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Carlos	Garrido
	
												ARTÍCULOS	DE	PRENSA
	
												2018
	
	
	
	
	
	
LA	MIRADA	DE	PEPE
	
Muchas	veces,	cuando	paseo	por	la	calle	del	Sindicat,	me	acuerdo	de	Pepe.
Esta	conocida	avenida,	que	fue	una	de	las	calles	principales	de	la	Palma
medieval,	es	hoy	una	especie	de	discoteca	al	aire	libre.	No	hay	tienda	que	no
tenga	las	puertas	abiertas	y	la	música	a	todo	volumen.	Pasear	por	allí	es	como
visitar	una	feria.	Un	zoco	postmoderno.
Es	una	imagen	de	esa	Palma	contemporánea,	ruidosa,	multicolor	y
multiturística.
Tal	vez	por	ello,	siempre	me	evoca	a	Pepe.	Lo	conocí	en	los	años	setenta.	Era
un	hombre	ya	mayor,	muy	bajito.	Completamente	calvo	y	con	unos	ojos
azulísimos.	Vivía	en	Génova,	y	trasportaba	portes	a	bordo	de	su	Isocarro.
Estaba	muy	orgulloso	de	haber	servido	a	la	familia	de	Ramón	Franco	en
Calamajor.
Solía	cruzarme	con	Pepe	justamente	en	lo	que	entonces	se	denominaba	Vía
Sindicato.	Una	arteria	comercial,	lindante	con	el	barrio	chino.	Bien	distinta	a
la	de	ahora.
Pepe	caminaba	con	aire	jovial.	Le	debía	gustar	mucho	visitar	la	ciudad.
Canturreaba	y	miraba	a	un	lado	y	otro.	Saludaba	a	mucha	gente.	Y	si	podía,	te
contaba	sus	aventuras	de	cuando	hizo	la	mili	en	África.	Era	el	prototipo	de	una
población	palmesana	que	gustaba	de	la	vida	lenta.	De	la	"xerradeta"	fácil,	el
paseo	un	poco	contemplativo.	Clientes	de	bares	y	tiendas	de	siempre.	Donde
las	cosas	habían	cambiado	poco.
La	degustación	de	aquella	Palma	tenía	algo	de	ensaimada.	Aromática,	densa,
llenadora	de	sentidos.	Demandante	de	tiempo,	de	paciencia,	de
ensimismamiento.	En	la	mirada	garza	de	Pepe	podía	leer	el	recuerdo	de	todos
sus	conocidos.	Los	que	todavía	vivían	y	los	que	no.	De	las	tardes	en	algún
cafetín.	Sus	compras	en	tiendas	un	poco	umbrías	con	olor	a	legumbre.
Mientras	se	escuchaban	a	lo	lejos	los	repiques	de	algún	campanario.
Muchas	veces	me	pregunto	qué	habría	pensado	Pepe	de	esta	Palma	de	hoy.	Y
termino	por	extraer	la	conclusión	de	que	muy	pronto	habría	que	montar	un
Museu	de	la	Palma	Antiga.	Sin	ir	tampoco	muy	lejos.	Desde	Verdaguer	a	los
años	80.
Porque	muy	pocos	habitantes	de	la	ciudad	de	hoy	ya	pueden	entender	muchas
cosas	de	aquel	mundo.	Tan	distinto,	ya	tan	lejano.	Como	el	brillo	de	los	ojos
de	Pepe	cuando	paseaba	por	el	carrer	del	Sindicat.
	
	
AMIGOS
	
Cuando	uno	piensa	en	sus	amigos,	se	imagina	a	la	gente	más	próxima.	Aquella
con	la	que	tiene	una	mayor	identificación.	Del	trabajo,	de	la	escuela,	de	la
infancia.	En	general,	es	gente	con	la	que	has	compartido	momentos
importantes	de	tu	vida.	Durante	años.	Y	que	desde	entonces	quedan	fijados	en
tu	memoria	como	personas	de	referencia.
		Pero	no	siempre	es	así.	A	veces,	hay	amistades	que	te	marcan	y	no	provienen	
de	razones	tan	evidentes.	Son	personas	con	las	que	has	compartido	algún	
momento	de	tu	existencia,	pero	que	después	se	amplifican	en	la	distancia.	Te	
dejan	siempre	un	deseo	de	volver	a	verlas,	de	hablar	con	ellas.	Porque	el	
espacio	común	que	compartes	se	enraíza	en	los	estratos	más	profundos.
		Recuerdo	muy	a	menudo	la	semana	en	que	estuve	ingresado	en	el	antiguo	
Hospital	General.	Y	compartí	habitación	con	Andreu,	un	"homo	antic"	de
Llubí.	No	nos	habíamos	visto	antes	ni	volveríamos	a	hacerlo,	porque	murió
poco	después.	Pero	aquella	convivencia	en	la	enfermedad,	con	largas	horas	de
conversación,	momentos	cómplices,	historias	contadas	en	la	medianoche,	me
ha	quedado	grabada.	Siempre	he	lamentado	no	haber	podido	volver	a	verle.	Y
cuando	pienso	en	él,	no	puedo	evitar	un	sentimiento	real	de	amistad.	Mezclado
con	el	sabor	de	aquellas	frutas	que	le	traían	de	su	huerto.
		Tampoco	olvidaré	nunca	las	noches	transcurridas	con	Rubén,	el	vigilante	del	
recinto	arqueológico	de	Empúries.	Horas	y	horas	hablando	en	su	pequeño
cubículo,	paseando	después	de	madrugada	por	las	ruinas.	Filosofando,
compartiendo	los	silencios.	Como	si	estuviésemos	en	otro	mundo,	muy	lejano
al	cotidiano.	No	recuerdo	una	sensación	similar.	Y	aunque	ha	pasado	mucho
tiempo	sin	que	le	haya	vuelto	a	ver,	conservo	su	amistad	como	una	de	las
cosas	valiosas	de	la	vida.
		Y	es	que	la	amistad	tiene	mucha	literatura	y	mucho	mito.	Pero	al	final,	
probablemente	se	reduzca	a	una	cosa	bien	sencilla.	Dos	pequeños	aerolitos,	
perdidos	en	la	inmensidad	del	Universo,	que	por	un	breve	espacio	de	tiempo	
comparten	la	misma	órbita.	Flotan	sobre	el	Cosmos	como	si	su	vida	tuviese	
sentido.
		En	eso	probablemente	consisten	los	amigos.	
	
	
AMOR	DE	VENTILADOR
	
Estos	días	convivimos	a	la	fuerza	con	el	ventilador.	Incluso	los	que	se	han
pasado	al	aire	acondicionado	acaban,	en	un	momento	u	otro,	enfrente	de	las
aspas	volteantes.	Sorbiendo	el	aire.	Descansando	de	la	presión	de	tanto	calor.
		Sin	embargo,	el	ventilador	es	un	personaje	complejo.	No	es	fácil	mantener	
buenas	relaciones	con	él.	En	primer	lugar,	porque	no	todos	los	ventiladores	
son	iguales.	Los	hay	de	gran	cilindrada,	que	parecen	motores	de	avión.	
Potentes,	pero	al	mismo	tiempo	un	poco	arrogantes	y	creídos.	Parecen	estar	
diciendo:	"Aquí	estoy	yo"	a	cada	instante.	Te	lanzan	su	chorro	a	toda	
velocidad.	Arrastran	los	papeles,	te	dan	en	la	cara.	Refrescan,	es	verdad,	pero	
al	mismo	tiempo	causan	el	efecto	de	un	pequeño	vendaval.	Hacerlos	propios	y	
amigables	es	difícil,	porque	no	aceptan	término	medio.	O	los	aguantas	o	no	
hay	ventilador.
		Caso	diferente	es	el	de	los	ventiladores	más	caseros.	Esos	de	pequeño	
tamaño,	que	pueden	colocarse	en	cualquier	sitio.	Los	enciendes	y	producen	
más	ruido	que	fresquito.	Pero	al	mismo	tiempo	son	como	una	compañía	
agradable.	Giran	de	un	extremo	a	otro	como	con	timidez.	Nunca	se	imponen	a	
la	fuerza.	Y	al	final	los	pones	en	marcha	más	para	hacerte	compañía	que	para	
refrigerarte.	Son	compañeros	del	verano.
		Luego	están	los	ventiladores	excéntricos.	Esos	que	sacan	un	chorro	
imprevisible.	Se	mueven	espasmódicamente.	Y	nunca	sabes	exactamente	
cómo	ponerlos.	De	esos	tienes	que	hacerte	amigo.	Cultivar	ese	amor	
ventilador,	que	finalmente	logrará	el	milagro	de	la	avenencia.	
		Porque	no	hay	nada	peor	que	un	ventilador	enemigo.
		Personalmente,	me	gustan	los	ventiladores	de	techo.	Me	recuerdan	a	muchas	
películas.	Y	cuando	giran	lo	hacen	con	la	majestad	de	un	águila	pescadora.	
Con	un	zumbido	sordo,	solemne.	Su	aire	es	leve	y	sutil,	no	tan	direccional.	Y
te	arrullan	como	si	estuvieses	en	el	trópico.
		Y	es	que	cada	ventilador	tiene	su	corazoncito.
	
	
BANCOS	CALLEJEROS
	
Uno	es	en	cierto	modo	hijo	de	los	bancos	de	la	calle.	Esos	asientos	de	madera,
durante	tanto	tiempo	pintados	de	verde	y	hoy	modernizados.	Los	"bancs
publiques"	que	cantaba	Georges	Brassens	y	que	desde	siempre	han	constituido
la	casa	de	los	que	no	tienen	casa.	Las	parejas,	los	ancianos,	los	niños...
		Los	tiempos	actuales	ya	no	son	tan	propicios	para	estos	asientos	de	ocasión.	
Quizás	porque	la	gente	prefiere	las	terrazas.	O	porque	las	calles	se	han	
convertido	en	un	paisaje	demasiado	bullicioso	y	hostil.	Ya	no	inspiran	tantas	
ganas	de	pasarse	allí	un	largo	rato	entregado	a	su	contemplación.
Recuerdo	que,	en	mi	adolescencia,	huía	siempre	que	podía	de	casa	de	mis
padres.	Tenía	que	compartir	habitación	con	mis	hermanos	y	me	resultaba
difícil	encontrar	un	rincón	silencioso	y	tranquilo	donde	leer,	escribir	o
simplemente	dejar	pasar	el	tiempo.
		De	manera	que	los	bancos	callejeros	fueron	mi	refugio.	Incluso	les	ponía	
nombre.	Y	escogía	según	la	hora	o	el	tipo	de	día	uno	u	otro.	Aunque	en	
realidad	todos	fueran	iguales.	Prefería,	eso	sí,	los	de	madera	a	los	pétreos.	
Mucho	más	cálidos	y	amigables.	Allí	el	tiempo	adquiría	otra	dimensión.	Veías	
pasar	la	vida	a	ras	de	suelo.	Los	tipos	humanos,	las	conversaciones.	Tomaba	
ideas	y	me	sentía	transportado	a	otros	lugares	aunque	no	me	moviera	de	mi	
barrio.
		Aquellos	bancos	eran	una	especie	de	buques	del	pensamiento	y	la	
imaginación.	En	algunos	dejé	escrito	mi	nombre,	como	una	muestra	de	cariño.	
Y	todavía	hoy,	cuando	paso	por	el	lugar	donde	estaban,	me	acuerdo	de	ellos	
con	afecto.
		Han	aparecido	nuevos	tipos	de	bancos,	más	pequeños	o	dispuestos	de	otra	
manera.	Pero	uno	siempre	buscará	bancos	semejantesa	los	del	pasado.	Los	
encuentras	en	algunas	plazas	no	modernizadas,	o	en	el	agradable	edificio	
universitario	de	Sa	Riera,	que	es	como	un	refugio	del	banco	antiguo.
		Si	la	gente	de	hoy	en	día	dejara	de	mirar	tanto	el	móvil	y	se	sentara	durante	
un	largo	rato	en	uno	de	esos	bancos.	Sin	nada	que	hacer.	Solo	pensando	y	
observando.	Si	eso	fuera	posible,	las	cosas	irían	mucho	mejor.
	
	
AMOR	DE	VENTILADOR
	
Estos	días	convivimos	a	la	fuerza	con	el	ventilador.	Incluso	los	que	se	han
pasado	al	aire	acondicionado	acaban,	en	un	momento	u	otro,	enfrente	de	las
aspas	volteantes.	Sorbiendo	el	aire.	Descansando	de	la	presión	de	tanto	calor.
		Sin	embargo,	el	ventilador	es	un	personaje	complejo.	No	es	fácil	mantener	
buenas	relaciones	con	él.	En	primer	lugar,	porque	no	todos	los	ventiladores	
son	iguales.	Los	hay	de	gran	cilindrada,	que	parecen	motores	de	avión.	
Potentes,	pero	al	mismo	tiempo	un	poco	arrogantes	y	creídos.	Parecen	estar	
diciendo:	"Aquí	estoy	yo"	a	cada	instante.	Te	lanzan	su	chorro	a	toda	
velocidad.	Arrastran	los	papeles,	te	dan	en	la	cara.	Refrescan,	es	verdad,	pero	
al	mismo	tiempo	causan	el	efecto	de	un	pequeño	vendaval.	Hacerlos	propios	y	
amigables	es	difícil,	porque	no	aceptan	término	medio.	O	los	aguantas	o	no	
hay	ventilador.
		Caso	diferente	es	el	de	los	ventiladores	más	caseros.	Esos	de	pequeño	
tamaño,	que	pueden	colocarse	en	cualquier	sitio.	Los	enciendes	y	producen	
más	ruido	que	fresquito.	Pero	al	mismo	tiempo	son	como	una	compañía	
agradable.	Giran	de	un	extremo	a	otro	como	con	timidez.	Nunca	se	imponen	a	
la	fuerza.	Y	al	final	los	pones	en	marcha	más	para	hacerte	compañía	que	para	
refrigerarte.	Son	compañeros	del	verano.
		Luego	están	los	ventiladores	excéntricos.	Esos	que	sacan	un	chorro	
imprevisible.	Se	mueven	espasmódicamente.	Y	nunca	sabes	exactamente	
cómo	ponerlos.	De	esos	tienes	que	hacerte	amigo.	Cultivar	ese	amor	
ventilador,	que	finalmente	logrará	el	milagro	de	la	avenencia.	
		Porque	no	hay	nada	peor	que	un	ventilador	enemigo.
		Personalmente,	me	gustan	los	ventiladores	de	techo.	Me	recuerdan	a	muchas	
películas.	Y	cuando	giran	lo	hacen	con	la	majestad	de	un	águila	pescadora.	
Con	un	zumbido	sordo,	solemne.	Su	aire	es	leve	y	sutil,	no	tan	direccional.	Y	
te	arrullan	como	si	estuvieses	en	el	trópico.
		Y	es	que	cada	ventilador	tiene	su	corazoncito.
	
	
ANTIGUO	BARRIO
	
La	vida	resulta	diferente	según	el	historial	inmobiliario	de	cada	uno.	Mucha
gente	ha	residido	siempre	en	la	misma	vivienda.	"Ca	nostra"	tiene	para	ellos
un	significado	único,	monolítico,	existencial.	Desde	los	años	de	la	infancia
hasta	la	actualidad	habitando	la	misma	geografía.	Las	mismas	habitaciones,
escaleras.	Y	sobre	todo,	el	mismo	barrio.
		Pero	luego	están	aquellos	a	los	que	la	vida	ha	ido	derivando	de	casa	en	casa,	
de	barrio	en	barrio,	a	veces	incluso	de	ciudad	en	ciudad.	Para	ellos,	"Ca
	nostra"	tiene	un	significado	mucho	más	corto.	Se	refiere	solo	a	la	actualidad.
Y	deja	en	puntos	suspensivos	otras	"Ca	nostras"	perdidas	en	el	recuerdo.
		Son	estos	últimos	los	que	pueden	sentir	una	emoción	bien	singular.	Bastante	
triste,	pero	al	mismo	tiempo	intensa	y	poética.	La	vuelta	al	antiguo	barrio.
		Si	la	vida	va	cambiando	por	sí	misma,	y	nos	ofrece	todo	un	catálogo	de	
variaciones	y	desapariciones	vayas	donde	vayas,	en	el	caso	del	antiguo	barrio	
la	sensación	se	acentúa	aun	más.	Llegas	a	él	con	una	unción	casi	religiosa.	
Esperando	encontrar	en	todo	aquello	que	dejaste.	Las	tiendas,	los	vecinos,	la	
vida	callejera...
		Pero	el	antiguo	barrio	se	ha	trasformado	tanto	como	tú.	Muchos	de	los	
comercios	han	cerrado.	Han	abierto	otros	bien	distintos	en	su	lugar.	Algunos	
vecinos	te	sorprenden,	porque	han	sobrevivido	a	las	mudanzas.	Pero	otros	
muchos	tampoco	están.
		Te	paseas	enumerando	todas	y	cada	una	de	las	cosas	que	formaban	parte	de	
tu	recuerdo,	como	si	pudieses	verlas	todavía.	Pero	no	dejan	de	ser	ilusiones	
fantasmagóricas.	Sólo	reales	en	tu	imaginación.
		El	antiguo	barrio	te	demuestra	una	de	esas	grandes	verdades	a	las	que	nos	
solemos	resistir.	Cada	minuto,	cada	día	se	lleva	algo	de	lo	que	conocemos.	
Empezando	por	elementos	de	nuestra	propia	personalidad.	El	tiempo	jamás	
pasa	en	balde.	Y	es	curioso	que,	frente	a	ello,	siempre	nos	resistamos.	Siempre	
queramos	creer	que	somos	los	mismos	que	en	el	pasado,	y	que	nuestro	mundo	
también	pervive	igual.
Como	el	antiguo	barrio.
	
	
BAR	DE	HOTEL
	
Uno	forma	parte	de	la	población	amante	de	cafés	y	bares.	Porque	una	parte
importante	de	tu	vida	transcurre	en	ellos.	Aunque	a	primera	vista	parezca
marginal,	si	acabas	sumando	el	tiempo	que	estás	en	estos	locales,	te	das	cuenta
de	su	relevancia.	Aunque	pocas	veces	teoricemos	sobre	ello.
		Un	lugar	turístico	como	Palma	tiene	un	recurso	muy	importante	en	este	
terreno.	Aparte	de	los	bares	de	siempre	(cada	vez	más	escasos),	los	cafés
	modernukis,	los	locales	con	nombres	en	inglés,	los	de	diseño...	Además	de
todos	ellos	existe	una	categoría	que	pocas	veces	sabemos	apreciar:	los	bares	de
hotel.
		Puede	pensarse	que	las	cafeterías	situadas	en	un	establecimiento	hotelero	son	
propias	de	este.	Pero	no	es	cierto.	La	mayor	parte	de	las	veces	resultan	locales	
abiertos,	accesibles	para	cualquiera.	Allí	reside	su	encanto.
		Los	bares	de	hotel	suelen	estar	bien	cuidados.	Es	difícil	que	sean	ruidosos	o	
que	tengan	grupos	gritones	en	su	interior.	Los	aseos	están	limpísimos.	Huelen	
a	desayuno	o	a	buffet.	Sus	camareros	son	profesionales	y	atentos.	Y	sobre	
todo,	potencian	tu	ensoñación	interior.
		Me	gusta	pasar	largos	ratos	en	alguno	de	esos	lugares.	Porque	ves	entrar	y	
salir	a	los	clientes.	Hombres	de	negocios,	parejas.	Al	rato,	tú	también	te	
sientes	un	poco	turista.	Recuerdas	aquella	estancia	en	el	hotelito	de	Madrid	o	
de	París.	Experimentas	esa	ligera	ingravidez	geográfica	que	proporciona	el	
encontrarte	lejos	de	tu	casa.	Aunque	no	hayas	salido	de	ella.
		El	bar	de	hotel	te	remueve	los	recuerdos.	Te	provoca	ganas	de	viajar.	Te	hace	
simpatizar	con	los	otros	clientes,	que	buscan	en	ese	bar	un	refugio	más	o	
menos	conocido	en	medio	de	una	ciudad	en	la	que	se	sienten	extraños.	Y	por	
un	rato,	puedes	imaginarte	como	ellos.	Y	compartir	la	misma	sensación	de	
ajenidad	y	distancia.
		Cuando	por	fin	acabas	tu	consumición	y	pagas,	sales	respirando	hondo.	
Miras	la	calle	(que	puede	ser	que	sea	incluso	la	tuya)	y	es	como	si	acabases	de	
regresar	de	un	viaje	con	el	Transiberiano.
		Los	bares	de	hotel	renuevan	tus	neuronas	de	viaje.	Sin	necesidad	de	irse	
lejos.	Y	por	el	sencillo	importe	de	un	café	solo.
	
	
BARANDILLAS
	
La	ciudad	está	compuesta	por	muchos	elementos.	Algunos	resultan	evidentes
y	bien	visibles.	Como	las	iglesias,	los	conventos,	los	campanarios,	los	portales,
las	estatuas...	Pero	también	la	realidad	urbana	está	compuesta	por	elementos
más	discretos.	Que	nos	pasan	muy	a	menudo	inadvertidos.	Pero	que	forman
parte	de	nuestra	experiencia	ciudadana.	Como	las	barandillas.
		La	exposición	"Baranes	de	Palma",	que	presenta	Luis	Moranta	en	el	local	de
Arca,	nos	descubre	un	mundo	apasionante.	Y	que	hemos	tenido	siempre	al
alcance.	Esos	forjados	que	cierran	los	balcones	han	conocido	diferentes
formatos	y	diseños.	Generalmente	debidos	a	la	imaginación	de	los	artesanos
del	hierro	forjado.
		Fustes	retorcidos,	estriados,	con	apliques	de	flores,	arqueados,	con	capiteles...	
Muchos	de	nosotros,	ni	siquiera	nos	habremos	fijado	en	la	barandilla	de	la	
ventana.	Y	cuando	tomamos	consciencia	de	ella.	Cuando	nos	damos	cuenta	de	
que	ahí	hay	un	diseño	y	una	forma.	Cuando	la	comparamos	con	otras	
diferentes	o	similares,	es	como	si	descubriésemos	un	mundo	nuevo	en	nuestro	
propio	espacio.
Y	a	partir	de	ese	momento,	no	podremos	circular	por	la	calle	sin	mirar
furtivamente	las	barandillas	de	las	casas.
Este	elemento	forma	parte	del	"rostro"	de	la	casa.	Lo	define	de	una	forma
clasicista,	sobria,	barroca,	modernista,	alambicada	o	funcional.	Se	conjuga	con
el	material	de	piedra	o	ladrillo	de	una	forma	perfecta.	Porque	el	material	de
construcción	es	masivo,	uniforme,	regular.	Mientras	que	la	barandilla	parece
jugar,bailar.	A	veces	imita	las	ondulaciones	de	una	llama.	O	el	movimiento	de
las	hojas	en	los	árboles.	Lo	estable	frente	a	lo	ligero.	La	forma	rotunda	frente	a
la	forma	caprichosa.
Estos	pequeños	detalles,	que	no	son	pequeños,	necesitan	de	estudios	así.
Porque	son	extremadamente	frágiles	y	desaparecen	con	facilidad.	Y	una	casa
que	ha	perdido	sus	barandillas	antiguas,	que	las	sustituye	por	otras	más
modernas	o	utilitarias,	ya	es	otra	casa.	Y	nadie	valorará	el	cambio	si	alguien
no	ha	catalogado	previamente	las	"baranes	de	Palma".
	
	
BARBERÍAS
	
Cuando	contemplas	las	cosas	con	cierta	perspectiva,	te	das	cuenta	de	que	la
ciudad	sufre	modas	repentinas.	Recordamos	por	ejemplo	la	edad	de	oro	de	los
vídeo-clubs.	En	cualquier	rincón	se	abría	un	establecimiento	de	este	tipo.
Hasta	el	punto	de	competir	más	de	uno	en	un	territorio	bastante	reducido.
Llegaron	luego	las	tiendas	de	empeño	de	oro.	Y	también	crecieron	y	se
extendieron	por	amplias	zonas.	Lo	mismo	que	los	locales	dedicados	a	los
cigarrillos	electrónicos.
		Son	expectativas	económicas	que	trasforman	esa	parte	más	cambiante	de	
nuestras	calles.	Esas	tiendas	que,	frente	a	otras	que	son	más	inmutables,	
cambian	de	destino	con	facilidad.	Son	metamórficas,	metempsicóticas.
		La	última	moda,	la	que	arrasa	en	estos	momentos,	es	la	de	las	barberías.	
Durante	mucho	tiempo,	las	barberías	-	de	público	masculino	por	antonomasia	-	
estaban	en	extinción.	Quedaban	unas	cuantas,	regentadas	a	veces	por	
peluqueros	venerables.	De	toda	la	vida.	Esos	que	se	sabían	todos	los	chismes	
del	barrio	y	miraban	con	melancolía	detrás	del	cristal.
		Parecía	que	iban	a	desaparecer	del	todo,	cuando	el	negocio	se	ha	rehabilitado	
repentinamente.	Primero	fueron	los	"hipsters".	Que	con	el	cuidado	de	sus
luengas	barbas	necesitaban	lugares	apropiados	para	ellos,	y	al	mismo	tiempo
representaban	una	demanda	de	calidad.
		Pero,	en	estos	momentos,	las	barberías	con	sus	barras	tricolores	crecen	por	
doquier.	Frente	a	los	precios	de	los	"estilistas",	ofrecen	unos	niveles	
auténticamente	populares.	Y	son	centros	de	cita	para	colectivos	procedentes	de	
otras	nacionalidades.	Y	también	para	esos	jóvenes	que	se	cuidan	
primorosamente	el	corte	de	pelo,	semana	tras	semana.
		El	veterano	barbero	de	siempre	ha	dado	paso	a	nuevos	barberos	latinos,	
africanos,	chinos,	magrebíes.	Y	también	a	cadenas	y	franquicias	basadas	en	
ese	servicio	rápido,	sencillo	y	barato.	Barberías	que	se	concentran	sobre	todo	
en	la	periferia	del	centro.
Y	que	constituyen	la	última	ola	del	comercio	en	Palma.
	
	
BARRIO
	
Hay	muchas	cosas	de	las	que	solo	eres	consciente	cuando	las	pierdes.	Durante
muchos	años,	nunca	me	planteé	la	noción	de	barrio.	De	hecho,	he	cambiado
varias	veces	de	zona.	He	vivido	en	el	casco	antiguo.	Calles	silenciosas	y
persianas	cerradas.	Puertas	grandes	con	patios	y	placas	con	los	nombres	de
médicos	y	abogados.	Me	saludaba	la	empleada	del	colmado	de	la	esquina.	Y
en	el	bar	de	la	plaza	me	sentía	un	poco	como	en	mi	casa.
		He	vivido	en	Son	Armadams	y	el	Terreno.	Esas	calles	con	jardines,	villas	y
chalets.	Los	bares	de	hoteles,	los	residentes	extranjeros.	Me	gustaba	ir	a	los
mismos	bares	y	cenar	de	vez	en	cuando	en	un	pequeño	restaurant	francés.
		He	vivo	en	las	zonas	del	Eixample,	fuera	de	las	Avingudes.	Con	sus	bares
ruidosos,	sus	tiendas	lentas	y	antiguas.	La	misma	gente	paseando	cada	día.
Asomándose	al	balcón,	sacando	al	perro.	Te	sentías	como	uno	más,	amparado
por	esa	especie	de	red	social	invisible	que	nos	unía	a	todos.
		Hoy,	la	vivencia	de	barrio	en	la	Palma	más	céntrica	está	amenazada.	Y	eres	
consciente	porque	de	repente	piensas	en	ella.	Te	das	cuenta	de	que	los	
comercios	de	siempre	ya	han	cerrado.	La	mayoría	de	las	tiendas	son	de	ropa,
	jamonerías,	heladerías,	souvenirs.	"Això	és	el	que	tenim",	te	dicen
encogiéndose	de	hombros.	"D'això	vivim".
		Pero	en	esas	calles	apenas	conozco	a	nadie.	Ni	siquiera	a	esa	población	
forzada	de	los	camareros,	que	siempre	han	sido	un	referente	de	humanidad.	Y	
que	te	ayudaban	a	reconocerte	en	ese	proceso	inalterable	del	paso	del	tiempo.
		El	concepto	de	barrio	como	"pequeño	pueblo".	Con	su	plaza	central,	sus	
bares	emblemáticos,	sus	tiendas	tradicionales.	Las	personas	con	las	que	te	
cruzas	cada	día.	No	sabes	quién	son	pero	conoces	su	vida.	Esa	complicidad	un	
poco	geográfica	y	un	poco	social.	El	barrio	con	refugio	y	también	como	
elemento	diferenciador.
		Esos	barrios	cada	vez	se	van	más	lejos	del	centro.	Y	dejan	detrás	suyo	una	
ciudad	un	poco	sonámbula.	Deshabitada,	sin	raíces.	
		Si	no	nos	podemos	reconocer	en	nuestro	barrio,	¿dónde	lo	haremos?
BORDILLOS
	
Cada	vez	que	paseo	por	las	calles	del	centro,	recuerdo	aquella	infausta	época
en	que	se	retiraron	las	piedras	de	los	bordillos.	Como	en	tantas	ocasiones,	las
protestas	fueron	en	vano.	Y	los	bloques	de	piedra	noble,	gastada	por	los	años
pero	artística	y	casi	partenónica,	fueron	sustituidos	por	infames	piezas	de
cemento	o	por	granito.
		Afortunadamente,	se	tomaron	más	tarde	medidas	para	asegurar	que,	al	
menos,	muchos	de	esos	bloques	fueran	reutilizados	en	obras	emblemáticas.	Y	
los	encontramos	en	lugares	monumentales,	acordes	con	su	carácter.
		Pero	si	una	cosa	tiene	precisamente	esos	bordillos	históricos	es	que	son	
solemnes	sin	necesidad	de	solemnidad.	Es	muy	fácil	apreciar	el	valor	de	una	
pieza	que	forma	parte	de	una	iglesia,	un	castillo,	una	muralla.	Porque	el	propio	
conjunto	la	realza.	Le	da	valor.
		Lo	difícil	es	lograr	la	brillantez	y	el	mérito	en	algo	tan	humilde	y	cotidiano	
como	es	el	suelo	ciudadano.	Darle	categoría	a	lo	más	sencillo.
		Los	bordillos	están	tallados	por	el	escultor	anónimo	del	tiempo.	Se	aprecian	
sus	superficies	desgastadas,	lustrosas.	Sus	relieves	y	oquedades	calizas.	Y	ello	
no	es	obra	de	un	solo	artista	o	"picapedrer".	Sino	del	paso	de	miles	y	miles	de
personas.	Gente	anciana,	jóvenes,	soldados,	mujeres	con	sus	bebés,	niños
jugando,	matrimonios,	funcionarios...	Todos	y	cada	uno	de	los	habitantes	de	la
ciudad	a	lo	largo	de	muchas	generaciones	han	modelado	ese	suave	relieve.	Ese
brillo	opaco.	Esa	superficie	ligeramente	gastada.	Y	en	cierta	manera,	han
dejado	algo	de	ellos	en	los	bordillos.	Sus	problemas,	sus	alegrías,	sus	dolores.
		Los	bordillos	de	la	ciudad	antigua	son	la	ciudad	en	sí	misma.	Contienen	su	
hálito	y	su	historia,	sin	la	pretenciosidad	de	los	edificios	oficiales.	Sin	el	
egotismo	de	un	artista	genial.	Colocados	en	los	sitios	más	castigados	por	el	
viento	y	la	lluvia.	Por	el	paso	de	los	carros,	de	los	coches,	los	autobuses.
		Es	difícil	igualar	la	belleza	de	las	cosas	reales	y	sencillas.		
	
	
	
	
	
BRIDAS
	
Vivimos	la	cultura	de	las	bridas.	Algo	desconocido	hasta	hace	pocos	años,
pero	que	hoy	se	ha	convertido	en	una	auténtica	necesidad	cotidiana.	¿Que	un
cuadro	no	se	puede	enderezar?	Brida.	¿Hay	que	fijar	un	toldo?	Brida.	¿Tienes
que	colgar	algo	del	techo?	Brida.
		Junto	a	la	cinta	americana,	las	bridas	se	han	convertido	en	el	instrumento	de	
los	manitas	y	maestros	del	bricolage.	El	mecanismo	es	tan	sencillo	que	parece
mentira	que	no	se	hubiese	inventado	antes.	Una	cintilla	con	un	cierre
minúsculo.	Pero	que,	una	vez	activado,	no	hay	manera	de	deshacer.
		Claro	que	los	torpes	solemos	colocar	la	lengüeta	de	la	brida	al	revés.	De	
manera	que	al	menor	impulso,	zas,	se	abre.	Incluso	siendo	un	mecanismo	muy	
simple	tiene	sus	secretos.
		Pero	la	brida	ha	ido	adquiriendo	rasgos	antipáticos	a	medida	que	pasa	el	
tiempo.	Las	vemos	utilizadas	como	esposas,	para	inmovilizar	a	las	personas.	
Como	instrumentos	de	tortura.	Unos	sustitutos	postmodernos	de	las	cadenas	
de	toda	la	vida.	Parecen	más	inocuas,	pero	no	lo	son.	Bien	apretadas	cortan	
como	un	cuchillo.	Se	clavan	en	la	piel.	
		¿Quién	no	tiene	en	su	casa	un	manojo	de	bridas?	A	veces	las	contemplas	en	
su	envoltorio.	Alineadas,	inocentes	en	apariencia.	Esperando	el	destino	que	les	
espera.	Y	piensas	que,	en	realidad,	la	brida	es	un	recurso	de	chapuza	elevado	
al	máximo	nivel.	En	lugar	de	los	artísticos	nudos	marineros,	de	los	cuidadosos	
encolados,	de	las	fijaciones	artesanales,	las	bridas	ofrecen	una	soluciónrápida	
y	concluyente.
		En	realidad,	las	bridas	representan	muy	bien	los	valores	de	esta	época	que	
vivimos.	Soluciones	instantáneas,	sencillas,	comerciales.	Sin	complicarse	
demasiado	la	vida	y	con	posibilidad	de	emplearse	en	diferentes	usos.	Y	una	
vez	amortizadas,	un	desecho	más	plastificado	de	esta	cultura	del	desperdicio	
que	entre	todos	hemos	creado.
		Yo,	la	verdad,	no	me	imagino	al	astuto	Ulises	atándose	con	bridas	al	palo	
mayor	para	no	escuchar	las	sirenas.
		Entre	otras	razones	porque	no	se	hubiera	podido	desatar	nunca.	
	
	
	
CALLES	NO	ILUMINADAS
	
La	iluminación	navideña	representa	una	transformación	de	la	ciudad.	Por	unas
semanas,	las	calles	cambian	de	aspecto.	Se	llenan	de	un	reflejo	multicolor,	una
claridad	luminiscente	que	da	alegría	a	los	rincones.	Como	si	de	repente,	cada
esquina	ciudadana	se	hubiese	convertido	en	un	hogar.	Un	centro	de	vida.	Una
visión	acogedora.
		Ahora	bien,	ese	fenómeno	también	tiene	su	otra	parte.	Recuerdo	que	el	año	
pasado	alguna	calle	no	iluminada	colgó	unos	papeles	de	los	árboles.	Con	unas	
bombillas	dibujadas.	Y	una	leyenda	que	decía	algo	así	como	"Nosotros	
también	queremos	iluminación	navideña".
		Porque	es	cierto.	Directamente	proporcional	a	la	alegría	que	proporcionan	
esas	luces	a	las	calles	que	las	tienen,	las	otras	aparecen	tristes	y	oscuras.	Pasar	
de	una	vía	engalanada	a	otra	desnuda	produce	un	sentimiento	de	tristeza.	
Como	si	el	alumbrado	festivo	fuera	en	realidad	solo	una	cara	de	una	realidad	
diferente.	Con	sus	rincones	negros,	portales	cerrados	y	ventanas	apagadas.
		Naturalmente	que	no	se	puede	pedir	al	Ayuntamiento	que	ponga	luces	
navideñas	en	toda	la	ciudad.	De	manera	que	es	un	tema	difícilmente
	resolvible.
		Seguirá	habiendo	calles	de	primera	y	calles	de	segunda,	en	lo	que	respecta	a	
la	iluminación	navideña.	Pero	eso	no	deja	de	hacernos	suspirar	por	una	visión	
diferente	de	la	Palma	nocturna.
		Cuando	cae	la	sombra,	solo	las	avenidas	con	muchos	comercios	y	tiendas	
lucen	alegres.	Las	más	recoletas	o	peatonales	se	convierten	a	veces	en	una	
especie	de	escenario	expresionista.	Con	las	sombras	de	las	farolas	en	el	
pavimento.	Los	ajedreces	de	oscuridad.	Y	una	sensación	de	vacío	creciente	a	
medida	que	cierran	los	bares	y	comercios.
		Todo	ello	nos	hace	pensar	en	los	tiempos	en	que	apenas	unas	pocas	luces	
cubrían	de	noche	la	ciudad.	Todo	eran	sombras	de	ladrones,	contrabandistas	y	
furtivos.	Una	realidad	urbana	bien	distinta	a	esa	de	las	calles	navideñas.	
Alegres	por	la	noche,	por	una	vez	al	año.
		No	en	vano	la	luz	ha	sido	siempre	sinónimo	de	calor	de	alma	y	conocimiento.
	
CAMISAS	PERDIDAS
	
No	sé	si	le	pasa	a	todo	el	mundo,	pero	las	camisas	se	me	acaban	perdiendo	en
el	abismo	de	lo	desconocido.	Mira	que	se	trata	de	una	prenda	bien	próxima.
Convives	con	ella	día	a	día.	La	buscas	y	escoges	según	las	circunstancias.	Y
así	como	resulta	difícil	que	recuerdes	tu	stock	de	calcetines	o	de	ropa	interior,
siempre	conservas	un	recuerdo	de	las	camisas	de	tu	vida.
		¿Por	qué	entonces	desaparecen?
		Ocurre	cuando	miras	fotos	antiguas.	Y	te	dices:	"Ostras,	es	verdad.	Aquella	
camisa	a	cuadros	tan	chula.	¿Dónde	fue	a	parar?".
		Cuando	te	cambias	de	casa,	cuando	viajas,	todo	tu	ajuar	va	migrando	contigo.	
Pero	no	acabas	de	ser	consciente.	Y	determinadas	prendas,	como	las	camisas,	
viven	su	propia	existencia.	Tienen	su	momento	de	gloria.	Cuando	te	las	pones	
para	una	ocasión	importante.	Cuando	te	acompañan	y	convives	con	sus	
colores,	su	forma,	su	tacto.
		Pero	luego,	los	avatares	de	la	vida	se	suceden.	Y,	la	verdad,	de	lo	último	de	lo	
que	estás	pendiente	es	de	las	camisas.	Vienen	otras.	Las	antiguas	se	hacen	
viejas.	Las	pierdas.	Las	abandonas.	Las	olvidas.
		Hasta	ese	día	en	que	ves	la	foto	y	de	repente	visualizas	toda	su	historia.	"Sí,	
la	compré	en	aquella	tienda	de	tejanos	que	había	cerca	de	Cort.	Me	venía	un
poco	grande	pero	era	muy	cómoda.	Tenía	unos	bolsillos	grandes.	¿Por	qué	no
la	conservo?".
		Muchas	veces	he	pensado	que	el	guardarropa	tiene	vida	propia.	De	la	misma	
manera	que	los	calcetines	muestran	una	perversa	tendencia	por	desparejarse	y	
quedarse	viudos,	las	camisas	parecen	sufrir	una	tendencia	fuguista.	Quizás
sean	muy	sensibles	y	cuando	ven	que	ya	no	las	necesitas	ni	les	haces	caso,	se
ofendan.	Y	antes	de	quedar	como	una	presencia	inerte	en	un	rincón	del
armario,	prefieren	salir	sigilosamente	una	noche.	Y	sin	despedirse,	irse	a	Dios
sabe	dónde.	Quizás	al	refugio	de	las	camisas	olvidadas.
		Esas	camisas	perdidas	no	dejan	de	ser	una	metáfora	de	la	cantidad	de	las	
cosas	que	vamos	perdiendo	y	olvidando	a	lo	largo	de	la	vida.	
	
	
	
CANTORES	DE	LA	MAÑANA
	
Nadie	negará	que	uno	de	los	problemas	de	la	cuidad	son	los	ruidos.	Esos
sonidos	indeseados,	que	se	cuelan	dentro	de	la	casa.	A	veces	te	denotan
retazos	de	la	vida	de	otras	personas.	Otras,	la	actividad	mecánica	de	operarios
o	máquinas.	Cuando	no	son	estruendos,	arrastramientos,	golpes...
		Pero	también	ocurre	lo	contrario.	Lo	que	te	llega	de	afuera	no	es	agresivo,	
sino	sugeridor.	Y	en	cierta	manera	se	convierte	en	un	complemento	
enriquecedor.	Un	plus.	Un	atractivo	inesperado.
		Recuerdo	la	época	en	que	viví	en	la	zona	de	Canavall.	En	la	planta	baja,	la
señora	Catalina	salía	casi	cada	día	a	tener	la	ropa	en	su	patio.	Y	entonaba
canciones	de	su	juventud	con	buena	voz	y	notable	afinación.	Yo,	que	a	esas
horas	generalmente	dormía,	me	despertaba	entre	letras	de	cuplé	o	de	copla.
"Un	pollito	que	la	vio/	para	el	baile	la	invitó/	y	salieron	a	bailar..."
		La	presencia	de	alguien	que	canta	de	buena	mañana	da	buen	rollo,	como	se	
dice	ahora.	Es	algo	alegre,	desenvuelto.	Una	invitación	a	vivir	plenamente	el	
día.
		Últimamente,	desde	mi	ventana	escucho	a	un	vecino	que	sale	cada	día	a	
pasear	a	la	perra.	Y	mientras	espera	que	el	animal	haga	sus	cosas,	va	cantando	
con	voz	zumbona:	"Lo,	lo,	looo".	Si	me	he	acostado	tarde,	supone	una	especie
de	dulce	despertador.	Una	revisitación	agradable.	Te	coloca	en	el	día	a	día.	En
esa	dimensión	un	poco	intemporal	que	es	la	rutina.	Las	cosas	que	se	repiten
cada	día.	Y	que	hacen	sentir	un	poco	más	perdurable,	defendido,	seguro.
		Mientras	la	funesta	manía	de	poner	vídeos	o	música	a	toda	mecha	desde	el	
móvil	es	intrusiva	y	cabreante,	esos	desconocidos	cantores	de	la	mañana	nos
devuelven	a	la	esencia	misma	de	la	sociedad.	A	los	tiempos	en	que	los
hombres	y	mujeres	del	campo	se	acompañaban	de	canciones	y	música	para
emprender	el	día.	Representan	una	apelación	a	la	humanidad	de	siempre,	y	no
a	las	máquinas	chillonas.
		Qué	cosa	más	sencilla	para	ponerte	de	buen	humor	que	escuchar	a	alguien	
canturreando	por	la	mañana.
	
	
	
CARGADORES
	
Hasta	ahora,	teníamos	un	ajuar	mínimo	para	los	desplazamientos.	La	muda	de
ropa	interior,	el	cepillo	de	dientes,	un	peine...	Pero	con	la	aparición	del	móvil
ha	surgido	un	nuevo	personaje.	Imprescindible,	tiránico.	¡El	cargador!
		Me	impresionaron	las	imágenes	de	un	grupo	de	refugiados	sirios	en	tierras	
centroeuropeas.	Mientras	rechazaban	ostensiblemente	las	botellas	de	agua	que	
les	tendían	los	sanitarios,	se	arrojaban	sobre	los	enchufes	para	conectar	los	
cargadores.	Ello	significaba	el	hecho	de	estar	conectados.	De	hablar	con	los	
suyos.	Era	el	último	vínculo	que	les	quedaba.
		De	manera	que	el	cargador	se	ha	arrogado	una	posición	de	privilegio.	En	
medios	de	transporte	modernos,	siempre	hay	un	conector	para	recargar	el	
móvil.	Las	habitaciones	de	hotel	han	de	prever	ese	enchufe	estratégico	donde	
aplicar	el	cargador.	Viajar	con	el	móvil	a	baja	batería	es	un	poco	como	hacerlo	
con	un	bebé.	Siempre	estás	buscando	donde	recargar.	Incluso	en	los	lugares	y	
las	circunstancias	más	inverosímiles.	Angustiado.	Como	si	fuera	tu	vida	en	
ello.
		Es	por	esa	razón	que	se	han	inventado	esas	baterías	portátiles,	que	al	menos	
solucionan	provisionalmente	el	problema.	Pero	el	hecho	es	que	el	hombre	del	
siglo	XXI	puede	emular	la	célebre	frase	de	Ortega	y	Gasset.	Y	afirmar:	"Yo	
soy	yo	y	mi	cargador".
		Como	objeto,	el	cargador	es	más	bien	poca	cosa.	Un	cablecillo	y	un	pequeño	
cabezal.	Pero	nos	acompaña	en	todos	losdesplazamientos.	Terminamos	por	
saber	para	qué	aparatos	es	compatible	y	para	cuales	no.	A	veces,	nos	obliga	
incuso	a	llevar	dos	al	mismo	tiempo.	Para	los	diferentes	ingenios	electrónicos.
		El	cargador	es	el	mejor	símbolo	de	la	fragilidad	de	esa	cultura	
intercomunicada	que	vivimos.	Donde	todo	se	apoya	en	el	convencimiento	de	
que	los	recursos	son	inagotables.	todo	se	basa	en	la	obsolescencia	programada.	
En	los	cambios	de	modelos.	En	los	trucos	para	hacerte	gastar	más.
		Los	datos,	el	calendario,	la	agenda,	las	noticias,	los	contactos,	las	películas,	
los	mensajes...
		Tanta	cosa	para	un	simple	cablecillo	y	un	enchufe.
	
	
CASA	MULET
	
Algunos	rincones	de	la	ciudad	significan	para	ti	mucho	más	que	otros.	Porque
acumulan	una	historia	personal.	Y	además,	su	destino	resulta	emblemático.
Representan	mucho	más	de	lo	que	son.
		He	visto	cómo	las	máquinas	derribaban	la	antigua	casa	Mulet	de	la	Plaça
Gomila.	Una	vivienda	sencilla,	abandonada	desde	hace	años.	Pero	que	yo
conocí	bien.	Allí	vivían	las	hermanas	Mulet,	muy	conocidas	en	todo	el	barrio.
Yo	fui	inquilino	de	un	piso	suyo,	cuando	ya	eran	mayores.	Eran	dos	señoras
encantadoras:	Joana	y	Catalina.	Historia	viva	del	Terreno,	ya	que	habían
conocido	a	todo	tipo	de	personajes	e	historias.	Eran	muy	"terreneras",	en	el
sentido	de	vivaraces,	cosmopolitas,	afables.	Siempre	tenían	algo	que	contar.
		Cada	mes	me	acercaba	a	aquella	casa	para	pagar	el	alquiler.	Abría	la	verja	y	
llamaba	a	la	puerta,	en	un	pequeño	jardincillo	que	por	entonces	estaba	ya	
bastante	pocho.	Salían	poco	de	casa.	Solo	para	pasar	unas	vacaciones	en	la	
playa	de	Muro,	donde	recogían	todo	tipo	de	objetos	llegados	del	mar.	Como	
quien	hace	colección	de	objetos	valiosos.
		Un	día,	un	delincuente	logró	entrar	en	la	casa.	Las	intimidó	para	robarles.	Y	
entonces	colocaron	unas	grandes	rejas	en	las	ventanas,	que	hasta	hace	bien	
poco	todavía	estaban.	Desde	detrás	decían	con	voz	lastimera:	"Mira	por	donde.	
Nos	han	robado,	pero	ahora	las	que	estamos	en	la	cárcel	somos	nosotras".
		Mientras,	la	Plaça	Gomila	iba	transformándose,	convirtiéndose	en	un	lugar
bien	diferente.	Mucho	más	bronco,	abandonado	y	triste.	Ellas	seguían	en	la
ventana.	Como	testimonio	de	los	tiempos	del	tranvía	del	Terreno,	de	los
vecinos	que	se	conocían	todos,	de	las	salas	de	fiestas	cosmopolitas.
		Luego	la	casa	quedó	cerrada	y	abandonada.	No	supe	más	de	ellas.	Pero	
recuerdo	perfectamente	la	entrada,	los	muebles,	los	rincones.	Todo	lo	que	
ahora	una	máquina	se	ha	llevado	por	delante.
		Probablemente,	acabarán	levantando	allí	mismo	algún	inmueble	de	lujo.	
Cuando	el	Terreno	deje	de	ser	una	zona	olvidada	y	empiece	a	cotizarse.	Pero	
no	deja	de	producir	tristeza	ese	ocaso	de	una	barriada	amable,	llena	de	jardines	
y	luz,	de	gente	amistosa	y	locales	familiares.
		La	piqueta	se	ha	llevado	mucho	más	que	la	casa	Mulet.	Se	ha	llevado	toda
una	época	y	una	forma	de	vivir.
	
	
CELAJES
	
Hemos	pasado	unos	días	de	grandes	celajes.	Esos	escenarios	celestes	que	se
organizan	en	el	lapso	de	la	puesta	de	sol,	y	que	sumen	a	la	ciudad	en	una
especie	de	pintura	flamenca.	Los	celajes	se	tiñen	de	tonos	muy	pasteles.	Desde
el	azul	claro	al	rosa,	pasando	por	un	amarillo	vivo,	otro	dorado,	y	algunos
retazos	incluso	de	blanco.	Y	esa	riqueza	de	paleta,	lo	que	hace	es	contrastar
con	la	realidad	de	la	ciudad.
		Te	colocas	por	ejemplo	en	uno	de	los	múltiples	puentes	que	cruzan	la	Vía	de	
Cintura,	lugares	por	cierto	nada	idílicos,	y	el	contrate	resulta	brutal.	Ves	el	
cielo	enorme,	con	sus	oleajes	de	nubes,	sus	fondos	áureos,	la	brillantez	de	los	
rojos	y	los	rosas.	Y	la	ciudad	se	perfila	como	un	recortable	negro.	Muy	denso	
y	oscuro.	Salpicado	por	los	alfileres	luminosos	de	las	luces.
		Es	la	inmensidad	de	la	naturaleza	enfrentada	a	la	minusculez	de	lo	inmediato.	
Las	colas	de	coches	con	sus	luces	rojas	de	posición,	sus	intermitentes.	Cada	
una	de	ellas	nos	está	hablando	de	una	historia	particular.	De		un	pequeño	
propósito.	Mientras	las	mareas	coloridas	del	cielo	nos	transmiten	el	mensaje	
inmemorial	del	Universo.
		Las	luces	de	los	coches	se	mueven	con	nerviosismo,	como	insectos	
luminiscentes.	Los	anuncios	de	los	edificios	parpadean	a	lo	lejos,	con	sus	
colores	fosfis	y	comerciales.	Todo	es	mudanza	y	rapidez.
		En	los	celajes,	por	el	contrario,	las	mudanzas	son	lentas.	Muy	lentas.	El	rosa	
se	va	transformando	en	un	carmín	oscuro,	hasta	pasar	a	un	telón	violáceo.	La	
noche	entra	de	puntillas	en	el	cielo.	Mientras	ser	recorta	la	silueta	de	Na
Burguesa	como	un	observatorio	de	la	mundanidad.
		Los	ciudadanos	nos	acostumbramos	demasiado	pronto	a	estos	espectáculos	
del	cielo.		Nos	mostramos	indolentes	e	insensibles.	Cuando	son	la	pintura	
maestra	del	Cosmos.	Tan	llena	de	matices,	de	detalles,	de	intencionalidad	
oculta.	De	una	belleza	absoluta	y	libre.
		Y	todo	ello,	contemplado	desde	un	puente	donde	hacen	cola	los	coches	y	los	
buses.	Entre	tubos	de	escape	y	ruidos.	Donde	la	Navidad	resuena	a	lo	lejos	
como	un	reclamo	comercial.	Tan	ajena	a	los	majestuosos	celajes	de	diciembre.
	
	
COMPRATERAPIA
	
En	los	últimos	tiempos,	uno	sospecha	que	todo	funciona	por	el	consumo.	De
hecho,	la	razón	de	vivir	parece	ser	la	adquisición	constante	de	diferentes
productos.	Uno	detrás	de	otro.	Cada	uno	de	ellos	te	promete	la	felicidad,	te
ilusiona.	Pero	si	fuese	verdad,	todo	acabaría	allí.	Con	una	compra	bastaría.	De
manera	que	una	vez	has	hecho	la	compra,	el	interés	mengua.	Y	aparece	otra
posible	adquisición.	Y	así	ad	infinitum...
		Estas	fiestas	consisten	esencialmente	en	comprar.	Cenas,	comidas,	regalos,	
rebajas.	Y	la	verdad	es	que	resulta	casi	imposible	sustraerse	a	la	espiral	de	
deseo	consumista.	Incluso	cuando	no	tienes	dinero,	todo	cuanto	te	rodea	acaba	
oor	hechizarte,	seducirte,	despertarte	apetencias	comerciales	de	todo	tipo.
		¿Cómo	luchar	contra	ello?	La	resistencia	pasiva	pocas	veces	da	resultado.	
Por	más	estoicismo	que	uno	le	ponga	a	su	empeño,	los	anuncios,	los	amigos,	
los	familiares,	los	escaparates,	las	músicas,	los	catálogos,	las	webs...	No	hay	
manera	de	que	no	te	inoculen	el	veneno	del	deseo	comercial.
		Descartada	por	lo	tanto	la	negación	frontal,	sólo	cabe	una	opción:	la
	compraterapia.
		Aceptemos	que	todos	llevamos	dentro	un	instinto	de	compra,	desde	la	
prehistoria	y	los	fenicios	a	nuestros	días.	En	lugar	de	negarlo	se	trata	de	
sortearlo.
		Yo	recomiendo	la	terapia	dilatada.	Cuando	se	siente	la	avalancha	comercial	
en	toda	regla,	como	estos	días,	busque	un	objeto	sencillo	y	barato.	Aunque	sea	
tonto	y	no	lo	necesite	para	nada.	Por	ejemplo,	una	botellita	de	plástico	de	
colonia	con	pulverizador.	No	valdrá	más	de	un	euro.	Es	un	buen	objetivo.
		A	continuación	hay	que	mentalizarse	durante	días.	¡Cuánto	la	deseo!	¡Qué	
feliz	seré	con	mi	botellita	flexible	de	color	rosa!	¡Cuántas	cosas	podré	hacer	
con	ella!
		El	truco	reside	en	dirigir	el	impulso	libidinoso	de	la	compra.	Reconducirlo.	
Focalizarlo	en	ese	objeto	barato	e	intrascendente.	Hacer	que	se	impregne	de	
deseo.	Para	que,	cuando	pase	delante	de	un	televisor	enorme	de	plasma,
piense:	"Buf,	ahora	no	lo	necesito.	Tengo	la	botellita	flexible".
		Deje	que	pasen	unos	días,	y	cuando	el	impulso	comprador	ya	le	esté	
venciendo,	vaya	a	la	perfumería	y	compre	por	fin	el	ansiado	frasquito.	No	
hace	falta	que	lo	utilice,	porque	una	vez	comprado	ya	no	valdrá	nada	para	
usted.	Lo	puede	tirar.
		Lo	que	ha	de	hacer	inmediatamente	es	buscar	otro	objeto	placebo.	Por	
ejemplo	un	cortauñas.
		Y	así,	pasar	hasta	que	se	acaben	las	fiestas.
	
	
CONOCIDOS	DESCONOCIDOS
	
A	menudo	te	cruzas	con	lectores	tuyos	por	la	calle.	Ellos	te	comentan	los
escritos.	Incluso	te	dan	buenas	ideas.	Uno	de	ellos,	con	quien	coincido	muchas
veces,	me	dijo:	"Tienes	que	escribir	algo	sobre	esas	personas	con	las	que	te
encuentras	y	no	recuerdas	su	nombre.	Es	un	problema".
		¡Qué	observación	más	acertada!	Los	que	tenemos	una	profesión	pública,	y	
llevamos	ya	unos	cuantos	años	ejerciéndola,	acabamos	por	tener	en	nuestra	
memoria	una	sopa	de	caras	conocidas.	Vamos	por	la	calle	y	nos	cruzamos	con	
alguien.	"A	esa	señora	laconozco",	dice	tu	conciencia.	Pero	en	ese	momento,	
cuando	intentas	recordar	exactamente	quién	es	y	de	qué	la	conoces,	te	sale	el	
fatídico	"Error	404	file	not	found".	Ella	se	detiene.	Te	saluda.	Y	mientras	tú
estás	buscando	en	todos	"Tus	archivos"	la	ficha	que	le	corresponde.	De	una
manera	a	veces	angustiosa,	como	cuando	vas	con	alguien	que	deberías
presentarle.	Pero	como	has	olvidado	su	nombre,	eres	incapaz	de	hacerlo.	Y	se
crea	una	situación	de	lo	más	violenta.
		A	veces	hay	suerte,	y	el	conocido-desconocido	te	da	una	pista	valiosa.	Se	
enciende	entonces	la	bombillita.	Lo	recuerdas.	Y	eres	capaz	de	remediar	la	
situación.
		Pero	ese	es	un	supuesto	relativamente	infrecuente.	Lo	más	usual	es	que	sigas	
preguntándote	en	silencio:	"¿Quién	es?	¿De	qué	le	conozco?"	durante	toda	la	
conversación	de	circunstancias.	Hasta	que	te	despides	afablemente,	para	seguir	
haciéndote	la	misma	pregunta	durante	un	buen	rato.
		A	veces,	el	Inconsciente	te	da	la	solución	un	buen	rato	después.	"¡Claro!	¡La	
delegada	del	banco!".	Pero	en	bastantes	ocasiones,	su	nombre	y	su	rostro	
quedan	sepultados	en	la	penumbra	de	las	cosas	por	dilucidar.	Y	cuando	te	
vuelves	a	encontrar	con	esa	persona	te	sientes	un	auténtico	miserable	por	no	
recordar	su	nombre.
		El	lector	que	me	brindó	la	idea,	trenzó	la	argumentación	de	forma	impecable.	
"El	otro	día	iba	con	mi	mujer	y	no	supe	cómo	presentarle	a	un	conocido,	
porque	no	me	acordaba	de	su	nombre".	Yo	me	puse	contento.	"¡Menos	mal!	
Yo	no	soy	el	único	a	quien	le	pasa".
		Nos	reímos	los	dos	de	nuestros	errores.	Y	nos	despedimos	alegremente.
		Claro	que	no	me	atreví	a	confesarle	que	tampoco	me	acordaba	de	su	nombre
	
	
CORTINA	DE	DUCHA
	
Nada	tiene	más	poder	que	lo	oculto.	Da	mucho	más	miedo	aquello	que	no	ves
que	lo	que	resulta	evidente	y	palpable.	Tal	vez	por	ello,	siempre	he	tenido	un
cierto	pavor	a	las	cortinas	de	la	ducha.	Puede	que	sea	por	influencia	de	la
célebre	escena	de	"Psicosis",	que	inmortalizó	para	siempre	el	terror	en	el	plato
de	ducha.	Pero	en	realidad	creo	que	hay	razones	mucho	más	metafísicas
detrás.
		Cuando	entro	por	primera	vez	en	la	habitación	de	un	hotel,	lo	primero	que	
hago	es	mirar	tras	la	cortina	de	la	ducha.	Es	un	segundo	de	gran	intensidad.	
Cuando	te	acercas.	Ves	la	cortina	extendida.	Imaginas	que	se	mueve	
ligeramente,	a	impulsos	de	una	respiración.	Y	alguna	parte	de	tu	mente	fabula:	
"Ahora	sale	un	vampiro.	Un	zombie.	Un	cadáver.	Un	asesino".
		Descorrer	la	cortina,	zaaaas,	y	ver	que	no	hay	nada	supone	toda	una
liberación.	De	todas	formas,	cada	vez	que	entres	en	el	cuarto	de	baño	no
dejarás	de	vigilarla	con	el	rabillo	del	ojo.	Por	eso	suelo	dejar	siempre	las
duchas	abiertas	de	par	en	par.	Para	que	no	se	cuele	ningún	espectro	indeseado.
		Pero	el	encantamiento	también	funciona	a	la	inversa.	Cuando	estás	en	la	
ducha,	el	exterior	deja	de	existir.	Sólo	la	cortina	y	los	chorros	de	agua.	De	
repente	imaginas	que	alguien	puede	haber	entrado	en	la	casa,	sin	que	te	hayas	
percatado.	¿Y	si	recorre	todas	las	habitaciones	mientras	tú	estás	allí	
enjabonándote	el	pelo?	¿Y	si	se	acerca?	¿Y	si	escucha	el	sonido	de	la	ducha	y
viene	hacia	ti	con	un	cuchillo	tan	grande	como	el	de	Norman	Bates?
		Cualquier	persona	sensible	siente	esas	prevenciones	imaginarias.	Porque	lo	
oculto	proyecta	la	sombra	de	todo	tipo	de	fantasmas.	Nuestra	mente	rellena	
con	sus	figuraciones	las	cosas	vacías.	A	veces	con	tantos	detalles	que	de	la	
figuración	se	pasa	a	la	pesadilla.
		Es	por	ello	que	las	mamparas	transparentes	han	supuesto	un	gran	alivio.	Al	
hacer	las	cosas	visibles,	han	terminado	con	las	tenebreces	de	aquello	que	no	se
ve.
	
	
COSAS	QUE	TE	ODIAN
	
En	varias	ocasiones	uno	ha	escrito	sobre	las	cosas	amorosas.	Los	objetos	que
nos	quieren,	nos	ayudan,	nos	hacen	sentir	mejor.	Pero,	tal	como	me	recuerda
un	amigo,	también	existe	la	parte	contraria.	Es	decir:	las	cosas	que	te	odian.
Con	las	que	mantienes	una	relación	difícil,	tormentosa,	a	veces	nefasta.	Como
si	un	destino	invisible	nos	hubiese	atado	a	ellas,	pero	desde	el	punto	de	vista
destructivo.
		Un	gran	psicólogo	como	fue	Carl	Jung	saludaba	a	sus	ollas	y	sartenes	al	
entrar	en	su	torre	de	Bollingen.	Porque	sabía	que	una	ausencia	prolongada	les
acababa	por	enfurecer.	Y	nada	más	entrar	en	la	cocina,	empezaban	a	caerse	y
crearle	problemas.
		No	sabemos	como	explicar	nuestra	relación	con	los	objetos.	Pero	existe.	Y	en	
caso	negativo,	se	demuestra	de	una	forma	bien	fehaciente.	Hay	cosas	que	
gustan	de	ocultarse.	Las	buscas	desesperadamente	y	sin	resultado	alguno.	
Hasta	que	a	ellas	les	apetece	mostrarse.	Y	entonces	aparecen	en	un	lugar	bien	
visible.	Burlándose	de	forma	bien	explícita	de	ti.
		Otros	objetos	son	hasta	peligrosos.	Como	esos	cuchillos	con	los	que	siempre	
te	cortas.	Tienes	la	mano	llena	de	sus	cicatrices.	Y	por	más	precauciones	que	
adoptes,	ellos	esperan.	Y	en	un	instante	de	descuido,	zas,	te	producen	una	
herida.	O	esas	tijeras	que	pesan	demasiado.	Y	siempre	acaban	por	caer.	
Además.	no	cortan	bien.	No	sabes	porqué,	pero	siempre	vuelves	a	buscarlas.	
Aunque	las	odias.	Y	sabes	que	ellas	también	te	detestan.	Es	una	sensación	
enfermiza	y	prolongada.
		¿Qué	nos	hace	odiar	determinadas	cosas?	¿Es	un	destino	previo	a	nuestra	
relación	con	ellas?	¿Es	un	mero	prejuicio	que	surge	de	nuestro	interior?	¿Es	
una	provocación	por	parte	de	esos	seres	inanimados?
		Carecemos	de	teorías	y	de	explicaciones.	Hay	plumas	que	siempre	nos	
manchan	los	dedos.	Botellas	que	inevitablemente	caen.	Vasos	que	se	vierten.	
Y	acabas	por	sentir	tanto	odio	hacia	ellos	como	aparentemente	ellos	sienten	
hacia	ti.
		¿Cómo	acabar	con	esas	relaciones	tóxicas?	La	gente	creyente	las	bendice.	
Los	escépticos	procuran	deshacerse	de	ellas.	Mas	en	vano.	Porque	la	
maldición	volverá	de	la	mano	de	otra	cosa.
	
	
LUNA	LLENA	EN	DEIÀ
	
Deià	tiene	algo	de	anfiteatro	cósmico.	El	pueblo	se	envuelve	con	las	laderas
del	Teix.	A	veces,	las	nubes	se	enredan	en	ellas	como	si	fuesen	de	algodón.	En
invierno,	las	chimeneas	producen	un	humo	fino,	grisáceo,	que	se	pierde	en	la
verticalidad	del	cielo.	En	ese	semicírculo	natural,	se	advierte	enseguida	la
diversidad	de	verdes.	Claros,	luminosos,	oscuros	o	mates.	Y	se	escucha	a	lo
lejos	el	discurrir	del	torrente.
		Pero	es	en	las	noches	alunadas	cuando	se	despierta	un	hálito	mágico.	La	luna	
llena	perfila	los	edificios	y	los	árboles	de	un	nimbo	plateado,	como	si	fuesen	
una	pintura.	Y	reverbera	en	las	piedras	de	la	montaña.	Y	tal	vez,	en	una	
ventana,	un	hombre	se	asoma	para	voltear	una	moneda	de	plata	bajo	la	luna.	
Un	antiguo	conjuro	para	conseguir	fortuna.
		Robert	Graves,	que	vivió	y	murió	en	Deià,	fue	uno	de	los	grandes	teóricos	de
Deià.	Especuló	sobre	la	"influencia	magnética"	de	la	montaña	en	la	creatividad
de	las	gentes.	Y	fabuló	acerca	de	un	antiguo	templo	prehistórico	a	la	luna,
situado	donde	hoy	se	levantan	la	iglesia	y	el	cementerio.	Luna	llena	en	Deià.
		El	mito	es	una	dimensión	distinta	de	las	cosas.	Desde	el	punto	de	vista	
cotidiano,	somos	incapaces	de	presentirlo.	Vivimos	nuestra	realidad	pensando	
que	es	lo	más	normal	del	mundo.	Pero	después	viene	la	historia.	Lo	cambia	
todo.	Y	nos	damos	cuenta	que	aquello	que	presenciamos	era	un	hito	único.	Un	
episodio	para	la	posteridad.	¡Y	no	supimos	apreciarlo!
		A	cuántas	personas	no	les	habrá	pasado.
		Durante	los	años	80	fui	un	visitante	asiduo	de	Deià.	Casi	cada	semana	pasaba
unas	horas	en	el	pueblo.	Comía	en	Can	Jaume.	Tomaba	un	café	en	las
Palmeras.	Me	bañaba	en	la	Cala	o	Llucalcari.	Y	me	parecía	lo	más	normal	del		
mundo.
		Hoy,	cuando	visito	el	cementerio	de	Deià,	me	doy	cuenta	de	lo	extraordinario
de	aquel	momento.	Porque	personajes	con	los	que	me	cruzaba,	que	estaban	en
la	mesa	de	al	lado,	hoy	forman	parte	de	la	leyenda.	Como	una	extraña
comunidad	espiritual,	perviven	en	el	cementerio	bajo	la	luna	llena	de	Deià.
		Por	supuesto	que	el	gran	gurú	de	aquella	Deià	fue	Robert	Graves.	Desde	Can
Alluny	ejercía	una	especie	de	pontificado.	Graves	era	una	presencia	tutora.	No
era	fácil	encontrarlo,	porque	en	aquellos	años	ya	estaba	muy	mayor.	Pero	en
los	70	todavíarecuerdo	haberle	visto	pasar	con	el	"uniforme	de	Deià":
sombrero	de	ala	ancha,	camisa	ancha	y	"senalla"	al	hombro.
		Cuenta	su	hijo	William	que,	cuando	tenía	problemas	de	dinero,	salía	en	luna	
llena	a	la	ventana.	Y	daba	vueltas	a	una	moneda	de	plata.	Así	fue	como	le	
funcionó	"Yo	Claudio".
		Recuerdo	perfectamente	la	muerte	de	Graves,	en	1985.	Me	tocó	cubrir	el	
entierro	para	el	diario	y	nunca	olvidaré	aquella	imagen	de	los	familiares	
cargando	el	ataúd.	La	noche	fría	de	diciembre,	la	luna	enmascarada	tras	las	
nubes.	Los	perros	aullando.
		Hoy,	la	sencilla	tumba	del	autor	de	"La	diosa	blanca"	y	el	"Adiós	a	todo	eso"	
recuerda	un	poco	a	los	sepulcros	de	los	santones	musulmanes.	Sencilla,	
escueta,	siempre	con	flores	y	ofrendas.
		Paseo	por	el	cementerio	de	Deià	y	me	parece	imposible	que	esos	nombres
que	leo	sean	solo	una	breve	placa.	Un	recuerdo.	Porque	se	trata	de	personajes
que	conocí	en	la	Deià	de	aquel	momento.	Como	el	pintor	Joan	Miralles,	que
vivía	en	el	magnífico	caserón	de	Can	Fusimany.		O	Ulrich	Leman,	creador	de	
un	expresionismo	extraño	y	radiante.	Murió	a	los	102	años	y	lo	veías	con	su	
sombrero.	Callado,	esfingítico,	recién	llegado	de	su	casa	de	la	montaña.
Acompañado	de	su	fiel	Pepe,	que	siempre	velaba	por	él.
		En	la	mesa	de	al	lado	coincidías	con	Norman	Jewison,	que	hacía	dibujos
utilizando	el	poso	de	su	café.	Nunca	faltaba	Kevin	Ayers	con	su	pose	de
estrella	del	rock.	Siempre	atento	a	las	mujeres	que	estaban	en	las	otras	mesas.
O	el	gran	guitarrista	que	le	acompañaba:	Ollie	Halsall.	Con	sus	gafas	redondas
y	sus	melenas,	era	un	asiduo	de	las	terrazas.	Murió	muy	joven	de	sobredosis.
En	la	calle	de	la	Amargura	número	13	de	Madrid.
		Era	difícil	no	ver	a	William	Waldren,	enérgico	y	entusiasta.	Promotor	de
excavaciones	y	del	Museo	de	Deià.	O	a	Frederic	Grunfeld	con	su	familia.	Su
biografía	sobre	Rodin	fue	una	obra	maestra.	Pero	en	cierto	modo	le	costó	la
vida.	Murió	en	el	viaje	de	vuelta	de	Nueva	York.	Después	de	presentarla.
		Una	presencia	impresionante	era	la	de	Mati	Klarwein.	Alto	e	imponente,	con
su	sombrero	y	la	cesta.	No	podías	creer	que	estuvieses	al	lado	al	creador	de
portadas	para	Santana	o	Miles	Davis.	Dando	un	paseo	con	sus	hijos	antes	de
volver	a	su	refugio	de	Son	Rullan.
		Claribel	Alegría,	la	viuda	de	Cortázar	Aurora	Bernández,		músicos	como	
Mike	Oldfield,	Eric	Burdon	o	Joan	Graves,	llenaron	las	noches	de	Deià	de	luz
y	creación.	Era	otro	mundo,	bien	distinto	al	actual.	Era	otra	Deià.
		Cuando	la	Luna	llena	recortaba	los	perfiles	del	Teix.
		Y	en	alguna	ventana,	alguien	salía	para	voltear	una	moneda	de	plata.
	
	
LAS	DESPEDIDAS
	
Las	despedidas	siempre	son	especiales.	Pero	hay	lugares	y	momentos	en	que
adquieren	una	dimensión	casi	metafísica.	Te	llegan	al	fondo	del	alma.	Como	si
te	estuviesen	enseñando	una	lección	muy	importante	de	la	vida.
		Hace	años,	se	puso	de	moda	largar	cintas	de	papel	higiénico	cada	vez	que	
salía	el	barco.	Era	toda	una	metáfora	del	cordón	umbilical	que	te	une	a	la	
tierra.	La	ruptura	lenta,	ritual,	del	lazo	antes	de	emprender	el	viaje.	Una	
hermosa	despedida.	Hoy,	ya	no	es	posible.
También	se	despedía	la	gente	incluso	en	el	aeropuerto.	Cuando	el	público
subía	a	una	terraza	y	veía	a	los	pasajeros	caminar	hasta	el	avión.	Daba	tiempo
a	agitar	la	mano	o	el	pañuelo.	ver	la	pequeña	silueta	embarcándose	hacia	la
travesía.
Las	medidas	de	seguridad	y	los	modernos	protocolos	hacen	más	difíciles	esas
despedidas	tan	poéticas.	Pero	todavía	se	conserva	una.	La	despedida	en
Cabrera.
Cuando	sales	de	la	isla,	después	de	recorrer	sus	parajes.	De	vivir	esa
naturaleza	intensa,	ensimismada	y	tan	llena	de	imágenes	románticas.	Cuando
te	encaminas	hacia	la	civilización	habitual,	después	de	vivir	por	unas	horas	en
una	especie	de	isla	fuera	del	tiempo.	Donde	todo	es	diferente.	La	gente,	el
sentido	del	tiempo,	la	forma	de	concebir	el	espacio.
Vas	hacia	la	barca,	y	algunas	personas	se	acercan	al	muelle	a	decirte	adiós.	Y
ese	es	un	verdadero	adiós.	Una	despedida	real.	Porque	se	rompen	dos	mundos.
La	barca	enciende	motores,	y	contemplas	por	última	vez	las	cuatro	casas	del
puerto,	el	castillo,	la	vegetación	moteada,	las	rocas,	el	azul	pastoso	del	agua.
Sientes	que	dejas	algo	tuyo	allí.	Mientras	algunos	curiosos,	algunos	amigos,	se
acercan	para	darte	esa	despedida	que	a	cada	braza	es	más	definitiva.
Cuando	la	barca	enfila	la	bocana,	ves	como	se	aleja	el	microcosmos	de
Cabrera.	Y	piensas	en	la	gente	que	pasará	la	noche	allí.	Mientras	el	faro	de
Ensiola	barre	la	cumbre	del	Picamosques	y	resuenan	las	olas	en	el	exterior.	Te
sentirás	tan	lejos	de	todo	eso,	que	no	podrás	evitar	una	profunda	nostalgia.
Una	pena	sutil.
En	eso	consiste	una	verdadera	despedida.
	
	
DETRÁS	DEL	VIDRIO
	
Día	de	lluvia	y	viento.	Días	de	ventana.	El	otoño	es	una	estación	perfecta	para
acudir	a	nuestro	café	de	referencia.	Ese	local	que	ya	conocemos,	y	que	ha	de
tener	una	vidriera	más	o	menos	grande.	Una	pecera	desde	la	que	se	contemple
la	calle.	Para	sentarse	allí,	soplando	sobre	el	café	cortado.	Y	dejarse	embargar
por	la	melancolía.
		El	espectáculo	de	la	lluvia	resulta	diferente	desde	un	bar.	En	casa	siempre	
estás	temiendo	por	las	persianas,	la	ropa	tendida,	las	macetas.	La	lluvia	supone	
siempre	una	cierta	amenaza.	Sobre	todo	cuando	cae	con	furia.	Como	si	fuese	a	
romper	los	cristales.
		Pero	desde	la	pecera	de	un	café,	qué	distinto	parece	todo.	La	lluvia	se
	ajeniza.	Se	convierte	en	algo	más	distante,	pictórico,	cinematográfico.
		Contemplas	como	las	gotas	caen	sobre	los	coches	aparcados.	Como	rompen	
el	espejo	de	los	charcos	causando	círculos	concéntricos.	Pequeños	mandalas
meteorológicos	que	se	repiten	en	el	asfalto,	los	tejadillos,	los	alcorques.
		Esa	lluvia	convertida	en	espectáculo	opera	el	gran	contraste	entre	el	interior	
del	local,	con	gente,	luz	y	animación,	y	el	exterior	gélido	y	desabrido.	Con	
gente	corriendo,	o	luchando	con	el	paraguas.	Sientes	entonces	esa	hostilidad	
escondida	de	los	fenómenos	naturales,	que	cuando	se	desatan	te	convierten	en	
un	ser	indefenso	y	minúsculo.
		Las	otras	mesas,	las	voces,	el	olor	del	café,	te	proporcionan	la	dosis	de	
humanidad.	de	solidaridad	de	especie.	De	refugio	frente	a	las	inclemencias	del	
tiempo	y	del	destino.
		Qué	pena	toda	esa	gente	que	no	hace	más	que	mirar	el	móvil.	Y	se	pierden	la	
sinfonía	de	la	lluvia	y	el	viento.	El	espectáculo	de	la	calle	como	un	espacio	
poco	transitable.	Mientras	dejas	pasar	el	tiempo	lentamente,	de	una	manera	
densa	y	plena.	Sin	necesidad	de	mirar	mensajes	ni	practicar	juegos	virtuales.	
Que	pena	de	cultura	que	necesita	de	una	pantalla	para	leer	la	realidad.
		Detrás	del	vidrio,	está	el	mundo.	Que	a	veces	también	es	frío,	inclemente	y	
amenazador.
	
	
DICCIONARIOS
	
Poco	podía	imaginar	Leonard	Kleinrock,	uno	de	los	inventores	de	Internet,
que	su	descubrimiento	iba	a	atestar	un	golpe	mortal	a	algo	que	parecía
inmutable:	los	diccionarios.	En	los	últimos	tiempo,	si	le	preguntas	a	un	niño
qué	es	un	diccionario	te	mira	con	expresión	asombrada.	"¿Un	diccio..	qué?".
Nadie	busca	nada	en	diccionarios.	Todo	está	en	Internet.
		Sin	lugar	a	dudas,	la	Red	ha	supuesto	un	avance	impensable	en	el	
conocimiento.	Gracias	a	herramientas	como	Google	o	la	Wikipedia,	buscar
datos	está	chupado.	Cuando	recuerdo	la	época	en	que	para	saber	una	fecha	de
nacimiento	o	una	biografía	tenías	que	recorrer	bibliotecas	y	hemerotecas,	me
doy	cuenta	de	la	revolución.	Claro	que	para	la	generación	actual,	es	lo	más
normal	del	mundo.	Y	no	le	dan	la	menor	importancia.
El	diccionario	era,	como	la	enciclopedia,	un	puntal	de	la	investigación.	Debías
tener	uno	bien	a	mano	y	consultarlo	con	frecuencia.	Era	obligado.	Ahora	basta
con	abrir	otra	pestaña	del	ordenador.
		Ahora	bien,	con	ello	se	ha	perdido	también	una	forma	de	lectura.	Porque	el	
diccionario	no	sólo	era	una	fuente	de	consultas.	También	es	un	paisaje	de	
conocimiento	muy	especial.	Uno	siempre	fue	lector	de	diccionarios.	Por	
ejemplo,	el	"Diccionari	català-valencià-balear"	de	Alcover-Moll	te	ofrece	unas	
posibilidades	infinitas.	No	hace	falta	que	busques	nada	en	concreto.	Basta	con	
abriruna	página	al	azar	y	leer	las	entradas.		Todas	están	llenas	de	interés,	de	
curiosidades,	de	saber	popular	y	literario.
		Así	como	una	novela	o	un	libro	de	ensayo	te	atrapa	con	una	lectura	
progresiva,	lineal,	envolvente,	el	diccionario	te	ofrece	la	experiencia	corta.	
Intensa,	variada.	El	mariposeo	cultural	más	absoluto.	Puedes	abrirlo	o	cerrarlo	
en	cualquier	momento.	Ir	hacia	adelante	o	hacia	atrás	sin	perderte	nada.	Es	
como	ir	abriendo	ventanas	sobre	el	saber,	que	puedes	cerrar	cuando	quieres.
		Ahora,	de	vez	en	cuando	me	encuentro	diccionarios	y	enciclopedias	tiradas	
en	el	contenedor	de	la	basura.	Un	espectáculo	que	produce	infinita	tristeza.	
Triste	civilización	la	que	tira	diccionarios	y	enciclopedias	como	si	fuesen	
cosas	inútiles.	
	
	
LA	LLEGADA	DEL	"DIMONIOS"
	
Este	verano	no	me	muevo	de	Palma.	Y	con	el	calor,	cuando	llega	la	tarde
sientes	el	impulso	irrefrenable	de	buscar	el	mar.	Una	terraza	con	vista	a	la
bahía,	una	caña,	un	poco	de	cielo.	Y	es	así	como	he	recuperado	una	práctica
que	hace	muchos	años	había	olvidado.	Ver	llegar	los	barcos.
		He	viajado	bastantes	veces	en	el	"Dimonios".	Un	ferry	que	me	hace	gracia
por	el	nombre,	pero	que	como	pasajero	me	gusta	bastante.	Tiene	algo	de	los
antiguos	buques.	El	olor,	la	disposición,	los	espacios	exteriores.	No	te	avasalla
con	músicas,	bebidas	y	televisión.	Es	deliciosamente	monótono	durante	la
travesía.	Buscas	los	rincones	para	otear	delfines.	Te	sientas	en	un	banco	para
ver	desfilar	Sa	Dragonera.	Es	una	forma	de	viajar	más	plena	y	más	tranquila.
		Por	eso,	descubrí	que	desde	la	terraza	de	las	tardes	puedo	ver	entrar	cada	
anochecer	el	"Dimonios"	en	Palma.	Es	una	sensación	extraña.	Allí	estás	tú,
sentado	en	tierra.	Y	ves	desfilar	su	perfil.	Con	las	lucecitas	encendidas,	la
chimenea	blanca	y	roja.	Escuchas	incluso	la	voz	de	la	azafata	con	la	que	has
hablado	tantas	veces.	Hay	días	en	que	el	vientecillo	te	trae	ese	olor	a	gasoil	y
bodega	que	exhala	el	barco.	Es	como	un	viaje	a	la	inversa.
		Imaginas	la	travesía,	que	tan	bien	conoces.	La	salida	de	Barcelona,	con	la	
brumilla	y	la	ciudad	perdiéndose	al	fondo.	El	cruce	con	los	grandes	barcos	que	
van	hacia	la	costa	levantina.	Las	horas	de	alta	mar,	con	un	cielo	enorme	y	las	
olas	con	sus	plumeros	blancos.	Y	luego	la	anunciación	de	la	isla	como	un	
relieve	apenas	intuido.	Hasta	que	se	dibuja	con	precisión.
		Mallorca,	llegando	desde	Barcelona,	no	ha	cambiado	mucho	desde	la	
prehistoria.	No	se	advierten	rastros	de	poblaciones.	Sólo	montañas	y	
acantilados.	Parece	la	isla	desierta	que	descubrieron	algunos	navegantes	
osados	hace	ahora	quizás	unos	5.000	años.
		La	gente	ignora	el	espectáculo	de	la	llegada	del	barco.	Pero	tiene	gran	
metafísica.	Nos	recuerda	que	somos	isla.	Nos	une	espiritualmente	con	viajes	
realizados	o	soñados.	Nos	coloca	en	el	mundo.
		Viajas,	aunque	estés	sentado	con	tu	caña.	En	tierra	firme.
	
	
DISTANCIAS
	
No	es	del	todo	verdad	que	la	línea	más	corta	entre	dos	puntos	sea	la	recta.
Muchas	veces,	un	itinerario	geográficamente	corto	se	nos	hace	interminable.	Y
otro	mucho	más	largo	parece	transcurrir	con	más	velocidad.	La	distancia	no
sólo	es	física.	También	posee	un	componente	psíquico	importante.	Aunque
generalmente	no	lo	computemos.
		Es	fácil	comprobarlo	con	la	gran	diferencia	de	escalas	que	ofrecen	la	ciudad	
y	el	campo.	Cuando	estás	entre	colinas,	caminos,	playas,	campos	de	cultivo,	
los	puntos	que	marcan	las	distancias	parecen	alargarse	mucho.	Miras	al	otro	
extremo	de	un	arenal,	por	ejemplo.	Y	psicológicamente	te	parece	lejísimos,	
porque	has	de	atravesar	diferentes	realidades.	Una	zona	de	casas,	un	puente,	
unas	dunas.	El	espacio	es	discontinuo,	y	a	cada	transición	le	otorgas	una	
lejanía	mental.
		En	cambio,	en	la	ciudad	ocurre	todo	lo	contrario.	Al	ser	una	realidad	
homogénea,	que	se	desarrolla	sin	apenas	interrupciones,	las	distancias	no	se	te	
hacen	tan	largas.	Ir	de	un	lado	a	otro	de	la	playa	de	Es	Trenc,	por	ejemplo,	te
parece	una	heroicidad	digna	de	ser	contada	a	tus	amistades.	Y	eso	que	son	algo
más	de	3	kilómetros.	En	cambio,	el	día	en	que	te	despistas	vas	del	Molinar	a
Portopí	sin	darte	cuenta.	Y	no	dirías	que	es	ninguna	aventura,	a	pesar	de	que
has	recorrido	prácticamente	el	doble.
		La	continuidad	de	los	escenarios	diluye	los	cambios	y	las	transiciones.	Es	un	
principio	psíquico	que	no	hay	que	olvidar.	Tal	vez	por	ello,	los	que	vivimos	en	
espacios	insulares	acabamos	por	desarrollar	una	escala	de	distancias	bien	
diferente	a	los	peninsulares.	Allí,	una	persona	puede	salir	tranquilamente	en	
coche	de	Barcelona	para	ir	al	sur	de	Francia	sin	pensarlo	dos	veces.	Aquí,	
reflexionamos	hondamente	si	nos	hemos	de	desplazar	de	Palma	a	Alcúdia.
Nos	parece	una	distancia	mucho	más	inalcanzable.	Casi	como	para	quedarse	a
dormir	antes	de	regresar.
		La	mente	nos	delimita	los	espacios	y	las	distancias.	En	muchas	ocasiones	hay	
mirar	más	el	interior	de	uno	mismo	que	el	cuentakilómetros.
	
	
DOCTOR	GOOGLE
	
Internet	ha	revolucionado	muchos	hábitos	de	nuestra	vida	cotidiana.	Desde	las
relaciones	personales	al	conocimiento.	Pasando	también	por	la	hipocondría.
Antes,	cuando	a	uno	le	dolía	un	poco	la	espalda	lo	habitual	era	consultar	con
algún	amigo.	"Oye,	tengo	un	pinchazo	aquí..."	Tu	amigo	contestaba:	"Uf,	sí.
Yo	tuve	el	año	pasado.	Es	lumbago".
		Y	te	quedabas	tan	pancho.
		Ahora,	sin	embargo,	casi	nadie	pregunta	a	la	abuela	o	los	amigos.	Todo	el	
mundo	se	acuerda	del	doctor	Google.	Internet	se	ha	convertido	en	el	
consultorio	médico	más	consultado	de	la	historia.	Y	también	uno	de	los	más	
peligrosos.
		Al	primer	síntoma,	uno	tiene	la	tentación	de	utilizar	el	buscador.	Basta	con	
poner	"dolor	de	espalda".	Y	de	repente	surgen	centenares	de	entradas	dándote	
indicaciones	y	diagnósticos	sobre	tu	presunto	mal.	Se	despliega	el	mapa	más	
terrible	de	males	de	todo	tipo.
Con	los	ojos	muy	abiertos	vas	repasando	las	diferentes	hipótesis.	Lumbago
agudo,	desviación	de	la	columna,	infección	renal,	úlcera	de	estómago,	infarto
de	miocardio,	cáncer	de	huesos...
		El	lector	incauto	se	queda	paralizado	ante	todo	ese	exceso	de	información.	
Hasta	el	punto	que	su	umbral	perceptivo	se	bloquea	y	sólo	busca	las	palabras	
más	catastróficas:	incurable,	causa	de	muerte,	operación,	alto	riesgo,	
degenerativo...	Es	como	si	su	mente,	al	enfrentarse	a	tal	alud	de	datos	médicos,	
perdiera	los	nervios	y	buscase	exprofeso	los	ítems	más	alarmantes.
		Así	hasta	que	cierras	el	ordenador	con	un	sudor	frío.	A	punto	de	correr	a	
urgencias.	Convencido	de	que	te	quedan	pocos	días	de	vida.
		El	doctor	Google	ayuda	a	mucha	gente	a	comprender	mejor	los	temas	
sanitarios,	pues	da	acceso	a	toda	una	serie	de	informaciones	que	antes	
resultaban	inalcanzables.	Pero	al	mismo	tiempo	puede	convertirse	en	un	
veneno	mortal	para	todo	hipocondríaco.	Enganchado	a	docenas	de	páginas	
médicas,	consultas	de	doctores	y	revistas	especializadas,	de	las	cuales	solo	
entiende	la	mitad.	Lo	suficiente	para	aterrorizarse.	Crea	una	peligrosa	adicción	
y	contribuye	a	la	aparición	de	miles	de	enfermos	imaginarios.
		Al	final,	la	hipocondría	termina	por	convertirse	en	la	enfermedad	de	los	que	
tienen	miedo	de	caer	enfermos.	Un	círculo	fatal.
	
	
EL	ALMA	DE	LOS	ÁRBOLES
	
Acabo	de	leer	una	teoría	fascinante.	Habla	de	la	timidez	de	los	árboles.	Al
parecer,	algunos	científicos	se	han	percatado	que	los	grandes	árboles,	por	más
cerca	que	estén,	procuran	no	entremezclar	sus	ramas.	Las	mantienen	aisladas.
Por	eso	se	filtran	los	rayos	de	luz	entre	ellos.
		De	ese	fenómeno	suponen	que	los	árboles,	como	seres	vivos	que	son,	tienen	
también	sus	particularidades.	Y	que	mostrarían	una	especie	de	vergonzoso	
reparo	a	la	promiscuidad	con	sus	congéneres.	Manteniéndose	discretamente	
alejados.	Con	una	elegante	postura	de	autocontención	y	conocimiento.
		Desde	hace	años	tengo	gran	reverencia	por	los	árboles.	Siempre	me	han	
parecido	unos	grandes	sintetizadores	cósmicos.	Extraen	las	energías	más	
subterráneas,	las	procesan	y	las	liberan	después	hacia	el	cielo.	No	hay	un	
símbolo	mejor	del	trabajo	espiritual.
		De	hecho,	las	encinas	fueron	enla	antigüedad	semi-dioses.	Los	autores
clásicos	cuentan	que	los	iberos	realizaban	ceremonias	en	las	noches	de
plenilunio,	bajo	las	plateadas	hojas	de	los	encinares.	Y	de	los	cultos	a	los
árboles	nació	la	palabra	"lucus"	o	bosque	sagrado.	De	la	cual	los	historiadores
derivan	topónimos	como	Lluc,	Llucmajor	o	Llucalcari.
		Encinas,	olivos,	pinos	copudos,	olmos.	El	hombre	ha	sido	tradicionalmente	
muy	injusto	con	ellos.	Han	servido	para	construir,	calentar	la	casa,	fabricar	
muebles	y	utensilios...	Como	si	se	tratase	de	seres	inanimados.
		¿Pueden	tener	sentimientos	los	árboles?	¿Ser	tímidos?	¿Tienen	alma?
		A	veces,	en	esas	noches	frías	en	que	el	viento	los	agita	y	los	hace	gemir,	los	
sientes	más	vivos	que	nunca.	parecen	hablar	entre	sí.	Quejarse.	Susurrar.	
Como	si	se	contasen	unos	a	otros	historias	legendarias.
		Por	un	mero	protocolo	de	prudencia	espiritual,	deberíamos	respetarlos.	Al	fin	
y	al	cabo,	no	somos	tan	superiores	a	ellos.
	
	
EL	FARO	DE	NOÉ
	
Algunos	días,	en	el	mundo	real	hace	frío.	Sopla	un	viento	gélido.	Llueve,
truena.	Entonces,	piensas	en	los	refugios.	Y	ves,	allá	lejos,	la	luz	tranquila	de
un	faro.	Que	es	como	un	símbolo	de	lo	estable,	lo	protegido.	Haga	la	noche
que	haga,	el	faro	sigue	destellando	hacia	la	lejanía.	En	su	torre	pintada	de
blanco.	Como	la	esperanza	de	la	humanidad.
Uno	de	los	grandes	errores	que	cometemos	es	ignorar	la	sensibilidad	infantil.
Hemos	creado	un	concepto	de	adultez	que	equivale	a	conocimiento,	sabiduría,
destreza	y	verdad.	Como	si	todo	lo	anterior	no	tuviera	importancia.	Fuera
incompleto	o	defectuoso.	¡Cuánto	nos	equivocamos!	¡Cuánto	saben	los	niños
y	los	adolescentes!	Mucho	más	que	nosotros	los	adultos.
Noé	solo	tiene	cinco	años.	Pero	hace	ya	un	tiempo	que	es	propietario	de	un
faro.	En	el	faro	guarda	sus	cosas	más	preciadas,	que	no	tiene	problema	alguno
en	dar	o	prestar.	Allí	cobija	a	sus	amigos,	y	a	los	que	necesitan	un	abrigo.
Desde	allí	contempla	el	mundo.	Va	y	viene	de	su	faro	para	ir	a	la	escuela,
convivir	con	la	familia,	aprender.	Con	toda	facilidad.	Porque	su	faro	es
imaginario.
¿Es	imaginario?	Cuando	Noé	te	dice	muy	serio:	"Sí,	de	esto	yo	también	tengo
en	mi	faro"	está	formulando	una	verdad.	Porque	su	faro	existe.	Y	no	solo	para
él,	sino	también	para	todos	los	que	todavía	conservan	una	chispa	de	la
infancia.	De	la	magia,	la	imaginación,	la	ternura,	la	fantasía.	El	mundo	por	el
que	los	no-adultos	transitan	con	facilidad.	Viajando	a	países	y	regiones
vedados	para	los	mayores.	Como	el	faro	de	Noé.
He	conocido	a	varios	niños	creativos,	imaginativos.	De	gran	vida	interior.	Y
me	recuerdan	a	los	de	mi	infancia.	Siempre	marginados	por	los	niños	matones,
los	fuertes,	los	empollones,	los	mimados.	Aquellos	que	ya	eran	mini-adultos
antes	de	serlo.	Porque	jugaban	a	favor	de	un	sistema	retrógrado	con	la	riqueza
espiritual.
Los	niños	fareros	son	muchas	veces	incomprendidos.	Y	muy	a	menudo	sufren
por	ello.	Hasta	que	encuentran	a	un	amiguito	con	el	que	compartir	el	faro.
Entonces	por	fin	dejan	de	sentirse	solos.
Alguien	debería	decirles	que	no	se	preocupen.	Que	el	faro	de	Noé	y	de	tantos
otros	niños	es	intemporal.	Que,	si	él	quiere,	no	desaparecerá	nunca.	Incluso
cuando	llegue	a	la	adultez	y	a	la	vejez.	Allá	seguirá,	con	su	luz	iluminando	los
nubarrones	oscuros.
Entonces	comprenderá	que	una	de	las	mayores	riquezas	es	tener,	toda	la	vida,
un	faro	como	el	de	Noé.
	
	
EL	FOTÓGRAFO	OCASIONAL
	
Ya	se	sabe	que,	como	dice	la	canción,	"el	vídeo	mató	a	las	estrellas	de	la
radio".	Del	mismo	modo	que	el	selfie	ha	terminado	con	nuestra	labor	de
fotógrafos	accidentales.
		Durante	años,	hemos	ejercido	de	foteros	de	ocasión.	Cada	vez	que
pasábamos	por	S'Hort	del	Rei	o	las	inmediaciones	de	la	catedral,	algún	turista
-	solo	o	en	grupo	-	te	pedía	que	le	hicieses	una	foto	con	su	cámara.	Era	casi	un
reflejo	inconsciente.	Cogías	la	cámara,	hacías	un	gesto	falsamente	profesional.
Te	agachabas.	Procurabas	no	coger	la	escena	a	contraluz.	Y	que	el	horizonte
no	saliera	torcido.	Contabas:	"One,	two,	three.	Cheers....."	Y	veías	por	el	visor
a	un	grupo	de	orientales	sonriendo	con	la	catedral	al	fondo.	Click.
		Les	devolvías	la	cámara	y	ellos	te	daban	las	gracias.	Así	hasta	el	próximo	
grupo	de	turistas.
		A	pesar	del	pequeño	esfuerzo	que	ello	suponía,	era	una	actividad	agradecida.	
A	veces,	pensabas	que	en	algún	lugar	-	al	otro	extremo	del	mundo	-	aquella	
gente	recordaría	su	visita	a	Palma	gracias	a	tu	foto.	Y	que,	en	cierto	modo,	tú	
serías	partícipe	de	aquel	pequeño	recuerdo.	Agradable	y	sutil.	Como	han	de	
ser	las	cosas	placenteras.
		Ahora,	por	el	contrario,	todo	el	mundo	va	con	su	palo	de	selfie.	Se	hacen
instantáneas	en	los	lugares	más	insospechados.	Delante	de	una	alcantarilla,
junto	a	un	contenedor.	Los	turistas	se	sonríen	a	sí	mismos	mientras	accionan	la
varita	prodigiosa.
		Ahora	es	mucho	más	difícil	adivinar	cuál	es	la	secreta	intención	del	selfie.	El
otro	día,	en	el	autobús,	una	turista	no	cesaba	de	hacerse	selfies	mientras	iba
cambiando	de	cara	alternativamente.	Con	toda	la	gente	del	bus	del	Arenal	al
fondo.	Sin	ningún	paisaje	ni	monumento	que	recordar.	Resultaba	bien	difícil
adivinar	el	presunto	encanto	de	esas	instantáneas.
		El	selfie	ha	matado	a	ese	fotógrafo	accidental	que	éramos	nosotros	los
aborígenes.	Desde	hace	mucho	tiempo,	nadie	me	pide	que	le	haga	una	foto.
Hemos	dejado	de	ser	coadyuvantes	en	la	memoria	de	los	visitantes.	Ellos	son
autónomos.	Y	no	necesitan	a	nadie	que	les	inmortalice	sus	vacaciones.
		Algún	día	lo	recordaremos	con	nostalgia.	Aquellos	tiempos	en	que	los	
turistas	nos	pedían	que	les	hiciéramos	fotos	por	la	calle...
	
		
EL	GRILLO	MARINO
	
Viajar	en	barco	enseña	muchas	cosas.	En	una	de	mis	últimas	travesías,	cuando
estábamos	en	alta	mar,	me	sorprendió	un	sonido	familiar.	Tardé	un	rato	en
identificarlo.	Hasta	que	comprendí	que	se	trataba	del	canto	de	un	grillo.	¡Un
grillo	en	medio	del	mar!
		A	saber	como	llegó	el	insecto	hasta	el	buque.	Seguramente	durante	un	vuelo	
despistado.	Y	al	encontrar	una	construcción	tan	grande	y	llena	de	recovecos,	le	
pareció	un	buen	lugar	de	residencia.	Una	vez	acomodado,	comenzó	a	tocar	el	
violín	de	sus	alas	esperando	así	atraer	a	las	hembras.
		¿Pero	a	qué	hembras	podrá	seducir	si	está	navegando	todo	el	día?	No	hay	ni	
un	grillo	ni	una	grilla	a	muchas	millas	a	la	redonda.	A	no	ser	que	coincida	con	
el	tiempo	del	desembarco.
		Durante	toda	la	travesía,	el	canto	del	grillo	me	sumió	en	hondos	
pensamientos.	Me	sugirió	las	paradojas	y	crueldades	a	los	que	nos	somete	el	
destino.	No	solo	a	los	hombres,	sino	a	todos	los	seres	vivos.
		Quién	sabe	si	el	grillo	se	acabará	muriendo	de	viejo	sin	haber	conseguido	
nada.	Escondido	en	uno	de	los	botes	salvavidas.	Rascando	y	rascando	sus	alas	
frenéticamente.	Porque	la	suerte	le	colocó	en	un	lugar	equivocado.
		Si	en	lugar	de	volar	hacia	un	ferry	lo	hubiera	hecho	hacia	una	casa	de	campo,	
allí	estaría	en	su	madriguera.	Rodeado	de	atractivas	grillas	capaces	de	apreciar	
sus	artes	musicales.	Se	realizaría	como	grillo.	Tendría	sus	grillitos.	Y	algún	día	
moriría	tranquilo,	después	de	haber	cumplido	su	destino	de	grillo.
		Pero	no.	Lo	más	probable	es	que	el	pobre	gríllido	se	desgañite	inútilmente
durante	su	corta	vida.	Porque	fue	a	parar	donde	no	toca.
		A	cuántas	personas	no	les	ocurre	lo	mismo.	Nacen	el	el	lugar	inapropiado.	O	
la	vida	les	lleva	a	un	callejón	sin	salida.	Y	por	más	que	lo	deseen,	por	más	que	
se	esfuercen,	no	consiguen	enderezar	su	suerte.	Dictada	por	una	casualidad,	o	
por	una	decisión	equivocada.	
		Es	la	gran	ingratitud	de	la	vida.	La	arquitectura	injusta	del	azar.
	
	
EL	GUSANO	PRUDENTE
	
Estos	días	pasados	de	lluvias,	caminaba	por	una	zona	de	tierra	con	numerosos
charcos.	El	agua	forma	un	espejo	iridiscente,	creando	formas	caprichosas	en	el
fondo	de	tierra.	Tal	vez	por	ello,	siempre	te	sientes	tentado	a	mirar	en	su
interior.
		En	uno	de	esos	charcos,	advertí	una	forma	curiosa.	Parecía	una	pequeña	rama	
oscura.	Pero	se	movía	de	forma	ostentosa.	Como	un	acento	circunflejo	que	
tuviera	vida	y	avanzara	a	base	de	retraerse	y	expandirse	progresivamente.Era	
digno	de	ver	como	aquel	gusano	iba	ganando	territorio	gracias	a	su	
flexibilidad,	a	su	elegancia.	A	su	dominio	de	la	forma.
		Tanto	me	cautivó	aquel	gusano	viajero,	que	me	detuve.	Me	incliné	sobre	la	
superficie	de	agua	para	admirar	el	espectáculo.	Entonces,	el	gusano	
seguramente	advirtió	mi	presencia.	Vio	una	sombra	extraña	fuera	de	su	refugio	
acuático.	Y	en	un	primer	momento,	se	quedó	inmóvil.	Simulando	ser	una	
brizna	de	hierba	o	un	fragmento	de	rama.	Pero	al	ver	que	yo	seguía	allí,	hizo	
un	rápido	quiebro	y	se	enterró	en	la	arena.	Desapareció.
		Al	instante,	me	dije:	"Un	gusano	prudente".
		Y	a	medida	que	retomaba	el	camino,	comencé	a	pensar.	Un	gusano	prudente,	
qué	maravilla.	En	este	mundo	que	nos	rodea,	es	todo	un	fenómeno.	Porque	si	
pensamos	en	la	cantidad	de	humanos,	mucho	más	evolucionados	en	teoría	que	
los	anélidos	acuáticos,	que	demuestran	diariamente	la	falta	de	prudencia.	No	
dejan	de	sucederse	los	ejemplos.	Vociferantes,	sentenciadores,	explicadores	de	
lo	que	no	saben,	juzgadores,	comentaristas	de	la	nada.	Una	serie	de	vicios	que	
nos	ha	traído	la	cultura	icónica	del	"todo	vale"	en	la	red	y	en	los	medios	de	
comunicación.
		Cuánta	ignorancia,	cuánta	soberbia	y	cuanta	imprudencia.
		Resulta	asombroso	que	un	pequeño	gusano	de	charco,	con	sus	movimientos	
ondulantes,	acabe	demostrando	mucha	más	sensatez	y	prudencia	que	tanta	
gente.
	
	
EL	MISTERIO	DEL	PENDELOQUE
	
¿Para	qué	inventar	historias	cuando	la	realidad	puede	ser	sumamente
novelesca?	Ahora	está	en	auge	la	literatura	de	misterios	y	enigmas	históricos.
Se	busca	en	papiros	y	santos	Griales.	Pero	a	veces	los	tenemos	aquí	mismo.
Ignorados.
		Recuerdo	mis	encuentros	con	Cristòfol	Veny.	Misionero	de	los	Sagrados
Corazones	y	muy	señalado	arqueólogo.	Inventarió	las	cuevas	prehistóricas	de
Mallorca	y	Menorca.	Reunió	las	inscripciones	epigráficas	hasta	la	época
musulmana.	Y	fue	una	de	las	personalidades	más	destacadas	en	arqueología	de
su	tiempo.	Aunque	él,	discreto	y	poco	hablador,	nunca	se	diera	importancia.
Le	visité	para	pedir	información	sobre	una	pieza	que	me	fascinaba.	Un
pendeloque	o	colgante,	hallado	en	Es	Fornassos	de	Caimari.	Lo	vi	reproducido
en	un	libro	de	Mascaró	Passarius.	Se	distinguían	unos	monigotes.	Un	hombre
levantando	una	especie	de	puñal.	Una	mujer	con	un	niño.	Varias	franjas	como
nubes.	Y	en	lo	alto,	una	estrella	muy	marcada.
		¿Qué	historia	contenía	aquel	grafito?	¿Quién	la	dibujó	para	la	posteridad?	
¿Un	sacrificio?	¿Un	asesinato?	Veny	la	estudió	y	dibujó.	Y	dada	su	rareza,	se
la	envió	a	Antonio	García	Bellido,	una	autoridad	en	historia	antigua	de	la
época.	Pero	el	célebre	investigador	murió,	y	el	expediente	quedó	entre	sus
papeles.	Lo	envió	después	al	Instituto	Alemán	de	Madrid,	responsable	de
muchas	excavaciones.	Y	se	sorprendieron	tanto	que	sospecharon	incluso	que
se	tratase	de	una	falsificación.
Un	día	logré	que	Veny	me	enseñara	la	pieza.	Fue	en	el		local	del	carrer	de	la
Pau	donde	estaba	retirado.	"Som	pocs	i	vells",	decía.	Llegó	y	me	arrojó	con
gesto	triunfante	una	bolsita.	Dentro	estaba	el	pendeloque.	Más	grande	que	una
moneda.	Con	el	dibujo	trazado	a	rasgos	muy	finos.	Un	hombre	con	puñal,	una
mujer,	un	niño,	una	estrella.	Una	historia.	Le	hice	un	montón	de	fotos.	Pero	no
he	logrado	encontrarlas.	He	perdido	los	archivos.
		Veny	murió	en	2007,	y	su	legado	pasó	a	la	Real.	No	tengo	ni	idea	de	adónde
fue	a	parar	el	misterioso	pendeloque.	La	historia	enigmática	de	esa	pieza	sigue
su	camino.
Como	si	su	predestinación	fuese	el	misterio.
	
	
EL	NOSEÍSMO
	
Las	redes	sociales	han	extendido	la	enfermedad	de	la	opinionitis	hasta	el
infinito.	Durante	una	época,	solo	la	gente	considerada	como	solvente
manifestaba	su	opinión	sobre	ciertos	temas	en	los	medios,	fuera	prensa	o
televisión.	Después	llegó	la	moda	de	las	tertulias	y	los	foros.	Los	medios	se
llenaron	de	gente	de	diferente	pelaje	dispuestos	a	opinar	sobre	todo.	Incluso
sobre	lo	que	no	tenían	ni	idea.
		El	fenómeno	ha	adquirido	proporciones	cósmicas	con	las	redes	sociales.	
Ahora,	cada	usuario	es	un	editorialista	en	potencia.	Un	crítico,	un	experto,	un	
historiador.	Abres	cualquier	página	y	te	encuentras	con	un	montón	de	
comentarios,	"memés"	y	pronunciamientos	de	todo	tipo.	Algunos	justos	y
sensatos.	Pero	la	mayoría	indocumentados,	arrogantes	y	mendaces.	Porque	el
perfil	del	opinador	por	las	redes	cada	vez	se	parece	más	a	esos	comentaristas
de	las	teles	amarillas.	Tiempos	de	buscar	la	sensación,	de	eso	que	llaman
"posverdad"	y	no	es	más	que	manipulación	en	busca	de	resultados.	De
audiencia.	De	resultados	económicos.
		Me	asombra	que	nadie	haya	reivindicado	el	antídoto	a	esa	plaga.	Que	sería	
algo	tan	fácil	como	el	"noseísmo".	Es	decir,	la	aceptación	del	"no	sé"	cuando
realmente	no	se	sabe.	Y	no	su	ocultación	retórica	con	argumentos	de	todo	tipo
para	no	reconocerlo.
		¿Qué	tiene	de	malo	el	no	saber?	¿En	razón	de	qué	todo	el	mundo	ha	de	tener	
profundos	conocimientos	de	economía,	historia	contemporánea,	sanidad?	El	
propio	espejo	de	los	medios	hace	creer	a	la	gente	que	son	expertos	y	
documentados.	Pero	no	es	cierto.	La	mayoría	de	nosotros	no	tenemos	ni	idea	
de	la	mayor	parte	de	lo	que	ocurre	en	el	mundo.	De	los	movimientos	
profundos.	De	la	razón	histórica.	Del	auténtico	significado.
		Pero	como	papagayos,	todos	acaban	repitiendo	frases	falsas	de	autores	que	
han	copiado	en	Internet.	Execrando,	pontificando,	sobre	asuntos	que	escapan	
de	mucho	a	nuestra	capacidad	de	análisis.
		El	"noseísmo"	sería	una	especie	de	movimiento	franciscano	del
conocimiento.	La	vuelta	a	la	sinceridad	original,	la	humildad	y	la	falta	de
humos.	El	"noseísmo"	impulsa	a	buscar	las	cosas,	a	relativizarlas,	no	a	los
gritos	y	los	panfletos	sectarios.
		Un	mundo	en	el	que	todo	el	mundo	cree	saberlo	todo,	descalifica	y	critica,	es	
un	mundo	peligroso.
	
	
EL	OJO	DEL	CÍCLOPE
	
En	esta	época	que	vivimos,	el	debate	identitario	ocupa	uno	de	los	primeros
lugares.	Se	reivindica	la	singularidad,	la	personalidad,	la	individualidad.	En
suma	el	margen	de	actuación	de	que	podemos	disponer	a	nivel	personal	y
colectivo.
		Pero	detrás	de	ese	escenario,	cada	vez	se	atisba	más	otra	realidad.	Bien	
distinta.	Una	realidad	tentacular,	omnipresente,	transidentitaria	y
transpersonal.	Un	auténtico	ojo	del	Cíclope	que	domina	todo.	Que	ya	no	sería
Polifemo,	sino	Policompro.
		Estoy	seguro	de	que	a	todos	nos	ha	ocurrido.	Entras	en	una	de	esas	grandes	
webs	de	compra,	para	mirar	diferentes	productos.	Un	reproductor	de	música,	
por	ejemplo.	Sólo	curioseas.	Ni	compras	ni	pides	información.	Y,	
misteriosamente,	a	partir	del	día	siguiente	te	empiezan	a	llegar	a	tu	correo	
electrónico	personal	ofertas	de	esa	macroempresa.	Ofreciéndote	diferentes	
reproductores	de	música.	Un	día	sí	y	otro	también.
			Al	mismo	tiempo,	en	la	página	de	la	red	social	que	frecuentas	los	recuadros	
laterales	empiezan	a	llenarse	de	multitud	de	reproductores	de	música,	de	todos	
los	precios,	colores	y	modelos.	Es	como	si	el	ojo	del	Cíclope	se	hubiera	
introducido	en	tu	ordenador.	Y	además	de	conocer	todos	tus	deseos	y	tus	
preferencias,	lo	llenase	todo	de	ofertas	y	sugerencias.	Ganchos	comerciales.
		¿Hasta	dónde	llega	en	este	tiempo	tu	individualidad,	tu	singularidad?	El	
Cíclope	te	introduce	en	su	base	de	datos.	Conoce	tu	edad,	tus	cuentas	
corrientes,	tus	gustos	vacacionales,	tus	gastos	de	tarjeta	de	crédito,	tus	
compras,	tu	música	predilecta,	tus	lecturas...	Y	a	partir	de	ahí	formas	parte	de	
un	tejido	invisible,	atado	eso	sí	con	los	ligamentos	más	fuertes	e	
indestructibles:	los	del	deseo	de	consumo.
		Uno	tiene	cada	vez	más	la	impresión	de	vivir	en	un	mundo	virtual.	Donde	las	
noticias,	los	debates,	las	opiniones,	surgen	en	diferentes	pantallas.	Variadas.	
Pero	que	en	realidad	salen	del	mismo	programador.	Que	ignoras	quién	es,	ni	
dónde	está.	Aunque	sabes	muy	bien	lo	que	pretende:	hacerte	consumir	en	su	
beneficio	y	poco	más.	El	resto	es	marketing.
		Según	Homero,	el	Cíclope	vivía	en	una	cueva.	En	la	que	entraban	los	
hombres	de	Ulises.	Hoy,	los	que	vivimos	en	una	cueva	somos	nosotros.	
Mientras	el	Cíclope	entra

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