejos se haya logrado esclarecer la figura de la relación entre ambas sociedades. Esta es la causa del balanceo extremo entre las opiniones sobre los influjos de una en otra, a que hace referencia García Gómez en su Introducción. E s justo reconocer que nuestros arabistas, desde Ribera, han dado algunos importantes pasos en el intento de irse representando con alguna concreción cómo convivían andaluces y españoles. Pero la cuestión no puede avanzar grande- mente si no se la toma en un estrato más profundo. Es preciso, en efecto, comenzar por definir bien, y por separado, la estructura de ambas sociedades, para poder luego figurar su enfronte y engranaje. E l tema, sin embargo, no puede reducirse a los límites de España. E s mucho más amplio. La mayor porción de Europa ha tenido tam- bién un contacto secular con la civilización árabe, una inmediatez cutánea con ella. Mas tampoco los historiadores extranjeros han derramado claridad sobre este hecho, que fue una de las grandes realidades en la historia occidental. Esta falla ha sido una de las prin- cipales causas que han impedido la inteligencia de la Edad Media europea. N o es posible comprender bien un hecho histórico, sea el que sea, si no se acierta a contemplarlo desde el punto de vista que mejor manifieste su más auténtico sentido, es decir, desde el cual se divise a sabor, y en toda su extensión, el área de realidades humanas a que el hecho pertenece. Todo lo que sea mirar el hecho sobre el fondo de un área que es sólo parcial lo desdibuja y falsea automáti- camente. Pues bien, desde hace muchos años — y Emilio García Gómez me es testigo de mayor excepción— sostengo que la Edad Media europea no puede ser bien vista si la miramos centrando la historia de aquellos siglos en la perspectiva exclusivade las socieda- des cristianas. L a Edad Media europea es, en su realidad, inseparable de la civi- lización islámica, ya que consiste precisamente en la convivencia, positiva y negativa a la vez, de cristianismo e islamismo sobre un área común impregnada por la cultura grecorromana. De aquí que el único 43 punto de vista adecuado sea de indiferencia ante esas dos vertientes de la vida medieval, contemplando su aparente dualidad y discre- pancia como unidad y coincidencia, que asumen dos modalidades distintas. Y la razón fuerte de ello es que ambos orbes —el cristiano y el musulmán— son sólo dos regiones de un mundo geográfico que había sido históricamente informado por la cultura grecorromana. L a religión islámica misma procede de la cristiana, pero esta proce- dencia no hubiera podido originarse, a su vez, si los pueblos europeos y los pueblos árabes no hubiesen penetrado en el área ocupada durante siglos por el Imperio romano. Germanos y árabes eran pueblos periféricos, alojados en los bordes de aquel Imperio, y la historia de la Edad Media es la historia de lo que pasa a esos pueblos conforme van penetrando en el mundo imperial romano, instalándose en él y absorbiendo porciones de su cultura yerta ya y necrosificada. La Edad Media, por una de sus caras, es el proceso de una gigantesca recepción: la de la cultura antigua por pueblos de cultura primitiva. Y la génesis cristiana del islamismo no es sino un caso particular de esa recepción, producida por el mismo mecanismo histórico que llevó a los árabes del siglo i x a recibir a Aristóteles y a Hipócrates y a Galeno y a Euclides y a Diofanto y a Tolomeo. Se olvida demasiado que los árabes, antes de Mahoma, llevaban siete siglos rodeados por todas partes de pueblos que estaban más o menos helenizados y que habían vivido bajo la administración romana. N o es sólo de Siria de donde sopla sobre los árabes el gran viento de la Antigüedad, sino de Persia, de la Bactriana y de la India. E n cambio, Europa, por su lado norte, se mantuvo libre de influjos grecorromanos y pudo conservar más tiempo intactas las raíces de su primitivismo. Los estadios de esta recepción son, en su comienzo, muy simi- lares. La única diferencia inicial —que es, sin duda, importante— radica en que los árabes recibieron la Antigüedad en su aspecto de Imperio Romano de Oriente, y los europeos en su forma de Imperio Romano de Occidente. Esto trajo consigo, por ejemplo, que los árabes pudieran tener muy pronto su Aristóteles, y, en cambio, el Cristianismo suscitador del Islam, fuese el nestoriano y el de los monofisitas, dos perfiles arcaicos de la fe cristiana. E n los estadios siguientes la recepción fue poco a poco tomando caracteres más divergentes, hasta que en el siglo x i n cesa entre los árabes, cuya civilización queda reseca y petrificada a fuerza de Corán y de desier- tos. Pues los desiertos, que ciñen por Oriente y Sur el mundo islá- mico, lanzan sobre él periódicamente oleadas de puritanismo asolador. 44 Los beduinos son sus portadores. La última avenida, bien reciente, ha sido la de los wahhabíes del Nechd, que, al concluir la primera guerra mundial, dirigidos por Ibn Sa'ud, cayeron sobre la Arabia de las ciudades de Meca y Medina ( i ) . M i idea, por tanto, es que, al comenzar la llamada Edad Media, germanismo y arabismo son dos cuerpos históricos sobremanera homogéneos por lo que hace a la situación básica de su vida, y que sólo luego, y muy poco a poco, se van diferenciando, hasta llegar en estos últimos siglos a una radical heterogeneidad. La opinión contraria, que es la usual, surgió por generación espontánea, irre flexivamente —cosa tan frecuente en los historiadores—, porque proyectaron sobre aquellos primeros siglos medievales la imagen de extrema heterogeneidad que hoy nos ofrecen ambos grupos de pue blos. Pero esto, a su vez, no habría acontecido si se hubiesen tomado el trabajo de reconstruir analíticamente la estructura básica de la vida humana en la Edad Media. Habrían entonces caído en la cuenta de hasta qué punto fue decisivo en aquel modo de ser hombre, de existir, el hecho de que pueblos de una .cultura primitiva viniesen a habitar en un espacio social —el área del Imperio Romano— donde preexistia una civilización llegada al último estadio de su desarrollo y, por lo mismo, de su complicación y su refinamiento. Por fortuna, esta civilización se hallaba ya atrofiada, caduca, y en avanzado pro ceso de involución, lo cual implica que había perdido gran parte de su ubérrima riqueza, que se había vuelto abreviatura de sí misma. Recuérdese que, por ejemplo, en el orden intelectual, la cultura grecorromana, hacia el siglo v d. C , se ha resumido y reducido a epítomes y enciclopedias o diccionarios. De no haber sido así, el choque —lo que llaman hoy los etnógrafos anglosajones el clash of cultures— habría sido excesivo, y sus resultados muy distintos. Los pueblos nuevos se habrían perdido, como en una selva tremenda, en la exuberancia de la vida «clásica». Por fortuna, repito, ésta había sido ya epitomizada ad usum delfinis. E l delfín era el germano, era el árabe. Pero ahora viene la advertencia verdaderamente fértil, que pudiera dar la clave para la inteligencia de la Edad Media, y que no he visto nunca formulada. La cultura clásica, aun contraída y esclerosada, significaba un repertorio de formas de vida enormemente más corn il) Quien quiera ver concretamente cómo el Corán apergamina las almas y reseca a un pueblo, no tiene más que leer las memorias de Taha Hussein —Le livre des jours, 1947—. El autor, que es ciego, ejerce actual mente el cargo de ministro de Educación en Egipto. 45 plicadas y más sutiles que las tradicionales en aquellos pueblos inva sores. E l germano y el árabe no podían entenderlas bien. N o sólo por su complicación y sutileza, sino porque habían nacido de raíces que les eran ajenas, inspiradas por experiencias históricas distintas de las suyas. Mas, de otra parte, se les imponían, en algunos órdenes, por razones de utilidad, como en la administración y en todos por razón de su prestigio incomparable. Y o no sé últimamente si cabe decir que el Imperio Romano ha sido el hecho más importante de la historia hasta la fecha actual, pero no creo exorbitante afirmar que lo ha sido su prestigio, poder tan tenaz que todavía gravita sobre nosotros. Esto trajo consigo que, en la base misma de la existencia medie val, se diese una dramática dualidad al encontrarse el germano y el árabe con dos distintos repertorios de formas delante de sí, cada uno de los cuales solicitaba que el hombre hiciese por ellos fluir, como por un cauce, su comportamiento vital. Los modos hereditarios de su pasado trivial informaron, como no podía menos, su vida coti diana, pero ésta no es sentida como «vida», por ser pura habitualidad. Cuando, emergiendo de los hábitos en que de puro acostumbrados y mecanizados no reparamos, nos hacemos cuestión de vivir , bus camos lo contrario de la vida habitual, buscamos «vivir como es debido». Por su prestigio, las formas de la existencia grecorro mana se presentaban a los pueblos nuevos con el carácter de «vida como es debido», frente a la «vida como es costumbre». Y he aquí por qué la estructura de la vida medieval es tan sor prendente. E s una vida de dos pisos, sin suficiente unidad entre ambos. Hay el estrato de los usos inveterados, y hay el estrato de los com portamientos ejemplares. Aquél es vivido con autenticidad, pero inconscientemente. Este es una serie de afanes imitativos, y la relación entre el hombre y lo que hace no es en él espontánea ni en este sen tido sincera; es querer ser otro del que se es. Germanos y árabes se dedican a imitar a griegos y romanos, a intentar «ponerse» sus formas de vida —en la administración, en el derecho, en la concepción del Estado, en ciencia, en poesía ( i )—. La religión misma toma en ellos aspectos de conmovedor mimetismo. Y a el islamismo es una imitación del cristianismo ad usum del delfín que vivía en el (1) Con lo cual no v a dicho que ambos adoptasen igualmente todas esas disciplinas. Por ejemplo, mientras los árabes absorben inmediatamente las ciencias helénicas, permanecen impermeables a la poesía antigua. Los europeos hicieron estrictamente lo contrario. 46 desierto. Pero también el cristianismo del germano es un remedo del de los padres de la Iglesia. Esta estructura básica de la vida medieval fue la causa de hecho tan sorprendente y monstruoso como el Escolasticismo, es decir, la filosofía que tenazmente cultivaron las Universidades de Occidente durante toda aquella Edad, hecho que espera aún su esclarecimiento, porque no se le ha visto sobre el fondo de muchos otros escolasti- cismos. E l así famosamente llamado es sólo un caso particular de toda una gran categoría histórica, del «escolasticismo» con carácter genérico, que se ha dado y se sigue dando en muchos lugares y tiem- pos. Llamo «escolasticismo» a toda filosofía recibida —frente a la creada—, y llamo recibida a toda filosofía que pertenece a un círculo cultural distinto y distante, en el espacio social o en el tiempo his- tórico, de aquellos en que es aprendida y adaptada. Los que ignoran de qué ingredientes están hechas las «ideas» creen que es fácil su transferencia de un pueblo a otro y de una a otra época. Se desconoce que lo que hay de más vivaz en las «ideas» no es lo que se piensa paladinamente y a flor de conciencia al pensar- las, sino lo que se soto-piensa bajo ellas, lo que queda sobredicho al usar de ellas. Estos ingredientes invisibles, recónditos, son, a veces, vivencias de un pueblo formadas durante milenios. Este fondo latente de las «ideas» que las sostiene, llena y nutre, no se puede transferir, como nada que sea vida humana auténtica. La vida es siempre intrans- ferible. Es el Destino histórico. Resulta, pues, ilusorio el transporte integral de las «ideas». Se traslada sólo el tallo y la flor y, acaso, colgando de las ramas, el fruto de aquel año, lo que en aquel momento inmediatamente es útil de ellas. Pero queda en la tierra de origen lo vivaz de las «ideas», que es su raiz. La planta humana es mucho menos despla- zable que la vegetal. Esta es una limitación terrible, pero inexora- ble, trágica. Pretender que aquellos frailes de cabeza tonsurada fueran capaces de entender los conceptos griegos, la idea de Ser, por ejemplo, es ignorar la dimensión trágica que acompaña al acaecer histórico como el hilo rojo va incluso en todos los cables de la Real Marina inglesa. E n la recepción de una filosofía ajena, el esfuerzo mental invierte su dirección, y trabaja, no para entender los problemas, lo que las cosas son, sino para llegar a entender lo que otro pensó sobre ellas y expresó en ciertos términos. E l «término» no es una palabra de la lengua, sino un signo artificial. Por eso no se entiende sin más. Creada en virtud de una definición, hay que llegar a él entendiendo ésta, que, 47 a su vez, está compuesta de términos. De aquí que todo escolasticismo es la degradación de un saber en mera terminología ( i ) . Ahora bien, los primeros escolásticos no fueron los monjes de Occidente, sino los árabes de Oriente. Santo Tomás aprende su Aristóteles al través de Avicena y Averroes. Es más, la facción de escolasticismo es aún más pronunciada en toda la civilización islá- mica que en la de los pueblos medievales europeos. Aún adoles- centes, estos pueblos, merced acaso a su componente germánico, poseyeron desde muy pronto un estro creador que los árabes no han tenido nunca, y por ello quedaron detenidos en cuanto acabaron de recibir. Pero lo que aquí importa es subrayar este carácter escolástico común a ambas civilizaciones, y que se origina en la anómala estruc- tura dual de la vida humana durante la Edad Media. N o hay, pues, que buscar la causa de ese carácter en presuntas propensiones étnicas. E l etnos era completamente distinto en uno y otro grupo de pueblos, pero ambos estuvieron sometidos a la presión de una misma básica circunstancia: la de tener que irse haciendo sobre unas glebas ocu- padas ya por una magnífica cultura extraña a ellos. Esta idea de la vida medieval es, ni más ni menos, lo que tiene que ser una idea, a saber, un esquema, una ingente cuadrícula sobre la cual debemos proyectar el hecho de la vida arábigo-andaluza que es este libro del amor urdido por Ibn Hazm. Porque los libros son, en el sentido fuerte de la palabra, acciones de los hombres y no excre- cencias botánicas de los arboles ni precipitados atmosféricos. E l libro se ocupa del amor, y en una nueva filología, que ya desde hace mucho premedito y postulo, lo primero que reclama ser hecho ante un texto es ponerse uno en claro sobre la cosa de que habla. Es preciso acabar con esa filología puramente verbal que cree haber cumplido su faena refiriendo un texto a otros textos y así hasta el infinito. Exijamos una filología pragmática. Así , ante este viejo libro que se ocupa de la gran faena humana que dicen amor, se debiera comenzar esclareciendo un poco la cosa que éste es. Pero aquí y ahora es ello imposible, no sólo porque nos llevaría muy lejos, y no parece opor- tuno escribir otra risa/a sobre la que calamizó el buen cordobés, sino porque en nuestro contorno actual hay muchas gentes dema- (1) Util izo aquí unos párrafos de mi libro en prensa La idea de princi- pio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva. Por supuesto, el Huma- nismo, enemigo del Escolasticismo, no fue sino otro escolasticismo, de signo inverso, pero de idéntica progenie, y que sigue gravitando sobre las mentes europeas. 48 siado convencidas de que el Universo ha sido creado a beneficio de las ursulinas. E l tema del amor es tabú, como si fuera algo estram- bótico, surgido patologicamente en ese Universo que las tales gentes pretenden a su antojo y provecho administrar. A l asomarnos a este libro, la primera curiosidad que sentimos es averiguar si el amor fue entre los árabes el mismo afán que es entre nosotros. Suponer que un fenómeno tan humano como es amar ha existido siempre, y siempre con idéntico perfil, es creer erróneamente que el hombre posee, como el mineral, el vegetal y el animal, una naturaleza preestablecida y fija, e ignorar que todo en él es histórico. Todo, inclusive lo que en él pertenece efectivamente a la naturaleza, como son sus llamados instintos. Sin duda hay en el hombre —¡gracias sean dadas a Dios y a Alah!— un repertorio residual de instintos, entre ellos esta sorpren- dente atracción erótica de un individuo por otro. Esto, claro es, ha existido siempre. Pero es preciso tener en cuenta que los restos de instintos aún activos en el hombre no se dan ni funcionan aislados jamás. Aun el más básico de todos, que es el de conservación, aparece complicado con las más abstrusas creaciones específicamente humanas, como el honor, la fidelidad a una creencia religiosa, la desesperación, que llegan, inclusive, a suspender su funcionamiento. Esta coales- cência de lo natural con lo cultural hace irrecognoscible al instinto, lo convierte en magnitud histórica que nace un día para desaparecer otro, y entremedias sufrir las más hondas modificaciones. Por malaventura perturba la comprensión de esta realidad, que por ser elemental debía ser resplandeciente, el vicioso e inveterado uso de llamar con la sola palabra «amor» las cosas más dispares. Ejemplo del mismo error es denominar con el vocablo único «poesía» lo que hizo Homero y lo que hacía Verlaine cuando, en efecto, se trata de ocupaciones apenas emparejables. E n el caso a que vamos, la situación lingüística es especialmente desdichada, porque
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