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100 cartas suicidas

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100 Cartas Suicidas
 
Johana Quintero
Extracto gratuito destinado a promoción de la obra 100 
cartas suicidas de la autora Johana Quintero, publicada por 
la editorial Enxebrebooks.
En breve podrá adquirir la obra completa en formato 
electrónico o papel en http://www.descubrebooks.com, en 
las principales plataformas y pedirlo en su librería habitual.
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A quien me enseñó que:
“No podemos cambiar el mundo,
pero sí la percepción que tenemos de él”. 
 
Capítulo 1
 
Sosiego, incompetencia, cansancio, el camino, la nada, treinta años y 
nada. Tres décadas con estos mismos zapatos, con esta misma ropa, con este 
mismo caminar y la insatisfacción apretada al alma. Ser periodista, literata y 
artista; tres profesiones sin gratificación alguna, sin ideas, sin consecuencias.
Camino hacia el frente, solo hacia el frente; la calle no es un camino, la 
calle es solo una acera gris, un mundo de cemento, árboles dibujados con 
una capa gruesa de polvo, el verde perdido. El aire que respiro entra como 
una bocanada de vida marchita. Observo a las personas que caminan a mi 
lado, ajenas, y yo acelero el paso, no quiero estar cerca, ni ser parte de ellas, 
huyo de este mundo donde muero paso a paso. Nací en una sociedad muerta 
que dice estar viva, pero que solo se siente respirar, la de pañitos de agua tibia 
y sueños mediocres.
Voy caminando por una calle estrecha, donde, hacia el final, hay un 
edificio abandonado de aproximadamente diez pisos; en lo alto, una terraza 
amplia. Desde ahí pretendo bajar y hundirme en el asfalto, volverme un mar 
de huesos y sesos. Lo tengo anotado en mi agenda: fecha, hora y lugar. Mis 
cartas aún no han sido entregadas; ya no hay palabras, historias, recuerdos 
o sueños. Solo me queda la maldita frustración de una vida que no parece 
ser mía, de mil eventos, de millares de escenas perdidas en el fondo de los 
deseos. ¿Luchar? No me interesa luchar, la vida por sí misma es una lucha 
continua, el universo todavía no se ha confabulado a mi favor.
El escape, el volar, el pensamiento final. ¿Coraje? Lo tengo. Está entre mi 
estómago y mi gastritis, entre estas manos vacías, en este bolso de mujer que 
no contiene maquillaje, en una vida sin otro y sin necesidad de otro. Mis 
sentimientos se han desgastado, el contacto físico se me hace innecesario; 
todo fue ocupado por los libros que se aglomeran sobre la mesa en la que 
ceno sin compañía. En los anaqueles inmóviles, los libros no son más que 
ideas empaquetadas en palabras y hojas, ninguno tiene vida. Si mi mente 
no recrea lo que las palabras relatan, todo en mí ha muerto. ¿Me ves 
caminando? No soy yo quien camina, ni soy un camino andado. No soy 
más que mil pensamientos copulando, aquellos que quieren descansar, sin 
lucha, sosteniendo la vida en el espacio. Respiro, pero nada cambia; siento el 
aire, pero no siento el pecho. ¿Quién decide cuándo se acaba la vida? ¿Acaso 
tengo la obligación de vivir?
La soledad habita en todo. En el país de los muertos está presente como 
camino, como las voces incomprendidas, como los besos no dados, como 
los coitos interrumpidos. Los zapatos son manipulados por un ser que ha 
llegado a su destino, un escenario de vida en un estallido de muerte. Al fin, el 
fin. Los pasos y el camino, el edificio y su altura. Las personas pasan, algunas 
levantan la mirada hacia el tejado. ¿Acaso sospechan mis intenciones?, ¿qué 
me delata? Yo los imito. Observo a un hombre de no más de veintitrés años 
que está en mi sitio, que está hurtando mis íntimos deseos, robando mi 
escenario, mi idea.
El hombre mira al vacío, mientras yo veo como mis planes se vienen abajo. 
Llego hasta aquí sometida por la ansiedad que me genera la muerte y ¿debo 
hacer turno?, ¿dónde está la fila de los suicidas? Seré la segunda en todo. 
¡Maldito escenario en mitad de la calle! Un hombre en lo alto no se decide a 
saltar. No puedo ver más que su rostro sereno, su estatura de metro ochenta; 
es delgado y pálido. Su cabello es de color castaño y viste pantalón de dril 
color caqui, camisa de puño a cuadros café con líneas blancas y zapatos 
marrón tipo mocasín.
Las personas se agrupan mientras el tiempo avanza. Yo me quedo aquí, 
entre el gentío, sin tener otro lugar a donde ir. Mi sitio ha sido invadido. 
La policía llega, acordona el área y pide a las personas que se alejen. Poco a 
poco llegan fotógrafos y periodistas que filman el evento, como si fuera un 
partido de fútbol, un programa llamativo en el que intentan persuadir a un 
hombre que parece ido. Su familia no está, nadie sabe quién es ni el porqué 
de sus razones, el porqué de robar mi idea y caminar en el espacio que solo a 
mí pertenecía. Yo hubiera saltado sin pensarlo tanto. Qué pérdida de tiempo. 
Me exaspera tener que retrasar este momento. Sin embargo, el morbo me 
consume y quiero ver el desenlace de esta escena. Sigo siendo del pueblo, del 
gentío que se maravilla con grotescos espectáculos.
El tiempo corre y el hombre sabe que ha llegado su momento. Empieza 
a arrojar sus documentos de identidad, su billetera, todo lo que tiene a 
mano. El reloj se estrella en la acera y se destroza en pedazos. Es divertido 
oír el grito de la gente cuando algún objeto cae al suelo. Estoy en el circo: 
la vida y su continuo escenario. Un cielo azul con pocas nubes atraviesa el 
día, el sol parece muerto aunque está presente sobre nuestras cabezas. En 
los rostros de las personas que están a mi lado se dibuja el pánico y algunas 
lloran resguardando el rostro entre las manos abiertas. Yo estoy serena, algo 
cansada e insatisfecha. Mi trayecto fue largo y mi salida, una pérdida de 
tiempo. No puedo decidir nada, un imbécil me ha cogido el sitio. El mundo 
y sus ambigüedades. Un hombre en lo alto de mi muerte. No puede ser más 
triste este día en esta Bogotá helada.
El tiempo se agota. El hombre es consciente de ello y las personas presentes 
también. Nadie sabe qué pensamientos se cuelan en una mente que ha decidido 
acabar con su propia vida. Yo estoy en el mismo lugar, a la expectativa. Quiero 
ver la siguiente escena: el salto o no, la pérdida de los estribos; puede que la 
razón lo haga reencontrarse y decida bajar calmadamente, evitar la euforia 
colectiva. Mis pensamientos están siendo procesados, diluidos en un nuevo 
malestar que se presenta en la boca del estómago. Siento un hormigueo en el 
pecho y mis manos empiezan a sudar, mi corazón da tumbos, deseo irme, ya 
no quiero presenciar esta puesta en escena. Hasta aquí llega mi intención de 
ver este declive. Los automóviles se detienen. Un hombre salta al vacío. Hay 
personas que gritan, otras lloran, algunas se tapan lo ojos y los más morbosos 
quieren mirar cada segundo de la caída. El cuerpo vuela y se escucha un golpe 
seco, como un crujido de huesos rotos. La acera ahora está ensangrentada 
y sostiene un cuerpo destrozado que no se mueve. Un paramédico corre, 
examina su pulso y su pecho; no respira.
El gentío observa la imagen caótica: el cuerpo, los miembros inertes, 
ambulancias y médicos. Un joven que no tiene nombre ni apellido ha 
muerto. Su billetera ha caído. Un hombre de estatura baja, moreno y grueso, 
la examina. Mira su contenido, arrojando rápidamente lo que no parece serle 
útil. Mientras unos lloran, otros se ganan la vida. No puedo dejar de observarlo, 
él se da cuenta y me mira a los ojos desafiante. La policía llega, el hombre se 
siente descubierto y huye. En su huida deja caer la cartera del hombre que 
ha saltado. Todos ven el cadáver mientras yo camino hacia el lado contrario. 
Tomo la documentación por inercia, aún tengo algo de periodista. El miedo 
me consume, debo huir, sería el colmo que me capturasen robándole a un 
muerto.
A las 3:05 p.m. del día dos de julio del año 2011, el inspector de policía D.P.T. 
y el secretario P.L.U. de la ciudad de Bogotá proceden a inscribir la defunción 
de J.P.M., joven de veinticuatro años de edad, original de Usaquén, ciudad de 
Santa Fe de Bogotá. Hijo de M.C.P. y A.J.C.; profesión,X y estado civil, soltero. 
El hombre, J.P.M., salta al vacío desde un edificio departamental situado en 
la calle 108, Nº 35–42. La caída le causa un trauma craneoencefálico severo 
posterior al impacto desde 50 metros de altura. En el cuerpo se evidencia una 
fractura a nivel de cráneo, costillas y miembros inferiores, fisura a nivel de las 
vértebras cervicales, contusiones a nivel de los tejidos blandos.
Me alejo de allí. La confusión de la muerte de J.P.M. me derrumba. Mis 
ideas están convulsionando, nunca vi tan de cerca la muerte. Nunca olvidaré 
su rostro en lo alto, ni su piel pálida lavada en sangre, ni su cráneo roto en 
el piso y las deformidades de su cuerpo, el golpe seco, las personas gritando 
impresionadas, un mocasín en su pie y el otro sin calzar.
Tengo su identificación en la mano, la cogí cuando la gente observaba 
otras escenas. Soy una ladrona, ladrona de muertos suicidas. Camino deprisa, 
como si alguien siguiera mis pasos. No suelo utilizar el transporte público, 
pero deseo huir rápidamente de aquí. Tomo un bus urbano casi desocupado; 
hay cinco personas, cada una sentada en un extremo del vehículo, como si 
temieran un poco de comunicación.
El autobús es lento, debí caminar. Esto no era lo planeado. Debería 
haberme subido allí, lanzarme al vacío, volar, estrellarme contra el asfalto, 
los gritos deberían haber sido por mi causa. Yo no me hubiera demorado 
tanto para saltar, no hubiera esperado a un público morboso. Tal vez me 
hubiera fumado un cigarro al subir hasta el último piso, hubiera tomado las 
escaleras sin que nadie lo notara, subido peldaño a peldaño, inhalando y 
exhalando humo, bocanada tras bocanada, pensamientos tras pensamiento. 
Mi intención era fija: morir.
Decidí morir hoy, sobre las 3:00 p.m. Aquí está escrito en mi agenda: 
Muerte, el 2 de julio del 2011 a las 3:00 p.m. Después de eso no hay nada. 
Nada. Ahora voy en un bus y me dirijo a mi casa, donde mi carta suicida 
reposa sobre la mesita de noche. Mi vecino cuida de mi gato. Revalúo los 
hechos. De nuevo, abro mi agenda. Orden del día, bolígrafo indeciso. Llegaré 
a casa a las 4:30 p.m., veré las noticias sobre J.P.M., destruiré la carta suicida, 
o tal vez la lea. ¿Cuál sería la razón de ese suicida? La mía, insatisfacción hasta 
con mi propio respirar, con el mundo, con mi trabajo mediocre. Trabajo. Dije 
que no volvería en semanas.
No hay nada de comer en casa, todo está saldado. ¿Pienso en vivir, en 
buscar otra idea? Una forma digna de suicidio. ¿Una horca? No hay una viga 
o una vara alta en la habitación, además odio sentirme ahogada. Si me lanzo 
por la ventana de mi apartamento, me romperé el cuello; si sobrevivo, es 
probable que me quede cuadripléjica. No, esa es una mala idea. ¿Cortarme las 
venas? No, demasiado romántico. Quizás en gran estado de ebriedad, pero la 
idea de una cuchilla cortando mi piel me hace recordar novelas románticas, 
de esas que echan en televisión al mediodía. La muerte. La muerte por sí 
misma es una idea romántica. Su abrazo debería haberme tomado por los 
aires sin oír nada más que el aire estrellándose en mi piel. No llegar a casa, al 
mismo vacío lugar. Mi vida se aleja frente a mis ojos. No intento agarrarla, la 
veo diluyéndose desesperanzada.
La ciudad es una visión difusa e intento concentrarme en las casas, se 
me hace imposible alejar de mi mente a J.P.M. ¡Maldito! ¿Por qué tuvo que 
matarse?, ¿por qué tuvo que robar mi plan? No puedo ni matarme como 
yo quiero. Tener tantos, tantos deseos de extinguir esto que no sirve, este 
cuerpo que no es nada y no poder hacerlo, me frustra. No hay una pequeña 
voz que me diga: “detente”. Mi mente solo desea saltar, delimitar esto que no 
tiene sentido. Qué patético no ser nada en un mundo de muertos. ¿Vivo? 
No ves que no pertenezco a esos seres que viven de ilusiones. ¿Qué es el 
mundo sin ilusiones? Cuando llegue a casa, estará tan vacía como mi alma. Si 
saludara, nadie contestaría. ¿Puedo vivir otro día acarreando este lastre? No 
quiero más esta carga, el peso de un alma que no siente, que no avanza, que 
sí respira, pero es irrelevante. Escucho el silencio, solo puedo hablar conmigo 
misma, un interminable soliloquio al que le han regalado otro día.
Me robas las energías, J.P.M. No olvidaré tu nombre, ladrón de ilusiones 
negras, raptor de salidas efímeras, pícaro de cabellos castaños. Hoy has 
perdido un mocasín y tu documento de identidad es mío. Acabo de recordarlo 
y lo saco de mi bolsillo amnésico.
Número: 82.085.539
Apellidos: M.P. Nombre: J.P.
Fecha de nacimiento: 3 de febrero de 1988
Lugar: Cundinamarca–Bogotá D.C.
Estatura: 1.80 G.S. RH O+
Sexo: M
Fecha y lugar de expedición: 8 de octubre del 2006
Registrador Nacional IDE
En su foto diagramada, puedo observar a un joven serio que fija los ojos 
en la cámara. No sonríe, su rostro no posee expresión. Es blanco, guapo, ojos 
color café, cabello corto y bien peinado. No dice mucho este documento, no 
sé qué hago con su DNI. Me siento perdida y ahogada. Empiezo a llorar al 
mirarla, pude haber sido yo. ¡Qué desgracia! ¡No lo fui! No quería regresar 
a casa, quería arrancarme la vida de una vez. Solo eso. Irme, perderme sin 
más ni más. Me siento más vacía que antes, sin un sentido, sin un deseo. Las 
lágrimas caen, no me quitó nada, simplemente nada poseo, no hay llama, 
nada he conseguido, solo un carnet extraño en un día suicida.
Las personas que viajan conmigo en el bus me observan. Toco el timbre, 
aún quedan algunas calles, pero es mejor caminar. El autobús se detiene lejos 
del andén. Tal vez me mate un coche, aunque la calle parece desierta. Sigo 
llorando y caminando despacio. Las nubes se avecinan, me puedo ocultar 
en ellas. En la portería de mi edificio, no encuentro más que al celador de 
turno. Saludo afablemente, sin detenerme en una conversación. Subo por 
las escaleras sin querer tomar el ascensor. Las luces se prenden a mi paso; el 
lector de movimiento hace que se enciendan y pueda ver cada peldaño. La 
puerta color café de mi apartamento queda, finalmente, delante de mí. Meto 
la llave en la ranura. Eso es todo, el suspiro, la repetición constante del día a 
día.
Tengo la impresión de que he caído. J.P.M. no murió, fui yo. La casa está 
igual, el mismo olor, la misma sensación, y la recorro como si caminara por 
ella por primera vez. Voy hasta la habitación para leer la carta que está sobre 
la mesa de noche, escrita en papel Kimberley:
Me dirijo a la nada, me alejo entre las nubes y a las 3:00 p.m. me voy como 
vine a este mundo, entre las lágrimas y el descontento. No tengo energía y estas 
pocas letras son la despedida de un pensamiento claro y resuelto. Me despido 
de mis padres, a quienes amo. No culpen a nadie de una decisión que solo yo 
he tomado, solo yo tengo la culpa de una historia sin sentido, a nadie se puede 
culpar de que el deseo no haya nacido en un alma apaciguada, del desprecio 
por el mundo como lo conozco. A mi hermano solo puedo decirle que esta no es 
una salida fácil. Ni tú ni nadie pudo haberme salvado. Vive por mí, por los dos. 
Me diste toda la vida que pudiste, yo era un fantasma insatisfecho, solo eso, un 
ente que respiraba y pretendía tener sueños, moldearme a una idea, pertenecer 
a algún lado, a un amor que nunca llegó, a un sentido que nunca se dio. Las 
pieles que arribaron no llenaron un corazón que no palpitaba, no se inmutaba. 
La mujer, como representación de felicidad, no pudo enamorarme y tampoco 
quise caminar al encuentro. Nací con el cansancio en los ojos, tres profesiones y 
mediocre en todas. Ahora, en esta instancia, solo puedo agradecer lo poco que 
obtuve de este paupérrimo mundo: a Natzu. Cuidadlo como yo lo haría, mis 
pertenencias son para vosotros. Mis deudas están saldadas, así como mi paso 
por la vida que dejo esta tarde.
Empieza a anochecer. Me quedo con la carta en la mano mientras la 
oscuridad me cubre, sentada en una cómoda poltrona cerca de la cama. Desde 
aquí puedo contemplar la ciudad,ya que mi apartamento está en el tercer 
piso. No salté de aquí por miedo a quedar viva y con el cuerpo destrozado. 
Observo edificios y coches, aunque realmente no veo nada; revivo la caída de 
J.P.M. una y otra vez, con los ojos abiertos, mirando una oscuridad que no 
identifica apariencia.
El timbre suena y me despierta de mi impávido pensamiento. Cierro los 
ojos intentando mantener mis pensamientos, el timbre suena y resuena. Me 
levanto al ver la insistencia y atravieso el apartamento sin encender las luces. 
Parezco un ciego guiado por sus recuerdos. Nada cambia en este lugar. Los 
muebles en su misma posición, el mismo olor, el mismo silencio.
En el umbral de la puerta aparece mi vecino con Natzu en brazos. Tengo 
la impresión de que ha cometido algún destrozo. No dice nada, tan solo me 
sonríe y me pregunta sobre mi día. Se acerca y cojo a Natzu. El hombre habla 
de su rutina, no menciona nada sobre el gato. La conversación no se acaba 
hasta que su compañera lo llama desde su apartamento. Le agradezco que 
cuidara a Natzu y él sigue sonriendo, a la vez que observa detenidamente mis 
labios. El segundo aviso desde su piso le hace despedirse apresuradamente. 
Se aleja por el hall mientras yo sostengo a Natzu en mis brazos. Me mira y 
maúlla. Entramos en casa y enciendo las luces de la habitación, que se divide 
en un salón-comedor finamente organizado, sin mucha decoración. Natzu 
salta de mis brazos y se siente libre en el apartamento. Su raza es Abisinios, 
parecido a un pequeño leopardo, tierno y cercano. Se pasea de un lado a 
otro. Ninguna habitación permanece cerrada, le gusta ir y venir, aunque 
suele estar a mi lado, acostado en mi regazo. Es hora de su cena, así que 
vamos a la cocina y le sirvo su concentrado y agua. Arquea su espalda para 
que lo acaricie. Solo come si lo acaricio. Me pregunto qué hubiera pasado 
si mi objetivo se hubiera llevado a cabo. Natzu en casa de mis padres y mi 
hermano consintiéndole la espalda.
La noche llega y no hay mucho por hacer. Qué día tan frustrado. Deseo 
tomar una botella de vino y tal vez comer una caja de almendras, o combinar 
el vino con unos caramelos de leche. Hace frío. La cena la cambiaré por un 
desayuno mañana a primera hora. No creí que llegaría hasta mañana. ¿Qué 
se hace al otro día de tu propia muerte, sin camino ni claridad de un futuro 
extraviado en los deseos más oscuros? Pretensiones interrumpidas por 
J.P.M. Tengo la garganta seca, bebo agua. Deseo endulzar mis labios. Vino 
y caramelos. Vino tinto y caramelos de leche. Festejemos, Natzu, tu ama ha 
fracasado y tú la tendrás hasta que ella construya otro escenario.
Tal vez deba investigar sobre el tema, investigar suicidios y así crear el 
mío: elaborado y poético. J.P.M., ¿cuáles serían tus razones?, ¿estabas tan 
hastiado de esta pobre humanidad que no comunica nada?, ¿dentro de tu 
mente se movían tantas piezas enigmáticas como en la mía?, ¿tenías tantos 
pensamientos en tu ser insatisfecho? Al saber que lo real y lo irreal están 
a un solo paso, el soñar es para los ingenuos. Vivimos en una generación 
tartamuda y autista, no hay cambios, no hay evolución, estamos estancados. 
¿Te diste cuenta de eso, del estancamiento?, ¿cuál es la diferencia de tu vida y 
la mía? Llegamos al mismo fin. Tú, siete años menor que yo, más sabio, más 
madrugador, más rápido, más elegante; ladrón de ideas, ladrón de escenarios, 
de horarios, de actos macabros. ¿Cuántos minutos nos separaron de nuestro 
encuentro?, ¿diez?, ¿quizás veinte? Si no hubiera tenido que aguantar la 
sonrisa del vecino llevándose a Natzu, si no hubiera ido a pie hasta el edifico 
abandonado, ni hubiera fumado ese último cigarro… Tal vez la idea de saltar 
desde un edificio sea una escena trillada. En Las horas, Richard Brown se lanza 
al vacío, mientras una señora Dalloway contemporánea lo ve alejarse entre la 
muerte y su difuso amor. Richard se suicida por el peso de una enfermedad. 
Un escritor predestinado a una horrible muerte ridiculiza mi idea; a él, el 
dolor físico se le hace insoportable. La señora Dalloway, cuánto odie leer ese 
libro, y en cambio ahora lo siento diferente; una vida vacía escrita de una 
forma simplemente hermosa, con tantos detalles, para muchos, irrelevantes. 
La simplicidad de ver todo con grandes ojos y describir cada percepción del 
mundo, cada escenario, cada color, olor, forma, fondo. Nunca me gustó la 
forma de escribir de Virginia Woolf hasta ahora que la entiendo, cuando 
no la leo, ni quiero leerla. Ella se suicidó llenando sus bolsillos de piedras 
y caminando hacia el fondo del río Ouse. La brisa, el agua, la tragedia, la 
muerte de forma poética, inmortalizando el fin, su legado. Señora Dalloway, 
yo no he hecho gran cosa. Su última carta fue encontrada por su esposo, 
Leonard Woolf, en la que Virginia escribió:
“Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez 
por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo 
a oír voces y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece mejor. 
Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido, en todos los sentidos, 
todo lo que se puede ser. Creo que dos personas no pueden haber sido más 
felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que 
estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves 
que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que 
quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente 
paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo… Todo el mundo lo 
sabe. Si alguien podría haberme salvado, habrías sido tú. Todo lo he perdido 
excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante 
más tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que 
hemos sido tú y yo”.
 
Capítulo 2
 
No hay nada que beber en este apartamento. Los muertos no toman vino 
y tampoco comen caramelos de leche, mi único deseo en este momento. Aún 
es temprano y decido ir de compras. ¿Decido vivir? Al menos otro día. Busco 
un abrigo y una bufanda. Hace frío, no necesito salir a la calle para sentirlo. 
Rebusco en el bolso las llaves y el dinero, no iré muy lejos. Solo espero no 
encontrarme con el pesado del vecino. Natzu descansa en su cómoda cama, 
levanta la mirada al sentir la puerta, pero no se inmuta y vuelve a posar su 
cabeza en el mismo sitio.
Los corredores del edificio están vacíos. Las manecillas del reloj avisan 
de que faltan quince minutos para las 8:00 p.m. La tienda queda a dos calles. 
Camino entre el viento y el frío. Mis pasos son lentos, aun así llego en poco 
tiempo. Ya en el supermercado, me dirijo al estante de vinos. Tomo una 
botella de vino tinto y busco los caramelos de leche. Recuerdo que no hay 
nada para el desayuno. Café, necesitaré leche, algo de fruta y huevos. Volver a 
la rutina no es gratificante, un día tras otro, repetidos pasos, sin eventos, nada 
que marque un día y otro. Voy a la caja registradora y un hombre, no mayor 
de treinta, me cobra sin dejar de mirar los informativos en una televisión que 
cuelga del techo. El presentador informa:
«Un hombre de veintitrés años se ha precipitado desde un edificio de diez 
pisos en Usaquén, a las tres de la tarde, frente a la mirada de transeúntes 
angustiados. Las cámaras de seguridad del inmueble registraron el momento 
en que el hombre empezó a arrojar sus objetos de valor al suelo, precipitándose 
él mismo instantes más tarde y muriendo en el acto. El occiso, según 
atestiguan sus familiares, solo dejó una carta en la que explica sus razones. 
Tras la pausa publicitaria ampliaremos este hecho y otras noticias…»
Pago rápidamente y atravieso las calles con prisa. Llego al edificio y subo los 
peldaños de dos en dos hasta llegar al apartamento. Natzu continúa tendido 
en su cama y observa como cruzo frente a él, con las bolsas en la mano. 
Enciendo el televisor y pongo a grabar la noticia. Afortunadamente todavía 
están en anuncios. Mi corazónlate deprisa; hace mucho que no sentía este 
nerviosismo. Tengo mil incógnitas y, al mismo tiempo, preocupación por si 
alguien ha visto como cogí la documentación de J.P.M. Sé que no han pasado 
más que segundos desde que entré en casa, pero el tiempo parece eterno. 
Camino de un lado a otro, me quito el abrigo y la bufanda, siento calor. Dejo 
las bolsas en la mesa de la cocina y vuelvo rápidamente al escuchar el sonido 
anunciando que van a empezar las noticias.
«Sobre las tres de esta tarde, J.P.M., un estudiante de Administración de 
Negocios Internacionales, se lanzó al vacío desde un edificio de casi diez 
pisos de altura, en la localidad de Usaquén. Al parecer, su novia, con la que 
mantenía una relación desde hace más de dos años, acababa de cancelar sin 
justificación el compromiso matrimonial con el occiso. La madre afirma que 
el joven era un buen hijo, trabajador y que nunca hizo mal a nadie. La ex 
prometida, por su parte, no quiso hacer declaraciones, solo mostró la carta 
que J.P.M. le dejó:
Te pierdo a ti y ¿para qué necesito la vida? Vivir sin ti es como no respirar. 
No puedo llorar, no soy de los amantes que ruegan, soy de los que se alejan. ¿A 
dónde debo ir? Todo parece frío e inseguro. Nunca fui bueno para nada, nunca 
pude con las palabras. No sé de dónde salen estas. Te aborrezco tanto como 
te amo. No tengo un futuro. Tú lo has matado con cada sueño compartido. 
¿Dónde quedo yo en tu vida?, ¿dónde queda cada beso, cada caricia, cada parte 
de ti, cada recuerdo?
Nuestra historia nadie podrá contarla. Te costó poco tiempo perder las 
energías. Tú eras la mía. Sin ti no soy más que un perro callejero, soy un ratón 
escondido en el fondo de un callejón sin salida. La primera vez que te vi fue 
frente a ese edificio viejo, tan hermosa que me enamoré solo con tu presencia. 
Esa calle ya no la transitas, así como no caminarás de nuevo a mi lado. Mi 
muerte estará vigente donde estuvo la razón de mi vida, en esa calle, frente a 
ese edificio tan deteriorado como nuestro amor que culmina. Todos te culparán 
por un afecto muerto, pero nadie puede culpar a quien ha perdido la ilusión. 
Morir es el único camino para dignificar esto que termina. Tal vez Dios, en el 
cielo, me perdone por rechazar la vida que me otorga. Nadie la ha pedido, no 
puedes dar la vida para después quitarla, no puedes dejarme vacío por dentro. 
Nada tengo, nada doy. Adiós, hermosa mía. Adiós, familia amada. Ya el tiempo 
es solo un pasar de segundos, para mí estar sin ti es un infierno.
Apago el televisor, permaneciendo sentada frente a la pantalla oscura. No 
sé en qué momento me senté. Intento no pensar, me pongo en pie como un 
zombi y camino hacia la cocina. Con la botella entre mis manos, que están 
temblando, penetro el corcho con el utensilio y lo extraigo luego de enroscar 
con fuerza. Al intentar quitarlo del descorchador, me corto en la palma de 
la mano izquierda. “¡Mierda!”, grito, por fin, saliendo de mi silencio y de 
mis pensamientos. “¡Mierda!”, vuelvo a gritar totalmente exaltada. No puedo 
creer que no me haya podido suicidar por algo tan corriente como un amor 
obstruido, por no poder vivir sin una mujer de mierda. Qué lástima me das, 
J.P.M.; matarte por una mujer, robar mi escena, mi idea y el día de mi muerte 
por la trivialidad del amor, darle más valor a ella que a ti mismo. La sangre 
corre por mi muñeca, así que busco una toalla absorbente. Natzu sale de su 
encierro y me observa. No se acerca, pero su sola presencia me tranquiliza; 
respiro profundamente. Matarse por alguien, qué idea tan corriente. Suicidio 
pasional, qué burdo. El amor como herramienta de suicidio. Nunca he 
amado, daría todo por lo que él vivió, puesto que es mejor sentir algo que 
verse vacío por dentro. El perder es parte de la vida, grandísimo imbécil, el 
no sentir nada solo me pasa a mí.
Retiro la toalla absorbente y lavo la mano. Siento ardor, pero la herida no 
es profunda. Busco alcohol y desinfectante en un pequeño botiquín que está 
en lo alto de las alacenas de la cocina. Limpio la herida con cuidado y luego 
la cubro con una gasa, preguntándome para qué tanto cuidado. Tomando 
de nuevo la botella de vino, una copa y la bolsa de dulces, apago la luz y me 
dirijo a la habitación. Natzu me sigue y me acompaña a los pies de la cama 
hasta que siente frío y se acuesta en la suya. Yo bebo mirando un especial 
de Expedición en la Antártida, llevada a cabo por el inglés Francis Drake en 
1578. Fue ahí cuando se descubrió el pasaje de Drake, el tramo que separa 
América del Sur de la Antártida, entre el cabo de Hornos, en Chile, y las Islas 
Shetland del Sur. Después de dos copas de vino y cuatro caramelos de leche, 
el sueño me busca. Me levanto de la cama tibia para ponerme el pijama, 
lavarme los dientes y me vuelvo a acostar. La noche es fría y tranquila.
Hola, J.P.M., el día es nuevo. No. El día no es nuevo. ¿Estás de blanco o 
te estrellas de bruces con un infierno de fuego? Vienes junto a mí. Esta es tu 
cama, tu casa, tu espacio. Te sientas sobre la colcha que me cubre. No hay 
edredón que pueda abrigarme de este frío intenso. Tu voz es dulce.
—No te burles de mis demonios —dice en voz alta.
—No me burlo, tan solo me parecen absurdos.
—Toma mi mano —ordena J.P.M.
Está helada. Él me saca de la cama y camina a mi lado sin soltarme por 
un lugar que no es mi habitación. Es una casa en desorden, de tres pisos 
de altura, tal vez de cuatro, de madera, y a cada paso, las tablas se hunden. 
Siento temor de que este lugar se deshaga en pedazos.
—Tu rostro no es el mismo que vi después de la caída —digo en voz alta.
Subimos los peldaños hasta la azotea. Los cuatro pisos se extienden en 
cada escalón, la altura es superior a ocho metros. J.P.M. no suelta mi mano, 
me hace observar el cuerpo de su amada en la acera del frente. Yo le grito 
algo indescriptible. A él se le cristalizan los ojos, pero no llora, tan solo me 
abraza y besa mis labios levemente; no hay rasgo sexual, por el contrario, 
una protección fraternal me hace abrazarlo con fuerza. Él no existe. Abro los 
ojos y caigo con él en un viaje oscuro. La calle se abre y solo puedo sentir el 
perfume de ella. Caemos a un mundo oscuro y frío, como si nadáramos en 
petróleo. Su cuerpo se aleja y mis pulmones se sienten ahogados. El silencio 
habita en mí, en mi cuerpo frío y húmedo, indefenso.
Me despierto sobresaltada. Natzu muerde mis dedos delicadamente, en 
señal de: “despiértate, tengo hambre”. Me levanto de la cama apresuradamente, 
estoy sudando. Voy a la cocina y le sirvo la comida mientras acaricio su 
espalda y él ronronea. Me dirijo al baño, desnudándome con cada paso. Abro 
el grifo de la ducha y gradúo el agua con mi mano. La venda se moja; hasta 
ahora no me había acordado de la herida. El agua tibia me cubre, cierro los 
ojos y aguanto la respiración en fracciones de tiempo. Quisiera ir a nadar en 
agua templada, tal vez vaya a la piscina del gimnasio por la tarde o mañana 
hacia las 6:00 a.m. cuando hay poca gente.
Salgo del baño y me cubro con una bata, sintiendo la brisa de la mañana. 
Mientras el café se prepara, enciendo el ordenador y busco ropa para 
cambiarme. Hoy saldré, quiero ir al viejo edificio con el que soñé anoche. 
Busco unos jeans, tenis, una camisa blanca, bufanda y abrigo. En las noticias 
de la red me estrello con:
«Nuevo suicidio se registra en empresa china fabricante de iPad e iPhone. 
Otros catorce trabajadores, en su mayoría jóvenes que acababan de llegar a la 
compañía, se suicidan en las fábricas de Foxconn».
El suicidio me persigue o mi atención solo se dirige a ese tema. ¿Cuántas 
personas deciden arrancarse la vida?, ¿cuántas lo llevan a cabo? He pensado 
en el legado de esos catorce trabajadores. ¿Cuántos habrán escrito una carta 
suicida? Los suicidas deberían, por ley, dejar una carta, una despedida escrita. 
No un vídeo, esos me causan escalofríos, sino una carta suicida. Diariamente 
seis personas se suicidan en Colombia, según muestran estadísticas que 
solo los ingenuos creen.Cartas suicidas he escrito una, una que no pudo 
ser entregada ni leída y que será destruida porque buscaré otro escenario 
y otro medio, tal vez otra hora. No sé por qué lugar empezar mi búsqueda, 
mi investigación maldita. ¿Dónde empezará mi indagación? Quisiera ir a la 
hemeroteca, leer diarios viejos buscando suicidios, escribir una carta suicida 
por cada suicidio sin nota. Seré la escritora de cartas suicidas en busca de una 
escritura propia y dramática, un fin tan sublime que la Muerte aplaudirá mi 
huida y ovacionará mi escena.
El olor del café es mágico, lo bebo mientras preparo un desayuno que 
consta de fruta, café con leche y un huevo cocido. Natzu ya ha desayunado 
y aún le queda comida hasta la noche. Después de comer, cepillarme los 
dientes y poner un poco de orden, cojo lo necesario: llaves, agenda, paraguas, 
lápiz, móvil y billetera. Salgo del apartamento, el hall está vacío. Siempre bajo 
por las escaleras porque no me agrada sentirme encerrada en un ascensor, 
tantas personas en un lugar tan estrecho me aterra. Mi reloj marca las 8:00 
a.m. Ya en la calle me dirijo al edificio abandonado de Usaquén. Las aceras 
están poco concurridas y una lluvia delgada cae sobre la ciudad. Todo se 
siente oscuro y frío. El asfalto, empapado; los perros, buscando un poco de 
calor, olfatean y se alejan, abandonados, sin hogar. ¿Víctimas?, ¿por qué son 
víctimas los perros? Se visten de lluvia, tienen más libertad que cualquiera, 
no hay lugar que los detenga y no se cuestionan sobre la vida, solo viven.
Hay una grieta en la acera, la ciudad se cae a pedazos. A un hombre que 
pide limosna, le doy unos dulces de caramelo. Pensé que me los tiraría a la 
cara, pero sonríe. Camino y medito. Las gotas caen con más furia mientras 
el mundo sigue escurriéndose entre el gris del día donde el viento hiela las 
mejillas. Los coches pitan a peatones que no saben la función de un semáforo. 
Cada vez me alejo más de este mundo y de los pensamientos. Siento que 
balbuceo todo el tiempo, que divago, que no existo. La gente me sonríe y no 
sé por qué lo hace.
Una atmósfera tranquila fue ayer el escenario de la muerte. Hoy no hay un 
cordón de seguridad, ni cámaras fotográficas o de vídeo; solo camina por él 
una hermosa mujer a la que se le dedican cartas de amor. Ella deja un ramo 
de flores blancas: lirios, orquídeas y claveles. No ha dormido, se pueden ver 
sus ojeras negras, pese a que lleva gafas oscuras. Llora, mientras una mujer 
más vieja la abraza por la espalda diciéndole que no es su culpa. En la calle, 
los transeúntes observan despreocupados. Siguen su camino sin entender el 
porqué de las lágrimas de la mujer que viste de negro. Yo paso de largo, no 
interrumpiré el pequeño homenaje que le hacen al ladrón de eventos.
¿Quién habría llorado por mí en esta calle triste?, ¿mi hermano o mis 
padres hubieran interrumpido el paso de un transeúnte sin destino?, ¿qué 
hubiese pasado si hubiéramos intercambiado papeles? Si yo hubiera subido, 
si hubiera saltado, ¿habría quedado en su memoria la imagen de un cráneo 
destrozado, en una acera apestada de flores blancas, lirios, orquídeas y 
claveles?, ¿caminarías indiferente?, ¿habrías tenido la necesidad de preguntar 
quién era? Bueno, yo no tengo un amor que me llore, no tengo una mujer con 
un puñado de flores, no tengo un deseo tan trivial como el amor.
De nuevo mi día es interrumpido por la sombra de J.P.M. Cogeré un bus 
en la calle décima para llegar al centro. A medida que el vehículo recorre 
calles, me doy cuenta de que ha sido una terrible idea haber tomado esta 
ruta. La ciudad está destruida por todos lados, es desesperante el gentío, el 
esmog, los embotellamientos, las vías que intentan ser reconstruidas a plena 
luz del día. Las personas de esta ciudad parecen estar de mal humor a todas 
horas. La agresión y la intranquilidad se ven reflejadas en sus rostros, en sus 
miradas cargadas de insatisfacción. El estrés y el miedo los hacen discutir 
por cualquier cosa. A mí ha dejado de importarme si me empujan o si un 
coche no me deja pasar. No me molesta la incomodidad de la ciudad ni su 
ruido, me tiene sin cuidado la poca cultura de los que transitan las calles 
o la violencia injustificada. Me parece un circo, un circo donde no sonrío, 
donde todos viven en la apariencia de sus días, ensimismados en sus vidas 
sin fundamento. Si fueran honestos, formaríamos un ejército de almas 
suicidas. A todos se nos ha pasado por la mente en algún momento de la 
vida. Aniquilar nuestra existencia, devolverla a Dios, supongo. Nadie nos 
pidió vivir, así que ¿para qué sobrevivir? Algunos luchan, otros se esconden 
en una bonita sonrisa y otros, como yo, simplemente se cansan, dejan de 
creer en ese “todo será mejor”. Nos dejamos aplastar, abrumar, huimos… 
Simplemente huimos.
Estoy sentada en el centro del bus, en un asiento al lado derecho, cerca de la 
ventana. Observo caras, personas, trabajos, desde los vendedores ambulantes 
hasta los oficinistas refinados y los que simplemente no hacen nada. Sigo 
pensando en el suicidio, mi reiterativo tema. Cada suicidio trae consigo una 
frustración, no tengo clara cuál es la mía. No sé a dónde me dirijo. ¿Qué 
hacer el primer día de tu muerte auto-infligida? El vehículo no avanza, se 
ha quedado estacionado en mitad de una caravana de coches que maldicen 
como sus dueños; los pitidos y los gritos maleducados devoran el panorama 
soezmente. Quedan al menos quince calles y me agrada caminar, así que toco 
el timbre y el bus se para en mitad de la vía; como siempre, aparca en cualquier 
sitio, sin importar la suerte de sus pasajeros. Bajo con cuidado mientras los 
coches siguen pitando. El tráfico está detenido, la ciudad apesta entre el humo 
y la basura del suelo. Camino por un mundo difuso, el que no comparto; no 
quiero vestirme de oficina, maquillarme o arreglar mi cabello. Algunos dicen 
que es más fácil si crees en un dios. Creer en Dios es como creer en la magia 
y no tengo tiempo para estupideces. Cada uno elige su destino, por lo tanto 
también puede elegir su muerte. En pocas cosas se puede tener el control, el 
suicidio es una forma activa de sumisión. Mi antiguo psicólogo diría: “tienes 
visión de túnel”. Tal vez él no ha visto el cielo de la ciudad. Las nubes oscuras 
y el humo copulan en un mar que intoxica; es un túnel y vivimos en él. No 
puedo ver los rostros, tan solo existen siluetas a lado y lado de mis pasos: 
vendedores informales, habitantes de calle, trabajadores que visten de jean y 
los que se visten de oficina, ladrones de todos los estratos, miradas vacías y el 
mismo paso. ¿Todo se siente igual o he muerto? Mi no-muerte es mi infierno, 
con pasos y pensamientos desalentadores.
La biblioteca está cerca de la Plaza de Bolívar. Ya que el tiempo está muerto, 
decido caminar por los símbolos de una ciudad y su historia. La Plaza de 
Bolívar representa un gran cuadro: hacia las montañas está la Catedral 
Primada de Colombia, que tiene cuatrocientos veintiuno años de vida; a su 
lado, la Capilla del Sagrario, un poco más joven, cumplió ya trescientos once 
años; el Palacio Arzobispal, doscientos dieciocho años. Estructuras, símbolos 
de una tradición católica, que, al igual que la religión, su estilo barroco me 
produce terror. Junto a ellas, la Casa del Cabildo Eclesiástico, construida en 
1689 como cárcel de clérigos. Al occidente, el Palacio Liévano, un edificio 
con un estilo renacentista; su apariencia simula una construcción francesa 
antigua y se creó en 1907 después de un fuerte incendio; actualmente es sede 
de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Por último, está el Palacio de Justicia, un 
edificio construido y reconstruido, incendiado, destruido y vuelto a construir, 
convertido en patrimonio nacional.
Me acostumbré a tener en mi mente datos que a nadie le importan. Tal vez 
el ser periodista me hace querer estar enterada de todo, de cada fecha, cada 
evento, del porqué de cada cosa. Por eso cogí la documentación de J.P.M., 
para saber quién era, su historia, sus guerras.Ahora me parece irrelevante 
la noticia de su muerte. No gastaría mi tiempo en documentar un suicidio 
romántico, aunque si lo pienso mejor, gracias a su fatídico descenso, empecé 
la investigación que documentará mi muerte.
Siempre me agradó caminar por este sitio. Perdí el miedo a los carteristas, 
al frío viento que baja por la montaña, al lado oriental de la ciudad. Ya 
no temo el revolotear de las aves que devoran el maíz arrojado por niños 
y ancianos, ya no me molesta que me pidan limosna, ni los habitantes de 
calle buscando comida entre la basura o los policías impecables mirando 
de reojo las piernas de las colegialas. Soy como esta Plaza de Bolívar: fría 
y amurallada. De las pequeñas batallas ganadas, solo quedan monumentos 
defecados por palomas.
Camino hasta la Biblioteca Luis Ángel Arango. Las calles están encharcadas, 
transitadas por estudiantes universitarios y de colegios públicos y privados, 
entrando y saliendo de la biblioteca de cincuenta y tres años de vida. Siempre 
pensé que tendría más años. Me conforta su estructura y su silencio. A esta 
hora, pese a tanto bullicio en la calle, la biblioteca está desierta. En un casillero 
alquilado, meto una moneda de bajo valor y dejo el bolso y el abrigo. Llevo 
el móvil, lápiz, agenda y el carné de registro, también algo de dinero para 
fotocopias. La hemeroteca se sitúa en el segundo piso. Hay pocas parejas, la 
mayoría de las personas están solas, sentadas en cada una de las mesas de la 
gran sala. En las bases de datos de los ordenadores, ubicados en el lateral de 
las mesas, busco noticias sobre suicidios. Enfatizo la fecha del dos de julio 
sin especificar el año. En los registros sale un listado de diferentes artículos 
y escojo varios al azar. Mientras espero a que los periódicos y las revistas 
lleguen, me quedo observando los números de los pedidos en las pantallas. 
Varias personas también aguardan, formando tres filas en las que se reclaman 
según la terminación de su número. El mío es el 9347. Espero con calma a 
que aparezca el número en la pantalla. Los demás, en silencio, observan igual 
que yo el monitor, sin tener contacto visual con los que están alrededor.
Mi número ha aparecido finalmente después de diez minutos de espera. 
Reclamo los periódicos y las revistas. Una mesa vacía se encuentra al fondo 
de la sala, así que me encamino hacia ella observando el material que llevo 
en las manos. Al sentarme, una mujer de aproximadamente veintiséis años 
llega a la misma mesa. Es alta, morena, delgada, de rasgos finos y suaves. Me 
sonríe. Su sonrisa es delicada y sincera. Me dice:
Creo que debemos compartir la mesa.
Yo la observo y muevo la cabeza de arriba hacia abajo y le respondo:
Sí, no hay problema.
Se sienta frente a mí. Por alguna razón que no comprendo, me siento 
incómoda con su presencia y no puedo concentrarme. Ella lleva varias 
revistas, una agenda, bolígrafos de colores, su billetera y un estuche de gafas, 
que abre para ponérselas. Al mismo tiempo coge uno de sus bolígrafos de 
color azul claro para amarrar su cabello liso y oscuro, quedando su largo 
cuello al descubierto. Se da cuenta de que la observo. Vuelve a sonreírme, yo 
se la devuelvo tímidamente y empiezo a mirar los artículos que he escogido.
El primero habla de una niña de trece años que se ahorcó en su casa en 
Kent, Inglaterra. El diario Daily Mail acusa a un grupo de música neo punk 
de ser un grupo de culto suicida. Según el periódico, «una adolescente de 
trece años, aficionada a una banda de neo punk, influenciada por la tribu 
urbana emo –subcultura derivada del post hardcore de los años ochenta–, 
donde los integrantes se visten de negro y tienen apariencia triste; peinan 
su cabello tapándose el ojo izquierdo y, por lo general, tienen ideas suicidas, 
pensamientos melancólicos y depresivos». Qué patético reunirse en grupo 
para hablar sobre desgracias y justificar dolencias de sus solitarias y aburridas 
existencias, ¿acaso estar en grupo no ayuda a combatir la soledad?
Nunca he sido persona de grupos, no me agradan los lugares con muchas 
personas, no me he dejado llevar por las masas, ni me identifico con 
absolutamente nada. Podría asegurar que no poseo pensamientos anárquicos, 
simplemente un desinterés total por los movimientos y fines comunes de una 
sociedad muerta. Buscar en otras ideologías para llenar nuestros vacíos me 
parece simplemente ridículo. Una niña se muere por seguir ideas melancólicas 
y depresivas. Toma una soga, la amarra a una vara de madera del techo de 
su habitación, los muros saturados con pósters de agrupaciones pop rock 
de adolescentes ensimismados, una silla, una nota escrita con pluma negra. 
Puedo imaginar un cuerpo que se balancea al compás de una música que no 
dice mucho, las luces apagadas y un mundo que vive entre la oscuridad y el 
silencio.
En el reportaje habla de una carta suicida, pero no la ponen. Si fuera mi 
obligación escribir sobre esa carta, me imaginaría estando en una habitación 
de adolescente, tal vez en la mía de hace años. Muros blancos, cortinas color 
crema y pósteres de Led Zeppelin, The Who y Sex Pistols, tal vez uno de Jim 
Morrison. Una cama sencilla con dos mesitas de noche, una a cada lado de 
la cama, y sobre ellas, lámparas, algún libro de Baudelaire o de Poe, tal vez 
Opio en las nubes, de Rafael Chaparro. En la radio, una canción repetitiva, A 
day in the life de los Beatles, la que habla de un hombre que se voló la cabeza 
al no ver un semáforo en rojo, la que se torna agresiva en algún momento, 
confusa, decisiva. Un armario para guardar la ropa y un librero de pocos 
libros de fácil lectura. La nada y la soledad hablando. Hoy es día de muerte, 
pongamos mucho cuidado.
Si mi cuerpo se balanceara como esta canción, estaría flotando en un mundo 
que no reconozco. El vaivén de un cuerpo que solo se mece. No hay nada que 
este mundo pueda ofrecerme más que música y sufrimiento. Un dolor que no 
sé de dónde sale, ni cómo nace. Los gritos, las palabras, el cole, las monjas 
vestidas de normas, una sociedad moralista absorta en demonios y cruces. No 
soy como vosotros, no formo parte de aquí. No hay luz en una habitación de 
princesa. No usaré las prendas de las personas perdidas. Los ritmos del espacio 
me agotan. Vivir o no vivir es tan solo una decisión. La mía se quedó estancada 
en un pensamiento de duendes negros. Nadie podrá entender cómo se siente 
el no querer vivir, adoleciendo el amor, sin una religión que absurdamente es 
impuesta diariamente. Me alejo entre la tinta negra de este bolígrafo y una 
melodía que simplemente me reconforta, finalmente, finalmente.
En un diario español encuentro: «Un hombre mata a su mujer en Valencia 
y luego se suicida». Un habitante de Museros, de setenta y nueve años de 
edad, llega a su casa sobre las diez de la noche. Encuentra a su mujer, de 
ochenta y dos años, en la cocina; se acerca lentamente por la espalda y la 
saluda de forma natural. Le besa la nuca, mientras ella se extraña ante ese 
saludo. La mujer le pregunta si quiere beber algo, él dice: “He traído una 
botella de vino”. Busca el descorchador en la mesa de la cocina y junto a él, 
de cinco cuchillos de diferentes tamaños y estilos, elige el más adecuado. Su 
mujer, descuidada, prepara la cena. Él vuelve a acercarse lentamente hacia 
ella, la apuñala varias veces por la espalda mientras ella cae a sus pies. El 
hombre de setenta y nueve años camina hasta su despacho, se sienta frente 
a su escritorio y, de un cajón asegurado con una cerradura dorada, saca 
una pistola Remington Derringer, un arma creada hacia el año de 1866, un 
revólver pequeño que se puede abrazar con una sola mano, un arma lujosa de 
acabado en oro y cacha de nácar. La coloca sobre el escritorio, al tiempo que 
en una hoja de papel Bond en blanco y con una pluma, escribe:
El tiempo nos está extinguiendo; estas manchas en la piel y las arrugas en 
mis manos me hacen ver que envejezco. Tú eres lo único que me mantiene en 
vida. Ni tu piel ni tu cuerpo son los de antesy aunque los amo, no quiero vivir el 
suplicio de envejecer y estar desvalido. Pasa el tiempo fugazmente, no podemos 
salir de casa sin sentir que las cosas sean diferentes, sin que un pequeño viaje 
se sienta hasta los huesos. No puedo irme sin ti, no quiero atravesar el umbral 
de la muerte sin la mujer que adoro. Compartir mi vida a tu lado fue hermoso, 
compartir mi muerte es poesía. Aún recuerdo cuando te vi por primera vez 
vestida de gala en una sala vacía. A día de hoy sentiría el mismo nerviosismo 
al acercarme y pedirte cortésmente que bailases conmigo. Recuerdo el olor de tu 
piel y la frescura de tu rostro. Los años pasan, amor. No beberemos más vino. 
El cuidarnos se ha vuelto insostenible. La sal, el azúcar, el alcohol, el café, todos 
son negaciones y predicamentos. ¿Recuerdas la última vez que caminamos 
por horas?, ¿puedes recordar cómo es hacer el amor hasta el amanecer? Ya 
nada, mi hermosa mujer, es como antes. Te veo morir lentamente. No quiero 
envejecer más, quiero quedarme como estamos en este instante, felices por un 
amor que permaneció inquebrantable durante años. Ya todo se ha alejado, todo 
se convierte en añoranzas. No quiero vivir ligado a un pasado. No construyo 
nada, mi vida se quedó estática. No quiero verte morir en la sala de una clínica, 
esperando que la muerte llegue parsimoniosamente. No tenemos más que esta 
casa y la muerte. Se acaba el tiempo, amor. Espérame. Te amo más de lo que 
separa la vida y la muerte. Espérame en la eternidad donde nada nos quebrará 
y nuestras almas estarán ligadas en un espacio imperecedero.
La enfermera que cuidaba a la pareja se desconcertó al ver que nadie 
atendía a la puerta. Recordó que siempre guardaban una llave debajo de una 
maceta, abrió la puerta sigilosamente, caminó por el corredor y no halló más 
que silencio. Luego, en el suelo de la cocina, a la anciana de ochenta y dos 
años con varias puñaladas en la espalda. La enfermera gritó y salió espantada 
de la casa para llamar a la policía. Cuatro puñaladas en la espalda dieron 
muerte a la mujer; en el estudio, un hombre de setenta y nueve años fue 
hallado con un disparo en la sien y un poema teñido de un rojo espeso.
Suena un móvil en mi mesa de lectura. No es mío. La hermosa mujer 
morena me sonríe y pregunta si puedo cuidar sus cosas por un instante. 
Asiento sin abrir la boca. Ella sale apresurada a contestar la llamada, atraviesa 
la sala y contesta en el corredor. Yo la sigo con la mirada, mientras ella va 
y vuelve en cuestión de minutos. Llega a la mesa de nuevo, coge sus cosas 
sigilosamente, me da las gracias en bajo y se aleja.
Mi siguiente lectura está en el periódico El Siglo del Correón. Es del viernes, 
dos de julio del 2010 por Notimex, San Diego, California.
«Un patrullero de carreteras descubrió el miércoles pasado, en el 
interior de un coche estacionado a la orilla del camino, el cuerpo de tres 
personas: una mujer, de cuarenta y un años, y dos niños, de doce y diez años, 
respectivamente. La mujer estaba sentada en el asiento del copiloto y los niños 
en la parte posterior del vehículo. El asiento del piloto estaba vacío, hecho 
que extrañó a la policía de carretera, por lo que se pidieron refuerzos para 
encontrar al cuarto pasajero del automóvil. A lo lejos del camino, apareció 
un hombre colgado en una rama alta de un ciprés».
Investigaciones posteriores clarifican que el padre envenenó a su familia 
durante la cena y los invitó a dar un paseo. Poco a poco fueron quedando 
dormidos hasta morir. Cuando el padre se percató del fallecimiento de los 
tres, detuvo el coche, caminó hasta el gran árbol, llevando una soga en su 
mano, escogió una rama fuerte y subió hasta ella. Sujetó un extremo de la 
soga al árbol, la otra a su cuello y se ahorcó. Las aves oyeron el crujido de los 
huesos de la región cervical, luego todo fue silencio.
Esta es la última cena que puedo pagar. La hipoteca de la casa está vencida, 
los bancos están sobre nosotros. Pude ser un mejor padre, un mejor esposo. Mis 
manos están vacías y no tengo como mantener esta farsa de la familia perfecta. 
No quiero lastimar más. A veces pierdo la cabeza, a veces tiendo a golpear las 
cosas y llegar como si nada a casa. No quiero decir que he fracasado. Sara y los 
niños necesitan más que amor. No podemos vivir de nuestros padres: de los míos, 
que me repiten que ya no soy un crío; ni de los de ella que solo me humillan. 
No pude, no supe vivir. Maldigo esta puta historia que se repite. Fracaso tras 
fracaso. Pude, en algún momento, creer que el amor era una conveniencia 
para continuar. El amor es algo que me ahoga. No hay una oportunidad clara. 
Mañana por la mañana nos desalojan. ¿A dónde ir? No sé. Esta es mi única 
salida o vivir en un coche y morir en la carretera.
 
Capítulo 3
 
He leído tres artículos, tres sentimientos diferentes. He escrito tres 
cartas suicidas, me he vestido de tres realidades desiguales. Investigando o 
tergiversando la información, puedo hacer lo que quiera con sentimientos 
ajenos, con historias que sobresalen solo a mis ojos. ¿Dónde quedan las 
palabras que no se leen?, ¿les doy vida? De escritora de cartas suicidas a 
salvadora de actos inmolados, siendo mi objetivo elaborar una carta suicida 
propia y satisfactoria. Mi manía de crear e investigar me arroja a esta no vieja 
biblioteca. Sigo sentada en la mesa vacía, de la que la hermosa mujer morena 
se ha ido. Finalmente, la soledad del día y mi agenda con anotaciones de 
color azul se llena, mientras la sala se vacía. El reloj marca las 3:00 p.m., lo 
que hace posponer mi almuerzo hasta altas horas de la tarde. La morena se 
fue hace más de dos horas; no es que piense en ella, solo hago un cálculo 
mental del momento entre su partida y el actual.
Sobre la mesa hay otros artículos que investigué, sintiendo insatisfacción 
por suicidios ordinarios y muertes estúpidas que podrían ganar fácilmente el 
Premio Darwin. Intento poner orden. La tarea consiste en poner las revistas y 
periódicos a un lado; en dos grupos separo los artículos que voy a fotocopiar 
y los que voy a dejar en los carritos recolectores. Encuentro una billetera que 
no es mía. Mi billetera y mi agenda están junto a la de ella, de color crema. 
No me decido qué hacer con la cartera; han pasado más de dos horas, ella no 
vendrá. El centro queda lejos, a menos que ella viva por los alrededores, en 
la Candelaria por ejemplo. Tal vez estudie en una universidad lejana, tal vez 
si dejo la billetera sobre la mesa llegue alguien honesto y se la entregue; o se 
la roben. No puede ser un robo algo que simplemente encuentras. Lo mejor 
será dársela a un guardia de seguridad o dejarla en objetos perdidos, esa es 
la mejor decisión.
Sobre el carrito recolector de libros, dejo las revistas y libros que no me 
voy a llevar; los otros están en mi mano junto a las fotocopias de los artículos, 
las billeteras y la agenda. Decido, antes de ir a entregarla, dejar las cosas en 
mi casillero. A continuación voy hasta la hemeroteca verificando que ella no 
haya vuelto. La sala está casi vacía. Al salir pregunto al vigilante dónde está la 
oficina de objetos perdidos, él sonríe y me da las indicaciones. Siguiendo sus 
instrucciones, al llegar al sitio, algo dentro de mí me dice que debo entregar 
la billetera personalmente. Deshago el camino andado y me dirijo hacia la 
puerta de salida, dejando atrás la biblioteca.
Camino hasta la calle veintidós. No veo ningún restaurante al que se 
me antoje entrar, pero recuerdo uno que está cerca de la Universidad Jorge 
Tadeo Lozano y llego a él con facilidad. Pido una ensalada, pollo al horno 
con brandy y para beber, una copa de vino blanco. No quiero postre. Al pedir 
una taza de café para finalizar el atrasado almuerzo, cojo del bolso la billetera 
de la mujer y la abro. Lo primero que miro es el DNI; leo:
República de Colombia Identificación personal
Número: 12789135
Apellidos: R.Q. Nombre: L.J.
Firma: Indescriptible
Fecha de nacimiento: 2 de Julio 1986Lugar y fecha de nacimiento: Bogotá D.C (Cundinamarca)
Estatura: 1.69 G.S. RH O +
Lugar y fecha de expedición: 18 septiembre 2004.
Índice derecho: una mancha
Registrador Nacional IDE
Su firma
Dos de julio, ayer cumplió años, la fecha de mi muerte frustrada. 
Veinticinco años de vida, dos años mayor que J.P.M., cuatro años más joven 
que yo. Tal vez la llamaron deprisa para celebrar el cumpleaños. “Algo la hizo 
salir”, pienso mientras apuro el oscuro café. Hurgando en sus documentos, 
encuentro su carné de la universidad.
Pontificia Universidad Javeriana
Apellidos R.Q., Nombres: L.J.
Identificación: 12789135
Fecha de expedición: Febrero 2004
Fecha de Grado: Febrero: 2009
Programa: Artes visuales.
Y también: su carné de conducir, tarjetas de crédito y débito, tarjetas 
promocionales para entradas al cine, algunas entradas rotas de cine, teatro y 
conciertos, fotos de carné de personas, tal vez papá, mamá, hermanos, novio, 
tarjetas de salud y de presentación, lugar de trabajo y dinero.
El café ya se terminó. He puesto todo en su lugar, en el orden estricto en 
el que se encontraba; solo dejé fuera una tarjeta de presentación para llegar a 
su dueña. Pago la cuenta del restaurante y salgo a la calle. Son más de las 4:00 
p.m. Quisiera pasar antes por el Mambo, un museo de arte moderno. Hace 
años que no voy a ver exposiciones, ni entro al cine. El Mambo queda cerca 
del restaurante, no son más de dos o tres calles para llegar.
Al entrar veo que dos exposiciones de fotografía están en la programación. 
La primera es de fotografía mexicana y la segunda es de Beat Presser, un 
fotógrafo suizo, cuya obra se titula Klaus Kinski. Decido entrar a ella, otro día 
ya veré que ponen en el cine. El suicidio desde los focos es el título de un folleto 
que cojo de la taquilla. No puede ser más propio para mi investigación. Miro 
el reloj, son casi las cinco de la tarde y debo llevar la billetera. La dirección es 
en Los Rosales.
Me gustaría caminar, son más de cuarenta calles y aunque el día está 
oscuro, no parece que vaya a llover. Echo a andar a paso tranquilo; el bolso, 
pese a su material, no lo siento pesado. Andaré hasta que me sienta agotada 
y después tomaré un bus o un taxi.
Lo único que deseo es un cigarro y compro un Lucky Strike a un vendedor 
ambulante. Enciendo uno y recuerdo los caramelos de leche; meto uno en la 
boca y empiezo a recorrer el trayecto. Las calles, pese al día y la hora, están 
transitables y el frío solo es un viento delicado que cruza desde el norte hasta 
el sur de la ciudad. Yo voy al contrario de la vía, pero no me inquieta. El humo 
del cigarro vuela con el viento y todo se siente extrañamente satisfactorio. 
Las calles cambian de colores, paso de partes residenciales a comerciales en 
minutos; las personas salen de sus oficinas mientras mi cigarro se acaba. Sigo 
caminando con el sabor del caramelo de leche en mi boca. El sol avanza hacia 
el occidente para ocultarse y las luces nocturnas empiezan a alumbrar mi 
camino.
Avanzo direcciones, no falta mucho y me pregunto qué estoy haciendo; 
debo pensar con claridad y beber algo en un café. Leo la carta que trae un 
joven, no mayor de veintitrés, que me sonríe y se va. Al minuto, vuelve y yo 
le devuelvo la carta con la petición de un té helado, ahora soy yo quien le 
sonríe. Bebo despacio, al tiempo que pienso en si es prudente ir a dejar la 
billetera. Ya he recorrido un gran trayecto, así que pago la cuenta y salgo 
a la calle. Bajo las luces artificiales, camino. El mundo parece detenerse y 
estas últimas calles se me antojan eternas. Ya son casi las siete de la noche, 
supongo que no atenderán a nadie.
Ya frente al edificio, mi mente vacila, aunque es una estupidez llegar tan 
lejos y no hacer nada; solo debo subir unos cuantos escalones y preguntar 
por ella. Solo eso, solo ver su sonrisa, entregarle su billetera y ver de nuevo 
esa sonrisa, eso es todo. Hablo con el vigilante indicando el número del 
apartamento y mi nombre. Una mujer mayor espera su correspondencia, pero 
amablemente aguarda a que yo sea atendida. El vigilante me avisa de que no 
hay nadie en el apartamento, saluda a la señora y dice que precisamente ella 
es la madre de quien vive allí. Yo la miro a los ojos, reconozco su rostro entre 
las fotos. Mi nerviosismo aumenta. Ella me observa extrañada, me pregunta 
cortésmente si me puede ayudar en algo. Yo le explico lo más tranquila que 
puedo, tragando mi nerviosismo, la escena de la biblioteca. Le entrego la 
billetera con la tarjeta de presentación de L.J. e insisto en que puede revisar 
el contenido de la misma. La mujer, de aproximadamente cincuenta y tres 
años, me sonríe y dice:
No es necesario, Y se empeña en tomar mis datos para que L.J. me 
agradezca personalmente las molestias.
Es lo que cualquier buen cristiano haría  rehúso cortés, sintiéndome 
como una completa imbécil y me despido formalmente.
Huyo con ligereza. Mis pómulos están rojos, me siento un tanto frustrada; 
mi corazón, totalmente exaltado. Atravieso la calle y pido un taxi, el primero 
que atiende mi llamada. Me noto agotada, totalmente agotada.
Treinta minutos más tarde estoy en la puerta de mi apartamento con unos 
pocos víveres. Natzu siente mi llegada y me espera sentado. Al encender la 
luz, se acerca a mí haciendo mimos y acariciando mi pierna. Llevo la comida 
a la cocina y la dejo sobre la mesa, al igual que mi bolso. Tomo a Natzu 
con mis manos y lo abrazo, él ronronea y cierra los ojos. Mientras le hablo 
cariñosamente, busco su plato de comida y el del agua, y como siempre, 
acaricio su espalda mientras come. Luego empiezo a preparar la cena, que no 
constara más que de una crema de pollo con trocitos de verdura. Mientras se 
hace la cena, me ducho al ritmo de Call me de Aretha Franklin. Tarareo, trato 
de no pensar, poner mis pensamientos en mi objetivo. Sonrió ante la ridícula 
escena con la madre de L.J. Debo olvidar ese nombre, centrarme en mi meta. 
No saldré del apartamento en días, mi investigación en la biblioteca me da 
trabajo para un buen tiempo. El baño no dura más de diez minutos y, al salir, 
una canción de The Dodos reemplaza a una de los Beatles: Black night. El 
vendaje ha vuelto a mojarse, así que lo quito y lo tiro a la basura. Me visto 
cómodamente para, al acabar la cena, ir a la cama. Los alimentos estarán 
listos en poco tiempo. Los víveres comprados los organizo en la alacena y en 
la nevera. Natzu me sigue con la mirada, observa mi psicorrígida demencia 
por el orden y la limpieza, para luego acomodarse, cansado de la escena, en 
un tapete de gruesas fibras de lana.
La crema está lista, ha hervido y espesado lo suficiente. El contenido 
es exacto para un plato, para una sola persona, estoy sola. El sabor es 
agradable y la comida caliente es un aliciente para esta noche tan helada. 
Ceno despacio, percibiendo como el tiempo parece detenerse a ratos. La 
ley de la relatividad: “toda medición del espacio y del tiempo es subjetiva”. 
Cuando se está acompañado el tiempo se acorta, pero en la soledad se vuelve 
eterno. Acabo de cenar y dejo todo en orden. Limpiar la arenera de Natzu 
me entretiene media hora. Suena de fondo Octopus de Syd Barrett. Me siento 
agotada, hace mucho no caminaba tan largos trayectos para no hacer nada. 
Mi vida es una infructuosa marcha, nada buscaba, nada encuentro. Apago la 
música y mi mundo queda en silencio. La cama está fría y, poco a poco, se 
va calentando con mi cuerpo. Natzu desea dormir ya en la suya; yo cierro los 
ojos, no pienso, no siento, me alejo… duermo.
—J.P.M., ¿tú aquí de nuevo? —pregunto.
—No, yo he muerto. Mira mi cráneo roto, observa que no respiro. ¿Has 
observado alguna vez la respiración de otros? El efecto de inhalar y exhalar, 
inhalar y exhalar, una y otra vez, ¿lo has visto? —responde.
—No, solo puedo verme a mí, mira —le digo, sin darme cuenta en que 
momento subimos hasta los cielos, donde podemos ver a todos como insectos. 
Señalo las personas y sus cajas torácicas—:Mira, ¿crees de verdad que ellos 
sienten, que respiran? Yo solo los veo allí, siendo parte de la nada, ahogados 
en sus vidas sin sentido, vistiéndose de ideas y de ilusiones. ¿Qué hago yo 
entre estos seres?, ¿vivo en la esperanza?, ¿qué quieres que vea, qué quieres 
que cambie? Todo está prescrito en una mente ordenada y pausada. Yo no 
nado en deseos, no soy como tú, no me dejo llevar solo por los impulsos.
—¿La viste? —pregunta él.
—Sí, la vi. Vestía de negro y te lloraba frente a un altar improvisado. Es 
bella, pero no tanto como para querer matarse.
—¿Insultas los deseos de un alma suicida? —cuestiona furioso.
—Yo…, yo no insulto nada, tú insultaste el suicidio con tu romanticismo 
—replico sin miedo.
—¿Eso crees? —dice bajando el tono de su voz.
J.P.M. acaricia mi rostro mientras bajamos del cielo fugazmente. Señala a 
una mujer que va caminando desde la calle veintidós hasta la setenta y dos 
por la carretera séptima.
—¿Qué ves? —pregunta.
—Nada —respondo incómoda.
Me coge con fuerza el rostro, prosigue con el cuestionamiento repitiendo 
varias veces: “¿qué ves?”
—Un ser ridiculizado por sus impulsos —digo soltándome bruscamente. 
El comentario de J.P.M. me avergüenza.
—Has olvidado sorprenderte de ti misma, ahora yo soy quien te 
compadezco.
 
Capítulo 4
 
 
5:00 a.m. Natzu duerme en su cama. Me despierto bruscamente, voy a la 
cocina para beber agua y observo la herida de mi mano; parece que me he 
olvidado del dolor. No puedo abrir y cerrar el puño con facilidad. Encima 
del estante está el pequeño botiquín, del que extraigo: gasa, alcohol y agua 
oxigenada. Me dirijo al cuarto de baño y sobre el lavabo, pongo mi mano 
y dejo caer el contenido del agua oxigenada sobre la herida. Del corte sale 
espuma blanca y siento un pequeño ardor mientras espero que la espuma se 
disipe. Luego vierto alcohol y el ardor se hace más grande. Al terminar, cubro 
la herida con una gasa. Vuelvo a la cocina después de limpiar el lavamanos. 
Guardo todo en el botiquín en el orden que estaba, me subo a la silla de la 
cocina y dejo todo en su sitio. Desde la ventana, veo que la ciudad ya se está 
moviendo, aunque el sol no se ha asomado por el oriente. Siento cansancio, 
no sé por qué J.P.M. no se queda en el país de los muertos y viene a mí en 
sueños. Tal vez soy yo quien lo llama; mi inconsciente, mi precaria vida, trata 
de salvarme de una decisión tomada hace tiempo. J.P.M., solo has retrasado 
la fecha, ya no será en el cumpleaños de una extraña; buscaré otra otro día, 
otro lugar. Tengo la misma determinación, me ha costado trabajo, solo es 
eso, un poco de trabajo.
Cojo mi bolso y lo llevo a la cama. Saco las fotocopias, la agenda y una 
pluma azul. Enciendo la lamparilla para poder leer. Es absurdo que todo el 
proceso de buscar el botiquín, limpiar la herida y poner todo en su sitio lo 
haya hecho en la oscuridad. Parezco un ciego que vive con un plano mental 
finamente definido. Natzu sube a mi cama y se acuesta a mis pies ronroneando; 
se queda dormido mientras yo leo la primera noticia fotocopiada.
«El suicidio de un hombre, por las cartas dejadas, apuntan que sufría 
ludopatía y trae nuevamente este problema que cada día es más común en 
nuestra ciudad». Escrito por C.O.A., presidente de APROSEC, el dieciocho 
de julio de 2008. Leo la totalidad del artículo, habla de la ludopatía en 
Nicaragua, las implicaciones sociales, familiares, la relación corrompida por 
algunos trastornos psicológicos, la reducción de las redes sociales y laborales, 
sus implicaciones en conductas delictivas, ideaciones suicidas y, finalmente, 
la muerte auto-infligida. “Qué mala redacción tiene este artículo”, pienso; 
aun así la noticia podría servirme si la estudio un poco.
La información no cuenta ninguna historia, sino que habla de un problema 
de orden social, familiar y psicológico; de la ludopatía en Latinoamérica. 
Un hombre, las cartas, el juego, la repetición, el perder; esa es la historia, 
la continua frustración por la pérdida. ¿Crear historias? Las historias no se 
crean, ya están hechas, les damos forma, las moldeamos. Un vecino, que vivía 
tres pisos arriba, se suicidó hace algunos años. Los residentes de este edificio 
especulaban, decían que el hombre estaba metido en negocios turbios, en 
apuestas. Yo me crucé con él, un par de veces, el saludo nada más. Lo recuerdo 
porque fumaba mucho, siempre estaba ansioso y su ropa olía a tabaco, sus 
labios y dientes amarillos me perturbaban. Es extraño, nunca me produjo 
asco. Por el contrario, sentí lástima de él cuando me contó el celador de turno 
que había muerto. Ese día escribí un poema, bueno, era más una carta, la que 
me hubiera gustado encontrar de él.
He vuelto a perder la consciencia, temo perderme a mí mismo. Siempre 
estoy en este estado. Deseo la muerte más que ninguna otra cosa. Salgo de mí y 
me convierto en un ser estúpido y pueril. Puedo desesperarme, puedo decir que 
no lo vuelvo a hacer, pero es falso. Mi vida debe terminar antes de que reviente 
por dentro. No hay mayor obstáculo que lo que no comprendo, ¿por qué lo 
hago? No comprendo, no entiendo por qué lo repito, una y otra vez, por qué 
me siento allí, llenándome de sufrimiento, por qué llego a casa con las manos 
vacías, inventando historias que ya nadie cree. La maldita sensación de soledad 
por todo mi cuerpo. Hoy no puedo dibujar un desenlace diferente, no puedo 
arrullar una idea, ni sentir como mi pecho se agita indefinidamente. La vida 
me trata sin suerte, no debo respirar, no deseo el murmullo de mi vida. Pude ser 
más fuerte, pero me siento terriblemente débil. Nada puede matarme, no siento 
saciedad en una existencia sin frutos, no puedo continuar mis proyectos, me 
estanco. Mi vida es la que otros juegan, me encierro en cartas, en posibilidades 
y colores. No puedo llegar de nuevo a casa con esta misma sensación de pérdida. 
Puta frustración repetitiva, frustración de un autor maltratado. Ahora no miro 
rostros, ni ojos, ni pieles, ni cabellos; observo las cartas, la reina y los reyes, los 
comodines perdidos en otro juego, observo mis palabras. El mundo ha dejado 
de latir para mí, me siento terriblemente seco y ridículo. No tomo un momento, 
no tomo más que mi cabeza entre mis manos, ¿qué cerebro es el que me hace 
actuar? No lo veo, no lo siento; no rasguña, ni pelea con los dientes, ni con sus 
puños. ¿Por qué no se defiende? No puedo entenderlo, quiero entender por qué 
vuelvo, por qué volvería. Estoy seguro de que volvería, estoy seguro de que si 
tuviera dinero volvería y llegaría a mi casa de nuevo sin nada, como ahora.
Me refugio tristemente en lo que no responde, una voz escribe, yo simplemente 
la escucho; por la mañana decía: “será diferente”; ahora dice: “lo has arruinado 
de nuevo”. En esta parte del mundo llueve y sale el sol sin que se pueda identificar. 
¿Cuándo sucederán los diferentes eventos? Hoy mis zapatos están mojados, mi 
cabeza está caliente, solía ser más fácil decir lo que me aqueja. ¿Cómo podría 
explicar esta adicción? No puedo esconder mi cabeza y dormir, mientras mi 
mundo se mueve sin que pueda o quiera repelerlo. Llego solo, camino solo. 
No quise llegar, no quise ir, no pude detenerme, mis pies andan solos. Quiero 
detenerme, he estado ensimismado mucho tiempo. Me concreto en estallidos de 
muerte. No podré recuperar mi sentir, lo he hecho, he fallado, ese “algún día” 
es una idea absurda. Esto me agobia, me agobia sin entenderlo. Me aburro 
de mis soliloquios; todo parece hastiarme, todo pierde su sentido pragmático. 
Me cansé de este juego y de sus pérdidas. Hoy solo tengo un revolver Magnum 
2’’ calibre veintidós de ocho cartuchos. Juguemos un último juego, juguemos a 
insertar una bala, rodeemos el tambor y que sea cuestión de suerte la vida. No 
hay juego que no pueda perder, pero la muerte para mí es ganancia. Una bala, 
ocho posibilidades, ocho posibilidades de apretar el gatillo y morir. La sien está 
limpia, la despedida escrita, una bala gira, el primer disparo no produce un 
sonido, ¿cuántostiros de gracia? El segundo disparo, los ojos siguen cerrados, 
el tercer disparo…
Suena el despertador, las 7:00 a.m., y su sonido me trae de nuevo a la 
realidad. Las noticias están esparcidas sobre mi cama. Intento poner algo de 
orden y dejo las lecturas ya revisadas a un lado; las otras, las organizo en la 
mesita de noche. Entre ellas está el folleto de cine suicida que se presentará 
en el Mambo y empezará el trece de julio, en diez días volveré al centro, a la 
biblioteca. ¿Estoy alargando mi muerte? No quiero pensar, me siento muy 
cansada para pensar, muy cansada para sentir.
El descansar o no ya da igual, despierto sin sentir mi cuerpo recuperado. 
Es hora de salir de la cama, no hay que darle largas al trabajo. El orden del 
día: hacer el desayuno, el de Natzu y el mío, leer artículos, libros e investigar 
en la red lo que haga falta. Primero hago la cama, tarea en la que no gasto 
más de cinco minutos. Voy a la cocina, Natzu me sigue. La comida de su plato 
ha desaparecido por la noche; lo lleno de nuevo, al igual que el recipiente 
donde bebe agua. Voy al baño, me quito la venda de la mano y me desnudo. 
Me baño lentamente mientras pienso en el suicidio como idea humana. 
Solo leí de un animal que se suicida y lo hace cuando está en cautiverio. Un 
diario de la web informaba que el tarsero, cuando está enjaulado, se golpea 
la cabeza hasta morir o, si tiene agua, se ahoga en ella. Su estrés psicológico 
es tan fuerte que se arroja contra las paredes o muere por desnutrición. El 
encarcelamiento le hace perder la razón de vivir. Recuerdo haber leído en El 
hombre en busca del sentido, de Víctor Frankl, que cuando los judíos estaban 
en campos de concentración, sus sueños de libertad les daban vida, pero a 
medida que pasaba el tiempo sus esperanzas se iban acortando.
Un día más, no lo soportaré de nuevo, el día que comienza y termina 
igual, es todo, simplemente lo he decidido.
Romeo y Julieta crearon un suicidio romántico, un suicidio pasional. 
Hace años que no leo a William Shakespeare, hace mucho que no pensaba 
tanto en el suicidio, ni en la muerte. Quisiera leer esa carta suicida, las cartas 
invisibles de Romeo y Julieta. Podemos escribir de nuestros suicidios por 
medio de otros, yo también dejé que los personajes cobraran vida, vida 
para la muerte. Escribo a ella desde hace años y ahora parece más fácil de 
visualizar esa necesidad de huida estancada, en cuentos y poemas, en escritos, 
en personajes. ¿De qué huyo?
Salgo de la ducha envuelta en la toalla, me dirijo a mi habitación y busco 
ropa cómoda, no saldré de casa en todo el día. Uso ropa deportiva y una 
sudadera tres tallas más grande de la que usaría habitualmente, que es de mi 
hermano. Hace frío, voy a la cocina a preparar café. De vuelta a mi habitación, 
busco un libro en específico en mi modesta librería, me paro frente a ella y 
lo ubico fácilmente. Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Lo cojo y me 
siento en el borde de la cama. Abro el libro y busco lo que para mí son las 
cartas suicidas, sus últimos versos antes de arrancarse la vida.
ROMEO
¡Cuántas veces los hombres mueren felices al borde de la muerte! Quienes 
nos vigilan lo llaman el último relámpago. ¿Puedo yo llamar a esto relámpago? 
Ah, mi amor, mi esposa, la muerte, que robó la dulzura de tu aliento, no ha 
rendido tu belleza, no te ha conquistado. En tus labios y mejillas sigue roja tu 
enseñanza de belleza y la muerte aún no ha izado su pálida bandera. Tebaldo, 
¿estás ahí, en tu sangrienta mortaja? ¿Qué mejor favor puedo yo hacerte que, 
con la misma mano que segó tu juventud, matar a la que ha sido tu enemigo? 
Perdóname, primo. ¡Ah, querida Julieta! ¿Cómo sigues tan hermosa? ¿He de 
creer que la incorpórea muerte se ha enamorado y que la bestia horrenda 
y descargada te aguarda aquí, en las sombras como amante? Pues lo temo, 
contigo he de quedarme para ya nunca salir de este palacio de lóbrega noche. 
Aquí me quedaré, con los gusanos, tus criados. Ah, aquí me entregaré a la 
eternidad y me sacudiré de esta carne fatigada el yugo de estrellas adversas. 
¡Ojos, mirad por última vez! ¡Brazos, dad vuestro último abrazo! Y labios, 
puertas del aliento, ¡Sellad con un beso un trato perpetuo con la ávida Muerte! 
Ven, amargo conductor; ven, áspero guía.
¡Temerario piloto, lanza tu zarandeado navío contra la roca implacable! 
Brindo por mi amor.
JULIETA
¿Qué es esto? ¿Un frasco en la mano de mi amado? El veneno ha sido su fin 
prematuro. ¡Ah, egoísta! ¿Te lo bebes todo sin dejarme una gota que me ayude 
a seguirte? Te besaré, tal vez quede en tus labios algo de veneno, para que pueda 
morir con ese tónico. Tus labios están calientes… ¿Qué? ¿Ruido? Seré rápida. 
Puñal afortunado, voy a envainarte. Oxídate en mí y deja que muera.
El amor fatídico, dos adolescentes creyendo hallar el amor en el encuentro 
lejano, en el más allí, en la eternidad, queriendo sus almas, sus historias. Hace 
mucho escribí un cuento sobre un suicidio romántico, también otro sobre 
un suicidio pasional. ¿La diferencia? En uno se busca escapar tomado de la 
mano de quien amas; en otro, para huir de lo que esa persona deja.
El olor del café inunda el apartamento, del que me sirvo una taza grande. 
En la habitación, me siento cómodamente en un sillón cerca de la cama y 
abrazo la taza con mis manos, después de haber encendido la televisión. 
Como siempre, me deja insatisfecha la cadena nacional y cambio al canal 
de noticias. Lo mismo de todos los días: corrupción, manejos inadecuados 
de dinero, violaciones de toda índole, guerras en todo el mundo, muertes en 
territorios nacionales, ineficiencia del gobierno central y departamental… 
Sigue igual, solo hay otros autores, otras víctimas, otros victimarios y 
escenarios diversos. Canales infantiles, dibujos animados, que personalmente 
no me hacen gracia. En los canales de música encuentro un especial de Pink 
Floyd que me reconforta; bebo café mientras escucho The Trial. No sé si me 
agrada más la canción o las imágenes del vídeo, la música me envuelve. Natzu 
juega de un lado a otro, nunca cierro ninguna puerta, su cuerpo necesita 
actividad, puede jugar por horas y después simplemente sentarse a mi lado.
El baño me ha dado ideas. Hace mucho que no leo mis cuentos, los que 
escribí cuando estaba en la universidad. No sé dónde se encuentran, tal vez 
después del desayuno los busque. Desayunar, de nuevo la misma rutina, no 
me satisface ni la idea propia de la muerte. Los minutos pasan despacio, siento 
que nada tiene sentido. Tengo la idea morbosa de hacer un historial de cartas 
suicidas para satisfacer mis propios deseos de extinción. La herida de mi 
mano se calienta con el café. Al terminar, la limpiaré de nuevo. Prepararé un 
desayuno convencional: café con leche, tostadas integrales y una manzana. 
Luego buscaré los cuentos en los que he tenido mis pensamientos desde 
que me duché. En mi biblioteca, en los estantes de la parte de abajo, guardo 
escritos en hojas sueltas y algunas agendas. Natzu, que estuvo corriendo por 
todos lados, deja de jugar, se sienta a mi lado, me observa y bosteza de vez en 
cuando, mientras acaricio su espalda. Estoy sentada en el suelo, en posición 
de flor de loto frente a escritos, hojas, agendas y libros que ya no leo. Él se 
acomoda sobre mis piernas y ronronea, le molesta que mi atención esté 
dirigida a mis extraños estudios e investigaciones, no le agrada estar solo. 
Leo mi letra en un papel plagado de líneas que no recuerdo.
Debo atravesar la autopista, caminar hacia occidente, es tarde. Tu voz la 
escucho en mi recuerdo: frágil, temblorosa. Dices “te amo”, y un “adiós” de 
entierro. Yo cuelgo el auricular, salgo a la calle y tomo transporte público. 
La ciudad parece estática, las calles apestadas, el movimiento es imposible. 
Tu voz ceñida a mi miedo, como la intención de no dejarte ir, no esta vez, 
no de esta forma. Todo cruje dentro de mí, un nerviosismo insoportable. La 
noche llega rápidamente; en mi reloj son las seis pasadas y las luces artificiales

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