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1 EL RESPETO DEL PASADO. SOBRE POLÍTICA DE LA MEMORIA Y BIOPOLÍTICA. Antonio Gomez Ramos Universidad Carlos III de Madrid Resumen.- Este texto explora la relación entre la memoria y la biopolítica, entre el trato político con los traumas del pasado y la entrada de la vida biológica en la política, en tanto que son dos temas recurrentes del pensamiento y la realidad políticas contemporáneas. Se hace primero un esbozo de una política de la memoria en una sociedad democrática, siguiendo ideas de Paul Ricoeur y Tvetan Todorov, y se proponen las condiciones de una “memoria justa”, así como las posibilidades y límites del perdón, la reconciliación y la asunción de lo irreparable de la violencia y del daño pasado. Considerando que la violencia es un fenómeno biológico, que tiene lugar en cuerpos vivientes, se repasa luego la emergencia de la biopolítica y la creciente indiferenciación entre bíos y zoé en la Modernidad; para concluir que la dificultad que tiene la política para desentenderse de la nuda vida, para no ser biopolítica, tiene un estrecho paralelismo con la dificultad que tienen la memoria y el perdón para desligarse de la violencia, de las formas de odio y resentimiento que son también parte de lo humano. O bien, que la ilusión de integrar limpiamente la zoé en la polis, y considerarla, por ello, como bíos, tiene un parecido con la ilusión de convertir la violencia en memoria, en historia narrada e historia moral. El texto concluye con una reflexión sobre educación, y sobre la enseñanza de transmisión de la piedad por lo pasado y por lo vivo que forma parte de lo humano. 1. El ascenso de la memoria. La historia moral. La posibilidad del perdón Cuando hoy día se habla de memoria en el ámbito de la discusión socio-política, es casi siempre pensando en la memoria de lo negativo: memoria de dolor y de daño, memoria de la violencia, tanto de la violencia sufrida como de la violencia ejercida, y el mal que la ha acompañado en todas su formas: en la guerra, en la tortura, en la violencia estructural, en las catástrofes naturales, de las que ya sabemos bien que no son solo naturales... Cuando hoy, además, hablamos de la memoria en esos términos, presuponemos que afecta directamente a la dimensión política de la convivencia entre los hombres, así como de las relaciones de los individuos y de las comunidades con su pasado. De una manera que, a su vez, define el presente y puede definir también el futuro. ¿Cómo funciona la memoria, y qué tiene que ver con la biopolítica, con la dimensión biológica de la política que suscita este volumen? ¿En qué sentido puede decirse que las cuestiones de la biopolítica, que tan candentes son en la filosofía política contemporánea, afectan también a las discusiones sobre política y memoria histórica que han ocupado la filosofía moral y política desde que el recuerdo del Holocausto, del Gulag, de los totalitarismos y atrocidades del siglo XX, junto con el “nunca más” de Adorno, se convirtió en el imperativo político fundamental? En este ensayo, voy a explorar esa conexión, haciendo primero una exposición general de cómo funciona la memoria, y mostrando luego cómo no se puede pensar realmente la memoria de la violencia sin atender, en alguna medida, a la biopolítica presente en ella. Al final, extraeré de ello alguna reflexión sobre la educación. 2 Se piense lo que se piense acerca de los imperativos de la memoria, el hecho es que tanto los individuos como los grupos están siempre en un proceso continuo de reescritura del pasado, por el que bien se silencian cosas, bien se recuperan otras, o se descubren nuevas perspectivas de lo que fue, aquellas que más nos determinan y que no veíamos o no habíamos querido o sabido ver.1 El trabajo de la memoria es ese proceso de reescribir lo que ya se sabía, o ya no se quería saber ni ver. Es un asunto bastante complicado en la esfera individual, cuando cada sujeto, en la narración de su vida –y la narración que es su identidad- se ve siempre confrontado con su propio pasado: sus traumas, sus responsabilidades, sus errores o sus heridas. Y lo es inevitablemente mucho más en las sociedades, donde esa reescritura tiene lugar de manera colectiva y, por eso, conflictiva. Al final, más que de si hay un imperativo de la memoria, o un prejuicio, de lo que se trata es de cómo encajar las reivindicaciones de la memoria, de las memorias, en la construcción de la justicia -a la que toda sociedad y todo cuerpo político están abocados- . Ese encaje es un proceso de reescritura que debe dar con lo que Paul Ricoeur llamaba una memoria justa (RICOEUR, 2003). Los episodios traumáticos del pasado reaparecen siempre de modo más o menos indirecto en la vida social, igual que el comportamiento de las vidas individuales lleva siempre la marca inconsciente de episodios pasados cuya herida se manifiesta de modo sintomático. Estos episodios traumáticos –una derrota militar, la represión de una dictadura, un conflicto civil, una explotación histórica prolongada, como la de los esclavos africanos en América, etc.- dan lugar, después de un tiempo indeterminado de olvido o de Verdrängung, a una reivindicación –retorno de lo reprimido- que requiere un trabajo de duelo y de recuerdo. El trabajo de duelo fracasado, o mal realizado, desemboca en lo que Todorov llama una memoria literal (TODOROV, 2006, 17) que sacraliza el pasado, quedándose fijada obsesivamente en él, a menudo de manera violenta, con una obsesión y una violencia que se justifica en la reivindicación repetida y permanente, literal, del hecho traumático. Casi siempre, la violencia política, cuando deja de ser simple medio para un fin, cuando se convierte en violencia compulsiva sin otro fin que ella misma, obedece a esta memoria literal. En ese sentido, la violencia es una mala forma de memoria. En su ensayo sobre Duelo y melancolía (FREUD, 1970) Freud mantenía que el trabajo de duelo bien realizado –o hasta cierto punto bien realizado, en la medida en que sea eso 1 Para la reescritura, mirar, sobre todo, Paul Ricoeur (1998) y (2003). 3 posible– es capaz de asumir la pérdida del objeto amado que había supuesto para el individuo un episodio doloroso o incluso traumático. Aceptar esa perdida, admitir el vacío que ella ha dejado y poner la libido en otro objeto nuevo significaría la superación del duelo y un proceso de crecimiento y liberación del sujeto. Ese trabajo de duelo cumplido daría lugar a lo que Todorov, y Ricoeur con él, quieren denominar una memoria ejemplar: aquella que es capaz de realizar un proceso de reflexión sobre el trauma sufrido para incorporarlo a la vida del sujeto y convertirlo en un ejemplo para otros casos presentes o futuros. Como tal, esa elaboración del pasado significa un proceso de aprendizaje, a menudo doloroso, por el que el sujeto madura y, hasta cierto punto, se libera de su carga en el presente: el episodio doloroso del pasado que había permanecido un tiempo olvidado, que ha ocupado plenamente con su exigencia de recuerdo y elaboración la conciencia del sujeto por un tiempo, queda de nuevo orillado en los márgenes de la conciencia, una vez que la pérdida y el duelo han sido asumidos. No es ya el olvido que cubre violentamente lo que ocurrió, sino ese olvido que sigue al proceso de recuerdo, por el que el trauma queda asumido o superado: guardado en la conciencia que se ha hecho cargo de él, que se ha alimentado de él, pero sin que su peso gravite sobre el presente. Al paso de los individuos a las sociedades hace, en cierto modo, más complicado el trabajo de recuerdo. Ahora nos enfrentamos a lo que se ha dado en llamar memoria histórica; en ella, esa memoria ejemplar supondría un trabajo de reflexión y elaboración de traumas colectivos pasados, lo que requiere que los recuerdos de vivencias dolorosas de individuosconcretos salgan a la luz pública, encuentren expresión en los diversos escenarios del espacio público (en los medios, en narraciones, en el cine, la literatura, pero también la historiografía académica), sean reconocidos por las instituciones y reciban algún tipo de reparación que, en general, puede conllevar un castigo a los culpables y la impartición de justicia (sólo entonces tendría sentido una amnistía posterior); pero, sobre todo, lo importante es que tales recuerdos sean reconocidos de manera general como parte de un pasado común, de modo que también se abra un futuro común por el que ese episodio quede, más que olvidado, orillado a los márgenes de la conciencia justamente porque ya ha sido superado. Se produce entonces lo que Ricoeur llama un “olvido activo”, distinto del “olvido evasivo”, que corresponde a la voluntad de no saber, y del olvido pasivo, ligado a la compulsión de repetición y a la violencia. El olvido activo, en cambio, no olvida los hechos, sino que cambia su sentido presente y abre el camino del futuro: acepta que la deuda del pasado queda impagada, acepta que haya pérdidas, y posibilita, justo por eso, el perdón. Volveré todavía sobre el perdón, 4 pero, de momento, podemos retener que perdonar no es olvidar pasivamente, sino ese olvido activo que ha pasado por un trabajo de duelo y que admite los hechos pero deja de introducirlos en la cuenta del futuro: no les da el sentido presente que deudores y acreedores le daban. Puede entenderse la memoria, entonces, como un trabajo colectivo de duelo, gracias al cual un cuerpo político y su sociedad asumen los traumas pasados de todos sus miembros –no solo de los vencedores- y los inscriben como parte de una historia común. La condición para que esto ocurra es que haya una democracia, toda vez que esta, por definición consiste en una sociedad madura, con capacidad reflexiva y de discusión sobre sí misma, igual que el trabajo de duelo individual requiere, y a la vez que lo constituye, un sujeto reflexivo con una psique madura. Pericles les decía a los atenienses que la superioridad de la democracia es que ella –a diferencia de otros regímenes políticos- recordaba a todos sus ciudadanos caídos, y no sólo a los generales y los reyes.2 En este sentido, democracia y memoria justa son casi conceptos equivalentes. La democracia resultaría ser el régimen político capaz de asumir en su duelo a todos sus ciudadanos, y no sólo a unos pocos. Es la memoria la que justifica en definitiva el poder democrático. Por eso, también, la democracia es el régimen que sabe hacer el duelo sin caer en aspavientos violentos, como el sujeto maduro sabe hacer un duelo sin caer en la violenta repetición obsesiva ni en la melancolía. Podríamos ir todavía más lejos, y pensar, como ha propuesto J.M. Bernstein, en una Historia moral, 3 en la que no solo se reconoce un pasado común a quienes fueron verdugos y víctimas, sino que los verdugos, o sus descendientes, asumen el sufrimiento de las víctimas y su responsabilidad en él como parte de ellos mismos, y como algo que no debería haber ocurrido nunca. Ahora bien, no hay duelos definitivamente realizados, tampoco en el plano individual. El duelo, se dice, le acompaña a uno toda la vida. En realidad, en el mejor de los casos, el duelo no termina por recolocar la libido en otro objeto de amor, una vez perdido el anterior; no se trata tanto de sustituir lo perdido como de asumir que la pérdida es irreparable, y asumir el vacío que deja. Pero un vacío nunca se asume del todo. O bien, por decirlo de otro modo, a cualquiera que haya pasado por un número suficiente de experiencias en su vida siempre le acompaña una cierta melancolía. 2 Es Hannah Arendt (1958) quien solía recordar este discurso de Pericles al final del primer año de la Guerra del Peloponeso, y del que nos informa Tucídides (1997) en su historia de las guerras del Peloponeso. 3 J.M. Bernstein (2014), p.29 5 Cuando pasamos, de nuevo, al nivel colectivo, se hace más difícil imaginar esa forma de duelo permanente que los individuos maduros llevan consigo. Puede que haya sociedades melancólicas, como hay pueblos en los que el dolor, al que se le impide salir a la luz pública para ser discutido y reparado, tiende a expresarse en diversas formas artísticas y estéticas. La belleza melancólica es así, a veces, el mejor sustituto y alternativa a las repeticiones compulsivas de un rito sanguinario con que las sociedades desgarradas llevan sus propios traumas. Pero a lo público, y desde luego, al público, a la discusión política, le cuesta mucho esa melancolía del duelo continuo y asumido. Por definición, a la sociedad le es inherente la hipocresía y la disimulación, y las formas ritualizadas e institucionales de duelo tienden a teatralizar el vacío de la pérdida, y a dar por hecho que la propia conmemoración rellena por sí misma el vacío y repara realmente el dolor. La conmemoración, por lo demás, es muchas veces de una ritualidad más próxima a lo literal que a lo ejemplar: piénsese en los desfiles militares y en las fiestas nacionales. Aparte de eso, es muy difícil pensar un perdón social que reúna a los verdugos y a las víctimas4, aunque ese problema se presenta en todas las transiciones políticas de una dictadura represiva a una democracia. Aún veremos luego que, de algún modo, ese perdón es la condición de todo contrato social y de toda comunidad política. Pero siempre puede quedar en los individuos un poso de resentimiento (sobre todo entre los que sufrieron), y un gesto displicente de olvido (entre lo que produjeron el sufrimiento, o entre los que no estaban implicados y lo miraron desde fuera). 2. Memora-bíos, violencia zoé. Dos órdenes distintos Igual de difícil que el perdón, paralelo a esa dificultad, lo es recordar la violencia sin verse sobrepasado por ella, o incluso sin recurrir de nuevo a ella. Más difícil todavía es no verse sobrepasado por la violencia cuando no recordamos. Pues, en cierto modo, todo olvido es una violencia; una violencia silenciosa. Esto es muy evidente en los casos de la llamada la violencia estructural: la que no consiste en un golpe brusco que destroza, sino en esa presión continua que delimita las líneas de poder y de opresión, esto es, los espacios sociales y, con ellos, las posibilidades de los sujetos; sometiendo y oprimiendo a muchos de ellos, por su género o raza, por ejemplo. “En toda reificación hay un olvido”, decía Adorno [(1994), 244]. Y ese olvido se ejerce violentamente. 4 Me permito remitir a mi ensayo “¿Con o sin cicatrices? Los límites del perdón y la reconciliación”, en GÓMEZ RAMOS& SÁNCHEZ C. (2016), págs. 125-165. 6 Memoria (u olvido) y violencia, pues, están intrincadas entre sí. Sin embargo, una y otra son dos órdenes muy diferentes. La violencia es un fenómeno de la naturaleza. Cuando se da la violencia entre los seres humanos, tiene, desde luego, una dimensión cultural y política, que reclama un juicio: una bomba, o el incendio en la discoteca resultado de un descuido de las normativas de seguridad, no son una catástrofe natural, mientras que la erupción de un volcán o un terremoto sí lo es. Pero, aún así, la violencia es, primariamente, un fenómeno físico, que afecta a los cuerpos, a la materia: a los cuerpos de los seres vivos, a los edificios, a los objetos. No hay violencia sin cuerpos. En cambio, la memoria, aunque tenga siempre una base física, incluso una base fisiológica en los sujetos que recuerdan –o se resisten a ello- es un proceso, tal como lo hemos descrito arriba, espiritual, o mental. Ya hemos visto que es en tanto que sujetos que hablamos, que pensamos, que reflexionamos, que somos también sujetos que recuerdan. Un cartesiano diría que la violencia tiene lugar en la res extensa, mientrasque la memoria tiene lugar en la res cogitans. La drástica diferencia del cartesianismo entre lo extenso y lo pensante no se sostiene ya hoy; pero puede servir para apuntar la diferencia. Incluso un anticartesiano como Nietzsche decía que el hombre es y tiene que ser desgraciado, a diferencia del animal, porque está condenado a recodar. Esto es: por no ser pura biología, por ser algo distinto y más que el cuerpo físico del animal, el hombre recuerda, está atado a la cadena del pasado, y tiene siempre que realizar la difícil tarea de la memoria. En realidad, la distinción entre el orden de la memoria y el orden de la violencia no es simplemente de lo material-físico y lo mental, si es que esa división se sostuviese todavía hoy. Creo que afinaríamos más en esa distinción si reparamos en la distinción fundante de la biopolítica: la distinción entre bíos y zoé. Pues la violencia, en lo que tiene de puramente física, de destrucción y transformación de los cuerpos, se da en el ámbito de lo biológico, de lo puramente animal (si se quiere), mientras que la memoria es biográfica. La violencia lo es de la zoe, mientras que la memoria es del bíos. La distinción entre bíos y zoé, como diré enseguida, es en sí misma resultado de una exclusión violenta, y la confusión posterior a esa distinción forma parte central de la política moderna. Pero, por eso mismo, está muy cerca de todo lo que podemos aclarar conceptualmente sobre memoria y violencia. Deténgamonos, por un momento, en esa distinción. 3. El nacimiento de la biopolítica y la indiferenciación moderna entre bíos y zoe 7 Son sobre todo Agamben, y en otro sentido Roberto Esposito, quienes han mostrado cómo la política occidental se construye sobre esa distinción5. Desde luego, en tanto que los seres humanos son seres vivientes, toda política trata de la vida. Pero, siguiendo una distinción de la lengua griega, Aristóteles decía que la polis es el lugar del bíos, que corresponde a la vida de los seres humanos en tanto que miembros de una comunidad política, dotados del lenguaje y de la voz. El bíos es la vida individual que puede ser biografíada, e individualizada como un sujeto de derecho en la polis. En cambio, la zoé es la vida propiamente biológica, la vida de las fieras fuera de la ciudad, la vida desnuda que, por no tener lengua, ni voz, ni razón, ni biografía, está excluida de la polis. De hecho, la distinción es una exclusión, y sobre esa exclusión, dice Agamben (y ya no Aristóteles), se ha basado toda la política occidental. Todo lo que sea meramente cuerpo, pura zoología: los animales, los esclavos, a veces las mujeres, todo ello quedaba fuera del cuerpo político. Esta exclusión de la zoe no es un borrado, o un prescindir de ella: esa dimensión de la zoe que no forma parte de la polis es, sin embargo, imprescindible para el intercambio de esta con la naturaleza, para su producción y su reproducción. A partir de cierto momento, sin embargo, la zoe, la nuda vida, lo meramente biológico salió de su ocultamiento para convertirse en el argumento central de la política. Todas las discusiones contemporáneas de la biopolítica, tratan de situar el punto en el que eso ocurre. El paroxismo de ese predominio de lo biológico que anula lo político ha tenido lugar, concuerdan casi todos, en el nazismo, toda una ideología de raza biológica ligada a la destrucción y a la muerte. La tesis de Agamben y de Esposito es que, aunque el nazismo haya acabado, su dimensión biologicista como determinante de la política continúa hoy; no es en vano los grandes temas de la actualidad han tenido contenido biológico o médico. Pero en lo que no parece haber acuerdo es en la relación precisa de la biopolítica con la Modernidad. Desde luego, su relación con ella, aunque ambigua, es esencial, y por eso, lo característico del mundo moderno es la indiferenciación entre bíos y zoé. Pero, ¿dónde se da esa indiferenciación? Para Foucault, va ligada al capitalismo como forma de organización económica de la política y, consecuentemente, a un poder estatal que introduce paulatinamente lo biológico en sus cálculos, y medicaliza masivamente la sociedad y normativiza la vida, la reglamenta para ser, sobre todo, un biopoder sobre los cuerpos; los cuerpos de los individuos y de las poblaciones, los cuerpos de las poblaciones (FOUCAULT, 2009). Para Agamben, se trata de la entrada de la nuda 5 Agamben (2003) y Esposito (2004). 8 vida, antes una excepción (homos sacer) en la regla política, de una liberación de la zoe que muestra lo esencial de la política siempre; y en este proceso, el nazismo habría sido revelador. Arendt lo entiende, en los Orígenes del Totalitarismo, como el fracaso de la política clásica, que no es capaz de hacer valer los derechos humanos para los quienes habían quedado reducidos a mera vida: los cuerpos de refugiados apátridas, sin ciudadanía (y por lo tanto sin bíos), y por lo tanto, sin un Estado que les garantice sus derechos mínimos. Finalmente, Esposito plantea que, si es verdad que la zoe, la nuda vida, se ha revelado como lo esencial de la política, se puede pensar una política que sea realmente una política de la vida, y no una biopolítica convertida en tanatopolítica, como, por un retorcido camino, ha resultado casi siempre hasta ahora. Creo que, a partir de esta última interrogación, podemos retomar nuestra reflexión sobre memoria y violencia. Pues, igual que la irrupción de la violencia en la vida pública es un fracaso de la política; también en la política clásica, la violencia es el retorno a la barbarie, al puro salvajismo de la vida animal, donde queda devastada la convivencia entre humanos, y con ella, el bíos. Cuando se da la violencia, las biografías se rompen. 4. Biopolítica, memoria y violencia. Una memoria para la vida En verdad, cada caso de biopolítica es un caso de violencia –a veces muy explícita, como en el nazismo o el apartheid, a veces más encubierta, como en la eutanasia o en los momentos de control biológico y reglamentación médica de las poblaciones. Son casos en los que la política tiene que tratar, y no puede ignorarla, con la nuda vida, con la zoé. Quiero aventurar –y esa vendría a ser la tesis de este ensayo– que la dificultad que tiene la política para desentenderse de la nuda vida, para no ser biopolítica, tiene alguna relación con la dificultad que tiene la memoria –y su forma máxima de realización, que es el perdón- para desligarse de la violencia, de las formas de odio y resentimiento que son también parte de lo humano, y las que me refería más arriba. O, dicho a la inversa, la ilusión de integrar limpiamente la zoé en la polis, y considerarla, por ello, como bíos, tiene un raro parecido con la ilusión de convertir la violencia en memoria, en historia narrada e historia moral. Pues la meta del trabajo de la memoria es, como hemos visto, que las heridas resultado de la violencia pasada dejen de tener efectos materiales –dejen de doler–, y se queden integradas en una historia narrada. Ahora bien: ¿es posible convertir la violencia –la violencia física, el dolor de la violencia física o moral– en memoria, una memoria que “ya no duele”? ¿Puede haber un “perdón” que sea capaz de asumir eso y que resulte de 9 eliminar, o de borrar, el dolor pasado? O bien, ¿cómo quedan la violencia y sus huellas dentro del perdón? ¿Pueden quedar reducidas a “sólo una narración”? Estas preguntas nos fuerzan a realizar una reflexión sobre el perdón. No tanto sobre el proceso (del que sabemos que es difícil, quizá algo excepcional o imposible, etc.6), sino sobre su significado como acción humana, y lo que el perdón puede fundar en tanto que acción. Y en tanto que acción, es una pregunta por sus efectos, por los efectos del perdón, también para con el pasado. ¿Qué se hace en el perdón con la violencia pasada,la violencia sufrida? Hay dos autores clásicos, al menos, que han ofrecido una respuesta para esto. Hegel es uno de ellos, y propuso una respuesta de aparente contundencia. En un pasaje célebre, en medio de la Fenomenología del espíritu, afirmaba: “Las heridas del espíritu sanan sin dejar cicatrices”. Cuando llega el momento del perdón, los dos sujetos, o las dos conciencias, como les llama él –la que ofendió y la ofendida-, que se reconcilian se elevan por encima de su particularidad, y desde la nueva comunidad que las une, el acto de la ofensa queda “retomado por el espíritu dentro de sí” y se hace perecedero, desaparece (HEGEL,1807)7. Desde luego, el pasaje de Hegel requiere un análisis mucho más detallado, que se ha hecho ya en muchos otros lugares. Pero aquí quiero retener tan sólo una cosa para nuestra discusión: para Hegel, la comunidad de los espíritus –y lo es toda comunidad humana, política o no- está fundada sobre el perdón, sobre la reconciliación de las ofensas pasadas. Y la fundación es tal que, según Hegel, en el momento de esa reconciliación las heridas desaparecen, o las cicatrices se borran. En la memoria no hay rastros de la violencia, igual que en el bios clásico, la zoe tampoco se hacía visible. De esa manera, toda comunidad se funda sobre un olvido. Y el primer olvido es el de la violencia de la que surgió (LORAUX, 2012). De un modo parecido, también Hannah Arendt, en La condición humana, concibe la política como el efecto de un acto de perdón que, si no borra el pasado, por lo menos permite a los hombres desligarse de él y comenzar algo nuevo. El perdón, junto a la promesa, es la facultad política fundamental, porque libera a los hombres de las ataduras del pasado, del proceso violento y natural de acción y reacción –de la ofensa y la venganza-, y les une en la polis para realizar juntos acciones futuras. No es casual que la polis, que se fundamenta, según el famoso discurso de Pericles que mencionaba más arriba, sobre la memoria común de todos, sobre la promesa de recordar a todos sus 6 Ricoeur (2004), 608 sigs. 7 Para un análisis más detallado, me remito a mi texto en Gómez&Sánchez (2016). 10 miembros individualmente, en todos los méritos de su biografía, de su bíos, la polis, pues, sea el espacio público de la memoria y de la acción, mientras que la labor –el trabajo repetido y forzado de metabolismo con la naturaleza, trabajo que se realiza para el mantenimiento de la vida biológica– pertenece a la esfera de lo privado, como también la violencia y la necesidad. La violencia es para Arendt siempre algo pre-político. Y la política, el espacio de la libertad, empieza con el perdón, que borra las cuentas pendientes del pasado, inicia una cuenta nueva, o permite una acción que no es reacción. Los hombres, dice Arendt, no podrían actuar, no empezarían nada nuevo, si no fueran capaces de perdonar y de prometer. Seguramente, esta incursión tan rápida no hace justicia a Arendt y a Hegel, que aparecen aquí como los responsables de un modelo que estoy poniendo en cuestión: el de la separación de la violencia y la memoria, de lo físico y de lo político. Pero no se trata aquí de estos autores –a los que dedico atención en otro lugar (Gómez&Sánchez, 2016)–, sino de ese modelo que, creo, ha funcionado a menudo, como algo presupuesto, en nuestras representaciones de la memoria, del perdón, de la violencia, de un modo parecido a como lo ha hecho la separación, o la distinción exclusiva entre la bíos y la zoé. Planteándolo así, podemos reformular la pregunta que nos enseñaba a hacer Roberto Esposito al final de nuestra exposición de la biopolítica, en el apartado anterior. ¿Cómo concebir una biopolítica que no sea tanatopolítica, una biopolítica que sea una política de la vida? Si la memoria es parte de la bíos, y la violencia se da en la zoé, como he intentado explicar, la pregunta, entonces, es, ¿cómo ha de ser una memoria que, sin ignorar la realidad de la violencia a la que se refiere, no se convierta en una memoria violenta, una memoria destructiva? A primera vista, podría decirse que esa memoria destructiva, llena de violencia, es justo la memoria literal, compulsiva, que exponía más arriba con Tvetan Todorov. Y que, entonces, la memoria ejemplar, esa memoria justa que es capaz incluso del perdón sería la memoria por la que ahora pregunto. Pero ya hemos visto que el propio perdón sólo parece posible de concebir si se lo ve desligado de la destrucción del pasado, bien porque haga desaparecer las cicatrices (como en Hegel), bien porque (como en Arendt) establezca un nuevo pacto que desactiva el pasado al desligar al autor de sus actos. En cierto modo, estas dos formas de concebir el perdón –sin duda alguna, paradigmáticas– dibujan una memoria más allá o por encima de la materialidad de la violencia, por encima de su vitalidad también. Igual que la política de la bíos se establece al margen, por encima de la zoe, excluyéndola. De ningún modo estoy haciendo una reivindicación de la violencia, o del recuerdo violento de la violencia. 11 Desde luego, la memoria es algo distinto de la violencia. Pero sí es, sobre todo, una forma de elaborar la presencia de la violencia que constituye siempre la vida. Hemos empezado por ahí. Pues la nuda vida no está nunca fuera de la violencia. No porque ella tenga que ser violenta en sí misma –que lo es, a veces-, sino porque siempre está expuesta a ella, en su fragilidad, en su vulnerabilidad, en su exposición al daño. Mas, igual que se trata de construir una política que recoja y se haga cargo de la nuda vida sin reglamentarla, sin medicalizarla y normativizarla, sin convertirla en un paisaje de muerte y destrucción; también la memoria, que es una memoria del daño ejercido sobre la mera vida –sobre los cuerpos sometidos a la guerra, a la explotación o a la tortura- tendría que recoger la violencia en la que esa mera vida existe. Dicho de una manera simplificada: a pesar de Hegel, la vida del espíritu tiene que ser capaz de reconocer las cicatrices en las que se ha ido formando; no puede creer que ha sanado sin ellas. O bien, a pesar de Hannah Arendt, el acto de perdón que inaugura la acción política, a la vez que desliga a los sujetos de su pasado, tiene que reconocer que, de algún modo, estos siguen llevando consigo ese pasado que forma parte de ellos. En este punto, o en este quiasmo entre Arendt y Hegel, conviene aclarar la metáfora de la cicatriz. Entiendo por ella, al leer a Hegel, esa huella del pasado que no se ha dejado absorber por el proceso del perdón y del memoria, que sigue estando presente después de ese proceso y que, a veces con dolor, a veces como un insistente recuerdo del dolor, irrumpe en el presente de una comunidad y la disturba. No me refiero sólo a las reclamaciones no satisfechas de las víctimas de un mal pasado: si hay reclamaciones no satisfechas, es que posiblemente no ha tenido lugar el proceso de memoria, ni el perdón. Cicatrices físicas muy visibles son las ruinas de edificios destruidos, las huellas de disparos o de bombas, algunas formas de control social que resultan de la violencia pasada (los controles en los aeropuertos); pero también hay cicatrices menos físicas, aunque igual de intensas: como el resentimiento que permanece incluso en quienes, de algún modo, se han visto reconocidos como víctimas, o incluso han recibido algún tipo de satisfacción. (Resentimiento como distinto de odio: donde hay odio, no se ha llegado a la reconciliación, menos aún al perdón). Son los casos en los que, por ejemplo, la sociedad que ha pasado por un conflicto traumático ha conseguido reconciliarse, ha reanudado la vida y la convivencia de antiguas víctimas y verdugos reconociendo públicamente el dolor de las víctimas. Imagínese una sociedad que superara el racismo, y con él los crímenesy la explotación racial, pero lo recordara como un crimen pasado: Esa sociedad 12 se llena de monumentos conmemorativos, puede haber pagado reparaciones económicas y morales a las antiguas víctimas: pero el resentimiento y el dolor de ellas seguirá presente, como una cicatriz. No tenemos todavía una respuesta a la pregunta de Esposito, la pregunta de cómo pensar y realizar una biopolítica que no sea tanatopolítica. Vemos que nuestras sociedades contemporáneas se extienden en la normalización y reglamentación de la vida –por el impulso de conservarla, desde luego-, mientras que la muerte y la destrucción y la crueldad se desarrollan mayor irracionalidad que nunca: como si biopoder, terrorismo y destrucción masiva del ecosistema fueran las únicas formas de biopolítica de que somos capaces. No sabemos cuál podrá ser la forma de salir de ese círculo mortal de biopoder, terror y ecocidio. Pero, sea cual sea, deberá contener algo de la antigua piedad por todo lo vivo, por todas las criaturas (por los hombres, los animales, el mundo vegetal, el mundo mineral, incluso) que ha permitido que el mundo sea y que le ha dado dignidad a todo el que vive en él y lo contempla. Esa piedad que es respeto y temor, conciencia de que al tocarlo se le hace violencia; y que por eso no lo toca, no le hace violencia, cuando tiene que hacerla, sin un grado de cuidado y veneración, como quien realiza un sacrificio. Creo que una memoria que asuma su fondo de violencia, que recoja y reconozca sus cicatrices, tendrá también esa veneración y esa piedad hacia el pasado, hacia el daño del pasado. Así, una sociedad capaz de ello no se extenderá en monumentos grandiosos a los triunfos del pasado, a las grandes victorias de los ancestros, sino que se detendrá ante el dolor pasado: no edificará tanto arcos del triunfo como memoriales de la víctimas, o respetará ruinas del pasado: dejará visibles las cicatrices. Algo así se ha aprendido a hacer en los últimos años, sobre todo con víctimas reconocidas. Se ha dado más en el caso de Alemania con respecto a la víctimas del Holocausto; pero habría muchas otras víctimas. O imagínese lo que significaría hacer lo mismo para toda la explotación colonial europea; sólo con los esclavos africanos y sus descendientes, por ejemplo. Una sociedad así también tendrá –y esto es más difícil- un lugar para quienes viven aún en su dolor pasado, para quienes intervienen desde él en la política, o para quienes se han quedado al margen de ella porque el proceso de perdón y normalización social les ha sobrepasado. Incluso si esto es políticamente más difícil de realizar, pues tales víctimas, a veces en razón de su legítimo resentimiento, se resisten a entrar en el juego de la democracia. 5. Reflexión final sobre educación. 13 Toda piedad hacia lo otro conlleva un sentimiento de la propia limitación y finitud. Por eso, ninguna piedad puede ser orgullosa, sino que está llena de preguntas por su propia validez y alcance. (Ocurre así en toda piedad hacia lo vivo, pues el que la siente sabe que, a la vez, no puede estar vivo sin hacer violencia de algún tipo a otros vivientes. En el caso de esta piedad de la memoria hacia el pasado, hay varios límites claros: uno es que no se puede recordar todo, ni a todas las víctimas. Alcanzar eso, decía Walter Benjamin, sería el momento final de la redención. No se pueden respetar todas las ruinas del dolor pasado como recuerdo: al final hay que volver a edificar. Otro límite es el temporal: hasta cuándo se debe seguir recordando en memoriales, en conmemoraciones, a las víctimas del pasado. Hay una generación que aprende a hacerlo, en el momento del perdón y de la reconciliación. Por ejemplo, al final de una guerra, o de una catástrofe, o en el paso de una dictadura, de un conflicto civil violento, a una democracia. De modo que siempre hay algo de religioso en la solemnidad, o recogimiento al menos, con que contemplamos los lugares de memoria. Nadie con juicio haría un picnic en un campo de concentración nazi. Esa primera generación se lo enseña a la segunda. Alguien de mi generación, yo mismo, que visita con sus hijos un memorial del holocausto, les pediría que no corriesen, gritasen ni saltasen, y lo haría con la misma insistencia que si visitasen un templo. Puede que esos hijos, la segunda generación, aprendan a comportarse. Yo confío en que mis hijas lo hagan. Pero ¿qué ocurrirá en la tercera generación, en la cuarta? ¿Cómo pisarán mis nietos (si los tengo), los hijos de mis nietos, esos monumentos al Holocausto, a la guerra civil española? Será para ellos algo tan lejano como lo son para nosotros las guerras napoleónicas, o las guerras de religión en el siglo XVI. Imagínese que las sociedades que han tenido una historia cruel de esclavitud por motivos raciales (Estados Unidos, Brasil) llegan un día a realizar completamente la memoria adecuada de esa atrocidad, reconocen el sufrimiento enorme de los africanos y sus descendientes en el continente, lo que implicaría también, claro, el reconocimiento y la sincera petición de perdón de las potencias coloniales, en primer lugar; y algún pago de compensaciones, después. Imagínese que se alcanza una memoria justa, una sociedad reconciliada, al menos racialmente reconciliada, que, en la generación del perdón, construye monumentos, memoriales, donde se recuerda ese sufrimiento. En una plantación de café, por ejemplo. Todos esos memoriales forman parte de una memoria justa. La generación que realiza esa reconciliación los visitará con la solemnidad y piedad que he descrito. La siguiente, quizá también. Pero, ¿las siguientes? ¿Pasearán también en bicicleta por plantaciones de café sin sentir un escalofrío? 14 Esto es, claro, un problema de educación. ¿Cómo se transmite a las generaciones siguientes la piedad y veneración que una generación ha aprendido a tener con el pasado, en un difícil proceso de reconciliación? ¿Qué es lo que se transmite realmente? Algo debe transmitirse, incluso cuando ese mal es un recuerdo lejano. Si no, el perdón se convierte en simple olvido. La vieja respuesta es que la educación es, sobre todo transmisión de la tradición, aseguramiento de lo heredado. Por eso era la forma de reproducción social. Pero aquí no se trata de eso. Hoy día, ni siquiera podemos transmitir tradiciones: tenemos demasiadas, y además, están todas demasiado rotas. Ni siquiera sé si se trata de transmitir recuerdos. Hay también ya demasiados recuerdos que transmitir. Pero creo que hay una piedad por el pasado, por el pasado como dolor, que hace la verdadera memoria, y que es lo que se transmite de una generación a otra, que debe formar parte de la educación. Igual que se debe aprender el respeto por la vida en lo que tiene de vulnerable, de frágil; también se debe aprender el respeto por el pasado, y por sus huellas y sus cicatrices. La mirada que ve en la naturaleza el temblor de la vida, que no deja de recordar el bosque destruido por las autopistas que recorre en coche es la misma mirada, o es una mirada hecha de la misma piedad, que la mirada que recuerda cuánta violencia y sufrimiento humano hay depositado y perdido en las instituciones, los edificios, las costumbres, los logros, las justicias e injusticias del presente. Creo que esa mirada es la que se debe transmitir en la educación –no me pregunten cómo- Pero al menos nos ahorrará trabajo saber que podemos, incluso debemos, mirar al pasado igual que miramos a la naturaleza y la vida; que el trato con una nos enseña el trato con otra. Por eso podemos hablar, a la vez, de biopolítica y memoria. Bibliografía AGAMBEN, G. (2003) Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre- textos. ADORNO&HORKHEIMER Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente, Frankfurt, Fischer. ARENDT, (1958) H. The Human Condition, Chicago UP. 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