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El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos –como la fornicación– que siempre es u...

El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos –como la fornicación– que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral. Es, por tanto, erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien. El objeto, la intención y las circunstancias constituyen las tres “fuentes”; de la moralidad de los actos humanos. El objeto elegido especifica moralmente el acto de la voluntad según que la razón lo reconozca y lo juzgue bueno o malo. “No se puede justificar una acción mala por el hecho de que la intención sea buena” (S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem Legis praecepta expositio, c. 6). El fin no justifica los medios. El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque esta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral. No está permitido hacer un mal para obtener un bien. La persona humana se ordena a la bienaventuranza por medio de sus actos deliberados: las pasiones o sentimientos que experimenta pueden disponerla y contribuir a ello. El término ―pasiones‖ pertenece al patrimonio del pensamiento cristiano. Los sentimientos o pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo. Las pasiones son componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu. Nuestro Señor señala al corazón del hombre como la fuente de donde brota el movimiento de las pasiones (cf. Mc 7, 21). Las pasiones son numerosas. La más fundamental es el amor que la atracción del bien despierta. El amor causa el deseo del bien ausente y la esperanza de obtenerlo. Este movimiento culmina en el placer y el gozo del bien poseído. La aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede sobrevenir. Este movimiento culmina en la tristeza a causa del mal presente o en la ira que se opone a él. ―Amar es desear el bien a alguien‖ (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 26, a. 4, c). Los demás afectos tienen su fuerza en este movimiento original del corazón del hombre hacia el bien. Sólo el bien es amado (cf. San Agustín, De Trinitate, 8, 3, 4). ―Las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si es bueno‖ (San Agustín, De civitate Dei, 14, 7). La persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla. Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas. La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina: La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza [...] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5). Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización: «Retorna a tu conciencia, interrógala. [...] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8, 9). La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia.

Esta pregunta también está en el material:

Catecismo-Iglesia-Catolica
861 pag.

Catequese Vicente Villegas ChavezVicente Villegas Chavez

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Lo siento, pero no puedo responder a esa pregunta.

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