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EL RESPETO DEL PASADO SOBRE POLÍTICA DE LA MEMORIA Y BIOPOLÍTICA

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EL RESPETO DEL PASADO. SOBRE POLÍTICA DE LA MEMORIA Y 
BIOPOLÍTICA. 
 
Antonio Gomez Ramos 
Universidad Carlos III de Madrid 
 
Resumen.- Este texto explora la relación entre la memoria y la biopolítica, entre el trato político con los 
traumas del pasado y la entrada de la vida biológica en la política, en tanto que son dos temas recurrentes 
del pensamiento y la realidad políticas contemporáneas. Se hace primero un esbozo de una política de la 
memoria en una sociedad democrática, siguiendo ideas de Paul Ricoeur y Tvetan Todorov, y se proponen 
las condiciones de una “memoria justa”, así como las posibilidades y límites del perdón, la reconciliación 
y la asunción de lo irreparable de la violencia y del daño pasado. Considerando que la violencia es un 
fenómeno biológico, que tiene lugar en cuerpos vivientes, se repasa luego la emergencia de la biopolítica 
y la creciente indiferenciación entre bíos y zoé en la Modernidad; para concluir que la dificultad que tiene 
la política para desentenderse de la nuda vida, para no ser biopolítica, tiene un estrecho paralelismo con la 
dificultad que tienen la memoria y el perdón para desligarse de la violencia, de las formas de odio y 
resentimiento que son también parte de lo humano. O bien, que la ilusión de integrar limpiamente la zoé en 
la polis, y considerarla, por ello, como bíos, tiene un parecido con la ilusión de convertir la violencia en 
memoria, en historia narrada e historia moral. El texto concluye con una reflexión sobre educación, y sobre 
la enseñanza de transmisión de la piedad por lo pasado y por lo vivo que forma parte de lo humano. 
 
1. El ascenso de la memoria. La historia moral. La posibilidad del perdón 
Cuando hoy día se habla de memoria en el ámbito de la discusión socio-política, es casi 
siempre pensando en la memoria de lo negativo: memoria de dolor y de daño, memoria 
de la violencia, tanto de la violencia sufrida como de la violencia ejercida, y el mal que 
la ha acompañado en todas su formas: en la guerra, en la tortura, en la violencia 
estructural, en las catástrofes naturales, de las que ya sabemos bien que no son solo 
naturales... Cuando hoy, además, hablamos de la memoria en esos términos, 
presuponemos que afecta directamente a la dimensión política de la convivencia entre los 
hombres, así como de las relaciones de los individuos y de las comunidades con su 
pasado. De una manera que, a su vez, define el presente y puede definir también el futuro. 
¿Cómo funciona la memoria, y qué tiene que ver con la biopolítica, con la dimensión 
biológica de la política que suscita este volumen? ¿En qué sentido puede decirse que las 
cuestiones de la biopolítica, que tan candentes son en la filosofía política contemporánea, 
afectan también a las discusiones sobre política y memoria histórica que han ocupado la 
filosofía moral y política desde que el recuerdo del Holocausto, del Gulag, de los 
totalitarismos y atrocidades del siglo XX, junto con el “nunca más” de Adorno, se 
convirtió en el imperativo político fundamental? En este ensayo, voy a explorar esa 
conexión, haciendo primero una exposición general de cómo funciona la memoria, y 
mostrando luego cómo no se puede pensar realmente la memoria de la violencia sin 
atender, en alguna medida, a la biopolítica presente en ella. Al final, extraeré de ello 
alguna reflexión sobre la educación. 
 2 
Se piense lo que se piense acerca de los imperativos de la memoria, el hecho es que tanto 
los individuos como los grupos están siempre en un proceso continuo de reescritura del 
pasado, por el que bien se silencian cosas, bien se recuperan otras, o se descubren nuevas 
perspectivas de lo que fue, aquellas que más nos determinan y que no veíamos o no 
habíamos querido o sabido ver.1 El trabajo de la memoria es ese proceso de reescribir lo 
que ya se sabía, o ya no se quería saber ni ver. Es un asunto bastante complicado en la 
esfera individual, cuando cada sujeto, en la narración de su vida –y la narración que es su 
identidad- se ve siempre confrontado con su propio pasado: sus traumas, sus 
responsabilidades, sus errores o sus heridas. Y lo es inevitablemente mucho más en las 
sociedades, donde esa reescritura tiene lugar de manera colectiva y, por eso, conflictiva. 
Al final, más que de si hay un imperativo de la memoria, o un prejuicio, de lo que se trata 
es de cómo encajar las reivindicaciones de la memoria, de las memorias, en la 
construcción de la justicia -a la que toda sociedad y todo cuerpo político están abocados-
. Ese encaje es un proceso de reescritura que debe dar con lo que Paul Ricoeur llamaba 
una memoria justa (RICOEUR, 2003). 
Los episodios traumáticos del pasado reaparecen siempre de modo más o menos indirecto 
en la vida social, igual que el comportamiento de las vidas individuales lleva siempre la 
marca inconsciente de episodios pasados cuya herida se manifiesta de modo sintomático. 
Estos episodios traumáticos –una derrota militar, la represión de una dictadura, un 
conflicto civil, una explotación histórica prolongada, como la de los esclavos africanos 
en América, etc.- dan lugar, después de un tiempo indeterminado de olvido o de 
Verdrängung, a una reivindicación –retorno de lo reprimido- que requiere un trabajo de 
duelo y de recuerdo. El trabajo de duelo fracasado, o mal realizado, desemboca en lo que 
Todorov llama una memoria literal (TODOROV, 2006, 17) que sacraliza el pasado, 
quedándose fijada obsesivamente en él, a menudo de manera violenta, con una obsesión 
y una violencia que se justifica en la reivindicación repetida y permanente, literal, del 
hecho traumático. Casi siempre, la violencia política, cuando deja de ser simple medio 
para un fin, cuando se convierte en violencia compulsiva sin otro fin que ella misma, 
obedece a esta memoria literal. En ese sentido, la violencia es una mala forma de 
memoria. 
En su ensayo sobre Duelo y melancolía (FREUD, 1970) Freud mantenía que el trabajo 
de duelo bien realizado –o hasta cierto punto bien realizado, en la medida en que sea eso 
 
1 Para la reescritura, mirar, sobre todo, Paul Ricoeur (1998) y (2003). 
 3 
posible– es capaz de asumir la pérdida del objeto amado que había supuesto para el 
individuo un episodio doloroso o incluso traumático. Aceptar esa perdida, admitir el vacío 
que ella ha dejado y poner la libido en otro objeto nuevo significaría la superación del 
duelo y un proceso de crecimiento y liberación del sujeto. Ese trabajo de duelo cumplido 
daría lugar a lo que Todorov, y Ricoeur con él, quieren denominar una memoria ejemplar: 
aquella que es capaz de realizar un proceso de reflexión sobre el trauma sufrido para 
incorporarlo a la vida del sujeto y convertirlo en un ejemplo para otros casos presentes o 
futuros. Como tal, esa elaboración del pasado significa un proceso de aprendizaje, a 
menudo doloroso, por el que el sujeto madura y, hasta cierto punto, se libera de su carga 
en el presente: el episodio doloroso del pasado que había permanecido un tiempo 
olvidado, que ha ocupado plenamente con su exigencia de recuerdo y elaboración la 
conciencia del sujeto por un tiempo, queda de nuevo orillado en los márgenes de la 
conciencia, una vez que la pérdida y el duelo han sido asumidos. No es ya el olvido que 
cubre violentamente lo que ocurrió, sino ese olvido que sigue al proceso de recuerdo, por 
el que el trauma queda asumido o superado: guardado en la conciencia que se ha hecho 
cargo de él, que se ha alimentado de él, pero sin que su peso gravite sobre el presente. 
Al paso de los individuos a las sociedades hace, en cierto modo, más complicado el 
trabajo de recuerdo. Ahora nos enfrentamos a lo que se ha dado en llamar memoria 
histórica; en ella, esa memoria ejemplar supondría un trabajo de reflexión y elaboración 
de traumas colectivos pasados, lo que requiere que los recuerdos de vivencias dolorosas 
de individuosconcretos salgan a la luz pública, encuentren expresión en los diversos 
escenarios del espacio público (en los medios, en narraciones, en el cine, la literatura, 
pero también la historiografía académica), sean reconocidos por las instituciones y 
reciban algún tipo de reparación que, en general, puede conllevar un castigo a los 
culpables y la impartición de justicia (sólo entonces tendría sentido una amnistía 
posterior); pero, sobre todo, lo importante es que tales recuerdos sean reconocidos de 
manera general como parte de un pasado común, de modo que también se abra un futuro 
común por el que ese episodio quede, más que olvidado, orillado a los márgenes de la 
conciencia justamente porque ya ha sido superado. Se produce entonces lo que Ricoeur 
llama un “olvido activo”, distinto del “olvido evasivo”, que corresponde a la voluntad de 
no saber, y del olvido pasivo, ligado a la compulsión de repetición y a la violencia. El 
olvido activo, en cambio, no olvida los hechos, sino que cambia su sentido presente y 
abre el camino del futuro: acepta que la deuda del pasado queda impagada, acepta que 
haya pérdidas, y posibilita, justo por eso, el perdón. Volveré todavía sobre el perdón, 
 4 
pero, de momento, podemos retener que perdonar no es olvidar pasivamente, sino ese 
olvido activo que ha pasado por un trabajo de duelo y que admite los hechos pero deja de 
introducirlos en la cuenta del futuro: no les da el sentido presente que deudores y 
acreedores le daban. 
Puede entenderse la memoria, entonces, como un trabajo colectivo de duelo, gracias al 
cual un cuerpo político y su sociedad asumen los traumas pasados de todos sus miembros 
–no solo de los vencedores- y los inscriben como parte de una historia común. La 
condición para que esto ocurra es que haya una democracia, toda vez que esta, por 
definición consiste en una sociedad madura, con capacidad reflexiva y de discusión sobre 
sí misma, igual que el trabajo de duelo individual requiere, y a la vez que lo constituye, 
un sujeto reflexivo con una psique madura. Pericles les decía a los atenienses que la 
superioridad de la democracia es que ella –a diferencia de otros regímenes políticos- 
recordaba a todos sus ciudadanos caídos, y no sólo a los generales y los reyes.2 En este 
sentido, democracia y memoria justa son casi conceptos equivalentes. La democracia 
resultaría ser el régimen político capaz de asumir en su duelo a todos sus ciudadanos, y 
no sólo a unos pocos. Es la memoria la que justifica en definitiva el poder democrático. 
Por eso, también, la democracia es el régimen que sabe hacer el duelo sin caer en 
aspavientos violentos, como el sujeto maduro sabe hacer un duelo sin caer en la violenta 
repetición obsesiva ni en la melancolía. 
Podríamos ir todavía más lejos, y pensar, como ha propuesto J.M. Bernstein, en una 
Historia moral, 3 en la que no solo se reconoce un pasado común a quienes fueron 
verdugos y víctimas, sino que los verdugos, o sus descendientes, asumen el sufrimiento 
de las víctimas y su responsabilidad en él como parte de ellos mismos, y como algo que 
no debería haber ocurrido nunca. 
Ahora bien, no hay duelos definitivamente realizados, tampoco en el plano individual. El 
duelo, se dice, le acompaña a uno toda la vida. En realidad, en el mejor de los casos, el 
duelo no termina por recolocar la libido en otro objeto de amor, una vez perdido el 
anterior; no se trata tanto de sustituir lo perdido como de asumir que la pérdida es 
irreparable, y asumir el vacío que deja. Pero un vacío nunca se asume del todo. O bien, 
por decirlo de otro modo, a cualquiera que haya pasado por un número suficiente de 
experiencias en su vida siempre le acompaña una cierta melancolía. 
 
2 Es Hannah Arendt (1958) quien solía recordar este discurso de Pericles al final del primer año de la Guerra 
del Peloponeso, y del que nos informa Tucídides (1997) en su historia de las guerras del Peloponeso. 
3 J.M. Bernstein (2014), p.29 
 5 
 
Cuando pasamos, de nuevo, al nivel colectivo, se hace más difícil imaginar esa forma de 
duelo permanente que los individuos maduros llevan consigo. Puede que haya sociedades 
melancólicas, como hay pueblos en los que el dolor, al que se le impide salir a la luz 
pública para ser discutido y reparado, tiende a expresarse en diversas formas artísticas y 
estéticas. La belleza melancólica es así, a veces, el mejor sustituto y alternativa a las 
repeticiones compulsivas de un rito sanguinario con que las sociedades desgarradas llevan 
sus propios traumas. Pero a lo público, y desde luego, al público, a la discusión política, 
le cuesta mucho esa melancolía del duelo continuo y asumido. Por definición, a la 
sociedad le es inherente la hipocresía y la disimulación, y las formas ritualizadas e 
institucionales de duelo tienden a teatralizar el vacío de la pérdida, y a dar por hecho que 
la propia conmemoración rellena por sí misma el vacío y repara realmente el dolor. La 
conmemoración, por lo demás, es muchas veces de una ritualidad más próxima a lo literal 
que a lo ejemplar: piénsese en los desfiles militares y en las fiestas nacionales. Aparte de 
eso, es muy difícil pensar un perdón social que reúna a los verdugos y a las víctimas4, 
aunque ese problema se presenta en todas las transiciones políticas de una dictadura 
represiva a una democracia. Aún veremos luego que, de algún modo, ese perdón es la 
condición de todo contrato social y de toda comunidad política. Pero siempre puede 
quedar en los individuos un poso de resentimiento (sobre todo entre los que sufrieron), y 
un gesto displicente de olvido (entre lo que produjeron el sufrimiento, o entre los que no 
estaban implicados y lo miraron desde fuera). 
 
2. Memora-bíos, violencia zoé. Dos órdenes distintos 
Igual de difícil que el perdón, paralelo a esa dificultad, lo es recordar la violencia sin verse 
sobrepasado por ella, o incluso sin recurrir de nuevo a ella. Más difícil todavía es no verse 
sobrepasado por la violencia cuando no recordamos. Pues, en cierto modo, todo olvido es 
una violencia; una violencia silenciosa. Esto es muy evidente en los casos de la llamada 
la violencia estructural: la que no consiste en un golpe brusco que destroza, sino en esa 
presión continua que delimita las líneas de poder y de opresión, esto es, los espacios 
sociales y, con ellos, las posibilidades de los sujetos; sometiendo y oprimiendo a muchos 
de ellos, por su género o raza, por ejemplo. “En toda reificación hay un olvido”, decía 
Adorno [(1994), 244]. Y ese olvido se ejerce violentamente. 
 
4 Me permito remitir a mi ensayo “¿Con o sin cicatrices? Los límites del perdón y la reconciliación”, en 
GÓMEZ RAMOS& SÁNCHEZ C. (2016), págs. 125-165. 
 6 
Memoria (u olvido) y violencia, pues, están intrincadas entre sí. Sin embargo, una y otra 
son dos órdenes muy diferentes. La violencia es un fenómeno de la naturaleza. Cuando 
se da la violencia entre los seres humanos, tiene, desde luego, una dimensión cultural y 
política, que reclama un juicio: una bomba, o el incendio en la discoteca resultado de un 
descuido de las normativas de seguridad, no son una catástrofe natural, mientras que la 
erupción de un volcán o un terremoto sí lo es. Pero, aún así, la violencia es, 
primariamente, un fenómeno físico, que afecta a los cuerpos, a la materia: a los cuerpos 
de los seres vivos, a los edificios, a los objetos. No hay violencia sin cuerpos. 
En cambio, la memoria, aunque tenga siempre una base física, incluso una base 
fisiológica en los sujetos que recuerdan –o se resisten a ello- es un proceso, tal como lo 
hemos descrito arriba, espiritual, o mental. Ya hemos visto que es en tanto que sujetos 
que hablamos, que pensamos, que reflexionamos, que somos también sujetos que 
recuerdan. Un cartesiano diría que la violencia tiene lugar en la res extensa, mientrasque 
la memoria tiene lugar en la res cogitans. La drástica diferencia del cartesianismo entre 
lo extenso y lo pensante no se sostiene ya hoy; pero puede servir para apuntar la 
diferencia. Incluso un anticartesiano como Nietzsche decía que el hombre es y tiene que 
ser desgraciado, a diferencia del animal, porque está condenado a recodar. Esto es: por 
no ser pura biología, por ser algo distinto y más que el cuerpo físico del animal, el hombre 
recuerda, está atado a la cadena del pasado, y tiene siempre que realizar la difícil tarea de 
la memoria. 
En realidad, la distinción entre el orden de la memoria y el orden de la violencia no es 
simplemente de lo material-físico y lo mental, si es que esa división se sostuviese todavía 
hoy. Creo que afinaríamos más en esa distinción si reparamos en la distinción fundante 
de la biopolítica: la distinción entre bíos y zoé. Pues la violencia, en lo que tiene de 
puramente física, de destrucción y transformación de los cuerpos, se da en el ámbito de 
lo biológico, de lo puramente animal (si se quiere), mientras que la memoria es 
biográfica. La violencia lo es de la zoe, mientras que la memoria es del bíos. La distinción 
entre bíos y zoé, como diré enseguida, es en sí misma resultado de una exclusión violenta, 
y la confusión posterior a esa distinción forma parte central de la política moderna. Pero, 
por eso mismo, está muy cerca de todo lo que podemos aclarar conceptualmente sobre 
memoria y violencia. Deténgamonos, por un momento, en esa distinción. 
 
3. El nacimiento de la biopolítica y la indiferenciación moderna entre bíos y zoe 
 7 
Son sobre todo Agamben, y en otro sentido Roberto Esposito, quienes han mostrado cómo 
la política occidental se construye sobre esa distinción5. Desde luego, en tanto que los 
seres humanos son seres vivientes, toda política trata de la vida. Pero, siguiendo una 
distinción de la lengua griega, Aristóteles decía que la polis es el lugar del bíos, que 
corresponde a la vida de los seres humanos en tanto que miembros de una comunidad 
política, dotados del lenguaje y de la voz. El bíos es la vida individual que puede ser 
biografíada, e individualizada como un sujeto de derecho en la polis. En cambio, la zoé 
es la vida propiamente biológica, la vida de las fieras fuera de la ciudad, la vida desnuda 
que, por no tener lengua, ni voz, ni razón, ni biografía, está excluida de la polis. De hecho, 
la distinción es una exclusión, y sobre esa exclusión, dice Agamben (y ya no Aristóteles), 
se ha basado toda la política occidental. Todo lo que sea meramente cuerpo, pura 
zoología: los animales, los esclavos, a veces las mujeres, todo ello quedaba fuera del 
cuerpo político. Esta exclusión de la zoe no es un borrado, o un prescindir de ella: esa 
dimensión de la zoe que no forma parte de la polis es, sin embargo, imprescindible para 
el intercambio de esta con la naturaleza, para su producción y su reproducción. 
A partir de cierto momento, sin embargo, la zoe, la nuda vida, lo meramente biológico 
salió de su ocultamiento para convertirse en el argumento central de la política. Todas las 
discusiones contemporáneas de la biopolítica, tratan de situar el punto en el que eso 
ocurre. El paroxismo de ese predominio de lo biológico que anula lo político ha tenido 
lugar, concuerdan casi todos, en el nazismo, toda una ideología de raza biológica ligada 
a la destrucción y a la muerte. La tesis de Agamben y de Esposito es que, aunque el 
nazismo haya acabado, su dimensión biologicista como determinante de la política 
continúa hoy; no es en vano los grandes temas de la actualidad han tenido contenido 
biológico o médico. Pero en lo que no parece haber acuerdo es en la relación precisa de 
la biopolítica con la Modernidad. Desde luego, su relación con ella, aunque ambigua, es 
esencial, y por eso, lo característico del mundo moderno es la indiferenciación entre bíos 
y zoé. Pero, ¿dónde se da esa indiferenciación? Para Foucault, va ligada al capitalismo 
como forma de organización económica de la política y, consecuentemente, a un poder 
estatal que introduce paulatinamente lo biológico en sus cálculos, y medicaliza 
masivamente la sociedad y normativiza la vida, la reglamenta para ser, sobre todo, un 
biopoder sobre los cuerpos; los cuerpos de los individuos y de las poblaciones, los cuerpos 
de las poblaciones (FOUCAULT, 2009). Para Agamben, se trata de la entrada de la nuda 
 
5 Agamben (2003) y Esposito (2004). 
 8 
vida, antes una excepción (homos sacer) en la regla política, de una liberación de la zoe 
que muestra lo esencial de la política siempre; y en este proceso, el nazismo habría sido 
revelador. Arendt lo entiende, en los Orígenes del Totalitarismo, como el fracaso de la 
política clásica, que no es capaz de hacer valer los derechos humanos para los quienes 
habían quedado reducidos a mera vida: los cuerpos de refugiados apátridas, sin 
ciudadanía (y por lo tanto sin bíos), y por lo tanto, sin un Estado que les garantice sus 
derechos mínimos. Finalmente, Esposito plantea que, si es verdad que la zoe, la nuda vida, 
se ha revelado como lo esencial de la política, se puede pensar una política que sea 
realmente una política de la vida, y no una biopolítica convertida en tanatopolítica, como, 
por un retorcido camino, ha resultado casi siempre hasta ahora. 
Creo que, a partir de esta última interrogación, podemos retomar nuestra reflexión sobre 
memoria y violencia. Pues, igual que la irrupción de la violencia en la vida pública es un 
fracaso de la política; también en la política clásica, la violencia es el retorno a la barbarie, 
al puro salvajismo de la vida animal, donde queda devastada la convivencia entre 
humanos, y con ella, el bíos. Cuando se da la violencia, las biografías se rompen. 
 
4. Biopolítica, memoria y violencia. Una memoria para la vida 
En verdad, cada caso de biopolítica es un caso de violencia –a veces muy explícita, como 
en el nazismo o el apartheid, a veces más encubierta, como en la eutanasia o en los 
momentos de control biológico y reglamentación médica de las poblaciones. Son casos 
en los que la política tiene que tratar, y no puede ignorarla, con la nuda vida, con la zoé. 
Quiero aventurar –y esa vendría a ser la tesis de este ensayo– que la dificultad que tiene 
la política para desentenderse de la nuda vida, para no ser biopolítica, tiene alguna 
relación con la dificultad que tiene la memoria –y su forma máxima de realización, que 
es el perdón- para desligarse de la violencia, de las formas de odio y resentimiento que 
son también parte de lo humano, y las que me refería más arriba. O, dicho a la inversa, la 
ilusión de integrar limpiamente la zoé en la polis, y considerarla, por ello, como bíos, 
tiene un raro parecido con la ilusión de convertir la violencia en memoria, en historia 
narrada e historia moral. 
Pues la meta del trabajo de la memoria es, como hemos visto, que las heridas resultado 
de la violencia pasada dejen de tener efectos materiales –dejen de doler–, y se queden 
integradas en una historia narrada. Ahora bien: ¿es posible convertir la violencia –la 
violencia física, el dolor de la violencia física o moral– en memoria, una memoria que 
“ya no duele”? ¿Puede haber un “perdón” que sea capaz de asumir eso y que resulte de 
 9 
eliminar, o de borrar, el dolor pasado? O bien, ¿cómo quedan la violencia y sus huellas 
dentro del perdón? ¿Pueden quedar reducidas a “sólo una narración”? 
Estas preguntas nos fuerzan a realizar una reflexión sobre el perdón. No tanto sobre el 
proceso (del que sabemos que es difícil, quizá algo excepcional o imposible, etc.6), sino 
sobre su significado como acción humana, y lo que el perdón puede fundar en tanto que 
acción. Y en tanto que acción, es una pregunta por sus efectos, por los efectos del perdón, 
también para con el pasado. ¿Qué se hace en el perdón con la violencia pasada,la 
violencia sufrida? Hay dos autores clásicos, al menos, que han ofrecido una respuesta 
para esto. 
Hegel es uno de ellos, y propuso una respuesta de aparente contundencia. En un pasaje 
célebre, en medio de la Fenomenología del espíritu, afirmaba: “Las heridas del espíritu 
sanan sin dejar cicatrices”. Cuando llega el momento del perdón, los dos sujetos, o las 
dos conciencias, como les llama él –la que ofendió y la ofendida-, que se reconcilian se 
elevan por encima de su particularidad, y desde la nueva comunidad que las une, el acto 
de la ofensa queda “retomado por el espíritu dentro de sí” y se hace perecedero, 
desaparece (HEGEL,1807)7. Desde luego, el pasaje de Hegel requiere un análisis mucho 
más detallado, que se ha hecho ya en muchos otros lugares. Pero aquí quiero retener tan 
sólo una cosa para nuestra discusión: para Hegel, la comunidad de los espíritus –y lo es 
toda comunidad humana, política o no- está fundada sobre el perdón, sobre la 
reconciliación de las ofensas pasadas. Y la fundación es tal que, según Hegel, en el 
momento de esa reconciliación las heridas desaparecen, o las cicatrices se borran. En la 
memoria no hay rastros de la violencia, igual que en el bios clásico, la zoe tampoco se 
hacía visible. De esa manera, toda comunidad se funda sobre un olvido. Y el primer olvido 
es el de la violencia de la que surgió (LORAUX, 2012). 
De un modo parecido, también Hannah Arendt, en La condición humana, concibe la 
política como el efecto de un acto de perdón que, si no borra el pasado, por lo menos 
permite a los hombres desligarse de él y comenzar algo nuevo. El perdón, junto a la 
promesa, es la facultad política fundamental, porque libera a los hombres de las ataduras 
del pasado, del proceso violento y natural de acción y reacción –de la ofensa y la 
venganza-, y les une en la polis para realizar juntos acciones futuras. No es casual que la 
polis, que se fundamenta, según el famoso discurso de Pericles que mencionaba más 
arriba, sobre la memoria común de todos, sobre la promesa de recordar a todos sus 
 
6 Ricoeur (2004), 608 sigs. 
7 Para un análisis más detallado, me remito a mi texto en Gómez&Sánchez (2016). 
 10 
miembros individualmente, en todos los méritos de su biografía, de su bíos, la polis, pues, 
sea el espacio público de la memoria y de la acción, mientras que la labor –el trabajo 
repetido y forzado de metabolismo con la naturaleza, trabajo que se realiza para el 
mantenimiento de la vida biológica– pertenece a la esfera de lo privado, como también la 
violencia y la necesidad. La violencia es para Arendt siempre algo pre-político. Y la 
política, el espacio de la libertad, empieza con el perdón, que borra las cuentas pendientes 
del pasado, inicia una cuenta nueva, o permite una acción que no es reacción. Los 
hombres, dice Arendt, no podrían actuar, no empezarían nada nuevo, si no fueran capaces 
de perdonar y de prometer. 
Seguramente, esta incursión tan rápida no hace justicia a Arendt y a Hegel, que aparecen 
aquí como los responsables de un modelo que estoy poniendo en cuestión: el de la 
separación de la violencia y la memoria, de lo físico y de lo político. Pero no se trata aquí 
de estos autores –a los que dedico atención en otro lugar (Gómez&Sánchez, 2016)–, sino 
de ese modelo que, creo, ha funcionado a menudo, como algo presupuesto, en nuestras 
representaciones de la memoria, del perdón, de la violencia, de un modo parecido a como 
lo ha hecho la separación, o la distinción exclusiva entre la bíos y la zoé. Planteándolo 
así, podemos reformular la pregunta que nos enseñaba a hacer Roberto Esposito al final 
de nuestra exposición de la biopolítica, en el apartado anterior. 
¿Cómo concebir una biopolítica que no sea tanatopolítica, una biopolítica que sea una 
política de la vida? Si la memoria es parte de la bíos, y la violencia se da en la zoé, como 
he intentado explicar, la pregunta, entonces, es, ¿cómo ha de ser una memoria que, sin 
ignorar la realidad de la violencia a la que se refiere, no se convierta en una memoria 
violenta, una memoria destructiva? A primera vista, podría decirse que esa memoria 
destructiva, llena de violencia, es justo la memoria literal, compulsiva, que exponía más 
arriba con Tvetan Todorov. Y que, entonces, la memoria ejemplar, esa memoria justa que 
es capaz incluso del perdón sería la memoria por la que ahora pregunto. 
Pero ya hemos visto que el propio perdón sólo parece posible de concebir si se lo ve 
desligado de la destrucción del pasado, bien porque haga desaparecer las cicatrices (como 
en Hegel), bien porque (como en Arendt) establezca un nuevo pacto que desactiva el 
pasado al desligar al autor de sus actos. En cierto modo, estas dos formas de concebir el 
perdón –sin duda alguna, paradigmáticas– dibujan una memoria más allá o por encima de 
la materialidad de la violencia, por encima de su vitalidad también. Igual que la política 
de la bíos se establece al margen, por encima de la zoe, excluyéndola. De ningún modo 
estoy haciendo una reivindicación de la violencia, o del recuerdo violento de la violencia. 
 11 
Desde luego, la memoria es algo distinto de la violencia. Pero sí es, sobre todo, una forma 
de elaborar la presencia de la violencia que constituye siempre la vida. Hemos empezado 
por ahí. 
Pues la nuda vida no está nunca fuera de la violencia. No porque ella tenga que ser 
violenta en sí misma –que lo es, a veces-, sino porque siempre está expuesta a ella, en su 
fragilidad, en su vulnerabilidad, en su exposición al daño. Mas, igual que se trata de 
construir una política que recoja y se haga cargo de la nuda vida sin reglamentarla, sin 
medicalizarla y normativizarla, sin convertirla en un paisaje de muerte y destrucción; 
también la memoria, que es una memoria del daño ejercido sobre la mera vida –sobre los 
cuerpos sometidos a la guerra, a la explotación o a la tortura- tendría que recoger la 
violencia en la que esa mera vida existe. 
Dicho de una manera simplificada: a pesar de Hegel, la vida del espíritu tiene que ser 
capaz de reconocer las cicatrices en las que se ha ido formando; no puede creer que ha 
sanado sin ellas. O bien, a pesar de Hannah Arendt, el acto de perdón que inaugura la 
acción política, a la vez que desliga a los sujetos de su pasado, tiene que reconocer que, 
de algún modo, estos siguen llevando consigo ese pasado que forma parte de ellos. 
En este punto, o en este quiasmo entre Arendt y Hegel, conviene aclarar la metáfora de 
la cicatriz. Entiendo por ella, al leer a Hegel, esa huella del pasado que no se ha dejado 
absorber por el proceso del perdón y del memoria, que sigue estando presente después de 
ese proceso y que, a veces con dolor, a veces como un insistente recuerdo del dolor, 
irrumpe en el presente de una comunidad y la disturba. No me refiero sólo a las 
reclamaciones no satisfechas de las víctimas de un mal pasado: si hay reclamaciones no 
satisfechas, es que posiblemente no ha tenido lugar el proceso de memoria, ni el perdón. 
Cicatrices físicas muy visibles son las ruinas de edificios destruidos, las huellas de 
disparos o de bombas, algunas formas de control social que resultan de la violencia pasada 
(los controles en los aeropuertos); pero también hay cicatrices menos físicas, aunque igual 
de intensas: como el resentimiento que permanece incluso en quienes, de algún modo, se 
han visto reconocidos como víctimas, o incluso han recibido algún tipo de satisfacción. 
(Resentimiento como distinto de odio: donde hay odio, no se ha llegado a la 
reconciliación, menos aún al perdón). Son los casos en los que, por ejemplo, la sociedad 
que ha pasado por un conflicto traumático ha conseguido reconciliarse, ha reanudado la 
vida y la convivencia de antiguas víctimas y verdugos reconociendo públicamente el 
dolor de las víctimas. Imagínese una sociedad que superara el racismo, y con él los 
crímenesy la explotación racial, pero lo recordara como un crimen pasado: Esa sociedad 
 12 
se llena de monumentos conmemorativos, puede haber pagado reparaciones económicas 
y morales a las antiguas víctimas: pero el resentimiento y el dolor de ellas seguirá 
presente, como una cicatriz. 
No tenemos todavía una respuesta a la pregunta de Esposito, la pregunta de cómo pensar 
y realizar una biopolítica que no sea tanatopolítica. Vemos que nuestras sociedades 
contemporáneas se extienden en la normalización y reglamentación de la vida –por el 
impulso de conservarla, desde luego-, mientras que la muerte y la destrucción y la 
crueldad se desarrollan mayor irracionalidad que nunca: como si biopoder, terrorismo y 
destrucción masiva del ecosistema fueran las únicas formas de biopolítica de que somos 
capaces. No sabemos cuál podrá ser la forma de salir de ese círculo mortal de biopoder, 
terror y ecocidio. Pero, sea cual sea, deberá contener algo de la antigua piedad por todo 
lo vivo, por todas las criaturas (por los hombres, los animales, el mundo vegetal, el mundo 
mineral, incluso) que ha permitido que el mundo sea y que le ha dado dignidad a todo el 
que vive en él y lo contempla. Esa piedad que es respeto y temor, conciencia de que al 
tocarlo se le hace violencia; y que por eso no lo toca, no le hace violencia, cuando tiene 
que hacerla, sin un grado de cuidado y veneración, como quien realiza un sacrificio. 
Creo que una memoria que asuma su fondo de violencia, que recoja y reconozca sus 
cicatrices, tendrá también esa veneración y esa piedad hacia el pasado, hacia el daño del 
pasado. Así, una sociedad capaz de ello no se extenderá en monumentos grandiosos a los 
triunfos del pasado, a las grandes victorias de los ancestros, sino que se detendrá ante el 
dolor pasado: no edificará tanto arcos del triunfo como memoriales de la víctimas, o 
respetará ruinas del pasado: dejará visibles las cicatrices. Algo así se ha aprendido a hacer 
en los últimos años, sobre todo con víctimas reconocidas. Se ha dado más en el caso de 
Alemania con respecto a la víctimas del Holocausto; pero habría muchas otras víctimas. 
O imagínese lo que significaría hacer lo mismo para toda la explotación colonial europea; 
sólo con los esclavos africanos y sus descendientes, por ejemplo. Una sociedad así 
también tendrá –y esto es más difícil- un lugar para quienes viven aún en su dolor pasado, 
para quienes intervienen desde él en la política, o para quienes se han quedado al margen 
de ella porque el proceso de perdón y normalización social les ha sobrepasado. Incluso si 
esto es políticamente más difícil de realizar, pues tales víctimas, a veces en razón de su 
legítimo resentimiento, se resisten a entrar en el juego de la democracia. 
 
 
5. Reflexión final sobre educación. 
 
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Toda piedad hacia lo otro conlleva un sentimiento de la propia limitación y finitud. Por 
eso, ninguna piedad puede ser orgullosa, sino que está llena de preguntas por su propia 
validez y alcance. (Ocurre así en toda piedad hacia lo vivo, pues el que la siente sabe que, 
a la vez, no puede estar vivo sin hacer violencia de algún tipo a otros vivientes. En el caso 
de esta piedad de la memoria hacia el pasado, hay varios límites claros: uno es que no se 
puede recordar todo, ni a todas las víctimas. Alcanzar eso, decía Walter Benjamin, sería 
el momento final de la redención. No se pueden respetar todas las ruinas del dolor pasado 
como recuerdo: al final hay que volver a edificar. Otro límite es el temporal: hasta cuándo 
se debe seguir recordando en memoriales, en conmemoraciones, a las víctimas del 
pasado. Hay una generación que aprende a hacerlo, en el momento del perdón y de la 
reconciliación. Por ejemplo, al final de una guerra, o de una catástrofe, o en el paso de 
una dictadura, de un conflicto civil violento, a una democracia. De modo que siempre hay 
algo de religioso en la solemnidad, o recogimiento al menos, con que contemplamos los 
lugares de memoria. Nadie con juicio haría un picnic en un campo de concentración nazi. 
Esa primera generación se lo enseña a la segunda. Alguien de mi generación, yo mismo, 
que visita con sus hijos un memorial del holocausto, les pediría que no corriesen, gritasen 
ni saltasen, y lo haría con la misma insistencia que si visitasen un templo. 
Puede que esos hijos, la segunda generación, aprendan a comportarse. Yo confío en que 
mis hijas lo hagan. Pero ¿qué ocurrirá en la tercera generación, en la cuarta? ¿Cómo 
pisarán mis nietos (si los tengo), los hijos de mis nietos, esos monumentos al Holocausto, 
a la guerra civil española? Será para ellos algo tan lejano como lo son para nosotros las 
guerras napoleónicas, o las guerras de religión en el siglo XVI. Imagínese que las 
sociedades que han tenido una historia cruel de esclavitud por motivos raciales (Estados 
Unidos, Brasil) llegan un día a realizar completamente la memoria adecuada de esa 
atrocidad, reconocen el sufrimiento enorme de los africanos y sus descendientes en el 
continente, lo que implicaría también, claro, el reconocimiento y la sincera petición de 
perdón de las potencias coloniales, en primer lugar; y algún pago de compensaciones, 
después. Imagínese que se alcanza una memoria justa, una sociedad reconciliada, al 
menos racialmente reconciliada, que, en la generación del perdón, construye 
monumentos, memoriales, donde se recuerda ese sufrimiento. En una plantación de café, 
por ejemplo. Todos esos memoriales forman parte de una memoria justa. La generación 
que realiza esa reconciliación los visitará con la solemnidad y piedad que he descrito. La 
siguiente, quizá también. Pero, ¿las siguientes? ¿Pasearán también en bicicleta por 
plantaciones de café sin sentir un escalofrío? 
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Esto es, claro, un problema de educación. ¿Cómo se transmite a las generaciones 
siguientes la piedad y veneración que una generación ha aprendido a tener con el pasado, 
en un difícil proceso de reconciliación? ¿Qué es lo que se transmite realmente? Algo debe 
transmitirse, incluso cuando ese mal es un recuerdo lejano. Si no, el perdón se convierte 
en simple olvido. 
La vieja respuesta es que la educación es, sobre todo transmisión de la tradición, 
aseguramiento de lo heredado. Por eso era la forma de reproducción social. Pero aquí no 
se trata de eso. Hoy día, ni siquiera podemos transmitir tradiciones: tenemos demasiadas, 
y además, están todas demasiado rotas. Ni siquiera sé si se trata de transmitir recuerdos. 
Hay también ya demasiados recuerdos que transmitir. Pero creo que hay una piedad por 
el pasado, por el pasado como dolor, que hace la verdadera memoria, y que es lo que se 
transmite de una generación a otra, que debe formar parte de la educación. Igual que se 
debe aprender el respeto por la vida en lo que tiene de vulnerable, de frágil; también se 
debe aprender el respeto por el pasado, y por sus huellas y sus cicatrices. La mirada que 
ve en la naturaleza el temblor de la vida, que no deja de recordar el bosque destruido por 
las autopistas que recorre en coche es la misma mirada, o es una mirada hecha de la misma 
piedad, que la mirada que recuerda cuánta violencia y sufrimiento humano hay depositado 
y perdido en las instituciones, los edificios, las costumbres, los logros, las justicias e 
injusticias del presente. 
Creo que esa mirada es la que se debe transmitir en la educación –no me pregunten cómo- 
Pero al menos nos ahorrará trabajo saber que podemos, incluso debemos, mirar al pasado 
igual que miramos a la naturaleza y la vida; que el trato con una nos enseña el trato con 
otra. Por eso podemos hablar, a la vez, de biopolítica y memoria. 
 
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 15 
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