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¿Cuál es la cosa más increíble que has visto como un médico de urgencias?

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Aprendiendo con Apuntes

La cosa más increíble no la ví, tuve que hacerla yo, y no tuvo nada que ver con la ciencia, aunque sí con mi obligación y Juramento Hipocrático.

Fue la tarde en que mi unidad desplegó desde el aire para atajar a unos traficantes de armas.

Dios o el diablo hicieron que en un tris una ráfaga violentísima e inesperada de viento nos sorprendiera casi a ras de suelo, y nos hiciera caer a todos de muy mala manera.

De repente no había ni un soldado ileso, y algunos habían quedado malheridos. La gavilla de traficantes que debíamos detener, y que ya habían iniciado la retirada al vernos descender, al notar nuestro apuro volvieron a buscar la playa con renovado entusiasmo, y tomándonos como blancos de Tiro al pichón.

Tratar de detener un ataque decidido en una playa nunca ha sido tarea sencilla, así que preferimos replegarnos, para intentar mantener a salvo a los camaradas más lastimados.

El que me tocó en suerte más cerca, había sufrido sendas fracturas de tibia y peroné, y yo estaba seguro que tenía otras lesiones internas. No había tiempo para hacer nada, y de todos modos él ya no se podía salvar.

Con su fusil y una venda entablillé como pude juntas las dos piernas, me lo eché sobre los hombros, y corrí unos 200 metros con él encima, y cagándome de miedo. Ahorita mientras escribo, estoy viendo las dos cicatrices, casi desaparecidas ya, que dejaron en mi pierna dos proyectiles de subfusil de 9 mm. En ese momento nisiquiera los sentí.

Me avergüenza decirlo, pero yo iba llorando como nena, de rabia y terror. Cuando literalmente me caí detrás de una duna, entre las lágrimas ví que la mayoría de mis camaradas habían llegado con sus heridos a cuestas o a la rastra, pero algunos venían rezagados, y los cabrones contrabandistas no se las ponían fácil.

Así que volví a empuñar mi fusil, me limpié la sangre, lágrimas y mocos que me cubrían ojos y cara, y dejando el relativo refugio de la duna, corrí hacia la línea de playa disparando con más o menos puntería (más bien menos), mientras aullaba mi indignación a esos hijos de camella.

—¡Abn aleahira!

Afortunadamente otros me siguieron, y los más sensatos se quedaron a cubierto pero disparando con puntería y disciplina, y no a tontas y a locas. De lo contrario habría yo quedado con el uniforme lleno de agujeros, y como un idiota.

Esos traficantes ni pisaron el suelo al volver a sus lanchas, y dejaron a más de la mitad de sus hombres tendidos sobre la playa. Ahora eran ellos los que se iban cagando patas abajo, mientras los insensatos los perseguíamos con enloquecidas miradas de ¡Muerte al infiel!

Pero si quieres saber qué fue lo más increíble de ese día, es que cuando nos extrajeron del lugar, mi pobre paciente todavía estaba vivo. Apenas. Cuando lo recibió uno de los cirujanos de Urgencias, respingó y dijo que era el entablillado más chambón y ridículo que había visto en su “puta vida”.

Claro que cuando le dijeron de dónde venía el herido, se guardó el resto de sus opiniones.

Mi camarada, “El piojo” Noguera, sobrevivió hasta hace pocos años, sirviendo con lealtad, pero jamás pudo volver a saltar en paracaídas, ni correr en un asalto a la bayoneta.

Insistía en que yo le había salvado la vida, y cuando nos vimos por primera vez después de aquello, intentó besarme las manos. Se lo impedí y le dije que se dejara de puterías.

Siempre le rebatí, y es lo que sigo sosteniendo. Hice lo que hice porque me estorbaba en mi huida, y me era más fácil levantarlo para pasar por abajo, que brincarlo. En la emoción del combate, sólo me había olvidado de ponerlo en el suelo otra vez.

Además… ¡Coño! Él hubiera hecho eso y más por mí.

¿Que si saqué algo más de esa experiencia médica? Aparte de dos confites de plomo en una pierna, se entiende. Pues que desde ese día dejé de ser el bulto, mascota, pardillo o como quieran llamarme, y me gané un apodo de verdad: Aljunun.

El loco.

No estuvo mal. A otro lo apodaban La marrana. Lo dicho, no estuvo mal.

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